Down House, Downe, Kent
27 de febrero de 1851
—¡Papi, papi! ¿Podemos ir a cazar bichos, por favor? ¡Me muero de ganas!
George Darwin abrió la puerta del despacho con tanta fuerza que casi la arrancó de sus goznes. Detrás del sonriente y travieso George iba su hermana mayor, Annie, mirándolo con reprobación; su rostro serio de mejillas llenas reflejaba una precoz preocupación por su padre.
—Déjalo tranquilo, Georgie. Papá está trabajando.
Desde que enviaran a Willy, el hijo mayor de los Darwin, a hospedarse en casa de un tutor privado antes de empezar sus estudios, Annie se había convertido en la responsable de sus hermanos.
—No te preocupes, Annie —la tranquilizó Darwin—. Son casi las doce.
Los niños tenían prohibido entrar al despacho antes de las doce, aunque, con el jaleo que armaban en el vestíbulo, era una medida un tanto inútil.
—Son casi las doce, pero aún no son exactamente las doce, y George ya es lo bastante mayor para saberlo. Creo que lo hace a propósito. —Atravesó el despacho, se sentó en el regazo de su padre y le dio un beso—. ¿Te encuentras mejor hoy, papi?
—Sí, gracias, querida —mintió.
Esa misma mañana se había descubierto nada menos que siete horribles furúnculos en el trasero. También tenía que lidiar con dispepsia, estreñimiento, jaquecas constantes, fiebres e incesantes vómitos. Durante los últimos dieciséis años había sufrido esos azotes casi a diario. En los días especialmente malos incluso tenía problemas de vista y de audición; los días buenos se encontraba casi normal. Aquél era un día intermedio.
—Por favor, ¿podemos ir a cazar bichos? —insistió George, aunque el final de la pregunta se convirtió en un chillido de sorpresa cuando su hermana Etty, dos años mayor que él, lo alzó de repente y lo dejó caer sin miramientos sobre la «silla del microscopio», el pequeño taburete negro con ruedas que utilizaba su padre para examinar sus especímenes. El maltrecho y desvencijado taburete había sido secuestrado y arrastrado en numerosas ocasiones al salón, donde recibía las patadas de uno o más pequeños jinetes encaramados a él.
A continuación Etty tiró a George de cabeza al viejo sofá verde: muchos niños habrían aprovechado esa excelente oportunidad para dar un buen chillido, pero George era más o menos indestructible.
—Sí, claro que podemos ir a cazar bichos —concedió Darwin—. Pero con la condición de que salgáis de mi despacho ahora mismo y vayáis a poneros el abrigo. Nos encontraremos en la morera que hay frente a la ventana del cuarto de jugar dentro de cinco minutos.
Lanzando gritos de emoción, los niños se marcharon a toda prisa a buscar sus abrigos y bufandas, y mientras salían, cogieron en brazos a la pequeña Bessy, que acababa de llegar a trompicones por el pasillo y se había quedado allí parada con su cara de pan. Darwin dejó la pluma sobre la mesa y tapó el tintero: acabaría más tarde la carta que estaba escribiendo a Huxley. Preparaba el terreno para la publicación de su próximo libro sobre percebes escribiendo a hombres como Hooker y Huxley con objeto de asegurarse que la obra recibiría buenas críticas por parte de amigos y colegas.
Un asno de aspecto aburrido arrastraba una vieja segadora por el césped mientras los niños se reunían entusiasmados junto a la morera, con el aliento condensándoseles en el aire invernal; luego avanzaron animadamente a través de los tejos. George hacía que la «caza de bichos» sonara más interesante de lo que era en realidad; de hecho, todos los días daban el mismo paseo a las doce: cruzaban los invernaderos y huertos hasta el pequeño bosque que se alzaba en el extremo de la propiedad de siete hectáreas que poseían los Darwin. Allí comenzaba el «camino de arena», un pequeño circuito que recorrían una y otra vez; cada vez que finalizaban una vuelta, Darwin giraba una piedra con el bastón de punta de acero. El ritual nunca parecía perder su fascinación para los pequeños Darwin, no importaba las veces que lo repitieran. Los niños andaban felizmente por el sendero de toba, siguiendo los pasos de sus hermanos pequeños (que nunca aguantaban todo el recorrido), ponis curiosos, perros y la señorita Thorley, la institutriz, cuya función allí, aparte de cargar con el bebé Leonard, consistía en rescatar a los rezagados y llevarlos a casa.
Annie iba a la cabeza del grupo, dando vueltas delante de su padre.
—Mira, papi.
—Es un baile muy bonito, cariño.
—¡Bah! —bufó George con desdén—. Mírame a mí, papi. —Y acto seguido se lanzó de cabeza en un claro de los arbustos, y desapareció rápidamente de la vista.
—Qué bien te escondes, Georgie. ¡Impresionante! —«Ése es un comportamiento parecido al de los lechones cuando se ocultan —pensó, y tomó nota mental de investigar el tema con más profundidad—. Seguramente representa los restos hereditarios de nuestro estado salvaje».
Los niños corrían de un lado para otro, se adelantaban y volvían sobre sus pasos, mientras recogían «especímenes» para su padre en el jardín de su propiedad, especímenes que él siempre fingía considerar descubrimientos increíbles. Darwin tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no quedarse atrás. Había cumplido cuarenta y dos años recientemente, pero podrían haber sido setenta a la vista de las energías que debía reunir para dar un breve paseo. Atravesaba los invernaderos renqueando de manera dolorosa, y a cada paso se apoyaba pesadamente en el bastón.
—Papi, Annie te ha traído un regalo —desveló Etty, incapaz de soportar un segundo más el peso de la discreción.
—¡Se suponía que era un secreto! —exclamó Annie, indignada—. Ahora lo has estropeado.
—Bueno, aún no sé lo que es —la tranquilizó Darwin—, así que no creo que se haya estropeado nada. ¿Puedes decirme qué es?
—Te he traído algo de rapé —confesó—. De la caja de plata del pasillo.
Darwin se quedó un tanto desconcertado.
—Sé que te gusta inhalarlo cada cinco minutos. Y como no puedes tomarlo mientras estás de paseo, te he traído un poco —dijo, desdoblando un papel con cuidado.
—¿Cada cinco minutos? ¡No puede ser! —protestó avergonzado.
—Cuando estamos en nuestro cuarto, oigo el tintineo de la tapa de la cajita —le confió ella—, así que siempre sé cuándo estás allí.
—Eres muy amable y atenta, gracias, cariño —dijo Darwin, tomando una enorme pizca de rapé en honor de su hija.
De repente se oyó un fuerte grito, que indicó que George acababa de chocar por accidente con el pequeño Frank. La señorita Thorley, que tenía un rostro franco y un aire de inquietud perpetuo, corrió a consolar al niño.
—Yo también te he traído un regalo —dijo George con actitud desafiante, tendiéndole los restos mutilados de un pequeño escarabajo.
Annie se aferró a la mano de su padre durante el resto del paseo.
A la una del mediodía sonó el gong del pasillo para anunciar a Darwin y su mujer que el almuerzo estaba servido. Esos días comían tan tarde —a las seis, como dictaba la moda del momento— que se veían obligados a tomar algo al mediodía para no pasar hambre. Dos criados de uniforme les sirvieron la comida, mientras Parslow, el mayordomo, supervisaba toda la operación.
—Veo que los niños han vuelto a ensuciarse, señor —refunfuñó Parslow—. Ayer hubo que limpiar veinte pares de pequeños zapatos.
