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Durham

13 de abril de 1841

William Sheppard se inspeccionó en el espejo y se vio forzado a reconocer que había mucho que admirar en su persona. El deslumbrante chaleco dorado y carmesí de seda y terciopelo, por ejemplo, con sus llamativos botones; las elegantes botas ceñidas hechas con suave piel de becerro; los grandes anillos de moda que se erigían como almenas de metal sobre la línea de sus nudillos; el elegante y minúsculo reloj de bolsillo colgado de una gruesa cadena de plata; y un extravagante pañuelo de seda granate muy perfumado que se sacó del bolsillo para redondear la pose. No importaba que sus piernas semejaran escobillas de limpiar pipas embutidas en sus apretados pantalones de gamuza. Tenía sólo veintiséis años y estaba seguro de que con la edad se volvería más fornido. No importaba que sus indudablemente débiles mandíbulas parecieran negar el apoyo a las mejillas, ocasionando que dos desagradables salchichas rosadas se posaran a cada lado del cuello vuelto de una de la docena de camisas que le habían confeccionado a medida en Londres. Si mantenía la cabeza erguida, el problema desaparecía. Sólo debía acordarse de conservar la postura correcta en todo momento. Y no importaba que el pelo de la cabeza estuviera batiéndose en retirada: un caótico gentío rojizo que huía ante el avance de todo un regimiento de pecas rosadas. Un sombrero de copa, ladeado con desenfado, creaba la ilusión convincente de que la batalla ni siquiera había empezado, y ni mucho menos estaba perdida.

La ropa de William Sheppard le sentaba bien. Los muebles de su casa le favorecían. El salón de su recién estrenada casa había sido decorado con los últimos estampados de cretona india y percal de tonos rosa. Había un piano en la sala de estar, donde un profesor de música local, contratado para la temporada, tocaba obras de Donizetti y Mendelssohn durante las veladas. Después cenaría a la hora que dictaba la moda, las diez de la noche, habiendo comido a la hora igualmente en boga de las cinco de la tarde. Tomaba carne de ave todos los días, acompañada de vino madeira o burdeos, y pescado fresco procedente de la costa de Whitby, donde tenía una caseta con ruedas para entrar en el mar y bañarse pudorosamente en los meses de verano. A la hora del desayuno leía los periódicos vespertinos de Londres sólo un día y medio después de su publicación. Tenía un coche de cuatro caballos. Era miembro de la judicatura y de los tribunales locales, participaba activamente en las sesiones Brewster dando licencias a los pubs, y formaba parte del consejo de custodios de la ley de pobres. Era el señor de todo cuanto alcanzaba la vista.

Ahora, a sus veintiséis años, sabía en lo más profundo de su alma que pronto el condado de Durham le quedaría pequeño. Había llegado la hora de poner la mira, y la pasable fortuna que su padre acumulara en la industria del carbón, en un trofeo mucho mayor: ni más ni menos que un puesto en el gobierno. William Sheppard iba a convertirse en miembro del Parlamento. Lo habían seleccionado para apoyar al candidato del momento, el honorable Arthur Trevor (que había entrado en la Cámara de los Lores como vizconde Dungannon), y defender los intereses conservadores como candidato tory de Durham City. Para las elecciones generales no debía de faltar más que un par de meses. El gobierno de Melbourne había resultado un verdadero desastre. Los impuestos sobre la renta alcanzaban un alarmante tres por ciento; la mitad de la población estaba indignada por la carestía de alimentos y la falta de trabajo; las turbas cartistas proclamaban la revolución violenta en todos los rincones del país; y el gobierno liberal parecía incapaz de restaurar el orden. Se requería aplicar mano dura. El dedo anillado de Sheppard se posó sobre su bastón de mango de plata, como el guantelete de un caballero con armadura. Su hora había llegado.

—¡Ram Das!

A sus espaldas, el turbante blanco y almidonado de su mayordomo se deslizó silenciosamente por el rellano, y se reflejó en el espejo mientras su dueño trataba de pasar ante el umbral con sigilo y sin ser visto. El hombre se quedó quieto y desanduvo sus pasos, y Sheppard creyó distinguir una pizca de insubordinación en el encogimiento de hombros del indio y en el instante de vacilación previo a que diera media vuelta. «Por Dios —pensó malhumorado—, ya le enseñaré a este tipo a no esconderse por los rincones como un vulgar ladrón».

—Ram Das, tráeme un cigarro y un brandy pawnee. Y el libro de la bodega. Quiero repasarlo. Estoy seguro de que últimamente las existencias están disminuyendo más rápido de lo que bebo.

—Un brandy pawnee. ¿Eso es brandy con agua, señor?

—Sí, Ram Das.

—Bien, señor.

La cara del mayordomo no se inmutó, cosa que irritó a Sheppard aún más. Haciendo caso omiso de la insinuación de hurto, el sirviente se alejó por el rellano cual fantasma tirado por cuerdas invisibles. Tener criados indios estaba muy de moda, por supuesto, pero Ram Das no era un indio de verdad, o al menos su sangre no lo era al cien por cien. Su auténtico nombre era George Dawson, y había nacido en South Shields. Su madre inglesa había vuelto embarazada y deshonrada de Cawnpore, donde, según la opinión de Sheppard, había cometido el error garrafal de mantener una relación con un oficial nativo de poca monta. El resultado fue que sacrificó para siempre su posición social, y su hijo mestizo creció en los muelles trabajando como estibador, pero la señorita Dawson, que se convirtió en una solterona solitaria con nada que hacer excepto adorar a su retoño, educó a su hijo en casa, razón por la cual, a pesar del color de su piel, era el único estibador del nordeste de Inglaterra que sabía leer y escribir. Sheppard lo conoció en los tribunales locales, donde le sorprendió su discurso perfectamente articulado cuando actuó como testigo en un caso de agresión; y con un gesto filantrópico que no impresionó a nadie aparte de él mismo, intervino para salvar al muchacho de la vida corta y brutal que lo esperaba como trabajador de los muelles. Había momentos, sin embargo, en que se arrepentía de su generosidad.

El mayordomo volvió sin el brandy con agua que Sheppard le había pedido, aunque llevaba una tarjeta de visita, un rectángulo de color pardo que se recortaba contra la bandeja de plata resplandeciente.

—¿Dónde diablos está mi copa, Ram Das? —preguntó Sheppard de mal humor.

—Perdone, señor —replicó el sirviente, con el acento cerrado y vergonzoso de South Shields—, pero el teniente coronel Taylor desea saber si usted está en casa o no. Dice que es urgente, señor.

—¡Cielo santo! ¿Es que no puede esperar a mañana?

—Dice que no, señor.

Pringle Taylor era el principal agente de la campaña electoral de Sheppard. Uno de los siete agentes, para ser exactos —Sheppard no era el tipo de persona que hacía las cosas a medias—, pero si el viejo irrumpía en su casa a esas horas de la noche, probablemente era por un asunto importante.

—Muy bien. Hazlo pasar.

Sheppard puso el mayor cuidado en transmitir por el tono de voz que su irritación por la llegada del coronel a esas horas intempestivas la pagaría más tarde, y con intereses, la servidumbre. Ram Das se marchó, y regresó con la inoportuna visita a la zaga. Taylor era un hombre lúgubre con los bigotes caídos, cuya ascensión por las escaleras recordaba al andar de un melancólico perro afgano que siguiera torpemente a su amo. Demasiado joven para luchar en la batalla de Waterloo y ahora demasiado viejo para ser destinado a la frontera del noroeste indio, el coronel nunca había entrado en combate. A Sheppard le costaba imaginarlo haciendo una contribución decisiva al destino militar de su país. Sin embargo, el hombre era un agente de campaña competente y concienzudo, y al menos por ello podía estar agradecido.

—¿Cómo está usted, Taylor? Supongo que no habrá venido para beberse mi brandy.

—No, en absoluto, señor Sheppard. Han llegado noticias de Londres en el coche correo, noticias que usted encontrará… molestas.

—Suéltelas, hombre, ¿a qué espera?

—Lord Londonderry, señor, como hombre influyente en el partido local…

—Sí, sé perfectamente quién es lord Londonderry, gracias, coronel.

—Lord Londonderry ha elegido un segundo candidato, señor. Para el escaño, señor.

—¡Vaya por Dios! ¿De verdad?

En su fuero interno, Sheppard maldijo a ese viejo idiota de Londonderry, a ese viejo idiota de Taylor y a todos los otros viejos idiotas que constituían las reliquias aristocráticas, antediluvianas y en vías de extinción del partido tory. Durham City tenía dos escaños. En las últimas elecciones, los tories y los liberales se habían repartido el botín: un escaño para cada uno. A menos que hubiera una agitación de proporciones sísmicas, eso significaba que uno de los candidatos conservadores perdería, y él, Sheppard, haría todo lo posible para asegurarse de no ser ese perdedor.

—¿Sabemos ya el nombre del candidato que propone Londonderry?

—Es su sobrino, un tal capitán FitzRoy.

—Su sobrino. ¡Qué raro! Pero su nombre me suena.

