Auckland, Nueva Zelanda
23 de diciembre de 1843
El Bangalore se deslizaba a través de la bahía en sombras como un espectro; sus velas refulgían por el resplandor parpadeante de las antorchas de la ciudad. El capitán Cable había calculado mal su aproximación a la costa por el puerto de Waitemata y llegaba cuando la luz del día ya se había extinguido. En realidad había calculado mal muchas cosas durante la travesía. Una noche fondearon en un apartado puerto natural en el estrecho de Magallanes; con el mar en calma, el capitán se fue a dormir dejando todas las vergas y mástiles aún en lo alto, y tras haber echado el ancla más ligera con la cadena más corta. No tenía barómetro, pero FitzRoy, que llevaba dos en su equipaje, observó que ambos estaban bajando en picado, hasta alcanzar las veintiocho pulgadas. Después de una discusión acalorada, FitzRoy persuadió al capitán de que tirara una segunda ancla más pesada con un cable bien largo. A las dos de la madrugada se oyó un rugido procedente del oeste, seguido de una inmensa ola, que alcanzó las vergas más bajas y en pocos segundos hizo que el Bangalore escorara peligrosamente; los gritos de los pasajeros eran casi inaudibles debido al bramido espantoso de la tempestad y el quejumbroso maullido de las cadenas de ancla tensadas hasta el límite. La primera cadena se partió, pero la segunda aguantó. FitzRoy les salvó la vida a todos. Ése fue el peor momento de una travesía que había sido una verdadera pesadilla para él: pasarse seis meses enteros encerrado como un simple pasajero en un barco mercantil de Torbay, con un capitán que no sabía gobernar una nave y no entendía nada de navegación, por no hablar de cómo interpretar las condiciones atmosféricas, era más de lo que podía aguantar.
El pequeño Robert, su hijo, aplastó la nariz contra el ojo de buey, contemplando las antorchas encendidas que resplandecían en la costa de Auckland.
—Padre, ¿las antorchas son por nosotros?
—Sí, Robert, todos están contentos de vernos.
—Todos están contentos de ver al nuevo gobernador —dijo Mary FitzRoy.
—El jueves es mi cumpleaños —recordó Emily a todos.
—Sí, cariño, cumples seis años.
FitzRoy salió a cubierta para intentar averiguar la verdadera razón de que hubieran encendido todas esas antorchas, las cuales se movían de un modo preocupante, como si las agitara una turba de linchadores. Sabía que Auckland no era un lugar seguro por la noche, aunque la nueva capital suponía sin duda una mejora con respecto a Kororareka. No había farolas de gas ni caminos pavimentados. Sus habitantes permanecían en casa después del anochecer. Algo debía de estar pasando.
En esos momentos un bote de remos procedente del puerto se acercaba a toda prisa. En la popa se veía a un joven de cara gruesa y pálida, con uniforme de teniente, que sacudía los brazos.
—¿Este barco es el Bangalore? —preguntó.
—Sí —gritó uno de los oficiales.
—¿Viaja a bordo el nuevo gobernador?
—Soy yo. El capitán Robert FitzRoy, a su servicio.
—Gracias a Dios —exclamó el joven, y se dispuso a subir. Jadeando y no sin gran esfuerzo, trepó por el guardamancebo y se dejó caer en la cubierta, donde se quitó el sombrero, mostrando un cráneo con forma de patata—. Teniente Willoughby Shortland, señor, magistrado y gobernador en funciones.
—¿Es usted el gobernador en funciones de Auckland? —preguntó sorprendido.
—No, señor, soy el gobernador en funciones de Nueva Zelanda, y lo he sido durante los últimos años.
«Cielo santo», pensó FitzRoy.
—Bien, señor Shortland, quizá podría contarnos lo que está ocurriendo aquí.
—¡Hay noticias terribles, señor! —balbuceó Shortland—. Arthur Wakefield ha muerto junto a otros treinta y cinco hombres, masacrados por los salvajes. Los han matado a sangre fría, señor, a orillas del río Wairau, en la bahía Cloudy, mientras se ocupaban de llevar a término sus asuntos legales. La gente de la ciudad pide acción, señor. ¡Claman venganza!
FitzRoy decidió pasar una noche más en el Bangalore por el bien de su familia, y a la mañana siguiente hizo lo que se vio como su desfile oficial de llegada a Auckland. Un gran tonel de cerveza negra había diluido la furia colectiva de la noche anterior, reemplazándola por una atmósfera de celebración desenfrenada. La gente de la ciudad había llevado rodando unos barriles de brea para alimentar una gran fogata; a su lado, en formación, se veía una guardia de honor harapienta y capitaneada por un oficial del departamento nativo que llevaba la nueva bandera neozelandesa ondeando flácidamente. Dos niños tamborileros y un pífano atacaron la melodía de El rey de las islas caníbales. Habría unos cincuenta espectadores —todos blancos, pues comprensiblemente los indígenas habían desaparecido de la vista— y un destacamento del octogésimo regimiento procedente de los nuevos barracones de Punta Britomart. La pequeña procesión marchó desde el muelle hasta la residencia del gobernador: FitzRoy y Shortland iban delante, a continuación la señora FitzRoy, con sus hijos mayores cogidos de la mano, y detrás una exigua comitiva de sirvientes que empujaban una carretada llena de baúles, y un cochecito de bebé con la pequeña Fanny dentro. Se había dispuesto una mesa delante de la casa, donde esperaban los documentos que FitzRoy debía firmar para su proclamación como gobernador. Mientras pasaban por delante de la hoguera, alguien lanzó un monigote de trapo a las llamas, lo que provocó la ovación de los borrachos.
