Puerto Stanley, islas Malvinas
12 de octubre de 1857
—Todo el mundo en pie para recibir al gobernador, el señor Thomas Moore, y a los jueces de paz, el señor Arthur Bailey y el señor John Dean.
Las personas reunidas en el juzgado de madera desvencijada se levantaron cuando el único caballero de cierta importancia oficial en las islas hizo su entrada con solemnidad. Fuera aún podía oírse el clamor de la turba enfurecida: una pequeña rotura en la chaqueta de Moore y el pelo despeinado de Bailey daban fe del vapuleo que habían recibido camino del juzgado. Moore tenía una expresión de adusto desafío. Antes de que se impusiera la ley del linchamiento en su colonia, preferiría estar muerto.
—Traigan al prisionero —ordenó.
Los dos carceleros entraron en la sala flanqueando a la patética y desconcertada figura de Jemmy Button, que iba vestido con un mono andrajoso y lucía un corte en la frente, donde un ladrillo lo había alcanzado. Había escapado con vida de milagro. Mientras se acercaba arrastrando los pies hacia el banquillo de los acusados —los grilletes sujetos a sus tobillos se estiraban al máximo y tintineaban con cada paso—, doce rostros hostiles y furiosos lo observaron. El jurado no era sino una extensión de la muchedumbre que protestaba fuera: aquel salvaje había asesinado a toda una partida de hombres blancos, y querían verlo colgando de una cuerda.
—Dígame su nombre, por favor —dijo el escribano.
—Jemmy Button, señor.
—Dígame su nacionalidad.
Jemmy pareció confundido.
—¿De qué país es? —tradujo Moore.
—Soy caballero inglés, señor.
—Perdóneme, señoría, pero creo que aquí hay un error —susurró el escribano.
—Button, usted no es un caballero inglés —dijo Moore visiblemente irritado—. Y no me llame «señoría», Haskins. Bastará con que diga «señor».
—El capitán FitzRoy dice que yo soy caballero inglés —replicó Jemmy, ofendido.
—Perdone, señor —continuó el escribano—, pero la cala Woollya, el lugar de donde procede el acusado, ha sido reclamada por el gobierno de Buenos Aires, y nuestro gobierno ha aceptado esa reclamación. Por tanto, en teoría, según la ley internacional, el acusado es ciudadano argentino. De hecho, gracias al permiso del gobierno argentino podemos seguir adelante con este juicio, señor.
—Muy bien. Procedamos a prestar juramento.
Se buscó una Biblia, y Jemmy respondió como buenamente pudo a las preguntas que se le formularon.
—James Button, se le acusa del asesinato del capitán Robert Fell, el reverendo Garland Phillips, el señor John Fell, el marinero John Johnstone, el marinero John Johnstone, el marinero Hugh McDowall, el marinero John Brown y el marinero August Petersen. ¿Cómo se declara el acusado?
Jemmy se quedó callado con una mirada de incomprensión.
—¿Mató usted a esos hombres? —tradujo Moore una vez más.
—¡No, señor! Jemmy no mata a nadie, señor.
—Apunte: el acusado se declara inocente —ordenó Moore al escribano.
Jemmy también fue acusado de instigación al asesinato y complicidad en asesinato, y también se declaró inocente de esos cargos. Luego se llamó a declarar al primer testigo, el capitán William Smyley, un bullicioso cazador de focas de unos sesenta años.
Al no haber un solo fiscal en las islas Malvinas, la acusación estaba a cargo del señor J. R. Longden, el secretario colonial. Longden se puso de pie visiblemente nervioso, sin dejar de sorberse la nariz, pues acababa de sufrir un fuerte resfriado.
—¿Es usted el capitán William Smyley?
—Así es, señor, aunque todo el mundo me llama Jack el Corpachón.
—¿Es usted el capitán de un buque dedicado a la caza de focas?
—Soy el capitán del bergantín Nancy, de Rhode Island, como bien sabe usted, señor Longden.
—¿Podría contarnos en qué circunstancias llegó a Woollya?
—Entré en Stanley por provisiones, y el reverendo que ven allí —explicó, señalando a Despard, que lo observaba como un buitre desde su posición al fondo del juzgado— me contrató para ir a Woollya a buscar el Allen Gardiner. Me dijo que tendría que haber vuelto hacía tiempo. El reverendo quería que llevase su barco, pero yo preferí ir con el mío y mi tripulación. Son marineros y hombres de verdad, señor. En cualquier caso fue una travesía muy dura. El primer día, un viento infernal desvió el barco unos tres puntos de la dirección de barlovento, justo en el instante en que el timonel lo enderezaba para navegar con viento a popa. Enseguida estaba escorando, con las vergas en el agua. Bien, poco a poco fue recobrando…
—Limítese a informar de lo que ocurrió en Woollya, capitán Smyley —dijo Moore con impaciencia. Sabía que los juicios podían ser interminables en Londres. En su colonia no lo permitiría.
—Perdón… así que nos dirigimos a la cala Woollya a toda prisa. Encontramos el Allen Gardiner, y estaba desierto. Sólo quedaba el casco. Habían desaparecido todos los herrajes e instrumentos, y no tenía una sola vela. La cubierta mostraba señales de quemaduras allá donde los salvajes habían encendido hogueras. El ancla se había soltado y el barco había ido a la deriva, pero por suerte la cadena acabó enganchándose a una roca sumergida y de ese modo evitó que la nave chocara con las rocas.
—¿Dice que el barco estaba desierto y que la tripulación había desaparecido? —inquirió Longden sorbiéndose la nariz.
