Cala Woollya, Tierra del Fuego
9 de noviembre de 1855
El capitán William Parker Snow alzó una mano y esperó a que se hiciera el silencio en las cubiertas del Allen Gardiner. Su instinto, que hasta entonces nunca le había fallado, le decía que estaban siendo observados. Por quién, o qué, no sabría decirlo. Fuera del barco no había ningún signo de vida. Hacía rato que habían dejado atrás a los grupos de fueguinos que los perseguían por el canal Beagle, resollando con impotencia en la estela del navío. Era una tarde magnífica, la primera que disfrutaban desde que dejaron los trópicos; el agua era un espejo, y el sol cálido iluminaba una fila de picos azul grisáceo que se erguían a lo lejos como los dientes de una ballena. El paisaje le recordaba sus tiempos como ballenero en Groenlandia. Sabía por los mapas de FitzRoy que los picos pertenecían al cerro Codrington. Tenía que quitarse el sombrero ante su predecesor: los mapas y las cartas de navegación de FitzRoy habían demostrado ser poco menos que asombrosos, precisos hasta el último detalle. Era como si el antiguo capitán lo hubiera cogido de la mano y acompañado hasta allí personalmente, un ángel guardián que lo guiara con seguridad entre acantilados verticales y rocas afiladas.
De súbito le llamó la atención un suave chapoteo, y miró justo a tiempo para ver cómo una foca se sumergía velozmente en el agua. Al menos eso pensó que era: a la última luz del día había captado unos destellos de un negro reluciente. Era imposible que un ser humano pudiese sobrevivir en esas aguas heladas. Se le quedó grabada en la memoria una simple pero fugaz imagen de un par de ojos blancos que lo miraban fijamente. Se acarició la abundante barba negra, que descansaba sobre su pecho fornido igual al de un oso durmiente, y reflexionó.
El silencio se rompió de nuevo por un espontáneo estallido de cánticos procedente de la proa, y por enésima vez Snow tuvo razón al maldecir a los misioneros y la tripulación que éstos habían reclutado. El comienzo de la guerra de Crimea había entrañado que por primera vez en décadas fuese imposible encontrar marineros con experiencia en los puertos de Inglaterra, pero la Sociedad Misionera de la Patagonia había agravado el problema al insistir en que cada miembro de la tripulación del Allen Gardiner pasara un severo examen de devoción cristiana. El resultado era una tripulación de fanáticos que no sabían navegar ni tapar una vía de agua, y que consideraban su autoridad por debajo de la de Garland Phillips, el director catequista de la sociedad que iba a bordo. Uno de los hombres procedía de Estocolmo y apenas hablaba una palabra en inglés; dos de ellos tenían el mismo nombre, ¡por el amor de Dios!, John Johnstone; y el único que no era un fanático acérrimo, el cocinero Coles, era un imbécil redomado. Al parecer en toda la ciudad de Bristol no había un solo cocinero cristiano.
Phillips había decretado que se celebrarían dos servicios religiosos al día, incluso en los mares más embravecidos. Cuando Snow intentó reducirlos a uno, la tripulación se negó en redondo a obedecer sus órdenes. En una ocasión, en el Atlántico sur, los hombres abandonaron sus puestos y se reunieron para rezar —todos llevaban el jersey con la inscripción «Misión Velero» bordada en el pecho—, mientras fuera bramaba una tempestad: la idea imperante era que si el Allen Gardiner se hundía, que así fuese, pues ésa sería la voluntad de Dios. El barco había guiñado a un lado y otro de un modo tan desesperado que un buque de guerra francés que pasaba por allí se detuvo para ayudarlos, pensando que habían perdido el timón. En toda su carrera profesional, Snow jamás se había sentido tan avergonzado.
—¡Señor Phillips! —gritó Snow, tanto para detener los cánticos como para atraer la atención del catequista.
Garland Phillips subió a la cubierta con paso airado y con el frac y los largos cabellos agitándose; una mirada de irritación sustituía su habitual expresión displicente y engreída. «¡Qué tipo más detestable, no lo aguanto!», gruñó para sí el capitán.
—¿Sí? ¿Qué ocurre, Snow? —preguntó Phillips.
—Hemos llegado. Cala Woollya. El final del viaje.
A Phillips se le encendió el rostro de emoción. Haciendo bocina con las manos, se puso a gritar:
—Eeeeh oooh, eeeh oooh.
Las montañas recogieron su canto tirolés y fueron pasándoselo con indiferencia, pero no hubo ninguna respuesta. Si realmente los estaban vigilando, los observadores actuaban con extrema cautela. De modo que al capitán Snow se le ocurrió una idea.
—¡Johnstone!
—Sí, señor —contestaron dos voces al unísono.
—No, usted no, Johnstone, me refiero al otro Johnstone.
—Sí, señor.
—Ice la bandera británica.
—Sí, señor.
Poco después, cuando el familiar pabellón rojo, blanco y azul se alzaba a trompicones y desganadamente, de la espesura de una isla cercana surgieron con cautela dos canoas abarrotadas que se pusieron a remar hacia el Allen Gardiner.
—¿Jemmy Button? ¿Jemmy Button? —gritó Snow.
En la canoa delantera, un hombre de mediana edad, corpulento y desmelenado se puso en pie, completamente desnudo, y empezó a hacer aspavientos en dirección al barco.
—¡Sí! ¡Sí! —gritó—. Jemmy Button, yo, Jemmy Button.
—¡Alabado sea el Señor! —dijo Garland Phillips.
Snow, incrédulo, ordenó reducir velas y convocó a toda la tripulación en la cubierta. Al rato todos los hombres se asomaban al pasamanos, expectantes.
—¿Capitán FitzRoy? ¿Capitán FitzRoy ha vuelto por Jemmy? —gritó la figura panzuda de la canoa.
—El capitán FitzRoy no está. Yo soy el capitán Snow.
De pronto una oleada de pánico recorrió las dos canoas. El fueguino indicó a los remadores que se detuvieran. Garland Phillips le cogió el brazo a Snow.
—Nos envía el capitán FitzRoy —gritó—. Nos envía para que te llevemos a donde está él.
Estupefacto, Snow se volvió para mirar a Phillips.
—FitzRoy ha dado su bendición al proyecto —le dijo el catequista entre dientes—. Así que es lo mismo. Limítese a gobernar el barco y déjeme a mí tratar con los nativos.
Los fueguinos se habían puesto a remar otra vez.
