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Auckland, Nueva Zelanda

11 de enero de 1845

—Papá, el hombre del dibujo se parece a ti.

—Sí, Emily. Es un retrato mío.

—Pero, papá, si es el retrato de un hombre negro. Tú no eres negro.

Emily lo había pillado in fraganti, hojeando la última hornada de malas noticias de la prensa. Esos días había más periódicos para escoger: el New Zealand Herald, el New Zealand Spectator, el Auckland Gazette, todos ellos de la compañía, que divulgaban la perniciosa palabra de los Wakefield como si fuesen octavillas de misioneros redactadas por el mismo diablo. Era increíble que una población inmigrante de solo tres mil blancos pudiese mantener tantos periódicos, pero la mayoría de los colonos no tenía nada que hacer salvo leer su contenido —y en el caso de los analfabetos, escuchar a los que leían en voz alta—: una expresión entusiasta de sus crecientes reivindicaciones. El blanco de su odio, el gobernador, que se interponía entre ellos y la tierra que creían que les pertenecía legítimamente, aparecía caricaturizado como «el elevado y poderoso príncipe FitzGig I, uno de los reyes de las islas caníbales».

—Es un dibujo muy gracioso, Emily. El artista quería hacer reír a la gente.

—¿Y a ti te hizo gracia, papá?

—Desde luego, cuando lo vi por primera vez. Ahora, cariño, perdóname, pero papá está muy ocupado. ¿Por qué no vas a jugar al sol con Robert y Fanny?

La niña se marchó obedientemente, y la mirada protectora de su padre la acompañó hasta que estuvo en el césped soleado. La pequeña Fanny andaba como un pato con falda, con una sonrisa amplia y radiante pintada en el rostro; Robert describía círculos alrededor de ella con un barquito de coral en la mano. Detrás de ellos, los frondosos prados que descendían hasta el puerto estaban sembrados de miserables construcciones de madera. Cada vez eran más: en algunos lugares estaban agrupadas en torno a calles visibles, como un corrillo de murmuradores. Hacia el norte y el oeste de la población se estaban reuniendo unas nubes oscuras y tormentosas. En los montes boscosos y volcánicos que formaban un anfiteatro natural en el límite de Auckland, habían aparecido chozas de nativos dispuestas en largas hileras; cada una de las tribus se había asignado su propia cresta. En apariencia estaban allí para comerciar con el hombre blanco, pero no cabía duda de que hacían ostentación de una seguridad en sí mismos hasta entonces desconocida: Wairau había alterado el equilibrio de fuerzas psicológicas. FitzRoy pensó que un ejército enemigo no podría haber acampado más hábilmente o con mayor aspecto de regularidad.

Había escrito al secretario colonial Stanley, por supuesto, para pedirle más dinero y más tropas. Sin dinero no podía construir una escuela, una iglesia o un hospital, ni siquiera fortificaciones. No se administraba justicia, pues no había dinero para pagar abogados. Incluso se habían detenido las ventas legítimas de tierras porque el gobierno carecía de fondos para pagarles a los nativos sus propiedades. FitzRoy tuvo que controlar la circulación de su propia moneda, por miedo a que la inflación se disparara. Le había dicho a Stanley que le bastaría con una pequeña suma para abonar salarios mínimos a los jefes amistosos a fin de comprar su fidelidad; tal como estaban las cosas, el amor a Cristo que los misioneros de Waimate habían inculcado en algunas tribus era lo único que mantenía a raya a los neozelandeses. El país estaba aquejado de parálisis; todo lo que podía hacer FitzRoy era intentar que los dos bandos guardaran las distancias el máximo tiempo posible.

Pasaron diez meses antes de que llegara la respuesta de Stanley. No habría dinero ni tropas. La compañía había asegurado al gobierno británico que Nueva Zelanda sería una colonia económicamente independiente, lo que, desde luego, no ocurriría hasta que la población nativa fuera convenientemente aniquilada. En lugar de enviar tropas, Stanley le mandaba organizar una milicia de defensa armando a los colonos, una orden tan temeraria y provocadora que FitzRoy se sintió obligado a desobedecerla. Al menos los nativos entendían que los soldados de chaqueta roja estaban allí para defender la ley y el statu quo, que constituían una fuerza neutral. Armar a la turba de colonos sólo ocasionaría un baño de sangre ante el que la matanza de Wairau se recordaría como un suceso insignificante. Sabía que las noticias de su desobediencia llegarían pronto a Londres. Sin duda ya hacía tiempo que el New Zealand Journal había arribado a las costas británicas.