—Poco rato después de que llegáramos, se acercaron un montón de canoas. Había un hombre blanco en una de ellas, el señor Coles, ése de allí. Estaba con el acusado. Así que les lanzamos unos cabos y los dos subieron a bordo. El salvaje dijo que tenía hambre y sed, así que lo mandé a la bodega a buscar comida. Entonces Coles me contó su historia, el asunto de los asesinatos, y pensé que si las cosas se ponían feas, no tendríamos ninguna posibilidad de salir con vida. Debíamos escapar de allí cuanto antes. Al parecer teníamos al cabecilla a bordo, así que corté la boza de su canoa y nos dirigimos hacia el seno Ponsonby inmediatamente. Y antes de que el salvaje se diera cuenta, ya habíamos alcanzado la bahía Nassau. Así es como llegó hasta aquí.
—Gracias, capitán Smyley. No habrá más preguntas, señor.
La defensa estaba a cargo del teniente Lamb, el jefe naval de la localidad, un joven alto y cortés que, hasta la fecha, nunca había asistido a un juicio. Revolvió una pila de papeles de un modo que esperaba resultara convincente, y se levantó.
—Capitán Smyley, ¿está usted diciendo que secuestró al acusado?
—Yo diría que se trata de un arresto realizado por un ciudadano común, teniente.
—¿Y cómo describiría el proceder del acusado a bordo del Nancy?
—¿El qué del acusado?
—Su conducta, su comportamiento.
—Bueno, pues ahí está lo sorprendente. Era muy simpático, como si se creyera uno de nosotros, y hablaba inglés mejor que la mayoría de la tripulación.
—¿No hizo ningún intento de resistirse al secuestro?
—No.
—¿Y eso no le pareció un comportamiento extraño para un hombre culpable?
—Un comportamiento estúpido, eso es lo que me pareció. Es un salvaje, después de todo.
Se oyeron murmullos de aprobación procedentes del jurado.
—Capitán Smyley, ¿no es cierto que hace tres años usted acudió en ayuda de una corbeta americana que amenazó con bombardear Puerto Stanley durante una disputa comercial, una acción de la que yo mismo fui testigo?
—Protesto, señor —interrumpió Longden—. No es al capitán a quien se está juzgando aquí.
—Ha lugar.
—No tengo más preguntas —dijo Lamb.
Al bajar del estrado de los testigos, Smyley hizo una mueca al joven teniente, y a continuación ocupó su lugar Alfred Coles, que se presentó con cara de susto y embutido en un traje prestado. El cocinero tenía el rostro enrojecido de tanto que se lo había restregado, y lucía el primer corte de pelo hecho por un barbero en muchos años: con el cabello en punta, al estilo escoba negra, parecía que lo hubieran conectado a la corriente eléctrica. Dirigido por Longden, Coles contó a toda la sala los terribles sucesos acaecidos en Woollya hasta llegar al disparo que ocasionó la muerte de Garland Phillips.
—¿Y quién cree que fue el cabecilla de esa banda de asesinos, Coles?
—Bueno, no puedo estar seguro, porque todos los salvajes son muy similares, pero me dio la impresión de que era Jemmy, señor. No fue él quien mató al escandinavo, ni quien mató al señor Phillips, ése fue Threeboys, pero estoy seguro de que vi a Jemmy en medio del follón, al menos eso creo.
—¡Jemmy no mata a nadie! —gritó el acusado.
—Manténgase en silencio, Button, hasta que le toque prestar declaración —lo amonestó el gobernador.
Longden se sonó la nariz y continuó con sus preguntas preparadas.
—¿Dice estar seguro de que Jemmy se encontraba a la cabeza de la turba?
—Creo… creo que sí, señor.
—No es momento de imprecisiones, Coles. O está seguro o no lo está.
—Sí, señor… Estoy seguro, señor.
El teniente Lamb se hizo cargo del interrogatorio.
—¿Podría contar al jurado, con sus propias palabras, lo que ocurrió justo después de que dispararan al señor Phillips?
—Bueno, echo un vistazo y veo esas canoas que vienen hacia el barco, ¿no? Así que me digo: «Será mejor que te muevas, Alfred, o tendrás problemas». Así que voy hacia la lancha que cuelga de los pescantes, corto los cabos y la dejo caer al agua, agarro un remo de los imbornales y me pongo a remar hacia el lado más lejano de la cala. Uno de ellos me ve, y empiezan a remar en mi dirección. Estaba muerto de miedo, señor, porque eran más rápidos que yo, y se acercaban mucho, pero yo llegué primero a la orilla y corrí hacia el bosque. Me subí a un árbol, para que no me vieran, pero yo sí que podía verlos, y me estaban buscando, ¿no? Así que espero hasta la noche, y cuando estoy seguro de que se han ido, entonces me bajo, y que me cuelguen si los cana… los nativos no me han robado la lancha.
—Un momento, Coles. ¿Puedo preguntarle si el acusado estaba entre la horda que lo perseguía?
—Por lo que pude ver, señor, no.
—Continúe, Coles.
—Así que me digo: «¿Y ahora qué, Alfred?». Así que comienzo a andar hacia el este. Caminé cuatro días, alimentándome de bayas; durante el día me ocultaba en los árboles y proseguía la marcha de noche. Después de cuatro días llego a un gran río, demasiado grande para vadearlo y demasiado frío para cruzarlo a nado. «Alfred, no lo intentes, que morirás congelado», me digo. En ese momento estoy muerto de hambre y muy enfermo, ¿no?, así que hago señas a una canoa nativa, señor.
—¿Hizo señas a una canoa nativa?
—Sí, señor.
—¿Y adónde lo llevaron?
—Directo a Woollya, señor.
—¿Volvieron a llevarlo a la cala Woollya?
