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Isla de San Cristóbal, Galápagos

16 de septiembre de 1835

—¡Es una prueba irrefutable!

—Mi querido FitzRoy, ¡una sola prueba nunca puede considerarse irrefutable!

—Está claro que «Chem» es Sem. El «monte Theghin» es sin duda alguna el monte Ararat. Las leyendas de los araucanos dan fe de la naturaleza universal del Diluvio. Mi querido Filos, ¿qué más pruebas necesita?

—Pero la historia pudo haberse introducido en la tradición araucana en cualquier momento, quizá a través de los conquistadores, o incluso antes, por medio de un cristiano solitario que hubiera viajado por el Pacífico. Sin pruebas que respalden esas afirmaciones, el relato de su gran jefe, que, según admite él mismo, es medio español, apenas se sostendrían como hipótesis científicas.

—Pero ¡la palabra de Dios no puede ser objeto de conjeturas científicas! Aun sin esas pruebas del diluvio universal, la palabra de Dios es indiscutible.

—Espero que me permitirá observar que también hay pruebas inequívocas en contra de la existencia del Diluvio.

—¿Pruebas inequívocas en contra de la existencia del diluvio universal? ¿Cuáles?

—Pruebas de las que he sido testigo con mis propios ojos. —Ya no podía volverse atrás. El cielo plomizo, bochornoso y opresivo de las islas Galápagos había avivado sus ganas de discutir, y se le había escapado una sus conclusiones más controvertidas—. No he querido explicárselo antes por miedo a ofenderlo, pero la fauna que observé en el lado patagónico de los Andes era en todo diferente a la del lado chileno.

—¿Y qué?

—Los Andes se han alzado recientemente, lo que significa que las distintas especies de cada lado de la cordillera surgieron con posterioridad a la creación de las montañas. Esas especies no pudieron ser creadas en el sexto día. Así que tienen que haberse…

—¿Transmutado? —FitzRoy pronunció la palabra con serenidad, pero en tono grave.

—Sí, maldita sea, se han transmutado, o sea, han aparecido en épocas geológicas relativamente recientes. A cada lado de la cordillera se puede encontrar una especie de ratón distinta. Si Dios creó al ratón en la noche de los tiempos, entonces ¿por qué las laderas occidentales y las orientales de hoy en día no están pobladas por el mismo ratón?

—Usted está hablando de adaptación, de variación entre las especies. Las especies son inmutables.

—Le repito que allí hay dos especies diferentes de ratón.

—Vamos, Filos, si cree que la transmutación entre especies es posible, muéstreme la prueba inequívoca. Los registros fósiles no documentan de forma convincente ni una sola transmutación de una especie a otra. ¿Dónde están los innumerables fósiles de especies intermedias enterrados en la corteza terrestre? Si las alas surgieron de las patas delanteras, ¿dónde están los animales semialados y cómo podrían haber semivolado? Si los pulmones surgieron de las branquias, ¿dónde están los peces con medio pulmón y cómo pudieron respirar a medias? Si las jirafas proceden de los antílopes, ¿dónde están los fósiles de jirafas con el cuello corto?

—Los registros fósiles son todo menos perfectos, se lo aseguro, pero la geología es una ciencia muy joven. Quizá en el futuro se descubran los eslabones fósiles a los que se refiere. En realidad las discontinuidades en la naturaleza no desmienten la transmutación, porque esas formas intermedias se han extinguido, y el proceso tal vez fuera muy rápido. ¿Acaso no hallamos los restos de un roedor acuático del tamaño de un elefante? ¿Quién sabe entre qué dos órdenes de animales puede haber actuado como puente esa criatura?

—¿Está insinuando que el ratón chileno ha derivado del elefante acuático, o al revés?

