Punta Venus, Tahití
16 de noviembre de 1835
Ante ellos se abría un panorama de rocas afiladas y perfil irregular como fragmentos de cristal roto, que se entreveraban con cañadas en sombra; exuberantes cocotales, con algunos resplandecientes árboles del pan y luminosos racimos de bananas, se apiñaban en su base; más abajo, una laguna como un espejo susurraba suavemente al lamer los bordes del arrecife; y a lo lejos, una ola tras otra de espuma de un blanco deslumbrante rompía con furia contra los fuertes muros de coral construidos a lo largo de los siglos por los hercúleos esfuerzos de un sinfín de criaturas marinas. Era un paisaje que todos habían visto mil veces en grabados y acuarelas, así como pintado en el lienzo de su imaginación; pero ahora, coloreado por la luz brillante del cielo del Pacífico, adquiría un fulgor acogedor que conmovía al viajero más cansado.
—Otaheite —anunció FitzRoy con solemnidad.
—Tengo entendido que su nombre correcto es Tahití —objetó Darwin.
—Por supuesto, pero Cook lo llamó Otaheite por equivocación, y yo siento demasiado respeto por ese gran hombre para emplear otro nombre.
Había sido una travesía muy dichosa, el Beagle había navegado por el océano Pacífico impulsado por los cálidos vientos alisios, con las velas arrastraderas izadas y devorando millas a una velocidad de ciento cuarenta al día. La cubierta principal estaba atestada de tortugas, que creaban un espectáculo de cúpulas que podría compararse con la basílica de San Marcos de Venecia, todas ellas destinadas a acabar sus días en la cazuela, salvo una llamada Harry, que Darwin había elegido como mascota. La reacción de su padre ante la visión de un galápago gigante abriéndose paso entre sus arriates de flores era un asunto que pensaba plantearse más adelante.
Se anunció que había diez brazas de profundidad y que el sebo del final de la sondaleza ya no recogía arena ni coral muerto, sino huellas de arrecife vivo. FitzRoy ordenó que se orientaran las vergas, se alinearan los cables del ancla y se prepararan los cabos de las boyas del ancla. Mientras el Beagle viraba de forma impecable y se adentraba en la bahía de Matavai, se facheó el trinquete y se aferró el resto de las velas; a continuación echaron el ancla en las aguas color turquesa. Era el punto exacto en que Cook y Banks habían observado el tránsito de Venus en 1769, según recordó FitzRoy sintiéndose emocionado. Punta Venus era uno de los puntos clave de la serie de medidas alrededor del mundo que Beaufort había ordenado, por lo que FitzRoy también tenía que realizar observaciones astronómicas; después quedaba investigar la formación de las islas coralinas que el hidrógrafo le había pedido que emprendiera, y el desagradable asunto de cobrar una multa a los tahitianos que le había mandado el comodoro Mason. Hacerle el trabajo sucio a ese caballero le disgustaba profundamente, pero en el asunto del Challenger había tirado tanto de la cuerda, que temía que ésta acabara rompiéndose.
Mientras el Beagle aminoraba la velocidad, nativos en canoas talladas en troncos de árbol se arremolinaron a su alrededor, riendo, charlando y dando voces.
—Manua! Manua! —gritaban mientras sus pequeñas embarcaciones se acercaban al casco del barco, con las batangas chocando entre sí y a menudo superponiéndose; hasta tal punto estaban emocionados por la llegada de los europeos.
—Manua, o sea, man-of-war, «buque de guerra» —dijo Stokes, cayendo en la cuenta de lo que querían decir.
—¡Vaya aglomeración! —exclamó King.
—Tenía entendido que los tahitianos se habían convertido al cristianismo —intervino Darwin—. No me parece bien que no respeten el día del Señor.
—Querido Filos, hemos cruzado la línea del cambio de fecha —señaló FitzRoy—. Ayer era sábado, y hoy es lunes, así que tiene un domingo menos del que preocuparse, amigo mío.
—Eso sí que es un misterio —dijo Sulivan—. ¿Cómo puede respetarse el día del Señor cuando no hay domingo? «Verdaderamente tú eres Dios que te encubres».
Los tahitianos invadieron la cubierta sin esperar a que los invitaran, blandiendo con regocijo sus artículos en venta: fruta fresca, cochinillos, conchas marinas, y monedas antiguas que en el pasado pertenecieron a los hombres de Cook, del Endeavour; o a la tripulación de Bligh a bordo de la Bounty. Los hombres tahitianos eran musculosos, atléticos, de espalda ancha; las mujeres eran seductoras y tenían la piel aterciopelada, llevaban flores blancas y escarlata a modo de pendientes o prendidas en el pelo; en la cabeza lucían una extraña tonsura monástica que dejaba una corona de cabellos alrededor. Tanto hombres como mujeres iban muy tatuados, llevaban guirnaldas de hojas de coco sobre la frente e iban totalmente desnudos hasta la cintura, una combinación que les confería un aspecto báquico y a su vez contribuía a que los marineros dieran una entusiasta bienvenida a bordo a las jóvenes.