—Por favor, ¿dónde está la escalera? —preguntó Jemmy.
—¡Sopla! ¡Qué sorpresa! —exclamó el cocinero Coles—. ¡Vivir para ver! ¡Sí que tiene gracia la cosa! Un salvaje desnudo, sucio y legañoso que habla tan claro al capitán como cualquiera de nosotros. Que me ahorquen, también, si no tiene los modales de un hombre que ha crecido en un salón en vez de haber nacido en estos parajes extravagantes.
—No entiendo nada —convino uno de los John Johnstone—. Montones de salvajes que nos tratan con educación y encima hay uno que habla con la misma nitidez que cualquiera de nosotros. No puedo creerlo.
—Cállense —dijo Phillips entre dientes—. Y échenle un cabo.
Lanzaron una cuerda, y Jemmy Button y un niño de doce años, seguramente su hijo, se irguieron en la canoa y escenificaron lo que ya parecía haberse convertido en un ritual familiar.
—Tú primero, Wammestriggins.
—No, no, tú primero, Jemmy Button.
—No, no. Insisto, tú primero.
—No, no. Primero tú.
Finalmente Jemmy agarró el cabo y trepó con dificultad, seguido por el muchacho, bastante más ágil.
—Grachias —dijo Wammestriggins mientras lo ayudaban a subir a bordo.
Los dos fueguinos se limpiaron los pies con educación.
—Yo sé que capitán FitzRoy vuelve —dijo Jemmy con orgullo—. Yo les dije a ellos. ¿Dónde está el capitán FitzRoy?
—Está… cerca de aquí —respondió Phillips—. Me llamo Garland Phillips, y soy misionero.
—¿Como el reverendo Matthews? El señor Matthews es amigo mío.
—Así es, Jemmy. Como el señor Matthews. Yo también soy reverendo.
—Yo conozco vuestra bandera. Digo a mi familia: «La bandera del capitán FitzRoy».
—¿Te gustaría acompañarme abajo, Jemmy? —preguntó el capitán Snow—. Mi mujer está descansando en el camarote. Me encantaría que la conocieras.
—¿Su mujer es señora inglesa? Señora inglesa muy guapa, muy, muy guapa. Como la hermana del capitán. —De pronto su entusiasmo se trocó en incomodidad al darse cuenta de que estaba desnudo, y se cubrió los genitales con las manos—. Jemmy quiere pantalones, por favor. Quiere pantalones, muchas gracias.
Phillips, que evidentemente pensó que ésa era una buena señal, pidió que llevaran camisas y dos pares de pantalones, aunque tardaron un buen rato antes de encontrar un pantalón donde poder embutir la gran panza de Jemmy. Luego, mientras sus compañeros esperaban pacientemente en las canoas, acompañaron a los dos fueguinos abajo para presentárselos a la señora Snow. El capitán se acercó a la estantería y volvió con un ejemplar del libro de FitzRoy: Relato de los viajes del Beagle.
—Mira, Jemmy. Aquí hay dos retratos tuyos.
Al principio Jemmy rió. La imagen de la izquierda mostraba un nativo con el pelo enmarañado, mientras que la de la derecha lo retrataba como el dandi acicalado y bien peinado que había llegado a ser. Después, mientras seguía con el dedo el alto y elegante cuello de la levita, puso una cara triste.
—Ropa bonita —dijo melancólico—. Ropa bonita para Jemmy.
—¿Qué recuerdas de Dios, Jemmy? —le preguntó Garland Phillips.
—Yo recuerdo a Dios. La gente dice que en mi país no hay Dios. Yo les digo que sí, que Dios está en mi país. Él me hizo a mí y a ellos. Hizo árboles y luna.
Phillips se frotó las manos de puro entusiasmo.
—¿Y qué recuerdas de Inglaterra, Jemmy? —preguntó la señora Snow, una mujer de nariz larga y gesto adusto con el rostro enmarcado por un sombrero lila.
—Jemmy estuvo en Walthamstow con el maestro Jenkins. Era una gran casa-iglesia, dos hombres de iglesia, uno con toga negra, otro con toga blanca. Un órgano para hacer música, mucho ruido. Jemmy conoció al rey. En el país de Inglaterra todo era bueno. Jemmy hizo muchos amigos. Capitán FitzRoy. Señor Bennet. Señor Bynoe. Muchos amigos. —Miró a la señora Snow con sus ojos grandes y melancólicos.
—¿Es éste tu hijo, Jemmy? —inquirió la dama.
—Sí. Es mi hijo. Wammestriggins. Mi mujer, en la canoa.
—Encantao conocerla, sñora —dijo Wammestriggins.
—Es increíble —murmuró Phillips—. Ha enseñado a toda su familia a hablar inglés.
—¿Quieres comer algo, Jemmy? —preguntó Snow.
—Sí, por favor, capitán. —Asintió con la cabeza—. La comida inglesa es buena.
Coles se puso a trabajar a toda prisa, y pronto había cocinado una comida decente a base de pescado fresco, pato hervido y pudin de ciruela borracho. Jemmy y Wammestriggins cogieron el cuchillo y el tenedor como si comieran con cubiertos europeos todos los días.
—¡Qué modales más impecables tienes en la mesa, Jemmy! —lo felicitó la señora Snow.
—El capitán FitzRoy enseñó a Jemmy a comer como un caballero inglés. Jemmy enseña a toda la familia. No comen como salvajes, comen como caballeros. ¿Lo ve? Mi hijo Wammestriggins come como caballero.
Wammestriggins se llevaba a la boca pequeñas porciones de pescado, pero Jemmy no parecía deseoso de empezar a comer.
—¿Te pasa algo, Jemmy? —preguntó Phillips—. ¿No te gusta la comida?
—El capitán FitzRoy se ha ido mucho tiempo —dijo con voz casi inaudible—. Pero Jemmy sabe que él vuelve. Jemmy dice a su familia: «Capitán FitzRoy volverá. Es amigo de Jemmy. Volverá por Jemmy». —Su voz se fue apagando hasta enmudecer.
—¿Estás bien, Jemmy? —quiso saber la señora Snow.
Por segunda vez en su vida, grandes lagrimones resbalaban por las mejillas de Jemmy y goteaban sobre la mesa.
