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Canal de la Mancha

1 de octubre de 1836

Pasaron más de nueve meses hasta que llegó esa gloriosa mañana en que toda la tripulación del Beagle, desafiando el oleaje, pudo trepar a las vergas como un solo hombre para avistar una mancha sucia y baja que rompía la lejana línea del horizonte. Todos sufrían la «fiebre del canal», como la llamaban, un deseo desesperado de poner los ojos en los anodinos montes de color azul grisáceo de la punta sudoeste de Inglaterra. Para Charles Darwin, permanentemente mareado, la travesía se había convertido en un verdadero infierno, y con gusto se hubiera ahorrado los últimos nueve meses de su vida.

—Aborrezco el océano y todos los barcos que cruzan sus aguas —murmuró para sí antes de que le sobreviniera una arcada por milésima vez esa semana. Pese a que el Beagle, con las gavias arrizadas, avanzaba ahora rápidamente gracias a un tempestuoso viento de otoño que soplaba a su espalda, no lo hacía con la suficiente velocidad en opinión de su desesperado pasajero.

Les parecía que había transcurrido un siglo desde que vieron por primera vez la luz roja giratoria del faro de Sidney. Lejos de encontrarse con el inmundo e insignificante asentamiento similar a Kororareka que esperaban, habían descubierto una ciudad floreciente de molinos y mansiones de piedra blanca que rutilaban bajo la luz del sol. Quizá los sirvientes de librea apostados en los carruajes que recorrían las calles adoquinadas fueran ex presidiarios, puede que las damas brillaran por su ausencia, tal vez no hubiera teatros, librerías, galerías de arte o cualquier otra manifestación de vida cultural, pero pese a todo no podía negarse el insólito dinamismo de la joven capital australiana. En el puerto los aguardaba el capitán Phillip Parker King, que, tras abandonar Inglaterra, se había retirado a una propiedad en Bathurst Road y estaba ansioso por recuperar a su hijo. FitzRoy consintió generosamente en dar de baja al guardiamarina King, y luego los hombres del Beagle se despidieron con pena del muchacho, sobre todo Darwin, que había tomado mucho cariño a su bullicioso amigo. En Sidney también se encontraron con Conrad Martens, que se les había adelantado en su singladura por el Pacífico. Fue un golpe de suerte, pues al parecer el pequeño artista austriaco había pintado muchos de los lugares donde el Beagle había estado después. FitzRoy y Darwin le compraron sus cuadros por tres guineas cada uno. Darwin tuvo que sacar cien libras más de la cuenta de su padre, no sin quejarse de los precios prohibitivos de Sidney.

Continuaron navegando hasta Hobart, en Tasmania, donde Darwin sacó cincuenta libras más, y de ahí prosiguieron hasta el seno King George, situado en el sudoeste de Australia, donde fueron testigos de un corrobery aborigen: varios centenares de guerreros pintarrajeados procedentes de dos tribus se reunían para celebrar una competición de baile. Las dos líneas de batalla de los participantes, resplandecientes de sudor a la luz de la hoguera, se entregaron en cuerpo y alma a imitar emús y canguros, y al final sus esfuerzos fueron recompensados por una ración de arroz con leche que les sirvió la tripulación del Beagle. Darwin, armado con un cucharón, fue el que llenó más platos, adoptando el gracioso aspecto de una niñera que da de comer a los niños a su cargo, aunque manifestó que los guerreros aborígenes, cuyo noble porte era motivo de admiración por parte de FitzRoy, se contaban entre los bárbaros más viles. El día siguiente vieron canguros y emús de verdad, formas de vida animal tan extrañas y diferentes de las que se hallaban en otros lugares, que Darwin empezó a preguntarse si no habría habido dos Creadores.

El mes de mayo sorprendió al Beagle atracado en el puerto de Cape Town, donde FitzRoy y Darwin cenaron con el célebre astrónomo sir John Herschel, que había viajado hasta Sudáfrica para observar el cometa Halley. Hombre tímido e inteligente, escuchó con interés su historia sobre Augustus Earle y los misioneros de Waimate. Después sir John los puso en contacto con el director del Boletín cristiano de Sudáfrica, el cual les encargó un artículo, firmado conjuntamente por FitzRoy y Darwin, a favor de la labor de los misioneros en las islas del Pacífico sur. Sir John regaló a Darwin el cuarto volumen de Lyell, de reciente aparición, que prometía librarlo del temido aburrimiento durante el viaje de vuelta a Inglaterra. Darwin se dijo que exprimiría al máximo todas y cada una de sus preciosas páginas.