—La forma de la… cabeza es de lo más atractiva, desde el punto de vista frenológico —dijo Darwin sonrojándose un poco.
—En efecto: indica buen humor, un carácter sociable y otras características civilizadas —convino FitzRoy con el tono más científico de que era capaz.
—Claro que van ridículamente desnudos —se lamentó su amigo—. La verdad es que les haría falta un traje apropiado.
—Estoy totalmente de acuerdo —dijo FitzRoy, apartando la mirada de la exhibición de desnudez engalanada de flores—. La falta de un traje decoroso les da un aire desgarbado, ¿no cree? ¿O acaso mis ideas son demasiado escrupulosas?
En ese momento un tahitiano sonriente se acercó corriendo con una piña, y los dos amigos, agradecidos, aprovecharon esa oportunidad para cambiar de tema. Los indígenas estaban repartiendo generosamente entre los hombres reunidos en la cubierta esas frutas exóticas, que en Inglaterra eran una rareza de lujo cultivada en invernaderos.
—Aquí las piñas son tan abundantes que la gente les da el mismo valor que nosotros damos a los nabos en Inglaterra —se maravilló FitzRoy.
Darwin hincó el diente en la suave pulpa de la fruta y dio su veredicto.
—Mmmm, es mucho mejor que cualquiera de las que se cultivan en Inglaterra, lo que creo que es el mejor cumplido que puede hacerse a una fruta.
En un intento de restablecer el orden en la cubierta, el teniente Wickham había ordenado que sacaran mesas y bancos, para que guardara algún parecido con un mercado inglés, lo que no era fácil, dada la presencia de las tortugas gigantes en medio del bullicio. Los caparazones de las grandes bestias, por supuesto, habrían servido de excelentes superficies para exhibir los artículos, si no fuera por su costumbre de alejarse pesadamente cuando estaban en medio de una transacción. Al contrario que los indígenas de Sudamérica, los tahitianos conocían el valor del dinero, en especial el papel moneda, y no se les podía engatusar con retales ni botones: parecía que todo podía comprarse por un dala, que era como pronunciaban la palabra «dólar». Después de algunas negociaciones, Darwin contrató los servicios de dos vendedores de banana asada como guías para que al día siguiente lo acompañaran en una expedición a la cima de la montaña.
Cuando el clamor del mercado improvisado hubo disminuido un poco, FitzRoy y Darwin fueron en bote de remos a la costa, donde un tropel de niños alborozados los condujo por un fresco camino que serpenteaba entre palmeras. Por todas partes se veían cabañas, unas ligeras y elegantes construcciones de bambú y techumbre de hojas, provistas de pequeñas cercas de caña. En las entradas colgaban cortinas de tela, que permitían vislumbrar ocasionalmente taburetes, cestas y calabazas llenas de agua. Delante de una de esas cabañas había un hombre sentado leyendo el Nuevo Testamento, mientras su mujer recogía dos grandes hojas que habían servido de platos del desayuno y dos niños gorjeaban felices en la hierba. A FitzRoy le pareció una preciosa miniatura de una nación que hubiera salido de su ignorancia pagana y reivindicara modestamente su derecho a ser considerada civilizada y cristiana.
—Ia-orana! —se oyó gritar.
Era un saludo tradicional tahitiano, pero sin lugar a dudas el acento era del Limehouse Reach de Londres. Acercándose por el camino para recibirlos, flanqueado por un grupo de jóvenes diáconos vestidos con sobriedad, había un misionero que extendía la mano en señal de saludo.
—Bienvenidos a Tahití, caballeros. ¿Me puedo tomar la libertad de presentarme? Charlie Wilson, jefe misionero de Matavai.
Charlie Wilson era un hombre bajo y robusto, de antebrazos enormes, recios y peludos como los de un chimpancé: él sí que era, literalmente, un cristiano musculoso. Sus modales eran respetuosos y generosa su actitud, si bien carecían de ceremonias, y tenía una sonrisa cálida y atenta: era un hombre que podía valerse por sí mismo, un hombre que emanaba confianza. Qué diferente del señor Matthews, que cuando más se lo había necesitado en Tierra del Fuego, no había dado la talla, y que en los últimos meses se había vuelto un ermitaño. Matthews, reducido a un pálido fantasma, había desaparecido en las entrañas del barco y sólo se dejaba ver en las horas de las comidas.