—Mira, papá —dijo Emily—. ¡Guy Faux!
—No creo que sea Guy Faux, cariño, todavía falta para el cinco de noviembre.
—En realidad —dijo Shortland con una mueca—, creo que me representa a mí.
La casa del gobernador, aunque había sido construida por el capitán Hobson hacía sólo tres años, ya se caía a trozos. Tenía las paredes cubiertas de moho, la pintura se estaba desconchando, y en el techo había goteras; la habitación donde Hobson había fallecido aún desprendía sutiles aromas de calomelanos y muerte. FitzRoy podría haber esperado razonablemente que su mujer se mostrara desanimada ante semejante entorno, pero Mary FitzRoy estaba tan serena y resuelta como siempre, y sin más dilación se dispuso a convertir la casa en un lugar habitable para sus hijos. Una vez que hubo ultimado todas las formalidades, FitzRoy hizo un reconocimiento de sus dominios, mirando más allá del césped descuidado, hacia la amplia curva que describía el puerto; pequeñas casas desangeladas habían echado raíces aquí y allá, como malas hierbas que se resistieran a ser arrancadas. Auckland era un buen puerto, con cuatro millas cuadradas de fondeadero seguro, pero la bahía estaba expuesta al viento y las tempestades, y, tal como observó FitzRoy con aprensión, sería casi imposible de defender en caso de ataque. Ahora ya no se podía hacer nada. De hecho era Hobson el que había elegido ese lugar.
Media hora más tarde tuvo su primera visita oficial: el señor Samuel Martin, el editor del New Zealand Gazette. Eran las nueve de la mañana y el señor Martin ya estaba borracho. Era un hombre fornido y rubicundo; miraba al mundo con furia, y sus cejas, permanentemente fruncidas, parecían un par de orugas retorcidas. FitzRoy tardó un rato en percatarse de que su aparente expresión de rabia era en realidad de jovialidad.
—Estamos muy contentos de su llegada —declaró el director—. El imperio de la ignorancia y la estupidez ha concluido. Toda la colonia europea lo apoya como gobernador. —Eructó—. Esto es, señor, suponiendo que aplique una política sabia y de rigor en relación con los salvajes. Eso es lo que mis lectores esperan.
Dejó caer sobre la mesa un ejemplar del New Zealand Gazette. El periódico era muy diferente de cualquiera de los que FitzRoy hubiese visto nunca. Era la mitad que un periódico normal, y la mayor parte de la portada estaba ocupada por un titular gigante y muy llamativo que atacaba al teniente Shortland. El gobernador en funciones era, según se leía en los breves párrafos que había en la parte inferior de la página, «el enemigo público número uno de Nueva Zelanda».
—¿Qué le parece, señor? —inquirió Martin con orgullo—. Es un diario basado en un nuevo modelo australiano. No sólo habla a la gente, sino por la gente.
FitzRoy lo cogió. En la primera página había un largo artículo firmado por Jerningham Wakefield que pedía el exterminio de la población nativa. «Los colonos de sangre sajona no van a poder contenerse mucho más tiempo —había escrito el hijo de Edward Gibbon Wakefield—, pues pronto la victoria será nuestra. No está muy lejos el día en que la nueva generación de anglosajones renunciará a defenderse del salvaje recurriendo al buen temple y la habilidad, y tomará amplia y justa venganza de la oposición que ahora encontramos. Los salvajes serán aplastados como avispas con la mano de hierro de la civilización».
—Potente, ¿eh? —preguntó Martin con una amplia sonrisa, mientras exhalaba una atroz vaharada de cerveza negra mezclada con humo de tabaco barato—. La gente pide acción, capitán FitzRoy, han asesinado a treinta y cinco hombres a sangre fría. Quieren apresar a los criminales y llevarlos ante los tribunales.
—Le doy mi palabra de que ordenaré investigar la masacre de Wairau a fondo, señor Martin.
—Déjese de investigaciones, capitán FitzRoy. La gente no quiere saber nada de investigaciones, quiere guerra.
—¿Guerra, señor Martin? ¿Sabe usted cuántos neozelandeses viven en estas islas?
Martin se mostró confundido. La cerveza ingerida empezaba a hacerse notar.
