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Chester Street, 31, Londres

8 de octubre de 1837

Los FitzRoy recorrieron en coche la corta distancia que los separaba de la iglesia para asistir al servicio dominical, en parte porque la señora FitzRoy estaba en su sexto mes de embarazo y en parte porque, incluso en un barrio tan acomodado como Belgravia, el domingo por la mañana no era el mejor momento para pasear por la calle. A las once, los bares y los palacios de ginebra expulsaban a todos los juerguistas y borrachos de la noche anterior, y no era raro que los feligreses que iban de camino a la iglesia tuviesen que sortear riñas de prostitutas, reyertas de obreros y un gran número de devotos del caldo espirituoso en estado inconsciente. A FitzRoy le gustaba ir a la enorme iglesia románica de pálidos ladrillos de St. Peters, situada en Eaton Square, porque la luz se derramaba desde el gran ventanal del alto techo sobre la congregación, un detalle no carente de importancia para alguien que se había pasado los últimos cinco años en el océano bajo la bóveda celeste. Con su inmenso pórtico y sus seis columnas jónicas de piedra color miel, parecía un templo de la antigua Roma, y FitzRoy siempre había discrepado de la reciente escuela de pensamiento que menospreciaba ese tipo de arquitectura por considerarla pagana.

Le gustaba mirar a su esposa mientras rezaba, pues la serenidad de su actitud le recordaba la noche en que se conocieron y el modo tranquilo y casi beatífico con que la joven pareció flotar por la pista de baile. Se habían casado a finales de diciembre; Sulivan actuó de padrino de boda justo un par de semanas antes de su propio enlace con la señorita Young, de modo que los oficiales del Beagle se reunieron alegremente dos veces en quince días. FitzRoy apenas conocía a la novia, desde luego; ahora estaban empezando a conocerse, pero desde el primer momento la sabiduría y el aplomo que ella mostraba, así como su certeza de que la unión estaba bendecida por Dios, desterraron cualquier duda que FitzRoy hubiera podido albergar. A decir verdad, la noche de bodas constituyó toda una revelación. Estrechándola entre sus brazos en la oscuridad por primera vez, FitzRoy experimentó sensaciones de felicidad tan profundas e inesperadas que jamás habría creído posibles. Desde ese momento se enamoró de su mujer perdidamente y sin reservas. Era como si Dios los hubiese tocado a ambos en el mismo instante.

Habían alquilado una casa en Chester Street mientras él iba a trabajar seis días a la semana al Almirantazgo, a menudo hasta altas horas de la noche, en la reelaboración de cartas y planos y en la redacción de la historia del viaje. Habían tomado vacaciones sólo una vez, para visitar a la hermana de FitzRoy en Bromham, cerca de Bedford, pero el capitán se había sentido frustrado por la falta de actividad. El día de descanso obligado del domingo le suponía un engorro semanal, pero a la vez era consciente de los beneficios que esa pausa ofrecía a su salud física, mental y espiritual; y por supuesto deseaba pasar el mayor tiempo posible con su nueva mujer antes de volver a embarcarse. Después de la ceremonia en la iglesia, la pareja se unía al tradicional paseo de bien pensantes a través de Hyde Park y Kensington Gardens, y alrededor del Shewsbury Clock. Pese a su estado, Mary FitzRoy siempre insistía en que un breve paseo por las orillas del río Serpentine le sentaba bien. Pero ese domingo en concreto no había mucha gente, no sólo por el inicio de la temporada de caza sino porque despuntaban las primeras nieblas del invierno, tenues, amarillentas, insinuantes y acres, que humedecían la ropa y dificultaban la respiración. FitzRoy sugirió tomar un atajo, pero ella no quería oír hablar del asunto; de hecho, se empeñó en pasear hasta Uxbridge Road, que bordeaba el extremo norte del parque.

Allí, al otro lado de la verja, otro mundo observaba el interior del parque como si se tratara de un zoo: era un público formado por vagabundos borrachos, jornaleros hambrientos e irlandeses demacrados que se abrían paso a empellones.

—Un penique para el pobre Johnny, señor —gritó una voz, pero entre la selva de manos habría resultado imposible localizar a su dueño.

Durante los años en que el Beagle había estado ausente, muchos factores, entre ellos el elevado precio de los cereales, las doctrinas del reverendo Thomas Malthus y el terrible y nuevo espectro de los asilos de pobres, se habían combinado para engrosar las filas de los hambrientos y desahuciados que abarrotaban las calles de Londres. Y para su gran escarnio, el domingo era el día de la semana en que la ciudad recibía las provisiones de ganado: por Uxbridge Road subían grandes rebaños de bueyes, corderos y cerdos, interminables filas de carros y carretas llenos de becerros que azuzaban multitudes de ganaderos, intermediarios, criadores de cerdos y terneras, un verdadero tumulto de gritos, balidos y berridos que avanzaba despacio en dirección al mercado de Paddington. Un carro procedente del matadero de caballos se abrió paso sin apresurarse a través de la multitud de animales indiferentes: iba cargado de cuerpos de caballos obscenamente mutilados; las tripas desparramadas colgaban por uno de sus lados. Entre la multitud salpicada de barro y sangre también pululaban agitadores que distribuían panfletos y folletos de protesta, deseosos de provocar la ira de los desheredados; otros vendían opúsculos de la Biblia, periódicos populares y prensa amarilla dominical. No había ningún otro día de la semana tan bullicioso, famélico y desesperado, ni tan cruelmente sangriento, como el día del Señor. Mary FitzRoy soltó su mano enguantada de la de su marido y fue hasta la reja, donde repartió el contenido de su monedero entre las manos tendidas.

—Ten cuidado, cariño —murmuró FitzRoy, cerrando la mano en torno al bastón, pero la dama se movía entre los implorantes pedigüeños como un balandro sobre el mar, aunque sus donativos constituían una mera gota devorada al instante por un océano hambriento.

Darwin bajó ágilmente los escalones del número 36 de Great Marlborough Street para encontrarse con que el cochero había dejado solo su cabriolé de alquiler; los demás coches de la parada estaban ocupados por chóferes adolescentes que haraganeaban con el sombrero ladeado y fumaban en pipa con desenfado.

—¿Alguno de vosotros ha visto a mi cochero? —preguntó malhumorado.

—Sí, jefe, se ha ido a la esquina a tomar un trago. Pero aquí viene ya, recto como una escoba. Suba al coche, señor.

Un muchacho mal formado a causa del abuso de ginebra y ataviado con levita y botas de montar ocupó su sitio en el cabriolé y asió las riendas. Darwin se acomodó debajo de la capota.

—Chester Street, treinta y uno. Y ve con cuidado, en caso de que hayas estado alimentando el hígado.