En Cape Town también tuvieron la dicha de encontrar cartas de casa esperándolos, las primeras que recibían en quince meses. Era correo de fecha reciente: toda la correspondencia previa parecía haber desaparecido sin dejar rastro; probablemente el paquebote de correo que lo llevaba —tal vez fueran dos— había naufragado en alta mar. Había un par de misivas para FitzRoy, una para el teniente Sulivan de la señorita Young, y, para gran emoción de Darwin, dos de sus hermanas Catherine y Susan. Catherine escribía que el profesor Henslow había reunido y publicado varias de las cartas de Darwin, con objeto de elaborar un estudio que relacionaba el fenómeno de los terremotos con el levantamiento progresivo de los Andes, y luego lo había leído en la Sociedad Filosófica de Cambridge en noviembre: a decir de todos, el estudio había creado sensación. De hecho despertó tanto interés que editaron un folleto, y en los círculos de la alta sociedad el nombre de Darwin estaba en boca de todos. El doctor Darwin estaba tan orgulloso de su hijo que había comprado numerosas copias para regalárselas a amigos y familiares. Aunque se horrorizó al pensar que habían publicado sus misivas escritas a vuelapluma y llenas de faltas de ortografía sin que hubiera tenido oportunidad de revisarlas, Charles Darwin no pudo sino sentirse pletórico ante semejantes noticias.

Susan, por su parte, le contaba que la Revista de Entomología había publicado otros extractos de sus cartas a instancias del profesor Sedgwick, el cual dio una disertación en la Sociedad Geológica de Londres sobre los descubrimientos del joven en Sudamérica. Nada menos que una eminencia como Lyell asistió a la conferencia, y al parecer se le oyó comentar: «¡Qué ganas tengo de que vuelva Darwin!». Sedgwick predijo que su antiguo alumno tendría un lugar entre los científicos más importantes si conseguía regresar sano y salvo de su largo viaje, mientras que Samuel Butler auguraba que Darwin se labraría un gran porvenir entre los naturalistas de Europa. Charles leyó la carta con manos temblorosas. «A menudo, papá y nosotras hablamos sobre lo que harás cuando vuelvas —le había escrito su hermana—, pues me temo que es poco probable que sigas la carrera eclesiástica. Creo que deberías ser profesor en Cambridge. Nos encanta leerle a papá tus hazañas en voz alta. Se lo pasa en grande, salvo cuando se estremece por los peligros que has corrido». Envalentonado con la extraordinaria visión de su progenitor henchido de orgullo paterno, Darwin sacó otras treinta libras de su cuenta y le preparó a su tortuga Harry un banquete especial para celebrar tan maravillosas noticias.

Cape Town tenía que haber sido la última escala del Beagle antes de su llegada a Inglaterra, pero FitzRoy enfureció al impaciente y ambicioso naturalista a su cargo al decidir volver a cruzar el océano Atlántico para comprobar de nuevo las observaciones longitudinales de la costa de Brasil. El desvío al menos le dio a Darwin la oportunidad de pasear por la selva tropical por última vez; era una cuestión sentimental, ya que en el fondo de su corazón sabía que nunca más abandonaría las costas británicas. Sabía que los radiantes y exuberantes paisajes que ahora pasaban ante su mirada ya ahíta se desvanecerían con el tiempo, como un cuento que le hubieran contado de niño; los recuerdos se irían despojando de sus diferentes capas hasta quedar reducidos a un esqueleto, todos esos fragmentos de belleza vibrante se convertirían en fríos e inexorables datos y estadísticas con los que podría forjar su carrera. En el fondo no le daba mucha pena, pues su carrera prometía ser su creación más bonita. Y como se recordó a sí mismo, la primera vista de Inglaterra seguramente sería mucho mejor que todos los exuberantes paraísos tropicales juntos.

