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Church Road, Upper Norwood

26 de marzo de 1865

—Otro pedazo de tarta para el vicealmirante, si es tan amable, Hetty.

—Sí, señora.

—No, de verdad, Fan; ya he comido bastante.

—Tonterías, Bob. Necesitas alimentarte.

Hetty vaciló entre hacer caso a FitzRoy o a la hermana de éste, pero lady Dynevor, pues ahora tenía derecho a recibir ese tratamiento, insistió. Lo cierto es que el hombre estaba muy delgado.

—¿Qué creéis, señoritas, necesita o no alimentarse vuestro padre?

Fanny y Catherine FitzRoy, que habían acompañado a lady Dynevor en esa visita de domingo a la casa paterna, asintieron a coro con delicadeza. Las dos habían heredado mucho del porte y la belleza de su madre.

—Necesitas alimentarte, papá —gorgojeó lisa y llanamente Laura FitzRoy, la única hija de su segundo matrimonio, que acababa de celebrar su séptimo cumpleaños.

—Hago todo lo que puedo para que el señor FitzRoy esté sano y bien alimentado —protestó María FitzRoy entrelazando los dedos con nerviosismo. Como siempre, la elegancia y la serenidad de la hermana de su marido le resultaban intimidantes.

—¿Tenéis que hablar de mí como si no estuviera presente, señoras? —dijo FitzRoy alzando las manos para simular una protesta.

La familia FitzRoy se hallaba reunida en el salón de la primera planta de su casa de Church Road, el cual estaba atiborrado de mantelitos de felpilla, frutas de cera bajo campanas de cristal, fundas de silla de ganchillo, rejillas de latón para la chimenea, macetas y muebles baratos de madera alabeada. Si su mujer quería compensar sus estrecheces económicas con tan ostentoso despliegue de medios, él no iba a impedírselo. La culpa era suya, por no poseer los suficientes recursos para mantenerla de la forma apropiada. Él habría preferido una decoración más sobria, en consonancia con los camarotes de barco de su juventud, pero no tenía derecho a poner ningún reparo. Si sus hijas y su hermana tenían algo que objetar, no lo demostraron.

—¿Y qué estás leyendo?

Fanny cogió el llamativo tomo de sólidas cubiertas doradas que había en la mesita auxiliar junto a la silla de FitzRoy: El Pentateuco y el libro de Josué examinados críticamente, volumen IV, del obispo John Colenso.

—¿Alguna vez concedes a tu mente un minuto de descanso, Bob?

—¿Acaso no es un libro apropiado para leer el día del Señor?

—No, no lo es en absoluto. Tu mente está ocupada por la velocidad del viento y la presión barométrica de lunes a sábado. Lo último que necesita es adentrarse en un pesado debate teológico el domingo.

—Si quieres que te diga la verdad, Fan, prefiero agotarme a oxidarme. Además, es un libro importante. Colenso es el primer obispo de la Iglesia anglicana que refuta abiertamente la existencia del diluvio universal. —Había un deje de tristeza en su voz.

—E imagino que también estarás muy ocupado echándote la culpa de todo lo ocurrido.

—Si no hubiera elegido al señor Darwin como compañero de viaje…

—Me temo que menosprecias los designios del Altísimo, Bob —le dijo su hermana afectuosamente—. Esos desafíos se habrían presentado con tu intervención o sin ella. No puedes luchar en todos los frentes. Si tú no hubieses escogido al señor Darwin como compañero de viaje, lo habría hecho cualquier otro.

—Sí que parece un libro extraordinariamente complejo para el día de descanso, querido —intervino su mujer con tono de inquietud, y contenta de poder ocultar sus propias angustias tras la vanguardia imperturbable de la preocupación de su cuñada.

—Como de costumbre, sois cinco contra uno —se quejó FitzRoy.

Por supuesto, sólo descansaba cuando eran cinco contra uno y se le ordenaba parar de trabajar. Durante la semana a menudo dormía cinco horas escasas al día, por lo que valoraba el lujo de que se le permitiera dejar de trabajar con la conciencia tranquila. Sin embargo, sus hijas mayores siempre le formulaban preguntas educadas sobre el pronóstico del tiempo, sabiendo que eso lo relajaría y atenuaría su complejo de culpa.

—Papá —dijo Catherine—, si el domingo no haces el pronóstico del tiempo, ¿qué ocurriría si una tormenta fuera a caer precisamente ese día sobre una flota pesquera?

—Uno esperaría que cualquier buen cristiano se abstuviera de embarcarse el día del Señor, claro —replicó FitzRoy, y sus facciones se suavizaron al sonreír—. Y, además, los avisos de tormenta para prevenir la navegación son de dos días, por lo que el sábado cubre el período hasta el lunes por la mañana. En estos tiempos de ateísmo no tendría ningún sentido contar con la piedad de nuestros compatriotas.

—Pero, papá, ¿cómo puedes saber qué tiempo hará dentro de dos días?