Sheppard reflexionó unos minutos, y de repente se acordó. Cruzó la habitación hasta la estantería y cogió el Diario de viaje de Charles Darwin. Era ahí donde había visto el nombre. FitzRoy era el capitán que tuvo el privilegio de llevar al famoso científico alrededor del mundo. Cada uno había escrito un libro, o algo parecido; el de Darwin era una novela de aventuras, con historias cabalgando en compañía de gauchos por la pampa y cruzando los Andes sin ayuda; el del capitán era un tratado interminable sobre los derechos de los negros, su lengua, su historia, y otras bobadas semejantes. El libro de Darwin se había convertido en un éxito de ventas, y lo habían reeditado solo, sin los otros dos volúmenes que lo acompañaban al principio —Sheppard se fijó en el frontispicio de su ejemplar: «Publicado por John Murray, tercera edición»—, mientras las pesadas y aburridas monsergas del marinero caían en el olvido. Y ahora el tipo tenía el descaro de aparecer por ahí, intentando arrebatarle su escaño en el Parlamento, sólo porque era un aristócrata de zapatos de punta cuadrada con un tío importante. ¡Pues bien! Sheppard apretó los labios color rosa gamba con determinación; ya lo vería.

Tres días más tarde viajó a la ciudad, en su carruaje cubierto, naturalmente. Mientras los cascos de los caballos golpeteaban con estruendo los adoquines mojados de Old Elvet, y las enormes siluetas del castillo y la catedral se recortaban contra el crepúsculo azul grisáceo, Sheppard se imaginó que era un caballero cristiano, lanza en ristre, atacando la fortaleza de un oscuro lord. Los briosos corceles cruzaron a toda velocidad el puente de Elvet y ascendieron la colina de enfrente, y pronto dejaron atrás las almenas exteriores del castillo del oscuro lord, casas mediocres de tejado de pizarra. Al girar bruscamente en los angostos confines de Saddler Street, penetró en la guarida del enemigo, el hotel Queen’s Head. Mientras los palafreneros se apresuraban a coger las riendas de los sudorosos caballos, Sheppard se bajó del carruaje. Se miró las botas de cuero, blando como la manteca, mientras se posaban con confianza sobre los duros y mojados adoquines.

Una repentina ráfaga de viento helado lo pilló por sorpresa. Puede que el calendario indicara que había llegado la primavera, pero el aire era frío y cortante, y Sheppard le dio dos vueltas a la carísima bufanda de cachemira alrededor del cuello. Ése era el problema de Durham: hacía demasiado frío, pero él ya no iba a tener que soportarlo mucho más tiempo, fuera lo que fuese lo que el capitán FitzRoy hubiera de decir sobre el asunto. Se había informado sobre el linaje de FitzRoy; al parecer, era un auténtico aristócrata de Park Lane: en su vida abundaban las carreras de caballos, los bailes suntuosos, las alegres regatas y los sirvientes de librea. Probablemente se codeaba con la flor y nata de la sociedad. Bueno, pues sus aires de aristócrata londinense a él lo dejaban frío. «Puede que mi padre no fuera más que un propietario de minas —pensó—, pero era un caballero a carta cabal. No te lo voy a poner fácil, capitán Cómo-te-llames».

—Entre, señor, entre.

El encargado del hotel, advirtiendo que Sheppard era un caballero, se adelantó apresuradamente para presentarle sus respetos y alejarlo de su clientela más escandalosa, que podía escoger ese preciso momento para salir tambaleándose del bar.

—¿Se quedará a pasar la noche, señor? —preguntó solícito.

—No —replicó Sheppard rotundamente, molesto porque el hombre no se hubiera dado cuenta de que tenía ante sí a toda una personalidad del condado de Durham. También eso iba a cambiar muy pronto.

—Tenemos una habitación muy confortable, señor. La cama no es muy grande pero es comodísima, señor, y la chimenea está encendida.

—Gracias, pero no necesito habitación. He venido para visitar a uno de sus clientes, un tal capitán FitzRoy.

—¡Ah!, el capitán. Ha llegado esta tarde. Acompáñeme, si es tan amable.

El encargado condujo al recién llegado a través del bar, y no, como Sheppard esperaba, al salón, sino a un humilde reservado con cortinas que se encontraba en la sala de los viajeros, ocupada sólo por un farol, un reloj y la figura solitaria de FitzRoy sentado ante una cena constituida por salmón y merluza ahumados.

—¿Cómo está usted? Soy William Sheppard.

FitzRoy se puso de pie tras una mesa pequeña y tosca y le tendió la mano.

—Buenas noches. Soy Robert FitzRoy.

—Si me lo permite, tomaré asiento.

—Por favor. ¿Cenará conmigo?

—No… gracias. Prefiero no comer nada hasta las diez.

—Perdóneme, pero, aunque llevo tres años fuera de servicio, todavía sigo el horario de la Marina.

El chico llevó una jarra de cerveza y recortó la mecha de la lámpara. Sheppard aprovechó el trajín para inspeccionar a su adversario por si veía algún signo de debilidad. Había esperado encontrar una presa fácil —un niño gordinflón y mimado—, pero el hombre que tenía delante era muy diferente del FitzRoy de su imaginación. Su compañero de candidatura era delgado, parecía seguro de sí mismo y mostraba muy buenos modales. En sus ojos, oscuros y hundidos, había una expresión triste, las blandas mejillas empezaban a volverse flácidas con la edad, y hablaba con un tono de voz bajo y controlado; nada de todo eso armonizaba con la idea de un oficial de la Marina, pero eran detalles, meros detalles. Sheppard identificó enseguida a FitzRoy como un oponente digno de tenerse en cuenta, y sintió que su confianza en sí mismo se escabullía. Pero no iba a proporcionarle al tipo la satisfacción de notarlo. Siguió con los cumplidos de rigor.

—Por favor, dígame, ¿ha tenido buen viaje?

—De lo más satisfactorio, gracias, aunque en mi opinión será todavía mejor cuando el tren llegue a Durham. Tomé el tren de Londres a Peterborough, y de York a Darlington. El resto del viaje lo he hecho en diligencia. Me he enterado de que pronto la compañía de Newcastle y Darlington acabará de tender el tramo de vía que falta.

—Eso tengo entendido. Pero siendo como es un hombre de mar, me extraña mucho que no tomara el paquebote de vapor.

—Yo… Me temo que el horario no me convenía…

«Está mintiendo —pensó Sheppard, íntimamente exultante de haber dado en el blanco tan pronto, si bien era cierto que por accidente—. No quiere viajar por mar. Aquí hay gato encerrado, no me cabe ninguna duda».

—Así pues, capitán FitzRoy, parece que nos han puesto en el mismo barco.

—Me temo que sí. Y creo que le debo una disculpa. Cuando acepté el ofrecimiento de lord Londonderry a la candidatura, no tenía ni idea de que había otro hombre interesado en presentarse por el partido conservador.

Sheppard esbozó una sonrisa lobuna.

—Dejémoslo correr. ¿Tiene usted agente local?

—Han elegido a un caballero para que actúe en mi favor, un tal mayor Chipchase.

—Ah, sí, Chipchase, un tipo formidable —observó Sheppard con aire pensativo, haciendo lo posible para indicar que pensaba exactamente lo contrario—. El teniente coronel Taylor estará a la cabeza de mi equipo —añadió, pensando haber puesto un sutil énfasis en la palabra «equipo». Quizá fuera una buena idea desalentar a ese FitzRoy lo antes posible—. ¿No quiere cerveza?

FitzRoy cubrió su vaso con la mano.

—No, gracias, es usted muy amable, pero el agua bastará.

—Yo que usted sería cauteloso con el agua de esta zona.

—Le agradezco su preocupación, señor Sheppard, pero he bebido el agua de lugares mucho peores que esta encantadora ciudad, se lo aseguro.

—Entonces permita que al menos pague la cerveza.

—No quiero oír ni hablar de ello. Yo pagaré la cuenta. Usted es mi invitado y durante las próximas semanas vamos a trabajar juntos.

—Aunque seamos adversarios en las elecciones —señaló Sheppard de forma significativa.

—Aunque seamos adversarios en las elecciones. —FitzRoy sonrió—. Le doy mi palabra, señor Sheppard, de que la lucha será justa, y que contará con mi ayuda en las próximas semanas.

—A diferencia de usted, capitán FitzRoy, no puedo presumir de familia ni de sangre, pero será una lucha justa, le doy mi palabra.

FitzRoy se retiró a su pequeña habitación situada en una esquina de la planta superior del Queen’s Head; se sentó ante el fuego y se quitó las botas. El baúl sin abrir lo observaba con hostilidad desde un rincón, con sus artículos personales, custodiados, como pequeños prisioneros, por erguidos rollos de papel brillante: las cartas de navegación y planos de Sudamérica y las islas Malvinas constituían una tarea que, después de casi cinco años, seguía sin acabar, una tarea por la que había dejado de cobrar hacía veintiocho meses, una tarea que parecía no tener fin, pero que aún exigía una dedicación constante, pues era lo único que le quedaba para aferrarse a su vida pasada. De pronto lo invadió una profunda melancolía. «Ojalá Sheppard no fuera un ser tan odioso», pensó. Echaba de menos a su mujer y sus hijos, y se preguntó qué estaba haciendo allí, tan lejos de su casa. Ojalá se hubiera armado de coraje para viajar en el paquebote de vapor; ojalá tuviera coraje, en realidad, para subir a cualquier barco. Para consolarse, hurgó en su abrigo en busca del único objeto reconfortante que tenía a mano: la carta que había recibido de Bartholomew Sulivan dos días antes. Le había proporcionado mucha alegría, y a la vez le había roto el corazón. Se la enviaba desde Montevideo. «Mi querido FitzRoy —escribía Sulivan—, espero que su trabajo prosiga alegremente. Hemos llegado aquí después de doce días de travesía y, ¿puede creerlo?, en ningún momento hemos tenido temporal…». A continuación seguían unos párrafos de información náutica que a FitzRoy le llegaron al alma, y eclipsaron las noticias de índole personal que Sulivan le contaba después. Sophia había viajado con él, y los Sulivan se habían instalado en una granja en la isla Gran Malvina, donde ella dio a luz un niño, James Young Falkland Sulivan, el primer británico nacido en las islas. Cuando no patrullaba las aguas bajo su jurisdicción a bordo del buque Philomel, el capitán Sulivan se mantenía ocupado recopilando información geológica para Darwin. El filósofo le había pedido que investigara la nueva teoría que Louis Agassiz había propuesto ante la Geological Society de Londres. En un pasado remoto, según especulaba el naturalista suizo, la tierra había estado cubierta por grandes capas de hielo: las grandes rocas dispersas en los valles de las Malvinas no habían sido transportadas por el agua de un diluvio, sino por el hielo. Pese a ser un buen cristiano, y también, por supuesto, porque lo era, Sulivan se había mostrado encantado de ayudar al filósofo. Resultaba que Darwin también estaba casado y tenía hijos; vivía en Upper Gower Street con su mujer, Emma; su hijo William y su hija recién nacida Anne, además de Syms Covington y Harry la tortuga, que había sido rebautizada como Harriet después de que el señor Bell identificara su sexo correctamente.