Una vez hechas las presentaciones, Wilson los guió a la pulcra y pequeña iglesia de madera pintada de blanco que se erguía en el bosque junto a una casita sencilla y arreglada. Si no fuera por las palmeras y el calor sofocante, podrían haber imaginado que estaban en el Shropshire rural. Una vez más, FitzRoy pensó con tristeza en el fracaso de la misión de Woollya y se preguntó cómo estaría Jemmy Button. ¿Volvería a verlo algún día? ¿Qué habría sido de esa pobre alma a la que él había elevado a las verdades del cristianismo y luego abandonado a su suerte en las agrestes tierras del sur, olvidadas de la mano de Dios? El contraste entre esta misión idílica y su frustrado proyecto de crear algo similar no podía ser mayor. Humildemente, felicitó a Wilson por la labor que había llevado a cabo con sus feligreses.
—En ninguna parte del mundo he visto una comunidad más pacífica, tranquila e inofensiva —afirmó.
Darwin asintió con la cabeza enérgicamente.
—¿Puedo preguntarle dónde estudió para párroco, señor Wilson?
—Oh, en ningún lugar, señor. No tengo estudios académicos. La Sociedad Misionera de Londres es congregacionalista; sólo se requieren un conocimiento de la obra del Señor y un corazón voluntarioso. Antes trabajaba en los muelles de Londres, descargando carbón de los grandes barcos procedentes del nordeste para llevarlo a las barcazas y gabarras. Acababa la jornada negro como un tizón. —Rió—. Entonces encontré al Señor y volví a nacer, como suele decirse, y decidí consagrar mi vida a su obra. Me enviaron a este lugar para ayudar al señor Henry Nott, y cuando el buen caballero se retiró, hará unos cinco años, yo me hice cargo de la misión. He dicho que «se retiró», pero en realidad lo que ocurre es que el señor Nott necesitaba tiempo para poder dedicarse a su gran obra.
—¿Su gran obra? ¿A qué se refiere?
—A nada más y nada menos que la traducción del Antiguo y el Nuevo Testamento al tahitiano, una obra digna de los padres de la Iglesia, señor, que le ha ocupado cuarenta años de su vida. Utaame, ve a buscar al señor Nott y acompáñalo hasta aquí, si eres tan amable.
Uno de los jóvenes diáconos se marchó y volvió enseguida en compañía de un caballero de rostro arrugado; en su cabeza casi calva se veían unos pocos cabellos que se erizaban sobre sus manchas de vejez como si quisieran ascender al cielo por su cuenta. Sin embargo, dirigió una mirada diáfana a los recién llegados y les estrechó la mano con firmeza.
—Parece, señor Nott, que debemos atribuirle a usted todos los cambios que ha experimentado este lugar desde los tiempos de Cook —lo felicitó FitzRoy.
—No son obra mía, sino del Señor; yo sólo actúo como uno de sus voluntariosos instrumentos.
—¿Fue usted el primer misionero de estos lugares?
—En efecto.
—Entonces, ¿no cree que es usted demasiado modesto? ¿Acaso no era ésta una tierra de salvajes cuando llegó?
—Oh, lo era, se lo aseguro, una tierra de salvajes poco común, y de ignorantes, además. Realizaban sacrificios humanos, libraban guerras sangrientas en que los vencedores no perdonaban la vida ni a las mujeres ni a los niños, y aniquilaban a los ancianos, enfermos y débiles, y, por supuesto, practicaban la idolatría. Apenas han pasado veinte años desde que presencié con mis propios ojos cómo los tahitianos huían aterrorizados ante la visión de un caballo. Lo llamaban «cerdo que carga hombres». —Nott soltó una risita jadeante que hizo que temblara su cuello de pavo.
—Hace apenas sesenta años que Cook afirmó que no veía ninguna perspectiva de cambio en estos parajes —añadió Wilson en honor a su superior.
—Pero esta gente tenía el amor de Dios en su interior, caballeros. Gracias a la luz del Señor hemos liberado ese amor de su antiguo encierro de violencia, ebriedad y libertinaje. En tiempos de Cook los tahitianos practicaban la fornicación de forma rutinaria.
Los cuatro caballeros mostraron su desaprobación al unísono, pero antes de que pudiera detenerla, a FitzRoy le sobrevino la imagen de una gota de cera solidificándose sobre la tersa y nívea piel de Mary O’Brien. Rápidamente arrinconó la imagen en un recoveco de su memoria. Era el capitán de un barco de la Marina británica, y estaba allí para cumplir con su deber.
—Los nativos se empeñan en ir por ahí semidesnudos, para su vergüenza —dijo Wilson mientras otra sombra de desaprobación cruzaba su rostro—, pero las generaciones jóvenes que se educan en las escuelas de la misión están aprendiendo la virtud de cubrir su desnudez. Aunque habrán notado que las mujeres se afeitan la cabeza, se decoran la piel con tatuajes y atraen la atención de los hombres cubriéndose el pelo con flores, y de otras maneras…
Nott gruñó.