Los meses en el encrespado océano transcurrieron lenta y pesadamente, mientras Darwin organizaba y ordenaba los frutos del viaje. El joven contó 1529 especímenes conservados en alcohol, y etiquetó 3907 pieles, huesos y otros ejemplares disecados. Encomendó a Covington catalogar cada uno según su categoría con su letra grande, redonda y pulcra. Los otros oficiales también tenían sus propias colecciones que organizar, aunque todos habían donado sus piezas más impresionantes al filósofo. Además, estaban los animales vivos: un coatí brasileño, varios perros salvajes patagónicos, un zorro de las Malvinas y, por último, la tortuga gigante de Darwin. FitzRoy estaba ocupado en el principal cometido del viaje: la edición y producción de cartas de navegación y rumbos. Ya había enviado más de un centenar de mapas al Almirantazgo: en el momento en que acabara el viaje, los hombres del Beagle habrían trazado la insólita cantidad de 202 cartas y planos; una tarea que FitzRoy tardaría un mínimo de dos años en terminar en Londres.

Quedaba, por supuesto, el asunto del libro que él y Darwin tenían que escribir. Ultimamente los dos se llevaban muy bien, ya que cada uno estaba enfrascado en sus propias tareas dentro de sus respectivos camarotes y huían de la confrontación, pero ambos sabían que deberían alcanzar un acuerdo con respecto a las partes más controvertidas de la obra. ¿Qué diría ésta sobre el diluvio universal? ¿Qué diría sobre la creación y la extinción de las especies? ¿Qué diría de los orígenes de la vida? De forma tácita, postergaron la discusión hasta el último momento. Por fin, el día previsto para su llegada a Inglaterra, FitzRoy sacó el tema en la cena de forma tangencial.

—Ultimamente me temo que he estado demasiado ocupado para hojear el libro de Lyell. ¿Hay algo en su nuevo volumen que debería saber?

—Es muy interesante todo lo relacionado con los orígenes de la vida. Lyell opina que la vida en sí misma, así como sus límites, sus reglas, si quiere llamarlas así, están consagrados en las leyes naturales establecidas por Dios, leyes que el mismo Dios está obligado a observar.

—Quizá Dios se sienta obligado a cumplir sus propias leyes, pero difícilmente se le puede exigir que lo haga —reflexionó FitzRoy—. Es como si el amigo Lyell obviara las distinciones entre las leyes de la naturaleza y las de Dios.

—¿Acaso hay distinción? —inquirió Darwin.

—Ya lo creo. Las leyes de Dios, tal como se leen en la Biblia, son órdenes, es decir normas creadas por el legislador divino, que el hombre puede desdeñar por su cuenta y riesgo. Las de la naturaleza, como las de la física, no son exactamente leyes, sino determinados sucesos naturales de que es testigo el hombre.

—Sean o no verdaderas, las leyes de la naturaleza son inmutables. Por ejemplo, la ley de la gravedad no se puede alterar.

—Desde luego que no. Son observaciones de hechos que no pueden ser obedecidos o desobedecidos, ni alterados por aquellos que están sujetos a ellos. Tal como yo lo veo, una ley es una regla que nosotros, como seres racionales, tenemos la opción de obedecer o desobedecer. Es la capacidad de pensamiento racional, otorgada por Dios, lo que marca toda la diferencia, lo que hace que nuestra relación con Dios en el cielo sea superior a nuestra relación con el poder terrenal de la naturaleza.

—Pero, FitzRoy, ¿de verdad le parece lógico afirmar que el universo está sujeto a las leyes de la naturaleza, mientras que sólo la humanidad está sujeta a las leyes superiores de Dios? ¿Acaso el pensamiento, que en términos biológicos es una función física del órgano del cerebro, es verdaderamente más maravilloso que la gravedad, que es una propiedad física de la materia?

—Por supuesto. Es precisamente esa propiedad la que Dios ha escogido para distinguirnos del reino animal.

—Pero los animales pueden pensar.

—No de forma racional. Ésa es la razón por la que discrepo de las teorías transmutacionistas y sus propagandistas. Constituyen una reducción aborrecible de la belleza y la inteligencia, la fuerza y la resolución, el honor y la ambición. Reduce al hombre a una fortuita masa de materia inerte. Además, tampoco creo que pueda existir un proceso semejante, obviamente es imposible, debido a esas mismas leyes de la naturaleza de las que usted habla.

—Pero al mismo tiempo usted cree que los hombres pueden transmutarse en ángeles —replicó Darwin.