Haciendo caso omiso de la pulla con buen humor, el chico dio la vuelta a Argyll Place y se unió al río de tráfico que se dirigía hacia el sur de la ciudad por Regent Street. Desde allí tomaron Conduit Street hacia el oeste, y llegaron a Piccadilly por Old Bond Street, hasta que finalmente se encontraron traqueteando por Grosvenor Place, al lado del muro del palacio real, que todavía no tenía nombre. Hacía un año entero que Darwin no veía a FitzRoy; para la redacción de su libro en común se habían comunicado sólo por carta, aunque vivían apenas a tres kilómetros y medio de distancia. Tampoco es que tuviera particulares ganas de verlo, pero lo ocurrido esa misma mañana lo había cambiado todo. La carta de Gould lo había puesto histérico. Por desgracia debería pasar por un sinfín de fórmulas de cortesía agotadoras antes de entrar en materia, pero no podía evitarlo. Eran las cinco de la tarde, una hora un poco tardía para visitar a alguien, pero conocía a FitzRoy lo bastante para permitirse tal informalidad.

En Grosvenor Place abundaban las mansiones majestuosas de estuco blanco y varias plantas; Chester Street resultó una de las estrechas calles de paso que conducían a las casas igualmente regias de Belgrave Place. «Es un barrio próspero», pensó Darwin; era de esperar que FitzRoy viviese en el lado aristocrático de Regent Street. Y eso que su antiguo compañero de camarote iba escaso de dinero. Era obvio que disfrutaba de los beneficios de la paga completa mientras preparaba las cartas del viaje. Unos escalones de mármol blanco llevaban a una primera planta estucada en la que se abrían tres ventanas con forma de arco; el resto de la fachada era de ladrillo, y las ventanas superiores, prosaicamente rectangulares. Darwin entregó su tarjeta a la sirvienta y preguntó si los señores FitzRoy estaban en casa. Antes de que la sirvienta le contestara, pudo adivinar que sí estaban en casa al advertir que las lámparas que desafiaban la penumbra del atardecer ya se habían encendido. Darwin fue guiado a través de un comedor con paneles, ascendió por una escalera de caracol, llegó a la parte trasera de la vivienda —observó que el edificio no tenía más que la profundidad de una habitación, y era más imponente desde el exterior que por dentro—, y accedió a una sala agradable y brillantemente iluminada, donde se encontraban los FitzRoy entre muebles de caoba oscura.

—Mi querido Darwin —dijo FitzRoy poniéndose en pie, pero su actitud era fría, y aquél supo de inmediato que algo fallaba. Daba igual; el motivo de su visita era mucho más importante que cualquiera asunto que molestara al viejo cascarrabias en ese instante—. Señora FitzRoy, tengo el honor de presentarle al señor Charles Darwin.

—El honor es mío, señora FitzRoy, créame —respondió él cortésmente—. Y si me perdona una observación tan atrevida, me parece que dentro de poco voy a tener que felicitarla.

—Estoy encantada de conocerlo por fin, señor Darwin. —Mary FitzRoy le tendió la mano—. Y sí, es cierto que Dios nos bendecirá próximamente con un hijo, como creo que ha bendecido al teniente Sulivan y su esposa a principios de esta semana.

—Entonces lo siento por la pobre señora, pues tengo entendido que su marido ha recibido órdenes de volver a embarcarse, por lo que se alejará de su casa en el momento menos oportuno.

—El señor Sulivan estará al mando del Pincher, querida, una goleta antiesclavista que partirá próximamente rumbo a África occidental —explicó FitzRoy.

—En ese caso debemos alegrarnos por el señor Sulivan —repuso Mary—. Una mujer que se casa con un oficial de la Marina siempre ha de estar preparada para separarse del marido cuando el deber lo llama.

«No me sea tan condescendiente —pensó Darwin—. Estoy aquí muy a mi pesar». La señora FitzRoy le pareció una mujer muy hermosa, pero no pudo determinar si sus maneras solemnes y directas se debían a un sentimiento de piedad conmiserativa o a una autosatisfacción inaguantable. De lo que sí estaba seguro era de que no se trataba de la clase de mujer de cabeza hueca a quien apasionaban las heroínas románticas de Byron y Scott. Tenía algo que intimidaba, un aura casi evangélica.

—Pero según creo, somos nosotros quienes hemos de felicitarlo a usted, señor Darwin —afirmó el objeto de estudio del filósofo mientras la criada servía el té—. Mi esposo me ha contado que van a nombrarlo miembro de la Royal Society, y secretario de la Geological Society.

—En efecto. Y todo gracias a los buenos oficios del señor Lyell. Ceno asiduamente en su club, y él en el mío. ¿Sabe que he sido elegido para el Athenaeum, junto con Charles Dickens, el novelista?

—¡En qué círculos tan elevados se mueve usted, señor Darwin!

Una vez más, el naturalista se sintió tratado con condescendencia, pero no estaba dispuesto a avergonzarse de sus logros, así que continuó:

—Bueno, la verdad es que últimamente he hecho unas amistades muy interesantes. Soy un invitado habitual en las soirées del señor Babbage, junto con Herbert Spencer; el señor Brown, el botánico; Sydney Smith, Jane y Thomas Carlyle… que escribe los artículos sobre literatura alemana en el French Quarterly… y la señorita Martineau, por supuesto, que es amiga de mi hermano.

«Es decir, gente fascinante e influyente —pensó—, no aristócratas de medio pelo».

—La compañía no puede serme más grata; lo que por desgracia me amarga las veladas es la digestión —añadió.

—¿Sigue con problemas de salud? Lamentamos oírlo.

La mala salud de Darwin era evidente. Estaba más flaco y demacrado que en la última etapa del viaje, y su frente protuberante tenía un aire de febril concentración. No debía de pesar más de setenta y cinco kilos.

—Por lo visto sufro de una dolencia crónica, sin duda provocada por haber pasado años mareado. —Dirigió a FitzRoy una sonrisa forzada—. He probado todo tipo de medicinas, desde calomelanos y quinina hasta arsénico, incluso cerveza india, pero nada parece funcionar. —«Maldita sea —se dijo—, es como si estuviese confesándome con un cura católico»—. Me imagino que el aire viciado de Londres no me beneficia demasiado.

—Quizá le iría bien pasar más tiempo con su familia en Shropshire.

«Y menos tiempo coleccionando amigos influyentes como si se tratara de trofeos —pensó FitzRoy—. Está aquí porque quiere algo, no hay duda. En caso contrario no habría venido».

—De hecho estuve en casa la semana pasada. Viajé hasta Birmingham en tren, aunque no puedo decir que me impresionara mucho. Uno debe pagar de su bolsillo las velas que usa para leer, y alquilar un calientapiés para no morirse de frío. A pesar de todo fue increíblemente rápido; sólo tardé cinco horas.