—Sí, señor. Y allí están todos, señor, cientos de indios, señor. Veo que uno de ellos lleva el abrigo del capitán, señor, y otros llevan los jerséis de la misión. Me quitan la ropa, ¿no?, y me depilan la barba y las cejas con conchas, pelo por pelo. Pensé que era hombre muerto, señor. Luego empezaron a discutir, supongo, sobre qué hacer conmigo. Entonces es cuando Jemmy, señor, sale en mi defensa.
—¿De modo que el acusado intercedió por su vida? ¿Y qué dijo?
—Bueno, exactamente no lo sé, señor, ya que no entiendo su idioma, pero más tarde me contó que les había dicho que los ingleses no matan a sus prisioneros, señor. De todos modos, me dejan con Jemmy, y él me encuentra unas medias, mis propios pantalones y mi sombrero, las botas del capitán, y me da algo para comer, señor. Entonces me da el mosquete del señor Phillips, con un gorro de dormir lleno de pólvora, algunos perdigones y algunas cápsulas fulminantes para que pueda cazar, señor.
—¿Así que le dio el mosquete del señor Phillips? ¿Y munición?
—Sí, señor. Me dijo que eso es lo que haría un buen cristiano, señor. Y me dijo que había enterrado todos los cuerpos, ¿no?, y que les había dado a todos cristiana sepultura. Me dijo que eso es lo que habría hecho el capitán FitzRoy, señor. No paraba de hablarme y contarme cosas curiosas del capitán FitzRoy, señor. Solía subir a bordo del Allen Gardiner y pasar toda la noche en el camarote del capitán. Creo que de alguna manera extraña eso lo hacía sentir más cerca del capitán FitzRoy, ¿no? Eso sí, allí no había nada de nada, incluso se habían comido el jabón. Me enteré de que dos de los salvajes habían fallecido por esa causa. Incluso destrozaron el reloj del barco cuando se paró, pues pensaron que se había muerto.
—¿Así que el acusado lo cuidó y protegió hasta que llegó el capitán Smyley en el Nancy?
—Sí, señor. Entonces vine aquí, señor.
—Permítame volver atrás, Coles, a las condiciones de la misión Cranmer en la isla Keppel. ¿Diría que los fueguinos eran felices allí?
—No, señor. Diría que no lo eran en absoluto.
—¿Por qué?
—Bueno, porque eran poco más que esclavos, señor. Y no creo que eso les gustara. Y, además, el señor Despard no paraba de registrarles sus pertenencias. Hubo unas cuantas broncas, ¿no? Las cosas se pusieron feas un par de veces.
Desde el otro lado de la sala, Despard lo fulminó con la mirada.
—¿Usted se vio involucrado en alguna de esas broncas?
—Más de lo que habría querido —replicó Coles, incómodo—. El principal involucrado era el señor Phillips.
—Así pues, ¿niega que usted, Coles, encerró una vez a uno de los fueguinos en la bodega del Allen Gardiner?
—¿Trata de incriminarme, señor? No permitiré que me incrimine, señor, yo no he hecho nada, señor.
—Protesto, señor —dijo Longden, y se sorbió la nariz con gesto altivo.
—Se admite la protesta.
—Esto, gracias, Coles —concluyó el teniente Lamb retirándose una vez más—. No hay más preguntas, señoría, quiero decir, señor.
El siguiente testigo iba a ser el mismo Jemmy. Un murmullo de franca hostilidad recorrió la atestada sala, elevándose por encima del ruido del golpeteo y el crujir de los tablones de madera mal sujetos que recibían el embate del vendaval. El pequeño fueguino parecía asustado, consciente al fin de que quizá estuviera metido en un atolladero.
—Dígame, Jemmy —empezó Longden con una actitud de falsa amabilidad—, ¿lo pasó bien en su estancia en la isla Keppel?
—No, señor. A Jemmy no le gusta isla Keppel, no quiere ir allí, no le gusta. Demasiado trabajo, no hay focas para comer. Y Jemmy siempre tiene que trabajar.
—Y el señor Phillips y el capitán Fell, ¿se encontraban entre aquellos que lo hacían trabajar demasiado?
—Sí, señor, el señor Phillips, el capitán Fell y el señor Despard siempre me dicen que trabaje mucho, señor. No dejan a Jemmy ir a casa, señor.
—En resumen, que usted podría tener motivos de queja razonables contra esos caballeros, que lo mantuvieron allí más tiempo del que quería y lo hacían trabajar demasiado, ¿es así?
—Sí, señor, sí —convino Jemmy con entusiasmo, feliz de que al fin alguien pareciera compartir su punto de vista—. Motivos de queja razonables, sí, señor.
—Dígame, Jemmy, ¿fue testigo de la muerte del capitán Fell y los demás?
—Sí, señor. Yo veo asesinar a capitán Fell, y asesinar a todos los hombres. Yo entierro sus cuerpos.
—Pero dice que usted no mató a nadie.
—No, señor. Jemmy no mata a nadie.
—El jurado ha oído, Jemmy, que su hijo Threeboys disparó al señor Phillips. ¿Es eso lo que usted vio?
—No, señor. Threeboys es un buen chico, señor. No mata a nadie. Por favor, señor, no castigue a Threeboys. Es un buen chico.
—Entonces, si usted no mató a nadie, Jemmy, y Threeboys no mató a nadie, ¿quién lo hizo?
—Los hombres oens, señor.
—¿Los hombres oens?
—Sí, señor, los hombres oens son los mismos hombres de arco y flecha de Patagonia. Hombres grandes y malos, señor. Vienen a mi país, matan a mucha gente. No conocen a Dios, señor. El hombre yamana se escapa, señor.
—Ah, ya veo. —Longden levantó una ceja—. ¿Y durmió usted en el camarote del capitán Fell después de su muerte?
