Church Road, 140, Upper Norwood
13 de diciembre de 1856
FitzRoy se levantó a las seis de la mañana, se vistió, desayunó, y antes de las siete ya se había despedido de su esposa. Le resultaba extraño pensar en su prima María como su esposa: cuando se casaron, apenas la conocía, y en muchos aspectos aún seguía pareciéndole una extraña. María Smyth era una mujer rolliza, afable, de carácter dulce y maternal que había llegado soltera a la inconcebible edad de treinta años, de modo que la familia no desperdició la gran oportunidad que se le presentaba de atar dos cabos sueltos un poco difíciles. FitzRoy le agradecía a María su frenética dedicación a la búsqueda de la dicha matrimonial, y casi estaba enamorado de ella; pero los dos sabían que Mary FitzRoy había sido su mujer verdadera, y que le reclamaría ese título a su usurpadora en el día del juicio final. María se desvivía por hacer feliz a su esposo, pero a él nada podía hacerlo feliz, pues su hija Emily, la bella, voluntariosa y única heredera en este mundo del espíritu de su madre, había muerto en agosto a la tierna edad de dieciocho años; el Señor se la había llevado para el cumplimiento de un designio divino que, a medida que pasaban los años, a FitzRoy le resultaba más misterioso, arbitrario y retorcido en su crueldad. Para ahogar las penas se concentraba en su trabajo con furia; todos los días permanecía en su oficina hasta altas horas de la noche. Cuando le decía adiós a su mujer con la mano, ambos sabían que no volverían a verse hasta poco antes de acostarse. Así transcurrían seis días de la semana; FitzRoy sólo reposaba el día del Señor, cuando hacía una pausa para rogar a su Creador que lo ayudase a comprender.
FitzRoy subió andando por Church Road hacia Crystal Palace, que había sido trasladado, después giró al este y se sumergió en el ejército de hombres de traje negro, botas negras y sombrero negro que bajaba por Anerley Road rumbo a la estación para coger el tren de las 7.16. Negro era el color de la locomotora de hierro fundido que los llevaría a Londres; negro el color del carbón que transportaba el ténder; negros, sucios del hollín de un millón de chimeneas de carbón, eran los edificios que devorarían aquel ejército; negra era la tinta del periódico que leerían en route, el medio de información y autoridad propio de ese mundo moderno. El negro era el color de la innovación y el progreso. Entonces, ¿por qué FitzRoy se sentía como una hormiga obrera? Cuando era joven, la Inglaterra a la que regresó después de su primer viaje en el Beagle era un país sin rumbo, empobrecido, que avanzaba a trompicones, y donde todos los hombres se vestían como colibríes. Ahora que había llegado la tecnología, la prosperidad y la seguridad se fundían y fraguaban en miles de fábricas. Pero la tecnología no había sido una fuerza liberadora, como él esperaba; más bien constreñía e imponía una uniformidad estéril. El alma humana, el don más precioso concedido por Dios, sufría como el ganado el acoso de los empresarios y los dueños de las factorías en beneficio del poderoso caballero don dinero. Incluso se había normalizado el tiempo: los relojes marcaban la misma hora en el este de Londres que en el oeste, en Norwich que en Plymouth. De pronto FitzRoy sintió deseos de pararse en medio del enjambre humano, dar media vuelta y ponerse a vociferar a sus compatriotas que había otros lugares en el mundo, otras gentes, que la mayoría de ellos ni siquiera serían conscientes de que existían, otros paisajes y sonidos que eran tan importantes e indispensables en el universo de Dios como ellos. Quería hablarles de las olas de nueve metros de altura, de los terremotos que arrasaban con todo, de los volcanes en erupción, de las tribus de majestuosos araucanos con sus largas y afiladas lanzas, de los fueguinos pintados de blanco que encendían hogueras en las orillas solitarias y azotadas por el viento de los confines del mundo; de todas esas maravillas que el hombre moderno debería celebrar y estudiar, en lugar de erradicar u homogeneizar, siempre en busca del beneficio político y comercial. Quería detenerse en plena calle y gritar todas esas cosas, pero no podía, porque Emily había muerto, como su madre antes que ella, y la resignación era su única vía de escape, su único refugio. No estaba bien, después de todo, cuestionar en exceso los designios de Dios. Ésa era la debilidad de Darwin, y sin duda el filósofo estaba condenado. Al fin y al cabo, lo único que podía hacer FitzRoy era depositar su confianza en Dios, y vivir conforme a Sus enseñanzas; ésa era la callada promesa que había hecho a su mujer muerta, y nada lo induciría a desviarse de ese camino, lo llevara a donde lo llevase. El único propósito de su existencia era mantener vivo el recuerdo de Mary. Así debía ser.
Era diciembre, por lo que el progreso hasta enturbiaba la atmósfera. Mientras el tren se adentraba en el andén del muelle de Battersea, una niebla densa y amarillenta lo invadió todo. En el cielo, un débil destello revelaba el subrepticio esfuerzo de los rayos del sol por abrirse paso entre la bruma. Rodeadas por círculos de luz espectrales, las lámparas de gas ardían día y noche en esa época del año; sus inútiles y sucios halos contribuían a agravar el problema más que a solucionarlo. El barco de vapor de paletas avanzó con cautela por el río atestado y gris, temeroso de colisionar. El ejército de oficinistas de traje negro permaneció de pie y en silencio en cubierta, como los dolientes de un velatorio, escuchando el resoplido del motor y el sordo y rítmico golpeteo de las palas contra el agua. FitzRoy en parte esperaba, y en parte deseaba, que un gran muro de agua emergiera de la niebla y se les echara encima; le habría gustado plantarle cara, poner a prueba sus habilidades frente a la naturaleza salvaje y salir victorioso, con su adversario vencido pero no aniquilado, y verlo desaparecer en la neblina una vez más sabiendo que otro día volvería a desafiarlo.