Después de la comida, las canoas que habían seguido sin tregua la estela del Allen Gardiner comenzaron a ser visibles por fin. Jemmy prefirió no pasar la noche en el barco, pues su mujer empezaba a estar preocupada, pero regresó al amanecer, con la ropa nueva cubierta de arcilla endurecida por haber dormido con ella puesta. Por la mañana había quizá un centenar de canoas abarrotadas de indígenas bulliciosos trajinando alrededor del navío, como las chalanas que se apiñaban en torno a una lancha importante en el Támesis. Se distribuyeron regalos —mantas, navajas y herramientas de carpintería—, a continuación Snow ordenó echar el bote al agua, y él, Phillips y su colega de catequización Charles Turpin fueron con Jemmy a inspeccionar lo poco que quedaba de la misión construida por FitzRoy. Una multitud de fueguinos silenciosos y curiosos les seguían los pasos, absortos en todas sus palabras inglesas.
—Aquí la casa de Jemmy… Aquí la casa de York y Fuegia… Aquí la casa del señor Matthews…
Mientras caminaban, Jemmy fue señalando sucesivamente tres cuadrados de hierba descolorida; unas pocas astillas de madera podrida eran los únicos restos palpables del experimento del capitán FitzRoy. Para su sorpresa, Snow encontró una patata en el lugar donde habían plantado un huerto. A continuación Jemmy les enseñó un hacha de hacía veinte años, con la hoja gastada pero todavía tan afilada como el primer día.
—Me la dio el capitán FitzRoy —dijo con orgullo.
Garland Phillips apoyó sus dos manos sobre los hombros del indígena.
—Podemos construir la misión otra vez, Jemmy.
—¿Qué quiere decir? Jemmy no entiende.
—Sí que lo entiendes. Podemos reconstruir la misión. Pero primero tendrás que venir con nosotros a bordo del Allen Gardiner. No a Inglaterra, eso está demasiado lejos. Pero hemos edificado otra misión en las islas Malvinas. Ven con nosotros, llévate a tu familia, a tus amigos, aprenderás cómo es la vida de un misionero.
—Está demasiado lejos. Jemmy hizo largo viaje a Inglaterra. Quizá otro quiere ir a la misión. Quizá mi hermano Macooallan.
—Jemmy, son sólo unos días de travesía.
—La señora Button no quiere que marche Jemmy.
—Entonces que vaya contigo, hombre. Lleva a toda la familia, si quieres.
—¿Estará el capitán FitzRoy en las islas Malvinas?
—No. FitzRoy no estará allí.
El que había dado esa respuesta directa era Snow. Phillips fulminó con la mirada al corpulento capitán.
—No, FitzRoy no está allí ahora, Jemmy, pero irá pronto. El capitán FitzRoy irá a las islas Malvinas muy pronto. Y también estará el capitán Sulivan, que ahora vive allí. —Phillips le lanzó una mirada de triunfo a Snow.
—El señor Sulivan, buen hombre. Buen amigo. ¿El señor Sulivan es el capitán Sulivan ahora?
—Sí. Ahora es el capitán Sulivan. —Se percató de que el fueguino titubeaba—. Es una misión muy bonita, Jemmy, en la isla Keppel. Tendrías tu propia casa, de ladrillo, como las casas de Londres. Nuestra misión se llama Cranmer, en honor al gran mártir cristiano el arzobispo Thomas Cranmer.
—Perdone, ¿qué es un mártir?
—¿Un mártir, Jemmy? El martirio es el honor más grande que puede dársele a un cristiano. Morir por la fe de uno. Morir por el amor de Dios. Eso es un mártir. Dios quiere que vayas a Cranmer, Jemmy. Es la voluntad de Dios.
Jemmy vaciló al recordar un traje rosa que había poseído en el pasado. Su hijo se le acercó y le tocó la mano con cariño.
—¿Puedo llevar a Wammestriggins?
—Sí, puedes llevar a Wammestriggins.
Jemmy hizo una pausa, y a continuación tomó una decisión.
—Muy bien. Jemmy irá, estará cinco lunas, nada más.
El antiguo Puerto William, que hacía poco se había convertido en la capital de las islas Malvinas y había sido rebautizado con el nombre de Stanley en honor al anterior secretario colonial, consistía en tres filas de cabañas de madera húmeda a orillas de un puerto natural con forma de puro. Era el sitio que FitzRoy había elegido como alternativa a Puerto Louis, una cinta de tres millas de aguas tranquilas tachonada de embarcaderos y unida al océano por un ruidoso y angosto canal. Snow pensó que nunca había visto un asentamiento tan desangelado. Quizá era por la pintura blanca institucional que se había escogido en un vano y desganado esfuerzo por dar un poco de luminosidad al lugar; ahora se descascarillaba en protesta al embate que recibía de los elementos. Quizá fueran las filas desalentadoras y reglamentadas en que Stanley había dispuesto las pequeñas casas. O tal vez fueran los habitantes irlandeses, miserables jubilados sumidos en la apatía, a los que habían inducido a trasladarse allí con la promesa de que recibirían cuarenta hectáreas de tierra de labranza, una vaca y un cerdo. Los colonos descubrieron pronto que las cuarenta hectáreas eran parcelas de tierra pantanosa a muchos kilómetros de la costa; los cerdos y las vacas eran animales salvajes que vagaban por las islas en rebaños y, francamente, pertenecían al que los quisiese si tenía el suficiente valor para hacerse con ellos. Y lo que empeoraba las cosas: el precio de los artículos para el hogar en Stanley, importados de Inglaterra en su totalidad, era cuatro veces su precio normal.
La pequeña casa de Thomas Moore, el gobernador de las islas, no era ni mejor ni peor que las demás. Un viento furioso se introdujo por el maderamen barato, arremolinando los impresos oficiales que había encima de su tosco escritorio. Snow y Phillips estaban en posición de firmes, incómodamente, sobre el suelo desigual y sucio del despacho del gobernador. «Esto sí que es el fin del mundo», pensó Snow.
—¿No creen que es una descortesía, caballeros, incluso una insolencia, que la Sociedad Misionera de la Patagonia haya estimado conveniente tomar posesión de una isla durante mi gobierno sin contar con ninguna autorización por mi parte? —Moore se quedó mirándolos.
—Supongo, señor, que el reverendo George Packenham Despard, el presidente de la Sociedad Misionera de la Patagonia, le habrá escrito con relación al establecimiento de nuestra misión —repuso Garland Phillips con frialdad.
