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University Museum, Oxford

29 de junio de 1860

El príncipe consorte dirigió los ojos hacia FitzRoy, y por espacio de un instante los dos sé sostuvieron la mirada. Su alteza real estaba sentado en la primera fila de la sala de conferencias, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, justo debajo del podio. Era más delgado y esbelto de lo que FitzRoy había imaginado; aparentaba menos edad que sus cuarenta y un años cumplidos, y en general no se parecía al estadista serio e inflexible de sus retratos oficiales. Poseía, a decir de todos, un intelecto extraordinario: su presidencia de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia no era un reflejo formal de su estatus, como tampoco lo era su asistencia a una conferencia sobre el asunto de «Las tormentas británicas». FitzRoy agarró con fuerza los lados del atril, como en el pasado sujetaba los lados del compás acimut del Beagle. Su discurso iba a ser tan vital para salvar vidas humanas como cualquiera de los que había pronunciado en la cubierta principal del barco.

—Alteza real, caballeros. El veinticinco de octubre del año pasado, el Royal Charter naufragó frente a las costas de la isla Anglesey, en Gales. Fue un desastre que originó un profundo trauma en todo el país. Un moderno clíper de hierro, no sólo guarnecido con velas sino provisto también de una máquina de vapor auxiliar que lo ayudaría a superar cualquier dificultad, se hundió con toda su tripulación cuando la costa británica ya estaba a la vista. Más de cuatrocientos hombres, mujeres y niños perdieron la vida a menos de cincuenta millas de su destino, después de una travesía que había partido de Melbourne, Australia, muchos meses atrás. Parecía imposible que eso le hubiera ocurrido precisamente a un barco de vapor construido según los últimos diseños; resultaba increíble que un desastre de esas proporciones bíblicas hubiera acaecido en nuestra época moderna; pero incluso el hombre moderno, con todo su ingenio, con todos sus inventos mecánicos, desdeña el poder de los elementos y se expone a todos sus peligros.

»Hoy me gustaría plantear una cuestión importante: ¿fue la pérdida del Royal Charter una acción divina arbitraria, el cruel capricho de un Dios antojadizo? ¿O el universo de Dios sigue unas pautas comprensibles, un orden de acontecimientos que, mediante una cuidadosa observación, aún podríamos aprender a controlar e incluso a prever?

»La respuesta, en mi opinión, es que el universo no es sino un sistema, mecánico pero al mismo tiempo bello y maravilloso en su complejidad, que estamos empezando a comprender ahora. Tras muchos años de dedicación a la cartografía y al estudio de la meteorología de estas islas, he llegado a la conclusión de que nuestro clima es parte integral de ese sistema observable. Creo que el tiempo puede predecirse. No me refiero a hacer profecías o vaticinios, sino a pronunciar opiniones científicas bien fundamentadas; llamémoslo pronóstico del tiempo si lo prefieren. En mi opinión, no sólo podría haberse evitado la pérdida del Royal Charter, sino que aún podrían evitarse otros desastres similares.

Hubo un murmullo en la sala. Pero el príncipe Alberto ni siquiera parpadeó.

—Parece que últimamente muchos hombres han estado mirando por el microscopio —continuó—. Quizá deberíamos pasar más tiempo mirando por el telescopio.

Esas palabras fueron recibidas con una carcajada general. La comunidad científica, al menos, estaba enterada de cómo FitzRoy se hallaba involucrado en la furiosa reacción que acompañó a la publicación de El origen de las especies de Darwin. FitzRoy había enviado cartas coléricas al director del Times en las que defendía la palabra del Antiguo Testamento y firmaba como «Senex», un seudónimo tomado del proverbio latino Nemo senex metuit Iouem («Un hombre viejo debería ser temeroso de Dios»).

—Déjenme que les hable del clima británico —prosiguió, cada vez más entusiasmado con el tema de su conferencia—. En nuestras latitudes se da una continua alternancia de corrientes de aire, las cuales se entrecruzan de forma sinuosa; pero mientras se cruzan y vuelven a cruzarse, el cuerpo de la atmósfera en su totalidad, en el que las corrientes operan, se está moviendo sin cesar hacia el este, y a un promedio de menos de ocho kilómetros por hora. Como cualquier tormenta es rotativa en su formación, por lo general en su interior hallaremos corrientes de aire del norte, el oeste o el sur. Cuando el temporal que provocó el naufragio del Royal Charter atravesó Inglaterra, los vientos que aullaban en su interior avanzaban a una velocidad de entre noventa y ciento cincuenta kilómetros por hora, mientras que la tormenta propiamente dicha viajaba sólo a ocho kilómetros por hora. Antes de la tempestad, las lecturas del barómetro cayeron en picado, pues el barómetro se encuentra entre los instrumentos más útiles de que disponemos para determinar la aproximación de un temporal. Pero una vez que tuvimos la tormenta encima, muchos de los peores daños los causó el temporal que se encrespó en la costa este. El barómetro, que antes había caído, no podía advertir de esa situación. Pero había otras señales. Los termómetros de la costa este bajaron de golpe antes de la llegada de la tormenta. Hubo interrupciones insólitas en las corrientes de los cables telegráficos. Se dieron grandes perturbaciones eléctricas o magnéticas en la atmósfera. Las auroras fueron inusualmente intensas. Sin duda, esa mayor actividad solar estaba intrínsecamente relacionada con la magnitud de la perturbación. Todas esas señales eran, y son, mensurables.