El barco de vapor atracó en el embarcadero de Westminster, y arrojó su cargamento sobre los adoquines sumidos en la niebla. FitzRoy se dirigió hacia el oeste, mientras el trasiego de gente disminuía, y tras pasar junto a la nueva torre del reloj a medio construir, llegó a su pequeño despacho en el edificio abarrotado donde tenía su sede el Departamento de Industria y Comercio, en Parliament Street. Sus dos empleados, Pattrickson y Babington, que vivían más cerca, ya se habían quitado el abrigo y atizaban el fuego en la diminuta chimenea. FitzRoy había nombrado a Pattrickson, el más capaz de los dos, su adjunto; a Babington, un joven leal y entusiasta que por rango social debería haber tenido prioridad, no pareció molestarle. Hubo un tercer empleado, Simpkinson, un protegido de lord Derby que resultó un inútil y que FitzRoy despidió; el chico no había sido reemplazado deliberadamente. No importaba. Los tres podrían arreglárselas solos. FitzRoy sabía que nadie leía las estadísticas meteorológicas que recopilaban: si la oficina existía, era sólo porque había que cumplir los compromisos contraídos por Inglaterra en la Conferencia de Meteorología Marítima de Bruselas de 1853. Pese a lo poco valorado que era su trabajo, FitzRoy se esmeraba en que fuese perfecto. Siempre enviaba a sus empleados a casa a las cinco, y, generosamente, los sábados antes de comer, pero en ocasiones él trabajaba hasta medianoche, siempre perfeccionando y ajustando el Registro Meteorológico británico. Incluso había inventado el barómetro FitzRoy, un aparato acristalado, oblongo y de gótica elegancia que medía la temperatura, la humedad y la presión atmosférica; se fabricó en serie y se entregó a más de mil buques mercantes y barcos de la Marina británica. Había una red de agentes distribuidos por las islas británicas a los que se pagaba cincuenta chelines cada vez que conseguían información de un capitán. Los resultados eran increíblemente exhaustivos: dada una condición meteorológica, la oficina podía crear el mapa exacto de su progreso en el plazo de un mes más o menos. Las condiciones meteorológicas que se repetían continuamente no le habían pasado inadvertidas. Como siempre, su punto de mira estaba puesto en algo mucho más grande que el mero registro del pasado. Su punto de mira era el futuro.
—El muermo carcamal quiere verlo, señor —anunció Babington alegremente—. El mensajero ha venido a avisarle justo antes de que llegara.
FitzRoy no se quitó el abrigo. El «muermo carcamal», como lo llamaban los jóvenes empleados a sus espaldas, era nada menos que el almirante Beechey, primer oficial de la Marina, director del Departamento de la Marina, y su superior inmediato, el cual trabajaba a unos minutos del Departamento de Industria y Comercio. Beechey insistía mucho en la obediencia inmediata. Era aconsejable no hacerlo esperar.
—Gracias, Babington. Presentaré mis respectos al almirante enseguida.
«El apodo le cuadra», pensó, mientras se sumergía de nuevo en la sopa amarillenta que flotaba en las calles londinenses. Beechey había estado en el Ártico a las órdenes del capitán Franklin, e incluso lo habían nombrado presidente de la Royal Geographic Society, pero no era ningún hombre de acción. Más bien semejaba un árbol muerto que se había quedado desprovisto de toda vitalidad, y continuamente desaprobaba los esfuerzos de sus subordinados, sin aportar demasiado en contrapartida.
El almirante Beechey lo dejó de pie como si fuese un oficial subalterno. Con sólo diez años más que FitzRoy, era especialista en hacer comentarios sarcásticos, torpes e inoportunos.
—Ah, capitán FitzRoy, qué contento estoy de verlo por aquí. Veamos si es capaz de explicarme esto. Parece que a su último mapa lo hayan invadido las arañas. ¿Qué diablos se supone que significan estas marcas? —Señaló un mapa de las islas británicas que estaba desenrollado sobre el escritorio y adornado con minúsculos ejes de ruedas de radios desiguales.
—Es una carta sinóptica, señor. Las marcas son rosas de los vientos, un sistema gráfico que he concebido para registrar observaciones climáticas.
—¿Y por qué diantre no puede apuntarlos en una tabla como está mandado?
—Vistos en un mapa, señor, reflejan ciertas pautas características. Al parecer las tormentas son giratorias en su formación, principalmente se mueven en dirección al este, y alcanzan unos ocho kilómetros por hora. Por ejemplo, la tempestad que hizo naufragar la flota de abastecimiento de los aliados cerca de Balaclava había viajado a través de Europa en dirección este. Pensé, señor, que si era posible seguir la trayectoria de este tipo de tormentas con la suficiente rapidez, podría utilizarse el telégrafo eléctrico para advertir de su llegada. Mi plan es dotar de barómetros las estaciones de observación de la costa, y tender hilos telegráficos que las conecten directamente con el Departamento de Industria y Comercio. De esa manera reuniríamos información meteorológica casi inmediata, señor.