—No, señor.
—¿No? ¿Y quién fue?
—Los hombres oens, señor.
—¿Los hombres oens durmieron en el camarote del capitán Fell?
—Sí, señor. Y… y hombres del país de York, señor —añadió desesperadamente.
—¿Hombres del país de York?
—Sí, señor, el país de York Minster. Hombres muy malos, comen otros hombres. No conocen a Dios, señor.
—¿Y dice que su tribu y su familia son del todo inocentes en este asunto?
—Sí, señor, sí, señor —asintió Jemmy, aferrándose con alivio al hecho de que aquel hombre estaba claramente de su lado.
Longden sonrió.
—No hay más preguntas, señoría.
Lamb se levantó con la sobrecogedora sensación de que cualquier esfuerzo que hiciera sería inútil. Al imputar la culpa a cualquier demonio que pudiera desenterrar de su imaginación, su «cliente» prácticamente se había anudado la soga al cuello.
—Jemmy, el jurado ha oído que salvó la vida de Alfred Coles. ¿Por qué lo hizo?
—El señor Coles es caballero inglés, señor. Como Jemmy.
—¿Y durante cuánto tiempo cuidó de Coles después de salvarle la vida?
—Cuatro lunas, señor. Luego viene capitán Smyley, señor.
—Después lo acompañó personalmente al Nancy para ponerlo a salvo.
—Sí, señor. El señor Coles es amigo de Jemmy, señor. El capitán Smyley es amigo de Jemmy, señor.
A Lamb no se le ocurría qué más podía decir.
—Gracias, Jemmy. No hay más preguntas, señor.
Con una sonrisa radiante de satisfacción porque se le había permitido aclarar su posición, Jemmy se dirigió a su asiento. Entonces subió al estrado el último testigo, el reverendo George Packenham Despard, pero antes de que pudiera formulársele ninguna pregunta, un irlandés corpulento y con guantes negros se puso en pie (su rostro era una tracería de minúsculas venas rotas), y se presentó.
—Soy el señor Lane, señor, el abogado de esta población —informó al gobernador.
—Sí, señor Lane, sé muy bien quién es usted —replicó Moore con tono brusco. Lane era el único abogado profesional de Stanley. Debido a su fama de borracho, se le había prohibido el ejercicio de la profesión en Dublin, y se había dirigido al hemisferio sur en busca de fortuna, sin éxito alguno hasta la fecha—. ¿Qué desea?
—El reverendo Despard ha contratado mis servicios, señor.
—¿Que el señor Despard lo ha contratado? —dijo Moore, atónito—. Pero si es sólo un testigo. No se le está procesando.
—En cualquier caso, señor, dada la trascendencia de este caso para futuras operaciones y la reputación de la Sociedad Misionera de la Patagonia, el señor Despard me ha contratado como su abogado.
—Bien, esto es muy irregular —replicó Moore, pero no insistió. Todo el proceso, en aquella población carente de jueces y con un solo abogado profesional, era muy irregular—. Su testigo, señor Longden.
Longden se sorbió la nariz otra vez, para gran irritación de Moore.
—Señor Despard, ¿diría que conoce bien al acusado?
—En efecto. Llegué a conocerlo muy bien después de que se ofreciera voluntario a ir a la isla Keppel. —Echó una mirada a Lane para ver si aprobaba su respuesta. Era evidente que lo había preparado para evitar cualquier posible acusación de esclavitud.
—¿Y cómo describiría el carácter del acusado? ¿Tenía buena conducta?
Despard se alzó todo lo que le permitió su altura y esbozó una expresión de pesar piadoso.
—Me temo que era el más perezoso y descuidado de los nativos que había en Cranmer. Lo encontré falso, poco fiable y discutidor, y lo que es peor, tengo muchas razones para sospechar que era un ladrón redomado.
—¡Miente! —estalló Jemmy Button.
—Cállese —ordenó Moore—, o lo expulsaré de la sala.
—Cuando se enteró de los trágicos sucesos ocurridos en Woollya —prosiguió Longden—, ¿se sorprendió, señor Despard?
—Sentí una profunda aflicción, pero no, no me sorprendí. Un acto de traición de ese tipo no era incongruente con lo que yo había llegado a conocer del carácter del acusado. Pero, aunque todos nosotros debemos lamentar la cruel traición de gente que suponíamos amiga, ¿no deberíamos reconocer el deber más urgente que hemos contraído de darles a conocer la palabra de la verdad y la rectitud moral? ¿Es la fidelidad a la muerte de los hombres cuya pérdida ahora lamentamos una señal para que renunciemos al trabajo que ellos amaban? No lo creo, caballeros. —Despard miró a su alrededor de manera inquisitiva, como si estuviera en un púlpito, apuntando a la concurrencia sus dientes superiores.
—El hecho de que un acto tan bárbaro sucediera el día del Señor debió de ser particularmente terrible para usted.
—¿Sabe usted, señor Longden? —sonrió—, ése fue mi primer pensamiento. Pero luego pensé que Dios mismo debía de haber escogido ese día para la perpetración de esos terribles crímenes, a fin de comunicar el hecho de que allí estaba Satanás enfurecido contra Su obra.
Al pronunciar la palabra «Satanás», Despard se volvió y dirigió una mirada acusatoria a Jemmy, quien a su vez lo observó con el ceño fruncido, como miraría un sobrino hosco a un tío muy odiado.
Entretanto le había llegado a Lamb el turno de hacerle preguntas al presidente de la Sociedad Misionera de la Patagonia.
—Señor Despard, ¿cree usted que el trato que dispensó a los nativos en la misión de Cranmer contribuyó de alguna manera a alentar un rencor en ellos que a la larga ocasionaría el ataque fatal?