Los dos hombres sonrieron.

—Mi querido Filos, acaba de traspasar los límites de la naturaleza para entrar en el reino celestial. No creo que el legislador necesite legislar en sus propios dominios.

—Pero, FitzRoy, ¿no es posible que exista algún tipo de transmutación dentro de las leyes de Dios y dentro de las leyes de la naturaleza? ¿No será que la idea de la transmutación le da miedo justamente porque en apariencia suprimiría la necesidad de Dios cuando de hecho esa necesidad no es la condición de su existencia?

—La transmutación no me da miedo —protestó—, sino que me repugna intelectual, moral y estéticamente. La naturaleza no es una progresión. A ojos de Dios, ninguna criatura es más o menos perfecta que sus congéneres. Todos los seres se adaptan a las condiciones y al lugar para los que fueron diseñados. Usted mismo pudo verlo en las Galápagos. Si en verdad ha habido progresos en la naturaleza durante milenios, como usted sugiere, explíqueme pues cómo han logrado persistir los llamados organismos inferiores, las criaturas microscópicas, primitivas e inmóviles, que se mantienen inmutables desde la noche de los tiempos. Es más, ¿por qué los fósiles de los tiburones, los cocodrilos, las tortugas, las serpientes, los murciélagos, las ranas y demás son tan idénticos a sus hermanos vivos? ¿Por qué no han progresado?

—Si cada especie tuviera una duración determinada, como un individuo, entonces cabe la posibilidad de que una especie transmutada sea descendiente de otra especie anterior, y ése sería el modo en que Dios daría vida a una nueva familia de seres vivos.

—¿Todavía cree que desaparecieron de la faz de la tierra especies enteras al morir todos sus individuos de golpe? ¿Y que no hubo una catástrofe? ¿Un diluvio?

—Los registros geológicos, FitzRoy… Quiero decir, ¿de dónde pudo salir toda esa agua?

—Quizá el hielo de los polos se derritiera y subiera el nivel del mar. ¿Quién nos dice que la temperatura de la tierra ha sido siempre constante? O quizá hubo maremotos. ¿Quién nos dice que el movimiento de los cuerpos celestes ha sido siempre constante?

—Pero hoy día, la ciencia de la geología pone en cuestionamiento la historia que se lee en el Antiguo Testamento. ¡La Tierra tiene cientos de millones de años de vida, no sólo unos pocos miles!

—La geología es una rama muy joven de la ciencia —le recordó FitzRoy—, qué todavía ha de ponerse a prueba mediante la experiencia. Estoy seguro de que con el tiempo suministrará su parte de alimento y vigor al árbol de raíz inmortal. Si la tierra tiene de verdad varios cientos de millones de años, dígame ¿adónde ha ido a parar todo el cloruro sódico sobrante?

—¿Perdón? —preguntó Darwin, extrañado.

—Todos los años se vierten sales en los océanos. Pero aparentemente eso ha ocurrido durante cientos de millones de años sin alterar su salinidad. A estas alturas el mar debería ser una solución saturada en la que fuera imposible la vida. Sin embargo, los peces de los océanos y los peces fósiles que una vez nadaron en ellos son idénticos.

—No sé nada sobre la sal, pero las criaturas marinas que se elevaron a las altas montañas de los Andes no llegaron allí en seis mil años, se lo aseguro. El registro geológico es inequívoco.

—Los geólogos más eminentes creen en el diluvio universal. Todos sin excepción: Buckland, Conybeare, Silliman, de Estados Unidos…

—Son todos clérigos —apuntó Darwin—. Por supuesto que creen en el Diluvio.

—Como lo es usted. Al menos en ciernes.

—Ya no —confesó—. Quizá sea geólogo, o naturalista, o ambas cosas. Pero no puedo ordenarme sacerdote, FitzRoy. No puedo.

—No sabe cómo me entristece oírlo. ¿Y por qué razón?

—Simplemente ya no puedo creer en los milagros que se leen en la Biblia —admitió—. ¡Nadie en su sano juicio creería en milagros! Cuanto más sé de las leyes fijas de la naturaleza que conciernen a la tierra, más increíbles me resultan esos milagros.

—¿Y qué me dice del milagro de la creación?