—Le recuerdo, capitán FitzRoy, que su trabajo consiste en reunir información meteorológica para fines estadísticos, no impulsar la peregrina idea de pronosticar el tiempo. No sé si está informado debidamente, pero se le paga para que trabaje como estadístico, no como brujo.
—Pero si analizamos los hechos estadísticos, señor, podremos deducir pautas observables y dinámicas. Las corrientes meteorológicas son tan previsibles como las corrientes oceánicas; en realidad vivimos en un océano de aire. Y cuando estas corrientes chocan entre sí o se cruzan, causan remolinos o torbellinos en el aire a gran escala, no sólo horizontales sino también inclinados o verticales. Así es como se forman las tormentas, señor, estoy seguro. En especial cuando el aire cálido procedente de los trópicos se encuentra con el aire frío que desciende de las regiones polares.
—Me veo obligado a recordarle su posición, capitán FitzRoy —dijo Beechey con frialdad. Un par de ojos diamantinos brillaron en su rostro pequeño y apergaminado—. Se le dio el puesto de estadístico gracias a los buenos oficios del conde de Derby, sin duda por las adversidades que sufrió en Nueva Zelanda, adversidades que he oído decir no fueron sino fruto de su propia torpeza. ¿Acaso cree usted realmente que la mejor manera de corresponder a la amabilidad de ese caballero es abusar de los privilegios que le otorga su posición? Ya le ha causado a su señoría considerable vergüenza al despedir al señor Simpkinson, cuyo padre es un caballero con mucha influencia, además de contarse entre sus amigos más íntimos.
—El señor Simpkinson carecía de cualquier tipo de conocimiento científico, señor. No estaba capacitado para este trabajo.
—No es usted la persona más indicada para juzgar esa cuestión. Tengo mis serias dudas de que usted mismo esté capacitado para este trabajo.
—Perdone, señor, sólo trato de analizar la trascendencia de nuestras investigaciones meteorológicas. La influencia de los cuerpos celestes, por ejemplo; si me permite mostrarle mis descubrimientos, le ofreceré pruebas convincentes de que la actividad solar puede estar influyendo en el tiempo atmosférico de la tierra. Las manchas solares, en concreto…
—¡Basta ya, FitzRoy! —exclamó el almirante Beechey—. ¡Se está poniendo impertinente! No habrá más «cartas sinópticas». Se acabaron las «rosas de los vientos». No quiero oír hablar más de esa arrogante tontería de «predecir el tiempo». Y así será mientras yo dirija el Departamento de Marina. ¿Está claro?
—Sí, señor.
FitzRoy se dio media vuelta y se apresuró a salir del despacho de Beechey sin decir una palabra. En otros tiempos habría desafiado a su superior, habría buscado la manera de salirse con la suya; ahora sólo se sentía derrotado y desanimado. Abrirse paso por Whitehall era como vadear un tremedal de las islas Malvinas.
FitzRoy compró por un penique un ejemplar del Daily Telegraph en un quiosco W. H. Smith de London Bridge, y a continuación se acomodó en su asiento del tren de Sydenham. En Renania se había desenterrado un cráneo que aparentemente pertenecía a una rama primitiva de la especie humana; Fuhrott, su descubridor, lo había llamado Homo neanderthalis. Ante la noticia, esbozó una sonrisa irónica al pensar en el lugar a donde se dirigía. No tenía la más remota idea de por qué Darwin le había pedido que fuera a verlo, pero, después de cinco años, se imaginaba que no sería por amistad. Presentía que había una razón concreta detrás de la invitación. En el pasado, quizá habría puesto objeciones a emprender un viaje sin saber por qué, e incluso habría protestado por el hecho de que lo llamara de ese modo. Ahora se dio cuenta tristemente de que no era más que un mandado.
El viejo faetón lo recogió en la estación y lo llevó a paso de caracol a través de los campos calcáreos hasta Down House. Una sirvienta le abrió la puerta (el mayordomo lúgubre debía de estar fuera haciendo un recado), y nada más traspasar el umbral, a FitzRoy lo acometió un hedor nauseabundo, el tufo inconfundible de un osario. Mientras trataba de recuperarse del impacto, vio que Darwin salía de su despacho y se acercaba cojeando a saludarlo.
—Ah, FitzRoy. Le pido disculpas por el olor. Es una de las lamentables consecuencias de mis experimentos. La señora Darwin no me lo perdonará.
—Mi querido Darwin, si no es nada —mintió—. Pero ¿qué demonios…?
—Son palomas. Están en el sótano y en las casetas de fuera, esperando ser despellejadas. Parslow y yo vamos un poco atrasados. Me he convertido en criador de palomas.
—¿Criador de palomas?
La cría de palomas era el coto vedado de funcionarios solitarios que fumaban en pipa de cerámica y se reunían en cervecerías cargadas de humo de Spitalfields y el Borough para hablar de los méritos relativos de la paloma turbit o la trompetera; no era propia de caballeros científicos respetables que residían con su familia en casas parroquiales en el campo.
—Sí, eso es. Palomas. Son fascinantes. Caramba, si la gente supiera el increíble consuelo y placer que puede proporcionar una paloma almendrada, apenas habría aristócratas o caballeros que no poseyesen pajareras. Es un pasatiempo elevado y noble.
