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Bahía de las Islas, Nueva Zelanda

21 de diciembre de 1835

Visto a través del catalejo, el pequeño pueblo de Kororareka parecía tranquilo, un grupo de casas iguales y desangeladas al pie de una sierra de montañas bajas batidas por la llovizna. Había tres balleneros fondeados perezosamente en la bahía y podía verse una canoa solitaria que pasaba por allí, pero no hubo un recibimiento alegre y bullicioso como el que habían tenido en Tahití. El único asentamiento inglés de Nueva Zelanda presentaba un aspecto pulcro y recatado, como si hubiera sido construido de espaldas al mar. Tendrían que esperar para inspeccionarlo más de cerca, pues el viento había encalmado y el Beagle permanecía inmóvil en la entrada de la bahía de las Islas. Darwin, que había estado mareado durante una semana, aprovechó la calma chicha para pasear por el castillo de popa con un humor de perros.

—¡Otra maldita isla! No hay nada que desee más que ver un objeto o lugar que haya visto antes, o cualquiera cosa que sea probable que vaya a ver de nuevo. Pensar que ésta será nuestra quinta Navidad fuera de casa…

—Todos tenemos nostalgia, Filos —murmuró FitzRoy mientras aquél caminaba con paso airado.

—Estoy seguro de que el paisaje de Inglaterra es diez veces más bonito que el de cualquier lugar que hayamos visto en todo el viaje. ¿Qué persona con dos dedos de frente podría soñar con esas montañas desproporcionadas, de cuatro o cinco mil metros de altitud? ¡A mí que me den el monte Brythen, o cualquier otra colina pequeña y compacta!

Wickham y Stokes cambiaron una leve sonrisa.

—Y en cuanto a las llanuras sin límites y los bosques impenetrables, ¿a quién se le ocurriría compararlos con los verdes prados y robledales de Inglaterra? A la gente le encanta hablar de los cielos despejados y siempre sonrientes de los trópicos, ¡qué tontería! ¿Quién admiraría el rostro de una dama que siempre estuviera sonriendo? Inglaterra no es una beldad insípida: puede llorar, fruncir el entrecejo, sonreír sucesivamente.

—Pues la verdad es que a mí esto me recuerda un poco a Shropshire —terció King amablemente—. Imagine que todos esos helechos que hay detrás de la orilla son prados, enseguida verá el parecido… —El joven guardiamarina enmudeció al percibir la mirada irritada de Darwin.

—Vamos, Filos —dijo Sulivan, alegre—. No refunfuñe. ¡Qué son cinco años alrededor del mundo comparados con la vida de los soldados y marineros en la India!

—¡Yo no me alisté como marinero! Y mucho menos para cinco años. Y estoy convencido de que navegar alrededor del mundo es la cosa más ridícula que existe. Quédate en casa tranquilamente y el mundo girará contigo. —Dicho eso, se encaminó a su cabina dando vigorosas zancadas.

Después de comer se levantó una brisa ligera que hinchó las velas suavemente, lo que les permitió alcanzar un fondeadero a primera hora de la tarde. FitzRoy, Sulivan y Bennet fueron a tierra en el cúter. Cuando llegaron a la calle principal de Kororareka, descubrieron que las apariencias los habían engañado. El lugar era un pequeño infierno.

Las orillas de la calle principal estaban cubiertas por una gruesa capa de barro y excrementos, que los transeúntes levantaban al pasar salpicando las paredes de madera basta de los edificios colindantes. Cada dos casas había una comercio de licores, una armería o una taberna. A juzgar por los viandantes, se diría que toda la población estaba totalmente ebria. En un extremo del pueblo había dos hombres enzarzados en una pelea. Una prostituta vomitaba a cuatro patas, asistida por un compañero igual de borracho. Un hombre con acento de Newcastle gritaba obscenidades sin sentido a quien quisiera oírlo. Para consternación de los tres oficiales del Beagle, todos los transeúntes parecían ir armados. Un nativo lleno de mugre, muy tatuado y envuelto en una manta sucísima se abalanzó sobre ellos, gritando furioso:

—Tú, capitán inglés. Tú ayudas a mí.