—Ah, no saben cómo hemos intentado persuadir a estas damas de la necesidad de cambiar sus costumbres en el vestir, pero es la moda, y es tan importante aquí como en París. —El anciano se levantó—. Pero deje que le haga un regalo, capitán FitzRoy, en honor de su visita. —Dicho esto, y dando muestras de una fuerza sorprendente, bajó un gran libro encuadernado en cuero de un estante alto—. Es el Libro, traducido al tahitiano. Una de las primeras copias.
—Es usted muy generoso, señor Nott. No sabía que su gran obra ya estuviera impresa.
—¿Impresa? Estamos en medio del océano Pacífico, capitán FitzRoy. En Tahití no hay imprentas. Todas las copias se transcriben a mano.
—¿A mano? —Perplejo, FitzRoy abrió el libro. En efecto, allí había miles de páginas llenas de apretadas líneas de una caligrafía pulcra y aparentemente impecable—. Pero, señor Nott, no puedo aceptar el fruto de esta inmensa labor.
—Tonterías. Esto les da algo que hacer a los tahitianos, y los aleja de sus licenciosas costumbres anteriores.
Después de una comida a base de fruta del pan asada, plátanos silvestres y leche de coco, fumaron en pipa y tomaron rapé; FitzRoy y Darwin fueron a visitar la escuela de la misión de Matavai. En una sencilla aula pintada de blanco, un imberbe y sonriente diácono tahitiano dirigía una clase de jóvenes ataviados con idénticas batas informes, que se levantaron a la vez en cuanto entraron los visitantes. De nuevo, FitzRoy recordó a su pesar la escuela de Walthamstow, donde antaño la inquietante silueta de York se mezcló con los niños mientras tramaba en secreto su plan. De nuevo el esfuerzo y la dedicación de los hombres de la Sociedad Misionera de Londres le daban una lección de humildad. Darwin y él saludaron a la clase.
—El capitán os desea felicidad —anunció el diácono a sus sonrientes alumnos.
—Nosotros también deseamos felicidad al capitán —respondió un chiquillo de la primera fila, en lo que pareció un gesto espontáneo.
—¿Les gustaría al capitán y al señor Darwin que los niños actuaran para ellos? —preguntó el diácono respetuosamente.
—Oh, sí, nos encantaría. ¿Quizá un baile tahitiano?
Los pequeños enmudecieron, confusos.
—Perdone, señor —volvió a intervenir el niño de la primera fila con una sonrisa cortés—, pero en Tahití está prohibido bailar, como todos los demás entretenimientos frívolos. Cuando pillan a alguien bailando, lo llevan al guardia, quien lo conduce ante el gobernador del distrito para ser castigado con severidad.
Al día siguiente bajaron el cúter al agua, y FitzRoy y sus oficiales se internaron por un canal serpenteante de unos diez kilómetros de longitud entre bancos de coral, hasta que llegaron a Papiete, la capital, donde asistieron a un servicio matinal en una iglesia anglicana. El edificio era una monstruosidad: una construcción alta con forma de caja que recordaba a una fábrica de cerveza del Támesis; el feo y enorme tejado de dos aguas hacía parecer minúsculos los elegantes techos de las cabañas colindantes. El oficio, dirigido por el señor Pritchard tanto en inglés como en tahitiano, resultó interminable y puso a prueba la paciencia de todos, incluso de Sulivan. La congregación, de unas seiscientas almas —aunque vigiladas de cerca por un bedel armado de un bastón blanco—, empezó a moverse y susurrar mucho antes de que la ceremonia tocara a su fin. Un gran número de feligreses llevaban trajes europeos, enviados desde Londres y aparentemente distribuidos al tuntún: individuos grandes y fornidos se habían embutido en chaquetas tan pequeñas que tenían las costuras rotas; los brazos sobresalían por los hombros como las aspas de un molino, mientras que algunos niños pequeños casi quedaban ocultos dentro de sus sobretodos demasiado grandes; como las manos no salían por los puños, daba la impresión de que se las habían cortado.
Cuando el servicio concluyó por fin y la congregación salió de la iglesia, FitzRoy se quedó sentado solo en la primera fila de bancos y esperó, mientras sus oficiales formaban la guardia de honor en la entrada principal; pues era allí, en la iglesia anglicana después del oficio matinal, donde la reina Pomare había decidido celebrar una audiencia con él. FitzRoy no tuvo que aguardar mucho. Después de pasar unos quince minutos reflexionando sobre el cometido que le había encargado el comodoro Mason, oyó el ruido del pasador de hierro y el chirrido de la puerta al abrirse lentamente. La reina de Tahití entró en la iglesia, seguida de un grupo de jefes de tribu, hombres de pelo encanecido, pero musculosos, tatuados y desnudos hasta la cintura. FitzRoy se puso en pie.