»El plan que propongo es simple. Consiste en crear una red de estaciones de observación, no sólo en nuestras costas, sino también en el continente europeo y los Estados Unidos de América, donde se efectuarán estas mediciones y desde las cuales se advertirá de la aproximación de una tormenta por medio del telégrafo eléctrico. Sí, lo han oído bien, Estados Unidos. ¿Por qué no? El cable eléctrico transatlántico puede haberse roto, pero es sin duda cuestión de tiempo que sea reconstituido. Los norteamericanos, con la dirección del teniente Maury del Depósito de Cartas e Instrumentos de la Marina Estadounidense, ya han realizado mapas de las zonas de los vientos principales de la tierra. Por desgracia, esas cartas no muestran la fuerza del viento, sólo su dirección, a diferencia de nuestro propio sistema de cartas sinópticas y rosas de los vientos. Pero si podemos convencer a los norteamericanos para que nos suministren una información más amplia, entonces, allá donde se desencadene una tempestad, estaremos en condiciones de enviar avisos a nuestras flotas pesqueras antes de que se pongan en peligro. De eso se trata, de avisar antes de que llegue el temporal. Y la pérdida de vidas y destrucción de la propiedad, que son tan habituales en nuestras costas expuestas y tempestuosas, podrían disminuir hasta casi volverse nulas.

»Las bases de este proyecto ya se han puesto. Durante los últimos años, he distribuido barómetros diseñados por mí en pesquerías a lo largo de nuestras costas. El duque de Northumberland ha adquirido gentilmente catorce de esos barómetros para repartirlos en la costa nórdica. También he desarrollado un sistema de banderas de señales con forma de cono y cilindro… figuras simétricas que no se ven afectadas por la dirección del viento… y colores vivos, que se izarían en las estaciones de la costa y serían visibles para las flotas pesqueras, los buques de la Marina o los barcos mercantes desde el mar.

FitzRoy empezó a desenrollar cartas a fin de demostrar cómo se efectuaría el aviso de la llegada de una tormenta. El príncipe seguía impasible. ¿Estaba interesado o sólo aburrido? La reacción de su alteza era crucial. Desde que asumiera el puesto de Beechey, Sulivan había dado a su antiguo capitán absoluta libertad para interpretar su papel como desease; es más, para aceptar el cargo puso la condición de que él «no estaría obligado a controlar al contralmirante FitzRoy». Incluso escribió al gobierno para dejar claro su «infinito respeto» por la capacidad de FitzRoy como marino, su valor como hombre y su abnegación como funcionario. Pero Sulivan carecía de los recursos necesarios para financiar una red de estaciones de aviso en el litoral a gran escala, o de la influencia para persuadir al gobierno de que la idea era algo más que una quimera absurda. Así pues, había dado a FitzRoy carta blanca para buscar sus propios patrocinadores y benefactores. Pero muy pocos de estos últimos tenían influencia en el gobierno. El hombre que estaba sentado en la primera fila era uno de ellos.

Una vez finalizada la exposición gráfica, FitzRoy concluyó su discurso.

—En resumen, alteza, caballeros, propongo que este país cree el primer sistema de avisos de tormenta y los primeros pronósticos meteorológicos del mundo. Muchas gracias.

La sala sólo estaba medio llena, pero el interés del público compensaba la escasez de afluencia. El príncipe empezó a aplaudir, como observó FitzRoy aliviado, y los demás lo siguieron de inmediato. Mientras los miembros de la asociación se iban dispersando poco a poco, el príncipe lo mandó llamar a través de un caballerizo.

—Un discurso fascinante, contralmirante FitzRoy. —El acento alemán de Alberto era tan acusado como impecable el inglés que hablaba, y no disminuía su aire de gravedad erudita.

—Su alteza es muy amable.

—Me parece que he de comer con el primer ministro el lunes. Si se presenta la oportunidad, le preguntaré a lord Palmerston su opinión sobre estos temas tan interesantes.

FitzRoy se habría puesto a gritar de alegría. En lugar de eso hizo una pequeña inclinación.

—Me siento muy halagado y afortunado por el interés que su alteza muestra por mi trabajo.

—Tengo entendido, contralmirante, que hace tiempo viajó alrededor del mundo con el señor Darwin, ¿no es así?

—Así es, señor.

—Pero usted no es de la misma opinión que su antiguo compañero.

—Por supuesto que no, señor. Considero sus opiniones… alarmantes.