—Estoy seguro de que se las arreglará, Parslow —dijo Darwin distraído. Para él, el mayordomo era todavía más inútil que Covington, el cual había emigrado a Australia con la tortuga Harriet unos años atrás; pero el mayordomo al menos se dejaba ganar al billar, en esas raras ocasiones en que la mesa de billar no estaba repleta de cráneos de pájaros y conejos.
—¿Has tenido una mañana fructífera, señor Darwin? —le preguntó su esposa Emma amablemente.
Él pensó que era un alma bondadosa por demostrar tal interés; las gafas de montura dorada que cabalgaban en el extremo de su nariz conferían a la mujer un aire académico, pero Darwin sabía que debía mantener un nivel de conversación simple si quería que ella lo entendiera.
—Sí, gracias, señora Darwin. He estado revisando el capítulo sobre los percebes semihermafroditas. Son unas criaturas asombrosas. Hay un macho diminuto en el interior de la misma concha que la hembra; un indicio, quizá, del origen de los sexos opuestos.
—Espero, señor Darwin, que tu hábito científico de no creer nada hasta que no haya sido probado no te influya hasta el punto de desconfiar de esas cosas que no se pueden probar, y que están por encima de nuestra comprensión.
—Lo que sí creo, querida, es que me estás acusando de desperdiciar los talentos que Dios me ha dado —contestó sonriendo.
—Por supuesto que no, querido. Pero soy consciente de que albergas dudas serias y sinceras, lo que en sí mismo no creo que constituya ningún pecado. Aun así, no puedo evitar pensar que si dejaras de cuestionarlo todo, tal vez serías capaz de creer.
—Gracias a que lo cuestiono todo, sé lo que he de creer y lo que no.
—Siempre y cuando no rechaces la posibilidad de la salvación, pues eso podría acarrearte terribles consecuencias el día del juicio final. Sé que ese día volveré a ver a mi querida hermana Fanny. Me entristecería mucho pensar que ese mismo día iban a separarnos. Deseo tanto que nos pertenezcamos el uno al otro para siempre…
El semblante preocupado de su mujer, con su largo pelo castaño cayendo en bucles a ambos lados del perfecto óvalo de su rostro, su silenciosa pero inquebrantable devoción, todo ello le evocaba a Darwin el recuerdo tranquilizador de sus tres hermanas. Intentó compartir esa sensación de confianza con Emma.
—Querida, sea lo que sea lo que deba hacer para pasar una eternidad contigo, te aseguro que lo haré.
—No sabes cuánto me alegro. No querría que el Señor abandonara a su suerte un alma con tantas virtudes.
—Puede que el origen de la vida sea un misterio para mí, querida, pero sé que es uno de los misterios de Dios. No deseo otra cosa que interpretar Su sabiduría.
—El origen de la vida no es del todo un misterio, señor Darwin —dijo ella coquetamente, dando palmaditas a su abultada barriga cubierta con una muselina de color lila. Estaba embarazada de nuevo, ya en el octavo mes.
—¿Más huevo, señor? —preguntó Parslow con su voz tristona.
• • •
Después del almuerzo, Darwin se retiró al oscuro útero de su despacho para tomar una taza de té sirviéndose de su pequeña tetera de peltre y regresar a su correspondencia. Sólo había cinco repartos de correo diarios en Downe, muy poca cosa en comparación con los doce del centro de Londres, pero le llevaban suficientes cartas para mantenerse ocupado varias horas al día. Cada misiva aportaba datos y observaciones de diversos remitentes, y cada dato era un grano de arena en el enorme edificio que estaba construyendo lentamente. Poco a poco, su teoría de la selección natural estaba tomando forma.
Como era habitual, después del almuerzo sólo pudo trabajar sentado a su escritorio unos veinte minutos. Luego, siguiendo su ritual diario, se levantó, cojeó hasta el excusado con cortinas que ocupaba una esquina de la habitación, se bajó los pantalones y se sentó. La terrible y odiosa flatulencia que seguía invariablemente a cada comida se dejaba notar sobre esa hora, y llegaba a su apogeo —una cacofonía de eructos y retortijones— después de una hora más o menos. Entonces, cuando los calambres se volvían insoportables, se arrodillaba y empezaba a vomitar. Agarrándose al borde del baño de asiento para no caerse, vaciaba el contenido de su estómago tal como había hecho en el Beagle, el sabor agrio que le inundaba la boca le resultaba cada día más repugnante. Tenía la esperanza de que su mujer y sus hijos no lo oyeran, y actuaba como si tal cosa fuera posible, aunque en su fuero interno sabía que lo oían.
Cuando los dolorosos ataques disminuyeron, se arregló y salió del despacho. Annie lo estaba esperando en el pasillo, y sus ojos grandes y turbados reflejaban una angustiada preocupación; luego se le acercó, rodeó con sus brazos de niña la cintura de su padre y lo abrazó con fuerza.
En el fondo de su alma, Darwin pudo oír cómo una vocecita le insinuaba una idea ridícula pero espantosa; por mucho que la rechazara una y otra vez, esa idea siempre volvía. «¿Podría ser que esta enfermedad fuera un castigo del Todopoderoso por mi presunción?», se preguntó por enésima vez.
A las cinco de la mañana, Parslow, ya vestido con librea y armado con un cubo de agua helada en una mano y unas toallas en la otra, fue a despertar a Darwin. En un primer momento éste se quedó confundido al percatarse de que no se encontraba en su habitación. Luego se acordó. No estaba en Down House. Había ido a Malvern con Parslow. Pero no había más tiempo que perder pensando en dónde se hallaba. La velocidad era fundamental. Se levantó de la cama y se desnudó; su cuerpo blanco lleno de manchas empezó a temblar en la gélida habitación. Con lo que a su amo se le antojó un celo excesivo, Parslow se puso manos a la obra: lo flageló con las toallas empapadas hasta que su piel adquirió el color de la langosta. A continuación, una vez que terminó con los azotes, encendió la lámpara de alcohol y le chamuscó la piel a su señor hasta que empezó sudar a mares. Después de que Darwin se bebiera un vaso de agua helada, el criado le colocó unas compresas de lino empapado y congelado debajo de la ropa interior y le puso el abrigo impermeable por encima; entonces salieron ambos a hacer su marcha diaria de antes del amanecer. Aunque Darwin sentía que él era el único que marchaba; Parslow parecía arrastrarse a su lado lúgubremente, con una sospechosa e impasible expresión que enmascaraba sus sentimientos. El filósofo se preguntó si había visto regocijo en su mirada un instante.
Todos los días desayunaba lo mismo: tostadas con carne y caldo. Para no mancillar la pureza de su dieta, no le estaba permitido comer verduras, beicon, mantequilla, azúcar, leche ni especias de ningún tipo. Sólo la carne podía asegurar la limpieza interna que el doctor Gully exigía a sus pacientes. Era Gully quien había inventado la cura de agua, y una multitud de prestigiosos pacientes habían atestiguado su efectividad. Los Carlyle se la habían recomendado a Darwin personalmente; y entre los que habían hecho el peregrinaje a Malvern se encontraban Tennyson, Dickens y Wilkie Collins.
El doctor Gully, que se levantaba mucho más tarde que sus internos, fue a visitar a Darwin después del desayuno, justo en el momento en que estaba sufriendo el atroz ritual de tener los pies sumergidos en un cubo de agua helada y sazonada con un poco de polvo de mostaza. El doctor era un hombre imponente; robusto y seguro de sí mismo, llevaba gafas, y su melena de león color miel le caía rígidamente a ambos lados de la cara, pero en la parte superior de su gran frente se veía revuelta. A su lado, Darwin, que era un hombre corpulento, se sentía pequeño.