—Hay estaciones de aviso previo en las islas Bermudas, en Halifax, Nueva Escocia, en Lisboa, Bayona y Brest… Venga de donde venga el tiempo, estamos en contacto con el puesto de observación local mediante el telégrafo eléctrico. Yo me encargo de determinar cuándo llegará un temporal, y su fuerza y dirección exactas, y de escribir esa información en un pronóstico. A continuación la transmito a los periódicos, el Almirantazgo, la Guardia Montada, el Lloyds, el Departamento de Comercio y Exportación y la Humane Society. Salvo el domingo, desde luego, día en que si hay alguien lo bastante impío como para hacerse a la mar, puede recurrir a la información del sábado.

—Perdona, pero llaman a la puerta, querido —lo interrumpió su esposa.

—¿De verdad? —A punto de cumplir sesenta años, FitzRoy estaba más sordo cada día—. ¿Quién diantre puede ser? ¿Esperamos alguna visita en domingo?

Hetty ya estaba en el vestíbulo para abrir, seguida por la figura revoltosa de Laura. La criada volvió un momento después, con cara de desconcierto.

—Disculpe, señor, pero creo que debería venir. Hay un caballero que…

FitzRoy se levantó y se dirigió hacia el recibidor, donde encontró a un recadero vestido con una anticuada librea que esperaba nervioso en el umbral de la puerta. Más allá de los escalones y del jardín delantero, en la calle, había una berlina con el escudo de armas real; los caballos de pelo lustroso humeaban.

—¿Vicealmirante FitzRoy?

—Soy yo.

—Le pido perdón por molestarlo el domingo, señor, pero he venido a petición de su majestad la reina Victoria. Su majestad desea trasladarse a Osborne House en la isla de Wight esta tarde, señor, y pregunta sobre el probable estado del tiempo en el estrecho de Solent.

—¿A qué hora piensa ir su majestad?

—El tren real sale a la una.

—Entonces cuento con una hora a lo sumo. Hetty, ¿sería tan amable de ofrecerle algo de comer a nuestro visitante? Si me perdona…

—Por supuesto, señor.

FitzRoy regresó al salón, se disculpó, y dijo que deberían dar el paseo por Beulah Gardens sin él porque —una vez más— tenía trabajo que hacer. Mientras las mujeres salían de la habitación, su hermana lo bendijo con una sonrisa.

—Esos artefactos infernales eran conos de zinc de unos sesenta centímetros de largo por treinta de ancho. En el Báltico estaban por todas partes. Todos tenían un pequeño tubo de cristal lleno de algún material inflamable, colgado de un dispositivo metálico con muelles. Bueno, pues nuestros chicos sacaron uno del agua y se lo llevaron al almirante Seymour. Algunos oficiales advirtieron del peligro de que explotara, ante lo cual Seymour dijo: «Oh, no, es así como explotaría», y apretó el dispositivo metálico con el dedo. Estalló al instante, y toda la ropa del almirante ardió, y él salió rodando escaleras abajo, pero quedó ileso. Fue increíble. Entonces ocurrió algo todavía más increíble: el almirante Dundas y el almirante Pelham pidieron que les llevaran uno de esos artefactos infernales, para ver qué era lo que había lesionado a Seymour. Caldwell les dijo que, fuera lo que lo fuese lo que había sucedido, sobre todo no tocaran el dispositivo que había pulsado Seymour. Dicho lo cual, Dundas replicó: «¿El qué? ¿Se refiere a éste…?», y apretó el dispositivo. Por lo que el dichoso aparato reventó y los tres salieron volando. Más tarde, un prisionero de guerra nos explicó que los artefactos infernales eran sólo prototipos; los verdaderos contenían quince kilos de pólvora, y habrían hecho que los dos buques insignia se fueran a pique en un abrir y cerrar de ojos.

FitzRoy se echó a reír, más por la alegría que le daba estar en compañía de Sulivan que por la historia en sí, que había oído al menos cuatro veces. Sulivan tenía verdadera debilidad por contar viejas historias una y otra vez. Las constantes mentiras oficiales, la incompetencia y la confusión, el sacrificio innecesario de tantas vidas y la impotencia para hacer frente a las enfermedades que caracterizaran la guerra de Crimea lo habían afectado hondamente, según pensaba FitzRoy; sin embargo, su amigo era uno de los pocos oficiales que había salido algo airoso del conflicto. Contar de nuevo esa famosa historia no sólo servía para animar a FitzRoy, sino también para dar algo de brillo a un período aciago en la vida del propio Sulivan.