Con cansancio, FitzRoy hojeó los periódicos una vez más. «Quítennos la maldición —la maldición nativa—, y pongan en su lugar una bendición: ¡un gobernador racional!», bramaba un titular. Siguió leyendo. «La política que ha adoptado el gobernador con respecto a los nativos ha producido el efecto que todos los que conocen el carácter de los salvajes previeron y predijeron; es el mismo efecto que se observa en los niños mimados y consentidos, a quienes el cariño excesivo e imprudente vuelve presuntuosos e impertinentes, un verdadero incordio para todos quienes los rodean». FitzRoy cogió el Herald, que argumentaba que «reconocer el derecho absoluto de los nativos sobre sus tierras crea innumerables obstáculos a una colonización beneficiosa. Alienta en el corazón de los nativos una codicia insaciable que los condena a la apatía y a perpetuar sus costumbres bárbaras». Como no podía ser de otro modo, Jerningham Wakefield era el que exponía las opiniones más extremas. En un artículo del Gazette, insistía en que el gobernador FitzRoy había llevado a Nueva Zelanda una enfermedad que había infectado a la colonia entera: «Es repugnante observar la naturaleza purulenta y contagiosa de la enfermedad. Parece que la peste moral de aversión a los colonos se propaga por el aliento y el olor de la autoridad».

—¿Por qué te molestas en leer eso?

Mary estaba en el umbral, con una mano apoyada sobre el marco de la puerta para aligerar el peso de su cuerpo en avanzado estado de gestación, pues su cuarto hijo llegaría al cabo de unas pocas semanas. De algún modo todavía se las arreglaba para mantener su porte regio. A FitzRoy, su mujer seguía infundiéndole un profundo respeto, como también lo maravillaba el continuado milagro del alumbramiento. La piedad de Mary era tan sencilla, tan reconfortante, que él había empezado a verla como un faro que podía conducirlo a la salvación. Los colonos también la adoraban. Cuando la mujer les daba comida, agua y mantas, sólo veían un ángel flotando entre ellos. Nunca se oían, por supuesto, los insultos en voz baja, las carcajadas y amenazas que acompañaban los paseos del gobernador por la población.

FitzRoy dejó el New Zealand Gazette sobre la mesa.

—¿Que por qué los leo? Porque Londres los leerá. Porque los jefes los leerán. Porque los colonos los leerán. Y todos creerán lo que hay escrito en ellos sobre mí y sobre esta colonia.

—Nadie que te conozca lo creerá. Cualquiera que te conozca y te quiera, como yo, sabrá que ninguno de estos periódicos tiene el más mínimo respeto por la verdad.

—Los colonos, al parecer, se tragan todo lo que les dicen.

—Querido, los colonos no tienen otra opción que creer, pues si les quitas la fantasía de que la tierra de los nativos les pertenece, ¿qué les queda? Están asustados, en la miseria, y a muchos miles de kilómetros de casa.

—Lo importante es lo que cree Londres, señora FitzRoy. De ahí vendrá nuestra salvación, o nuestra condena.

—Londres decidirá creer lo que le convenga más. Ruego a Dios para que le conceda a lord Stanley la sabiduría de descubrir la verdad; pero en caso de que no sea así, lo que es harto probable, entonces tendrás que ser fuerte, querido, y aguantar, porque la verdad siempre acaba revelándose. No te desesperes. Los dos debemos confiar en la Divina Providencia, en el convencimiento de que el Señor siempre triunfa. De ahí vendrá nuestra salvación, y no nuestra condena.

—Como siempre, tienes razón, querida. Pero ¿qué clase de marido soy que deja de pie a su mujer embarazada y no le ofrece un asiento? —La cogió por un brazo y la acompañó hasta una silla—. Por favor, perdona mi ensimismamiento. Mis modales son inexcusables.

—Por favor, señor FitzRoy —sonrió—, no te preocupes tanto.

Una tos cortés procedente del umbral los interrumpió.

—Si es tan amable, señor.

Era Andrew Sinclair, el secretario de FitzRoy. En realidad, el joven escocés era cirujano de la Marina; había llegado a Nueva Zelanda en un buque de presidiarios hacía un año, y había decidido quedarse en las islas. Como no podía confiar en ninguno de los europeos de la colonia a excepción de los misioneros, FitzRoy había aprovechado la oportunidad de contratar a un hombre de la Marina para un puesto de responsabilidad que le era muy necesario.

—Han llegado noticias de Kororareka, señor. El jefe Hone Heke y un grupo de hombres abatieron y rompieron hace dos días el asta de la bandera y quemaron las banderas británica y neozelandesa.