—¿Y cómo nos encontramos hoy? —preguntó Gully pomposo.
—Creo que mejor —aventuró Darwin—. Al menos las almorranas y las erupciones cutáneas han mejorado, aunque todavía tengo temblores ocasionales y sensación de mareo. Pero desde que dejé de tomar las pastillas azules, el estómago parece estar mucho mejor.
—No me extraña. No puede tomarse tanto óxido de mercurio.
—El doctor Holland me dijo que debía tomar un purgativo al día. Me explicó que la toxicidad de la sangre afectaba al estómago, una especie de gota contenida.
—Líbreme Dios de poner en duda los conocimientos de su doctor Holland —dijo Gully con una sonrisa compasiva—, pero aquí en Malvern seguimos los regímenes más avanzados conocidos por la ciencia médica. La enfermedad que usted padece, mi querido amigo, es dispepsia nerviosa, causada por órganos digestivos desequilibrados que irritan el cerebro y la médula espinal. El efecto sobre el estómago es puramente secundario, y es el resultado de la congestión de la sangre en los nervios de los ganglios que lo rodean. Mi cura del agua proporcionará una neutralización… una fricción externa para contrarrestar la fricción interna… para equilibrar así las presiones internas y externas sobre su cuerpo. En menos que canta un gallo lo habremos curado.
Durante los años siguientes a su regreso a Inglaterra, Darwin había probado arsénico, nitrato de amilo, bismuto, cadenas eléctricas, anestesia epidural, pastillas de morfina, quinina y un ungüento emético, en un esfuerzo continuado por aliviar sus persistentes dolencias. La cura de agua del doctor Gully era sólo la última de una larga lista; sin embargo, de algún modo, tenía la intuición de que aquel doctor jactancioso podría ser el hombre que finalmente resolviera el misterio.
—Ha llegado la hora de la ducha de agua fría —vociferó Gully, y no había terminado de decir estas palabras cuando Parslow ya estaba medio subido a la escalera, sosteniendo impaciente el cubo de agua helada que en unos instantes dejaría caer sobre el cráneo de su señor.
Annie estaba sentada junto al fuego cosiendo vestidos para sus muñecas, sus «tesoros», como le gustaba llamarlas, cuando de pronto se desplomó. Al principio sus padres pensaron que estaba haciendo comedia, pero no había duda de que tenía la frente bañada en sudor. La acostaron y llamaron al doctor Holland. Éste le diagnosticó fiebre biliosa de naturaleza tifoidea, y le recetó un medicamento habitual a base de alcanfor y amoníaco. Pero Darwin ya no confiaba en Holland: antes de que acabara la noche, él y su mujer decidieron que, fueran cuales fuesen los riesgos del viaje, debían llevar a Annie a Malvern para ponerla bajo los cuidados del doctor Gully.
A primera hora de la mañana, Darwin salió junto con Brodie (la niñera), la señorita Thorley, Annie, totalmente envuelta en mantas, y la pequeña Etty, que iba para hacer compañía a su hermana. Como no había tren hasta Malvern, cogieron la diligencia, el Great Western Coach; un viaje ruidoso y agotador a través de los ondulantes prados. La primavera embellecía los campos, lo que habría hecho que se sintieran optimistas si Annie no se hubiera pasado todo el camino llorando. Al llegar se alojaron en unas habitaciones de Montreal House, y mandaron llamar al doctor Gully. Su diagnóstico fue simple pero reconfortante: como le ocurría a su padre, la sangre de Annie se había congestionado. La niña sólo mejoraría con una cura de agua.
Y así empezó para ella la familiar rutina de los azotes alternados con duchas heladas, y a continuación la lámpara de alcohol para chamuscarle la piel; se obligaba a la niña, exhausta y perpleja, a permanecer de pie desnuda y tiritando mientras una igualmente perpleja Brodie le tiraba cubos de agua fría por la cabeza. Darwin se preguntaba de qué serviría tratar de explicar el funcionamiento de la ciencia a una niñera y a una niña. La dieta de Annie iba a ser aún más limitada que la de él: no probaría otra cosa que brandy y gachas. Sin embargo, el tratamiento que había dado tantos ánimos a su padre, del cual estaba casi absolutamente seguro de que le había proporcionado una mejoría, perdió su efecto vigorizante cuando se le aplicó a la niña indefensa que él tanto adoraba. Darwin se estremecía cada vez que su hija se estremecía y hacía una mueca de dolor cada vez que ella la hacía. Lo peor de todo era que el tratamiento no tenía ningún efecto beneficioso sobre ella; es más, de forma misteriosa, Annie parecía cada vez más débil. Seguía subiéndole la fiebre; casi siempre vomitaba la mezcla de brandy y gachas; y cuando ya no le quedaba comida en el estómago, sacaba el contenido verde brillante de la vesícula, con una serie de espasmos escalofriantes.
«Por favor, Señor —rezó Darwin—, devuélvemela. Devuélveme a mi querida niña, con su rostro radiante y cariñoso». Pero Dios no parecía querer escucharlo. Mientras en el priorato las campanas anunciaban el Domingo de Pascua, a Annie se le paralizó la vesícula, y tuvieron que ponerle una sonda. Al principio forcejeó, pero cuando el doctor hubo acabado, le dio las gracias cortésmente con voz débil y apretó la mano de su padre. Darwin pensó que semejaba un ángel sin alas. Sin atreverse a quitarle un ojo de encima, escribió una breve carta a su mujer:
Me encantaría que pudieras verla ahora. Es la amabilidad, la paciencia y la gratitud personificadas y siempre se muestra tan agradecida que hasta duele oírla, mi pobre pequeña. Sólo Dios sabe lo que le ocurrirá.
Por la noche, Annie dejó de vomitar, y le sobrevino una diarrea que inundó la cama, pero después pareció serenarse, e incluso intentó cantarle a su padre. Darwin le dio un beso y le dijo que la quería, y en su fuero interno se atrevió a albergar un poco de optimismo; pero el doctor Gully llegó después del desayuno, lo llevó a un lado, y le confesó que el nuevo estado de relajación de su hija sólo significaba que con toda probabilidad había cesado de luchar.
Gully tenía razón, al menos en eso. La niña empezó a sufrir continuos ataques de diarrea, y fue desfalleciendo más y más con cada evacuación. Por la tarde había perdido la conciencia, tenía el pulso débil, y el cuerpo, incapaz de vaciarse más, parecía consumido. Esa noche, Darwin, Brodie y la señorita Thorley se turnaron para velarla a la luz de una vela, mientras Etty, que no entendía nada de lo que ocurría, dormía en la habitación de al lado. Al amanecer hacía un calor impropio de la estación, y en las colinas se acumulaban nubes tormentosas; al poco rato se oyeron unos profundos truenos que hendieron el aire. Brodie fue la primera en darse cuenta de que Annie estaba muerta —era probable que Darwin ya lo supiese y se negara a creerlo— y empezó a sollozar histérica, gritando a pleno pulmón, y hubo un momento que pareció que sus aullidos de animal salvaje no acabarían nunca. La señorita Thorley se desmayó, y Etty surgió en el umbral llorando, pues el ruido la había asustado, mientras el cielo implacable arrojaba relámpagos. En circunstancias normales, Darwin se habría enfadado al ver que la servidumbre perdía el dominio de sí misma de esa forma; pero no pudo decir nada, pues el horror lo había enmudecido y quería morirse, allí, en ese mismo instante, igual que su hija, y así ese insoportable e inconcebible dolor desaparecería.