—No, por supuesto que no. Simplemente he comprendido que la creación es un asunto mucho más flexible de lo que admite la Iglesia. Compare las diferencias entre los pequeños y rollizos fueguinos y sus vecinos araucanos, altos y delgados. Se supone que los dos descienden de Noé y su mujer. ¿Dónde están los fósiles intermedios en ese caso? Y me temo que las dos especies se extinguirán cuando el general Rosas consiga lo que se propone.

—¿Las dos especies? Los fueguinos y los araucanos son hombres, pertenecen a una sola especie, y son iguales ante Dios, que espero que con su clemencia los libre de las depredaciones de su amigo el general.

—¿Cree usted realmente que Dios librará a esos salvajes paganos de los ejércitos cristianos? ¿De los hombres blancos?

—Esos «salvajes paganos» —replicó FitzRoy, enfurecido— son paganos porque no han recibido la palabra de Dios, y salvajes porque todavía no han recibido la bendición de la civilización que propaga aquélla. Su amigo Rosas puede llamarse cristiano, pero no es más que un tirano asesino que toma el nombre de Dios en vano.

—Quizá los fueguinos no sean hombres como nosotros, a quienes Dios creó de forma inmutable. Quizá sean una especie distinta del hombre, más cercana a los grupos de simios superiores. No lo sé. No lo sé, FitzRoy. Lo único que sé es que creerse la Biblia al pie de la letra… el arca, la creación de los seres vivos en pocos días… equivale a creer lo imposible y lo ininteligible.

—Si lo que está diciendo es verdad, entonces ya no invocaremos las estrellas del cielo, la lluvia y el rocío, las montañas y las colinas para alabar al Señor.

—No. Yo sólo cuestiono la palabra de Dios tal como aparece escrita por el hombre en la Biblia, nada más.

—Eso no, Filos. En las mismas Escrituras se lee: «Y si alguno quitare de las palabras del libro de esta profecía, Dios quitará su parte del libro de la vida, y de la santa ciudad». Se está buscando la perdición.

—¡Qué demonios! FitzRoy, ese tipo de amenaza es en sí mismo una doctrina deplorable. Es evidente que el Antiguo Testamento contiene una historia falsa del origen del mundo, y no creo que la verdadera historia de la creación divina pueda encontrarse allí.

—Pero ¡fíjese en lo que quiere poner en su lugar! —Los dos hombres hablaban casi a voz en grito—. ¿Cuáles son las posibilidades de que las especies hayan derivado de la nada en un primer momento? Algo tan hermoso y complejo como una flor no puede haber surgido de un proceso fortuito. Un terremoto destruye una catedral, no la construye. El trigo que el hombre convierte en pan, la vaca que lo provee de leche y queso, los perros que lo ayudan en su trabajo, ¿todo ello se transmutó a causa de un accidente de la naturaleza? ¿La tela de una araña? ¿Una bonita mariposa? ¿Una anguila eléctrica? ¿Todos ellos también se transmutaron por azar? —FitzRoy sacó un libro del estante—. Escuche lo que dice Paley al respecto: «Los indicios del diseño son demasiado visibles para pasarlos por alto. El diseño tiene que haber contado con un diseñador. Ese diseñador tiene que haber sido una persona. Esa persona es Dios».

—¡Yo no pongo en duda que Dios haya diseñado todos los seres vivos! Sólo que… sólo que… —Darwin titubeó; el entusiasmo con que había comenzado a defender sus convicciones empezaba a flaquear—. Sólo que creo que en cuanto un animal ha sido creado divinamente, es libre para transmutarse de forma gradual, y según un mecanismo misterioso, en otras especies afines.

—Dígame, Filos, en su expedición, ¿encontró hormigas en los dos lados de los Andes?

—Por supuesto.

—¿Y eran diferentes especies de hormigas?

—Diría que sí… No me acuerdo bien.

—Y las hormigas obreras estériles, ¿cómo pudieron mutar gradualmente de una especie a otra si son incapaces de reproducirse?

—No lo sé.