—Es evidente que no es el único en tener reservas, contralmirante. —En la mirada del príncipe refulgió un destello de complicidad. Por supuesto, su alteza se cuidaba de expresar su opinión sobre cualquier tema controvertido, fuese político o científico, pero aun así era muy hábil dando a entender sus puntos de vista—. ¿Se quedará en Oxford para asistir a la conferencia del señor Draper?

Draper era un biólogo americano que iba a hablar al Departamento de Zoología de la asociación sobre «El desarrollo intelectual de Europa considerado en relación con las opiniones del señor Darwin y otros». Corría el rumor de que el obispo de Oxford pretendía usar el acto como una plataforma desde la que lanzar un ataque violento contra Darwin y sus seguidores.

—Sí, señor —respondió FitzRoy.

—Lo envidio, contralmirante. Por desgracia, tengo una agenda tan apretada que me será imposible acompañarlos. Como entusiasta criador de animales que soy, me habría interesado muchísimo oír cómo se ponen en duda las opiniones de Darwin sobre ese tema. —Por supuesto, era impensable que el príncipe asistiese a lo que prometía ser una confrontación violenta—. ¿Cree usted que su antiguo compañero de viaje alberga la intención de acudir para defenderse personalmente?

—Por lo que lo conozco, diría que no. No es amigo de enfrentamientos. Sospecho que su enfermedad empeorará justo en el último momento. Si no recuerdo mal, el día en que su libro salió a la venta, tuvo que someterse de pronto a un tratamiento médico urgente en un sanatorio que hay en los páramos de Yorkshire. Y sufrió el mismo mal en dos ocasiones posteriores en que se celebraron conferencias sobre su obra.

El príncipe Alberto sonrió.

—Es una lástima que los achaques del señor Darwin siempre coincidan con valiosas oportunidades para defenderse a sí mismo.

—Es cierto, señor. Pero estoy seguro de que sus dos buldogs estarán ahí para defender con sus gruñidos las hipótesis de Darwin.

Darwin no había hecho un solo comentario ni había aparecido en público desde que su obra viera la luz siete meses antes, e invariablemente enviaba a Hooker y Huxley para dar la cara por su amo y señor. «Es como un oficial cobarde, que envía a sus hombres al campo de batalla mientras él se queda en la retaguardia —pensó FitzRoy con desprecio—. Lo único valiente que ha hecho ha sido publicar ese libro. Pero ahora los golpes provendrán de las filas episcopales, y ni Hooker ni Huxley serán capaces de defenderlo».

El sábado amaneció cálido y soleado, y en la ciudad flotaba un aire bucólico. La sensación del verano que irrumpía en los patios de la universidad medieval le evocó a FitzRoy recuerdos de los quiméricos estíos de su infancia, cuando parecía que el siglo anterior todavía no se había enterrado: un mundo previo a la guerra y lleno de certezas pastorales, antes de que el hombre tomara conciencia de las complejidades del mundo que lo rodeaba. El hombre debería haber sido capaz de trabajar en alianza con Dios, debería haber encontrado bendición en el entendimiento. En cambio, como en el Paraíso, se había valido de su recientemente adquirida comprensión para maquinar su propia destrucción. Ahora había una nueva catedral entre las agujas de Oxford, pero estaba hecha de hierro y cristal, no de la piedra de Cotswold. El University Museum, pese a sus aires eclesiásticos y su esplendor gótico, era la catedral de la ciencia. Para FitzRoy, la ciencia y la religión tendrían que haber sido la misma cosa: la primera, un simple medio para interpretar las verdades absolutas de la segunda; pero Darwin había conseguido que la religión se pusiera en contra de la ciencia, había ido tan lejos como para presuponer un mundo ateo. Según le habían dicho, hasta se había dejado crecer una larga barba blanca, como si pretendiera parodiar la imagen de su Creador.

Desde la publicación de El origen de las especies, el noviembre anterior, no habían dejado de oírse protestas airadas en todo el país. Como era de prever, su autor se sentía abrumado por la inevitable marea de condenas, formuladas, entre otros, por su antiguo mentor el profesor Sedgwick, y su amigo de juventud Richard Owen, que años atrás había catalogado los fósiles del Beagle. Pero para sorpresa y profundo disgusto de FitzRoy, una vez que la marea llegó a la línea de pleamar, una poderosa resaca de adulaciones empezó a tirar de la cuerda en dirección contraria, una fuerza ejercida por una generación más joven que había crecido en una época bendecida por la prosperidad; hombres jóvenes a los que nunca se les pediría que arriesgaran su vida en el océano embravecido de los confines del mundo, que nunca se encontrarían cara a cara con su Dios.