—Más de cien mil, frente a dos mil blancos —continuó FitzRoy—. Tengo setenta y ocho soldados regulares a mi disposición, esto es, una compañía del octogésimo regimiento, armados únicamente con cincuenta mosquetes y unas pocas escopetas. Aquí no hay fortificaciones, no hay posiciones defendibles, ni refugios para las mujeres y los niños, ni siquiera tenemos un buque de guerra. Las casas de madera de Auckland, y los demás asentamientos apartados, arderían como la hierba seca. La guerra equivale a un suicidio. Una de las cosas que no voy a hacer, señor Martin, es emprender una guerra.
Martin trató de concentrarse. El nuevo gobernador no parecía tomarse demasiado en serio el punto de vista que defendía su periódico.
—Como quiera, capitán FitzRoy. Pero recuerde que si se opone al New Zealand Gazette, se opone a la gente de este país. Y le diré otra cosa: al propietario del diario no va a gustarle.
—¿Y quién es, si se puede saber, el propietario del New Zealand Gazette? —preguntó con repugnancia mal disimulada.
—Pues el señor Edward Gibbon Wakefield, el dueño de la New Zealand Company.
• • •
Para gran perplejidad del señor Samuel Martin y el New Zealand Gazette, por no mencionar a la mayoría de los colonos blancos de Auckland, a la semana de su llegada, el señor y la señora FitzRoy invitaron a los principales jefes nativos de la isla del Norte a cenar en la residencia del gobernador en compañía de los misioneros de Waimate. Los jefes no acudieron acompañados de la pompa y solemnidad que habría caracterizado a un grupo de dignatarios europeos, sino que fueron entrando uno por uno, todos ellos con una manta maloliente, gastada y bien ajustada al cuerpo. Eran hombres corpulentos y fuertes; tenían el pelo negro y exuberante untado de aceite, y la cara cubierta completamente por tatuajes. Su autoridad residía en su fuerza física, pues tenían que demostrar sus derechos de nacimiento en el campo de batalla. Eran jefes de por vida; sólo cuando eran demasiado viejos para luchar se los reemplazaba como máxima autoridad, pero mantenían su estatus hasta la muerte.
Había un asiento para cada uno de los jefes alrededor de una mesa de caoba con un gran mantel blanco, sobre el cual habían dispuesto servilletas, velas, copas de vino, cubiertos de plata, botellas de salsa Harvey y pimenteros de cayena. El centro de la mesa estaba ocupado por fuentes rebosantes de chuletas de cordero, ternera hervida, lengua, empanadas de carne, pies de cerdo y patatas, y todos los platos y fuentes estaban artísticamente sazonados por copos de yeso desconchado del techo. Al contrario que los fueguinos, los neozelandeses no trataron de comerse las velas, pero FitzRoy observó que tenían la dentadura igual que sus primos sudamericanos: todos los dientes eran idénticos entre sí como en los animales rumiantes, y muy diferentes del surtido de dientes lobunos característico del hombre blanco.
—Saludos, amigo gobernador. Éste es nuestro discurso para ti —anunció el jefe Te Wherowhero—. No seas un niño —empezó, y todo el mundo, de forma inevitable, miró a Shortland—, ni un hombre henchido de orgullo. Sé un buen hombre.
—Haré todo lo posible para no defraudar esas expectativas, jefe Te Wherowhero.
—Mi marido es un hombre muy bueno —afirmó Mary FitzRoy—, y no hará diferencias de trato entre los europeos y los neozelandeses.
—El capitán Hobson dijo que se trataría igual a todos los hombres —recordó Hone Heke, un joven jefe de aspecto agresivo y ojos pequeños, inquietos y hundidos—, pero nosotros nos estamos convirtiendo en los suplicantes del hombre blanco. Los colonos vinieron a nuestra tierra y levantaron cercas donde la gente debería poder moverse con libertad. Dicen que somos los esclavos de la reina Victoria. Nos amenazan con leyes inglesas. Construyen cárceles en la isla del Sur, adonde llevan a los nuestros, les pegan e incluso los asesinan. ¿Es ésta la justicia británica que nos prometieron?
—Hone Heke habla de forma imprudente. —Un jefe de más edad, Waka Nene, con la cara embadurnada de pintura roja, alzó una mano en señal de conciliación—. No es la justicia británica la que falla, sino aquellos que la administran. Cada día que pasa, el mal crece en la isla del Sur, en Wellington y en Nelson. El amor neozelandés por el hombre blanco está enfriándose.
—En Waitangi dimos a los británicos sólo el derecho de controlar a su propia gente, no a los neozelandeses —replicó Hone Heke blandiendo el cuchillo de la carne en el aire—. Hobson nos prometió que mantendríamos el mando sobre nuestra gente.
—Tengo una copia del tratado de Waitangi —dijo FitzRoy, desconcertado—. En él, los jefes ceden claramente el control absoluto de Nueva Zelanda al gobierno británico.
—Me temo que el capitán Hobson haya sido un poco insincero —explicó el reverendo Davies, avergonzado—. La versión en neozelandés que se entregó a los jefes no era exactamente igual a la inglesa que se envió a Londres.