—Oh, el señor Despard me escribió, en efecto —masculló Moore, un antiguo militar robusto de maneras agresivas—. Me escribió para exigirme que le diese tierra para construir una misión, «lejos de los depravados, viles e inmorales colonos de Stanley». Le aseguro que la opinión que le merecen los colonos ha sido motivo de una gran ofensa en este asentamiento. También le aseguro que no ha recibido respuesta afirmativa de mi parte, y, sin embargo, aquí están ustedes, señores, ¡reclamando un permiso retroactivo para la construcción de una misión en la isla Keppel!
Snow deseó que la tierra se abriera bajo sus pies y se lo tragara.
—Pues permítame que yo le asegure, señor —replicó Garland Phillips sin alterarse un ápice—, que la misión Cranmer es un proyecto querido al corazón de Dios. Cuenta nada menos que con el apoyo de una autoridad como el capitán Bartholomew Sulivan, de estas mismas tierras. Si se pusiera en contacto con el capitán Sulivan…
—¿No sabe que Europa está en guerra? —le espetó Moore—. El capitán Sulivan está fuera. Lo han llamado para luchar contra los rusos.
—Sin embargo, señor, su apoyo al proyecto del reverendo Despard ha sido inquebrantable desde el principio. El señor Despard es un visionario, uno de los hombres más grandes de nuestro tiempo, y para mí es un privilegio servir al Señor por su intermediación. Con sus consejos, el salvaje Jemmy Button y sus amigos indígenas…
—Jemmy Button, ¿se trata de aquél que una vez vendieron por un botón? Les recordaré a los dos las leyes antiesclavistas.
—Jemmy Button, que se ha ofrecido voluntario para traer a su familia a Cranmer —respondió con énfasis Phillips—, con los consejos del reverendo Despard…
—¿Con cuántos nativos cuentan?
—Unos doce, señor.
—Y estará usted al tanto, espero, de la ley de extranjeros aprobada en el Consejo Legislativo de las islas Malvinas, que impone un gravamen de veinte chelines por trabajador extranjero.
—Esas personas no son trabajadores de esa clase. Si usted…
—Considero mi deber, señores —lo interrumpió Moore, que se estaba exasperando cada vez más, no sólo con Phillips sino con la vida en las islas Malvinas en general—, acometer una rigurosa investigación para averiguar si esos salvajes han venido aquí por propia voluntad y con contratos legales, en caso de que éstos sean inteligibles para sus intelectos limitados. Y no es que —añadió con desdén— desee echar un jarro de agua fría a su romántica empresa.
—Le satisfará saber, señor, que nada menos que el reverendo Despard en persona llegará dentro de muy poco en el Hydaspes, un barco de la Sociedad Misionera de la Patagonia que ha zarpado de Plymouth. No tengo duda, señor, de que él resolverá los escasos problemas que usted ha planteado para su completa y absoluta satisfacción.
Moore gruñó, aplacado sólo en parte.
En efecto, justo unos pocos días después el Hydaspes amarró en el embarcadero junto al Allen Gardiner, y a continuación pudo verse cómo grupos de ansiosos marineros abrigados con suéter descargaban a la mujer del reverendo Despard, los niños, cerdos, corderos, cabras, gallinas, libros, muebles y un piano de cola. Despard en persona se abrió paso entre la tripulación repartiendo bendiciones en nombre de Dios con aire munificente; pero su sonrisa se apagó y frunció el entrecejo al ver que Snow y Phillips asomaban por el Allen Gardiner para darle la bienvenida a Stanley y organizar el traslado de sus cosas a este barco.
—Capitán Snow —bramó Despard—, cuando estaba en Montevideo, recibí un comunicado, un comunicado de lo más inquietante, procedente de mi catequista en este lugar —explicó, aunque Garland Phillips, impertérrito, no pareció incomodarse en absoluto—, en el que se insinuaba que usted había alentado enérgicamente al indígena Button a permanecer en Woollya y no emprender la travesía hasta la isla Keppel.
—Si lo hice, señor, fue porque tenía mis dudas, dudas cristianas genuinas, con relación al modo en que se le persuadió para que emprendiera la travesía. —Snow miró a Phillips con expresión asqueada.
—Capitán Snow, usted es un empleado pagado por la sociedad, y no se encuentra entre los elegidos de Dios. No está capacitado para expresar tales dudas.
—El misionero, señor Despard, tendría que concentrarse en hacer buenas obras, socorrer a los desvalidos y extender el conocimiento y la sabiduría. Y no debería sembrar un ídolo en el corazón de los paganos, iniciándolos en ideas místicas de las que sólo pueden entender en la medida que usted escoge lo que han de entender, y hacer todo ello con métodos que no son ni sencillos ni verdaderos.
Despard parecía tener ganas de abalanzarse sobre el capitán y morderlo.
—Le aconsejaría, señor, que comprendiera cuál es su sitio.
Snow se puso hecho una furia.
—Mi sitio, señor, es el sitio de cualquier buen cristiano que cuestiona el traslado inmoral de esos nativos confundidos a muchos cientos de millas de su tierra. No debe hacerse el mal por si quizá, y sólo quizá, trae consigo el bien.
—Su sitio, capitán Snow, está en el Hydaspes, en calidad de pasajero de pago —tronó Despard con altivez—. Está usted despedido, despedido, ¿me entiende?, de su empleo en la sociedad. El capitán Fell del Hydaspes, un marinero decente y temeroso de Dios, ocupará su puesto al mando del Allen Gardiner. Cuando, y sólo cuando el Hydaspes tenga un nuevo capitán, usted será libre de dejar estas islas. Mientras tanto, le deseo un buen día, señor.
—Es usted un charlatán, señor.
—Y usted un sinvergüenza, señor.
Y entonces, cuando ya habían dado rienda suelta a su ira, los dos hombres advirtieron que el trajín del muelle se había interrumpido y todos los marineros miraban en su dirección con cara de perplejidad.
Jemmy Button apoyó una bota sobre la pala para descansar, mientras el señor y la señora Despard se abrían camino con cuidado desde la casa Sulivan. Como ocurría con frecuencia en Cranmer, el cielo estaba encapotado y arrojaba con furia una fría agua nieve hacia el este. Jemmy llevaba un sombrero impermeable, una bufanda roja, una chaqueta de lana gruesa y botas pesadas, no para estar caliente o protegido —en realidad se sentía bastante acalorado embutido en toda esa ropa—, sino porque era el conjunto más elegante que había encontrado. No se daba cuenta de que parecía que hubiese pasado por un lugre holandés, pese a las risas de la tripulación. Debería haber reanudado su trabajo con la pala cuando estuvo al alcance de la vista de los Despard, pero ya debían de haber advertido su inactividad, por lo que carecía de sentido simular lo contrario: en lugar de eso se conformó con enderezar su dolorida espalda con una actitud ligeramente respetuosa. Pasaban rebaños de vacas, y un «muuu» repentino hizo que la señora Despard diera un brinco hacia la izquierda. Jemmy contuvo una sonrisa.