FitzRoy recordó la solitaria asta en la colina que se levantaba detrás de la casa del residente; ahora que Bushby había huido, la vivienda estaba vacía.

—¿Lo hicieron por alguna razón en concreto?

—Una de las sirvientas del jefe, una chica llamada Kotiro, se fugó y se casó con un hombre blanco de ese pueblo.

—Es sólo un pretexto. Hone Heke tiene cientos de sirvientas. Es un gesto calculado contra el símbolo de la autoridad británica. Está probándonos, provocándonos, tratando de empujarnos al enfrentamiento.

—¿Y qué podemos hacer?

—Está claro que no podemos pasarlo por alto, pero nuestra respuesta no debe ser desmedida. Dé la orden de que se coloque otra asta, y que se pongan nuevas banderas. Y mande un mensaje a Hone Heke diciéndole que estoy dispuesto a entrevistarme con él y escuchar sus reclamaciones.

—Sí, señor.

Sinclair dio media vuelta marcialmente y abandonó la habitación, dejando a FitzRoy a solas con su mujer, quien, preocupada, puso su mano sobre la de él.

—¿Es ésta la chispa que encenderá el fuego de la guerra?

—Espero fervientemente que no lo sea, señora FitzRoy. Por el bien de todos nosotros.

Unas ocho semanas después, un bergantín de la Marina que había atracado en Auckland, el Hazard, llevó a FitzRoy hasta Kororareka junto con cincuenta soldados del octogésimo regimiento, el grueso de la fuerza militar, que estaban bajo el mando del capitán Maynard. Le habían informado de que Hone Heke había abatido el asta de la bandera por segunda vez, y había rehusado celebrar un encuentro con el gobernador. Él había mandado que se volviera a poner en su sitio el asta, esa vez con un revestimiento de hierro en la base, y ordenado la detención de Hone Heke, acusado de ocasionar daños a la propiedad de la Corona. Se puso precio a la cabeza del jefe, cien libras, que FitzRoy difícilmente podía pagar. Sabía que era poco más que un gesto simbólico.

Al llegar a Kororareka, se convocó un consejo de guerra que se reuniría en la iglesia de Cristo, el único edificio de la inmunda población que podía considerarse remotamente salubre. Invitaron al jefe cristiano Waka Nene, además de al señor Williams, en representación de los misioneros de Waimate, Andrew Sinclair, el capitán Maynard y sus dos tenientes, y el capitán y los oficiales del Hazard. Las noticias no eran buenas. Los hombres de Hone Heke habían asaltado la mayoría de las granjas apartadas, y las habían saqueado antes de prenderles fuego. Habían robado un buen número de caballos, lo que significaba que ahora la banda tenía gran movilidad y actuaba rápido. Los habitantes de Kororareka, otrora gente bullanguera y borracha, estaban nerviosos y aterrorizados, de modo que se mantenían recluidos en sus casas. FitzRoy sentía que la hora de la verdad había llegado. Si cometía un error, si tomaba una decisión equivocada, habría docenas de muertos. «La vida de estas personas depende de mí, por no hablar de mi familia. Señor, dame la fuerza necesaria para actuar con sabiduría y por el bien de todos».

—Hone Heke te envía un mensaje —dijo el jefe Waka Nene con gravedad, mientras volutas de humo negro se elevaban furiosamente alrededor de su rostro ocultando su expresión. Le tendió un papel.

FitzRoy lo desdobló y leyó:

¿Soy un cerdo y por eso me compran y me venden? Ahora yo ofrezco una recompensa de cien libras por «tu» captura. Por la presente doy a todos los hombres blancos dos días para abandonar Kororareka. Si después de esos dos días queda algún blanco en la población, morirá.

—¡Qué descaro! —exclamó Maynard, que tenía un rostro rubicundo y parecía muy seguro de sí mismo—. Ese hombre es un ladrón engreído que saldrá huyendo a la mínima señal de oposición.

—Dígame, capitán Maynard —inquirió FitzRoy—, ¿qué experiencia de lucha tienen usted y sus hombres?

—La verdad, señor… es que ninguno de nosotros hemos estado todavía en el servicio activo —respondió, poniéndose más colorado de lo que era—, pero entrenamos todos los días. Créame, señor, el neozelandés no es la clase de hombre al que pueda hablársele con algún tipo de vacilación. Debe hablársele con una bayoneta calada, y nosotros somos los hombres para hablar con él.

FitzRoy echó un vistazo a Waka Nene para ver si las generalizaciones de Maynard causaban algún efecto en él, pero el jefe estaba sumido en un silencio inescrutable.