«Así que les arrebataron su país mediante el engaño», se dijo FitzRoy, escandalizado; no podía dejar de admirar el intenso orgullo de Hone Heke, la claridad e inteligencia de su discurso. Pudo ver en la expresión de su mujer que ella también sentía los agravios sufridos por el neozelandés como cualquier buen cristiano.
—Mi marido es un hombre de fe, como los misioneros —declaró ella—. ¿Han sido los misioneros alguna vez poco sinceros con vosotros?
Los jefes tuvieron que admitir que nunca había ocurrido nada parecido.
—Entonces ya sabéis que mi marido será también justo y sincero con vosotros.
—Es necesario, para el bienestar de la colonia, que exista confianza y buen entendimiento entre las dos razas que la pueblan —expuso FitzRoy—. Ése es mi objetivo. Y por esa razón, la masacre de Wairau es una tragedia.
—Creo que pronto descubrirá que la masacre de Wairau no es el asunto simple que retrata el New Zealand, Gazette —dijo el reverendo Williams, con una voz baja que no armonizaba con su corpulencia—. La culpa de todo este asunto es de nuestros compatriotas, que demostraron poca prudencia y provocaron a los nativos.
—El hombre llamado Arthur Wakefield llegó a la tierra que pertenecía a los jefes Te Rauparaha y Rangihaeata —contó Waka Nene—. Construyó una cabaña para inspeccionar las tierras de los alrededores y robarlas con la intención de edificar las granjas del hombre blanco. Los jefes fueron a verlo, le ordenaron que se marchara y prendieron fuego a su cabaña, que él había levantado en sus dominios. Arthur Wakefield se marchó a Nelson a ver al magistrado, para conseguir una orden de detención en contra de Te Rauparaha y Rangihaeata por haber quemado su propiedad.
—¿Uno de sus magistrados expidió esa orden, Shortland? —preguntó FitzRoy, incrédulo—. Me cuesta creerlo, la verdad.
—No fue uno de mis magistrados —replicó el joven a la defensiva—. El departamento de policía de Nelson pertenece a la compañía, la cual designa a todos sus magistrados. La ciudad entera pertenece a la compañía.
—Arthur Wakefield regresó con treinta y cinco hombres —resumió Waka Nene—, armados con mosquetes, bayonetas, pistolas, espadas, alfanjes y munición en abundancia. Dijo que eran policías de un cuerpo especial. Llevaba dos pares de esposas. Intentó arrestar a Te Rauparaha y Rangihaeata, pero los jefes se negaron a acompañarlo. Así que el hombre blanco abrió fuego y mató a muchos de los nuestros. Mataron a la mujer y a la hija del jefe Rangihaeata.
—¡Es vergonzoso! —exclamó Mary FitzRoy.
—Los neozelandeses dispararon a su vez, y hubo una gran batalla. Murieron muchos hombres. Cuando hubo doce hombres blancos muertos, los supervivientes se rindieron, incluido Arthur Wakefield. Agitaron una bandera blanca. Rangihaeata estaba furioso por la muerte de su mujer y su hija, y mandó decapitar a todos los prisioneros. En nuestras luchas, eso es normal.
Los comensales se sumieron en un silencio inquieto y tenso, que al poco rompió Hone Heke para añadir:
—¿Lo veis? Los hombres blancos siempre nos estáis hablando de cristianismo, del mensaje de paz, pero vuestros compatriotas nos atacan con sus armas de fuego.
FitzRoy no pudo dejar de observar que Hone Heke tenía unos modales en la mesa curiosamente elegantes.
—Los hombres blancos que fueron a Wairau no eran cristianos —declaró el misionero Matthews con vehemencia—. Dios los juzgará; esperemos que con infinita clemencia. Si han actuado mal, irán al infierno. Y lo mismo les ocurrirá a los que ordenaron la ejecución de los prisioneros.
—El infierno es sólo para el hombre blanco —lo corrigió Hone Heke—, pues en Nueva Zelanda no hay hombres la mitad de malos para ser enviados a ese lugar. Si Atua hubiera tenido la intención de enviar a nuestra gente al infierno, nos lo hubiera comunicado mucho antes de mandar al hombre blanco a este país. Cuando morimos, vamos a una isla cerca del cabo Norte, donde vivimos felizmente por siempre jamás. No queremos saber nada de un dios que disfruta con semejantes crueldades.
—Atua es la deidad pagana de los neozelandeses —susurró Davies a los FitzRoy.
—Escuchadme, jefes, os daré mi veredicto —dijo FitzRoy—. Cuando oí hablar por primera vez de la matanza de Wairau, me enfurecí, y se me nubló el corazón. Lo primero que pensé fue vengar la muerte de los europeos asesinados, y, con ese fin, pedir muchos buques de guerra, barcos de vela y barcos propulsados por fuego, llenos de soldados. Si hubiera hecho eso, habría habido una matanza y vuestros pueblos habrían quedado arrasados. —Esperó que la baladronada no fuera demasiado evidente; le habían dejado muy claro desde el principio que por ninguna circunstancia podría contar con más soldados. Setenta y ocho era el límite infranqueable. Al menos, alguno de los jefes parecía impresionado.