El reverendo George Packenham Despard subió a un cabriolé en la parada de carruajes de Oxford Street; después de una larga y tediosa cola en el peaje de Tyburn, el coche enfiló Uxbridge Road en dirección oeste, hacia las afueras de Londres. A su izquierda vio a unos trabajadores que daban los últimos toques a la reconstrucción del arco de mármol que antaño se erguía ante el palacio del rey. A su derecha, frente al palacio de Kensington y las graveras, el nuevo barrio residencial de Bayswater, con su resplandeciente catedral de hierro forjado, la estación de Paddington, estaba a medio construir. Las casas eran decentes, hileras de viviendas adosadas con elegante fachada estucada para los caballeros y sus familias, pero en Londres todo el mundo era consciente del estigma que suponía vivir al norte del parque. Si eso era así, entonces, ¿qué estigma supondría vivir al norte del parque y a unas dos millas más hacia el oeste? Bajando a toda velocidad por Notting Hill llegaron a Norland Square, entre los hornos de ladrillos que había junto a la carretera principal, a unos cien metros del viejo cementerio de la peste en Shepherds Bush. A ese tal FitzRoy no debía de irle muy bien. Todas las habitaciones de las plantas bajas que rodeaban la plaza tenían ventanales saledizos semicirculares, un detalle que a Despard se le antojó un poco de nuevo rico. Tiró de la campanilla y entregó su tarjeta a la sirvienta. «No tienen mayordomo», observó. A continuación fue conducido al salón.
El capitán FitzRoy resultó un hombre delgado, de calvicie incipiente y estatura mediana que vestía con colores lúgubres. Tenía la nariz aguileña, las orejas demasiado grandes, y debajo de sus ojos se veían bolsas grises de fatiga. Pero pese a su aspecto cansado y demacrado, Despard pensó que no carecía de cierta elegancia rígida.
—Deberá perdonarme, reverendo Despard —se excusó FitzRoy—. Me temo que me había olvidado de nuestra cita. Mi mujer no se encuentra muy bien últimamente. Le ofrezco mis disculpas más sinceras.
—No tiene por qué disculparse, señor. Siento oír que su mujer está indispuesta. ¿Le importa que le pregunte cuál es la naturaleza de ese mal y cómo ha evolucionado?
—Apareció de forma repentina. Al principio pensamos que era sólo un problema respiratorio. Pero el doctor Locock teme que pueda ser cólera; tiene fiebre y no retiene ningún líquido. Aun así es joven y fuerte, todavía no ha cumplido los cuarenta años, de modo que esperamos que se reponga.
—Rezaré por ella. —Aunque antes era un simple maestro de escuela, Despard pensaba que el hecho de haberse ordenado sacerdote confería a sus oraciones un ímpetu, un vigor y una ascendencia moral especiales a la hora de captar la atención del Señor.
—Mi esposa y yo agradecemos su amabilidad.
—El cólera se ha convertido en la peste de nuestra época. No deja de ser curioso, ¿no cree?, que desde que se han cegado los pozos negros y las cloacas vierten sus aguas directamente en el río, medidas ambas que se tomaron para frenar la influencia de los peligrosos miasmas entre nosotros, la enfermedad parece haberse arraigado con más firmeza que antes.
—Sí que lo es.
FitzRoy respondía lo más escuetamente posible. La verdad es que la visita de Despard no podía ser menos oportuna. Había pedido a la institutriz que se llevara a los niños de excursión todo el día, para quedarse solo y ocuparse por completo de su amada Mary. Pero la sirvienta había ido a buscarlo y él había tenido que apartarse del lecho de la enferma. Como el reverendo tenía una cita y había recorrido un largo camino hasta su casa, no había nada que FitzRoy pudiera hacer salvo cumplir con su obligación y atenderlo. No había duda de que la preocupación cristiana de Despard era auténtica, pero FitzRoy pudo percibir algo más: un aire de autosatisfacción mal disimulado respecto al progreso de su propia vida y prosperidad. Despard tenía los dientes superiores saltones, y parecían intentar sonreír por su cuenta alegremente, mientras que los dientes inferiores hacían todo lo posible por retenerlos.
—Discúlpeme, señor Despard, pero dispongo de muy poco tiempo. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Por supuesto, no faltaría más. Imagino que estará al corriente del fallecimiento del señor Allen Gardiner.
—Leí en los periódicos que se encontraron los cuerpos. El señor Gardiner vino a verme cuando yo era parlamentario por Durham.
—Es una historia trágica, señor FitzRoy, que conmueve hondamente a todo hombre temeroso de Dios. ¿Me permite…? —preguntó, y con taimada teatralidad se sacó del abrigo una libreta encuadernada en cuero y manchada de sal—. Es el diario de Allen Gardiner. —Suspiró y lo abrió con actitud reverente—. Navegaron en el Ocean Queen, que partía de Liverpool rumbo a San Francisco y desembarcó a los siete hombres con sus dos goletas en la rada Banner, en Tierra del Fuego. Casi enseguida, por la gracia de Dios, encontraron cerca de la isla Picton una cala bonita y abrigada, con aguas tranquilas como un espejo y suaves laderas verdes y bosquecillos en sus márgenes. Por desgracia, las parcas les tenían reservado un destino cruel. Se desencadenó una tempestad que hizo añicos las goletas, las cuales habían olvidado anclar. Más tarde se dieron cuenta de que se habían dejado toda la pólvora de los mosquetes a bordo del Ocean Queen, así que no podían cazar para comer. Por la noche los indígenas les robaron todas sus pertenencias. Construyeron una pequeña ermita en una cueva cercana, utilizando la madera de las goletas naufragadas, y encendieron una hoguera para calentarse; pero trágicamente las paredes fueron pasto de las llamas y la ermita quedó reducida a cenizas. Estoy seguro de que estará de acuerdo conmigo en que nadie pudo haber previsto tales contratiempos.
—Humm, sí. —FitzRoy no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—Pero ahora viene la parte más increíble, capitán FitzRoy. El día siguiente al incendio volvieron a la cueva, y descubrieron que se había desprendido una enorme roca del techo y había caído justo en el lugar donde el señor Gardiner pensaba dormir. El fuego había sido un milagro, ¡una señal del Señor! El pesar que los embargaba, lógicamente, fue sustituido por la humilde sensación de que la compasión del Todopoderoso les había advertido de aquel gran peligro.
—No tengo la menor duda de ello —dijo FitzRoy secamente.
—El día siguiente fueron a pescar, pero la red estaba hecha pedazos por el hielo. Escuche lo que escribió el señor Gardiner en su diario; uno no puede sino quedarse impresionado por su sinceridad y sencilla devoción: «De este modo el Señor tiene a bien desbaratar los demás recursos, sin duda para hacer más evidente Su poder, e indicarnos que toda la ayuda vendrá directamente de Él».
—¿Qué les pasó? —preguntó FitzRoy como si la respuesta no fuera obvia.
—Se murieron de hambre. Pero pese a todos sus apuros y privaciones, no parece que se quejaran ni una sola vez. Me enorgullece poder decir que depositaron toda su confianza en la misericordia de Dios, a quien deseaban servir sobre todas las cosas. Escuche lo que escribió el doctor Williams mientras agonizaba: «Soy feliz día y noche… despierto o dormido, hora tras hora. Soy feliz más allá de lo que puede expresarse con simples palabras». Y escuche lo que escribió el mismo señor Gardiner en su lecho de muerte: «La Divina Providencia ha tenido a bien dejarnos caer muy abajo, pero todo es en Su infinita sabiduría, misericordia y amor. El Señor es muy compasivo y misericordioso. Cuando Él lo decida, nos llevará a Su reino eterno, o dará a nuestros cuerpos consumidos todo el alimento que necesiten. Si Su deseo es que nadie de esta misión sobreviva, que así sea; el Señor enviará a otros siervos suyos para divulgar las verdades del Evangelio a los pobres y ciegos paganos que nos rodean». —Despard cerró el cuaderno—. Se han ido a regiones de felicidad eterna —dijo como si nada.