—Somos perfectamente capaces de dar a Heke y sus seguidores un buen escarmiento, señor —declaró el teniente Randall, el subalterno inmediato de Maynard, un joven entusiasta de unos diecinueve años.

«No eres más que un niño —pensó FitzRoy—. Qué típico del ejército, convertir en tenientes a jóvenes inexpertos».

—Su coraje lo honra, teniente Randall. Pero no olvide que hay nada menos que doce mil neozelandeses viviendo en las inmediaciones de Kororareka.

—¡La guerra sería desastrosa para todos! —exclamó Williams con su voz de barítono—. ¡Una verdadera catástrofe! Especialmente una guerra por una bandera sujeta en un palo. ¿No podemos limitarnos a llevar la bandera a un lugar seguro hasta que no haya ninguna duda de que no van a volver a destruirla?

FitzRoy negó con la cabeza.

—Me temo, señor Williams, que la bandera simboliza mi autoridad, y la de Su Majestad, en esta colonia. Debe mantenerse en pie.

—Hone Heke ve el asta de la bandera como un rahui. —Waka Nene rompió su silencio—. Un símbolo, un símbolo mágico, que mantiene a los intrusos alejados. Si lo destruye, debilitará la magia del hombre blanco. Hone Heke no es cristiano.

—¡Qué supercherías! —se mofó el capitán Maynard—. Son puras paparruchas.

—Si vuelve a abatirse el asta de la bandera, lucharemos por ella —prometió Waka Nene—. Nosotros los cristianos somos una sola tribu, y lucharemos por la bandera y por nuestro gobernador.

—Te agradezco, jefe Waka Nene, tu amistad y lealtad —dijo FitzRoy con gravedad.

—El problema es —terció Williams— que muchos de los jóvenes han llegado a ver a los británicos como ocupantes. Están engrosando las filas de Hone Heke. Ven en él a un líder intachable.

—Me temo, caballeros, que debemos contemplar la posibilidad de que Kororareka sea atacada —los previno FitzRoy—. Haremos lo siguiente. Enviaremos mensajes a los colonos que todavía están fuera para decirles que no se les podrá proteger a menos que vengan a Kororareka. Señor Sinclair, hágame el favor de enviar urgentemente al señor George Gipps, el gobernador de Nueva Gales del Sur, esta nota: «Recientes actos de rebelión abierta exigen no sólo una ayuda inmediata sino una resistencia permanente. No puedo esperar impedir este estado calamitoso de cosas si no cuento con ayuda inmediata. Como he expuesto repetida y claramente, no se puede confiar en una milicia local. Por favor, envíen refuerzos urgentemente». Y mande asimismo esta nota a Hone Heke: «Se defenderá la bandera, así que si hay un nuevo ataque, se perderán muchas vidas». Capitán Maynard, usted y sus hombres defenderán la población. Propongo que los infantes de marina del Hazard cubran el malecón, por si debe evacuarse la población a toda prisa.

—Estoy seguro de que esto último no será necesario, señor —dijo Maynard.

—Puede contar con nosotros, señor —añadió el teniente Randall, animoso.

En la mente de FitzRoy, la emoción de la próxima escaramuza entraba en conflicto con los remordimientos, como el saber que podría estar a punto de arriesgar la vida de hombres en combate. Se sentía extraño, como si los hechos que se estaban desarrollando no estuvieran bajo su control sino el del destino.

—Muchas gracias, señor Maynard, señor Randall —fue todo lo que pudo decir.

Cuando Waka Nene se marchó para reunir a las tribus leales, FitzRoy se quedó sentado a solas en el camarote que le habían adjudicado en el Hazard. La mente le hervía de actividad, las diferentes alternativas se abrían ante él y se dividían, subdividían y se volvían a unir como el delta de un río crecido. Andrew Sinclair le llevó noticias de que mientras los hombres de Maynard estaban reuniendo material para levantar sus construcciones defensivas, uno de los asaltantes del grupo de Hone Heke había derribado el asta de la bandera por tercera vez, con el revestimiento de hierro incluido. Al parecer, la suerte estaba echada. Sinclair pensó que FitzRoy tenía un aspecto febril.

—Ordene que levanten el asta una vez más.

—¿Por cuarta vez, señor?

—Por cuarta vez, señor Sinclair.

El joven cirujano se mostró desconcertado.

—¿Está seguro de que es pertinente? ¿No cree que los hombres deberían concentrarse en construir las defensas?

«Existen pautas que seguir —comprendió FitzRoy—, rituales que observar. Sinclair es incapaz de verlo». Cerró los ojos, y de repente pudo ver todo mucho más claro aún.