La reina Pomare era una mujer inmensa, de forma casi esférica. Iba ataviada con un vestido largo y holgado, oscuro y de líneas simples, y con el cuello ajustado como la sotana de un sacerdote. Llevaba el pelo recogido en dos sencillas trenzas; iba desprovista de cualquier atributo regio y de corona; de hecho no lucía ningún adorno en la cabeza, las manos ni los pies, ni ningún tipo de faja en la cintura. Su llegada no estuvo precedida de ninguna ceremonia; avanzó sola por el pasillo central de la iglesia al encuentro de FitzRoy, con actitud pensativa pero digna y con un aire de melancolía pintado en el rostro. Era evidente que su piedad, incuestionable, provenía de las enseñanzas de los misioneros, pero FitzRoy no pudo evitar lamentarse de que en el proceso de su conversión la reina hubiera perdido cierto sentido de la etiqueta. Casi avergonzado de hallarse solo ante la monarca, hizo una reverencia.
—Soy el capitán FitzRoy, majestad, del bergantín británico Beagle. Mi presencia en Tahití se debe a asuntos de índole oficial, como representante del rey Guillermo IV de Gran Bretaña, y con toda humildad solicito una audiencia a vuestra majestad.
—Ven aquí, Fitiray. Siéntate a mi lado.
Dicho eso, la reina se encajonó en un asiento de una fila lateral; ni siquiera escogió uno de los bancos principales junto al púlpito, sino uno tallado toscamente del común de los fieles. No pudiéndose sentar detrás o delante de ella, ya que eso hubiera significado que uno de los dos tendría que girarse en su asiento, FitzRoy se deslizó a lo largo del banco hasta quedarse junto a la voluminosa soberana.
—Majestad, un barco británico, el Truro, estaba pescando ostras perlíferas en las islas Bajas, que los tahitianos llamáis islas Paamotu, y fue víctima del pillaje de los isleños. El gobierno del rey Guillermo ha fijado la compensación por el robo en dos mil ochocientos dólares, que el gobierno de vuestra majestad tendrá que abonar de inmediato.
—Estoy al tanto del asunto del Truro, Fitiray. Los isleños de Paamotu viven de sus ostras. Entonces llegó un gran barco, el Truro, para llevarse sus ostras perlíferas. Nadie pidió permiso al jefe de Paamotu. Nadie pagó.
FitzRoy se sonrojó. La verdad es que le habían encargado una misión detestable.
—Por desgracia, majestad, según nuestra ley nadie es dueño del mar, ni de las criaturas que viven en él. Por ley, los hombres del Truro tenían todo el derecho a pescar en esas aguas.
—Si los hombres de Paamotu fueran a la costa británica en un gran barco y se llevaran todas las ostras de un sitio, ¿lo aprobaría el gobierno del rey Guillermo?
FitzRoy no contestó. Ambos conocían la respuesta demasiado bien.
—Los hombres de Paamotu —continuó la reina— son belicosos, Fitiray. Yo no puedo obligarlos a cumplir mis órdenes. Cuando vivía mi marido el rey, todo era diferente. Su palabra era la ley. Pero los hombres de Paamotu no cumplirán las órdenes de una mujer. Pomare es el nombre de la familia de mi esposo. Mi nombre es Aimatta. Tomé el de mi marido cuando él murió, pero no soy fuerte como un verdadero Pomare. Si ordeno a los hombres de Paamotu que paguen, ellos lucharán en lugar de obedecerme.
—¿Entendéis, majestad, lo que ocurrirá si no se paga la compensación? Vendrán muchos barcos, grandes barcos con cañones. Se aplicará un severo castigo. Me gustaría que no fuera así, pero…
—Ya veo que no te gustaría, Fitiray. Sé que el dinero se debe pagar. No tenemos opción. Mis súbditos no son más que niños débiles. A menudo tememos que nos quiten nuestra isla y nos expulsen de aquí…
—Majestad… os aseguro que Gran Bretaña tiene una extensión de territorio mucho más grande de la que pueda desear. La conquista no es su objetivo. Sólo he venido para que se haga justicia. —La palabra «justicia» le supo a ceniza.
—Nosotros deseamos cumplir nuestro deber, Fitiray. Pero no poseo dos mil ochocientos dólares. Es una suma de dinero importante. Perdóname, tengo que deliberar con los jefes de las tribus.
FitzRoy salió, y la pequeña delegación de consejeros que esperaba al fondo de la iglesia se reunió con la reina. Tras un rato de negociaciones a media voz, lo llamaron.
—Está decidido, Fitiray. Recibirás todo el dinero del arca real. La gente de Papiete pagará el resto.
FitzRoy se quedó horrorizado.
—Pero, majestad, los nativos inocentes de Otaheite no deberían sufrir por las fechorías de los habitantes de las islas Bajas. Eso no es justo.
—El honor de nuestra reina es nuestro honor —respondió uno de los jefes en nombre de su soberana—. Compartiremos sus dificultades. Hemos decidido unirnos a su causa, y pagar la multa que exige el manua.
La reina dirigió una mirada triste a FitzRoy.