La primera tirada de 1250 copias del Origen se había agotado antes de la hora de comer el primer día de su venta; pronto se descubrió que no todos los compradores habían adquirido un ejemplar para orquestar mejor sus refutaciones. Los libros se vendían a la misma velocidad con que se publicaban, y quienes los compraban no eran sino auténticos admiradores del señor Darwin y sus ideas. Algunas jóvenes parejas pusieron el nombre de Charles a sus hijos en su honor. Incluso se convirtió en el héroe de una novela romántica. Mientras él se escondía detrás del terraplén de Down House, sus seguidores fanáticos y algunos turistas ociosos acampaban fuera de la propiedad con la esperanza de avistar al gran hombre. Sola entre las naciones europeas más importantes, Inglaterra había pasado por las depresiones de la primera mitad del siglo XIX sin sufrir ninguna revolución violenta; pero en el aire flotaba un sentimiento iconoclasta residual e insatisfecho, y Darwin había sabido conectar con él. A través de la ciencia, y no mediante picas y mosquetes, el antiguo régimen desaparecería para dar paso a un mundo nuevo, seguro de sí mismo y fundado en la mecanización.

Pese a ser consciente del entusiasmo que despertaban las ideas de Darwin, FitzRoy se quedó pasmado al ver la multitud que hacía cola para entrar en el museo. Las conferencias de la asociación estaban abiertas a todo el mundo, pero era muy raro que acudiesen los profanos. Aquel día, la mera mención del apellido Darwin en el título de la conferencia de Draper había tentado a casi un millar de personas a asistir a una árida exposición académica. Al poco llegó un bedel y anunció que la conferencia tendría que trasladarse a la gran Sala Oeste, la biblioteca del museo que aún estaba sin amueblar, para dar cabida a ese gentío inesperado. Preparar la Sala Oeste produjo un retraso considerable, pero a nadie pareció importarle un ardite; en realidad, mientras se extendía la noticia de que el obispo Wilberforce había escogido esa ocasión para dirigir el contraataque de la Iglesia contra la nueva herejía, se fue creando un aire de expectación muy estimulante. El obispo tampoco carecía de seguidores. Aquí y allí se veían corrillos de clérigos entre la multitud de estudiantes ebrios de cerveza. Incluso había varias mujeres, que se abanicaban con pañuelos y cuyos amplios miriñaques sobresalían de las colas de espectadores. Era la primera vez que FitzRoy veía mujeres en un acontecimiento científico. La verdad es que el mundo estaba cambiando.

Por fin las puertas se abrieron, y el público entró en fila en la Sala Oeste, que se llenó hasta los topes. Instintivamente, las distintas tribus se separaron como si obedecieran a una orden determinada de antemano: los periodistas en las primeras filas, clérigos con sotana en las del centro, los estudiantes más bullangueros en una esquina de atrás, y las mujeres alineadas contra las ventanas de la pared occidental, con sus pañuelos blancos revoloteando como una bandada de palomas inquietas. A continuación se oyeron aplausos, y el orador subió a la tribuna seguido de las distintas partes interesadas: el obispo Wilberforce con Richard Owen a un lado, y Huxley y Hooker al otro. Alfred Russel Wallace no estaba presente, por supuesto: seguía coleccionando escarabajos en el Extremo Oriente, felizmente ignorante del gran interés despertado por lo que se suponía era una teoría conjunta. Y el mismo Darwin, desde luego, brillaba por su ausencia.

El profesor John Henslow, que había recomendado a Darwin para el puesto de naturalista del Beagle, presidiría el acontecimiento. Se encaminó hacia la tribuna arrastrando los pies.

«El hombre que lo empezó todo —pensó FitzRoy—. Qué oportuno».

Henslow era ya un anciano; una masa de pelo blanco como la nieve aureolaba su rostro de rasgos marchitos; tenía los ojos tristes fijos en algún punto de la lejanía. Al momento enfocó ese hipotético punto con su mirada de basset, y saludó a la concurrencia:

—Por desgracia, al señor Darwin no le ha sido posible venir hoy, pues está siguiendo un tratamiento hidropático para curarse de sus dolencias estomacales. Por favor, un caluroso aplauso para nuestro orador de esta tarde, el señor John W. Draper, de la Universidad de Nueva York.

Al aproximarse Draper arreciaron los aplausos, y a continuación se hizo el silencio.

—Señoras y señores, filosóficamente hablando, creo que el desarrollo de la civilización clásica griega puede dividirse en cinco períodos bien definidos: el primero se cierra con la apertura de Egipto a los jónicos; el segundo, que incluye a los jónicos, los pitagóricos y las filosofías eleáticas, fue concluido por las dudas de los sofistas; el tercero, que abrazaba las filosofías socráticas y platónicas, fue concluido por las dudas de los escépticos; el cuarto, que arrancó con la expedición macedonia y estuvo adornado con los logros de la escuela de Alejandría, degeneró en el neoplatonismo…