—Buenos días, James —dijo Despard, mostrando confiado el amplio semicírculo de sus dientes superiores. Los Despard siempre lo llamaban James.
—Buenos días, señor.
—Has parado de cavar, James.
—Las botas de Jemmy están llenas de barro. A Jemmy no le gustan las botas llenas de barro.
—Dios ama a los hombres buenos, James. Los buenos hombres no son holgazanes. Dios no ama a los hombres holgazanes.
—No, señor.
—Faltan tres días para el cumpleaños de la reina, y para entonces quiero que se hayan erigido cinco astas de bandera. ¿Acaso te gustaría que el día en que su majestad cumple años pase sin que el estandarte real y la bandera británica ondeen en sus lejanos dominios?
—No —replicó Jemmy con gesto hosco.
—¿No qué más?
—No, señor.
—No, señor, y no, señora. Hay una dama presente. ¿Has visto que los otros sean holgazanes? —Hizo un ademán para señalar el paisaje que tenía delante; aquí y allá se veían fornidos fueguinos trabajando con la pala—. No lo creo. ¿Has visto que Jamesina sea holgazana? No lo creo. —Jamesina era el nombre que los Despard le habían puesto a Lassaweea, la mujer de Jemmy—. Jamesina ha aprendido a trabajar con la aguja, a su manera rudimentaria. Lava y plancha la ropa, prepara comida y hace todas las tareas domésticas. Espero que sigas su ejemplo, James.
—Sí, señor. Sí, señora.
—Eso está mejor, James —dijo, y reanudó la marcha con su mujer mientras se lamentaba de forma audible del estado general de los fueguinos a su cargo—. Lo que debes recordar, querida, es que los salvajes son obstinados y caprichosos como niños consentidos y crecidos, y se necesita mucha paciencia y firmeza para manejarlos, así como un temple imperturbable.
—Lo sé, querido, lo sé demasiado bien.
—Sin embargo, tengo muchas esperanzas depositadas en el joven Threeboys. —Threeboys era el nombre que había puesto a Wammestriggins—. Su diligencia en lo que atañe a la limpieza es notable. Ansia hasta tal punto volverse blanco que se lava a menudo, con la esperanza de quitarse el moreno de la piel. Es una señal de lo más prometedora, ya lo creo.
Para entonces la pareja había llegado a Villa Button, nombre dado a una cabaña de ladrillo de menos de tres metros cuadrados donde se habían hacinado los fueguinos. Con cuidado, Despard corrió la cortina de percal de la ventana y atisbo al interior. Vio a Jamesina sentada con su hija de ocho años, Fuegia —nombre que le habían dado a Passawullacuds—, su bebé Anthony —como habían llamado a Annasplonis— y el propio Threeboys. La mujer estaba sacando brillo a un cacharro de cocina de latón. Despard abrió la puerta.
—Buenos días, Jamesina.
La fueguina hizo una pequeña reverencia.
—Buenos días, señor. Buenos días, señora.
—Esto está muy bien, Jamesina —declaró Despard cogiendo en sus manos el utensilio—. Lo has limpiado muy bien.
—Te he traído un regalo, Jamesina —dijo la señora Despard abriendo su bolso—. Es un chai tejido por la señora Harvey, de York.
—Es un chai tejido por la señora Harvey, de York —replicó la señora Button, que seguía fiel a la práctica tradicional de los fueguinos de repetir cualquier frase incomprensible que se les dijese.
—Gracias, señora —le apuntó Despard.
—Gracias, señora —repitió Jamesina con aire indeciso.
—¿Y tú, Threeboys? ¿Puedo ver qué estás haciendo?
Threeboys le tendió un papel en el que había escrito con una caligrafía meticulosa:
Querida reina:
Estoy contento de serrar mucho; cepillar mucho. Pronto seré carpintero. Visitaré Inglaterra; y tú me darás un hacha, un cincel y un punzón, y yo diré gracias.
Threeboys (Wammestriggins)
—Excelente, Threeboys. Muy bien. Yo mismo te la echaré al correo. —Despard se metió la carta en el bolsillo; más tarde la encomendaría discretamente a las llamas.
—Rezo a Dios que por el amor de Jesús me haga un niño bueno —dijo Threeboys.
—Dios escuchará tus oraciones, Threeboys, estoy seguro —afirmó el clérigo, encantado.
Entre tanto, la señora Despard había sacado a Anthony de su cuna con habilidad, y lo mecía amorosamente en sus brazos.
—Mira, querido. ¿No te parece una preciosidad?
—El Señor te ha bendecido, Jamesina, con un bebé muy guapo. Estoy seguro de que se convertirá en un cristiano fuerte y sano.
La señora Button sintió un estremecimiento bajo la fina capa de barniz de su recién adquirida fe, y tendió las manos para que le devolvieran a su hijo. De mala gana, la señora Despard la complació.
—Querido —le dijo a su marido cuando estuvieron fuera de Villa Button—, ¿crees que podríamos quedarnos con Anthony? Quiero decir, después de que los fueguinos se hayan marchado.
—¿Quedárnoslo, señora Despard?
—Podríamos dar al niño una educación saludable y civilizada, muy distinta de la vida salvaje sin esperanza que lo espera. Y ¿acaso no dicen que las madres salvajes no sienten el mismo cariño por sus hijos que las madres de una raza superior?
—Es verdad que lo dicen, querida. Has hecho una propuesta interesante, una propuesta en verdad interesante. Quizá no sea imposible que, al menos en este punto, los salvajes sean capaces de entrar en razón.
Describiendo un arco grácil y afiligranado, casi idéntico al que había caracterizado su vuelo en vida, el ganso se desplomó en silencio sobre la hierba. Impresionado con su proeza y radiante de felicidad, Threeboys bajó el arma.
—¡Muy bien! ¡Muy bien, Threeboys! —dijo Despard dándole palmaditas en la espalda.