—¿Y qué noticias hay de su familia, señor Darwin?

—Ah, tenemos razones de celebración. Mi hermana Caroline se ha casado con mi primo Josiah Wedgwood, el hijo mayor del tío Jos, que acaba de volver de un viaje por Europa.

—¿Y qué me dice de usted? ¿Piensa casarse?

Mary FitzRoy dejó caer la pregunta con una franqueza desarmante, pero Darwin la esquivó. Las negociaciones con Emma Wedgwood estaban en un momento demasiado delicado para hacerlas públicas.

—Me temo que estoy demasiado ocupado catalogando los especímenes del viaje para pensar en capturar un espécimen tan raro como una esposa.

—Parece que usted y mi marido pasarán más años organizando sus descubrimientos de los que tardaron en dar la vuelta al mundo.

—Con el libro y las cartas, me siento entre el hambre y las ganas de comer —apuntó FitzRoy, que apenas había hablado hasta ese momento, y sólo lo había hecho para dirigirse a su mujer—. Ambas actividades me exigen mucho y reclaman toda mi atención.

«¿Qué mosca le habrá picado al viejo zorro?», pensó Darwin, pero a pesar de sus reticencias siguió hablando:

—Yo he sido muy afortunado, pues he conseguido una ayuda excelente. Lyell me presentó a Richard Owen, profesor del Real Colegio de Cirujanos y seguidor de Hunt. ¿Lo conoce? Fue el hombre que acuñó el término «dinosaurio». Mis fósiles de Punta Alta son completamente nuevos para la ciencia. Owen ha bautizado el roedor acuático gigante con el nombre de Toxodon; el armadillo gigante se llama Scelidotherium; el oso perezoso gigante, Glyptodon, y a un guanaco gigante lo ha llamado Machrauchenia. Owen afirma, lo cual no deja de ser extraordinario, que todos los fósiles sudamericanos están relacionados con los animales que hoy en día viven en el continente. Es como si hubiera un continuo proceso de cambio. Perdóneme, señora FitzRoy, esta charla científica debe de aburrirla mortalmente.

—Todo lo contrario, señor Darwin, estoy fascinada. De hecho, me intriga saber lo que piensa de los recientes descubrimientos en Trafalgar Square. He sabido que los trabajadores que estaban echando los cimientos de la columna encontraron huesos de enormes elefantes, rinocerontes y tigres de dientes de sable.

«Bien dicho», pensó FitzRoy mientras lo invadía una oleada de orgullo.

—Un descubrimiento fascinante, en efecto —replicó Darwin, evasivo—. Y en la actualidad hay elefantes y rinocerontes vivos en la Zoological Society, y hasta una jirafa. Son criaturas realmente asombrosas. Debería ir a verlas, cuando su estado se lo permita, claro. Yo estuve ayer. La sociedad abre sus puertas a sus miembros los fines de semana… ¿les he dicho que me han elegido miembro de la Zoological Society?… y vi un chimpancé llamado Tommy al que habían vestido con ropa de hombre y asignado una niñera. Le aseguro que encontraría sus payasadas muy divertidas. Durante mi visita la niñera le enseñó una manzana, pero no se la dio, así que Tommy se tiró al suelo y empezó a patear y chillar exactamente como habría hecho un niño. Parecía muy enfadado, y después de dos o tres berrinches, la niñera le dijo: «Tommy, si dejas de llorar y te portas bien, te daré la manzana». Sin duda el simio entendió todas y cada una de sus palabras, y, aunque, como a cualquier niño, le costó dejar de lloriquear, al final lo consiguió y la niñera le entregó la manzana. Acto seguido se subió a un sillón y se puso a comérsela con la cara más feliz que pueda imaginarse.

—Dígame, señor Darwin, ¿su interés por el chimpancé Tommy es de naturaleza científica o se trata sólo de un mero entretenimiento?

—Bien, fui a la Zoological Society principalmente para encontrarme con el señor John Gould, el taxonomista. ¿No se lo he dicho? Ha aceptado clasificar todos los pájaros que recogí en el viaje. Waterhouse se ocupará de los insectos; Bell, de los reptiles, y mi amigo Leonard Jenyns, de los peces. En realidad es por el asunto de la clasificación que llevará a cabo el señor Gould por lo que he venido a ver al capitán FitzRoy. Me preguntaba, señora FitzRoy, si sería tan amable de permitirnos hablar unos momentos a solas. Es una conversación de índole técnica, muy aburrida, se lo aseguro.

—Por supuesto, señor Darwin.

—Entonces, si no tienes ninguna objeción, querida, subiremos a mi estudio —dijo FitzRoy—. El señor Darwin quizá quiera examinar el trabajo que estoy realizando.

—¿Puedo desearle que tenga el más feliz de los alumbramientos, estimada señora? Si Dios quiere.

En cuanto el largo preámbulo se dio por finalizado, FitzRoy condujo a Darwin por la escalera de caracol, y advirtió que el filósofo se sacaba del bolsillo de la chaqueta una cajita de plata y cogía un pellizco de rapé furtivamente antes de seguirlo a grandes zancadas. Entraron en el despacho, un lugar tan pulcro y ordenado como lo fuera el camarote del capitán en el Beagle, y cerró la puerta.

—Lo cierto es que ha escogido un día muy oportuno para visitarme —declaró FitzRoy fríamente—, pues hay un asunto urgente que debo comentar con usted. Pero antes ha mencionado que usted también tiene algo que comentarme.

—Se trata de Gould —dijo Darwin yendo al grano—. Está trabajando con los pinzones de las islas Galápagos. Dice que por lo menos hay cuatro subgrupos, y que uno, el Geospiza, contiene por lo menos seis especies con una serie de picos cuyas diferencias son casi imperceptibles. Especies distintas, FitzRoy. Las variantes se han convertido en especies distintas.

—Me cuesta creerlo.

—Y los tres burlones son también especies diferentes, que provienen de tres islas diferentes. Todos ellas son desconocidas para la ciencia de la zoología. Bell dice que cada lagarto procedente de una isla distinta es también de una especie distinta. Insisto, FitzRoy, no son variantes, sino especies. ¡Ojalá hubiera prestado más atención a Lawson cuando habló sobre los diversos caparazones de tortuga!

—¿Cómo consiguió esos pinzones? Bynoe me dijo que había rechazado mi ofrecimiento de una jaula de pájaros en la isla de San Salvador.