Era la hora de comer, y los dos almirantes avanzaban a tientas a través de la niebla biliosa e ictérica en que estaba sumida Parliament Square, rumbo a Westminster Abbey. El tráfico era denso e impenetrable. Como últimamente se sentían menos fuertes que antaño, pagaron a un barrendero para que les abriera paso entre el caos de ovejas y vacas que los rodeaba, parte de un rebaño que había cruzado el puente de Westminster y se había mezclado con un carruaje de dos caballos, un cabriolé, un carro perteneciente a un vendedor ambulante y uno de los ómnibuses patentados por el doctor Tivoli; las siluetas de los sombreros de copa de los pasajeros que viajaban en la baca se recortaban contra la niebla como chimeneas. Aún faltaban dos meses para que llegara el hedor embriagador del verano, pero entre tanto las masas tumultuosas y ruidosas, que proferían balidos, mugidos, gañidos y maldiciones, emitían una pestilencia densa y empalagosa que ofrecía un adecuado anticipo. La novísima torre del reloj, que albergaba el Big Ben, se erguía sobre el tumulto, y aún no se había ennegrecido como los edificios adyacentes de la plaza, sino que era clara y majestuosa; se había acordado que el diseño del hito más moderno de Inglaterra rememorara su pasado medieval, como si ésta quisiera protegerse de la suciedad que la envolvía y que procedía de sus fábricas, atravesaba los campos y prados, y cercaba lo poco que restaba de su tradición caballeresca.

FitzRoy y Sulivan se refugiaron bajo la bóveda oscura como boca de lobo de Westminster Abbey, en cuya vidriera se amontonaban capas de hollín. Habitualmente FitzRoy no hacía un descanso para almorzar sino que seguía trabajando, y muchas veces tampoco comía nada a la hora de cenar, pero aquel día era diferente. No había tenido más remedio que ausentarse de la oficina, pues debían acudir a una importante peregrinación. Iban a rezar por el alma de su viejo amigo John Wickham. Éste había visto mermada su salud durante el viaje de reconocimiento del Beagle alrededor de Australia, y tuvo que dimitir de la Marina en Sidney y entregar el mando del barco a Stokes. Encontró un empleo más sedentario en el gobierno colonial, y con el tiempo se convirtió en el gobernador de Queensland; en ese elevado puesto, mientras pasaba una velada con su mujer, de súbito se llevó la mano a la cabeza y cayó muerto. Había sufrido un ataque de apoplejía fulminante.

Los dos hombres rezaron en silencio, y a continuación Sulivan murmuró:

—«Toda carne es hierba, y toda su gloria, como flor del campo: la hierba se seca y la flor se cae, porque el viento de Jehová sopló en ella». —Y añadió—: Dios te bendiga, Johnny.

—Es el primero de nosotros que se va —dijo FitzRoy pensativo, y recordó la voz retumbante de Wickham, su paciencia infinita, sus anchas y poderosas espaldas, que parecían capaces de cargar con lo que fuera, y la sempiterna sonrisa en su cara redonda de mejillas sonrosadas. Examinando con ojos cansados el paisaje sinuoso de los últimos treinta años, pensó que cada uno de los días pasados en el Beagle era un período de felicidad pura, y se encontró abrumado por la profunda nostalgia que acompaña el recuerdo de los días felices del pasado.

En silencio, rememoraron a su antiguo compañero. Más tarde salieron a las tinieblas de Parliament Square, donde los recibió una horda de mendigos y vendedores callejeros que exhibían cajas de cerillas, collares de perro, ralladores de nuez moscada y otros artículos insignificantes.

—¿Cómo está tu hijo Tom? —preguntó FitzRoy, haciendo caso omiso de la muchedumbre que lo acosaba.

—Muy bien, gracias. Acaba de llegar a Inglaterra después de pasar tres años en las Antillas. Está saldando las cuentas con la tripulación y descargando el barco en Sheerness, y dentro de unos días lo tendré en casa. ¿Y cómo le va al joven Robert?

—Ahora ya es teniente, y está en la estación de Extremo Oriente. Me ha enviado una carta desde la Gran Muralla china.

—Me alegro mucho por ti. Pero lamento comunicarte que Filos ha perdido otro hijo, Charles, el menor, de escarlatina. Ya nació algo mal de la cabeza, según me han contado. Es el tercer hijo que entierran él y su pobre mujer.

—Lo siento. Seguro que le dice a su mujer que sólo los fuertes sobreviven, que la naturaleza ha vuelto a hacer de las suyas al desherbar sin piedad la imperfección.

—No deberías odiarlo, FitzRoy, es una buena persona, a pesar de todo lo que ha hecho. Si Dios lo está castigando, ya ha sufrido lo suyo. He rezado al Altísimo para que sea clemente con él.

—Oh, no es que lo odie, querido amigo, en ese sentido puedes estar tranquilo. Sólo sufro una inmensa pena por su extravío. Se puso bajo mi protección y yo le fallé, como también fallé a los dos muchachos, Hellyer y Musters. —Pensó que, si todavía vivieran, ambos tendrían cuarenta y tantos años.

—No les fallaste en absoluto.

—También habría fallado al pobre Jemmy si no hubieras acudido en su rescate. Hay tantos desastres que han ocurrido por mi culpa…

—No quiero oír hablar de eso. ¿Cuántas vidas se han salvado gracias a tu sistema de avisos de tormenta? Cientos, apostaría a que han sido cientos. Desde que empezaste a hacer pronósticos, el número de víctimas ha descendido de forma asombrosa. Mucha gente de este país está en deuda contigo.