—¡Protesto! —Era Lane, el abogado del reverendo—. Este proceso se atiene a los apartados cuatrocientos treinta y dos y cuatrocientos treinta y tres de la ley de la Marina Mercante, y debe referirse sólo al abandono del Allen Gardiner y el destino de su tripulación. La pregunta del teniente Lamb no se ajusta a ese cometido.
—Señor —dijo Lamb al gobernador—, sólo estoy tratando de establecer la naturaleza exacta de la relación ente el acusado y las víctimas de la masacre, para llegar a un mejor entendimiento de lo ocurrido en Woollya.
—Protesta desestimada, señor Lane —dijo Moore con tono seco—. El señor Despard procederá a responder a la pregunta.
—Me niego a responder —declaró el misionero con los brazos en alto y tono condescendiente.
—¿Que rehúsa responder? —preguntó Moore, atónito.
—Tengo derecho a guardar silencio, ¿me equivoco?
Sus palabras provocaron un estallido de murmullos en el tribunal. Lamb probó de nuevo:
—¿Ordenó usted registrar los fardos del equipaje de los nativos en Keppel?
—Una vez más, señor, la pregunta no se ajusta al cometido de este proceso de acuerdo con la ley de la Marina Mercante.
—Este tribunal está bajo mi jurisdicción, señor Lane. ¿Responderá a la pregunta, señor Despard?
—No.
—Me permitirá observar que su conducta sólo puede redundar en su descrédito.
—Ante todo respondo a la autoridad del Altísimo, señor Moore —declaró Despard con mojigatería—. Es por Su deseo por lo que no accedo a responder a este interrogatorio impertinente.
—Muy bien —dijo Moore, enfurecido—. Puede retirarse. Usted también, teniente Lamb.
Los testigos restantes tenían poco que añadir; en su gran mayoría eran trabajadores de la misión que mostraban una terca fidelidad a Despard o que, en algunos casos, se hacían eco de las reservas de Coles en relación con el trato que los fueguinos habían recibido de su patrón. Moore siguió adelante con el juicio, y cuando llegó la mañana del tercer día, el tribunal estaba listo para escuchar las declaraciones finales.
Longden fue el primero en exponer sus conclusiones, y recordó al jurado lo que Coles había visto y su manifiesta convicción de que Jemmy había estado en medio de los sucesos, y continuó:
—No hace mucho que lamentamos la espantosa matanza de comunidades enteras de cristianos en la India. Lucknow, Cawnpore y Delhi son nombres que estremecen el corazón de miles de nuestros compatriotas. Allí se derramó la sangre de súbditos ingleses… la sangre de mártires… como se ha derramado aquí, a causa de la traición de la raza nativa y de la naturaleza confiada que los británicos demuestran en todas partes. El reverendo Phillips confiaba en Jemmy Button. El capitán Fell confiaba en Jemmy Button. Los dos, y muchos hombres buenos y justos, han pagado el precio de esa confianza con su vida. ¿Pues acaso no fue el propio hijo de este hombre el autor del tiro que causó la muerte al reverendo? ¿Qué sabe un niño de armas y municiones que no le haya enseñado su padre? El acusado nos pide que creamos que llegaron extraños hombres de otras tribus y otras tierras sin previo aviso y perpetraron uno de los crímenes más terribles que se hayan oído jamás. Vamos, vamos, esa historia no me cuadra, como tampoco les cuadrará a los doce ciudadanos honrados de estas islas. El acusado es un tramposo, un embustero y un asesino, y si no fuera por el valor y el ingenio del capitán Smyley, hoy no estaría aquí ante este tribunal; pero la agilidad mental del capitán Smyley supuso su perdición y el triunfo de la justicia. Caballeros del jurado, la muerte es el único castigo adecuado para crímenes de esta magnitud. El orden debe ser restablecido, como fue restablecido con tanta eficacia en la India. ¿Acaso queremos que nuestro mundo se suma en el caos? ¿O queremos que los valores de la civilización salgan triunfantes? La decisión está en su mano.
El teniente Lamb, consciente de que sería difícil disociar a Jemmy de la perpetración del crimen, optó por empezar su réplica atacando a Despard.
—Este caballero afirma que se dedica a convertir salvajes al cristianismo. Pero ¿puede mostrarnos a un solo nativo al que considerar con seguridad converso? No puede. De hecho no puede siquiera encontrar el valor ni la honradez para responder a una o dos simples preguntas. En caso de que hubiera contestado a esas preguntas, caballeros, no habría sido difícil comprobar que el señor Despard es en realidad poco más que un ganadero, un pastor, que engatusó o raptó a varios fueguinos para convertirlos en sus sirvientes no remunerados, en otras palabras: sus esclavos. Si esos nativos fueron secuestrados y luego se los obligó a realizar trabajos forzados, ¿resulta sorprendente que la consecuencia fuera el asesinato? Creo que no.
»Pero entre los muchos indígenas que tenían motivos para guardar rencor, ¿podemos estar seguros de que ante nosotros está el culpable? Analicemos en detalle el testimonio ofrecido por el cocinero Coles. Él “cree”… téngase en cuenta: “cree”… que vio al acusado entre la turba de unos trescientos nativos enfurecidos, desde una distancia de un cuarto de milla. Él mismo reconoce que le cuesta mucho distinguir a un indígena de otro. El mismo reconoce que no vio al acusado disparar al señor Phillips, ni lanzar una piedra al marinero Petersen, ni ocasionar personalmente la muerte en ninguno de los casos que se están juzgando. Caballeros, eso no se puede consentir. No hay suficientes pruebas para justificar el que se quite la vida a un hombre, ni siquiera si esa vida pertenece a un salvaje.