—Pienso que Dios creó todas las cosas, pero no sé cómo. Quizá hubo un principio de azar…

—Piense en una mariposa, Filos. Proviene de una oruga en un caldo amorfo, un simple líquido que llena su crisálida. El principio organizador de esa transformación es externo a las sustancias materiales implicadas. ¿No lo ve? En el universo hay un patrón, un orden. Ocurre lo mismo con el clima: las pautas por las que se rige el tiempo atmosférico no obedecen al azar, aunque para un lego en la materia lo parezca. Deberíamos tratar de deducir las pautas del orden del universo divino, no intentar menospreciar su mera existencia.

Los dos hombres se quedaron inmóviles frente a frente, sin decir palabra. Al principio fue un silencio incómodo, pero enseguida se sonrieron con ironía. Había llegado el momento.

—Y ahora, amigo mío —dijo FitzRoy—, debería contar con su diario para organizar el mío, sin que ello vaya en perjuicio suyo.

—Estoy totalmente dispuesto a cedérselo, desde luego —replicó Darwin, cauteloso—, pero las conclusiones a las que he llegado son asunto mío.

—Por supuesto. Si usted desea cuestionar el Diluvio con discreción, debe hacerlo, aunque yo lo lamente personalmente. Usted no será el primero. Y lo mismo le digo de sus teorías respecto a la edad del planeta, la extinción de las especies y demás. En mi opinión, su trabajo respecto al levantamiento geológico y la formación de los atolones de coral constituye una aportación muy importante a la ciencia de nuestra nación.

—Es usted muy amable.

—En absoluto, amigo mío —protestó FitzRoy—. Pero estoy seguro de que sabe que defender la transmutación es muy arriesgado. Como su abuelo experimentó en su propia piel, acarrea el ostracismo social, el ridículo e incluso el odio. De hecho equivale a abandonar el cristianismo, y abandonar la religión es dar la espalda a la sociedad. El libro ha de ser el diario oficial del viaje, y deberá contar con la autorización del Almirantazgo. Confío en que será consciente de que este viaje y esta obra no pueden quedar mancillados con ninguna insinuación de las teorías transmutacionistas.

—Soy absolutamente consciente de ello —convino Darwin.

—Mi querido Filos, prométame que siempre se guardará esos pensamientos para sí, y que sólo los aireará en conversaciones privadas como ésta, que nunca hará públicas sus más… controvertidas opiniones. En la mente popular su recuerdo siempre estará unido a su papel como naturalista del Beagle.

—Por supuesto. Lo entiendo perfectamente, pues soy muy consciente de las posibles consecuencias de ese tipo de acción. No tiene por qué preocuparse, le doy mi palabra, FitzRoy.

—Gracias, amigo mío, gracias por su inestimable contribución a este viaje, por su perspicacia y su compañía, que seguramente me han salvado de la melancolía en muchas ocasiones. Estoy muy orgulloso de haber navegado con usted.

—Al contrario, FitzRoy, soy yo quien debería darle las gracias. Me ha brindado una oportunidad única, una oportunidad extraordinaria; no creo que la hayan tenido muchos naturalistas en el pasado, y seguro que ningún geólogo. Estaré en deuda con usted eternamente.

Los dos hombres se levantaron y se dieron la mano.

—Y ahora, Filos, tengo una sorpresa para usted. Al menos espero que sea una sorpresa.

—Me muero de curiosidad.

—Querido amigo, debo anunciarle que voy a casarme.

—¿Casarse? —Darwin se quedó tan sorprendido que no atinó a felicitarlo—. Pero ¿con quién?

—Con la señorita Mary Henrietta O’Brien, la hija del general Edward O’Brien. Pedí su mano al general hace cinco años, antes de partir de Devonport.

Darwin sintió como si le hubieran pegado un tiro. Llevaba cinco años encerrado en un camarote diminuto con aquel hombre, habían compartido confidencias de todo tipo, y en todo ese tiempo… Tenía tantas objeciones y dudas que plantearle que no sabía por dónde empezar.

—Pero, FitzRoy, ¡no ha escrito a casa en cinco años! —gimió débilmente, y se sentó. Estaba tan confuso que se sentía sin fuerzas—. No ha escrito ninguna carta a la señorita O’Brien.