The Times no parece pensar lo mismo.

Sulivan puso cara apesadumbrada mientras FitzRoy se detenía para comprar un ejemplar vespertino a un vendedor de periódicos.

The Times está lleno de estupideces, FitzRoy, lo sabes perfectamente. Siempre ha sido así.

—Encuentro muy desconcertante, la verdad, que saquen el pronóstico del tiempo en una página mientras lo atacan en otra.

Durante las últimas semanas, The Times había publicado con regularidad editoriales que arremetían contra el trabajo de FitzRoy y ridiculizaban los pronósticos del tiempo, como si pertenecieran a una seudociencia absurda con menos base verdadera que las predicciones astrológicas del tiempo que aparecían en enero. No resultaba difícil adivinar quién estaba detrás de esas críticas: cada vez que una flotilla de barcos pesqueros o buques carboneros se quedaba en puerto por un aviso de tormenta de FitzRoy, los propietarios perdían dinero. Éstos eran hombres adinerados e influyentes, y más de uno tenía contactos con el director de The Times. FitzRoy abrió por la página del editorial. Y, en efecto, menudeaban las pullas y acusaciones.

Sea cual sea el progreso de las ciencias, los observadores fiables y que cuidan de su reputación nunca se atreverán a pronosticar el estado del tiempo; y mucho menos en el dialecto torpe y de difícil comprensión que emplea el almirante FitzRoy en sus misteriosas exposiciones. Por lo que hemos conseguido entender, ¡cree ser capaz de determinar lo que ocurre en el aire a unos cientos de kilómetros de Londres por medio de una gráfica de las corrientes que circulan en la metrópoli! Mientras negamos cualquier mérito al éxito ocasional de las predicciones del almirante, debemos, no obstante, exigir que se nos libre de cualquier responsabilidad por los fracasos demasiado habituales que acompañan a esos pronósticos.

FitzRoy dobló el periódico, exasperado.

—Voy a tener que escribirles otra vez —dijo con voz cansina.

—El honorable diputado por Truro.

Augustus Smith se levantó para hablar a los demás diputados de la Cámara de los Comunes, aunque la verdad es que no había mucha diferencia entre tener a Augustus Smith de pie o tener a Augustus Smith sentado, tan corta era la estatura del honorable caballero. No obstante, compensaba a lo ancho lo que le faltaba a lo largo; estaba bien entrado en carnes, si bien éstas preferían no despegarse demasiado del suelo. Augustus Smith, diputado de la Cámara de los Comunes, era propietario de una flota de barcos pesqueros.

—Señor presidente, caballeros. Me propongo hablarles de la preocupante moda en que se han convertido las profecías meteorológicas tal como las propaga el Departamento de Comercio y Exportación del vicealmirante FitzRoy. Escuchen lo que ese departamento profetizó respecto al tiempo el martes de la semana pasada: «Vientos del sudeste al sur-sudoeste, moderados». ¿Y cuáles fueron los hechos? El viento no sopló desde esa dirección en absoluto. De hecho hubo un vendaval procedente del norte. Estas «predicciones», caballeros, no hacen más que engañar vergonzosamente al inocente público a sus expensas. ¿Por qué diablos debería el gobierno gastar nuestro dinero en un sistema que fomenta la pereza de los marineros y pescadores de la costa, y les brinda la oportunidad de quedarse en casa junto a la chimenea a la más mínima posibilidad de temporal, cuando nosotros mismos estamos siempre dispuestos a desafiar la lluvia y el viento para acudir a nuestro lugar de trabajo? Al parecer el sistema telegráfico del vicealmirante ha costado al país, en total, la friolera de cuarenta y cinco mil libras. Mientras que el otro proveedor de esta práctica falaz y ordinaria, el Almanaque de Moore, ofrece predicciones de naturaleza similar por la irrisoria suma de un penique. Les aseguro, caballeros, que las previsiones del vicealmirante FitzRoy son aún más maravillosas que las que jamás nos ofrecerán los maestros de magia negra.

En la sala resonaron risas de satisfacción. Pocos diputados de un lado u otro de la Cámara sentían demasiada simpatía por los pescadores perezosos o los hombres de los buques carboneros que no parecían estar, como ellos, dispuestos a trabajar toda la jornada.

El coronel Sabine se levantó para hablar en nombre del gobierno.

—Puedo informar a los honorables caballeros que de cincuenta y seis capitanes a quienes se preguntó su opinión sobre el sistema de avisos de tormenta a finales del mes pasado, cuarenta y seis fueron favorables; y de un total de dos mil doscientos ochenta y ocho avisos emitidos, mil ciento ochenta y ocho fueron justificados con posterioridad por el estado del tiempo en las cuarenta y ocho horas siguientes. Con respecto a los costes telegráficos, puedo asegurar a la Cámara que se ha acordado un precio especial entre el vicealmirante FitzRoy y las compañías telegráficas, para mantenerlos al mínimo.