»Si Jemmy era realmente culpable, ¿por qué entonces intercedió por Coles ante sus compañeros? ¿Por qué lo cuidó y le demostró tanta compasión durante casi medio año? ¿Por qué le dio de comer y lo vistió? ¿Por qué le entregó una escopeta cargada? Él sabía que era muy probable que hubiese represalias; si de verdad era culpable, ¿por qué no mató a Coles, escondió el cuerpo, hundió el Allen Gardiner y declaró que los misioneros nunca habían estado allí? Todo el mundo habría pensado que se habían perdido en una tempestad. ¡Pero no! Cuando llegó el capitán Smyley, el acusado subió a bordo del Nancy por propia voluntad. Por propia voluntad. ¿Es ésa la acción de un hombre culpable? Les diré, caballeros, lo que es: la acción de un cristiano. Pues Jemmy Button había aprendido a amar a Dios, no en la isla Keppel donde trabajó contra su voluntad, sino en Inglaterra, adonde el capitán FitzRoy, de la Marina Real, lo llevó para que recibiera educación hace muchos años. Jemmy ha vivido de forma pacífica entre nosotros. Ha aprendido nuestro idioma. Ha cuidado a uno de los nuestros, que otros querían matar. ¿Y cómo le correspondemos? Lo secuestramos, encadenamos y procesamos, y pedimos la pena capital. Caballeros del jurado, sólo hay un posible veredicto. Si se llaman cristianos, deben declarar al acusado inocente.
Lamb se sentó. La experiencia de la perorata legal le había resultado bastante placentera, y empezaba a pensar que, al entrar en el ejército, se había equivocado de carrera. Incluso estaba seguro de que sus argumentos absolverían a Jemmy de la acusación principal de haber perpetrado los asesinatos. Los cargos menores de incitación y complicidad eran otro cantar. Los tres cargos acarreaban la pena de muerte; lo más probable es que Jemmy estuviese disfrutando, si ésa era la palabra para describirlo, su penúltimo día en la tierra.
El gobernador Moore empezó su resumen enérgicamente:
—Antes de hablar sobre los cargos que estamos juzgando, me gustaría hablar sobre otro asunto. De las declaraciones del acusado, de la actitud descontenta y el lenguaje amenazador empleado por los nativos que fueron llevados a Keppel, y de la venganza sangrienta que tomaron al regresar a Tierra del Fuego, puede deducirse con casi absoluta seguridad que su estancia en la isla Keppel fue muy desdichada y contra su voluntad. Tuvo que ser prácticamente imposible para el señor Despard o sus representantes, que sólo conocían unas pocas palabras del lenguaje de una sola tribu, haber hecho un contrato que pudiera considerarse justo y equitativo con los salvajes. Me habría gustado que en lugar de valerse de objeciones técnicas para abocar al fracaso el curso de esta investigación, el señor Despard se hubiera valido de esta oportunidad para librarse de sospechas muy graves en un juicio público. Tal como están las cosas, tales sospechas se han agravado por fuerza a causa de su encubrimiento deliberado. En lugar de establecer la verdad, se ha dejado la puerta abierta a todo tipo de conjeturas. Siento el deber de decir también que la medida que tomó el señor Despard de registrar a los nativos antes de embarcar en el Allen Gardiner no fue en ningún caso acertada; y debo observar también que los nativos registrados parecen haber sido los asesinos principales. Pero, cualquiera que fuese la razón que los ocasionó, hubo asesinatos y no pueden quedar impunes.
»Caballeros del jurado, debo subrayar que ninguna de las provocaciones enumeradas anteriormente constituye una justificable defensa del acto de asesinato. Tampoco los actos de compasión cristiana, como los que el acusado tuvo con el superviviente Coles, deben tomarse como circunstancias atenuantes cuando se trata de determinar la culpabilidad o la inocencia del acusado. Han de considerar sólo los hechos del caso: ¿cometió o no cometió los crímenes que se le imputan? Nada de hacer equilibrios de probabilidades. Deben estar absolutamente seguros de su culpabilidad antes de declararlo culpable de cualquiera de los cargos. En la acusación de asesinato deben estar totalmente convencidos de que el acusado mató a uno o más de la partida de misioneros. En el cargo de incitación al asesinato, deben estar enteramente convencidos de que el acusado actuó como fuerza impulsora de la turba, como uno de sus cabecillas, si quieren llamarlo así. En el cargo de complicidad, deben estar totalmente convencidos de que el acusado participó de forma voluntaria en la turba de asesinos, que fue cómplice del crimen y que no hizo nada por evitarlo. Los tres delitos llevan aparejada la pena capital. Eso no debería importarles. Lo único que deben decidir es si el acusado es culpable o no. Ahora pueden retirarse a deliberar. A primera hora de la mañana la corte volverá a reunirse para escuchar su veredicto, si han llegado a alguno. Se levanta la sesión. Acompañen al prisionero al calabozo.
Moore se puso en pie, escoltado por los dos jueces de paz, y se encaminó a la salida. Cuando levantaron a Jemmy de su asiento, las cadenas tintinearon.
—Por favor, señor —imploró Jemmy a la espalda de Moore, el cual estaba a punto de desaparecer por el umbral—, ¿puede Jemmy ir a casa ahora?