FitzRoy estaba atónito. Había conocido a robustos cazadores de focas que, tras naufragar en las costas de Tierra del Fuego, sobrevivieron durante años cazando focas y pingüinos con palos, pescando, arrancando setas de los árboles y obteniendo huevos mediante el saqueo de nidos. Al parecer, Gardiner y sus hombres habían aceptado su muerte con un éxtasis pasivo y fanático, como si se hubieran propuesto dejarse morir. Obviamente, habían perdido la razón.
El señor Despard sonrió de forma beatífica, y al hacerlo su mandíbula inferior desapareció de la vista por completo.
—Allen Gardiner, con su muerte, nos ha hablado a todos, y ha hablado por nosotros —siguió—. El Señor ha oído sus ruegos, y muchos de sus siervos se han ofrecido para ocupar su puesto. Desde su muerte, en las reuniones de la sociedad misionera no cabe un alfiler. Los simpatizantes han donado miles de libras para construir un nuevo barco, que esta vez será grande y se llamará Allen Gardiner. La Sociedad Misionera de la Patagonia ha contratado a un capitán profesional, un tal William Parker Snow…
—Conozco al capitán Snow. Es un gran tipo.
—… que conducirá el barco hasta Tierra del Fuego. Esta vez entablaremos contacto con el salvaje James Button, y por fin edificaremos una misión en el inhóspito cono sur que será la envidia del mundo cristiano. ¡Imagíneselo, capitán FitzRoy! Un lugar de jardines, granjas y pueblos florecientes, donde los bosques silenciosos despertarán con el tañido de las campanas. La escuela dominical podrá reunir a la lumbre de su hogar, y bajo la tutela de sus amables maestros, a los hasta ahora tristes niños de la isla Navarin. Los marineros podrán llevar sus barcos destrozados al fondeadero de Lennox, y dejarlos en manos de los calafates y carpinteros fueguinos; y después de pasear por las calles de ese próspero puerto de mar, podrán sentarse y leer el periódico en la institución Gardiner, o entrar en la capilla de Richard Williams para asistir a un servicio vespertino. —Se le alumbró el semblante, lleno de exaltación piadosa—. ¿Ha visto la revista de nuestra sociedad, capitán FitzRoy? Se llama La voz de la piedad.
Le pasó un colorido folleto, ya abierto por la página de un poema titulado «Súplica por Patagonia».
¡Llorad! ¡Por Patagonia llorad!
Sus hijos paganos pasan los días
sumidos, ¡oh!, en la oscuridad.
Oh, ¿qué hacer sino llorar?
Desatendidas son aquí
las nuevas de la Salvación,
y perecen almas preciosas
en las tinieblas de la desesperación.
Al pie se leía una petición de dinero en efectivo en un lenguaje muy directo.
Queremos 2300 libras. ¡Y las queremos ahora!
Hay almas que sufren; pecadores que mueren; el infierno está cada día más lleno. ¡Satán triunfa! Da libras si puedes; si no puedes dar libras, da chelines; si no puedes dar chelines, da peniques; si no puedes dar peniques, da un sello postal.
Despard volvió a coger la revista.
—La Sociedad Misionera de la Patagonia ya está en marcha, capitán FitzRoy, y no hay nada que pueda detenernos. Incluso mientras hablamos, las buenas señoras cristianas, desde Maidstone hasta Dundee, están tejiendo vestidos para cubrir la vil desnudez de los salvajes.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó FitzRoy. «Ya no me queda dinero que dar. El padre de mi mujer es quien paga esta casa», se dijo, y enseguida se arrepintió de sus egoístas pensamientos.
—Sólo su bendición. —Despard sonrió—. Tengo entendido que conoce a un tal capitán Sulivan, el representante de la Marina británica en las Malvinas. ¿Es así?
—Por supuesto. Era mi teniente y amigo.
—Antes de marcharse, Allen Gardiner escribió al capitán Sulivan para pedirle que viajara a Tierra del Fuego desde las Malvinas un par de meses después a fin de ver cómo progresaba la misión. Por desgracia, el capitán Sulivan no recibió la carta hasta que fue demasiado tarde. El barco británico Dido encontró los cuerpos antes de que la carta llegara a las Malvinas. Me temo que el capitán Sulivan, sin necesidad alguna, se culpa por la muerte de Allen Gardiner y sus compañeros.
«Sin necesidad alguna,» repitió FitzRoy para sus adentros.
—El capitán ha ofrecido donar a la Sociedad Misionera de la Patagonia el diez por ciento de su salario a perpetuidad… un gesto de lo más generoso… y ha aceptado convertirse en miembro honorífico de nuestra comisión. Pero todo eso depende de que usted bendiga el plan de acción que la sociedad tiene pensado emprender.
—¿Y puedo preguntarle cuál es el plan de acción que la sociedad tiene pensado emprender?
—No es otro, capitán FitzRoy, ¡que su propio plan de acción! —Despard, exultante, dejó al descubierto sus dientes, como un gran roedor carnívoro—. En lugar de intentar construir una misión en Tierra del Fuego partiendo desde cero, empezaremos con llevarnos a unos cuantos salvajes cuidadosamente seleccionados, dirigidos, espero, por su viejo amigo James Button, a una base misionera en las islas Malvinas. Allí los civilizaremos y les impartiremos las enseñanzas del Señor. Cuando estén preparados, los devolveremos a Tierra del Fuego para plantar las semillas de la civilización y fundar la ciudad de Gardinerópolis.
En el salón de aire enrarecido se hizo el silencio.
—Así pues, ¿qué me dice? ¿Tenemos su bendición, capitán FitzRoy?
FitzRoy vaciló. El sueño de Despard estaba lejos de entusiasmarlo. Cuando era más joven, quizá, antes de que las experiencias amargas lo cambiaran, ese ambicioso proyecto tal vez lo hubiera atraído. Nueva Zelanda había transformado su visión del asunto: quizá era imposible intentar civilizar a los paganos sin acarrear su aniquilación en el proceso. Y él ya no quería participar en ese proceso. De pronto se le ocurrió que el gran proyecto de Despard iba a ser planeado y ejecutado no tanto para acrecentar la gloria de Dios, sino para acrecentar la gloria del propio reverendo George Packenham Despard. Sin embargo, ¿cómo podía contrariar a Sulivan? Incluso si Sulivan estaba equivocado por culparse de la muerte de Gardiner, ¿qué derecho tenía él a obstaculizar el camino que había escogido su amigo para redimirse? De mala gana sintió que no le quedaba más remedio que aceptar.
—Bien, señor Despard. Me parece que su plan ofrece posibilidades de éxito mayores que muchas otras iniciativas misioneras en sus comienzos, y que sería difícil encontrar un proyecto menos objetable en estas circunstancias. Le doy mi aprobación.
Despard se levantó y le estrechó la mano efusivamente, y mientras lo hacía, a FitzRoy le invadió un terrible presentimiento, que provocó que se estremeciera.
—No se arrepentirá, capitán FitzRoy, se lo aseguro —dijo Despard, emocionado.