FitzRoy se detuvo. No tenía otra opción, pues el hombre le estaba bloqueando el paso. Entretanto, Bennet se interpuso entre los dos para proteger a su capitán.

—Soy el capitán FitzRoy. ¿En qué puedo ayudarte?

—¡Hombre inglés roba mi mujer! La lleva a su ballenero. Tú devuelves mi mujer.

—En ese caso deberías pedir ayuda a los guardias, a las autoridades.

La cara del hombre era una máscara de furiosa incomprensión.

—¿Quién manda aquí? ¿Quién es el jefe? —preguntó FitzRoy con firmeza.

—Tú, capitán inglés. Tú mandas.

De pronto los abordó otro nativo con pelo largo y rostro huesudo, tan fornido y fiero como el primero, y con la cara cubierta de negros tatuajes en espiral.

—¡Tú me ayudas! —gritó—. Yo trabajo en ballenero un año. Prometen mucho dinero. Cuando dejo barco, nada de dinero. ¡Hombre blanco roba mi dinero!

Una mujer blanca borracha se carcajeó de ellos desde el charco de su propia orina.

—Caballeros, por favor. —FitzRoy consiguió acallar un momento a sus furibundos reclamantes—. ¿Quién es el jefe aquí?

—No hay jefe. Éste es pueblo de hombre blanco.

—¿Quién es el jefe británico? ¿Cómo se llama el residente británico?

El segundo nativo señaló con un dedo acusatorio al final de la calle y en ese instante los dos suplicantes se pusieron a discutir.

—¿No resulta preocupante? —reflexionó Sulivan mientras se abrían paso por el suelo embarrado—. Un lugar rodeado de un paisaje idílico, que goza de un clima apacible, ¿cómo puede explicarse que el ser humano se degrade hasta el punto de acostumbrarse a vivir en un muladar?

Bennet, que se acordaba de su excursión por las barriadas londinenses con los tres fueguinos, se guardó sus pensamientos para sí y permaneció en silencio.

La calle principal se perdía al pie de una pequeña colina sobre la que ondeaban dos banderas: la del Reino Unido y otra, formada por una cruz roja sobre fondo azul, que no reconocieron. La pequeña casa de Bushby, el residente británico, era la última de la calle. Después de llamar a la puerta durante unos minutos, se abrió una trampilla metálica, que dejó vislumbrar un par de ojos espantados a través de unas lentes de cristal resquebrajado. Al ver los uniformes de la Marina, el residente descorrió un sinfín de cerrojos y permitió pasar a los visitantes, echando miradas furtivas a un lado y a otro de la calle antes de cerrar la puerta tras ellos. Les hizo señas para que lo siguieran por un estrecho pasillo, caminando apresuradamente como un topo acosado hasta llegar a una sala oscura con los postigos cerrados. El señor Bushby llevaba el brazo en cabestrillo.

—¿Está herido, señor? —preguntó Sulivan con amabilidad en cuanto hubieron hecho las presentaciones de rigor.

—Me dispararon —contestó Bushby sin rodeos—, cuando entraron a robar aquí, en esta misma casa. El canalla podría haberme asesinado, pero me escapé por la puerta de atrás. Apenas hay día que no haya otro asesinato que añadir a la lista de crímenes que deshonra este asentamiento.

—¿Y por qué no toma medidas contra los malhechores? —preguntó FitzRoy—. En un lugar de este tamaño, seguro que es fácil identificarlos.

El residente rió con sarcasmo —su risa era una especie de ladrido agudo y breve—, mientras se toqueteaba el bigote con nerviosismo.

—Soy un residente, caballeros. Resido aquí. Ésa es mi única función. Ni siquiera se me otorga el poder de un magistrado. Estoy aquí para observar. No hay leyes, ni policía, ni jefes para impedir que los despiadados y despreciables habitantes de este pueblo de mala muerte cometan todos los excesos que se les antojen, como beber hasta reventar, fornicar, asesinar… En su mayor parte son presidiarios fugados, de Nueva Gales del Sur, aunque debo decir que los hombres de los balleneros no son mejores. Son la escoria de la tierra, todos ellos; si en Londres me hubieran advertido de esta situación, les juro que no habría aceptado el cargo. —Bushby se estremeció ante la certeza de dónde se había metido.