Esa noche se desencadenó una típica tempestad de las islas Malvinas, que se adentró desde el Atlántico sur pasando por encima de los montes bajos e inundados. El viento arrancó las tejas sueltas de las techumbres a medio construir de las casas destartaladas, y desguarneció los marcos de las ventanas de sus lonas sin atar, las cuales desaparecieron volando en la oscuridad de la noche. Los habitantes de Stanley atrancaron puertas y ventanas, y se reunieron en grupos silenciosos y taciturnos en torno a velas de sebo. Abajo en el puerto, el mar se veía muy negro y agitado, y los barcos anclados cabeceaban y crujían. Las aguas del canal estaban embravecidas y en el océano de más allá las grandes olas se elevaban y batían incesantes contra la costa. No era una noche para hacerse a la mar. Pero si alguien hubiera desafiado el azote de la lluvia y el viento y hubiera ido al puerto justo después de las diez de la noche, habría visto que sí que existían almas valerosas dispuestas a enfrentarse a la furia de los elementos en una noche como ésa: un barco se aproximaba por el canal. Habían acortado las velas, aunque quizá no lo suficiente. Fuera quien fuese el capitán de la nave, tenía prisa, y estaba dispuesto a correr riesgos. Era también un experto marinero: estaba entrando por el canal con la gavia de proa muy arrizada, la gavia mayor arrizada tres veces y una vela de estay de proa, y ejecutó toda la maniobra con la precisión de un cirujano, aunque los mástiles se cimbreaban como palmeras. Media hora después, el navío estaba anclado y a salvo, y habían echado un cúter al agua. Una figura imponente que iba cubierta por una capa de la Marina se subió a la pequeña embarcación, que después de unos minutos a remo se acercó a la orilla sin más contratiempos.
Cuando vararon el cúter en la playa invadida por las algas —el chirrido de la embarcación se desvaneció en el fragor de la tempestad—, el hombre de la capa se bajó para recibir el fuerte abrazo de los elementos. Anduvo a grandes zancadas por los caminos de barro, que parecía conocer a fondo. Aquí y allá, las lámparas arrojaban óvalos de luz que oscilaban en el lodo abrillantado por la lluvia, pero al extraño no le hacían falta luces de navegación. Al minuto sus pasos certeros lo condujeron a la puerta del juzgado, donde llamó con los nudillos: un redoble grave e incesante acompañó el aullido sibilante del viento. Uno de los carceleros despertó de su estupor y se acercó a la puerta refunfuñando y dando tumbos, con un alud de insultos preparado para descargar sobre la persona lo bastante estúpida para andar por ahí fuera una noche como aquélla. Pero cuando descorrió el cerrojo y reconoció al recién llegado, su actitud cambió. De pronto se volvió todo deferencia y humildad: invitó a pasar al visitante, y con mucho respeto lo ayudó a quitarse la capa.
—¿Llego demasiado tarde?
—¿Señor?
—¿Llego demasiado tarde? El juicio… ¿ha terminado ya?
—El juicio ha terminado, señor, pero no se emitirá el veredicto hasta mañana.
—Entonces todavía hay tiempo. Dígame dónde está.
—¿Señor?
—Dígame dónde está el prisionero.
El carcelero no tuvo un segundo de vacilación, y no se le ocurrió cuestionar el derecho del recién llegado a entrar en la celda del acusado; hasta tal punto le imponía la presencia de aquel hombre. Empuñando un farol que brillaba en las corrientes de aire helado que se colaban entre los tablones mal clavados, lo guió por un pasillo lleno de suciedad. En un extremo había una puerta, cerrada con dos cerrojos y un sólido candado. Con las manos temblando de frío, el carcelero abrió el candado y descorrió los cerrojos. La puerta se abrió con un crujido. La pequeña y asustada figura de Jemmy Button estaba sentada detrás de una mesa de madera tosca, con la única compañía de una parpadeante vela de junco. Jemmy alzó la mirada, dio un breve grito de asombro, echó atrás la silla y se puso de pie. El visitante se acercó para abrazarlo. Hacían una pareja bien extraña, juntos en la penumbra de esa noche lluviosa de las Malvinas: uno, menudo, rollizo y desconsolado, vestido con un traje de presidiario barato; el otro, al menos treinta centímetros más alto, de cejas severas, calvo como un águila, ataviado con el uniforme impecable de un oficial de la Marina británica.
—Capitán Sulivan —exclamó Jemmy.
—Puede dejarnos solos —dijo Sulivan al guardia, que obedeció sin rechistar.
—¿El capitán FitzRoy lo ha enviado a buscar a Jemmy?
—Ahora es el almirante FitzRoy, los dos somos almirantes. Es un rango más alto que el de capitán.
—El almirante FitzRoy. —El fueguino paladeó la nueva palabra y volvió a pronunciarla—. ¿El almirante FitzRoy… lo ha enviado a buscar a Jemmy?
—Sí, así es. El almirante FitzRoy me ha enviado a buscarte.
—¿Por qué no viene él, almirante Sulivan?
—Aunque sea almirante, tiene una posición… difícil. Para él no es tan fácil obtener permiso, comandar un barco, como para mí. Así que he venido en su lugar.
—Viene a salvar a Jemmy.
Sulivan lo miró con rostro grave.
—No lo sé, Jemmy; eso depende.
—¿De qué depende?
—He venido a contar la verdad, Jemmy. He venido a contarle al jurado que te conozco, y que sé que eres un buen hombre. Pero no mentiré al jurado por ti, Jemmy. Debes saberlo. Una vez que haya jurado sobre la Biblia, sólo diré la verdad.
Se hizo el silencio.
Sulivan fue el primero en romperlo.
—Cuéntame, Jemmy. Cuéntame todo lo que ocurrió. Desde el principio.
Y así Jemmy le contó toda la historia de la isla Keppel, desde la llegada del Allen Gardiner hasta que el capitán del Nancy lo había secuestrado.
Cuando hubo acabado su historia, Sulivan le tomó las manos entre las suyas. Se quedaron mirándose a los ojos.