—Los soldados de chaqueta roja practican todos los días con sus armas —explicó un neozelandés a su vecino con los ojos muy abiertos—. Atacarán a cualquiera que les ordene su jefe, independientemente de que sea una causa justa o no, y lucharán con furia hasta matar al último hombre. ¡Nada los hará huir!
FitzRoy observó que Hone Heke era uno de los jefes a los que la supuesta valentía de las tropas británicas no impresionaba en lo más mínimo.
—Pero después de pensarlo bien —continuó, retomando su anunciado veredicto—, me he dado cuenta de que gran parte de la culpa de lo ocurrido debe atribuirse a los hombres blancos. No tenían ningún derecho a inspeccionar esa tierra ni de construir esa cabaña, como hicieron. Por esa razón no voy a vengar sus muertes. Pero debo deciros que Rangihaeata cometió un crimen horrible al asesinar a los hombres que se habían rendido confiando en que era un jefe honorable. El hombre blanco nunca mata a sus prisioneros. Así que hagamos lo posible para que en el futuro vivamos en paz y amistad, todos juntos, hombres blancos y nativos, y para que nunca más haya derramamiento de sangre.
—El gobernador ha hablado sabiamente —dijo Waka Nene—. Debemos hacer caso a sus palabras.
Hone Heke miró a FitzRoy un instante con sus ojos oscuros, como un halcón que evaluara a su presa.
Mary FitzRoy posó una mano tiernamente sobre el hombro de su marido. Pasaba de la medianoche, y el gobernador había estado revisando los libros de contabilidad de la colonia desde las cinco de la madrugada. Llevaba así tres largos días, tres días en que sintió que no tenía tiempo para estar con sus hijos ni unos minutos. Mary incluso tuvo que ocuparse de escribir a su cuñada para tranquilizarla y comunicarle que habían llegado sanos y salvos a Nueva Zelanda.
—Vas a estropearte la vista, señor FitzRoy —protestó inútilmente, pues sabía que su marido no se detenía hasta dar por concluida una tarea.
Él se giró para mirarla, pero no dijo nada. Y ella percibió la expresión de desolación en sus ojos.
—Dijiste que las cuentas eran caóticas —apuntó.
—Son mucho peores que caóticas, señora FitzRoy. Si no me equivoco, los ingresos de la colonia ascienden aproximadamente a veinte mil libras al año. Los gastos anuales son de cuarenta y nueve mil libras. Las obras públicas están paralizadas. Se deben treinta y tres mil libras en concepto de salarios impagados. Nueva Zelanda está en quiebra.
—¿No puedes pedir un préstamo?
—Londres me ha prohibido expresamente retirar dinero del Tesoro Público o pedir un préstamo de cualquier tipo. Además, aquí hay una carta del Union Bank que rehúsa concederme ninguno más: ya hay un interés del quince por ciento al año acumulándose en préstamos no autorizados que obtuvo Hobson.
—¿No puedes vender alguna propiedad del gobierno, o alguna tierra?
—Hobson vendió todo lo que había para vender por cincuenta mil libras.
—¿Y dónde está el dinero?
—Al parecer, lo retiró del Tesoro por un sistema de facturas no autorizadas para poder cubrir sus «gastos».
—¿El capitán Hobson al Tesoro?
—Quizá no sólo el capitán Hobson. Hay unas justificaciones de pago muy extrañas dirigidas a un tal señor R. A. Fitzgerald, todas ellas expedidas por Shortland.
—¿Por Shortland?
—Mañana a primera hora hablaré con él de este asunto.
—Si la colonia está en bancarrota, ¿qué puede pasar?
—Pues que todas esas hordas de pobres desgraciados que traen los barcos desde Inglaterra mueran de hambre. A menos…
—A menos ¿qué?
—A menos, querida, que se les dé la tierra nativa por la que han pagado tanto dinero a los Wakefield. O a menos que yo pueda ofrecerles cobijo y alimento a mis expensas.
—¿Cuánta tierra necesitan?
FitzRoy rió amargamente, y señaló la torre de libros sobre la mesa.
—La extensión total de tierra vendida por la New Zealand Company a los potenciales colonos excede el área total de la propia Nueva Zelanda.
Mary FitzRoy habría deseado abrazar a su marido y consolarlo como a un niño, pero era el gobernador de Nueva Zelanda y ese comportamiento, por supuesto, no habría sido del todo apropiado.
Shortland se retorcía sus gordezuelas manos. De la sien le brotó una gota de sudor que se abrió paso de forma furtiva hacia el cuello. Tenía la carne de gallina por los nervios, y todo él parecía un pollo congelado.
—Se lo preguntaré otra vez, señor Shortland. ¿Quién es R. A. Fitzgerald?
—Es un hacendado, señor, domiciliado en las Antillas.
—¿Qué parentesco tiene con él?
—Bien, lo conozco, por supuesto, señor, y lo veo alguna que otra vez.
—¿Qué parentesco tiene con él?
—No veo qué puede importar eso, señor, en…
—¿Qué parentesco tiene con R. A. Fitzgerald?