Draper seguía dirigiéndose a una sala sumida en el silencio, pero era un silencio de incredulidad. Posiblemente fuese el orador más pesado qué había conocido cualquiera de los presentes. Su voz nasal y aburrida hacía rodar y alisaba las palabras hasta fundirlas en un desierto árido y monótono sin posibilidad de alivio. Enseguida se vio claro que sus tesis sólo se inspiraban de forma tangencial en la teoría de Darwin; postulaba una vaga noción de proceso biológico como un factor que contribuía al desarrollo del pensamiento occidental. Eso no era lo que la multitud había ido a escuchar. Por desgracia, Draper parecía creer que eso era precisamente lo que la multitud había ido a escuchar; desde el primer momento lució una sonrisa de insufrible satisfacción. Su discurso duró poco más de una hora, pero a todo el mundo se le antojó que habían pasado cinco. Cuando por fin terminó, regresó a su asiento entre débiles aplausos. Las damas se abanicaron con el pañuelo otra vez; en la atestada sala hacía un calor de todos los demonios. Henslow invitó al reverendísimo Samuel Wilberforce, obispo de Oxford, a intervenir en el debate. Hubo un murmullo de expectación: al fin. Los prolegómenos habían terminado. Ahora se iba a armar.

Wilberforce dio un paso hacia delante majestuosamente, ataviado con sus vestiduras episcopales y calzado con polainas; en su cara llevaba grabadas espirales de desaprobación como si se tratara de tatuajes neozelandeses. Juntó las manos, se las retorció y esperó a que se hiciera de nuevo el silencio. Lo llamaban Sam el Jabonoso, supuestamente porque siempre se retorcía las manos, como si se las estuviera lavando, mientras pronunciaba el sermón; pero quizá el apodo se debiera a algo más, pues en su ostentación de limpieza moral había cierta cualidad escurridiza. En tiempos había sido capellán de la familia real, y esa posición le había dejado un aire de afectación permanente. Pero la verdad es que Sam el Jabonoso era un orador experimentado, y sabía cómo conseguir que su engolada voz retumbara y llegara a las últimas filas de la catedral Christ Church.

—El buen Señor es muchas cosas —tronó—. Es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, tres partes indivisibles de la Santísima Trinidad. Pero si tenemos que creer el libro del señor Darwin, Él es también el Colombófilo Supremo. —Sam el Jabonoso esbozó una sonrisa forzada. El público rió. Eso ya era otra cosa, menos mal—. Yo no soy científico, ni colombófilo. Pero tengo alguna experiencia en las enseñanzas del Señor. Es mi especialidad, si quieren llamarlo así. De modo que no es extraño que me intrigara descubrir si este libro —continuó, sacándose de un pliegue de la sotana un ejemplar de la obra de Darwin encuadernado en tela verde— podría darme un solo motivo para dudar de alguna parte de ese otro libro que he estudiado durante toda mi vida. Creo que sabrán a qué libro me refiero. Quizá no haya vendido tantos ejemplares como el señor Darwin durante los últimos siete meses, pero ha estado en venta durante dos mil años y sin duda estará a la venta dentro de dos mil años más, cuando el de Darwin haya caído en el olvido.

»Así pues, se preguntarán qué pensé cuando leí El origen de las especies. Qué conclusiones saqué. Estoy seguro de que todos tendrán mucha curiosidad por saberlo. Déjenme que se lo diga: quedé muy impresionado por la aplicada erudición de Darwin. Su estilo es inusualmente atractivo. Es un libro muy ameno; de hecho, su lenguaje es tan perspicaz que levanta el ánimo. Y la obra contiene un descubrimiento científico sorprendente: la existencia de un poder automático en la naturaleza que actúa de manera continuada en toda creación, al que el señor Darwin llama ley de selección natural. Él identifica el principal efecto de la lucha de las criaturas por la supervivencia, esto es, que el fuerte tiende a aniquilar al débil. Y ha descubierto que ese proceso estimula la variación positiva al descartar a los torpes y débiles, igual que hace un colombófilo deliberadamente. Felicito al señor Darwin por este descubrimiento.

»Cosa rara, el señor Darwin no contempla que ese proceso pueda aplicarse universalmente. Por ejemplo, no se explica por qué un mirlo joven tiene manchas, o rayas el cachorro del león. —Wilberforce abrió el libro—. Según él: “Nadie creería que esas manchas o esas rayas tienen utilidad alguna para estos animales, o que guardan relación con las condiciones a las que están expuestos”. El señor Darwin piensa que su mismo predominio y su falta de utilidad ¡son una indicación de un descendiente común! Pero, señor Darwin, cualquier naturalista de campo un poco atento le diría que las manchas de un mirlo joven son una de las mayores protecciones de que dispone el pájaro, el cual todavía vuela de manera imperfecta y permanece incautamente en su arbusto, a través del cual los rayos del sol motean las ramas con los mismos colores de su plumaje. Los designios del Colombófilo Supremo, señor Darwin, son inescrutables.