FitzRoy observó que plumas blancas y suaves se amontonaban como copos de nieve en los huecos de las repisas y las esquinas más oscuras de la escalera. A través de la puerta abierta del despacho de Darwin pudo ver la zona de césped, o al menos lo que una vez había sido la zona de césped: fila tras fila de alambradas verticales cubrían el horizonte, y cada una de las filas constituía una elegante celda para un prisionero cubierto de plumas. Por lo visto eran celdas de condenados a muerte, pues, mientras que la mayoría de los criadores mimaban a sus aves como si fuesen niños de pecho, Darwin parecía haberse entregado a una matanza sistemática. Cualquier otra persona habría pensado que el filósofo se había vuelto loco, pero FitzRoy lo conocía demasiado bien. Supuso que todas esas jaulas eran simples medios para llegar a un fin que le resultaba harto familiar.
Parslow eligió ese momento para materializarse en un extremo del pasillo; en una mano sostenía una escopeta aún humeante, y una veintena de perdices muertas le colgaba del hombro.
—Más perdices, señor.
—Oh, bien, Parslow. Llévelas al sótano, ¿quiere?, con las demás.
El mayordomo puso cara de paciencia infinita y se marchó andando con dificultad.
—Déjeme adivinar —dijo FitzRoy—. ¿Pájaros salvajes, con la intención de compararlos?
—No, no —contestó Darwin de inmediato—. Es un experimento completamente distinto. Propagación de semillas. Mi hijo Georgie cuenta las semillas del barro que se les pega a las patas. Estoy tratando de calcular la diseminación de las especies vegetales por medio de sus anfitriones animales. Por cierto, ¿dónde está Georgie? ¡Georgie!
Oyeron un tremendo estrépito procedente del piso de arriba, y un niño de unos once años con la nariz respingona asomó la cabeza por encima de la barandilla de la escalera.
—Georgie, ¿puede saberse qué estás haciendo?
—Estamos jugando a los soldados, papi. Hemos colgado dos trapecios del techo, nos damos impulso y chocamos. Yo soy los dragones británicos, y Bessy, los rusos.
—¿Estás seguro de que Bessy quiere jugar a eso? Sólo tiene nueve años.
—Sí que quería jugar, papi, hasta que se ha caído por segunda vez.
—Bueno, basta de juegos y baja ahora mismo.
—Papi, ¿podemos jugar al críquet en el pasillo?
—No. Baja enseguida. Hay más perdices.
—¿Perdices? ¡Bien!
George Darwin bajó como una flecha por las escaleras montado en una bandeja de latón, y por poco atropella a Horace, su hermano de cinco años, que justo en ese momento pasaba por delante del último escalón.
—Papi, ¿te acuerdas de los fuegos artificiales de la victoria?
—Sí, Georgie. ¿Por qué?
—¿Habrá más?
—No, Georgie. La guerra ya ha terminado.
—Oh. Vale.
Georgie, que no se mostró muy afectado por la noticia, desapareció por la puerta del sótano, seguido por Horace, y FitzRoy y Darwin se quedaron a solas en el pasillo una vez más.
—Mi querido FitzRoy, debe disculpar mis espantosos modales. ¿Dónde estaba?
—Hablaba de las palomas.
—Ah, sí, las palomas. Soy socio de dos clubes. Los miembros me llaman «jefe» —declaró con una pizca de vanidad.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—Sólo si no discutimos por ello.
FitzRoy sonrió.
—Le doy mi palabra.
—Muy bien. Se lo contaré en el camino de arena. Vaya a buscar su abrigo.
En ese instante reparó en que FitzRoy todavía llevaba el abrigo puesto: ninguno de los sirvientes había pensado en pedírselo para colgarlo.
Empezaron a caminar acompañados por una cacofonía de graznidos, ladridos, balidos, gruñidos y zumbidos, que no procedían de las jaulas de las palomas, sino de varios corrales situados más allá y que contenían ovejas, cerdos, gatos, perros, aves de corral y pavos reales. Se veía un conjunto de colmenas y unos acuarios atestados de peces de colores. El responsable de los zumbidos era Frankie Darwin, de ocho años, que soplaba un fagot entre los matorrales haciendo un ruido infernal.
—Qué extraño lugar para estudiar el fagot —comentó FitzRoy.
—Oh, pero si no lo está estudiando. Está tocando para ver si las hojas de las plantas responden a las vibraciones de la música. Todos mis hijos me ayudan en mis experimentos cuando alcanzan la edad suficiente. Etty espolvorea las abejas con harina para seguir sus movimientos, y Bessy germina las semillas de avellanas y espárragos que han estado inmersas en agua salada durante varios días.
—Déjeme intentar adivinarlo otra vez. ¿Propagación de semillas?
—Ha dado en el blanco —replicó Darwin, satisfecho.
—¿Y las palomas?
—Ah, sí, las palomas.
En ese instante pasaban por allí dos jardineros con chaquetas andrajosas; el pelo demasiado largo y despeinado asomaba por debajo de sus bombines maltrechos. Darwin esperó educadamente a que llegaran a su altura para saludarlos, y a que se alejaran; luego se inclinó hacia FitzRoy y, adoptando un tono clandestino, dijo:
—Lo que hago es recoger pájaros con una característica especial y luego intento exagerar esa característica por cría selectiva.
—Pero, mi querido Darwin, ¿acaso no es eso lo que hacen los criadores de palomas?
—Exacto. —Parecía entusiasmado consigo mismo—. Me propongo crear una nueva especie por medio de varias generaciones de cría selectiva.