—Pero ¿y los neozelandeses?, ¿los nativos? —preguntó Sulivan—. ¿No tienen autoridades?

—No en Kororareka, se lo aseguro —respondió Bushby amargamente—. Hasta hace siete semanas los jefes han estado sumidos en una guerra entre tribus, y sólo han hecho la paz para declarar Nueva Zelanda una nación soberana. Habrán visto su bandera ondeando en la colina. Es una nación sólo de nombre, claro. Son los mismos neozelandeses los que necesitan que los protejan de los abusos infligidos por lo peor de nuestra ciudadanía. Se lo aseguro, caballeros, estas islas se han ido al infierno. —Temblando de indignación, el residente se arrebujó en el abrigo.

—Perdone la pregunta, pero dado que le han negado la oportunidad de ejercer su autoridad, ¿podría decirme qué está haciendo aquí exactamente? —inquirió FitzRoy.

—Tengo cepas plantadas. En el huerto. Antes de asumir este cargo, viajé por Francia y España con el propósito de coleccionar cepas para cultivarlas en mi país de adopción. El clima de Nueva Zelanda es perfecto para la producción de vino. Ya lo verán, caballeros, en un futuro no sólo los ciudadanos de Nueva Zelanda, sino también los de Australia, tendrán motivos para agradecerme mi visión de futuro.

—No lo dudo —se apresuró a decir FitzRoy al advertir un brillo de entusiasmo en los ojos de Bushby—. ¿Y los misioneros? Estamos buscando a un sacerdote llamado Matthews.

El brillo se apagó de golpe.

—¿Matthews? Matthews está en Waimate. Ojalá estuviera yo también en Waimate, y no destinado aquí, inútilmente, a instancias de Su Majestad.

—¿Waimate? ¿Está muy lejos?

—Es una caminata de veinte kilómetros. Mañana los acompañaré.

Al día siguiente, Darwin y el reverendo Matthews se unieron a la partida, y todos se dirigieron hacia Waimate, tomando un camino muy concurrido a través de helechos que se mecían por la brisa. De vez en cuando atravesaban núcleos indígenas de casas humeantes y plagadas de pulgas; en la despectiva opinión de Bushby, eran verdaderos hornos sin ventanas. Al rato se encontraron con una ceremonia fúnebre, si podía llamarse así. La difunta había sido rapada al cero y embadurnada con brillante pintura roja; estaba apuntalada de pie, flanqueada por dos canoas enterradas verticalmente y rodeada por un círculo de pequeños ídolos de madera. Mientras miraba al frente con su cara macabra y medio descompuesta, sus parientes, prorrumpiendo en un alarido de dolor comunitario, se golpeaban y laceraban la piel hasta quedar cubiertos de sangre.

—¡Vaya escena de santidad! —dijo temblando Matthews, que empezaba a temer haberse librado del fuego para caer en las brasas.

—Cuando Cook descubrió estas islas —dijo Bushby—, los neozelandeses le tiraron piedras al barco y gritaron: «¡Ven a la playa y te comeremos!».

—Desde un punto de vista frenológico —afirmó Darwin—, esta gente es salvaje a más no poder.

Aceleraron el paso.

Al rato llegaron a una pequeña ensenada que hubieron de vadear. Bushby tenía un esquife oculto entre los juncos, y mientras lo desataba, salió de la maleza un viejo jefe indio profusamente tatuado y envuelto en una manta hedionda, el cual se metió en la pequeña embarcación maldiciendo entre dientes en su lengua.

—Les encanta viajar en esquife. Para ellos es como ir en un crucero de recreo —explicó Bushby mientras el jefe tomaba asiento frente a los ingleses.