El público dio su aprobación con una carcajada general. Ésa sí que era buena. Aunque no aprobaba el estilo desdeñoso y burlón del obispo, FitzRoy tuvo que admitir que era hábil. El contenido científico de su discurso pertenecía a Owen, por supuesto. El paso del tiempo no había sido clemente con Owen: estaba sentado a un extremo de la tribuna, con las largas piernas dobladas bajo la silla y una sonrisa fea y cadavérica en su colorado rostro, como un moderno Ricardo III. Bajo los ojos y sobre los huesudos pómulos se amontonaban bolsas de carne flácida; las patillas de pelo blanco y ralo le enmascaraban las orejas, mientras que su boca, permanentemente fruncida, se ocultaba bajo una gran nariz ganchuda. Era el director de la sección de historia natural del British Museum, y sabía del tema tanto como cualquier experto del país; era una pena, la verdad, que fuese un orador tan desastroso que debiera servirse del obispo como portavoz. Con todo, aparte de sus habilidades oratorias, Wilberforce aportaba al discurso prestigio episcopal. FitzRoy estaba más que contento de verlo como el abanderado de la razón en esa ocasión.

—El señor Darwin —bramó el obispo— considera su ley de selección natural como una prueba de la inexistencia de Dios. Al contrario; es en esa misma ley donde vemos una previsión misericordiosa contra el deterioro, en un mundo que tiende a deteriorarse, de las obras del Creador. La selección natural previene la degeneración de las especies existentes, no genera nuevas especies. ¿Hay algún colombófilo en el país que haya creado, pese a todos sus esfuerzos, algo que no sea una paloma? ¿Hay algún colombófilo que haya creado algo que haya sobrevivido en libertad? Si, como afirma el señor Darwin, un grupo animal puede transformarse en otro grupo animal totalmente distinto, entonces sin duda encontraríamos animales con caracteres compartidos, caracteres procedentes tanto del grupo desde el cual están evolucionando como del grupo hacia el cual evolucionan. Tendría que haber fósiles que unieran los principales grupos de animales. Si los mamíferos evolucionaron a partir de los reptiles, ¿dónde está la bestia con los rasgos de un reptil y de un mamífero? ¿Dónde están esos eslabones perdidos?

Sus últimas palabras fueron recibidas por una calurosa ovación. Desde su lado de la tribuna, Owen juntó los dedos y esbozó su desagradable sonrisa.

—Según el señor Darwin, el registro fósil es «incompleto». Ah, pero eso no es casualidad. ¡Ni mucho menos! El registro fósil es «por fuerza incompleto». Según el señor Darwin, las formas de transición, precisamente porque son de transición, tienen menos probabilidades de dejar un registro fósil que una especie estabilizada. ¿No les parece un argumento inteligente? La misma teoría explica con brillantez por qué no hay ninguna prueba en absoluto para sostener la teoría. Sólo hay un adjetivo apropiado para describir esta lógica: insatisfactoria. Los científicos han buscado en vano —declaró, lanzando una mirada triunfal a Owen— cualquier prueba minúscula, cualquier mínimo indicio, de que una especie individual se hubiese modificado, por poco que fuera, en un género diferente. Una variación que pudiera respaldar la conclusión de que esa variabilidad es progresiva e ilimitada, de forma que, en el transcurso de generaciones, cambie la especie, el género, el orden y finalmente la clase. Esa prueba no se ha encontrado, y nunca se encontrará.

Wilberforce estaba consiguiendo enloquecer literalmente al público. FitzRoy apretó los puños. Estaba muy emocionado y el cerebro le iba a toda velocidad. Le habría gustado encontrarse en la tribuna, dirigiendo el ataque.

—En cada uno de los organismos creados por Dios se imprimió un carácter específico e indeleble, que hizo que fuese lo que era y lo distinguió de todo lo demás. Ese carácter ha sido, y es, indeleble e inmutable. Los caracteres que ahora distinguen una especie de otra fueron tan definidos en el primer momento de su creación como lo son en la actualidad, y son tan distintos ahora como lo fueron entonces. Una paloma doméstica es lo que siempre ha sido una paloma doméstica. —Wilberforce golpeó el podio con el puño—. ¡Un hombre es lo que siempre ha sido un hombre! —Blandió el libro verde una vez más—. Esta hipótesis es tan inconsistente y rocambolesca, que podría ser el resultado del delirio de un inhalador de gas mefítico. Cuando se pone a prueba según los principios de la ciencia inductiva, cae por su propio peso. El linaje del hombre y el de los animales inferiores es diferente. Los animales inferiores no tienen ninguna tendencia a convertirse en el ser inteligente y consciente de sí mismo que es el hombre, como no existe ninguna tendencia en el hombre a degenerar y perder los elevados atributos del pensamiento y la inteligencia. El hombre incluso posee un lóbulo único del cerebro, el hipocampo menor, y hemisferios cerebrales tan grandes que cubren el cerebelo. En ninguno de los simios superiores encontrarán eso. Pero ¿y en el libro del señor Darwin? ¿Lo encontrarán allí? ¡No! Porque las conclusiones del señor Darwin son meras hipótesis, nada más, elevadas del modo menos filosófico posible a la dignidad de una teoría causal. ¿Les parece real y verdaderamente creíble que un nabo pueda aspirar a convertirse en un hombre?