Augustus Smith, que personalmente nunca se había embarcado, pero que no veía ninguna razón para sobreproteger a los marinos, se puso en pie; en su cara mofletuda brillaba una sonrisa astuta. Se metió los pulgares en el chaleco, que parecía a punto de reventar.

—El honorable caballero nos informa de que se emitieron dos mil avisos, pero que sólo fueron justificados con posterioridad mil de ellos; una exitosa proporción, si no me equivoco, del cincuenta por ciento. En otras palabras, por el gasto total de cuarenta y cinco mil libras, el gobierno de Su Majestad ha conseguido una serie de resultados estadísticos que podrían haberse logrado lanzando simplemente una moneda al aire.

Sonoras risotadas de aprobación asediaron al indefenso coronel Sabine.

—¿No creen que el gobierno debería haber pensado en contratar a un caballero de verdaderos logros científicos para ocupar ese puesto en vez de un simple marinero de salón? El vicealmirante FitzRoy, según tengo entendido, no es un hombre acaudalado. Es evidente que el caballero, si es que realmente es un caballero, ha asumido un rango en la vida más elevado del que puede permitirse.

Hubo risas de conformidad seguidas de ovaciones entusiastas. El coronel Sabine miró incómodo a sus colegas en los escaños del gobierno. La verdad es que no estaba tan claro que pudieran asumir todos los gastos que generaba el departamento de meteorología.

A las diez en punto, el momento más ajetreado de la mañana, los telegramas inundaban la pequeña oficina de Parliament Street como el agua de lluvia de un dique reventado. Babington se esforzaba en mantenerse a flote, anotando todos y cada uno de los telegramas y resumiéndolos, o corrigiendo cuando era necesario los errores de escala, altitud y temperatura. En cuanto estaban a punto, se los pasaba a FitzRoy, que los introducía en el mapa meteorológico diario de las islas británicas. No disponían de mucho tiempo: el primer pronóstico del día tenía que estar listo a las once, para la Shipping Gazette y la segunda edición de The Times. Nadie hablaba, pero los tres pares de manos se afanaban en los papeles que había frente a ellos. Todos los días era lo mismo: con los años habían conseguido trabajar con la perfección de un reloj. Sulivan lo sabía, razón por la cual retrasó su entrada hasta que el ajetreo de la mañana empezó a disminuir y los copistas se enfrentaron a la ingente tarea de copiar exactamente el pronóstico, Dios sabe cuántas veces, en provecho de Dios sabe cuántos destinatarios.

—Buenos días, caballeros, ¿podría hablar con ustedes?

FitzRoy alzó la vista, contento de oír la afable voz de su amigo, pero al verle la cara se dio cuenta de que algo iba mal. Su superior se dirigió a la sala al completo cuando dijo:

—Más valdría que todos escucharan lo que tengo que decirles.

Tres rostros expectantes lo miraron, como miran las focas cuando van a liquidarlas.

—El Departamento de Comercio y Exportación ha anunciado, en nombre del gobierno, que a partir del lunes se suspende la práctica de emitir avisos de tormenta y efectuar pronósticos meteorológicos.

—Pero…

—¿Qué…?

FitzRoy y sus dos ayudantes se miraron entre sí, desconcertados, incrédulos, horrorizados.

—Al parecer, el gobierno ha encargado recientemente un informe sobre la eficacia del pronóstico meteorológico a Francis Galton, el secretario de la Academia Británica. He traído el informe.

—¿Francis Galton? ¿Francis Galton? Pero si es… es…

FitzRoy no terminó la frase. Francis Galton era primo de Charles Darwin.

—Sus conclusiones son las siguientes… —El tono de Sulivan era fúnebre—. «Que no hay base científica en que fundamentar el pronóstico del tiempo, por tanto no tiene ningún valor en absoluto. Que por lo general no se ha probado que sean correctos los pronósticos y los avisos de tormenta, por lo que no hay pruebas de su utilidad práctica. Que el trabajo del departamento del vicealmirante FitzRoy ha sido perjudicial para el avance de la ciencia, y ha llevado al público a confundir el conocimiento real con pretensiones infundadas y finalmente a despreciar el primero porque las segundas han demostrado ser infundadas. Por último, que no hay ninguna razón para que un gobierno continúe asumiendo la responsabilidad de emitir pronósticos del tiempo ni avisos de tormentas a los barcos». —Sulivan puso el informe sobre la mesa. Aquél era uno de los cometidos más difíciles que había tenido que hacer en su vida—. Lo siento mucho, caballeros. En mi opinión, el informe constituye un escándalo y una vergüenza, y si no lo motiva una supina ignorancia, se debe a consideraciones de índole política o comercial. He elevado protestas por doquier, pero no han servido de nada. La decisión ya está tomada. Me temo que no hay nada que hacer.

—Pero ¿qué pasará con los pronósticos diarios en The Times? —espetó FitzRoy—. ¿Y qué…?