—Dé la orden, señor Sinclair. El asta debe mantenerse en pie. Pues ella señala el camino del cielo.

Sinclair le lanzó una mirada de extrañeza, y abandonó el camarote.

FitzRoy se sentó en el lecho, si no satisfecho, por lo menos seguro de que estaba haciendo lo que debía. En su interior crecía una convicción maravillosa: que su misión en ese lugar estaba de algún modo vinculada con el universo y la voluntad de Dios, que todas esas cosas compartían el mismo principio. No tenía sentido resistirse al curso natural de los acontecimientos, tal como los había establecido el Señor. Sólo era cuestión de seguir su propósito, y todos los escollos, todas las dificultades del camino se resolverían. La próxima batalla, el destino de todos, incluso el lecho de roca donde descansaba Nueva Zelanda, todo tomaría nueva forma a Su imagen, allanando el camino en adelante. El camino que FitzRoy debía tomar parecía claro.

Por supuesto, resultaba casi imposible defender una población con tan sólo cincuenta hombres, incluso una población de no más de unos pocos cientos de almas. A pesar de toda su inexperiencia, el capitán Maynard lo sabía; concentró sus esfuerzos en fortificar la empalizada que también actuaba como almacén de armas y municiones, y que puso bajo su mando, y en construir un búnker a prueba de fuego de mosquete en Flagstaff Hill, donde ondeaban las controvertidas banderas, que dejó al mando del teniente Randall. El capitán Hazlewood y el pequeño destacamento de infantes de marina del Hazard defenderían el malecón, como había decidido FitzRoy, respaldado por los escasos y viejos cañones de su bergantín. Esperaban que ese triángulo fortificado, con cada uno de sus vértices a tiro del otro, disuadiese al enemigo de atacar el centro de la población. Cumplieron de cualquier manera la extravagante orden que FitzRoy les había dado respecto a la bandera: en menos de cinco minutos habían levantado el asta y la habían atado con cuerdas al trozo que quedaba. Ahora Hone Heke era su objetivo prioritario; y si el jefe atacaba, el octogésimo regimiento estaba preparado para responder con mano dura.

Los neozelandeses, como cabía imaginar, aguardaron a que se hiciera de noche. En la penumbra del ocaso, los defensores pudieron ver movimientos apresurados en la espesura que bordeaba la población. No dispararon; tenían órdenes de no malgastar la munición. Además, no era probable que los indígenas les dispararan a su vez. Estaban armados hasta los dientes, por supuesto, pues los europeos se habían mostrado entusiasmados de venderles munición a precios desorbitados, pero tenían a su disposición un arma más potente: el fuego. Kororareka era una población enteramente construida de madera. Cuando anocheciese, y las casas fueran reducidas a cenizas, los pakeha tendrían que huir.

Las primeras llamas aparecieron al este del asentamiento alrededor de las nueve de la noche, lamiendo las tablas de madera de las casuchas de los colonos, y fueron creciendo rápidamente hasta convertirse en torres de llamas anaranjadas y surtidores de chispas que se elevaban como fuegos artificiales en el cielo nocturno. Así fueron visibles algunos de los atacantes; la silueta de sus melenas ondeando al viento se recortaba contra el resplandor del incendio. Los aterrorizados habitantes salían en estampida a las calles, pero los indígenas no los abatían con los mosquetes, operación que no les habría costado nada. En lugar de eso, por increíble que pareciera, se habría dicho que estaban bailando; situados en filas, chillaban y salmodiaban al unísono, blandiendo las armas y hachas por encima de la cabeza, con sus extremidades gruesas y musculosas envueltas en tela roja que destellaba amenazadoramente a la luz del fuego. En sí misma, la danza no tenía nada de inquietante; lo sobrecogedor era el número de participantes. Era evidente que Hone Heke había conseguido un apoyo autóctono muy superior al que se pensaba. La batalla por hacerse con la mente y el corazón de la población local se había perdido, eso estaba claro. Los atacantes se contaban por centenares.