—Cuando estoy a bordo, me debo a mis hombres principalmente. Ya le advertí a la señorita O’Brien que sería así. Claro que corría el riesgo de que ella no quisiera esperarme, pero era un riesgo que no tenía otro remedio que asumir. Soy un oficial de la Marina en servicio. Pero la señorita O’Brien me escribió a Cape Town para confirmar el compromiso. De modo que, como puede ver, Filos, soy un hombre muy feliz.

—¡Pero no me ha mencionado a esa dama ni una sola vez! Ni una. Yo le he contado todo: el matrimonio de Fanny Owen, la muerte de Fanny Wedgwood, mis sentimientos hacia Emma Wedgwood. Le confié mis pensamientos más personales sobre el asunto del matrimonio. Y durante todo este tiempo usted me escondió, nos escondió a todos, ese gran secreto. —Darwin le dirigía una mirada claramente hostil y acusadora.

—Amigo mío, perdóneme, pero prefería que fuera así. —FitzRoy lo miró directo a los ojos. «¿Por qué debería compartir mi intimidad con usted, o con algún otro? —pensó—. Mi trabajo en el Beagle es un tema que debe salir a la luz pública, pero ¿por qué debería informar a nadie de mis emociones, mis miedos y sentimientos más íntimos? Eso es asunto mío y de mi Creador, y no tiene por qué satisfacer sus oídos curiosos. No puedo y no compartiré jamás ese tipo de confidencias».

Darwin se puso en pie otra vez, mientras que FitzRoy se sentaba.

—Le doy mi enhorabuena —consiguió decir, y abandonó el camarote con rigidez y en silencio.

Navegando a toda vela con un viento del sudoeste, el Beagle avistó tierra, entre vítores y abrazos, el 1 de octubre. Al día siguiente atracó en el astillero de Plymouth, mientras caía una suave lluvia de otoño. FitzRoy se puso el uniforme de gala y respiró hondo mientras se miraba en el espejo. Sabía que estaba en los huesos, que tenía la tez requemada por el sol, y que era una pálida y exhausta sombra del apuesto joven que había embarcado cinco años atrás. Ahora tenía treinta y un años. En total había pasado casi un cuarto de su vida a bordo del Beagle. «Casi igual que el filósofo —pensó—, que ha estado cinco de sus veintisiete años encogido dentro de su diminuto camarote». Darwin, que al comienzo del viaje era un joven fornido de un metro ochenta, ahora era un hombre de apenas ochenta kilos de peso; su prematura calvicie y sus cejas superpobladas, unidas a sus largos brazos, le daban un aire simiesco más acusado que antes. Pero mientras que a Darwin se le veía impaciente por abandonar el barco, FitzRoy advirtió con amargura que iba a sufrir una de las separaciones más dolorosas de su vida. El Beagle era su cuerpo, y la tripulación, su alma. La relación que mantenía con el pequeño bergantín le parecía casi orgánica, indivisible y prácticamente imposible de romper.

Mientras se acercaban, observaron una muchedumbre sorprendentemente numerosa en el muelle, e iba en aumento, a juzgar por las figuras oscuras que se aproximaban corriendo desde la ciudad. Bajo la llovizna, una pequeña banda de música atacó una canción popular titulada El ferrocarril está de moda; vapor, vapor.

—¿Estarán esperando un buque de guerra? —pregunto Wickham, mirando a su alrededor como si el Beagle estuviera a punto de ser arrollado.

—Creo que es por nosotros —dijo Sulivan finalmente.

—¿Por nosotros? ¿Por qué?

Toda la tripulación estaba apiñada en el pasamanos o colgaba de las jarcias, desesperada por descubrir a sus seres queridos entre la multitud; pero la mayoría de las personas reunidas en el muelle les resultaban desconocidas.

—¿Quién diantre es toda esa gente? —preguntó Wickham, ceñudo.

—Mi querido Wickham, debe perdonarme. ¡Oh, Dios mío!

Y con esa exclamación tan poco característica de su persona, Sulivan los dejó y se fue corriendo a reunirse con los hombres del pasamanos. Pues corriendo velozmente por el camino de piedras blancas desde las puertas del astillero, con un vuelo de faldas y las cintas del sombrero agitándose detrás de ella, dejando rezagada a su acompañante, que jadeaba a sus espaldas, y tras haber mandado al infierno toda pretensión de dignidad, estaba Sophia Young, rebosante de alegría.