The Times —lo interrumpió Sulivan— ha indicado ya al Departamento de Comercio y Exportación su intención de suprimir de sus páginas el pronóstico diario.

Una mezcla de rabia y pánico se adueñó de FitzRoy.

—No tienen idea de la complejidad práctica que entraña preparar estos pronósticos —gritó—. Sólo somos tres hombres elaborando un pronóstico instantáneo para todo el país. Nuestras pruebas están flotando en el viento; Darwin puede encurtir sus pruebas, colgarlas de la pared, tomarse el tiempo que quiera para estudiarlas, meses si es necesario… Si nosotros cometemos una equivocación, los elementos nos suministrarán una corrección al día siguiente. Si Darwin comete un error, nadie se entera, pues la única corrección se encontrará en la Biblia, que él ha decidido desdeñar como si nada. Yo también soy un científico, sé cuán poco sabe un científico, y Francis Galton sabe incluso menos que nosotros.

—No creo que tenga que ver con Darwin o Galton —replicó Sulivan, desconsolado—. Creo que es cuestión de dinero. Pérdidas para las flotas pesqueras, coste del telégrafo…

—¿De modo que los barcos de cabotaje y los pescadores morirán por miserables intereses pecuniarios? No sea que alguna vez se provoque una estadía innecesariamente, o que el mercado de Londres se quede sin pescado… Malditos, que se vayan al infierno. Pagaré los costes del telégrafo yo mismo, de mi propio bolsillo.

—No puedes, querido FitzRoy. Ya has dado demasiado.

Había sido una fanfarronada vacua, FitzRoy lo sabía mejor que nadie. De hecho lo había dado todo. Estaba endeudado por completo. Sólo el salario que recibía por su trabajo lo mantenía a flote económicamente; sin él, incluso tendría que dejar la casa de Norwood. Sentía pena, inquietud, frustración y una honda impotencia. Todo era tan desesperante e injusto… Abrió un cajón del escritorio de un fuerte tirón, sacó un manojo de papeles y lo arrojó sobre la mesa.

—Mira, aquí los tienes, un montón de testimonios positivos. —Uno por uno, los fue cogiendo y leyendo en voz muy alta, casi histérica—: Departamento de la Marina Local, Dundee: «Generalmente, las señales de tormenta son muy apreciadas». Los pilotos de Sunderland: «Tienen gran importancia y gran valor práctico». El recaudador de Aduanas de West Hartlepool: «Muy fiable y consultado por marinos». El señor G. S. Flower, el recaudador de Aduanas de Deal: «Un modo de salvar vidas y propiedades hasta un punto extraordinario». El secretario del Departamento de la Marina de Liverpool: «Muy valioso». —Lanzó el resto de las cartas a un rincón de la habitación—. ¡El secretario del Departamento de la Marina de Liverpool! —gritó, y después enmudeció, pues se dio cuenta de que estaba haciendo el ridículo, y que jamás habría querido gritarle a Sulivan, nunca.

—Lo sé… —dijo Sulivan, impotente—. Estoy de tu lado.

Se sentía culpable y abatido, no sólo porque el sueño de FitzRoy se había acabado, y por los marineros y pescadores que perderían la vida, sino porque sabía que para FitzRoy era el final. Su amigo tenía cincuenta y nueve años. Nunca volvería a trabajar.

La recepción en honor al capitán Maury, del Departamento de Pronóstico del Tiempo de la Marina Estadounidense, iba a celebrarse esa misma tarde en la embajada francesa en Knightsbridge. Por muy desesperado que estuviera, FitzRoy se dijo que en conciencia no podía dejar de asistir al evento. Había estado en comunicación con Maury a través del telégrafo, intercambiando ideas y datos, durante años. Maury había incorporado al trabajo de su propio departamento muchas de las sugerencias de FitzRoy sobre la elaboración de cartas sinópticas y el análisis de la información meteorológica. Los puestos avanzados de observación en Norteamérica habían proporcionado una información esencial, para Londres y París, al menos hasta que el estallido de la Guerra de Secesión en Estados Unidos restringió la circulación de mensajes y los canadienses llenaron el hueco. Maury acababa de llegar a Europa después de una travesía de miles de millas, e iba a ser agasajado por los franceses y condecorado con la Legión de Honor. FitzRoy pensó que sería muy grosero por su parte anteponer su desilusión personal a su gentileza; se sentía obligado a demostrarle a su homólogo americano su sincero reconocimiento.

Decidió no tomar un cabriolé hasta Knightsbridge. En vez de eso, agachó la cabeza como un toro y, sin mirar hacia dónde iba, se zambulló ciegamente en la multitud, que se abrió como si hubiera un acuerdo tácito para dejarlo pasar. Mientras caminaba empezó a llover, como sabía que pasaría; un fuerte viento del oeste lo sacudió de arriba abajo; del cielo encapotado se precipitaban pequeñas agujas que le azotaban el rostro. A la derecha le pareció entrever Hyde Park. «Aquí es donde venía a pasear con Mary todos los domingos por la mañana», recordó, y pensó lo mucho que la quería, y deseó poder coger su mano enguantada en la suya una vez más.