—Gracias a mi ayudante, Covington. —Darwin lo miró con cara avergonzada—. Fue él quien los coleccionó. En ese momento no me di cuenta de las divergencias que había entre ellos. Estoy convencido de que los pájaros de Covington difieren de una isla a otra, pero no puedo estar totalmente seguro de las etiquetas. Me parece que mezclé colecciones que Covington reunió en diversos lugares. No me imaginé que unas islas separadas por unas cincuenta o sesenta millas… y desde cualquiera de las cuales pueden contemplarse las demás… que están formadas por las mismas rocas, tienen las mismas condiciones atmosféricas y una altitud muy semejante, pudieran ser habitadas por especies distintas. Ésa es la razón por la que he venido a verlo, FitzRoy. Usted y Bynoe… Sé que los dos tenían colecciones rigurosas y bien etiquetadas. Necesito su permiso para que Gould pueda acceder a las colecciones que usted y Bynoe hicieron y que actualmente se hallan en el British Museum. Necesito su ayuda, FitzRoy.

—¿Me pide que lo ayude a intentar probar sus teorías transmutacionistas?

—Sólo le pido permiso para acceder a las colecciones de especímenes.

—Usted y ese amigo suyo ornitólogo, ese Gould, alegan que hay diferentes especies de pinzón, pero no veo cuál es el mecanismo que permite a una criatura cruzar la barrera entre una especie y otra. Todos son pinzones. Por definición son variantes, ¿no?

—Pero, FitzRoy, ahora tengo el mecanismo. Tengo el mecanismo. Leí el Ensayo sobre el principio de la población de Malthus, y entonces se me ocurrió, está claro como el agua. ¿Por qué el mundo no está plagado de conejos, o de moscas, siendo como son capaces de reproducirse a una velocidad tan increíble? ¿Por qué el mundo no está abarrotado de gente pobre? La respuesta es: los débiles mueren. La muerte, la enfermedad, el hambre les afecta a ellos más que al resto de la población. Sólo los mejor adaptados sobreviven. Ésa es la razón por la que las razas inferiores, como los fueguinos y los araucanos, serán eliminadas, y por la que las civilizaciones del hombre blanco, más desarrolladas, acabarán por ocupar su territorio. Por ese motivo el cristianismo derrota al paganismo, porque se enfrenta mejor a las exigencias de la vida. La muerte es una entidad creativa. Preserva las adaptaciones más efectivas de animales, plantas y personas, y elimina las menos efectivas. De modo que las adaptaciones favorables se vuelven fijas. Así es como se adapta una especie.

—Nada de eso explica cómo puede una especie transmutarse en otra.

—Supongamos que nacen seis cachorros. Dos tienen las patas más largas, por lo que podrán correr más deprisa. Son los únicos de la camada que sobrevivirán. En la siguiente generación, todos los cachorros tendrán las patas largas. Las especies se adaptan produciendo variaciones al azar, un proceso de ir probando y cometiendo errores, que persisten si son ventajosas. Es la misma naturaleza, si lo prefiere, quien las selecciona, distinguiendo entre las ganadoras y las perdedoras.

—Usted da por supuesto que la naturaleza no puede sino actuar de modo externo en cada criatura. Sin embargo, ambas son indivisibles. ¿Acaso no son las mismas criaturas las que determinan su propio entorno como el entorno las determina a ellas? ¿Acaso el hombre, por ejemplo, no tala los bosques?

—Pero ¡es precisamente en ese asunto donde Malthus, Dios lo bendiga, me ha abierto los ojos! —exclamó Darwin—. El ser humano trabaja contra la naturaleza. Nosotros, los hombres civilizados, hacemos lo posible para frenar el proceso natural de la eliminación. Construimos asilos para los idiotas, tratamos a los enfermos y creamos leyes para proteger a los pobres. Las vacunas han salvado a miles de personas que en el pasado habrían sucumbido a la viruela. Así es como los miembros débiles de las sociedades civilizadas se multiplican. Lo que estamos haciendo no puede ser más perjudicial para la raza humana.

—Se refiere a la piedad cristiana como si fuera algo censurable —le reprochó FitzRoy—. Malthus veía el aumento de la población mundial como un síntoma del declive del hombre, no de su ascenso a través de una competición brutal. Es más, veía esa competición como algo que debía frenarse, no celebrarse.

—Pero ¿no se da cuenta, FitzRoy? Todos y cada uno de los organismos vivos compiten entre sí, esforzándose al máximo por incrementar su número. Los pájaros que cantan a nuestro alrededor comen insectos o semillas, por tanto, están destruyendo la vida constantemente. Al mismo tiempo, los animales de rapiña los destruyen a ellos y sus huevos. La naturaleza no es el resultado de la creación de un Dios benevolente. El único orden del universo divino es un producto fortuito y circunstancial de la lucha entre organismos dirigida al éxito reproductivo.

—¿Y qué me dice de la cooperación en la naturaleza? —inquirió FitzRoy—. Escarabajos que se alimentan de estiércol, pájaros que viven en el lomo de los hipopótamos.

—Son meros parásitos.

—¿Y qué me dice de la belleza? ¿Y del mismo origen de la vida? ¿De algo tan hermoso y complejo como el ojo humano, capaz de ajustarse un millón de veces más rápido que cualquier catalejo? ¿Cómo pudo originarse tal mecanismo por medio de una modificación fortuita? Sólo el Creador pudo haber diseñado algo así.

—Quizá el ojo se fue desarrollando gradualmente —sugirió Darwin—, igual que el ser humano diseñó el catalejo de forma gradual.

—El diseño gradual del catalejo fue el producto de la razón divina.

—¿Todo artefacto debe tener su artífice?

—Sí, ¡por definición! ¡Y no puedo creer que esté hablando de esa forma tan blasfema!

—Por favor, FitzRoy, el diseño del hombre está lejos de ser perfecto. Debemos descansar ocho horas al día. Debemos tomar alimentos tres veces al día. Comemos y respiramos por el mismo orificio. Caemos enfermos con todo tipo de dolencias. ¡No estamos diseñados de forma tan maravillosa!

—¿Y qué me dice, pues, de la conciencia? ¿Y cómo explica la creación de la conciencia con su ejemplo de los cachorros de patas largas? ¿Cómo es posible que tengamos esta conversación, seamos incluso conscientes de nuestra existencia, si Dios no nos ha dado la capacidad del pensamiento racional? ¿Cómo explica su exhaustiva teoría la generosidad, la amabilidad con los desconocidos, la abnegación… cualidades de las que debo admitir usted parece ir muy escaso… si no es apuntando que el hombre ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza?

Darwin, que cada vez estaba más acalorado, optó por hacer caso omiso de la ofensa.

—El hombre es de lo más arrogante si piensa que fue creado por Dios a su imagen y semejanza. Nuestra imagen de Dios no es sino el egocentrismo humano hecho carne. Sea quien sea, o sea lo que sea, Dios es mucho más que meramente el género humano en sumo grado. La humildad me lleva a la inevitable conclusión de que somos simples animales.