—Es… es mi suegro, señor.
—¿Su suegro?
—Sí, señor.
—¿Y cómo diablos consiguió salirse con la suya, Shortland? ¿Acaso no se revisaron los libros de cuentas?
—Se han revisado todas las cuentas de los colonos, señor. Por tanto, se han autorizado oficialmente todos los pagos, señor.
—¿Por quién?
—Por el auditor, señor.
—Es obvio que el auditor ha revisado las cuentas. Lo que le pregunto es cómo se llama el auditor.
Shortland, avergonzado, se miró las botas.
—Se lo preguntaré una vez más, señor Shortland, ¿cómo se llama el auditor?
—Yo…
—¿Y bien?
—R. A. Fitzgerald, señor.
—¿R. A. Fitzgerald es el auditor?
—Sí, señor.
—Espero su dimisión dentro de una hora, señor Shortland.
—Pero mi carrera estará acabada, señor —lloriqueó.
—Debería haber pensado en eso cuando expidió esos pagos. Considérese afortunado de que no le ponga los grilletes.
—¿Ponerme los grilletes? —replicó con desdén—. No estamos en un bergantín, señor. Me dejaron abandonado en estas islas, solo y sin dinero, durante dos años. ¿Acaso cree que Hobson no metía mano a la caja registradora? Así es como funcionan las cosas en este lugar. ¿Qué se cree usted, que puede entrar aquí y actuar como un capitán de la Marina, dando órdenes a diestro y siniestro? No durará ni cinco minutos, se lo aseguro. La compañía lo aplastará como si fuera una hormiga, como aplastaron a Hobson. Sólo lleva aquí unos pocos días y el asunto es evidente para todo el mundo menos para usted. —Shortland tenía la cara, normalmente pálida, roja de indignación—. ¡Se arrepentirá de la forma en que me ha tratado!
—Váyase —gritó—. Salga de aquí y no vuelva nunca más.
—Está acabado, FitzRoy —le espetó Shortland—. Usted y sus amigos negros.
Salió con paso airado, y dio un portazo tan fuerte que provocó una lluvia de copos blancos del techo, incongruentes con las suaves temperaturas de la estación.
FitzRoy viajó con el bergantín North Star rumbo a Wellington, una travesía de diez días para enfrentarse a la compañía en su mismo centro, ubicado en el sur de la isla. El barco hedía, pues recientemente había regurgitado en el muelle otro cargamento de emigrantes enfermos, desdichados y abatidos: representantes de la clase más miserable de Inglaterra, que habían dado hasta su último penique a los Wakefield a cambio de un porvenir inexistente. Con la ayuda de los misioneros de Waimate, FitzRoy había organizado un servicio de auxilio para los pobres, que pagaba él mismo y administraba su mujer. Se levantaron tiendas, y la señora FitzRoy se puso a distribuir sopa y pan entre los aspirantes a colonos. Eso sólo podía constituir una solución a corto plazo. Urgía que se tomaran otras medidas.
El barco se acercaba a Wellington con dificultad debido a un viento huracanado que soplaba en el estrecho de Cook. Cuando vio la pequeña ciudad a través de una bandada de gaviotas que entrechocaban, FitzRoy se preguntó cómo la compañía había escogido un lugar tan inapropiado para instalar su cuartel general. Cercada por montes altos y boscosos, Wellington no podía alardear de contar con tierras llanas ni cultivables a su alrededor. Como puerto era un verdadero desastre: la entrada a Port Nicholson era larga, estrecha y estaba salpicada de grandes rocas negras y amenazadoras, que lo convertían en un puerto sin apenas visibilidad. No había ningún refugio de los vientos permanentes, y no había ninguna posibilidad de defender a la población de casas dispersas y expuestas a cualquier ataque de los indígenas. Fuera quien fuese el que había elegido ese lugar para fundar Wellington era un idiota redomado. Visto más de cerca, el asentamiento le recordó a Kororareka: un grupo desangelado de tabernas y armerías con hombres borrachos y desesperados pululando por sus callejuelas.
La llegada del North Star al muelle de Lambton y las noticias de que el gobernador había arribado a la ciudad causaron una sensación inmediata. Antes incluso de que FitzRoy y sus acompañantes llegaran al centro, se les fueron sumando colonos sucios y desaliñados. Alguien le puso en la mano un ejemplar del Nelson Examiner, y un solo vistazo a sus titulares bastó para indicarle que se trataba de un periódico hermano del New Zealand Gazette. Jerningham Wakefield había estado emborronando cuartillas una vez más. «Toda nuestra comunidad —berreaba— censura al gobernador de común acuerdo. Ese hombre ha enardecido los ánimos de todo un ejército de salvajes contra una población pacífica y dispersa. De seguir así, corremos el riesgo de que su política extermine a la raza anglosajona en Nueva Zelanda».
Con los labios apretados y blancos de furia, FitzRoy se encaminó hacia el hotel Barrett. Sacaron una mesa a la calle, y tras encaramarse en ella, FitzRoy se dispuso a parlamentar con la muchedumbre ruidosa y alborotada que se había reunido a sus pies para exigir que los culpables de la masacre de Wairau fueran apresados y ahorcados.