—En nuestra lengua, mi nombre, Aimatta, quiere decir «comedor de ojos». Hubo un tiempo en que mi gente comía la carne de otra gente. Los hombres de Gran Bretaña han traído la palabra de Dios a estas islas, y han sustituido las antiguas costumbres por la nueva ley de Dios, que debe ser obedecida. Dicen que la ley de Gran Bretaña es la ley de Dios. De modo que si en la ley de Dios está escrito que debemos pagar, entonces debemos pagar.
—Majestad… os agradezco profundamente, en nombre del rey Guillermo y de todos mis compatriotas, vuestra sabiduría y generosidad. Espero que vuestra majestad y todos los jefes de Tahití me haréis el honor de visitar el Beagle y permitiréis a mis oficiales y tripulación ofreceros un entretenimiento antes de que pongamos rumbo a Inglaterra.
—Gracias, Fitiray. Eres un hombre amable. Acepto tu invitación.
La reina sonrió e inclinó la cabeza, y los jefes la imitaron. A FitzRoy le ardía la cara de vergüenza.
Al día siguiente, May improvisó enseguida una gran mesa con caballetes, que colocaron al abrigo de la iglesia, justo al lado de la puerta principal, donde el gran bastión cuadrangular del anglicanismo tapaba los rayos del sol naciente. El teniente Sulivan se sentó a la mesa ante una caja fuerte, y el teniente Wickham, a su lado, se hizo cargo del libro mayor. Los flanqueaban sendos infantes de marina armados, mientras FitzRoy deambulaba inquieto en torno a ellos. Los tahitianos, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, se pusieron en fila para hacer sus contribuciones; algunos iban prácticamente desnudos, y otros vestían de cualquier manera con trajes europeos. Había ancianos encorvados con los ahorros de toda una vida en vasijas de barro, niños que aferraban una moneda en un puño sudoroso; muchos de los isleños que habían vendido animales y artículos históricos en el mercado improvisado sobre la cubierta del Beagle devolvían ahora las monedas acumuladas de forma tan diligente.
—Maldita sea, señor, esto no me gusta nada —protestó Sulivan con amargura—. Es una canallada.
—Es un asunto muy desagradable —convino Wickham apretando la mandíbula—. Yo no me uní a la Marina británica para ir por el mundo robando a naciones de buenos cristianos de este modo tan nauseabundo.
—No hace falta que me lo digan, caballeros —replicó FitzRoy con el entrecejo fruncido. La rabia y la vergüenza estaban a punto de dar al traste con sus buenos modales habituales. Furioso, dio un puntapié a una piedra.
—Me siento como uno de los usureros del templo —se lamentó Sulivan.
«Me educaron para obedecer órdenes —se dijo FitzRoy—, para cumplir con mi deber, pero de un tiempo a esta parte no dejo de recibir órdenes que no concuerdan con la justicia natural, la justicia divina. Órdenes con las que, en conciencia, no puedo estar de acuerdo. Deberíamos ayudar a esta gente a fundar una sociedad decente y temerosa de Dios, no saquearla como si los marinos británicos fuéramos poco menos que piratas, poco menos que el general Rosas y sus secuaces».
Después de cuatro horas de marcha, la amplitud del barranco era un poco mayor que el lecho de un riachuelo, y los hombres se abrían paso encajonados entre paredes casi verticales de lava volcánica de trescientos metros de altitud. Aun así, de cualquier grieta de la roca suave y porosa, salpicada por un sinfín de saltos de agua y envuelta en el aire cálido y húmedo, brotaban helechos, arbolillos, bananas silvestres y plantas trepadoras. Empleando como escaleras troncos de árboles muertos y cuerdas cuando era necesario, ascendiendo por rocas y riscos, se adentraron en el cañón. Darwin había escalado montañas más altas que ésa, pero ninguna tan escarpada y peligrosa. Finalmente, tras varias horas de esfuerzo demoledor, se encontraron en una meseta azotada por vientos fríos donde tenía su origen una catarata. La vista era espectacular.
—¡Dios mío, Covington, lo que daría por una cerveza fría! —exclamó Darwin, olvidándose por enésima vez de que sus comentarios iban a parar literalmente a oídos sordos; aunque se dijo que la respuesta del ayudante no habría sido muy diferente en el pasado.
—¡Cerveza, muy buena! —Hitote, uno de los guías tahitianos, rió—. ¡Pero no decir a misionero! —añadió, y se llevó un dedo a los labios.
Darwin se preguntó cómo se las arreglarían para conseguir comida y un refugio en que pasar la noche allí arriba. Los tahitianos habían insistido en que no era necesario llevar provisiones a las alturas, y mucho menos una cama entera, como había sugerido Darwin con delicadeza. Sin lugar a dudas ahora deberían obrar un milagro.