—¿Humildad? ¿Usted? —FitzRoy apenas pudo farfullar estas palabras—: «¿Dirá el barro al que lo labra: “Qué haces?”».

—Piense en esto: la conciencia de los humanos y los animales no es tan diferente. ¿Acaso la risa no es nuestra manera de gruñir? ¿Estamos tan lejos de Tommy el chimpancé? ¿Está el hombre negro, cuya capacidad de razonamiento sólo se halla desarrollada en parte, más cerca de los simios superiores que el hombre blanco? Los niños negros y morenos parecen menos humanos de lo que podría haber producido cualquier degradación. Charles White postula que hay un subgrupo intermedio, pero separado desde un punto de vista taxonómico, de gente de piel oscura. Sus fueguinos son la prueba viviente de que la civilización cristiana es efímera, una simple capa de barniz sobre los hechos biológicos. Sólo hay que ver lo rápidamente que retomaron su estado salvaje. Se lo aseguro, FitzRoy, nuestra sociedad cristiana no es más que un brazo armado de la naturaleza: una lucha maltusiana por la existencia. O el bellum omnium contra omnes, la «guerra de todos contra todos», de Hobbes. ¡Cabalgamos la ola del caos!

—No tolero esos… esos disparates en mi casa. El universo civilizado es obra de la sabiduría divina. Es una máquina, y Dios es el mecánico.

—Si el universo es una máquina, entonces la vida sólo se aprovecha de sus balbuceos.

—Pero esa teoría suya, esa idea perversa de Malthus, es un absurdo matemático. Cualquier variación única de cualquier criatura se mezclaría de nuevo en su especie mediante la reproducción, y sería partida por la mitad y luego partida de nuevo en sucesivas generaciones hasta desaparecer. Por ejemplo, un marinero blanco abandonado en la costa africana nunca podría volver blanca a una nación de negros.

—Vamos, FitzRoy, es evidente que hay mucha variación hereditaria. Las características exitosas son dominantes de alguna forma; si no, cada generación sería más uniforme que la anterior. Y esas características se pasan a los dos sexos por herencia. El hombre sería tan superior en capacidad mental en relación con la mujer como un pavo real lo es en plumaje ornamental con respecto a la pava real, si los rasgos beneficiosos del sexo masculino no se transmitieran por igual a ambos sexos en el momento de la concepción. Así, amigo mío, es como una especie de pinzón llegó a las islas Galápagos y se transmutó de forma gradual en un número de especies enteramente distintas. No son variaciones, sino especies diferentes.

—Es irónico, ¿no le parece?, que usted haga tanto hincapié en las barreras absolutas entre las especies que en teoría se saltan de ese modo; sin embargo, según su propia argumentación, una especie se transmuta gradualmente en otra sin ningún impedimento o barrera.

—Debe ayudarme, FitzRoy. Debe darme su permiso para que el señor Gould acceda a esos especímenes.

—¡Me dio su palabra de que no publicaría ninguna argumentación transmutacionista! Su manuscrito está terminado, ¿acaso pretende reescribirlo?

—No, por supuesto que no. Cumpliré mi palabra. Pero tengo que saber, he de saber la verdad.

—¿Y por qué debería ayudarlo? ¿Por qué debería ayudarlo a usted, que ha mandado esto a la editorial y a mi casa? —FitzRoy alzó indignado las pruebas del manuscrito de Darwin del escritorio y las blandió en el aire.

—¡Ajá! Ahora lo entiendo todo —gritó—. Nada más llegar he visto por su actitud que albergaba alguna reticencia ridícula hacia mi trabajo.

FitzRoy empezó a leer citas con desdén:

—«No es posible que la acción de un diluvio haya modelado la tierra de ese modo»… «Los anteriores geólogos habrían puesto en juego la acción violenta de algún desastre arrollador, pero en este caso sostener eso sería del todo inadmisible…».

—FitzRoy, se lo aseguro, ningún geólogo que se precie cree en el diluvio universal hoy día. Buckland reniega de él. Sedgwick reniega de él. La nueva obra de Lyell descarta por completo la idea de que haya habido una gran catástrofe en el planeta. Por cierto, en esa obra Lyell lamenta el retraso de mi libro por culpa de su lentitud, FitzRoy. El señor Lyell convino conmigo en que una parte de su cerebro no funciona bien y necesita cura, pues, querido amigo, no hay otra explicación para su manera de ver las cosas. —Darwin tenía la cara roja de furia, y el capitán no parecía mucho mejor. La discusión de los dos hombres podía oírse por toda la casa.

—¿Cómo se atreve a hablar de mí en esos términos, o en cualquier término, con el señor Lyell? ¿Ha comentado con su nuevo amigo sus teorías transmutacionistas? ¡Lo dudo! Porque yo también he leído su último libro, que deja perfectamente claro que, aunque las variedades pueden cambiar mucho, nunca pueden alejarse lo suficiente para que se las considere especies nuevas.

—Por supuesto que no he hablado de ese tipo de asuntos con el señor Lyell. He intercambiado mis pensamientos más íntimos con usted, y sólo con usted, porque he pasado cinco años de mi vida encerrado en un camarote con usted, y porque confiaba en usted como mi compañero de fatigas y como caballero para no divulgar tales confidencias. Aunque Dios sabe que ahora lamento habérselas hecho. Usted me dio su palabra de caballero de que no se oponía a que cuestionara la existencia del diluvio universal en mi libro sobre el viaje, pero ahora parece que falta a su promesa.

—Al contrario. Tiene todo el derecho a escribir cualquier tontería que se le ocurra respecto al Diluvio, aunque creo que acordamos que lo haría con discreción. Mi objeción a esta obra es de una naturaleza completamente distinta, y concierne a las vergonzosas observaciones, o mejor, a la falta de ellas, que se encuentran en el prólogo.

—¿En el prólogo? ¿Observaciones? No sé de qué me habla.

—De su página de agradecimientos, o de la falta de ellos, en la que atribuye su incorporación al viaje al deseo del capitán FitzRoy, y a la amabilidad del capitán Beaufort.

—¿Y qué hay de malo en ello?

—Me asombra que haya omitido cualquier alusión a los oficiales del barco, sea en particular o en general. ¿Y Sulivan? ¿Y Stokes? ¿Y Bynoe? Los oficiales que lo ayudaron a desarrollar sus ideas, que le dieron un trato preferente a la hora de coleccionar especímenes. Una simple mención, ya no hablo de una palabra de elogio o alabanza obsequiosa, habría significado una mínima restitución para aquellos que sostuvieron la escalera por la cual ha ascendido a su posición actual. ¿O acaso no era consciente de que el barco con el que dio la vuelta al mundo sin sufrir ningún percance tenía el cometido de explorar y cartografiar, y que sus oficiales no tenían ninguna obligación ni orden de recoger ejemplares para usted? Para el honor de todos esos hombres, le brindaron un trato preferente. Para su deshonor, Darwin, usted se olvida de mencionarlos en su libro.