—Jemmy, necesito que me digas la verdad ante Dios. Si dices la verdad, entonces no hay nada que temer, pues Dios se ocupará de ti. Es muy importante que lo entiendas. ¿Lo entiendes?
—Sí, almirante Sulivan.
—Ahora dime, ¿mataste a alguno de esos hombres?
—No, almirante Sulivan.
—¿Juras por Dios todopoderoso que dices la verdad y nada más que la verdad?
—Sí, almirante Sulivan.
—Tú no me mentirías, ¿verdad, Jemmy?
—No, almirante Sulivan. Jemmy lo jura.
Sulivan escudriñó el alma de Jemmy, buscando alguna clave, alguna pequeña señal que le desvelara la verdad de lo que había sucedido.
«No lo sé, así de sencillo —concluyó—. Tengo que admitir que no sé si está diciéndome la verdad».
—¿Otro testigo, teniente Lamb? —se quejó Moore con irritación—. Usted ya había expuesto sus conclusiones. Nunca he oído nada parecido.
—El caballero es un testigo primordial, señor, un testigo de buena conducta, y por desgracia no hemos podido contar con su testimonio hasta hoy.
—Eso es ridículo. Aunque nos encontremos a miles de millas de la madre patria, no hay razón para renunciar a un mínimo sentido de responsabilidad procesal. No lo permitiré.
—Se trata del contralmirante Sulivan, señor.
—¿El contralmirante Sulivan? ¿Por qué diantre no lo ha dicho antes? Que entre.
Se hizo pasar a Sulivan y se le presentó al jurado, aunque no era necesario: allí todos conocían al otrora habitante de las islas más famoso, o habían oído hablar de él.
—La hoja de servicios del contralmirante Sulivan —salmodió Lamb—, tanto en relación con la defensa de estas islas como de su país, es inigualable. Aunque en la actualidad está retirado del servicio activo y ocupa el cargo de primer oficial de la Marina en el Departamento de Comercio y Exportación de Londres, hace sólo treinta y seis meses estaba al mando del buque de Su Majestad Lightning, el primer barco de vapor de paletas, y poco después del buque de Su Majestad Merlin, que contribuyó a nuestra gloriosa victoria en la guerra contra los rusos. Fue él quien atacó Sweaborg, y esa heroica acción fue premiada con el título de companion de la orden de Bath. El año pasado, su graciosa majestad la reina lo seleccionó para dirigir la revista naval de Spithead. Es sin discusión el más celebrado y valeroso habitante que han tenido estas islas en toda su breve historia.
Sulivan sintió la calidez de las miradas de admiración que le lanzaban los miembros del jurado.
—Contralmirante Sulivan, ¿cuánto tiempo hace que conoce al acusado?
—Lo conozco, de hecho puedo enorgullecerme de haber sido amigo suyo, desde hace veintisiete años.
—¿Diría usted que el acusado tiene inclinaciones salvajes, e incluso asesinas?
—En absoluto. El acusado es un hombre de carácter dulce y, además, un devoto cristiano. Tal vez se le haya dejado abandonado a sus propios recursos en su país natal los últimos veinticuatro años, y me culpo a mí mismo como a cualquiera por ese lamentable estado de cosas, pero Jemmy Button vivió en Inglaterra en el pasado, y se codeó con la buena sociedad. De hecho trabó una relación amistosa hasta con el rey.
Las últimas palabras causaron una considerable conmoción en toda la sala.
—Si el acusado fue devuelto a su antigua condición, y descendió de esas elevadas alturas, no es por su culpa, se lo aseguro. La culpa es de aquellos que se llaman buenos cristianos, y yo me incluyo entre ellos, que lo abandonaron, que lo dejaron valerse por sí mismo, de modo que no le quedó más remedio que volver a su estado salvaje anterior, en cuerpo, si no en mente.
—En su opinión, ¿es posible que el acusado sea culpable de cualquiera de los cargos que se le imputan?
Sulivan vaciló durante una milésima fracción de segundo.
—No. La sola insinuación es absurda. Él no es más capaz de cometer un asesinato, o de incitar o ser cómplice de un asesinato, de lo que es cualquiera de los caballeros respetables presentes en esta sala.
—Gracias, contralmirante Sulivan. No hay más preguntas.
Al decidir prudentemente el señor Longden que por su parte no habría más preguntas, el jurado se retiró para considerar una vez más su veredicto. La espera no fue larga, pero para Sulivan resultó angustiosa. ¿Había hecho bastante? Era imposible saberlo. Sólo Jemmy, de todas las personas congregadas en la sala, parecía poseído por una profunda calma. Era como si creyese que Dios había enviado a Sulivan para rescatarlo, aunque éste no sabría decir a qué Dios concretamente atribuía el fueguino su liberación.
Por fin, el jurado regresó en fila al tribunal.
—¿Han llegado a un veredicto?
—Sí, señor.
—En cuanto a la acusación de asesinato, ¿consideran al procesado culpable o inocente?
—Inocente.
—En cuanto a la acusación de incitación al asesinato, ¿consideran al procesado culpable o inocente?
—Inocente.
—En cuanto a la acusación de complicidad en asesinato, ¿consideran al procesado culpable o inocente?
—Inocente.
Una oleada de alivio recorrió la atestada sala y se oyeron numerosas voces hablando al mismo tiempo. El teniente Lamb, que no cabía en sí de contento, hacía aspavientos; el gobernador Moore sonreía; Despard estaba enzarzado en una airada discusión con Lane. Mientras, Sulivan se encontró abrazando a Jemmy presa del júbilo, y después, casi de inmediato, le preguntó a su creador: «Se ha hecho justicia. Dime, Señor, ¿se ha hecho justicia? ¿O he hecho algo terrible?».