No obstante, la existencia idílica de los Sulivan se había truncado recientemente, pues el Philomel fue trasladado a Montevideo. Al parecer las predicciones del capitán Beaufort acerca de Sudamérica no se habían cumplido. Tras hacerse con la mayor parte del territorio meridional, el general Rosas había puesto la mira en su vecino del norte. El flamante presidente declaró que los bonaerenses tenían derechos históricos sobre Uruguay, y anunció su intención de anexionar esa nación por la fuerza. Prohibió todo el comercio británico desde Río de la Plata y su cuenca alta, conocida como el río Paraná, y estaba construyendo fortificaciones en la costa y reuniendo tropas en la orilla del sur. El Almirantazgo había previsto que la sola presencia de Sulivan y el Philomel bastaría para disuadir al dictador. Como precaución, habían evacuado a las familias británicas de Montevideo, pero, por supuesto, oficialmente se pensaba que el general no sería tan temerario como para disparar contra un buque de guerra británico. Era evidente que Sulivan no lo creía, pues se había llevado a toda su familia con él a Uruguay mientras durara el conflicto: no podía soportar la idea de separarse de la que antaño recibía el nombre de señorita Young. FitzRoy se estremeció al pensar en su amigo, solo ante el peligro en su pequeño bergantín, entre las fuerzas de Rosas y las pobres defensas de la capital uruguaya. Pero pensó que si las cosas se ponían muy feas, el Philomel siempre podría escapar por mar.

Para su gran asombro, justo al llegar a Montevideo Sulivan se topó nada menos que con el guardiamarina Hamond, que seguía perdido en Sudamérica, se arrepentía de haber abandonado el Beagle y ansiaba alistarse de nuevo en la Marina. Sulivan nombró a Hamond segundo teniente del Philomel, y ahora los dos antiguos colegas planeaban juntos la defensa de Montevideo. Sintiendo un arrebato de orgullo y afecto, FitzRoy recordó el rostro pálido, los ojos siempre muy abiertos y el tartamudeo de Hamond, y se lo imaginó, hombro con hombro, junto al joven moreno, alto, ardiente y devoto que ahora era su capitán. Estaba seguro de que ninguno de los dos lo decepcionaría.

Ésas eran las noticias de la vida y la carrera de Sulivan hasta la fecha. Sin embargo, su amigo había reservado la verdadera noticia bomba para el final de la carta. ¡Qué difícil debió de resultarle poner sobre papel unas noticias tan desgarradoras para su antiguo capitán! Habían visto a Fuegia Basket. Eso podría haber sido un acontecimiento feliz, pero las circunstancias que envolvían el encuentro hacían que fuera todo menos eso.

Un cazador de focas que había vuelto recientemente de la parte occidental del estrecho de Magallanes me contó que una mujer nativa de unos veinte años había subido a su barco, y resultó que hablaba inglés. Ella le dijo: «¿Cómo estás? Yo he estado en Plymouth y en Londres». Sin duda era Fuegia. Pasó unos días a bordo —me temo que con eso quiso decir algo más—, al término de los cuales fue recompensada por las molestias que se había tomado.

La joven, al parecer, se veía a sí misma como una mujer «civilizada», y sólo hacía negocios con marineros blancos. El cazador de focas no había dicho nada de York Minster.

Dobló la carta, la metió en el bolsillo de su abrigo, y se abandonó por completo a la nostalgia. La sensación de vergüenza y fracaso era insoportable, y FitzRoy supo que Sheppard, con su mirada lobuna, había conseguido entrever un destello de su desesperación en la cena. Le había fallado a Fuegia Basket. La había traicionado. Aún peor que eso: había permitido que le arrebataran su inocencia, tan seguro como si se la hubiera arrebatado él mismo.

—Puede pasar, la comisión lo está esperando, señor.

El ujier hizo una exagerada reverencia mientras lo anunciaba, demostrando un grado de deferencia normalmente reservado para los pares del reino que recorrían esos pasillos.

Edward Gibbon Wakefield le había dado previamente una propina considerable para ganarse esa adulación, pero se enorgullecía de ello: cuando se trataba de ganar el respeto de las clases humildes, su carisma estaba a la altura de su generosidad. Wakefield rebosaba carisma, así de simple. En tiempos había derrochado su encanto con chóferes, camareras, clérigos, anfitrionas de reuniones sociales, y, sí, también con pares del reino. Incluso ahora, mientras su cuadragésima década llegaba a su fin para dar paso a la quincuagésima, su mandíbula cuadrada, su rostro apuesto y sus destellantes dientes blancos brillaban con un esplendor juvenil y saludable. El pelo plateado y peinado de forma impecable y su elegante traje hecho a mano delataban una cómoda prosperidad. Su naturalidad agradaba a todo el mundo, tranquilizaba y le otorgaba credibilidad. Lanzó una sonrisa paternal al agradecido ujier, se puso de pie, se alisó la chaqueta, consultó el reloj que llevaba en el bolsillo del chaleco y se dispuso a entrar en la sala donde lo estaba esperando la comisión.

En esos días, claro está, los debates del Parlamento debían celebrarse en un espacio muy reducido; desde que el fuego había arrasado la Cámara de los Comunes y sus miembros tuvieron que trasladarse a unas dependencias provisionales, los asuntos de la comisión de ambas cámaras se trataban en unas inadecuadas habitaciones, pequeñas y sin ventanas, del edificio de la Cámara de los Lores. Una atmósfera cargada y sofocante salió al encuentro de Wakefield en cuanto éste cruzó el umbral, como si se estuviera metiendo completamente vestido en un baño turco. A la derecha del recién llegado había un grupo de actuarios, testigos, taquígrafos y dignatarios acalorados y relucientes de sudor que parecían estar pasando un mal rato; los miembros de la propia comisión, que formaban un semicírculo a su izquierda, disfrutaban de una ventaja relativa en términos de espacio, pero apenas se veían menos agobiados. En medio de la sala había una silla solitaria y desocupada. Ése era su escenario. En situaciones más delicadas que aquélla, Wakefield jamás había perdido la serenidad. Ése era el momento en que debía demostrar su máximo aplomo.

—El señor Edward Gibbon Wakefield, señorías, fundador y director general de la New Zealand Company.

Wakefield hizo una profunda y teatral reverencia y se sentó en la silla.

La comisión investigadora de la Cámara de los Lores para Nueva Zelanda se había reunido por primera vez en 1838, después de que FitzRoy y otras personas insinuaran que algo debía hacerse para librar a esa nación ignorante de la anarquía. Trece jefes neozelandeses habían escrito una carta conjunta al monarca británico, suplicando protección contra la depredación de que eran víctimas. Pero más importante, mucho más importante, era el hecho de que la bandera estadounidense se hubiese izado en la bahía de las Islas, mientras una misión católica francesa aparecía de pronto en el norte de Kororareka. Los escuadrones de la Marina francesa, tras bombardear Papiete, habían invadido Tahití y obligado a la reina Pomare a huir de su reino, y ahora París miraba con avidez hacia el oeste. El capitán William Hobson fue enviado a toda prisa al Pacífico sur para firmar con los trece jefes el tratado de Waitangi, el cual incorporaba su nación a Nueva Gales del Sur, y para edificar una nueva capital que se llamaría Auckland. A los nativos de Nueva Zelanda iban a dárseles todos los derechos y privilegios de los súbditos británicos. Ningún colonizador blanco podría poseer un título legal de la tierra a menos que la Corona la hubiera adquirido primero de sus propietarios nativos a un precio justo. Ese mismo mes, el gobierno británico había ido todavía más lejos y anunciado que Nueva Zelanda iba a convertirse en una colonia independiente y protegida de Gran Bretaña. Cuando oyó esas noticias, Edward Gibbon Wakefield supo que había llegado su momento.

—Señorías —empezó—, durante demasiado tiempo, Nueva Zelanda ha sido utilizada de forma egoísta y sórdida como un vertedero por la gente inglesa de la peor calaña, por la misma escoria de nuestra sociedad. Pero ¿acaso somos gente egoísta y sórdida? No lo creo.

Un anciano lord, que llevaba una peluca recogida con una redecilla de seda, se mostró de acuerdo con su habitual carraspeo. Wakefield asintió con una sonrisa.