—No creo que haya visto nunca una expresión tan horripilante y fiera —susurró Darwin—. Me recuerda a uno de los personajes de la Balada de Fridolín de Schiller.

—No es una expresión —aclaró Bushby—. Las escisiones de los tatuajes rompen los músculos superficiales, otorgándoles un aire de agresividad permanente. Los dibujos son ornamentos heráldicos.

—Es fascinante —declaró FitzRoy—. Así que todos esos cortes y espirales no son sino escudos de armas de un guerrero caballeresco.

—Por cierto, habla inglés —dijo Bushby.

—Buenos días, señor —saludó Sulivan con amabilidad.

El viejo jefe lo miró de un modo que podría haberse interpretado tanto como una sonrisa amigable como una mirada de furia diabólica.

Matthews se estremeció.

Mientras bajaban del esquife tras el corto viaje por la ensenada, el neozelandés se decidió a hablar.

—No te quedes mucho rato. Estaré cansado de esperar aquí —le dijo a Bushby, que hizo caso omiso.

—¡Que pase usted un buen día! —le deseó Sulivan.

—¡Viejo canalla! —musitó Darwin cuando estuvieron lejos del alcance de su oído.

Matthews, al que desde Tierra del Fuego le había costado incluso dar los buenos días al capitán sin sentirse culpable, permanecía callado, perdido en sus propias divagaciones y temores. Pero no tendría que haberse preocupado: después de una marcha de tres horas más a través de helechos, ante ellos surgió una vista idílica.

—Esto es Waimate, caballeros —dijo Bushby con un ademán teatral.

Como por arte de magia había aparecido un fragmento de la vieja Inglaterra. Una iglesia erigida entre dorados campos de trigo, casas de techo de paja apiñadas a la orilla de un riachuelo, un pequeño molino harinero con su noria, huertos con árboles cargados de fruta madura, cerdos y gallinas retozando, un granero y una herrería. Y para acabar de redondear la escena, en un prado colindante se estaba celebrando una partida de críquet; los gritos de los jugadores vestidos de blanco se entremezclaban con el zumbido de los insectos que arrastraba la brisa veraniega.

—¡Santo cielo! —exclamó Darwin.

Los demás hombres también estaban anonadados; Matthews parecía a punto de romper a llorar de puro alivio.

—Todo lo que ven se ha construido en los últimos diez años —dijo Bushby.

—Sin duda permite albergar esperanzas con respecto al futuro de esta maravillosa isla —afirmó FitzRoy, maravillado.

Un molinero tahitiano se acercó a la puerta del molino y los saludó con la mano. Tenía la cara cubierta de harina.

—Insólito —dijo Darwin.

—Sus logros son extraordinarios, y debo felicitarlos por ellos —dijo FitzRoy—. Después de haber estado en Kororareka, una misión como la suya era lo último que pensaba encontrar en estas costas.

—Kororareka se conoce como el infierno del Pacífico, y con razón —replicó el reverendo Clarke con el rostro ensombrecido—. Allá el diablo campa por sus respetos.

—Es triste decirlo, pero casi todas las reyertas las provoca el hombre blanco —afirmó a su lado el reverendo Davis, un hombre de más edad y más grave que Clarke—. La ignorancia de la lengua local, las costumbres y los tatuajes no han causado tantas peleas como las ofensas deliberadas, el engaño y la embriaguez. Como ingleses, tenemos muchos motivos para avergonzarnos.

Los cuatro clérigos de la misión estaban sentados a una mesa en una casa de labranza: Clarke, Davis, Williams y Matthews. Este último, que estaba casado con la hija de Davis, era un hombre más resuelto e inspiraba más confianza que su hermano menor, al que no había visto desde que era un niño. Su alegría al encontrarse con él de forma tan inesperada fue enternecedora. Por su parte, el joven Matthews había recuperado la empalagosa serenidad que lo caracterizara a su llegada al Beagle, y ahora estaba disfrutando de forma vicaria del brillo que despedían los logros de su hermano. En conjunto, los misioneros rebosaban un entusiasmo piadoso y una bondad de espíritu extraordinarios, pero entre líneas podía percibirse cierta inquietud, común a todos los pioneros que hollaban tierras potencialmente hostiles. Sin embargo, el último miembro del comité de bienvenida constituía una excepción interesante: era un anciano neozelandés, alto y delgado como la aguja de una iglesia gótica; iba vestido con un andrajoso chaqué de larga cola y pantalones raídos, con el rostro muy tatuado y coronado por un sombrero de copa abollado. El anciano caballero permaneció sentado sonriendo y bebiendo té a pequeños sorbos de una taza descascarillada. No dijo nada, pero parecía disfrutar mucho del momento.