Se echó la escala real, lo que provocó un gran revuelo; había tanta gente tratando de subir al Beagle como intentando bajar. FitzRoy se adelantó para poner orden en el caos. Un grupo de hombres rudos y agresivos se abalanzaron hacia la escala dando voces desaforadas.

—George Dance, del Morning Post. Según tengo entendido, el señor Darwin está a bordo de este barco.

—¿Dónde está el señor Darwin?

—Arthur Hodgson, del Hampshire Telegraph. ¿Podría hablar con el señor Darwin?

—Caballeros, un poco de orden, por favor. Soy el capitán FitzRoy. ¿Serían tan amables de hablar uno por uno?

—¿Es usted el capitán del Beagle, señor? Cuéntenos, ¿qué tal la experiencia de viajar con el mundialmente famoso señor Darwin?

—James Burling, del Times. ¿Puede describirnos al señor Darwin, capitán?

—¿Podemos hablar con el gran hombre?

—¿Diría que ha sido un honor para usted haber viajado con el señor Darwin?

—¿Qué comía el señor Darwin para desayunar?

—¿Hay una señora Darwin, señor?

En el muelle había dos mujeres jóvenes portando una pancarta casera en que se leía: «Bienvenido a casa, señor Darwin». FitzRoy habría deseado ser lo suficientemente hombre para no sentir herida su vanidad, pues consideraba el pecado del orgullo como una de sus debilidades más lamentables, pero en esa ocasión no tuvo otro remedio que reconocer la derrota. Se marchó, y dejó la cubierta principal a cargo del teniente Wickham y su voz estentórea. Apostaron infantes de marina en el muelle junto a la escala con órdenes estrictas de permitir pasar sólo a personas de aspecto respetable. El gentío seguía amontonándose en el atracadero, mientras llegaban más y más curiosos para contemplar el Beagle, tocar el casco del buque que había visto medio mundo, y quizá hasta poder atisbar al célebre señor Darwin.

Pocos minutos después, FitzRoy se quedó perplejo ante la aparición junto al pasamanos de un elegante sombrero que llevaba una dama exquisitamente vestida; antes, de algún modo, la dueña del sombrero había conseguido trepar por los listones y pasar por la borda. La seguía su marido, vestido con más sencillez, que se presentó a un atónito FitzRoy como George Airy, recientemente nombrado astrónomo real.

—Lo siento, pero el centinela a cargo de la escala real no nos dejaba…

—Mi querido señor, mi querida señora, lo siento muchísimo. Por favor, acepten mis más sinceras disculpas. Hablaré con el sinvergüenza enseguida, y tendrá una buena reprimenda, se lo aseguro. Me temo que esta recepción multitudinaria ha confundido a la tripulación. ¡Es como si medio país se hubiera puesto a trabajar en los periódicos!

—Debe dar las gracias a la prensa de vapor. —Airy sonrió—. Como dijo el director del Athenaeum. «Hacen falta cuatro hombres para fabricar un alfiler, y dos para describirlo en un libro para las clases trabajadoras».

Se encomendó a Stokes que enseñara a los visitantes las dependencias del barco; mientras, FitzRoy, de un humor pésimo, se fue a hablar con el centinela de la escala.

—Maldita sea, Burgess, acabo de ver al astrónomo real y su mujer, nada menos, saltando por encima del pasamanos porque les ha prohibido subir a bordo.

—Lo siento señor —tartamudeó Burgess ruborizándose—. El señor Wickham ha dicho que debían ser respetables, y el caballero no me lo parecía. Es por culpa de todos esos reporteros, señor, que insisten en hablar con el señor Darwin.

—De todos modos, ¿dónde diablos se ha metido el filósofo? —FitzRoy se fijó en que su camarero pasaba por la cubierta en ese momento—. ¡Fuller! ¿Ha visto al señor Darwin?

—Se ha ido, señor.

—¿Cómo que se ha ido?

—Sí, señor.

—¿O sea que ha abandonado el barco?

—Sí, señor. —Fuller no parecía muy contento.

—¿Y se ha ido sin despedirse?

—Sí, señor. Él… ejem.

—¿Sí, Fuller?

—Se ha llevado a Covington consigo, señor.