—Más bien creo que esta nueva y excelente nación debería poblarse con nuestros mejores hombres y mujeres, gente bien nacida que, de un modo injusto, se encuentra en situaciones de miseria y privación, y que merece que se le conceda una nueva oportunidad. Señorías, nuestra propia isla se ha convertido en un país peligrosamente superpoblado. Como sabrán, la carestía de cereales dificulta alimentar a todo nuestro pueblo. Pero si taláramos los bosques de Nueva Zelanda, si edificáramos nuevas ciudades en esa tierra, si construyéramos granjas y cultiváramos los campos, si creáramos puertos y reuniéramos flotas pesqueras, y, por supuesto —enfatizó, componiendo una expresión de la más profunda y sincera piedad—, si erigiéramos grandes iglesias para ensalzar la gloria de Dios, a la larga, todos los problemas de Gran Bretaña podrían solucionarse. Quizá sus señorías piensen que se trata de un sueño imposible, o al menos una situación que no se alcanzará sino después de muchos años. Entonces prepárense para quedarse asombrados cuando les diga que esas grandes ciudades existen ya.

Un murmullo de perplejidad recorrió la sala de la comisión.

—La New Zealand Company, señorías, es una empresa con fines filantrópicos dirigida por la familia Wakefield para favorecer la colonización de Nueva Zelanda por personas decentes y temerosas de Dios. Los primeros cargamentos de colonos llegaron a esas orillas hace dieciocho meses en barcos capitaneados por mis hermanos Arthur y William Wakefield, y mi hijo Jerningham. He recibido noticias, noticias maravillosas, señorías, acerca de que esta primera partida ha fundado nada menos que tres nuevas ciudades en el estrecho de Cook, que separa las islas del norte y el sur de Nueva Zelanda, tres ciudades que han recibido los nombres patrióticos de Wellington, Nelson y New Plymouth.

—Es extraordinario, señor Wakefield —dijo el lord de la peluca con redecilla transpirando visiblemente—. Pero ¿y los salvajes que poseían los títulos de propiedad?

—En honor a la verdad, debo decir que los neozelandeses no son salvajes —aclaró Wakefield, con un tono de leve amonestación—, sino una gente susceptible de ser civilizada. El objetivo principal de la New Zealand Company será hacer todo lo que se pueda para inducirlos a abrazar la lengua, las costumbres, la religión y los vínculos sociales de la raza superior. De hecho, es precisamente para hablar de esta gran obra por lo que estoy aquí hoy, pues creo que, con la sabiduría y el apoyo de sus señorías, los neozelandeses pueden desarrollar su pleno potencial como socios en la construcción de una sociedad nueva y cristiana. Mi hijo me informa de que sólo hay un pequeño escollo: la regulación según la cual todas las ventas de tierra deben ser realizadas por funcionarios de la Corona. El personal del gobernador es muy escaso y está circunscrito a Auckland, a centenares de kilómetros al norte. Inevitablemente, ha habido considerables retrasos y confusiones. Se han realizado pocas ventas de tierra, y muchos campos siguen siendo eriales. No necesitamos precisamente un cuello de botella administrativo, a través del cual deben pasar todas las transacciones de la tierra… una medida que bien podría frenar muchas décadas el progreso de una nación en ciernes… sino una fórmula general para el uso de la tierra que sea justa y aceptable para todas las partes. Opino que a los colonos de la New Zealand Company, esos buenos cristianos que, después de todo, proporcionarán todo el trabajo, los conocimientos y la financiación necesarios para construir el nuevo país, debería dárseles el noventa por ciento del interés de todas las nuevas tierras cultivadas. Y que los neozelandeses, que al fin y al cabo no utilizan su tierra y la abandonan casi exclusivamente a merced de la madre naturaleza, deberían quedarse con un diez por ciento. Siempre y cuando, claro, la raza inferior de neozelandeses pueda preservarse en un contacto a largo plazo con el hombre civilizado.

Hubo una larga pausa mientras la comisión digería las palabras de Wakefield. Después el silencio empezó a romperse por las conversaciones susurradas de sus señorías, que fueron multiplicándose como setas. Wakefield reparó en que sus ideas habían calado hondo. Casi podía saborear el entusiasmo que había suscitado a su alrededor su visión de una nueva nación resplandeciente. Sabía que el talante había sido tan atractivamente convincente como sus palabras. Se los había ganado; tenía a sus señorías en el bolsillo.

El presidente de la comisión se abanicó la cara sudorosa con sus papeles, sin duda soñando con las suaves brisas marinas que hacían susurrar los campos de trigo en las hermosas casas de labranza blancas de Nueva Zelanda.

—¿Alguna pregunta para el señor Wakefield?

Ningún miembro de la comisión habló. «Por el momento, todo va bien», pensó el empresario.

—Si su señoría me lo permite, me gustaría hacer dos preguntas al señor Wakefield.

La voz provenía del fondo de la sala. Wakefield se giró de golpe en su silla. Allí, en medio de los acalorados actuarios de cara sonrosada, había un hombre de aspecto pulcro, serio y seguro de sí mismo de unos treinta y cinco años. Wakefield intuyó que tenía ante sí a un adversario.

El ujier dio su nombre.

—Señorías, es el capitán FitzRoy, el futuro candidato conservador para Durham City. Si sus señorías lo recuerdan, el capitán FitzRoy interrumpió su campaña en ese distrito para viajar a Londres y prestar declaración en la comisión ayer por la mañana.

Hubo un breve cuchicheo de consultas entre los lores, antes de que el presidente prosiguiera.

—Capitán FitzRoy, la comisión está preparada para escuchar sus preguntas. Proceda, por favor.

—Agradezco inmensamente a sus señorías su amabilidad. En primer lugar, me gustaría preguntar al señor Wakefield: ¿no es verdad que cada uno de sus futuros colonos, trasladados por su compañía a Nueva Zelanda, hubo de pagar una gran cantidad de dinero para adquirir una tierra en ese lugar, tierra que, cuando usted aceptó esas sumas de dinero, aún tenía que comprar tanto legal como ilegalmente?

Wakefield sonrió con indulgencia, como un cura que fuera acusado por un niño pequeño de ocultar el hecho de que Dios no existe.

—Claramente, nuestro aguerrido capitán se basa en un malentendido. A nuestros pasajeros se les requirió que depositaran una fianza, nada más, a los funcionarios de la compañía, en señal de compromiso con nuestro proyecto. Nuestros pasajeros, señorías, son los inversores de nuestra gran empresa, ¿y de qué sirve una empresa sin inversores?

Hubo murmullos de aprobación entre los miembros de la comisión.

FitzRoy volvió a atacar.

—Mi segunda pregunta es mucho más simple. ¿No es verdad que usted y su hermano Edward Wakefield pasaron tres años en la cárcel por raptar a una heredera de quince años y forzarla a casarse contra sus deseos en un vano intento de asegurarse el control de la herencia familiar?

Quizá por primera vez en toda su próspera y exitosa carrera, Edward Gibbon Wakefield se quedó completamente bloqueado. Permaneció sentado en silencio, echando humo, sin tener la menor idea de qué decir, y sabiendo que, fuera lo que fuese, no serviría de nada. Toda su paciente y dura labor de años se había derrumbado en un instante. Sólo tenía una cosa a su favor: saber que algún día, en algún lugar, de algún modo, acabaría con ese capitán FitzRoy para siempre. De eso estaba seguro.

—Gracias, señor Wakefield. Eso es todo —dijo el presidente de la comisión.

La noche anterior a las elecciones, FitzRoy anduvo solo por las calles desiertas y alumbradas por las lámparas de gas; subió por Saddler Street hasta entrar en el Bailey y siguió las murallas que rodeaban la pedregosa península de Durham. Encima de él, iluminada por la blanca luz de la luna, se erguía la catedral medieval, «mitad iglesia de Dios, mitad castillo contra los escoceses»; delante, las clásicas fachadas de estilo georgiano del Bailey bordeaban las murallas de la ciudad como faldas de encaje. Las casas no tenían muchos más años que él; en las últimas semanas había sido invitado y agasajado en muchas de ellas, pero a la media luz de las sibilantes lámparas de gas, sus líneas verticales, altas y finas, y sus combadas formas horizontales parecían perderse en el tiempo, como los inexpugnables baluartes de encima. Sin las pelucas y los miriñaques que habían asistido a su nacimiento, el Bailey tenía un aspecto desangelado y vano, como un salón de baile después de que los invitados se hubieran ido. Debajo de las murallas de la ciudad, los jardines y arboledas llegaban hasta la orilla del impetuoso río Wear. A lo lejos, entre ondulantes montes y bosques talados sumidos en la oscuridad, el siglo XIX estaba aproximándose a la antigua ciudadela con la despiadada inexorabilidad de un novísimo Burnham Wood. Fundiciones de hierro, fábricas de alfarería, invernaderos, salinas, hornos de ladrillos y cal, canteras de pedernal y caliza, marchaban lenta pero implacablemente a través del paisaje. La vanguardia de ese huésped incontenible, el New Durham Gasworks, había establecido ya un saliente en la orilla del río cerca del puente del Framwellgate. Sin duda era cuestión de tiempo que se perturbaran las mismas aguas del río.

FitzRoy subió por un camino secundario hasta Palace Green, donde a la mañana siguiente iban a celebrarse las elecciones, y miró las almenas que se desmoronaban en el torreón normando; una tracería de andamios de madera atacaba ya sus muros, donde los trabajadores estaban restaurando el castillo para su nueva función como universidad. Las almenas rotas le hicieron una mueca, impotentes, la última sonrisa desdentada del poder feudal de Inglaterra.