Mary FitzRoy murió esa noche, hacia las tres de la madrugada. FitzRoy, a solas con ella, con los ojos humedecidos y brillantes de lágrimas, se quedó mirando cómo la vida de su mujer se extinguía hasta su final, mientras los niños y los sirvientes, en las distintas habitaciones de la casa, dormían felices y ajenos a lo que estaba ocurriendo.
«Qué rápida ha sido la muerte —pensó—, y qué cruel».
Hasta el último momento, mientras el cólera la consumía, Mary no había perdido su serenidad; su palidez cerúlea parecía favorecerla tanto en la muerte como cuando estaba viva. Incapaz de hablar, había abierto sus oscuros ojos en sus últimos instantes para mirarlo fijamente mientras estrechaba su mano entre las suyas. «Te quiero», había intentado decirle con la mirada.
Y ahora se había ido, y su alma había ascendido al cielo.
Ojalá Despard no hubiera elegido ese día para visitarlo y arrebatarle parte de los postreros y preciosos momentos a solas con su mujer; ojalá no hubiera escogido ese día para contarle la historia del sacrificio suicida, inútil y estúpido de Allen Gardiner. ¿Estaba Gardiner en el cielo? Supuso que sí. ¿Había servido de algo su muerte? Era difícil decirlo, a menos que sirviese para impulsar a otros a actuar.
Ahora el Señor le había arrebatado a su amada Mary. No podía entender por qué razón, pero debía haberla, de eso estaba seguro. Pues sin una razón, ¿qué sentido tenía la vida de su esposa, la de él, la de cualquiera? Debía tener fe, se lo debía a su piadosa mujer. Por su memoria, defendería la fe en el Espíritu Santo contra aquellos que negaban el mensaje de los Evangelios, según el cual el hombre había sido creado a imagen de Dios y se salvaría ascendiendo al paraíso. Al defender la senda del cielo, defendería el lugar que Mary ocuparía en él, y mantendría el camino abierto para sí mismo a fin de que volvieran a reunirse algún día. Lucharía por su mujer, la protegería, la amaría y la llevaría en su corazón todos y cada uno de los días que le quedaran de vida. Ésa fue la promesa que le hizo, en ese momento y lugar, junto a su lecho de muerte.
—Yo también te quiero, Mary —le dijo a su cuerpo inmóvil y silencioso, con las lágrimas resbalándole por las mejillas. Hasta entonces nunca se había dirigido a ella como Mary.
Las lágrimas dieron paso a los sollozos, que lo sacudieron de la cabeza a los pies, hasta que pensó que el pecho iba a explotarle. Entonces recordó a la joven que bailaba debajo de los candelabros dorados, con una gota de cera solidificándose sobre su blanca piel.
El verano había pasado ya, y el faetón de la familia Darwin esperaba pacientemente en la estación de Sydenham al tren de Croydon procedente de London Bridge. No era el más veloz de los carruajes, y sus viejos y lentos caballos, conducidos por el viejo y lento cochero, solían tardar más en cubrir los pocos kilómetros que separaban la estación de la casa familiar, Downe, de lo que el tren había tardado en llegar de Londres a toda máquina. No importaba. FitzRoy no tenía prisa, le daba lo mismo unos minutos más o menos. El faetón se abrió paso traqueteando entre terrenos calcáreos y pelados, y más tarde fue trotando suavemente por caminos sombríos y serpenteantes, flanqueados por setos verdes con telarañas llenas de gotas de rocío, hasta que al final llegó a una vieja casa parroquial cubierta de hiedra y medio oculta por los árboles. Las paredes estaban revestidas de celosías, como si el edificio intentara tapar su desnudez con recato. Un terraplén construido recientemente ocultaba la vista de la fachada desde la carretera. El carruaje frenó poco a poco, y FitzRoy descendió. Un lúgubre mayordomo le abrió la puerta. FitzRoy observó que el hombre llevaba el pelo demasiado largo. Y las sirvientas no usaban cofia. Aparentemente, el filósofo seguía tan despreocupado como siempre.
Darwin había vigilado la llegada de FitzRoy en el espejo que había ordenado colocar, apuntando al camino que conducía a la casa, en la ventana de su despacho, a fin de protegerse de los visitantes no deseados. Se levantó y fue cojeando a saludar a su amigo. Cuando estaba a unos pasos de él, se detuvo, impresionado. Aquél no era el FitzRoy que había conocido. Por supuesto, iba vestido de modo diferente —el informe traje negro y las grandes patillas que en todas partes se habían convertido en el aspecto estándar del hombre civilizado—, pero, aparte de eso y para su consternación, parecía un hombre destrozado por la pérdida. Se le veía muy abatido; su rostro flácido era la personificación de la derrota, y apenas se podía reconocer al aguerrido e incansable joven capitán que en el pasado era capaz de aguantar cualquier prueba, por muy dura que fuese, sin mostrar el más leve signo de fatiga.
Por su parte, FitzRoy estaba igualmente sorprendido de ver cómo las pobladas cejas del filósofo se habían convertido en meros montículos por debajo de la cúpula resplandeciente de su calva, como si sus densas patillas triangulares hubieran tirado de las raíces de todo el pelo superior hacia abajo. La figura antaño atlética y robusta de Darwin, transformada prematuramente en la de un anciano que caminaba arrastrando los pies y ayudado de un bastón, lo dejó abrumado.
Se abrazaron en silencio.
—Amigo mío —dijo FitzRoy al fin—. Siento mucho la pérdida de su hija.
—Yo también siento la muerte de su mujer.
—Le agradezco que me propusiera como miembro de la Royal Society. Es un gran honor para mí.
—No fui sólo yo quien lo propuso. Beaufort tuvo un papel decisivo en su elección… por no hablar de sus propios méritos, FitzRoy.
—No puedo negar que para uno supone un alivio recibir, al fin, algún reconocimiento por sus esfuerzos.
—Era lo menos que podíamos hacer. —Le puso una mano amistosamente en la espalda—. Vamos, vamos. Le presentaré a la señora Darwin y los niños.
En ese preciso instante, una caja de manzanas con cuatro ruedecitas incorporadas irrumpió en el pasillo, propulsada por uno de los pequeños Darwin y llevando encima a otros dos todavía más pequeños, que chillaban de felicidad. Al ver que el vehículo no frenaba, FitzRoy se hizo a un lado de un salto para evitar que lo atropellase.
—¡Dejen paso al tren de las tres, procedente de London Bridge! —gritó el conductor de siete años al pasar.
FitzRoy se quedó un poco sorprendido al observar que los pilludos no recibían ninguna reprimenda de su padre.
Entraron en el salón —FitzRoy aún con el sombrero de copa en la mano, pues nadie se lo había pedido—, donde la señora Darwin se hallaba sentada trabajando en una estameña con el pequeño Leonard y Horace, el recién nacido, recostados de cualquier manera en su falda. Como su marido, iba vestida de negro riguroso. Darwin le presentó a FitzRoy, y durante unos minutos sostuvieron una conversación cortés.
—¿Ha visitado la Gran Exposición del Hyde Park, capitán FitzRoy?
—Por supuesto. Es un notable testimonio de la inventiva de nuestra nación. Trajes hechos por máquinas, ¿quién lo hubiera imaginado?
—No sólo testimonia la inventiva de nuestra nación, sino también la iniciativa —dijo Darwin con orgullo—. La familia de mi mujer tiene un pabellón en la exposición.
—Durante el verano pasamos una semana entera en Londres —explicó Emma—. Visitamos el Cristal Palace todos los días. También vimos el Great Globe en Leicester Square.