De algún modo sus pasos lo llevaron al número cincuenta y ocho, un edificio de color crema de estilo clásico cuya entrada estaba junto a la verja del parque. Llamó a la puerta; una silueta cansada y desaliñada con el uniforme de gala mojado por la lluvia se quedó esperando para entrar. Cuando le abrieron, entregó el sobretodo a un criado y fue conducido al salón, que ya estaba atestado. Rehusó el ofrecimiento de una bebida; tampoco tenía ganas de charlar. Así que, con actitud grave, se sumó a la cola de invitados que aguardaban ser presentados al capitán Maury. Tras una espera interminable detrás de una señora gorda que lucía un par de quevedos, llegó su turno. Maury resultó un militar veterano de sienes plateadas y de la misma edad que FitzRoy, que hablaba con un marcado acento sureño y cojeaba visiblemente, no a consecuencia de un acto heroico, sino como resultado de la colisión de dos carruajes cuando tenía treinta y pocos años. El estadounidense le estrechó la mano calurosamente.

—Almirante FitzRoy, es un verdadero honor. Hace años que admiro la precisión y el rigor de su trabajo.

—Al contrario, capitán Maury. El privilegio es enteramente mío. Es un placer conocerlo después de tanto tiempo.

—Pero dígame, almirante, ¿cómo va su trabajo y el de sus hombres?

FitzRoy vaciló.

—Muy bien, gracias. Pero hábleme sobre las perspectivas que tiene su departamento. —Era incapaz de compartir su humillación con un desconocido.

—Bueno, como usted sabe, se ha suspendido todo. Ahora que se ha acabado la guerra, espero volver a Nueva York para ponerlo todo en marcha otra vez. Siempre y cuando, claro, acepten a un viejo confederado como yo. Y si no, hay muchos hombres capaces en mi departamento dispuestos a tomar las riendas.

—¿De verdad? ¿Cuántos hombres trabajan en su departamento?

—Antes de la guerra debíamos de ser unos cincuenta, pero ahora voy a pedir refuerzos. Y en su departamento, ¿cuánta gente hay?

—Incluido yo, tres.

—¿Tres?

—Exacto.

—¿Y emiten un pronóstico diario para toda Gran Bretaña?

—Sí.

—Pero… pero eso es imposible.

FitzRoy asintió con una mueca, pero no tuvo tiempo de decir nada, pues de pronto se anunció el inicio de la presentación y se llevaron a Maury apresuradamente. El embajador francés era el príncipe de la Tour d’Auvergne, un hombre menudo que llevaba una barba acabada en punta y parecía salido de un retrato español del siglo XVI. Se subió a un pequeño estrado que había en un extremo del salón, dio la bienvenida a sus invitados y, con un inglés fluido, elogió los logros del capitán Maury. Dijo que el capitán había iniciado al mundo en una rama científica totalmente nueva. En ambos lados del Atlántico se habían salvado cientos de vidas gracias a las estaciones de alerta avanzada del capitán. ¿Quién podría haber soñado, sólo una década atrás, con que un día el hombre podría pronosticar el ir y venir de los mismos elementos? Ése era el regalo que el capitán Maury había hecho al mundo. Era sólo cuestión de justicia que el gobierno de su excelente majestad Napoleón III reconociera los logros del capitán otorgándole la Legión de Honor.

Entre cálidos aplausos de agradecimiento, Maury se acercó al estrado, inclinó la cabeza y aceptó la condecoración.

Pero al parecer, el embajador no había terminado.

—Señoras y señores, debo decirles que esta tarde no sólo tenemos con nosotros a uno, sino a dos distinguidos meteorólogos. Somos afortunados de contar también con la presencia del vicealmirante FitzRoy, del Departamento de Estadística, que pertenece al Departamento de Comercio y Exportación de Londres.

Al oír su nombre, FitzRoy se sobresaltó. No había prestado atención al discurso del príncipe, que había pasado por encima de su cabeza como las nubes veloces en su caminata por Parliament Street.

—El almirante FitzRoy ha contribuido de un modo significativo al avance de la ciencia —estaba diciendo el embajador—, pues no fue sino el almirante FitzRoy, el hombre que tienen delante, quien estuvo al mando del Beagle, el barco que llevó al célebre señor Darwin en su viaje alrededor del mundo. Si no llega a ser por los esfuerzos del almirante, las grandes obras del señor Darwin quizá no hubieran visto la luz, y por ello debemos estarle muy agradecidos. Como muestra del considerable aprecio que el gobierno y el pueblo de Francia sienten por el almirante FitzRoy, lo invito a acercarse para hacerle entrega de este obsequio.

Todavía aturdido, FitzRoy avanzó dando traspiés. Todo el mundo lo miraba y aplaudía. El príncipe de la Tour d’Auvergne sonreía y le tendía una pequeña caja de madera. FitzRoy la tomó en sus manos y la abrió. Dentro, protegido por un lecho de paja, había un pequeño reloj de viaje fabricado en serie.