Y un milagro fue exactamente lo que hicieron. Construyeron una casa entera en cuestión de minutos, empleando cañas de bambú y hojas de banano atadas con cortezas de bambú. A continuación, tras sacarse una pequeña red de debajo del taparrabos, Hitote se lanzó al manantial que había encima de la cascada; culebreando en el agua como una nutria, apareció al cabo con la red llena de peces y diminutos cangrejos. Una raíz de azucena, dulce como la melaza, serviría de postre. Se encendió una fogata, se cocinó la cena, se bendijeron los alimentos y por fin se lanzaron sobre el festín.
En las orillas del arroyo crecía una planta de tallo nudoso que Darwin no había visto nunca. Las hojas, de un verde oscuro, tenían la forma del as de picas.
—¿Qué es esa planta, Hitote?
Los tahitianos sonrieron con complicidad.
—Es ava. Muy buena. Masticas ava y ves muchas cosas extrañas, te sientes bien. Cuando los misioneros encuentran ava, la queman. Los misioneros dicen es planta del diablo. Sólo queda en las montañas. ¿Quieres probar?
En aras de la investigación científica, Darwin aceptó un pedacito después de cenar. Lo encontró acre y desagradable, pero al rato lo invadió una sensación de bienestar. Hitote y él se sentaron en la hierba al borde del acantilado para contemplar el espléndido panorama, y observaron los juegos de luces, colores y formas mientras las hojas revoloteaban agitadas por la suave brisa de la montaña e iluminadas por los rayos oblicuos del sol; no sólo podían ver el resplandor de la naturaleza, sino sentirlo en todo su cuerpo, como si se hubiera empapado de toda la belleza de la creación divina. Darwin siguió con la mirada el curso de un arroyo, valle abajo, hasta Punta Venus; allí, frente a la desembocadura del río, se abría una brecha en el arrecife de coral que rodeaba la isla, donde el Beagle estaba anclado; los oficiales estarían sin duda sondando el fondo de coral. Hombres diminutos en un barco diminuto, perdidos en un paisaje que sólo él podía ver en su totalidad, que sólo él podía abarcar con la vista.
Durante años se creyó que los arrecifes de coral se habían formado en el lecho marino a miles de metros. Entonces Lyell, no sin razón, señaló que el coral no podía vivir a diez brazas de profundidad, y dio por supuesto que se formaba en los bordes de los volcanes sumergidos que se alzaban desde el lecho marino. Ésa era la última teoría sobre los atolones de coral. Lyell, sin embargo, no tenía respuesta para los arrecifes que bordeaban las costas tropicales del Pacífico. ¿Por qué había una línea de coral a lo largo de la costa y luego otra a media milla de la playa? Lyell no lo sabía. Nadie lo sabía. Para Darwin, que en ese momento flotaba por encima de todo, las piezas del universo parecieron ensamblarse de pronto, como si formaran parte de un puzzle gigante. Si había coral muerto a diez brazas de profundidad, debería haberse formado en la zona de luz cercana a la superficie. El coral no se estaba alzando, pues en ese caso estaría muy por encima del agua, como las playas de conchas marinas que había visto en la alta cordillera de los Andes. El coral estaba bajando. Y mientras descendía por debajo de diez brazas, las diminutas criaturas que lo formaban morían, al tiempo que sus compañeras de encima luchaban por crecer hacia la superficie. Los atolones eran los bordes de los volcanes que se habían hundido bajo el agua. ¿Y el arrecife circundante? Éste señalaba la línea de una antigua playa, sumergida repentinamente. Ésa era la razón por la que había una brecha en el arrecife frente a la desembocadura del río y frente a cualquier desembocadura, pues el torrente de agua dulce había horadado el coral en los tiempos en que éste bordeaba la costa. El coral era una criatura de costa. El del arrecife que había lejos de la costa se había visto abandonado de pronto en mar abierto tras el descenso de la tierra; el océano Pacífico caía en picado mientras los Andes ascendían hasta el cielo.
Darwin se tendió sobre la hierba; mientras su mente volaba por encima del peñasco en que se habían detenido y contemplaba las cristalinas aguas de la laguna y el impetuoso oleaje azul oscuro del lejano océano, lo embargó una sensación de absoluta calma.
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—¡Debo reconocerlo, Filos, es usted un verdadero genio! A la hora de hacer deducciones se lleva la palma.
—Bueno, debo confesar que conté con un poco de… ayuda.
FitzRoy y Darwin se habían apretujado en el camarote del segundo; últimamente las estanterías de la biblioteca ya no estaban sólo atestadas de libros, sino también de frascos llenos de serpientes e insectos, caparazones de armadillos, pájaros y lagartos disecados: era un verdadero museo de historia natural en miniatura. Darwin, que acababa de exponer su teoría de la formación del arrecife a FitzRoy, estaba sentado a la mesa y examinaba un fragmento de coral vivo por el microscopio.