Desde su ventajosa posición entre los infantes de marina que defendían el malecón, FitzRoy podía ver a los habitantes saliendo en tropel de sus casas, abandonando todas sus posesiones, apresurándose atropelladamente hacia la costa. Aparte del Hazard, había otros dos barcos en la bahía que podían darles refugio: el St. Louis, una corbeta americana, y el Matilda, un ballenero, y ya podía verse cómo una flotilla de pequeñas embarcaciones se hacía a la mar y cómo sus desesperados ocupantes remaban con denuedo para salvar la vida y ponerse a salvo. Las llamas se estaban apoderando de la calle principal y devoraban los edificios; densas columnas de humo se ensortijaban entre sí en su impaciencia por ahogar toda forma de vida a su alrededor. Kororareka estaba resultando poco más que un barril de pólvora. Puede que en teoría Flagstaff Hill y el asta estuvieran a la vista del malecón, pero ahora no había nada que ver aparte de llamas saltarinas, chispas frenéticas y remolinos de humo. Cualquier esperanza de poder comunicarse entre los tres reductos era absurda. Entonces empezó el tiroteo; ráfagas cortas e intensas procedentes de la base de Flagstaff Hill y de las construcciones que se erguían en torno a la empalizada. Los hombres del octogésimo regimiento dispararon sin tregua en la oscuridad. Todo lo que los infantes de marina del Hazard pudieron hacer fue quedarse de brazos cruzados y rezar.

Cautivado por el extraordinario espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos, FitzRoy tenía la estimulante sensación de estar cayendo y que la tierra se elevaba rápidamente para encontrarse con sus pies, pero no parecía llegar nunca. Allí suspendido, se sintió de repente subyugado por la belleza de la escena, y dio gracias a Dios por haberle permitido estar en su mismo centro. Era consciente de que los hombres que lo rodeaban veían sólo desorden y confusión, pero él podía ver un diseño, una especie de geometría divina. Las luces resplandecientes y los ruidos atronadores habían conformado un concierto en su mente, con todos los sentidos estremeciéndose de maravilla y placer. El Señor ponía a Haendel en evidencia.

Las continuas detonaciones de mosquete procedentes de Flagstaff Hill fueron disminuyendo; un enorme movimiento percusivo llegaba a su fin. Poco después sólo se oían disparos aislados, un tiro aquí y allí, hasta que en esa dirección se hizo el silencio absoluto. Débilmente, a través de la avalancha de estímulos que se arremolinaban y danzaban en sus sentidos, FitzRoy comprendió que el joven teniente Randall y sus hombres debían de estar muertos, que el Señor se los había llevado a un lugar mejor, para que se cumpliera su maravilloso propósito. Pero el tiroteo desde la empalizada seguía siendo intenso y furioso; los aullidos secos y entrecortados de las escopetas sonaban como perros peleando en la oscuridad, y la agudizada atención de FitzRoy se desvió de inmediato.

El capitán Maynard y los soldados del octogésimo regimiento estaban librando una valerosa batalla, si se tenía en cuenta que no habían estado en el servicio activo antes. Pero defendían una empalizada de madera, en medio de un asentamiento de madera que estaba sucumbiendo a las llamas voraces, y, lo que era peor, se hallaban literalmente encima del almacén de armas y munición bastante bien provisto de Kororareka. El fuego de fusiles procedente de ese punto nunca cedió, lo que decía mucho en su favor; pero luego, con una inmensa explosión de luz y un estruendo ensordecedor que pudo oírse en toda la isla del Norte, Dios también acogió al capitán Maynard en su seno, y a todos sus hombres, y a muchos de los atacantes indígenas con ellos. El estallido iluminó los barcos de la bahía, alumbrándolos con una luz naranja que refulgía como el diorama de Regent’s Park de la Gran Guerra, y casi hizo salir volando al capitán Hazlewood y sus infantes de marina. Durante un momento, FitzRoy se preguntó si habría llegado el día del juicio final y si sonarían las trompetas. A su alrededor no había más que expresiones de puro pavor, pero él sabía, aunque ninguno de los aterrorizados infantes de marina lo supiese, que la senda que habían tomado era la verdadera, el único camino posible.

Ahora se veían siluetas oscuras surgiendo de la población, agachadas, avanzando en oleadas, y descargando sus mosquetes. Los infantes de marina respondían a los disparos. El capitán Hazlewood pidió barcas al Hazard a voz en grito, para empezar a evacuar a todo el mundo; pero en cuanto se puso en pie para hacer señas a sus hombres apostados en la cubierta del bergantín, una bala le atravesó la garganta, y se desplomó a los pies de FitzRoy emitiendo un confuso balbuceo. El señor Williams, que estaba en cuclillas cerca de FitzRoy, le tiraba a éste de la manga de la chaqueta para que entendiera la precariedad de su posición y la urgente necesidad de correr hacia las barcas. «Es de lo más desconcertante», pensó FitzRoy: él, como hombre de Dios, debería poder alcanzar una comprensión más profunda, ¿no? Los cañones del Hazard habían roto el fuego: el esporádico basso profondo suministraba un contrapunto al staccato del estampido producido por los mosquetes de los infantes de marina y el repiqueteo del fuego de respuesta procedente de Kororareka. Fuera lo que fuese lo que Williams le decía, sus palabras se perdían, escapándose silenciosamente de su boca abierta y flotando para reunirse en la caótica sinfonía de sonidos. El hombre semejaba encontrarse en un estado de pánico absolutamente inmerecido. El cúter del Hazard había conseguido acercarse al malecón a suficiente distancia para que se oyeran sus gritos, pero la mayoría de los hombres a los remos yacían muertos de un disparo, y ahora la embarcación se mecía vanamente en el agua, a unos treinta metros. Algunos infantes de marina del malecón habían abandonado los mosquetes, los chifles, los cortatacos, las baquetas y toda la parafernalia del soldado de infantería moderno, y nadaban hacia el cúter.