Otra estruendosa ovación estremeció la sala. Sam el Jabonoso pidió silencio con un ademán, y giró el cuerpo lentamente hasta que su mirada se fijó, como si observara a través de una lupa, sobre un punto situado en el mismo centro de la frente de Huxley. En ese momento se sentía muy seguro de sí mismo, quizá demasiado, y estaba muy lanzado. Huxley le devolvió una mirada hostil con sus ojos oscuros y hundidos incrustados en su cara de buldog. «No eres nada —parecía querer decirle Wilberforce—. Eres de otra clase. Más te valdría saber cuál es tu sitio».

—Según parece, ahora debo dar la palabra al señor Huxley —dijo con voz suave y sinuosa—, pero antes me gustaría hacerle una pregunta. Si está dispuesto, señor Huxley, a trazar la genealogía por parte de su abuelo desde un mono, ¿está igualmente dispuesto a trazar la genealogía por parte de su abuela?

Esas palabras desencadenaron un gran revuelo. Algunos estudiantes, y varios de los periodistas más ebrios de ginebra, estallaron en sonoras carcajadas. Hubo diferentes focos de conmoción: debajo de una de las ventanas se produjo un pequeño alboroto cuando lady Brewster se desmayó. FitzRoy estaba horrorizado. El obispo había ido demasiado lejos. Al incluir en el juego a la abuela de Huxley, había insultado a la dama. Gracias al comentario ofensivo e imprudente del obispo, la oposición se encontraba en una situación moral ventajosa. «Ha olvidado sus modales de caballero», pensó FitzRoy.

Sentado en la tribuna, Huxley, pálido, con el rostro contraído en un mohín de rabia, y la gran barba negra y enmarañada que anidaba bajo su mentón, lo miró. Durante toda su vida lo habían tratado con condescendencia, y aquél no era sino un ejemplo más. ¿Por qué habría de ser mucho peor descender de un mono que haber sido moldeado con barro? Quería ver cómo la ciencia apretaba con firmeza el cuello de la religión, y ahora había llegado su oportunidad. Se volvió para mirar a Hooker.

—El Señor me lo ha puesto en las manos —murmuró con una histriónica satisfacción bíblica, al tiempo que se levantaba y se dirigía hacia el podio.

Si hubiera habido alguna persona en la sala prestando atención, habría visto a un hombre joven y fornido, ataviado con un chaleco sencillo y barato y un frac que le cabía a duras penas, ambas prendas arrugadas por haberse pasado la vida dentro de una maleta. Iba embutido incómodamente dentro de una camisa de cuello duro y alto, llevaba el pelo negro azabache peinado con raya al medio y pegado a la cabeza con macasar, y como único atributo de su condición «erudita» lucía un par de impertinentes. Pero nadie le prestaba atención. La inconveniencia de Wilberforce había sumido al público en la confusión. Huxley había empezado a hablar ya, pero, acostumbrado a dirigirse a un grupo de treinta o cuarenta mineros aturdidos, su voz era demasiado floja para hacerse oír por encima del tumulto, y su dicción, demasiado inexacta, demasiado atropellada.

—El señor Darwin aborrece la especulación, como la naturaleza aborrece el vacío. Todos los principios que propone han sido comprobados mediante la observación y la experimentación. El camino que nos invita a seguir no es inconsistente, fabricado con tela de araña, sino un puente sólido y amplio construido con hechos, que nos conducirá por encima de los muchos abismos que se abren en nuestro conocimiento. El reverendísimo obispo y la gente como él, por el contrario, contemplan la creación igual que un salvaje mira un barco, como algo tan desconcertante y alejado de su comprensión que ni siquiera se atreven a dar una explicación racional. El discurso de su ilustrísima está tan lleno de viejos y refutados argumentos que carece de cualquier tipo de credibilidad científica; y pretendo abordar esos argumentos uno por uno. Empezaremos con el registro fósil, que su ilustrísima emplea con tanto entusiasmo a favor de su postura. Aquellos que, como el obispo, creen en la verdad absoluta del Antiguo Testamento, querrían que pensáramos que el mundo se creó el año cuatro mil cuatro antes de Cristo. Pero la tierra está repleta de fósiles que la geología ha probado que tienen millones de años de antigüedad. ¿Cómo puede ser? ¿Acaso Dios ha escrito en las rocas una enorme y superflua mentira para engañar a toda la humanidad?

La voz de Huxley se desvaneció. No hacía falta que siguiera, nadie lo escuchaba. La imprudente abdicación por parte del obispo de los principios de educación más elementales había desencadenado un verdadero terremoto, y aún se percibían las réplicas. Tenía que conseguir captar la atención de nuevo. Alzó la voz.

—Un hombre no debe avergonzarse por tener a un mono por abuelo.

Las animadas y numerosas conversaciones que circulaban de un extremo al otro de la sala se acallaron como por ensalmo. Lo había logrado.