—Les escribiré.

—No basta. Debe cambiar la página en la editorial. No me fío de que les escriba.

—Tiene usted una habilidad consumada en ver todas las cosas y a todas las personas de forma pervertida. Sólo es un simple descuido. Haría bien en concentrar sus energías en acabar su parte del manuscrito, que le recuerdo se había previsto publicar a finales de este mes, y abandonar esos asuntos tan nimios. Por el amor de Dios, ¿por qué está tardando tanto? Ese retraso está frenando mis esfuerzos por emprender una carrera científica exitosa.

—Se olvida de que tengo dos volúmenes entre manos —dijo FitzRoy fríamente—. El mío y la edición del manuscrito del capitán King. Medio millón de palabras en total.

—¿Medio millón de palabras? En el Beagle leí algo del diario de King. No hay un pudin de colegio que iguale a ese libro en pesadez. Abunda en una historia natural de pacotilla. Espero que su propio libro constituya una mejora. ¡Medio millón de palabras! No me extraña que los tres volúmenes juntos vayan a costar dos libras y dieciocho chelines.

—El señor Colburn, el editor, me ha dicho que los altos precios se deben a la falta de materia prima para fabricar papel. Y, por supuesto, sus amigos del gobierno liberal siguen gravando el papel un penique y medio la libra.

—Henry Colburn es un bribón de la peor calaña. He tenido que adelantarle nada menos que veintiuna libras y diez chelines por los ejemplares que tengo intención de repartir entre mis amigos y familiares. Eso es más de lo que recibiré por mi contribución a la obra. Escribiendo ese libro pierdo dinero. Usted, por el contrario, recibe el salario completo de cartógrafo.

—En absoluto. Como sólo puedo dedicar parte de mi tiempo al trabajo cartográfico, he escrito a sir Francis Beaufort para ofrecerle la devolución de la mitad de mi salario. Y si el trabajo se prolonga más allá de mil ochocientos treinta y ocho, lo acabaré sin cobrar un penique más.

—¿Sin cobrar? ¿Devolver la mitad de su salario? ¿Cuando atraviesa dificultades económicas? Usted no está bien de la cabeza, FitzRoy.

—Estoy perfectamente. Lo que pasa es que mi concepto del dinero y mi concepto del deber son diferentes de los de personas como usted. Un caballero siempre ha de anteponer el deber y el servicio a la comunidad a todo lo demás. Estoy seguro de que sir Francis apreciará este gesto en lo que vale.

—Un gesto que ha provocado tal admiración general —soltó Darwin con desdén—, que el mando del Beagle para su próximo viaje se lo han dado a otro.

—¿Qué? —FitzRoy se quedó helado—. ¿Cómo dice?

—Nada… Es sólo un rumor. Beaufort… —Darwin, incómodo, reparó en que había ido demasiado lejos.

—¿Qué sabe usted del siguiente viaje del Beagle? —insistió FitzRoy, desesperado—. ¿Por qué habla de Beaufort? ¿Lo conoce?

—Es uno de los asiduos a las veladas del señor Babbage —confesó con voz débil—. Nos hemos vuelto buenos amigos. Ha leído mi manuscrito y ha dado su incondicional aprobación. Me comentó que el Beagle iba a zarpar de nuevo, al mando de Wickham, con la misión de cartografiar la costa de Australia. Suponía que usted ya lo sabía…

Por su expresión, FitzRoy revelaba muy a las claras que no estaba enterado del nombramiento de Wickham. Darwin rompió el silencio cambiando de tema.

—Sir Francis me ha conseguido una beca de mil libras del gobierno para editar cinco grandes volúmenes ilustrados de la zoología del Beagle, con textos de Owen, Waterhouse, Gould, Jenyns y Bell. Los publicará Smith y Elder, una editorial científica muy reputada.

FitzRoy estaba perplejo.

—¿Va a sacar a la luz una guía oficial de la zoología del Beagle sin consultarme?

—Tenía entendido que ya estaba informado.

—Creo que sería mejor que se marchara.

Darwin se levantó sin decir una palabra. Los dos hombres sabían que su amistad había llegado de forma irrevocable a su fin. «Los débiles desaparecen —pensó Darwin, furioso—. La gente como usted será apartada como los grandes animales del pasado. Los científicos, los empresarios, los inventores, los hombres de negocios: ellos heredarán la tierra. Su especie, FitzRoy, ha llegado al final de su vida natural».

El carruaje de FitzRoy depositó a su ocupante ante el imponente pórtico de piedra de Montagu House, la sede del British Museum. El capitán bajó del coche con su agilidad habitual, pero cualquiera que lo conociese bien habría notado que faltaba algo: cierto brío, cierta alegría en el andar. Todavía erguido, sin embargo, se deslizó entre la multitud que marchaba con la cabeza gacha por Great Russell Street; la sobria levita negra bien abotonada hasta el cuello para protegerse de la niebla pegajosa y amarillenta que lo rodeaba. Tenía el porte digno de costumbre, pero en su interior se sentía una concha vacía, como el espectro del capitán FitzRoy.

Lo hicieron esperar lo que se le antojó una eternidad en un pasillo detrás del vestíbulo. Finalmente apareció un empleado gangoso anunciando que el señor Butters iba a recibirlo en ese instante. El conservador del departamento de Historia Natural resultó un hombre de mediana edad, menudo, rechoncho e irritable, vestido con un traje sobrio e informe de una antigüedad similar a su dueño, si bien el chaleco, ceñido por la cintura, indicaba que en algún momento del pasado el hombre se había creído todo un dandi. Aunque ése hubiera sido el caso, en la actual encarnación del señor Butters no quedaba ningún vestigio de su condición pretérita. Miró de arriba abajo a su huésped, al que no había invitado, con una irritación mal disimulada de director de escuela.

—Dígame, capitán Fitzwilliam, ¿a qué debemos el placer de su visita?

—Soy, mejor dicho, era el capitán del Beagle, un bergantín planero; desde mil ochocientos veintiocho hasta el momento actual. Mi presencia aquí, que espero que no le suponga una molestia demasiado inoportuna, se debe a ciertos especímenes que recogimos el señor Bynoe, el cirujano del barco, y yo mismo en las islas Galápagos.

—¿Y cómo podría yo ayudarlo en relación con esos especímenes?

—Hay un tal señor Gould, taxonomista de la Zoological Society, que desea examinarlos. He venido para dejarle claro que no tengo ningún reparo contra el trabajo del señor Gould, a menos, claro está, que sea incompatible con las investigaciones de los expertos del museo.