Cuando emprendió su camino de regreso a Parliament Street ya había oscurecido, y en la oficina, las lámparas de gas ardían con una llama muy tenue. Sus dos empleados debían de estar trabajando hasta última hora, recogiendo sus papeles o telegrafiando a las estaciones de la costa para comunicarles que el servicio meteorológico había sido suspendido. Pero no; al llegar descubrió que sus jóvenes ayudantes habían pasado el día fuera. De hecho, lo que encontró allí fue la figura abatida de Sulivan, sentado a solas ante un escritorio iluminado por un círculo de luz débil y amarillenta. La chimenea se había apagado. Sulivan parecía agotado, era la imagen de la desolación.

Por su parte, Sulivan pensó que FitzRoy estaba demasiado delgado y parecía un hombre acabado.

—Jemmy ha muerto —dijo simplemente.

FitzRoy no contestó, pero agachó la cabeza y se quedó mirando al suelo.

—¿Cómo ha sido? —preguntó al fin.

—De enfermedad. Resulta que tras los asesinatos en Woollya y la destitución del señor Despard, la Sociedad Misionera de la Patagonia encontró muchas dificultades para conseguir dinero en Inglaterra, de modo que centró sus esfuerzos en solicitar donaciones para los fueguinos entre los cristianos caritativos de Sudamérica. Los misioneros recogieron ropa de segunda mano en Buenos Aires, y algunas de las prendas debieron de pertenecer sin duda a personas que habían muerto de enfermedades malignas. Las distribuyeron en Woollya. De algún modo, el miasma infeccioso se quedó prendido en la ropa, aunque en la sociedad me han asegurado que la habían aireado debidamente. Se declaró una epidemia. Más de la mitad de los fueguinos de Woollya murieron, de sarampión lo más probable, Jemmy entre ellos.

—¿Recibió cristiana sepultura? —preguntó FitzRoy con voz casi inaudible.

—No —replicó Sulivan, avergonzado—. Ésa es la peor parte de la historia. Al parecer los fueguinos se deshacen de los muertos mediante la cremación, como muchas sociedades primitivas. Pero no podían quemar el cuerpo de Jemmy, pues en su agonía había pedido que lo enterraran «como un caballero inglés». Así que llevaron su cadáver a la misión. Pero los marineros y los misioneros continuaban culpando a Jemmy de la muerte del capitán Fell, el señor Phillips y los demás, de modo que no lo tocaron, sobre todo porque estaba infectado. Y lo dejaron pudrirse en la playa.

—Pobre Jemmy —dijo FitzRoy, y una lágrima rodó por su mejilla—. Ojalá nunca me hubiera conocido. «Si no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado, mas ahora no tienen excusa de su pecado».

—Es lo que dijo Filos una vez —recordó Sulivan—. Allá donde llega el europeo, la muerte y la enfermedad parecen perseguir al indígena.

—Nosotros éramos la enfermedad. ¿No lo ves, Sulivan? Tú, y yo y Darwin, nosotros éramos la enfermedad.

FitzRoy tomó el último barco de vapor para cruzar el río y el último tren de regreso a Crystal Palace. Los vagones, alumbrados con lámparas de parafina, traquetearon lastimeramente sobre las vías elevadas, pasando por encima de las azoteas del sur de Londres: a cada lado se abría un oscuro mar de casas. «Allá abajo —pensó FitzRoy— la vida bulle entre patios, callejones y chabolas, y se propaga como un virus, y no parará hasta que toda la creación esté infectada».

Mientras la máquina de vapor despedía un humo negro y denso y los guardafrenos se aferraban a la barandilla, la locomotora tronó al pasar por el cruce de Norwood y frenó con un silbido en la estación de Crystal Palace. De los compartimentos de tercera clase descendieron decenas de borrachos vociferantes, y aun hubo uno que se detuvo a vomitar en la plataforma. FitzRoy esperó a que la multitud se dispersara antes de empezar a subir cansinamente las interminables escaleras que zigzagueaban hasta la calle. No había cabriolés esperando bajo el pórtico de hierro forjado de la estación, así que emprendió a pie la ascensión de Anerley Road, embarrándose las botas, se sumergió en la penumbra de Church Road y llegó hasta la casa pareada que se había convertido en su hogar. María lo estaba esperando con una lámpara en la mano —la luz de gas que despedía la araña era tan tenue que apenas penetraba en la oscuridad—, y su rostro reflejaba a un tiempo inquietud y alivio cuando fue al vestíbulo para recibirlo.

—¿Todo bien, señor FitzRoy? ¿Ha habido mucho ajetreo hoy en la oficina?

—Sí, gracias, señora FitzRoy Todo está bien. He tenido un día sin incidentes en el trabajo. No puedo contarte gran cosa.

Puso el pequeño reloj de viaje encima de la mesa del vestíbulo, y los dos subieron a acostarse.