—He investigado la masacre del río Wairau —empezó, acallando al gentío—, y tanto si juzgo los procedimientos de Arthur Wakefield y sus seguidores según los principios universales como si lo hago según las leyes de Inglaterra, me veo obligado a llegar a la misma conclusión: que su infeliz muerte fue el resultado de sus propias acciones. Las órdenes que recibieron de formar filas y atacar fueron tan manifiestamente ilegales, injustas e imprudentes que me temo que los que dieron esas órdenes deberán responder como los únicos responsables de todo lo que sucedió a continuación. Ésa es la razón por la que no voy a tomar represalias contra la población indígena.
Hubo un estallido de voces indignadas y algunos empezaron a agitar ejemplares del New Zealand Gazette y el Nelson Examiner.
—¡Hay que acabar con la rebelión! —gritó un hombre, cuyas palabras apenas pudieron oírse por encima de la algarabía.
—No ha habido ninguna rebelión —contestó FitzRoy—. Fueron súbditos británicos que defendieron su propiedad. La ejecución de los prisioneros fue un crimen terrible a nuestros ojos, pero para los indígenas es normal. Jamás habría ocurrido si los ingleses no hubieran atacado primero. No debe suceder nunca más. Y no os engaño cuando os digo, amigos, que ninguna hectárea, ningún centímetro cuadrado que sea propiedad de los nativos se tocará sin su permiso. Mientras yo tenga el honor de representar a la reina en este país, nadie podrá arrebatar a los nativos sus pueblos, sus tierras cultivadas, sus cementerios sagrados. Todas las partes, y con ello quiero decir todas las partes sin excepción, no encontrarán en mí sino justicia. Hay muchos británicos que consideran a los neozelandeses como un estorbo para la prosperidad de los colonos. A esas personas les diría que los mejores clientes para los colonos de Nueva Zelanda son los mismos nativos. Ellos son los que compran mantas, ropa, herramientas, tabaco, jabón, papel, armas, munición, barcos, velas y otros muchos artículos, por los que pagan en efectivo, con comida, con tierra o con su propio trabajo. Espero que en el futuro los colonos hagan todo lo posible para reconciliarse y entablar amistad con los nativos, los perdonen y sean comprensivos con ellos, ya que son la población autóctona de este lugar, incluso si se equivocan a veces. La única esperanza para esta nación es que estrechemos la mano de la amistad a nuestros vecinos.
»Muchos de vosotros habréis venido aquí creyendo que en Inglaterra habíais adquirido tierra neozelandesa. Lamento mucho tener que deciros que no se aceptará ninguna transacción ilegal de terrenos, pero os prometo que se examinarán en detalle todos y cada uno de los títulos de propiedad. Mientras tanto, para suavizar la penuria de aquellos colonos que se encuentren sin tierra, emitiré billetes de moneda corriente para uso de los más necesitados. No serán billetes de banco en sentido estricto, pues tendrán sólo una validez de dos años, pero el gobierno que presido los aceptará. —Levantó su ejemplar de periódico—. Una última cuestión, caballeros. Condeno de la forma más enérgica los sentimientos que este periódico expone acerca de los nativos. Esta… publicación contiene afirmaciones muy perniciosas contra los neozelandeses. Claramente son obra de un hombre joven, indiscreto e insensato. Confío en que, como el autor tiene toda la vida por delante, aún habrá de aprender mucho de la experiencia. Eso es todo, caballeros.
FitzRoy se bajó de la mesa y entró en el hotel Barrett. La estruendosa indignación con que fueran recibidas sus primeras afirmaciones había ido amainando hasta convertirse en un progresivo silencio insidioso y lleno de odio.
A los pocos minutos irrumpió Jerningham Wakefield en su habitación, encolerizado. El joven, que no podía haberse perdido las referencias a su persona al final del discurso de FitzRoy, estaba rojo de pura rabia; la prominente nuez le subía y le bajaba por el delgado cuello. Aunque era más alto que FitzRoy, parecía en peligro de que el primer vendaval del estrecho de Cook se lo llevara volando.
—Es usted un sinvergüenza —soltó bruscamente—, han asesinado a mi tío, y a usted no se le ocurre otra cosa que ponerse al lado de sus asesinos. ¡Ni siquiera se ha basado en los más simples principios de la justicia! No ha escuchado a la parte blanca de la historia porque, incluso antes de la investigación, ya se había decantado por los salvajes.
—Sí que he leído la parte blanca de la historia —dijo FitzRoy con frialdad—, en ese lamentable periodicucho suyo.
—Un periódico que refleja el sentir popular de esta colonia —gritó Wakefield.
—Sé cuál es mi deber, y lo cumpliré, sin que me importe un ardite el sentir popular. He venido para gobernar, no para que me gobiernen los demás.
—No me hable como si yo fuera un pequeño guardiamarina a bordo de su barco a quien puede intimidar a su antojo. Trata nuestras quejas como si fueran papel mojado. Le exijo, en nombre de la New Zealand Company, que emprenda una acción militar para apresar a los asesinos de mi tío.