—¿La Zoological Society, dice? —Butters pronunció el nombre de la nueva institución con el tipo de altivez desdeñosa que podría haber reservado para referirse a una pandilla de galopines del Támesis—. En este lugar estamos muy ocupados, capitán Fitzwilliam.

—FitzRoy.

—Discúlpeme, capitán FitzRoy. ¿Acaso los oficiales de la Zoological Society no tienen suficientes animales para sus experimentos que han de venir a interrumpir nuestras diligentes tareas? Tengo entendido que cuentan con un chimpancé vestido de chaqué para entretener al público.

«Si el museo es un lugar donde se llevan a cabo diligentes tareas —se dijo FitzRoy—, la verdad es que éstas no dejan sentir su presencia». El edificio se hallaba sumido en un silencio sepulcral, y las motas de polvo que se habían levantado con educación cuanto él entró estaban ahora acomodándose una vez más sobre los viejos libros y planos que dormitaban sobre el escritorio de Butters. FitzRoy tenía la sensación de haber viajado al siglo anterior.

—Esos especímenes en concreto… son pinzones de diferentes tipos… han suscitado una gran controversia científica. Aunque no puedo estar de acuerdo con la diagnosis del señor Gould, siento que es justo darle la oportunidad de examinar los pájaros, y durante el tiempo que necesite.

—La controversia científica nunca ha dado ningún fruto, se lo aseguro. Hágame caso, capitán FitzRoy, y dígale a ese señor Gould que siga dedicándose a vestir a sus chimpancés.

—Sea como sea, señor, me temo que debo insistir en abusar de su amabilidad. Es una cuestión de honor.

—Conque un asunto de honor, ¿eh? Caramba. —Butters hizo una mueca de desaprobación—. Bien, aquí en el museo tenemos grandes cantidades de especímenes. Quizá no sea fácil localizar los suyos. Tal vez no se hayan examinado ni catalogado. ¿Cuándo dice que volvieron?

—Hace un año. El veintiséis de octubre de mil ochocientos treinta y seis.

Butters hurgó en unas pilas de libros tambaleantes que se amontonaban en un rincón de su oficina y extrajo un libro mayor cubierto de polvo.

—El Adventure, el Agamemnon, el Arethusa. Ah, aquí está, el Beagle. FitzRoy y… ¿quién más?

—Bynoe. Benjamin Bynoe.

—Ah, sí. Especímenes recogidos por Robert FitzRoy y Benjamin Bynoe, John Lort Stokes, Phillip Parker King… Me temo que todavía no están catalogados. Ni siquiera se han abierto las cajas.

—¿Después de todo un año?

—Como creo que ya le he expuesto, capitán FitzRoy, en nuestro departamento estamos muy ocupados, como en el resto del museo. No tenemos tiempo para saltar sobre la primera jaula o caja de embalaje que deje a nuestra puerta cualquier marinero de paso.

—La recolección de esos especímenes, señor Butters, no se llevó a cabo a la ligera. Es más, a menudo los oficiales involucrados en ella corrieron riesgos considerables. Y a propósito, el libro mayor está equivocado. Nuestro guardiamarina se llamaba Phillip Gidley King, no Phillip Parker King.

—Permítame que lo ponga en duda, caballero. No solemos cometer ese tipo de errores. Aparte de que Phillip Parker King no es guardiamarina. Según el libro mayor estaba al mando de la expedición.

—El capitán Phillip Parker King estuvo al mando de la primera expedición, que volvió a Inglaterra en octubre de mil ochocientos treinta. Lleva retirado del servicio desde hace siete años.

—Ya se lo he dicho. Aún no han sido catalogados. Las cajas no están abiertas.

—¿No se han abierto las cajas que se dejaron aquí en mil ochocientos treinta?

—Ya le he explicado que tenemos mucho trabajo, capitán FitzRoy. Nos dedicaremos a sus especímenes cuando llegue el momento. Ahora, si me disculpa, yo también soy un hombre muy ocupado. Si su señor Gould desea venir a verme, lo remitiré al personal administrativo. Que pase usted un buen día, señor.

FitzRoy cruzó la ciudad como un boxeador que se queda sin aliento después de recibir golpe tras golpe en el plexo solar y que todavía se resiste a derrumbarse. Mientras subía los escalones del Almirantazgo, advirtió que no se acordaba del recorrido que acababa de hacer, hasta tal punto estaba aturdido. Apenas había tenido tiempo para recobrar la calma cuando le anunciaron que podía pasar a ver al hidrógrafo, aunque se había tomado la libertad de visitarlo sin concertar una cita.

«Al menos Beaufort se muestra generoso conmigo —pensó—. Tal vez sea buena señal». Si era cierto que había perdido el mando del Beagle, entonces, en el mejor de los casos, eso podría significar un ascenso. Si no, en el peor de los casos, podría verse relegado a comandar un buque de vigilancia y a la relativa ignominia de las patrullas anticontrabando o de protección pesquera. Al menos podría ver a su mujer más a menudo. Para sus adentros, razonó que fueran como fuesen las cartas que Dios y el Almirantazgo se disponían a repartirle, serían las que más le conviniesen.

La puerta se abrió, y Beaufort rodeó su escritorio y se le acercó cojeando por la mullida alfombra para estrecharle la mano efusivamente. A FitzRoy se le encogió el corazón. «Cálmate», se dijo a sí mismo. Sonrió a su vez y saludó a Beaufort calurosamente. Se preguntó si la sonrisa del irlandés irradiaba solidaridad o felicitación.

—Bien, FitzRoy, debo felicitarlo. Seymour ha salido airoso del consejo de guerra, y en gran parte es gracias a usted.

FitzRoy tardó unos segundos en comprender de qué estaba hablando Beaufort.

—El tribunal aceptó sin reservas sus explicaciones de que las corrientes del océano habían sido alteradas por el terremoto. Gracias a su carta, se ha exonerado a Seymour de su responsabilidad por la pérdida del Challenger. Es más, recibió elogios por su conducta posterior, pues protegió a sus hombres de las tribus araucanas hostiles. Se lo ha rehabilitado con honores y se le ha puesto al mando de otro bergantín.

—Gracias a Dios. No se imagina el alivio que me produce oírlo, señor.

—También hubo elogios para el comodoro Mason, por la presteza y el valor con que acudió al rescate de Seymour. —Beaufort se quedó mirándolo fijamente; sus ojos brillaban. FitzRoy permaneció impasible—. No tiene que decirme nada si prefiere no hacerlo, pero hay muy pocas cosas que pasen en la Marina que no lleguen a mi conocimiento.

—Eso tengo entendido.