—¡Capitán FitzRoy! ¡Debemos huir! —le gritó Williams a la cara, a unos pocos milímetros de distancia.

La verdad es que el hombre parecía presa de la agitación por algo que a FitzRoy se le escapaba. Por lo visto había algún problema. ¿Dónde estaba Sinclair? Sinclair sabría lo que debían hacer. Quizá había llegado el momento de que todos tomaran su lugar al lado del Padre. O quizá el Señor iría a ellos. Sí, así era. El Señor iría a ellos.

Justo en ese momento hubo un fogonazo blanco y cegador, y un rugido arrollador pareció surgir del mar a lo lejos. Unos instantes después, un estruendo tremendo hizo temblar Kororareka hasta los cimientos, sacudiendo la tierra y levantando fuertes explosiones de chispas y llamas. A continuación se oyó otro trueno colosal, seguido por deslumbrantes pirotecnias al quemarse lo poco que quedaba del asentamiento. FitzRoy pensó que los cielos se habían abierto literalmente, pero entonces, bajo el resplandor de las llamas infernales que todavía arrasaban la población, todos consiguieron localizar el origen del sonido. Fuera de la bahía, majestuoso y altivo como un cisne, se aproximaba un enorme buque de guerra británico, mientras sus grandes cañones pulverizaban el asentamiento sin esfuerzo, junto con sus nuevos dueños; asomados al pasamanos se apiñaban lo que aparentaban miles de casacas rojas, preparados para desembarcar. Williams se había arrodillado, estremeciéndose y temblando de alivio, dando reiteradas gracias a Dios con voz chillona por su liberación. «Qué curioso —pensó FitzRoy— que use palabras para dirigirse a Dios, en lugar de sentir su presencia sin más».

La guerra del asta de la bandera acabó casi tan repentinamente como había empezado. Los neozelandeses que quedaban, faltos de capacidad de respuesta a la aplastante potencia de fuego del bombardeo del buque británico, huían en desbandada a las montañas. Un cuarto de hora después, un tropel de soldados uniformados desembarcaba en la playa y se hacía con el control de las ruinas ennegrecidas de Kororareka. Mientras el humo se dispersaba como el incienso a través de las plácidas aguas color verde obsidiana, vieron cómo una grácil y blanca ballenera se separaba del costado del buque de guerra y avanzaba elegantemente hacia el malecón. Un joven oficial dio un paso al frente, apareciendo entre la neblina marfileña como surgido de entre las nubes del reino de los cielos. Fue hacia ellos apresuradamente, revelando serenidad y seguridad a cada paso que daba. FitzRoy advirtió que se estaba mirando en un espejo: esa figura no era sino él mismo, con unos treinta años. El otro FitzRoy incluso llevaba un uniforme de gobernador idéntico al suyo. El Señor había retrocedido en el tiempo, había convocado a un FitzRoy más joven desde el pasado —o un FitzRoy alternativo, quizá, cuya vida había tomado diferentes giros y había dado otras vueltas—, y lo había llevado allí, para librarlos a todos del demonio. Francamente, los caminos de Dios no tenían explicación racional. Sobrecogido y maravillado, se puso en pie, y los dos FitzRoy caminaron el uno hacia el encuentro del otro a lo largo del pequeño malecón de madera, antes de detenerse a unos treinta centímetros de distancia, justo en el centro. Sólo entonces descubrió que el otro FitzRoy no era él en absoluto, sino otra persona, una persona completamente distinta.

—¿Son ustedes los refuerzos? ¿De Nueva Gales del Sur? —dijo Williams jadeando. Tenía la sotana salpicada de sangre y de jirones de carne (no eran de él, sino del desdichado Hazlewood), y trataba frenéticamente de quitárselos mientras hablaba.