—¿Y su padre? ¿Está aún…?
La señora Darwin negó con la cabeza, y fue su marido quien respondió por ella.
—No, por desgracia. El tío Jos falleció de un fallo cardíaco mientras usted estaba en Nueva Zelanda.
—Lo siento mucho. ¿Y su padre, si no es indiscreción?
—Él también nos ha dejado, hará cuatro años.
El doctor había tenido una muerte lenta y dolorosa; con su inmenso cuerpo postrado en el lecho sin poder levantarse, respirando con mucha dificultad.
—Debemos dar gracias a Dios de que llamara a esos dos amigos tan cercanos con tan poco tiempo de diferencia —dijo Emma.
—Es cierto —convino FitzRoy.
Darwin no dijo nada.
Siguió un incómodo silencio, que al final rompió Darwin para proponer a FitzRoy que lo acompañara a pasear por el camino de arena antes del almuerzo; había advertido a los niños que en esa ocasión se mantuvieran alejados. Los dos hombres cogieron el abrigo y se pusieron en marcha; FitzRoy tuvo que reducir el paso para ajustarlo al lento y doloroso andar renqueante de su compañero.
—Así pues, ¿por qué dejó Gower Street? —le preguntó a su anfitrión.
—Principalmente, por la seguridad de mi familia. Las turbas cartistas están creciendo. Londres está creciendo. ¿Sabe que ahora hay un millón de londinenses más que cuando embarcamos en el Beagle? El estallido de una rebelión es sólo cuestión de tiempo.
—No triunfará.
—No triunfará, pero ¿cuántos inocentes morirán cuando se reprima? ¿Y si hay una huelga general? Quizá los caballeros y sus familias mueran de hambre en sus casas. Además, toda esa inmundicia… La carbonilla en la ropa tendida, los excrementos de caballo en las calles, y la niebla, que cada invierno es peor que el anterior.
—¿Y no echa de menos el Athenaeum Club? ¿Ni la Royal Geographical Society? —preguntó FitzRoy.
—Por desgracia, mi salud no me permite atender mis obligaciones en la Royal Geographical Society ni en la Geological Society. —Darwin enumeró con tristeza la lista de sus achaques—. Pero llevo a cabo la mayoría de mis investigaciones por correspondencia.
—¿Y el teatro? ¿Los conciertos? ¿No los echa de menos?
—Oh, nunca he sido muy aficionado al teatro. Las mujeres de la casa me tocan Rossini y Beethoven al piano por la noche, y me leen un sinfín de novelas tontas. —Sonrió—. Tengo todo lo que quiero para entretenerme sin salir de Down House. Quizá no sea la casa más bonita del lugar, pero tras unas pocas modificaciones se ha adaptado a mis necesidades a la perfección.
—¿Ah, sí? ¿Qué tipo de modificaciones ha hecho?
—Escaleras en la parte de atrás de la casa, para no tener que ver a los sirvientes si no es estrictamente necesario. Y una habitación que ocupa mi mujer durante sus embarazos y alumbramientos.
«Debe de ocuparla casi todo el tiempo», pensó FitzRoy.
—Y el terraplén frente a la casa, para que no nos molesten los curiosos. Gozo de cierta celebridad, ¿sabe?
—Lo sé.
—¿Y usted, FitzRoy? ¿A qué se dedica últimamente?
—A nada en particular. No terminé las cartas de Sudamérica ni los planos de navegación hasta mi regreso de Nueva Zelanda. Era una tarea tan descomunal que, cuando acabé, confieso que me encontré con las manos vacías. Después, durante un tiempo, ayudé al Almirantazgo en las pruebas del barco de Su Majestad Arrogant, un buque de guerra propulsado por una pequeña hélice instalada en la popa. Es un invento de un sueco llamado Ericsson. Pero al final el diseño se rechazó. El Almirantazgo llegó a la conclusión de que nunca funcionaría, y que el vapor nunca sustituiría a las velas y el viento.
—¿Fueron ésas sus propias conclusiones?
—No… Mis conclusiones fueron justo lo contrario. Dimití del proyecto en unas circunstancias un poco incómodas.
«Típico de FitzRoy —pensó Darwin—. Siempre tan inflexible. Incapaz de ceder un poco ante los vientos predominantes».
—Desde entonces, he intentado sin éxito que el gobierno escuche mis ideas respecto a la viabilidad de pronosticar el tiempo. ¿Y qué me dice de usted? ¿Qué investigaciones ha emprendido últimamente?
—¿Yo? He estado estudiando los percebes.
«No le preguntaré por qué —pensó FitzRoy—, pues sin duda estará relacionado con la transmutación, y no tengo ningunas ganas de discutir con él. Hoy no».
Darwin, cuyos pensamientos iban por los mismos derroteros, no continuó, pero se encontró deseando confiarse a FitzRoy, deseando explicarle todo acerca de las increíbles variaciones que había descubierto, todas las pruebas que había encontrado de que la variación era un proceso continuo y no sólo el resultado de acontecimientos geológicos concretos. Quería que aquel hombre, sobre todo aquel hombre, aquella especie de mula tozuda, cediera al peso de sus argumentos y se diese por vencido.
—¿Ha leído Los vestigios? —Más que una pregunta era un arma arrojadiza.
—¿Acaso no lo ha leído todo el mundo?
Los vestigios de la historia natural de la Creación era un tratado transmutacionista anónimo tan popular como mal escrito, que había dejado atónito al mundo científico al vender cuarenta mil copias. La sociedad británica, al parecer, estaba preparada para escuchar argumentos bien razonados a favor de la descendencia del hombre a partir de los simios superiores, pero, por desgracia, Los vestigios no ofrecía tales argumentos. El autor del libro había sido incapaz de plantear ningún tipo de mecanismo convincente para explicar la transmutación.
—Cuando lo leí, las partes zoológicas y geológicas se me antojaron obra de un aficionado —dijo Darwin, malhumorado—. El libro es tan malo que casi podría haberlo escrito una mujer.
La publicación de Los vestigios lo había conmocionado. Al principio pensó que se le habían adelantado; luego, cuando se dio cuenta de que no era así, se asustó al ver la virulencia con que la comunidad científica atacaba al autor. Sedgwick, por ejemplo, dijo del argumento transmutacionista que era un «aborto inmundo, lleno de deformidades internas y maldades». No le sorprendía que el hombre —o la mujer— se mantuviera en el anonimato.
—Un libro insólito. Afirmaba, si no recuerdo mal, que los ácaros del queso podían generarse espontáneamente por la electricidad —dijo FitzRoy, perplejo.
—No hay quien explique el gusto del público —repuso Darwin, y se mordió la lengua. Cómo le habría gustado presentar a FitzRoy un argumento transmutacionista de verdad, pensado de forma cuidadosa y convincente, y respaldado por investigaciones exhaustivas. Cómo le habría gustado encerrarse con FitzRoy en la oscura madriguera de su despacho, para enseñarle el percebe semihermafrodita por el microscopio y exclamar: «¡Aquí! ¡Aquí está el origen del sexo masculino y el femenino! ¡La costilla de Adán no tiene nada que ver en este asunto!».
FitzRoy no pudo evitar comparar con amargura el aluvión de condenas que había provocado la publicación de Los vestigios en la buena sociedad con los innumerables elogios que siempre recibían las obras de Darwin. «Si la gente se enterara de sus verdaderas opiniones, lo proscribiría como a un paria, pero en cambio fue mi libro el que recibió críticas negativas, escritas por sus amigos científicos liberales, mientras que el suyo tuvo muy buena acogida en la prensa».