Beaufort le mantuvo la mirada un momento, y después la bajó para indicar que daba el tema por zanjado.

—Ahora dígame, el teniente Sulivan, quiero decir el capitán Sulivan, ¿qué clase de hombre es?

—Es el marino más escrupuloso, para su edad, que he conocido en mi vida. Está tan habituado a las pequeñas embarcaciones como a los grandes buques. Es un buen observador y un cartógrafo excelente. Para serle sincero, le diré que sus capacidades son superiores a las de cualquier hombre que haya estado a mi servicio. Aparte de esas virtudes, es un hombre de principios sólidos y buen corazón. Por nada del mundo se apartaría del cumplimiento de su deber.

—Bien. Ya me imaginaba que diría algo por el estilo. Y me he enterado de que tiene debilidad por las islas Malvinas, ¿es eso cierto?

—Las considera la tierra de Dios.

—El Almirantazgo ha decidido poner un buque británico al mando de un oficial de la Marina para proteger las aguas de las islas Malvinas. Tendrá también bajo su responsabilidad toda colonia británica aislada de la costa de Sudamérica.

—Pensaba que Sulivan iba a ser el capitán del Pincher, el buque antiesclavista.

—Y así iba a ser. Oí que Sulivan ya se había gastado una fortuna reformando el barco, de acuerdo con el modelo FitzRoy. —Beaufort sonrió—. Pero éste es un cometido de más importancia. Ahora bien, eso no significa que vayamos a tener más problemas con los bonaerenses. El gobierno británico se dispone a tender una mano de amistad al presidente Rosas, y a la nueva nación de Argentina.

—Me atrevería a decir, señor, que dimos una buena lección a Rivero y sus hombres en Puerto Louis.

—¡Ahí! De eso quería hablarle. —Hizo una mueca—. Los argentinos han formulado una queja. En realidad han sido dos.

—¿Dos quejas, señor?

—La primera se refiere al trato que recibió el capitán Rivero, al que se encerró en la bodega del Beagle y pusieron grilletes, un trato que violaba sus derechos como ciudadano de la nueva República Argentina. La segunda se refiere a los insultos que en otra ocasión profirió usted contra el capitán de un buque de vigilancia de Buenos Aires y a los abusos colectivos de que fue objeto la población de la ciudad.

FitzRoy apenas daba crédito a sus oídos.

—Pero Rivero era un asesino, señor; mataba a sangre fría. Y el buque de vigilancia nos atacó. Si no recuerdo mal, he descrito el proceder de esa nave como pésima e incivilizada.

—Estoy seguro de que su memoria no se equivoca, FitzRoy. Sin embargo, el gobierno ha decidido pedir disculpas a los argentinos y ha ordenado que Rivero y sus hombres sean liberados sin cargos. El gobierno está ansioso por tener al presidente Rosas de nuestro lado. Argentina podría convertirse en un gran mercado para Inglaterra, en especial para la venta de armas, dados los continuos conflictos en el cono sur. Me parece que debería ver el asunto desde una perspectiva política más amplia.

—Sí, señor —replicó FitzRoy con tono sombrío.

—Y, por supuesto, si las relaciones amistosas se mantienen, entonces su amigo Sulivan no correrá peligro mientras siga encaramado a su pequeña roca del Atlántico sur. De modo que esperemos que todo salga bien.

—Me alegro mucho por él, señor. De verdad. Pero, si me perdona el atrevimiento, he venido para hablar de mi propia situación. El señor Darwin me contó que el Beagle

—Ah, sí. Le debo una disculpa. El señor Darwin no debería haber dicho nada. Fue un comentario que oyó por casualidad, y en ese momento no era sino un rumor, pero desde entonces se ha convertido en un hecho. El Beagle va a cartografiar la costa de Australia para completar la tarea que King empezó en la década de mil ochocientos veinte. El capitán Wickham estará al mando, con el teniente Stokes como segundo oficial. Será un viaje de seis años. No debería haberse enterado de la manera en que lo hizo, y por ello le presento mis más sinceras excusas.

—Y yo acepto sus excusas sin reservas, señor.

—Ahora tiene usted que pensar en su familia, FitzRoy. ¿Le habría gustado estar ausente seis años?

—Supongo que no… pero entonces, ¿cuál es mi situación? ¿Se me va a encomendar un buque antiesclavista?

—Los buques antiesclavistas están muy buscados.

—O quizá… Se dice que va estallar una guerra contra China. ¿Me darán un buque de guerra?

—Bueno, claro, si hay guerra, supongo que todo cambiará.

FitzRoy tuvo el presentimiento de que cualesquiera que fuesen las noticias no serían nada buenas.

—Ha habido más quejas —le informó Beaufort secamente.

—¿Más quejas?

—Del cirujano McCormick, que abandonó el Beagle en Río de Janeiro. Ha presentado una protesta oficial sobre la base de que fue despedido sin contemplaciones.

—Pero eso es…

—El señor McCormick no carece de influencias. Usted no es el único hombre con amigos en las altas esferas, sólo que sus amigos parecen escasear últimamente. Desde que su majestad falleció el verano pasado, los liberales tienen sujeta a la reina con una garra de terciopelo. No podemos esperar ayuda de ese lado. Y los tories, por supuesto, parecen incapaces de ganar las elecciones. Las quejas de McCormick no serían nada por sí solas, pero estas cosas se acumulan, ¿sabe?

—Ya lo veo.

—Por otro lado, claro, están aquéllos del Almirantazgo a los que en primer lugar no les gustó nada que les apretara las tuercas del modo que lo hizo, y aún menos que decidiera de forma unilateral la compra de tres goletas suplementarias.

—Tres goletas sin las que nunca habría cumplido la misión, señor, y usted lo sabe. La serie de distancias meridianas…

—Personalmente le estoy muy agradecido. Pero fue usted quien se sacó de la manga esa misión. Usted lo sabe.

Los dos hombres, sentados a ambos lados del escritorio, se quedaron mirándose en silencio.

—Entonces, ¿qué se me encomendará, señor? —dijo finalmente FitzRoy.

—Maldita sea, FitzRoy, no sea tan obtuso. Se lo estoy diciendo de la forma más clara sin restregárselo por las narices.

—No entiendo…

—Claro que lo entiende. No habrá más barcos.

—¿Que no habrá más barcos? —FitzRoy hizo un esfuerzo para no perder el equilibrio en su asiento, mientras la habitación daba vueltas a su alrededor—. ¿Durante cuánto tiempo?

—No habrá otro barco nunca más. Jamás. Se ha acabado. Lo siento, Robert. He hecho todo lo que he podido.

FitzRoy cerró los ojos, se agarró a los brazos de su asiento y luchó con todas sus fuerzas para no vomitar.