—Estamos librando una guerra —dijo el reverendo Matthews, apretando el puño y con un destello juvenil en la mirada—. Una guerra contra la ignorancia y la barbarie, que se dan no sólo entre la población nativa, donde la gracia divina aún tiene que difundirse, sino también entre nuestros paisanos, que han perdido el estado de gracia que poseían gracias a la civilización.

—Eso es exactamente lo que pienso yo —declaró el joven Matthews sacando aplomo de la férrea piedad de su hermano mayor—. Cuando los salvajes atacaron la misión de Woollya armados de lanzas y piedras, yo me sentía un guerrero de Dios que combatiera contra el pecado de la ignorancia y la codicia. Luché con el mayor valor del que fui capaz, por supuesto, y si hubiera tenido un ejército a mis espaldas, aquel día habría conseguido algo, pero al hallarme solo, mis esfuerzos estaban destinados al fracaso, y pudieron conmigo.

Aquellos que presenciaron a Matthews empapado y sin barba, balbuceando de pánico al acercarse a la ballenera gritando, se formaron de inmediato una imagen mental muy diferente de la que pintaba él; pero para sus correligionarios, las palabras del joven eran como brasas calientes que cayeran sobre el fuego de su entusiasmo.

—Sus esfuerzos en Woollya no constituyen un fracaso, caballeros —sentenció el pálido señor Clarke, que tenía aspecto de perro lebrel—. Son un primer paso de lo más prometedor. Han encendido una pequeña llama en esas tierras, caballeros, que con la ayuda de la gracia de Dios nunca se extinguirá. Sus experiencias se parecen mucho a nuestros primeros pasos en este país. Nosotros cosechamos fracasos al principio, pero gracias a Dios nuestros esfuerzos se vieron recompensados por éxitos muy superiores a los que esperábamos.

Las palabras optimistas del sacerdote tuvieron la virtud de animar y consolar a FitzRoy.

—Cuando llegamos aquí por primera vez —dijo el señor Williams, un galés robusto y jovial con aspecto de arquero medieval—, había que ver las inclinaciones belicosas de los neozelandeses para poder creerlas. Recuerdo que una tribu emprendió una guerra sólo porque poseía un barril de pólvora que, de no utilizarlo, se desperdiciaría. —Soltó una risita—. Ese tipo de tendencia cuesta mucho de erradicar. ¿No lo cree así, jefe Waripoaka?

El anciano siguió sonriendo desde su lugar en un extremo de la mesa, pero su mirada fija brilló un instante al oír que mencionaban su nombre.

—En el pasado, el jefe Waripoaka aquí presente era caníbal. Pero fue el primer jefe que se convirtió a la palabra de Dios, y gracias a su mediación nuestros viejos colegas King y Kendal se salvaron de ser asesinados y devorados por los indígenas.

Por fin el anciano lleno de arrugas dejó oír su voz melodiosa como el tañido de una campana.

—¡Hombres blancos, maravillosos! Fuego, agua, tierra y aire trabajan para ellos gracias a su sabiduría, mientras nosotros, los neozelandeses, sólo mandamos en nuestro cuerpo.

—Ahora el jefe bebe té en lugar de… —William hizo una pausa, y prefirió cambiar de tema en lugar de terminar la frase—. No queremos oír que la misión de Woollya resultó un fracaso.

—Jemmy es una llama, cierto, una llama brillante —dijo Sulivan—, pero es demasiado diminuta en medio de las tinieblas.