—Si me hicieran la siguiente pregunta: ¿preferiría tener a un mísero mono por abuelo o a un hombre dotado de múltiples talentos naturales y gran influencia, que, sin embargo, emplea esos talentos y esa influencia con el simple propósito de ridiculizar un serio debate científico?, sin dudar respondería que prefiero descender de un mono.

Se desató una tormenta de aplausos, promovidos por un grupo de estudiantes escandalosos que ocupaban las filas de detrás. Huxley había tomado la delantera, estaba claro.

—El señor Darwin… —continuó, pero su voz quedó sepultada por el griterío, no de antagonismo sino de apoyo.

—¡Darwin! ¡Darwin! ¡Darwin!

Los estudiantes empezaron a corear el nombre de Darwin, como si lo invitaran a acudir a la asamblea y abandonar su fortín de la Edad del Hierro defendido por el terraplén. FitzRoy no oía más que las carcajadas de los borrachos primitivos que lo rodeaban, tan ignorantes como las multitudes de indígenas de las costas de Tierra del Fuego. Su frustración se desbordó. La masa de pensamientos de su cabeza se precipitó formando un alud, una avalancha, y todos los hechos que había creído irrefutables fueron desmoronándose uno por uno y cayendo de forma incoherente sobre el anterior. La incapacidad que la teoría de la selección natural mostraba en cuanto a dar una explicación del origen de la vida. La insatisfactoria reducción de todo lo estético, lo emocional y lo espiritual a un simple epifenómeno. La falsedad del discurso de Darwin acerca de los fósiles, que se había elaborado sobre yacimientos muy distanciados geológicamente. El fracaso de la selección natural a la hora de explicar el desarrollo de órganos complejos como el ojo y su coordinación en sistemas corporales. La presencia de criaturas avanzadas en los estratos fósiles más antiguos y la presencia de criaturas muy primitivas vivas en el presente. Se sentía nervioso y agitado, y furioso por su repentina dificultad para expresarse. Antes de ser consciente de lo que hacía, le arrebató una Biblia de las manos a un clérigo y se puso a agitarla por encima de la cabeza.

—Les ruego que crean en Dios antes que en el hombre —oyó que gritaba una voz, y de pronto advirtió que era la suya.

En respuesta, cayó sobre él una lluvia de abucheos.

Desde la tribuna, el profesor Henslow lo reconoció y trató de imprimir a su interrupción algún tipo de estatus oficial.

—¡Por favor! Señoras y señores. El capitán FitzRoy desea participar en el debate. Por favor, ruego silencio para que pueda hablar el capitán FitzRoy.

El público no le hizo ningún caso.

FitzRoy intentó explicarles que había estado con Darwin, que había observado las mismas cosas, que El origen de las especies no se deducía por lógica de los hechos que había presenciado, pero tenía un nudo en la garganta y se dio cuenta, alarmado, de que le resultaba imposible hablar. Sólo podía agitar la Biblia por encima de la cabeza. Cosa extraña, se percató de que era capaz de distinguir las voces individuales que formaban el clamor que lo rodeaba, y podía seguir todas las melodías que producían separadamente, como si fueran los instrumentos de una orquesta. Miró a Hooker, sentado sobre la tarima, un hombre apuesto y esbelto; sus gafas de montura metálica redonda descansaban con elegancia en el puente de su larga nariz, en sus labios se dibujaba una sonrisa divertida, y FitzRoy advirtió que podía distinguir la calidad cerúlea de la piel de aquel hombre como si estuviera a tres centímetros de distancia, incluso podía distinguir su vello facial pelo por pelo. La vista se le agudizó como los demás sentidos, todos ellos se intensificaron hasta un punto que sólo el mismo Dios podría conocer. Incluso era capaz de percibir el calor que emitían las pequeñas lámparas de gas de las paredes; por sus brazos y piernas subían y bajaban sensaciones eléctricas, que jugueteaban en la superficie de su piel. Esas sensaciones eran tan intensas, tan maravillosas y aterradoras, que pensó que quizá debería intentar liberarse de algunas, para encontrar el orden en el caos; pero no había manera de que se alejaran. Al contrario, llegaban más, y lo agobiaban. Y entre tanto, aquel hombre, aquel capitán FitzRoy, que era él y al mismo tiempo parecía no ser él, permanecía de pie, paralizado e idiotizado, sosteniendo una Biblia por encima de la cabeza, pronunciando sonidos incoherentes.

En algún lugar de su interior, bajo el huracán de sensaciones impredecibles, brillaba la pequeña chispa del instinto de supervivencia. Le decía que se fuera, que abandonara aquel lugar antes de que ocurriese algo terrible e inimaginable. El capitán FitzRoy oyó esa voz interior como si estuviera a una gran distancia, y, sorprendentemente, le hizo caso. Agachó la cabeza y se abrió paso a empujones hacia la salida, con los gritos y las risotadas retumbando en sus oídos. Anduvo sin mirar atrás y sin detenerse hasta que llegó a la estación, momento en que reparó en que todavía sujetaba la Biblia que había tomado prestada.