La mañana de las elecciones sorprendió a Palace Green de punta en blanco, lleno de un bullicio desenfadado, y tan profusamente decorado que resultaba irreconocible después del solemne recogimiento en que había estado la noche anterior. Banderas azules y rojas ondeaban en sus astas, se arremolinaban estandartes rojos y azules, aquí y allá se agitaban banderitas rojas y azules, pero se mirara donde se mirase, el rojo tory excedía en número al azul liberal, pues el escuadrón de agentes de Sheppard había sido muy concienzudo en su trabajo. Había cientos de pancartas de «Vote a Sheppard», una banda de música en cuyo bombo se leía «Vote a Sheppard», hasta carruajes de caballos con «Vote a Sheppard» escrito en los laterales. La tribuna, una construcción de madera de dos pisos con una plataforma chirriante que sobresalía sobre las cabezas de la multitud, se había levantado frente al Shire-Hall, donde las sesiones de los tribunales estarían clausuradas durante todo el día. En Durham, con una población de trece mil almas, sólo tenían derecho al voto mil cien hombres: ciudadanos residentes de honor e inquilinos que pagaban una renta mayor de diez peniques. Un grupo de tensos agentes de policía armados con porra debían vigilar que los votantes se quedaran dentro de la zona acordonada, y que los cientos de curiosos que estaban allí con el único propósito de abuchear, reír y pasar un buen rato permanecieran fuera. Había vendedores de pasteles de carne, espectáculos de marionetas, jóvenes que vendían bollos, hombres que hacían apuestas ilegales, caballos espantados dentro y fuera del recinto de los votantes, varias bandas de escandalosos músicos que rivalizaban en hacer ruido a más y mejor, empresarios emprendedores que acarreaban bandejas llenas de jarras de cervezas desde sus pubs ubicados en el centro de la población, miembros de los partidos que abucheaban, borrachos que maldecían y niños que silbaban. Todo el mundo, al parecer, llevaba una cinta roja o azul. Los candidatos y sus agentes, situados sobre la plataforma, llevaban escarapelas de color rojo o azul en el sombrero. Finalmente, el pregonero tocó su campana y el alcalde pidió silencio.

—Caballeros, concejales, ciudadanos y electores de Durham, nos hemos reunido aquí con el propósito de elegir dos representantes que ocupen los puestos de William Harland, del partido liberal, y el honorable Arthur Trevor, del partido conservador, para representar a esta ciudad en la Cámara de los Comunes.

Granger, el candidato liberal, sonrió triunfalmente. En las últimas elecciones había quedado en tercer lugar al vencerlo Harland por sólo dos votos. Esta vez, como era el único candidato liberal, su victoria estaba asegurada, y las multitudes engalanadas de azul lo aclamaron con júbilo cuando dio un paso al frente para hablar. Su discurso fue breve y estuvo dirigido por completo a los comerciantes: afirmó que el gobierno de lord Melbourne hacía todo lo que podía para favorecer a los hombres de negocios, pero tenía que pasar más tiempo para que sus medidas de austeridad empezaran a ser efectivas, y para que las turbas incontroladas pudieran ser sometidas. El final del discurso fue seguido por una fuerte ovación.

Cowper, el candidato radical, fue el siguiente. No llevaba colores ni cintas emblemáticas, ni tenía posibilidad alguna de ganar, pues su electorado natural carecía de derecho al voto y permanecía fuera del recinto acordonado. Sus reivindicaciones de sufragio universal y justicia para las masas de pobres hambrientos fueron escuchadas con tolerancia por los electores, pues los británicos siempre se han compadecido del desamparado; pero a decir verdad, los buenos ciudadanos de Durham estaban demasiado preocupados de que las turbas descontroladas los asesinaran en el lecho para considerar siquiera la posibilidad de otorgarles el poder de hacerlo. Mientras Cowper dejaba la palestra, se oyeron unos gritos de mofa aislados y algunos débiles y lejanos aplausos. En ese momento el teniente coronel Pringle Taylor presentó a William Sheppard como persona capaz y adecuada para representar a los electores de Durham afines al partido conservador. Se oyeron estruendosos gritos de aprobación procedentes del pequeño grupo de personas reunidas en torno a la banda musical de Sheppard, a quienes se les había pagado para que, en su debido momento, prorrumpieran en estruendosos gritos de aprobación, pero el resto de la muchedumbre reconocía a un joven adinerado de cara sonrosada en cuanto lo veía. Con los pulgares metidos en los bolsillos de su chaleco, temblando como un árbol joven agitado por un vendaval, y con sus nuevas botas de montar, Sheppard dio un paso adelante y remedó la airosa pose que había practicado tantas veces frente al espejo.

—Ciudadanos electores… —empezó, y luego enmudeció, pues la voz que acababa de salirle de la garganta no era la suya, sino una parodia estrangulada de la misma—. Permítanme exponer con máxima confianza que nada podría desear más mi corazón que la prosperidad de todos los reunidos aquí el día de hoy, sean hombres de comercio u hombres de agricultura.

—Sí, sí, y las gallinas de Fermín ponen huevos sin fin —gritó una voz desde atrás, y a continuación se oyeron carcajadas procedentes de ese lugar.

—¿Y por qué mi corazón desea tanto vuestra prosperidad? Porque, a diferencia de otros candidatos en concreto, que no son de este lugar, yo soy un hombre de Durham. Nací y me crié aquí.

—Si naciste y te criaste aquí, ¿por qué hablas tan raro, tío? —preguntó otra voz con un fuerte acento local desde el otro lado de las cuerdas.

Era verdad; Sheppard lo notó: en su esfuerzo por recuperar el control de sus rebeldes cuerdas vocales, les había impuesto una dicción seca y formal, de modo que ahora su voz sonaba como una imitación cómica del obispo de Durham.

—Como muchos sabréis, resido al este del municipio de Elvet, a un par de kilómetros de aquí —prosiguió malhumorado, mientras tomaba la fatal decisión de entablar diálogo con la multitud.

—¿Y qué narices estás haciendo aquí, tan lejos de Elvet? —rugió la voz de su atormentador, provocando ya la risa general.

—¿Y por qué mi corazón desea tanto vuestra prosperidad? —repitió Sheppard, que había perdido el hilo de su discurso.

—¡Ojalá te hubieras quedado en casa con mamá! —chilló otra voz para la hilaridad de todos los presentes.

Empezaron a oírse gritos y silbidos cada vez más fuertes y frecuentes. «¿Por qué diablos los agentes de policía no se encargan de mantener el orden?», se preguntó Sheppard, desesperado. ¿Cómo permitían que las masas de desharrapados interrumpieran un acontecimiento estatal de tanta envergadura como ése? Se dio cuenta de que llevaba unos instantes sin soltar palabra, y se esforzó por pensar qué decir a continuación.

—¿Es que no sabes que los niños bonitos no tienen nada que hacer? —se carcajeó otra voz alegremente.

Al final el alcalde pidió silencio, pero ya era demasiado tarde. Se había armado un tremendo alboroto. Rojo de vergüenza, Sheppard retrocedió confundido. Su aparente decisión de admitir su fracaso fue recibida con grandes aplausos. Antes de que el joven pudiera percatarse de ello, el mayor Chipchase había dado un paso al frente y estaba presentando a FitzRoy como persona capaz y adecuada, etcétera, etcétera. Con la cara ardiendo de bochorno y temblando de rabia al advertir su inminente derrota, Sheppard fulminó a FitzRoy con la mirada desde detrás de la plataforma.

La atmósfera seguía muy agitada, así que FitzRoy optó por aferrar las velas y esperar a que amainara la tormenta: se había dirigido a los hombres del Beagle las suficientes veces como para tener alguna idea de hablar en público. Finalmente consiguió acallar a la multitud.

—Este año hay en el condado de Durham siete mil personas más que el año pasado. El que viene, habrá siete mil más, siete mil bocas más que alimentar. ¿Qué vamos a hacer, caballeros? ¿Dejaremos que sigan muriéndose de hambre; continuaremos recluyéndolos en asilos de pobres? ¿Debemos construir más asilos cada año que pasa, para albergar a los siete mil niños pobres que nacen en nuestro condado? ¿Hasta que nuestro condado, y nuestro país, esté abarrotado, y las masas de pobres y hambrientos se levanten enfurecidas contra nosotros? El candidato radical, el señor Cowper, les daría el voto a todos esos pobres, y les dejaría decidir su destino. Les permitiría seguir las consignas cartistas, y así destrozarían la maquinaria de nuestras industrias, minas y fábricas de tejidos de lana. Los induciría a saquear las casas de los caballeros, hasta acabar con toda la prosperidad de este condado, hasta que todos los hombres fueran indigentes. Sólo hay que fijarse en el ejemplo de Francia para saber lo que ocurre cuando el poder se deposita en manos de las masas: terror, caos, destrucción de la prosperidad, desaparición de la propiedad privada, fin de la cultura, abandono de la religión y la muerte de la misma sociedad.