«Dios mío —pensó FitzRoy—. Realmente pretende usurpar el papel del Creador».
—No debe de ser demasiado difícil —continuó Darwin—. Después de todo, el señor Bult ha conseguido aumentar considerablemente el tamaño sólo mediante el cruce de palomas buchonas con runts. Estoy convencido de que todas las especies de paloma proceden de un antepasado común, y que la madre naturaleza no es más que una criadora, aunque a una escala enorme.
—Si una inteligencia principal ha criado diferentes tipos de paloma en la naturaleza, entonces el criador debe de ser Dios, ¿no cree?
—El criador es el azar, amigo mío, pues los cruces se producen por azar, y las variantes fallidas se extinguen. Los cruces exitosos constituyen la base de las nuevas especies.
—Pero los cruces no sobreviven en libertad. Cuando se los deja libres, los animales criados en granjas perecen, como las flores de invernadero en los climas fríos.
—Sólo porque los criadores humanos buscan variaciones decorativas, mientras que la naturaleza crea sin querer especies que están mucho mejor adaptadas a los cambios climáticos, geológicos, etcétera. Pudimos verlo en los pinzones de las islas Galápagos.
—La naturaleza o Dios —replicó FitzRoy— ha creado una variedad de pinzones partiendo de un único tipo de pinzón, hasta ahí estoy de acuerdo, igual que un criador de palomas puede crear diferentes tipos de paloma. Pero los criadores humanos nunca han conseguido modificar un esqueleto, ni los órganos de digestión, circulación, respiración, secreción o procreación. Cuando el hombre intenta cruzar especies, especies reales y bien diferentes, los resultados son animales estériles. Fíjese por ejemplo en la mula común. Y usted afirma que allí donde el hombre, con todo su ingenio, fracasa, la naturaleza de alguna manera tiene éxito por accidente, ¿no? ¿Acaso usted mismo ha logrado alterar alguna de sus palomas en esos niveles esenciales?
—No. Pero ¿cuánto más poderosas que la simple mano del hombre son las fuerzas de la naturaleza, capaces, sin duda, de alterar toda la maquinaria de la vida? Permítame que le ponga un ejemplo. En Norteamérica, Hearne vio un oso negro que nadaba con la boca abierta durante horas y horas cazando insectos en la superficie del agua. No me parece imposible que, por selección natural, una raza de osos se vuelva más y más acuática en su estructura y hábitos, que la boca se haga más y más grande, hasta que se cree una criatura tan enorme como una ballena.
FitzRoy rió casi feliz. Estaba empezando a pasárselo bien, a disfrutar de la esgrima intelectual de su juventud, a pesar de la grotesca presunción que entrañaban los argumentos de su antiguo compañero de viaje.
—¿No estará insinuando en serio que un oso puede transmutarse en una ballena? Entonces, ¿dónde está su media criatura, su medio oso, su media ballena?
—¿Cree que no hay pruebas de transmutación física? ¿Qué son las aletas de un pingüino, sino sus antiguas alas? ¿Qué es el pezón del hombre, que no sirve para nada, sino el resto de un antiguo pecho?
—Incluso suponiendo que esas observaciones sean correctas, lo que usted describe son cambios dentro de la especie de los pingüinos y dentro de los límites de la raza humana. No encontrará medio hombres ni medio pingüinos en ninguna parte. ¿De qué manera cree usted que surgen esas variaciones, puesto que la frontera de las especies se cruza tan fácilmente?
—A eso yo lo llamo pangénesis. Creo que todo animal produce «gémulas» microscópicas, que se reúnen en los órganos reproductivos para ser transmitidas a la próxima generación. Sin duda, la reproducción sexual es la clave a la adaptación. Los diferentes colores de la raza humana, por ejemplo, deben de haber sido causados por selección sexual, aunque a primera vista parece una suposición monstruosa que el color azabache del negro se haya obtenido de esa manera.
A FitzRoy no le convencía.
—¿Puede el etíope cambiar el color de su piel, o el leopardo sus manchas? ¿Y qué me dice del origen de la vida? ¿Cómo lo explica si no está dispuesto a reconocer la intervención de nuestro Creador?
—La vida misma debió de empezar también por azar; quizá en una charca de agua templada, galvanizada por un rayo que fundió en una sola unas cuantas moléculas.
—¿Un rayo que cae en una charca? ¿Y qué me dice de la conciencia humana? ¿También nació al caer un rayo en una charca de agua templada?
—Incluso el cráneo humano, que contiene nuestro cerebro, es un indicio de que descendemos de criaturas tipo molusco con vértebras pero sin cabeza. Platón dice en Fedón que las ideas de nuestra imaginación proceden de la preexistencia del alma. Uno podría sustituir la preexistencia del alma por monos. Tenemos antepasados animales, FitzRoy.
—Lo siento —rió su invitado—, pero la verdad es que me niego a aceptar que mis más augustos antepasados, los duques de Grafton, desciendan de los simios.
—Querido FitzRoy, ¿acaso no ve que el utilitarismo que está cambiando nuestra sociedad opera también en la naturaleza? Abra su mente a la idea del cambio, a la idea del progreso. No se aferre a los privilegios aristocráticos.