La verdad es que las cosas no podrían haberle ido mejor al reverendo George Packenham Despard. Los fueguinos ya llevaban en Cranmer seis meses, y a pesar de que se quejaban de la larga duración de su estancia en la isla y del régimen de trabajo duro y continuado, no había duda de que la misión y sus pobladores hallaban mutuo beneficio en el acuerdo. Jemmy y su familia se pasaban los día extrayendo turba, que se utilizaba como combustible, pintando los marcos de las ventanas, acarreando losas, cuidando los huertos, construyendo puentes para salvar arroyos y buscando madera de los naufragios en las playas; poco a poco, fueron aprendiendo las virtudes inherentes a la servidumbre honrada y la oración cristiana, y, poco a poco, acabaron de construir la misión. El asunto de Snow había sido violento —a la señora Snow le había dado un ataque de histeria en el embarcadero de Stanley—, pero desde el principio el hombre había actuado como un agitador. El capitán Fell suponía una mejora considerable, silencioso pero estricto, y muy devoto. Con Garland Phillips como competente sargento mayor, Despard estaba seguro de haber reunido el grupo más apropiado para empezar a edificar otra misión en Tierra del Fuego. Desde Stanley, ese militar presumido de Moore había mandado unos cuantos hombres a investigar, pero los indígenas se habían comportado lo mejor posible y los mercenarios del gobernador habían vuelto con las manos vacías: no habría más problemas por ese lado.
Ahora el Señor había recompensado más aún sus humildes esfuerzos dirigiendo sus pasos hasta Threeboys. El hijo de Jemmy Button era en verdad un muchacho extraordinario, inteligente, leal y piadoso. Él preferiría mucho más quedarse con el chico que con el bebé llorón, mofletudo y moreno del que su mujer parecía haberse prendado. Quizá fuera posible quedarse con los dos. Desde luego, el chaval era el mejor tirador de toda la misión. Vaya, si esa mañana no había abatido él solo cinco gansos salvajes y cinco patos, es que no había abatido ninguno. Despard decidió que reservaría los gansos para los hombres blancos —la carne sabía mejor—, y permitiría al muchacho llevarse los patos para que los consumieran su padre y los otros fueguinos, cuyo paladar era más primitivo. La verdad es que el padre del chico representaba el único nubarrón suspendido en el horizonte de la isla Keppel. Despard no comprendía que FitzRoy y Sulivan hubieran armado tanto escándalo por él. Era el más lerdo de sus congéneres, miserable, perezoso, presumido y estúpido. No hacía más que quejarse a todas horas: por la ausencia de FitzRoy, por la ausencia de Sulivan, por el hecho de que no se le permitiera ir a casa después de las cinco lunas que aparentemente había puesto como condición sin consultar a nadie… ¿Hasta qué punto habrían resultado las cosas más fáciles para todos si Jemmy no hubiera ido a Cranmer?
El reverendo y Threeboys avanzaron triunfalmente desde las colinas neblinosas y azotadas por la lluvia y por el sendero que atravesaba la llanura Despard; el chico caminaba trabajosamente bajo el peso de diez aves con el cuello flácido. Estaban a no más de un centenar de metros cuando la señora Despard salió de la casa Sulivan, con la falda hinchada y las cintas de su gorro de estar por casa agitándose al viento.
—¡Señor Despard! ¡Señor Despard! —gritó.
—¿Qué ocurre, señora Despard? —preguntó su marido corriendo hacia ella.
—No encuentro mi peineta.
—¿Tu peineta?
—Sí, la peineta con piedras preciosas. Esta mañana la he guardado en el tocador. Luego, cuando he ido a buscarla, no estaba. ¡Ha desaparecido! Sospecho que los nativos la han robado.
—¿De veras? —Despard apretó la ancha mandíbula. No era el tipo de hombre que viera a su esposa afligida en medio del campo bajo la lluvia, con el viento sacudiendo los mechones de pelo que se le habían escapado del gorro, y no reaccionara de inmediato. Castigaría con severidad al responsable de haber reducido a su mujer a esa situación—. ¡Vamos, Threeboys! —ordenó, y los dos se dirigieron hacia las casas de la misión en busca de Phillips y Turpin.
Al cabo de unos minutos, la partida había llegado frente a Villa Button, y Despard, muy enfadado, abrió la puerta de golpe. En la habitación atestada, los fueguinos, que estaban almorzando, volvieron la cabeza sorprendidos.
—Registren la casa —ordenó el misionero.
—¿Qué pa…? —empezó Jemmy.
—Alguien ha robado una peineta. Una peineta de mucho valor. Pretendo descubrir la identidad del ladrón —anunció con rostro grave.
Phillips y Turpin se pusieron manos a la obra y comenzaron a revolver con brusquedad ropa, sábanas, pieles de animal… todo lo que pudieron encontrar.
—¿Dice que somos ladrones? —estalló Jemmy, que por primera vez desde su llegada estaba francamente enfadado. Balbuceando, tradujo las palabras de Despard a sus compañeros, y uno de ellos, Schwaiamugunjiz, empezó a gritar a los misioneros en yamana.
—Haz el favor de controlarte —exigió el reverendo.
—Somos inocentes como el niño Jesús —insistió Jemmy, mientras su mujer se encogía de miedo detrás de él y Phillips destripaba un cojín hecho en casa.
—Nunca, nunca más se te ocurra tomar el nombre de Dios en vano —replicó Despard con voz de trueno. Y a continuación recurrió a formular preguntas del catecismo como técnica para mantener el orden—. ¿Quién creó el mundo, James?
—Dios —respondió Jemmy con gesto hosco.
—¿Quién creó el sol y la luna?
—Dios.
—¿Quién te creó, James?
—El Dios inglés —contestó, saliéndose del guión.
—Dios —lo corrigió Despard.
—El Dios inglés; yo soy un caballero inglés.
—Un caballero inglés no roba. Sólo los hombres malos roban.
—Yo no he robado.
—Nosotros no quedamos en isla Kebbel —soltó Schwaiamugunjiz—. Marcharemos cuando venga la goleta.
En la pequeña cabaña se hizo el silencio.
—No hay nada, señor —informó Phillips—. En cualquier caso, aquí no la han escondido.
—De acuerdo. —Despard resolló con fuerza—. Pero no penséis ni un instante que voy a olvidar lo ocurrido. La búsqueda continuará. Y recuérdalo, James, recordadlo todos: somos pecadores. ¿Entiendes? Todos somos pecadores. Y Cristo nuestro Señor sufrió en la cruz por nuestros pecados.