»Pero el camino que el gobierno de lord Melbourne está tomando nos conducirá a ello igual de seguro que si el mismo señor Cowper nos llevara de la mano. No lo duden. Este año ha habido ya un conato de revolución en Newport. El sistema de producción industrial y los asilos de pobres no sólo están desmembrando las familias, sino que, además, están matando de hambre a nuestra gente, literalmente. ¿Acaso no somos cristianos, caballeros? No satisfacer las necesidades de nuestra población sería un acto de extrema injusticia, se lo aseguro. Debemos actuar, debemos actuar de un modo humanitario, y debemos actuar ahora. Este país debe ser gobernado en interés de todos sus ciudadanos, sean granjeros u hombres de la industria, ricos o pobres. Y debe ser gobernado por hombres de experiencia, hombres que hayan sido educados para mandar desde una edad temprana, para el beneficio de todos. Yo he servido a este país como capitán de uno de sus bergantines durante ocho años. Con toda humildad, caballeros, me propongo como candidato y les prometo hacerme merecedor de su confianza.

FitzRoy dio un paso atrás y fue aclamado por el bando conservador, en su mayoría granjeros que patearon, silbaron y aplaudieron a rabiar. El alcalde anunció que se procedería a votar a mano alzada. Granger, el candidato liberal, obtuvo el voto de los comerciantes, tal como se esperaba, quizá la mitad de la multitud que se apretujaba en Palace Green. Cowper obtuvo sólo siete votos, lo que provocó la hilaridad general. Sheppard, tras una gran ovación, se llevó una treintena de hombres, menos, según advirtió amargamente, de los que había contratado para la campaña electoral. FitzRoy se llevó la otra mitad del electorado, unos seiscientos votantes, entre felicitaciones a voz en grito y aplausos de todo el mundo.

—¿Le gustaría repetir la votación, señor Sheppard? —preguntó el alcalde como si el resultado pudiera ponerse en duda.

—No, no es necesario —bufó él con las orejas encendidas, antes de que el alcalde se dirigiera a la multitud para anunciar con fuerte voz que Thomas Granger y el capitán Robert FitzRoy habían ganado sin oposición sendos escaños en el Parlamento en representación de Durham City.

Se propuso un voto de gracias para el alcalde, el regidor de la ciudad y los agentes de policía, y poco a poco la multitud empezó a dispersarse para ir a buscar más diversión en la ciudad.

—Siento mucho que el día de hoy no le haya ido como esperaba —le dijo FitzRoy a Sheppard.

—Ha sido un fraude —le espetó.

—¿Perdón?

—Me ha oído perfectamente. Todos sus votantes eran de Londonderry. Todos esos granjeros eran sus arrendatarios. Se les dio instrucciones para que lo votaran a usted. Toda la elección estaba amañada desde el principio.

—Perdóneme que se lo diga, señor Sheppard, eso es una tontería y usted lo sabe.

—Es verdad, y lo sabe muy bien. Y es más, todo el mundo lo sabrá tarde o temprano, le doy mi palabra, capitán FitzRoy.

—Una ley para exigir y regular que todos los que deseen ser capitán o segundo oficial de un buque mercante pasen un examen —propuso el honorable miembro de Durham City.

FitzRoy, en los escaños del gobierno, se levantó. Sólo un tercio de los escaños de la Cámara de los Comunes provisional estaban ocupados. En lo alto, el techo liso y pintado de blanco y las amplias ventanas con forma de media luna un poco más abajo hacían todo lo posible para alegrar el lugar, pero no había nada que contrarrestara la sensación claustrofóbica producida por la falta de luz y la estrechez a ras de suelo. Allí, sólo cuatro hileras de asientos bordeaban las paredes, interrumpidas por una tribuna y cercadas por sombríos paneles de nogal. FitzRoy se encontró mirando fijamente a los miembros liberales de delante, de cuyas caras sólo lo separaban unos palmos de aire maloliente. Aunque era media tarde, las arañas de gas que se mecían suavemente en sus largas cadenas proporcionaban a la parte baja de la cámara una sensación íntima, casi nocturna, más propia de una casa de juegos que de una sala de debates. Desde luego, así era como un gran número de diputados parecía verla: había parlamentarios vestidos con levita y calzados con botas de montar llenas de barro; parlamentarios con chaleco y un pañuelo desanudado; un sorprendente número de parlamentarios con el sombrero puesto; parlamentarios que leían el periódico; parlamentarios dormidos… uno hasta se había tendido a lo largo de varios escaños seguidos, con el sombrero sobre los párpados cerrados para protegerse de la luz de las lámparas de gas. En todo caso, FitzRoy advirtió con disgusto que la mayoría de los infractores se hallaban en el lado tory de la Cámara; muchos se le antojaban demasiado jóvenes para cargar con la responsabilidad de representar un distrito electoral. Había descubierto que los diputados consideraban normal prestar escasa o nula atención a los debates de la Cámara —bastaba con que los taquígrafos lo apuntaran todo—, y que también consideraban normal mostrar su desdén más absoluto hacia todas las convenciones de la buena educación. Mientras se preparaba para hablar, su ojo disciplinado de capitán de la Marina captó todo aquello que le producía aversión.

—Caballeros, la Marina mercante británica ha llegado a ser inmensa. Hay más de veinte mil barcos de cincuenta toneladas de arqueo o más. Muchos de ellos llevan pasaje.

—Oiga, Fitz, baje la voz. Anoche armamos una buena para celebrar el fin de la campaña —murmuró un joven dandi cercano que tenía los pies cruzados en el respaldo del escaño de enfrente, las manos detrás de la cabeza y una pipa de espuma de mar entre los dientes. Sus amigos soltaron una risotada.

—Pero, pese a todo, el título de los oficiales no guarda relación con ningún examen. Hay demasiados ejemplos en que ingleses se han indignado por la conducta de aquellos a quienes se les ha confiado el mando de esos barcos.

—Fue una fiesta de las buenas —soltó entusiasmado otro de los jóvenes dandis.

—Esta noche debería venirse, Fitz. Teatro, ostras, nos pimplamos unas copitas de burdeos, para acabar en Waterloo Road con cóctel de champán y las mujeres más guapas de Londres.

—Las cien guineas mejor gastadas de su vida —rió tontamente un tercero.

FitzRoy se aclaró la voz. Aquello era peor que Durham.

—Una vez me crucé con un barco en el océano Pacífico que estaba nada menos que seis grados y medio fuera de su longitud. Cuando le pregunté al capitán cómo podía haber sucedido una cosa así, me respondió: «Pero, señor, aquí no venimos a navegar, ¡sino a pescar!».

—Bien, ya le conseguiremos el mejor pescado en Waterloo Road; nunca pescará nada igual en el Pacífico, se lo aseguro, Fitz —murmuró uno de los apuestos jóvenes, y todos se desternillaron de la risa.

«Estos jóvenes canallas y engreídos han sido educados, supuestamente, para dirigir el país desde una edad temprana —pensó FitzRoy asqueado—. Eso, claro está, si uno se cree las promesas electorales del candidato al Parlamento de Durham City».

—La ley propone que se establezcan consejos de examinadores en nuestros principales puertos, para expedir certificados a los capitanes y segundos oficiales de los buques mercantes. Sólo mediante un sistema regulador de este tipo puede evitarse que oficiales no cualificados obtengan el mando de barcos por medios corruptos.

—¿Y esos medios corruptos incluyen los muchos ejemplos de corrupción que aparecen detallados en este documento? —bramó un viejo radical con la cara llena de manchas y tocado por un sombrero de ala ancha desde su escaño de parlamentario independiente.

Hubo un grito de júbilo emitido por aquellos ocupantes de los escaños de la oposición que habían estado prestando atención, mientras el anciano levantaba el panfleto y lo agitaba por encima de la cabeza. FitzRoy conocía el documento demasiado bien. Se titulaba La conducta del capitán Robert FitzRoy de la Marina Real en referencia a los electores de Durham y las leyes de honor, por el señor William Sheppard. Le ocurría lo mismo cada vez que intentaba hablar. Los hombres de Sheppard habían sido tan eficientes como de costumbre, y habían inundado Westminster con copias del libelo.

—Si alguien se levanta en esta cámara —respondió con brusquedad— y declara que he obtenido mi escaño de forma corrupta, yo le diré que es una mentira y una calumnia repugnante.

—¡Dele duro, Fitz! —rió alegremente uno de los jóvenes tories entre los aplausos cálidos del gobierno.

—¿Niega, señor, que según un miembro de su propio partido, usted ha perdido su condición de caballero? —gritó el anciano radical lleno de manchas para hacerse oír entre el escándalo del bando contrario. El Parlamento había despertado al fin, y ambos lados de la cámara estaban enfrascados en la disputa.

—Cuéntenos otra vez cómo puede predecir el tiempo —se burló un diputado de la oposición entre la barahúnda.

—¡Orden, orden!

Al fin intervino el presidente de la Cámara y cedió la palabra al señor Chapman para que secundara la ley propuesta por FitzRoy, y al señor William Gladstone, presidente de la Cámara de Comercio, para aceptar la medida en nombre del gobierno.

Una vez que hubo terminado el breve frenesí de actividad, la Cámara regresó a su estado de sopor habitual.

Cuando concluyó la sesión, FitzRoy, en compañía de otros miembros del Parlamento, antiguos militares como él, abandonó la Cámara y fue paseando hasta el United Services Club en el Mall, huyendo, como era su costumbre, de los vapores nocivos que ascendían desde los pantanos del río en los días bochornosos del verano. El Mall estaba más arbolado y era más limpio que Westminster, y pensaba que llenar los pulmones de aire fresco y perfumado por la hierba ayudaba a disipar la fétida vulgaridad del Parlamento.