—Mandaremos una misiva a Londres —dijo Williams—. En la Sociedad Misionera de la Iglesia contamos con el respaldo de la Iglesia anglicana. No trabajamos de forma independiente… ni respecto a nuestros superiores ni en relación con las demás misiones… como hace la Sociedad Misionera de Londres. No somos catequistas sin estudios, reclutados entre las personas corrientes. Somos profesionales, hemos sido ordenados sacerdotes, constituimos un ejército de auténticos soldados de Dios. Podemos pedir a Londres que envíen misioneros a Tierra del Fuego, un buen grupo, para que entren en contacto con el tal Jemmy Button y para que la llama se inflame y se convierta en una hoguera.

FitzRoy rezó para que las palabras del misionero se realizaran.

El señor Davis, que al parecer era el que mandaba, alzó las manos en señal de reserva.

—Debo recordarles que normalmente estamos obligados a actuar dentro de una diócesis de la Iglesia anglicana. Nueva Zelanda se encuentra dentro de la diócesis de Nueva Gales del Sur. Pero dado que Tierra del Fuego es territorio virgen, y no está bajo ninguna jurisdicción eclesiástica, no veo ninguna razón por la que el Palacio de Lambeth no pueda hacer una excepción. Le aseguro que haremos todo lo que esté en nuestro poder por ayudarlo, capitán FitzRoy. —Las arrugas que Davis tenía alrededor de los ojos se tornaron imperceptibles—. Pero nosotros también le estaríamos muy agradecidos si pudiera prestarnos su reputación para ayudarnos.

—¿En qué, caballeros? Sólo tienen que pedírmelo.

—Se ha publicado un libro, un libro muy desafortunado, que da una idea totalmente falsa de nuestro trabajo aquí. Cuando vuelvan a Inglaterra, usted y sus colegas, como hombres de reputación que son, podrán testificar que esa obra no dice la verdad, antes de que pueda causarnos más perjuicio.

—¿De qué libro se trata?

Davis les mostró un volumen fino y encuadernado en cuero: Relato de una estancia de nueve meses en Nueva Zelanda, de Augustus Earle.

—Earle —dijo FitzRoy con los ojos muy abiertos.

—¡Santo cielo!

—¿Lo conocen?

—Fue nuestro artista del barco durante un tiempo —declaró FitzRoy—. Pero no tenía ni idea de que…

—Su antiguo compañero de barco fue nuestro invitado en mil ochocientos veintisiete. Ahora nos maldice por imponer el cristianismo a gente poco preparada para recibir la palabra de Dios. Afirma que nuestra «estrechez de miras» ha acabado con la «alegre inocencia» de los neozelandeses. Cito: «Cualquier hombre con un poco de sentido común estará de acuerdo conmigo en que el salvaje sacará escaso provecho de las abstrusas enseñanzas de los Evangelios si su mente no está preparada para recibirlas». La lógica de su razonamiento se me escapa, pues ¿cómo puede alguna mente humana no estar preparada para recibir la palabra de Dios?

—Ese hombre vivía en pecado con una nativa… en concubinato para ser más exacto… y no lo ocultaba —vociferó el señor Williams, que apenas mostraba un ápice de su anterior jovialidad—. ¡Si tuvo algún interés en la «alegre inocencia» de los nativos, fue sólo para aprovecharse y entregarse a sus costumbres licenciosas!

—El señor Earle menciona al señor Williams en su libro, sólo para criticarlo —añadió Matthews con calma—. Lo acusa de falta de hospitalidad. Pero me consta que mi colega ha tratado siempre al señor Earle con mucha más cortesía de la que habría cabido esperar a la luz de su conducta licenciosa. Quizá el señor Earle estaba molesto por no hallar aquí un terreno abonado para dar rienda suelta a su libertinaje, como en el pasado, gracias a nuestros esfuerzos en Nueva Zelanda.