En otras circunstancias, esa última opinión habría sonado muy agresiva, incluso ofensiva, pero aquel día fue acompañada por una sonrisa, y también fue recibida con una sonrisa, pues los dos habían sucumbido a la nostalgia y estaban disfrutando mucho del debate. De repente los sacudió una ráfaga del viento helado y cortante de diciembre, procedente de los campos de rastrojera situados más allá del camino de arena. FitzRoy se estremeció y recordó que Darwin no lo había invitado para hablar de la cría de palomas y sus repercusiones. Sin duda había un propósito más profundo y oscuro en el orden del día. Los dos hombres sabían lo que anunciaba la pausa en la conversación.
—He recibido una carta —dijo Darwin al fin— de un hombre llamado Alfred Russel Wallace. No es más que un antiguo profesor que en la actualidad se dedica profesionalmente a recoger especímenes para caballeros naturalistas. En estos momentos está explorando el archipiélago malayo. Me escribe desde la isla de Ternate, cerca de Nueva Guinea. Y me escribe, FitzRoy, para proponerme mi propia teoría, la teoría de la selección natural. Wallace piensa, como yo, que todas las especies forman un árbol ramificado. La verdad es que pensamos del mismo modo y hemos llegado a conclusiones muy similares. Nunca he visto una coincidencia tan sorprendente. Yo he estado recogiendo datos durante más de veinticinco años, y Wallace ha llegado a la misma conclusión que yo después de pensar en el tema tan sólo tres días. —Sacó la carta de Wallace de un bolsillo del abrigo y leyó el párrafo principal—: «La respuesta es, a todas luces, que en general los más aptos sobreviven. Los más sanos se salvan de las secuelas de las enfermedades; de los enemigos se libran los más fuertes, rápidos o listos; del hambre, los mejores cazadores o aquellos que tienen la mejor digestión, etcétera. Entonces, de repente se me ocurrió que este proceso automático tenía que mejorar por fuerza la raza, porque en cada generación los individuos inferiores, inevitablemente, morirían, y los superiores permanecerían; en otras palabras: los más capacitados sobrevivirían».
Dobló la carta y se la metió en el bolsillo solemnemente.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó FitzRoy, que sabía muy bien lo que Darwin quería de él.
—Querría que me liberara de la promesa que le hice. Quisiera escribir un libro exponiendo mis teorías. De hecho, ya he empezado a escribirlo, siguiendo los consejos de Lyell. Dice que mis investigaciones consisten en reunir datos desagradables, pero que son datos al fin y al cabo, y que si no los publico yo, Wallace, cuando regrese a Inglaterra, seguirá adelante y, pase lo que pase, publicará los suyos.
—¿Piensa reconocer el mérito de Wallace?
—Lyell y Hooker han propuesto un artículo conjunto, firmado por los dos, que será leído en la Linnaean Society.
«Un pequeño club privado de sus amigos y colegas —pensó FitzRoy—. En teoría habrán publicado conjuntamente. En la práctica, el nombre de Wallace jamás saldrá de las cuatro paredes de la sociedad».
Darwin parecía avergonzado.
—Si me lo permite, FitzRoy, voy a hablarle con total franqueza. Al escribir este libro me siento como si confesara un crimen. Les partiré el corazón a mi mujer y a toda mi familia. Pero creo, en mi fuero interno, que las obras de la naturaleza son torpes, viles y muy crueles, y que es mi deber decirlo. La mejor aportación de un científico en particular consiste en hacer que avance su especialidad unos cuantos años por delante de su tiempo. En mi opinión, llegar a unas conclusiones y no compartirlas abiertamente equivale a retrasar dicha especialidad. Se trata de una cuestión de principios.
«Está desesperado por obtener reconocimiento —pensó FitzRoy—, pero teme las consecuencias, y con razón».
—Si sus teorías son verdaderas —dijo mirándolo fijamente—, entonces la religión es una mentira; las leyes humanas, un conjunto de locuras y viles injusticias; la moralidad, una bobada; nuestros esfuerzos para ayudar a la gente negra del mundo, una tarea de locos; y los hombres y mujeres no son más que animales. Si tiene éxito, arruinará a la Iglesia, y toda la moralidad se pondrá en entredicho. Los cartistas, que pretenden destruir nuestra sociedad, obtendrán el apoyo y el crédito de usted. Acabará con toda necesidad de Dios.
—Quizá no. Quizá el éxito de Los vestigios haya abierto el camino a un debate intelectual saludable. Algunos científicos están de acuerdo conmigo; Huxley y Hooker, por ejemplo. Debo decirle que Owen rebatirá mis teorías: él cree que los animales progresan de una forma a otra sólo dentro de un arquetipo básico de la especie, como decreta la voluntad divina.
—Doy gracias al cielo por la sensatez del señor Owen.
—Entonces, qué me dice, FitzRoy, ¿me libera del compromiso que contraje con usted? ¿Cuento con su permiso para publicar mis ideas?
—Y si no le diera mi permiso, ¿cambiaría algo?
—Probablemente no.
—Entonces, ¿por qué me lo pide?
—Porque lo respeto como antiguo compañero y como amigo; porque estoy a punto de tomar una senda muy difícil; y porque me gustaría que me diera su bendición, aunque no esté de acuerdo conmigo, para el viaje que voy a emprender.
FitzRoy vio claramente que no habría nada que detuviera a Darwin. Entonces pensó en Mary, y en la promesa que le había hecho de defender la palabra de Dios en su nombre el resto de sus días. «El que creyere en mí, aunque estuviere muerto, vivirá; y todo el que creyere en mí en vida nunca morirá». Sin embargo, él no era el guardián de su hermano. Reflexionó un momento y luego tomó una decisión.