Mientras subían las escaleras del club, se oyó un terrible chasquido, que le retumbó en los tímpanos unos instantes después. FitzRoy se volvió, igual que sus acompañantes, y se encontró con un fantoche vestido de forma extravagante que agarraba con fuerza una larga fusta; rojo de furia hasta las orejas, temblaba visiblemente. Era Sheppard. La correa de cuero negro serpenteaba en el aire, como si estuviera a punto de lastimar la piel de FitzRoy; pero entonces su dueño pareció cambiar de idea.

—¡Capitán FitzRoy! —Fue un grito agudo y entrecortado—. No le haré daño, pero ¡considérese usted fustigado!

Sin dejar de temblar, continuó dando vueltas al látigo lenta y provocadoramente, y con cada pasada, la punta se acercaba más a los ojos de FitzRoy. Éste levantó el paraguas, agarró la fusta con energía y tiró de ella hasta arrebatársela a su atacante en potencia.

—Señor Sheppard, es usted un impertinente y un atrevido —dijo con tono severo.

—Y usted un mentiroso y un cobarde —gritó con una voz que parecía luchar para abrirse paso por una garganta oprimida por el miedo.

Con un grito inarticulado de desesperación se lanzó sobre su enemigo, golpeando ciegamente con los puños. FitzRoy le pegó una vez, limpiamente y con fuerza, y no sin cierta satisfacción. El joven se derrumbó como si le hubieran atizado con un martillo de herrero, y se quedó tendido en la calzada gimiendo. FitzRoy lo miró con los puños apretados.

—Capitán FitzRoy, no lo golpee más ahora que está en el suelo —dijo una voz.

—No se preocupe —resolló con ojos brillantes—. No voy a ensuciarme las manos con este canalla.

—¿Y usted se considera un caballero, señor? —gritó Sheppard desesperado desde el suelo.

—Déjelo ya, señor —soltó FitzRoy con desprecio.

—¡Le digo que es usted un cobarde y un bribón, señor!

—Déjelo ya, señor.

—Debemos resolver la cuestión de una vez por todas. Me debe una satisfacción. Capitán FitzRoy, lo reto a un duelo.

Todos los presentes lo miraron pasmados.

¿Un duelo? Estaban en el siglo XIX. FitzRoy era el parlamentario conservador de Durham City. ¿Había perdido la cabeza ese estúpido mequetrefe?

—¿Acaso le da miedo aceptar el reto, capitán? ¿Prefiere que su reputación sufra mayores vilipendios?

—No le tengo miedo, canalla.

—¡Entonces será mejor que se busque un padrino!

El despacho de FitzRoy en la Cámara de los Comunes era pequeño a más no poder, pero aún semejó encogerse más cuando entró en él Allen Gardiner. Aunque no era un hombre corpulento, rezumaba la energía de un pastor alemán. Al hablar parecía dar lametazos a su interlocutor.

—Como usted, señor, soy un antiguo oficial de la Marina. —El discurso de Gardiner estaba repleto de signos de exclamación e iba acompañado de continuos aspavientos—. Igual que usted, creo que sólo la palabra de Dios puede salvar al salvaje de la condenación eterna. ¡Durante los años que pasé en Zululandia, convertí nada más y nada menos que al rey Dingaan a la religión cristiana!

Ése no era precisamente un tanto que debiese apuntarse Allen Gardiner, por mucho que él aparentase pensarlo. El rey «cristiano» Dingaan había asesinado recientemente a 283 colonos bóers, sin importarle que fueran hombres, mujeres o niños, y había arrancado al jefe de éstos, Piet Retief, el corazón y el hígado para emplearlos en una ceremonia de hechicería.

—Ah, veo por su expresión que ha leído las noticias sobre las, ejem, aberraciones del rey Dingaan. Es cierto que tal como salió en los periódicos, era una historia muy sangrienta, y a la larga me vi obligado a abandonar Zululandia algo precipitadamente. ¡Pero en tierras salvajes hay muchas circunstancias complicadas que motivan que su lectura en la fría prensa británica sea muy inquietante! ¡Uno no debería tomarse los periódicos al pie de la letra! Yo mismo, señor, no doy crédito a las calumnias y ofensas que han aparecido en nuestra prensa en relación con las elecciones de Durham.

FitzRoy suspiró. Sheppard había publicado una carta en The Times otra vez.

—Le agradezco mucho su preocupación, señor Gardiner. Perdóneme, pero ¿ha dicho usted que era representante de la Sociedad Misionera de la Iglesia o de la Sociedad Misionera de Londres?

—¡Ninguna de las dos, señor! ¡Soy representante de la Sociedad Misionera de la Patagonia, una nueva organización fundada por el reverendo George Packenham Despard y yo mismo, con objeto de llevar nuestra civilización cristiana a los paganos de Tierra del Fuego! El señor Despard se puso en contacto con el reverendo Joseph Wigram, de la Sociedad Nacional para la Promoción de la Educación de los Pobres en los Principios de la Iglesia Establecida, el cual nos informó sobre tres salvajes que se educaron gracias a su intervención y su visión de futuro, señor FitzRoy, en la escuela St. Mary de Walthamstow. He oído hablar de la Sociedad Misionera de la Iglesia, señor, de sus valientes esfuerzos por fundar una misión cristiana en Tierra del Fuego. Tengo entendido que todavía hay un salvaje vivo, gracias a Dios, que conoce las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo, ¿es eso cierto? ¿Un salvaje que se llama Jeremy Button? ¡Nosotros, en la Sociedad Misionera de la Patagonia, queremos establecer contacto con dicho Jeremy Button y fundar una nueva misión a toda prisa, con el propósito de difundir la palabra de Dios entre sus compatriotas! Y queremos hacerlo, señor, antes de que la perversa y corrupta Iglesia de Roma se nos anticipe. ¿Podemos contar con su bendición, señor?

Durante toda la perorata, Gardiner no había dejado de agitar las manos como las aspas de un molino. Ahora se recostó en su asiento como si esperara ser recompensado con una galleta. El solo hecho de estar en compañía de aquel hombre dejó a FitzRoy exhausto.

—Sin duda, señor Gardiner, los infieles de Tierra del Fuego sólo podrían beneficiarse de la influencia civilizadora de una misión cristiana bien organizada y gestionada en su interés. Pero confío en que será consciente de que se trata de una tarea de gran envergadura. Y espero que su entusiasmo por adelantarse a la Iglesia de Roma no lo empuje a actuar precipitadamente. La construcción de cualquier edificio en tierra patagónica es seguida con enorme interés por los nativos, que parece que no pueden sino entorpecer las medidas que se toman por su bien.

Gardiner se quitó las gafas y sonrió a FitzRoy; llevaba el pelo gris acero cortado al rape.

—¡Una misión flotante, capitán FitzRoy! ¡Una misión flotante! Ése es mi plan. Verá, he oído hablar de la destrucción de su misión a manos de los nativos ignorantes. Una misión en tierra firme sería inevitablemente vulnerable a ese tipo de ataques. Pero ¡una misión flotante, armada del modo idóneo, sería invulnerable! En los últimos meses, el señor Despard y yo nos hemos dedicado a reunir fondos y reclutar hombres adecuados para habilitar nada menos que dos barcos para este proyecto: el Speedwell y el Pioneer, dos sólidas goletas. ¿No le parece una idea insólita e ingeniosa?

FitzRoy no se mostró muy convencido.

—Aprecio su entusiasmo, señor Gardiner, y conozco su experiencia marinera. Pero ¿ha navegado alguna vez en las aguas cercanas al cabo de Hornos?

—No, señor. —Al menos era sincero.

—Habitualmente, el cabo está custodiado por fuertes temporales procedentes del oeste, y mares embravecidos. Un bergantín de tamaño medio con toda su tripulación a bordo ya lo tiene difícil para mantenerse a flote, no hablemos de una goleta. Incluso una goleta de ciento veinte toneladas tendría que trabajar muy duro para hacer frente a esos elementos.

—Bueno, debo confesarle que el Speedwell y el Pioneer tienen algo menos de ciento veinte toneladas de arqueo. Por desgracia, no pudimos conseguir más de mil libras para financiar su compra. Son más lanchas que goletas: para ser exactos, cada una de ellas tiene ocho metros de longitud. Pero ¡la tripulación es inmejorable! ¡Tengo seis buenos hombres! ¡Hombres de verdad! Pearce, Badcock y Bryant, tres pescadores de Cornualles; Erwin, nuestro carpintero; el doctor William, nuestro cirujano, y el señor Maidment, profesor de catequesis dominical.

FitzRoy estaba horrorizado. Era evidente que el hombre no tenía la menor idea de la locura en que se estaba embarcando.

—Señor Gardiner, debo rogarle que reconsidere su decisión. Creo sinceramente que sus recursos son insuficientes para llevar a cabo esa labor. Haría bien en tomarse más tiempo y reunir un poco más de dinero.

Gardiner esbozó su encantadora sonrisa una vez más.

—Creo que olvida algo, capitán FitzRoy, algo muy importante. Nuestra misión cuenta con la protección del Señor. ¡Y con ella estoy seguro de que sortearemos cualquier obstáculo que nos encontremos!

—¿Un cóctel de ron?

—No, muchas gracias.

—Toma asiento, por favor.

FitzRoy obedeció.

—Al parecer te debo una disculpa, Robert. Nunca imaginé que ese Sheppard resultaría tan pesado. Me alegra decirte que no representará al partido conservador nunca más, pero imagino que eso no te supondrá ningún consuelo.