—¿Se hace usted una idea de nuestra indefensión militar? No tengo a mi disposición más que setenta y ocho soldados para enfrentarme a una nación entera. Si atacáramos a los neozelandeses, se replegarían a sus refugios, adonde los soldados regulares no podrían perseguirlos. Miles de guerreros se les sumarían. Empezarían las hostilidades contra los asentamientos, e inevitablemente nos sobrevendría la ruina. Nos arriesgaríamos a un horrible sacrificio de vidas. Wellington sería borrada del mapa, y su compañía y usted mismo con ella.
—¡Un maldito idiota, eso es lo que es usted! ¿Cree que lo respetarán si no los castiga? ¿Son sus amigos ahora? Usted no conoce a los neozelandeses, tomarán su renuencia a contraatacar en defensa de sus compatriotas como un signo de su debilidad. ¡Se está cavando su propia tumba, FitzRoy! Desde los sucesos de Wairau, los salvajes ya no son los mismos: roban, saquean, se han vuelto insolentes, tratan de atemorizar a la gente, disparan los mosquetes, bailan sus estúpidas danzas de guerra, compran pólvora, se hacen hachas, llaman cobardes a los blancos, y dicen que la reina de Inglaterra no es más que una niña. Y todo porque usted les ha dado seguridad en sí mismos. Si nos asesinan en nuestro lecho, será porque usted los ha autorizado a hacerlo.
—¿Y no parecería mucho más débil si emprendiera un ataque militar y fracasara? Contésteme, señor Wakefield. Lo único que he hecho ha sido dar el original paso de aplicar la ley británica de forma igualitaria y justa a las dos partes. Si eso echa por la borda algunas de sus transacciones de tierra ilegales, pues lo siento por usted.
—¡Con su locura llevará a la ruina a la compañía y a todo el asentamiento!
—¿Que llevaré a la ruina a la compañía? No fui yo quien inundó Wellington y Auckland con cargamentos de colonos enfurecidos y hambrientos.
—Entonces entrégueles la tierra a la que tienen derecho, en lugar de darles ese dinero de papel sin valor. No posee divisas de reserva. Sus billetes no valdrán nada, y sólo servirán para causar una inflación desastrosa.
—Soy muy consciente de los riesgos. Pero creo que el riesgo mayor es que sus colonos mueran de hambre.
—Las instrucciones del gobernador le prohíben expresamente emitir papel moneda sin un permiso especial de la Corona —profirió Wakefield—. Sólo al Union Bank de Australia se le permite emitir billetes.
—Usted no sabe nada de las instrucciones del gobernador.
—¿Ah, no? ¿Y quién cree usted que es el mayor accionista del New Zealand Gazette y el Nelson Examiner aparte de la New Zealand Company? Pues no es otro que el Union Bank de Australia. El mismo banco que comparte la titularidad de la compañía. Y el gobierno de Nueva Zelanda debe al Union Bank muchos miles de libras gracias a ese viejo idiota de Hobson. Ellos, nosotros, querremos que nos devuelva nuestro dinero de inmediato, capitán FitzRoy, y en billetes verdaderos, no en sus papeles sin valor.
—No intente chantajearme, canalla.
—Ya he tenido bastante de su arrogancia, y de sus maneras dictatoriales de marinero. Se aprovecha de su elevada posición para dejar de lado la sensibilidad y el comportamiento de un caballero. ¿Acaso piensa que por ser gobernador es poderoso? Usted no se da cuenta de con quién está hablando. La compañía tiene muchos accionistas con influencia en el Parlamento, a ambos lados de las dos Cámaras. Al menos hay cuarenta parlamentarios con participación. Hasta el mismo lord Howick es accionista.
—Si la propia reina fuera accionista, no cambiaría nada en absoluto.
—Pronto empezaremos a publicar el New Zealand Journal, la edición británica del Gazette. Entonces, en Inglaterra todo el mundo podrá enterarse de sus locuras. ¿A quién cree que pertenece el hotel Barrett? Ahora mismo podría ordenar que lo echaran de su habitación, si quisiera, y dudo que encontrara otro lugar en Wellington que lo aceptase.
—No será necesario, señor Wakefield. No pienso quedarme en el asentamiento de su compañía un solo día más.
—Mi padre me advirtió sobre usted, capitán FitzRoy. Tenía razón, como siempre. Pero acabaremos con usted. No tardaremos mucho, sé lo aseguro.
FitzRoy y su pequeña comitiva de funcionarios volvieron caminando al North Star; solos y en silencio. Nadie se quitó el sombrero ni hizo una inclinación a su paso. No quedaba nada de la agitación que había acompañado a su llegada. La suerte quiso que una repentina ráfaga de viento arrebatara el sombrero al gobernador y lo lanzara a las aguas del puerto. Mientras FitzRoy se subía al bergantín y los marineros trataban de pescar el sombrero, pudo oír las estentóreas carcajadas que rompían como olas a su espalda.