Jemmy se inclinó, con cara de resignación.
—Sí, señor. Yo sé que el Hijo de Dios bajó de los cielos para morir —replicó—. Murió por su Dios, señor.
Justo después de las once de la mañana del 28 de septiembre, el capitán Fell decidió que tenía la marea y los vientos a favor, y por fin se permitió al grupo de ceñudos fueguinos reunirse en el embarcadero de la misión. Faltaba sólo una semana para que comenzara la temporada de los huevos de ave salvaje, como habían dicho una y otra vez, y estaban más ansiosos por marcharse que nunca. Despard era reacio a que se fuesen, pero sus tanteos encaminados a saber si a los indios les importaría dejar allí a Threeboys y Anthony para que su propia familia los acogiera habían deteriorado las relaciones hasta un punto verdaderamente crítico. De momento prevalecía una tregua bastante inestable, lo bastante frágil para que Despard se moviera con una escolta de marineros fornidos siempre a su lado. Mientras los indígenas depositaban de cualquier manera sus fardos de ropa en un montón, listos para embarcar, el misionero espetó una orden a su guardia personal:
—¡Regístrenlos!
Los marineros se acercaron a los fardos y empezaron a deshacerlos.
—¡No somos ladrones! —gritó Jemmy.
La peineta perdida había sido hallada en el patio de la misión. Nadie se explicaba cómo había ido a parar allí.
—Registren sus fardos —repitió Despard.
—Usted dice que el capitán FitzRoy está aquí. Usted dice que el capitán Sulivan está aquí —soltó Jemmy—. Usted miente. Usted intenta llevarse los hijos de Jemmy.
—Cállate, James Button —ordenó.
—No somos ladrones —gritó Schwaiamugunjiz, indignado.
El contenido de los fardos estaba desparramado por el embarcadero. El hermano de Jemmy, Macooallan, puso cara culpable cuando entre sus pertenencias aparecieron dos nabos y un martillo.
—¡Ajá! —exclamó Despard triunfal—. Al parecer sí que tenemos a un ladrón entre nosotros.
—No ladrón —dijo Macooallan con gesto desafiante—. Macooallan planta nabos. Macooallan come nabos.
—No —dijo Garland Phillips, y dio un paso hacia delante para recuperar las dos hortalizas—. Se han plantado en el huerto de la misión. No son tuyos como para llevártelos.
—¿De quién son los nabos? —preguntó Jemmy en tono acusador—. ¿De Dios?
—Sí —sentenció Despard mientras cruzaba los brazos para subrayar su afirmación—. Son hortalizas de Dios. Y éste es un martillo de Dios. Ahora ha llegado el momento de embarcar.
Con la cabeza gacha y huraños, los fueguinos obedecieron.
• • •
En un estado lastimoso, el Allen Gardiner se aproximó con dificultad a la cala Woollya casi un año después de su primera visita. Había sido una travesía difícil, en la que el navío se había bamboleado entre olas como montañas igual que un trozo de madera de un barco naufragado. En el canal Beagle la tempestad rompió las drizas de la gavia y arrancó la vela mayor como si fuera una banderita. Incluso la tripulación había perdido su entusiasmo cristiano por la empresa, pero Garland Phillips, a quien Despard había puesto al mando de la expedición, mantenía el control. Cuando dos marineros intentaron lavar la ropa en domingo, los reprendió.
—¡En este barco no! —bramó con voz estentórea—. Este barco se construyó, se botó y se hizo a la mar única y exclusivamente para servir al Altísimo, y no permitiré que el día del Señor sea profanado impunemente en él. Si lavan la ropa, será por su cuenta y riesgo.
Los dos hombres se escabulleron, escarmentados.
—Los marineros son como niños —le confió más tarde Garland Phillips al capitán Fell—. Cuanto mejor se los trata, más piden.
Phillips había recibido órdenes de construir una misión de las proporciones de Cranmer en cala Woollya.
—Pásese el día con los nativos —le había aconsejado Despard—. Cuantos más cantos, mejor. Los domingos celebre un servicio matinal y otro vespertino en la orilla, a la vista de todos, a fin de despertar la curiosidad de los nativos.
En consecuencia, Phillips había decidido que la iglesia de la misión sería el primer edificio que construiría, y puso a la tripulación del Allen Gardiner a trabajar sin más dilación. El capitán Fell, de talante serio y solemne, ordenó a sus hombres excavar los cimientos y talar árboles para hacer madera. Los fueguinos de Cranmer resultaron unos cómplices del proyecto más que renuentes hasta que se convino que recibirían la paga de cinco galletas al día. La pequeña iglesia de madera fue tomando forma poco a poco, y poco a poco fue llegando una canoa tras otra de nativos curiosos, hasta que unos cientos se sentaron con las piernas cruzadas en la hierba mojada, fascinados por la escena. Al principio se contentaron con su papel de espectadores, pero con el tiempo empezaron a aproximarse muy lentamente, armando jaleo y reclamando la atención de sus compatriotas con reiteradas preguntas a viva voz. Trascendió que se habían perpetrado más robos.
—¿Puedes hacer que se vayan? —se quejó Phillips a Jemmy.
—¡Ahora marchaos de aquí! Venís aquí, ¿qué os creéis? ¡No os queremos aquí! —gritó Jemmy en inglés ante un mar de caras estupefactas.
—Quiero decir en yamana —dijo Phillips al borde de la desesperación.
—No hablo yamana yo —replicó con aspereza—. Jemmy es un caballero inglés.
Phillips lo dejó correr.
En un esfuerzo por disipar las nubes amenazadoras que parecían cernirse sobre el campamento, el capitán Fell ordenó repartir todas las prendas de ropa de la misión entre los indígenas. Al poco, apenas había un fueguino en Woollya que no luciera algún artículo de la moda europea. Había hombres que llevaban ropa íntima femenina de encaje en la cabeza, mujeres ataviadas con chalecos de brocado y calzones masculinos; algunos se habían embutido en la cabeza sobaqueras apretadas y camisetas de lana.
—Estás muy elegante —dijo el capitán Fell a un indio de pecho fuerte y grueso que había acertado más o menos en la forma de ponerse su conjunto de prendas.
—Estás muy elegante —repitió el nativo.
Fell se sacó un pequeño espejo del bolsillo y enseñó al hombre su reflejo. Con un grito de pánico, el fueguino desapareció en el interior del bosque.