Lord Londonderry se sirvió una copa larga y dejó caer su fornido cuerpo en una igualmente sólida butaca de muelles; la brillante mancha de grasa que lucía el antimacasar de ganchillo del respaldo indicaba que era su asiento favorito. El tío de FitzRoy tenía un aire tan… tan paternal que a él le costaba recordar que se hallaba ante uno de los hombres más importantes del partido conservador, si no de todo el país. La sonrisa perenne, las cejas suavemente arqueadas y sus modales confiados contrastaban con su reputación de ser un político hábil, implacable y de genio vivo. Con su rostro carrilludo y su nariz afilada y curva, parecía un simpático búho.

—Me ha retado a un duelo en plena calle.

Londonderry rió.

—Eso he oído. ¡Qué melodramático! Aunque imagino que sabrás que mi hermano mayor, tu tío Robert, se batió en dos duelos. Disparó a Canning en la nalga izquierda —recordó, y soltó una carcajada.

FitzRoy no pudo sino responder con una débil sonrisa. El vizconde de Castlereagh sufría frecuentes depresiones, como él. Se había visto obligado a participar en un duelo, igual que él. Y más tarde se había suicidado. No era una comparación que le hiciera demasiada gracia.

—No puedes batirte en duelo con ese tipo. Imagina por un momento que lo matas. Te mandarían a prisión. El daño que supondría para el partido sería irreparable.

—Por desgracia, es un tipo muy difícil de evitar. Es como una avispa.

—No he imaginado ni un minuto que lo lleve adelante. Estoy seguro de que no es más que un patán y un bravucón que desahoga su frustración contigo. Pero aun así, el partido no puede correr ese riesgo. Me temo que el comportamiento del joven señor Sheppard puede poner en apuros a ambos.

—Aparte del asunto del señor Sheppard, espero que mi contribución haya sido satisfactoria. He intentado servir al partido en el Parlamento lo mejor que he podido.

—Tu contribución en el Parlamento es intachable, Robert, te lo aseguro. Por desgracia, la actuación en la Cámara de los Comunes es muchas veces menos importante que la percepción que tienen los votantes, por muy equivocada que esa percepción pueda estar. Oh, entiéndeme, no estoy insinuando que las payasadas de Sheppard vayan a ocasionar una mancha en tu reputación, ni mucho menos. Más bien, son las mismas payasadas las que están convirtiéndose en una vergüenza. El partido sigue apareciendo en los periódicos por razones equivocadas, cosa que no puede favorecernos a ninguno. Lamento que no te haya ido bien, Robert. La culpa es enteramente mía.

FitzRoy empezó a notar esa terrible sensación de estar hundiéndose que tuviera en su última conversación con Beaufort. Londonderry se inclinó hacia delante con su actitud más confidencial, y FitzRoy se sintió como un ratón observado por un búho.

—Te seré franco. Ha surgido un puesto, un puesto fantástico, que podría solucionar nuestro pequeño problema. Supongo que estarás enterado de que el gobierno ha declarado Nueva Zelanda una colonia independiente.

FitzRoy asintió con la cabeza.

—Bien, en una colonia hace falta un gobernador. Unos cuantos años en Nueva Zelanda, y todas esas acusaciones de Sheppard habrán caído en el olvido, al igual que este feo asunto del duelo.

—¿Y qué hay de Hobson, el que negoció el tratado? Pensaba que el puesto sería para él.

—Por desgracia, ayer por la tarde llegaron noticias de que el capitán Hobson había fallecido de alguna terrible enfermedad de los trópicos. Al parecer su agonía fue muy larga. Pobre tipo, pero su muerte ha sido muy oportuna.

—Lamento oír esas noticias.

—Lo curioso del asunto es que la Sociedad Misionera de la Iglesia ha empezado ya a presionar a tu favor, Robert. Cove, en nombre de Dandeson Coates, el secretario, ha escrito a la oficina colonial para decir que había recibido representaciones de un grupo de misioneros de un lugar llamado Waimate exigiendo que el puesto sea para ti. Según ellos, eres el único hombre cualificado para cuidar del bienestar de la raza nativa, en el más amplio sentido de la palabra. De hecho, he hablado con Stanley, el secretario de Estado para las colonias, esta misma mañana. Parece que eres el único hombre de cierto rango oficial de toda Inglaterra que ha visitado el lugar. Así pues, ¿qué opinas?

FitzRoy recordó el infierno de lodo y ginebra de Kororareka, y la mirada de puro odio que Edward Gibbon Wakefield le había dirigido en la sala de la comisión. ¿Era Nueva Zelanda un lugar apropiado para su mujer y sus hijos?

—No creo que los neozelandeses me causen demasiadas dificultades, pero preveo que tendré numerosos problemas con la gente blanca.

—A la larga tu carrera saldrá muy beneficiada. —Londonderry le estaba dejando claro que no tenía otra alternativa salvo aceptar.

En esos momentos a FitzRoy ya no le importaba que su carrera saliera beneficiada a la larga. ¿Sería ése el camino que debía tomar ante Dios? Eso era lo único que le interesaba. «Hacer el bien ante todo, por mucho que me cueste: ése debe ser el principio que gobierne mi conducta», se decía.

—Muy bien —respondió a regañadientes—. Si me ofrecen el puesto, lo aceptaré. Siempre y cuando, debo dejarlo claro, mi mujer esté de acuerdo.

El primer coche de la parada era un flamante carruaje de dos ruedas, cuyo conductor se hallaba encaramado en la parte de atrás. A continuación había un coche más sobrio de cuatro ruedas tirado por un caballo más robusto, y FitzRoy se encontró preguntándose si incumpliría las normas en caso de desplazar el orden natural de la cola; y si, en realidad, el hecho de que prefiriese un modo de transporte más tradicional era un signo de que estaba haciéndose viejo. La verdad es quizá ya fuera hora de dejar atrás el caos de Londres; el momento de cambiar su vida por la oportunidad de formar parte del principio de algo grande, ayudar a construir una nación desde cero, y ser una auténtica fuerza de hacer el bien en el mundo.

Sus ensoñaciones se vieron interrumpidas por las agudas bocinas y los titulares voceados por los cercanos vendedores del Evening Standard.

—¡Batalla en Río de la Plata! ¡Las baterías argentinas entablan combate con un barco británico! ¡El barco de Su Majestad Philomel desesperadamente superado en número y en cañones! ¡Una historia de heroísmo y tragedia!

FitzRoy, presa del pánico, sintió que le faltaba el aire. Se abrió paso a empujones entre la gente reunida ante el puesto de periódicos.

—Dame un ejemplar, por favor.

—Son tres peniques, señor.

No llevaba calderilla en el monedero, ni en los bolsillos del sobretodo.

—No llevo cambio. Sólo quería…

—Lo siento mucho, señor, pero necesita tres peniques para comprar un Standard. Si no tiene tres peniques…

—Dame un ejemplar —lo cortó con voz tajante; lanzó un billete de diez chelines al sorprendido vendedor, que se quedó sin habla, y le arrebató el periódico de la mano.

Vio el titular: «Batalla naval en Obligado». Leyó la noticia a toda velocidad, con el corazón golpeándole con violencia en el pecho.

Las fuerzas del presidente Rosas habían colocado una cadena que cruzaba el río Paraná, y que vigilaban una fragata argentina y dos cañoneras. Atrapado por el fuego intenso del enemigo, «balas tan grandes como pelotas de críquet», el Philomel y los barcos que lo acompañaban habían sufrido terribles daños en velas y mástiles. Tres mil hombres disparaban sobre las naves desde las baterías de la costa o desde cañones de campaña. El teniente Doyle, en el alcázar, fue decapitado por una bala de cañón. La situación parecía totalmente desesperada, pero la tranquilidad del agua del río permitió al menos que el Philomel se mantuviera a flote, a pesar de que tenía varios agujeros justo encima de la línea de flotación, y el capitán Sulivan, dando muestras de una insólita sangre fría, apuntó sus cañones y disparó sobre el enemigo. La tripulación del barco, gracias a su entrenamiento y disciplina ejemplares, no flaqueó ante la situación adversa. Aniquilaron todas las baterías de la costa menos una, lanzando ingeniosamente balas de cañón por encima de sus terraplenes protectores.

Demostrando un valor increíble y sin tener en cuenta su propia seguridad, el capitán Sulivan dejó el Philomel al mando del teniente Hamond y, solo, disparó sobre la batería que quedaba desde una de sus barcas. Bajo una lluvia de fuego de mosquete, logró liquidar a los ocupantes de la batería en un combate cuerpo a cuerpo y destruyó los cañones pesados argentinos sin ayuda de nadie. Prendieron fuego a la fragata enemiga, que se hundió, y un barco mercante de vapor cortó la cadena. Finalmente, el capitán Sulivan reunió una partida de infantes de marina para desembarcar en tierra, en el momento en que las fuerzas enemigas, en su mayoría reclutas negros, huían en desbandada. Las pérdidas británicas habían sumado un total de veinticuatro muertos y setenta y dos heridos. El capitán Sulivan iba a ser propuesto para una medalla en recompensa a su increíble valentía.

FitzRoy ojeó toda la historia una vez más para asegurarse de que no se había perdido nada; a continuación dobló el periódico y se apoyó contra una pared, sintiendo las rodillas débiles, el cuerpo tembloroso y el corazón todavía palpitante, pero ahora de orgullo, alegría y verdadero alivio.

El vendedor de periódicos, contrariado, se le acercó con las manos ahuecadas y rebosantes de oscuros peniques.

—Su cambio, señor. Nueve chelines y nueve peniques.