—Verá, nuestra misión aquí no consiste sólo en difundir la palabra del Señor —dijo Clarke con los dedos entrecruzados—, sino también en erradicar las costumbres libertinas y la conducta fogosa de los neozelandeses. Enseñarles a cubrir su desnudez, ayudarlos a comprender que todos aquellos que no sigan el camino que les muestra la Iglesia anglicana recibirán un castigo en la vida futura. Algunas de sus costumbres son extremadamente bárbaras: por ejemplo, ¿sabía usted que cuando un neozelandés se pone enfermo o sufre una calamidad, los otros miembros de su tribu, incluidos su familia y amigos, caen sobre él como una manada de hienas y le roban todas sus pertenencias? Así es como los fuertes sobreviven y los débiles desaparecen. ¿Qué tipo de sistema pecaminoso es ése para que Earle o cualquier otro abogue por él?

—Es escandaloso —opinó Darwin.

—Tienen mi palabra, caballeros —prometió FitzRoy, sintiéndose un poco culpable por haber contratado a Earle—. Cuando vuelva a Inglaterra, haré lo posible para favorecer su causa y contrarrestar las difamaciones del señor Earle.

—¡Maravillosos hombres blancos! —salmodió el jefe.

—¿Le apetece otra taza de té, jefe Waripoaka? —preguntó Davis, ansioso por crear cierta atmósfera de civilización.

—Té dulce, bueno —dijo el jefe, añadiendo una cucharada tras otra de azúcar a su té—. La carne de inglés sabe demasiado salada. No sabe dulce, como un neozelandés. Yo comí un capitán Boyd una vez. Capitán ballenero. Demasiado salado. Ahora jefe Waripoaka buen cristiano, no come carne humana. A cambio bebe té dulce.

El viejo esbozó una sonrisa de complicidad y tomó un gran trago de su taza.

Los siguientes días, FitzRoy estuvo ocupado en llevar a cabo unas mediciones con un termómetro de mar que había inventado, para detectar y buscar corrientes en el agua. Darwin se quedó encerrado en la biblioteca, con la lupa sujeta a la frente con una goma y el microscopio sobre la mesa. Nadie puso un pie en tierra firme; por lo que parecía, ni siquiera los hombres de la tripulación osaban pisar los peligrosos antros de Kororareka. FitzRoy pensaba que en ese momento Nueva Zelanda se encontraba en una encrucijada. Los asentamientos de Kororareka y Waimate ofrecían visiones alternativas del futuro de la nación. Estaba seguro de que la intervención británica era de vital importancia para refrenar los excesos de sus compatriotas y conducir la joven nación por el camino cristiano. Hacía falta un gobernador británico apoyado por una fuerza militar para restaurar el orden y proteger a la población nativa. Cuando volviera a Inglaterra, haría todo lo posible para conseguir que esa política se impusiera.

FitzRoy decidió levar anclas y partir rumbo a Inglaterra después de la comida de Navidad. Como no era posible celebrarla en tierra firme, se escogió una isla deshabitada en medio de la bahía y se encargó de los preparativos al señor Stokes. Unas horas después, FitzRoy, Bynoe y King fueron en barca a la isla para supervisar el trabajo. Se había despejado de maleza un área, donde colocaron mesas y sillas engalanadas con decoraciones navideñas. Una tortuga de las Galápagos daba vueltas lentamente en un asador. En un lado del claro hallaron una zona circular pisoteada y con restos de una fogata en el centro.

—El fuego aún estaba caliente cuando hemos llegado, aunque ahora la isla está desierta —dijo Stokes—. Parece que alguien ha celebrado aquí la comida de Navidad antes que nosotros.

—Esos huesos son enormes —observó FitzRoy—. ¿De qué son? ¿De vaca? ¿De cordero?

Bynoe se arrodilló para examinarlos.

—Me temo que ninguno de los dos. Esto es un fémur humano.

Se hizo un largo silencio.

—¡Malditos y asquerosos negros salvajes! —exclamó King al fin.

FitzRoy le clavó la mirada.

—¿Cómo puede estar tan seguro, señor King, de que no han sido malditos y asquerosos blancos salvajes los que han hecho esto?