—¿Nueva Gales del Sur? No. Venimos directos de Inglaterra. Capitán Grey, a su servicio. Llegamos a Auckland justo después de que ustedes se fueran. Fuimos informados de su situación y nos apresuramos a acudir en su ayuda. Al parecer hemos llegado en buen momento.

—¡Gracias a Dios! —gimió Williams, que sudaba copiosamente de puro alivio—. Nos han salvado la vida. Soy el reverendo William Williams. Y él es el gobernador FitzRoy.

—¿Usted es FitzRoy? —El recién llegado capitán Grey dirigió su fría e indiferente mirada al hombre que estaba junto al misionero. Todos y cada uno de sus movimientos y palabras estaban moldeados por una elegante precisión, mientras que su aire lánguido inspiraba confianza. Recorrió con la vista el uniforme gastado y salpicado de sangre—. Sintiéndolo mucho, señor, es mi deber informarle de que queda relevado como gobernador de Nueva Zelanda a partir de este instante, y reemplazado por mí, por orden de su majestad la reina Victoria, y lord Stanley, el secretario de Asuntos Coloniales. Lo lamento por usted, FitzRoy.

—¿Reemplazado? Pero ¿qué…?

Quien había hablado no era FitzRoy, sino Williams. «Si Dios ha enviado un emisario para asumir el mando —pensó FitzRoy—, yo no tengo nada que objetar». El capitán Grey le tendió una carta de aspecto oficial.

Williams la cogió y la leyó en voz alta, pues se dio cuenta de que FitzRoy no se hallaba en condiciones de hacerlo. Gran parte de su contenido consistía en las típicas frases hechas de tributo al gobernador saliente: «Civismo y actitudes desinteresadas… arduo trabajo… no ahorra sacrificios… su generosidad… la confianza absoluta en su sabiduría… su entusiasmo por servir a la reina…».

El reverendo levantó la mirada, desconcertado. El capitán Grey señaló los documentos oficiales que se adjuntaban a la carta.

—Hubo una comisión de Nueva Zelanda en la Cámara de los Comunes, presidida por lord Howick.

—¿Lord Howick? Pero si él es…

—La comisión recibió numerosos informes procedentes de la New Zealand Company referidos a las supuestas «deficiencias» del gobernador FitzRoy. La comisión creyó que la energía y la persistencia de las críticas en la prensa se debían a que tenían un fundamento de verdad. Además, la dimisión de un servidor de la patria leal y trabajador como Willoughby Shortland, el fracaso en capturar a los perpetradores de la matanza de Wairau, el fracaso a la hora de organizar una milicia local y la emisión de papel moneda sin permiso previo, eran factores que no podían pasarse por alto. Me parece que lord Stanley no tuvo otra alternativa. Traigo el sumario del informe de la comisión.

Con las manos temblorosas, Williams leyó las conclusiones de la comisión a la luz parpadeante del incendio.

—«El celo mostrado por el gobernador FitzRoy, sin lugar a dudas loable, por el bienestar de los aborígenes, ha sobrepasado bastante los límites de la discreción… Los habitantes incivilizados de cualquier país no tienen sino un dominio restringido sobre él… El reconocimiento por parte del gobernador del derecho de propiedad en nombre de los nativos no era esencial para la verdadera interpretación del tratado de Waitangi, y fue un error que ha tenido consecuencias muy perjudiciales… La New Zealand Company tiene derecho a esperar que el gobierno le conceda las hectáreas que le corresponden en el mínimo tiempo posible… Los principios según los cuales la New Zealand Company ha actuado al construir reservas para los nativos, con el objetivo de conseguir su bienestar, tanto presente como futuro, y al hacer adecuadas previsiones para el futuro en cuestiones de índole espiritual y educativa, son sólidos y juiciosos, y tienden a beneficiar a todo tipo de…». —Bajó el papel, furioso—. Pero ¿qué les ocurrirá a los neozelandeses? —preguntó con voz enérgica, aunque ya sabía la respuesta.

—Tengo más de mil infantes de marina a mi disposición, y aún vendrán más. Los neozelandeses serán despojados de sus tierras. A los que se resistan, además de a los culpables de la masacre de Wairau, se los arrestará y ahorcará como criminales. Me temo, caballeros, que el proceso de la ley debe seguir su curso. Es lo que distingue a una nación civilizada. Ahora, si me lo permiten, tengo que hacerme cargo de un país.

Grey caminó por el malecón, y FitzRoy se maravilló de la suavidad y simplicidad de sus movimientos. Pensó que, francamente, el emisario del Señor iba investido de la sabiduría y majestuosidad del reino de Dios, como si de un manto celestial se tratara.