—Muy bien, Darwin. Lo libero de la palabra que me dio. Publique sus investigaciones. Pero quiero que sepa que a partir de ahora seré su enemigo, y haré todo lo que pueda para obstaculizar su trabajo e impedir que el público acepte sus argumentos.
En el tren de vuelta de Sydenham, FitzRoy desdobló y releyó una carta que no había mencionado a su antiguo compañero de camarote. Era de su hijo Robert O’Brien FitzRoy, que ahora servía como guardiamarina en una estación del Extremo Oriente. La mayor parte de la carta era insustancial, un intento de tranquilizar a un padre preocupado porque su hijo estuviera sano y feliz. Pero leyendo entre líneas, FitzRoy creyó detectar la misma soledad, las mismas ansias de aprobación que él había sentido en sus tiempos de joven guardiamarina. ¿Había sido un buen padre? ¿Le había proporcionado al chico oportunidades en la vida? Lo había embarcado a los doce años, edad que consideraba óptima para iniciar una carrera naval exitosa. Nunca le habría permitido desmadrarse, colgando trapecios del techo o bajando escaleras sobre bandejas de latón. FitzRoy sabía que un día su hijo le agradecería que le hubiese inculcado las virtudes de la disciplina y el trabajo duro. Pero ¿se había impuesto una disciplina excesiva a sí mismo? ¿Había trabajado más de la cuenta y no había tenido tiempo suficiente para dedicarse a su hijo?
Una débil luz de invierno se afanaba por atravesar el cristal de las ventanas salpicadas de goterones de lluvia mientras el tren se acercaba a los suburbios del sur de Londres, que parecían extenderse tan rápido como el hollín al reventar el saco que lo contenía.
«No he faltado a mi deber ni un solo minuto de mi vida —se consoló; pero en cuanto elaboró ese pensamiento, supo que la devoción por el deber sólo era una parte de la explicación—. Cuanto más trabajaba, cuanto más me forzaba a estar ocupado, más fácil me resultaba que pasara el tiempo —se dijo—. Los momentos peores siempre han sido cuando estaba solo y ocioso. ¡Qué vida ésta! Las penas son mucho mayores que los placeres. Y a la vez veo que los demás conceden mucho valor a la existencia, como si siempre estuvieran contentos».
Y como para demostrar lo acertado de su reflexión, a media tarde, la estación de London Bridge se hallaba atestada de viajeros alegres que afrontaban el mal tiempo con buena cara. El fin de la guerra había levantado la moral de todo el mundo: las mujeres paseaban con exuberantes miriñaques y enormes sombreros, mientras que sus pretendientes, vestidos de negro y lo bastante ricos para no tener que trabajar, lucían impecables bigotes militares. El movimiento de las faldas le evocó el recuerdo del gran baile organizado en su honor en el teatro Solís de Montevideo, una celebración que ahora le parecía un sueño muy lejano. Todos esos vestidos de colores brillantes que se abrían como flores ahora se marchitaban y desteñían, y yacían sin vida entre las hojas del libro de su memoria. Había momentos en que pensaba que su juventud era la historia de otra persona; o quizá la presente era la vida de otra persona: el presente era la ilusión y el pasado era el lugar al que él pertenecía de verdad. ¿Había sido, en su inocencia, feliz entonces? Se le antojaba que sí. Pero se llevó a Darwin para que le hiciera compañía, y el filósofo volvió a casa sin saber que tenía unas semillas adheridas a las botas: las semillas del árbol de la sabiduría.
Tomó un cabriolé hasta Parliament Street, y encontró a Pattrickson y Babington calentándose las manos en la diminuta chimenea, con un mar de cartas sinópticas abandonadas sobre la mesa. Se sorprendió: normalmente eran hombres diligentes y entusiastas con su trabajo. No pudo evitar hablarles con tono áspero.
—¿Por qué no están transfiriendo los datos meteorológicos al cuaderno, como ordenó el almirante Beechey?
—¿Es que no se ha enterado, señor? —preguntó Babington, que se mostró impresionado y ansioso por divulgar las últimas noticias.
—¿Enterado de qué?
—¡El almirante Beechey ha muerto!
—¿Muerto? ¿Cómo? —La última vez que FitzRoy había visto al almirante, si bien no era la encarnación de la salud, al menos estaba perfectamente vivo.
—Ha fallecido esta misma tarde, señor, de un ataque al corazón.
—Lo… lo siento. —FitzRoy no sabía muy bien qué decir—. Debo admitir, caballeros, que ignoro lo que esta noticia significa para nosotros.
—¿Que qué significa, señor? Pues que lo ascenderán a usted al puesto del antiguo almirante, como primer oficial de la Marina. Quiere decir que nuestro trabajo puede continuar, señor.
Los dos jóvenes permanecieron sentados en sus taburetes; incapaces ya de esconder sus verdaderos sentimientos y sonriendo como un par de monos.
—FitzRoy, querido amigo, entre, entre.
—Señoría.
—Oh, déjese de ceremonias. Hace mucho que nos conocemos usted y yo. Tiene buen aspecto, señor.