El 9 de noviembre, fecha del aniversario de su primera llegada a Woollya, la casa de Dios estaba casi —aunque no del todo— terminada. No importaba: era el día del Señor. Era una fecha propicia, según Phillips, para el primer servicio religioso que iba a celebrarse en Tierra del Fuego. Los nativos quedarían deslumbrados por la sencilla elegancia de la ceremonia y por la armónica belleza de los himnos religiosos. Al amanecer, todos los marineros se levantaron en masa y se dirigieron a la costa en el cúter, dejando solo al cocinero Coles a bordo del Allen Gardiner.
Coles observó el bamboleo de la embarcación sobre las oscuras aguas; su superficie se veía salpicada aquí y allí por tenues puntitos donde se reflejaba la pálida luz del alba. En cuanto salió, el sol pareció emprender la huida y se ocultó detrás de un denso grupo de nubes.
El cúter tardó veinte minutos completos en llegar a la costa, y el grupo de oscuras cabezas se hizo más y más pequeño a medida que se alejaba. Presa del aburrimiento, Coles fue a buscar el catalejo del capitán; sabía dónde lo guardaba.
Después de amarrar la barca, los misioneros y marineros, ataviados con sus elegantes jerséis, formaron y marcharon hacia la iglesia en pelotón. «Eso les enseñará a esos negros cómo se hacen las cosas», se dijo Coles desde el barco. Al rato pudo percibir perfectamente los cánticos que llegaban, amortiguados pero dulces, flotando como el incienso por encima de las aguas de la cala. Reconoció el himno: Alabad el nombre de Jehová. Durante un momento incluso imaginó que podía oír la orgullosa voz de tenor de Garland Phillips elevándose por encima de las demás y proyectando fuera de la iglesia la palabra del Señor, la cual se encumbraría en los montes inexplorados y resonaría en los solitarios canales. Había que concedérselo al viejo Garland Phillips: era un hombre intratable, desde luego, pero sabía lo que hacía. Los cánticos estaban produciendo su efecto en los fueguinos. Algunos permanecían de pie, escuchando atentamente. Otros se acercaban con sigilo a la orilla. ¿Qué diantre estaban haciendo? Coles entrecerró los ojos para mirar por el catalejo. ¡Vaya, esos granujas ladronzuelos estaban robando los remos del cúter! ¡Y encima en domingo! A continuación robarían el cúter mismo, cómo no, y pondrían a la tripulación en un aprieto. Trató de identificar a los bellacos, pero se hallaban demasiado lejos. ¿Era ése Jemmy? No podría asegurarlo. Advirtió que el mosquete de Phillips, que éste había dejado apoyado en la puerta de la iglesia, había desaparecido también. Hacía un momento estaba allí y ahora ya no estaba.
De súbito, vio la parte posterior de la iglesia envuelta en humo, y a continuación unas voraces lenguas de fuego. «¿Qué demonios…?». Los marineros y misioneros empezaron a salir del edificio tosiendo y escupiendo, mientras se secaban los ojos llorosos y a su espalda crecían nubes de humo negro. El primero en aparecer fue el capitán Fell, con el sombrero bajo el brazo: Coles reconoció el uniforme y el disco pálido de su cabeza calva, al principio de pie y de color rosáceo, después carmesí cuando lo alcanzó la primera piedra y cayó a plomo. Acto seguido hubo montones de piedras, lanzadas por hordas de fueguinos que de repente convergieron en la puerta de la iglesia. Todos los miembros de la congregación fueron cayendo uno tras otro, brutalmente apedreados hasta la muerte, a medida que salían para escapar del incendio.
Petrificado de espanto, Coles vio cómo arrastraban por el pelo a los dos John Johnstone fuera de la iglesia y los molían a golpes frente al sencillo pórtico de madera. Petersen, el sueco, huyó a la carrera, pero no se había alejado más de diez metros pendiente abajo cuando lo derribó una piedra lanzada con buena puntería. Entonces los salvajes se precipitaron sobre él como chacales, y una lluvia de puñetazos y patadas cayó sobre el indefenso e infortunado marinero. ¡Diantre! Allí había otro que corría. Había logrado escapar. Coles hizo un esfuerzo para reenfocar el catalejo. Por espacio de un instante entrevió una figura oscura y borrosa —los faldones de la levita y el pelo largo y negro agitándose en el objetivo del catalejo— que iba como una flecha hacia la orilla. Era el señor Phillips.
—¡Vamos, deprisa! Al cúter no, señor, al cúter no. Los sinvergüenzas se han llevado los remos —dijo Coles en voz alta.
Pero Garland Phillips era demasiado listo para caer en esa trampa. Se dirigía hacia una solitaria canoa nativa.
—Muy bien, señor. Siga así.
Por fin Coles pudo enfocar el catalejo. La verdad es que el bueno del señor Phillips estaba en forma y era rápido; corría como una gacela, con esas piernas tan largas que tenía. Quizá lo consiguiera.
Ahora Garland Phillips chapoteaba en los bajíos helados, y a su paso las aguas viscosas creaban cascadas resplandecientes, como si estuvieran en un centelleante y cálido mar tropical.
—¡Vamos, señor, vamos!
Phillips había llegado ya a la canoa, la había desatado y estaba a punto de encaramarse a ella. Los salvajes lo seguían de cerca, pues también eran robustos, los muy canallas, pero aún no se les había ocurrido ir a buscar sus embarcaciones. Lanzaban piedras, pero éstas no alcanzaban el blanco. El señor Phillips tenía una mínima posibilidad de escapar, pero era una posibilidad al fin y al cabo. El catequista se apoyó sobre sus dos fuertes brazos para subir a la canoa y se quedó allí, suspendido momentáneamente en el borde de la embarcación, retenido en el objetivo del catalejo un instante demasiado largo; fue entonces cuando la parte superior de su cráneo se desintegró silenciosamente como un buñuelo de aire rojo, produciendo una delicada nube de vapor carmesí, y Garland Phillips se hundió despacio en el agua, con una mirada de estupefacción y los mechones negros y los faldones de la levita ondulando como las oscuras algas que lo atraían a su seno y le daban la bienvenida a su reino escarlata.
Un instante después, el disparo de un mosquete resonó majestuoso en la bahía. Coles alzó el catalejo y lo reenfocó, tratando de identificar al tirador. Allí estaba, el joven Threeboys, con una sonrisa de orgullo pintada en su cara de doce años, mientras sus compañeros le elogiaban su buena puntería.