El graznido de un cuervo procedente de los terrenos calcáreos que había más allá de los matorrales del camino de arena anunció la llegada del invierno.
—¿Vamos dentro a almorzar? —sugirió Darwin—. Empieza a hacer frío.
Almorzaron en el anticuado comedor estilo regencia, mientras los retratos dieciochescos de los miembros de la familia Darwin muertos hacía mucho los contemplaban desde lo alto. El desangelado mayordomo de pelo largo les sirvió el almuerzo con una indiferencia que bordeaba la disconformidad, llenando los delicados platos de porcelana de Wedgwood decorados con motivos de nenúfares con raciones toscas de carne de cordero hervido. Mientras miraba las caras empolvadas de los antepasados de Darwin, a FitzRoy se le ocurrió de pronto que su anfitrión siempre volvía la vista atrás, permanentemente descontento con el pasado, tratando siempre de desentrañarlo, mientras que él, en cambio, seguro en su conocimiento de cómo la humanidad había llegado a ese momento, estaba siempre mirando hacia delante, tratando de mejorar el futuro.
Dos daguerrotipos los observaban desdichadamente desde el aparador que había en un extremo de la sala. El más grande mostraba a un Darwin triste y pensativo, con los ojos curiosamente oscuros y un niño con pañales sentado sobre el regazo. «Debe de ser William —pensó FitzRoy—. El primogénito». El otro mostraba a una niña de mentón grueso y expresión huraña, vestida con un traje a cuadros y despatarrada en un sofá; llevaba el pelo recogido en sendas trenzas detrás de las orejas, como una muñeca. «Esa debe de ser Anne, la niña que murió». Emma Darwin siguió la mirada de FitzRoy.
—Es preciosa —dijo él rápidamente al verse sorprendido.
—Hemos perdido la alegría de la casa y el consuelo de nuestra vejez, capitán FitzRoy. Siempre pensé que, pasara lo que pasase, tendríamos un alma cariñosa a quien nada ni nadie podría cambiar.
—Mi hija era buena, generosa y confiada en todos sus actos —añadió Darwin—, ajena a la envidia y los celos, siempre estaba de buen humor y nunca se dejaba llevar por emociones violentas. Espero que se diera cuenta de lo mucho que la queríamos.
—Espero que se dé cuenta de lo profunda y tiernamente que la queremos todavía —replicó Emma—, y de cómo querremos siempre su amado y alegre rostro. Que Dios la bendiga.
—Y que el Espíritu Santo bendiga su empeño en honrar el nombre del Redentor —agregó FitzRoy, que podía percibir el dolor en el semblante de los Darwin como si se lo hubieran grabado con un punzón.
—La señora está servida —interrumpió Parslow, descargando un inoportuno montón de patatas en el plato de Emma.
—¿Y cómo están sus hijos, capitán FitzRoy? ¿Qué será de ellos? No pueden quedarse en casa sin una mujer que los cuide.
—No. Mi hijo Robert se alistará en la Marina. Ya es lo bastante mayor, tiene doce años, y le he conseguido una litera. Más tarde espero que pueda ingresar en el Real Colegio Naval. Mi hermana Fanny y lady Londonderry se han ofrecido amablemente a ocuparse de las tres niñas. Seguiré viéndolas, por supuesto, pero será muy doloroso. Emily es el vivo retrato de su madre.
—¡Pobre! Sé exactamente cómo se siente. ¡Añoro tanto a mi querida Annie…! La queríamos todos muchísimo, capitán FitzRoy. Los sirvientes la adoraban. Ojalá hubiera podido verlo.
—Después de su muerte, su niñera Brodie se volvió histérica de pena —recordó Darwin—. Al final pensé que era mejor que se fuese. Su dolor era inconsolable.
—¿Ha escrito ya el recordatorio de Anne? —preguntó FitzRoy.
—No habrá recordatorio —respondió secamente.
—¿No? —Intentó en vano disimular su sorpresa.
—Nada de recordatorios, ni ángeles de piedra sobre su tumba. Sólo una simple lápida en el cementerio de Malvern, con una inscripción: «Una niña buena y cariñosa».
Emma Darwin no parecía muy contenta.
—Debe de ser una pena para ambos que esté enterrada tan lejos. Para mí supone un gran consuelo visitar la tumba de mi mujer todos los días. Hablo con ella, le doy gracias a Dios por su vida, y le doy gracias porque sé que ella está sentada a Su derecha en estos momentos.
—No importa, FitzRoy, puede desaprobar mi conducta si así lo desea. Cielo santo, hace demasiado tiempo que lo conozco para que me ofenda ahora. Dígalo, diga que desaprueba mi negativa a proporcionar un recordatorio a mi hija.
—No pienso decirlo, claro que no. Cada persona escoge cómo quiere vivir el duelo por la muerte de un ser querido.
—Es sólo que, por mucho que me esfuerce, no puedo ver ningún propósito divino que justifique la pérdida de mi hija.
—Yo tampoco puedo ver ningún propósito divino en la pérdida de mi amada mujer. Pero tiene que haberlo, ¿no cree? Si no, ¿por qué le habría arrebatado una niña tan buena y querida? ¿Por qué me habría arrebatado una mujer de cuarenta años tan buena y querida? Fue voluntad del Señor que así ocurriera, ésa es la razón, y la voluntad del Señor es siempre para bien, a pesar de que desconozcamos sus razones. Por lo tanto, puede tener la certeza de que su hija se encuentra a Su lado.
—Oh, le aseguro, FitzRoy, que desearía creer que mi hija ha pasado a mejor vida. Tanto como usted mismo, se lo garantizo. Pero ¿qué es la fe? La fe no es otra cosa que un instinto. ¿Y la creencia en una vida después de la muerte? Nada más que una idea de un ser primitivo, el hombre, que no quiere enfrentarse a su terror y su indefensión ante la muerte. —Ahora Darwin trataba de provocar a su interlocutor. Los gestos serenos de FitzRoy, su piedad repelente, sus certezas absolutas e inquebrantables, estaban provocándolo, y él quería devolverle la provocación.
—Ese punto de vista no deja espacio para la divinidad ni para la redención —replicó con tono suave.
—¡Annie tenía sólo diez años! La suya fue una muerte muy dolorosa, por el amor de Dios. ¿Por qué debería tener yo algo que ver con un Dios que disfruta con tales crueldades? ¡No soy ningún salvaje!
—¡Señor Darwin, por favor! —dijo su mujer entre dientes—. Los criados.
—Creo que debería distinguir entre si culpabiliza enérgicamente a Dios por lo ocurrido o si sólo le cuesta creer en Él.
—¡Váyase al diablo! —estalló Darwin muy enfadado—. No lo entiende, ¿verdad? Ninguno de los dos. —Y se volvió a su mujer—. Nuestra hija está muerta. Está pudriéndose bajo tierra. No está «sentada a la derecha del Padre en el cielo». ¿Por qué? Porque el cielo no existe, y porque Dios no existe. ¡Pues ya está! Ya lo he dicho. DIOS NO EXISTE. Dios no es otra cosa que la encarnación de nuestros miedos ridículos. ¿Está contento ahora? ¿Quiere que lo diga una vez más, para que quede claro de una vez por todas? DIOS NO EXISTE, MALDITO SEA.
Emma Darwin, con los ojos bañados en lágrimas, se levantó y salió corriendo del comedor.
Parslow, que estaba a punto de ofrecer a FitzRoy una segunda ración de col, cambió de parecer.