El decimocuarto conde de Derby sonrió cordialmente; toda su persona emanaba calidez y franqueza. Había sido un hombre muy apuesto y codiciado en su juventud, aunque en los últimos tiempos sus otrora imponentes y aguileñas facciones se habían semihundido en su cara ensanchada; las extravagantes patillas pelirrojas habían encanecido, y sufría mucho de gota; pero no había perdido nada del carisma que lo había impulsado hasta la cima del partido tory. La familiaridad con que lo recibió puso a FitzRoy en guardia de inmediato: Derby era un político consumado, y poco de fiar. Primero fue whig, más tarde seguidor de Canning, después un tory hecho y derecho; había apoyado la esclavitud y luego luchado por abolirla; había hablado a favor y luego en contra de la emancipación de Irlanda; siendo aún lord Stanley, antes de que su padre falleciera, había nombrado a FitzRoy gobernador de Nueva Zelanda, para luego destituirlo. En todo el proceso había amasado una fortuna personal de más de un millón de libras. Tras sus modales afables, se ocultaba un hombre de negocios frío y pragmático. Lo habían elegido primer ministro dos veces, pero había sido derrocado otras tantas, una vez por los peelites y otra por el electorado. Ahora el primer ministro era Palmerston, pero Derby estaba esperando que llegara su momento. Volvería.
El conde se relajó en su sillón, bajo el cuadro patriótico que representaba el avance de la séptima infantería nativa desde Madrás a Rangún.
—Me he enterado de lo de Freddie Beechey. Es terrible.
—Lamentable, milord.
—Por supuesto, en el Departamento de Marina habrá una remodelación. En las próximas semanas, un hombre de su experiencia será absolutamente indispensable. Se lo aseguro, FitzRoy, sin sus conocimientos, su dedicación y su comprensión de la ciencia meteorológica, no sé dónde estaríamos. No dejo de oír alabanzas respecto al trabajo que realiza en el Departamento de Estadísticas.
Las palabras de Derby eran melifluas y tranquilizadoras. Era como escuchar una nana antes de dormir.
—Gracias, señor. Me alegro de que se valore nuestro trabajo. Si me permite el atrevimiento, he venido aquí en virtud de ese trabajo, para ver si el partido insistiría en mi reclamación de que se me permita suceder al almirante Beechey como primer oficial de la Marina.
El conde no sólo era el líder del partido tory, además, tenía un primo que era presidente del Departamento de Comercio y Exportación.
—Bueno, no hay duda de que usted podría hacer con los ojos cerrados el trabajo, el cual requiere el rango de contralmirante. E imagino que las mil libras de sueldo al año no le irían mal, ¿eh? —Derby rió comprensivo—. ¿Dónde vive ahora? ¿En Upper Norwood? Mal asunto, mal asunto. —Visiblemente incómodo, tanto por él como por su visitante, pronunció las últimas palabras entre dientes y lo más rápido que pudo. Se aclaró la voz—. Bueno, déjeme decirle que he hecho todo lo posible por usted, puede estar contento. Seguro que es consciente de que una posición de esta importancia atrae sólo a los mejores candidatos. Y tengo buenas noticias para usted, buenas noticias con reservas, diría yo, pero buenas noticias al fin y al cabo. Conozco su antigüedad en la Marina. Será nombrado contralmirante, cargo que entra en vigor de inmediato. Felicidades, contralmirante FitzRoy.
—Gracias, señor.
—En cuanto al asunto de su ascenso en el Departamento de Comercio y Exportación, me temo que las noticias no sean tan buenas. A pesar de lo mucho que se ha esforzado el partido, el gobierno ha decidido por un estrecho margen que se favorecerá la reclamación de otro candidato.
—¿Otro candidato? —FitzRoy carraspeó. La decepción fue abrumadora. Se sentía estafado y humillado.
—Oh, es un candidato estupendo, seguro que estará de acuerdo conmigo. Cuenta con todo nuestro apoyo, y no dudo de que usted se sentirá privilegiado de servir bajo su mando. Durante la guerra se distinguió considerablemente; comprendo que usted no tuvo la suerte de conseguir un mando, pero, maldita sea, el hombre en cuestión es un autentico héroe de guerra y no deberíamos envidiarlo por eso; se distinguió, debo decir, no sólo por innumerables actos de valentía, sino también por varias innovaciones técnicas. Fue a él a quien se le ocurrió la idea de cubrir las quillas de madera con placas de metal, y la de fijar los cañones del barco a la cubierta. Y cuando los rusos sembraron el mar de máquinas infernales que explotaban al chocar contra nuestros buques, inventó un artefacto de enredadera para sacarlos del agua. Y también fue él quien concibió la idea de bombardear las posiciones rusas fortificadas desde el aire, en vez de desde delante: una especie de fuego vertical concentrado. Su barco disparó más de tres mil «bombas morteros» durante la toma de Sweaborg. Están a punto de nombrarlo companion de la orden de Bath y, entre usted y yo, lo habrían armado caballero si no fuera por la envidia de un par de almirantes más antiguos que él. Puede que lo conozca. Su nuevo superior es el capitán Bartholomew Sulivan.
—¿Bartholomew Sulivan? —repitió FitzRoy con un grito ahogado. Era lo último que le faltaba por oír. Si no hubiera estado sentado, le habrían fallado las piernas.
—El mismo. Espero que no tenga ninguna objeción.
FitzRoy palideció. ¿Cómo podría tenerla?
—No… no, claro que no.
Derby lo miró satisfecho.
—No… Ya me lo imaginaba —dijo, y esbozó la sonrisa de la victoria de un estratega consumado.