—No estoy seguro del todo —declaró—, pero al parecer se reproducen de forma asexual. Hay criaturas similares en la costa de Edimburgo. Yo solía deambular por los bajíos del puerto de Leith con el profesor Grant. Él los llamaba zoófitos, plantas que se reproducen liberando huevos capaces de nadar.
—Si liberan huevos, ¿cómo pueden considerarse plantas?
—Bien, el coral es una criatura tan cercana a las dos categorías que uno puede perfectamente situarlo en cualquiera de las dos. Son animales organizados como plantas.
Los dos hombres sabían adónde podía derivar la conversación. El profesor Grant, azote del repatriado y no añorado McCormick, era seguidor de Lamarck. Las diminutas criaturas marinas organizadas como plantas quizá proporcionaran a los transmutacionistas la única munición genuina para explicar los orígenes del mundo animal.
—Hace una noche espléndida. ¿Qué le parece si damos un paseo por cubierta?
Darwin aceptó de buena gana la propuesta de FitzRoy y guardó el microscopio. Los dos hombres salieron al exterior y, esquivando a un grupo de tortugas gigantes que masticaban con complicidad un montón de hojas verdes, se encaminaron al pasamanos de estribor, donde se quedaron en silencio embebiéndose de la vista. Las oscuras siluetas de los cocoteros que bordeaban la orilla se recortaban contra el cielo púrpura. Un tahitiano joven trepaba sin aparente dificultad por uno de los troncos. A lo largo de la playa refulgía una línea de pequeñas fogatas, que a FitzRoy le evocaron el paisaje nocturno de Tierra del Fuego. ¿Sólo había transcurrido un año y medio desde que capearon las embravecidas aguas y las lluvias torrenciales que azotaban el salvaje cono sur de Sudamérica, y lograron adentrarse en ese mundo misterioso y aislado, el último reino verdadero del hombre primitivo sobre la faz de la tierra? Parecía que hubiera pasado una eternidad. Recordó cómo ladraban los perros, cómo los tambores emitían sus ritmos primigenios y las olas batían sin cesar la costa escarpada. En Tahití las llamas de las hogueras se reflejaban en el espejo de la laguna y centelleaban como piedras preciosas, y los niños jugaban a la lumbre, o se sentaban en círculos para cantar himnos con sus voces dulces y melodiosas.
—¡Qué momento más propicio para escribir cartas de amor! —reflexionó Darwin—. Ojalá tuviera una dulce Virginia para enviarle una epístola inspirada.
La tarde siguiente echaron las cuatro embarcaciones del Beagle al agua con la orden de ir a buscar a la reina Pomare y su séquito y llevarlos al barco. May había construido un calzo temporal para subir a bordo a su graciosa pero innegablemente pesada majestad con toda dignidad. No podían disparar una salva, por supuesto, pues los cañonazos habrían estropeado los cronómetros, pero el barco estaba engalanado con todas las banderas, y los hombres se apostaron en las vergas, se cuadraron y vitorearon a la reina cuando ésta fue alzada desde el cúter.
Habían despejado el castillo de popa de tortugas y habían dispuesto una larga mesa con manteles, vajilla, candelabros y cubertería de plata. Después de tantos años de travesía el menú iba a ser muy sencillo, y FitzRoy pensó que no estaba a la altura de una soberana; el capitán hizo todo lo que estaba en su mano para compensar a Pomare del mal trato que había recibido sin merecerlo. Después de la cena hubo fuegos artificiales; tiraron todos los cohetes y bengalas que pudieron encontrar en el barco. La reina y su séquito contemplaron embelesados el espectáculo, al igual que los tahitianos apiñados en la orilla, que aplaudieron con un coro de «oooohs». Se repartieron regalos entre todos los invitados, después colocaron sillas, y los mejores cantantes y músicos de la tripulación actuaron ante la asamblea de dignatarios.
—Me gustaría presentarles a Harper, nuestro velero, que cantará Rule Britannia —anunció el timonel Bennet.
—Que la paz esté con vosotros y vuestro rey Guillermo —replicó la reina, sonriente.
Después, Wills el armero y Billet atacaron una canción muy picante que los marineros acompañaron con palmas y taconeos.
Pero de inmediato fue evidente que algo andaba mal. Los tahitianos murmuraban entre sí con semblante preocupado, y la habitual actitud de plácida melancolía de la monarca había dado paso a una expresión inquieta.
—Majestad, ¿ocurre algo? —preguntó FitzRoy tras acallar a los músicos con un ademán.
—Eso no es un himno, ¿verdad, Fitiray? —preguntó Pomare visiblemente consternada.
—No, majestad, es una canción marinera.
—Pero, Fitiray, cantar canciones está prohibido en Tahití, sólo se permiten himnos. Cantar es uno de los placeres ilícitos que prohíbe la ley de Dios. Nosotros hemos cumplido las órdenes de Dios, como nos enseñaron los misioneros británicos. Es el camino de Dios. Es el camino británico. ¿Qué está ocurriendo? No lo entiendo.