—No lo sabe. No existe ningún mecanismo para explicarlo, por eso no lo sabe. Repito, lo que usted ha observado no son más que variaciones. Una adaptación de un ratón a otro a causa de los caprichos del clima, que han sido previstos por Dios como parte de su plan divino, una consecuencia secundaria del acto primordial de la creación. La naturaleza posee un aspecto moral, aparte del material, y es tarea de la ciencia unir lo material con lo moral. Todo hombre que niegue eso quedará atrapado en el fango de su propia locura.

Darwin hizo un último intento.

—Si la transmutación no existe, entonces ¿por qué las especies más afines se dan en los mismos países? ¿Por qué Dios situó muchas especies de pingüinos en el Polo Sur y ninguna en el Polo Norte?

—Todavía tiene que ir a Australia, Filos. Cuando llegue allí, encontrará un cisne idéntico, rasgo a rasgo, a su equivalente británico. Salvo por el hecho de que el cisne británico es blanco con el pico amarillo, mientras que la versión australiana es negra azabache con el pico de color escarlata. Las dos aves fueron creadas a miles de kilómetros de distancia, de forma totalmente aislada. ¿Con qué fin? Como objetos bellos, nada más. —FitzRoy cruzó los brazos con fría satisfacción y se reclinó en su asiento.

Darwin se miró la camisa desgastada y llena de manchas de sudor. Todas las camisas y chalecos mostraban claros signos de envejecimiento, al haber sido remendados una y otra vez a lo largo de los últimos cinco años. Le habría gustado ponerse ropa nueva y limpia otra vez. Le gustaría poder descansar en su sillón favorito en The Mount. Estaba harto de discutir. Estaba harto de ese camarote diminuto. Estaba harto de pasarse los días y las noches mareado. Estaba harto de la dispepsia, el estreñimiento y las almorranas, que lo perseguían desde Valparaíso. Dudaba seriamente de que algún escolar deseara volver a casa por vacaciones tanto como él ansiaba regresar a su hogar y ver a su familia. El día en que el vigía avistara el faro de Lizard sería memorable. No le quedaban fuerzas ni ganas de discutir.

Unos pocos días después, Darwin, Covington y el guardiamarina King, cargados de cajas de especímenes, desembarcaron en medio de un fuerte oleaje en la costa nordeste de la isla de San Cristóbal. El agua estaba helada debido a las corrientes polares. Stebbing llenó un cubo y midió la temperatura —14,4 grados centígrados—, pero la atmósfera, mientras el sol brillaba implacable en el cielo, pasaba de los treinta y un grados. Darwin introdujo el termómetro en la arena negra, donde el mercurio sobrepasó rápidamente la escala; eso significaba que la temperatura del suelo excedía los cincuenta y ocho grados. En unos segundos, el calor abrasador les secó la ropa, que después el sudor empapó de nuevo.

Ante sus ojos se abría un paisaje recortado, ondulante y rugoso, negro como la antracita, aunque, más que tierra firme, parecía un mar nocturno y tempestuoso que hubiera quedado petrificado en un instante. Miraran a donde mirasen en aquel terreno baldío y torturado, veían cráteres volcánicos, cráteres que surgían como úlceras de otros cráteres, pequeños cráteres escondidos dentro de grandes cráteres, cráteres con lava solidificada derramada de sus bordes. Aquí y allá se veían fumarolas y despuntaban chimeneas humeantes, que a Darwin le recordaron el paisaje de fundiciones de acero de los alrededores de Wolverhampton. Los cráteres eran más bajos en su lado sur, y en algunos casos estaban destruidos. «Estos conos se han formado bajo el agua —se dijo—. Aquí el viento y las olas llegan del sur; sacudieron estas rocas mientras yacían en el fondo del mar, antes de que se elevaran por encima del agua».

Por lógica, un lugar tan ardiente no podía albergar muchas formas de vida. El sol inclemente, las altas temperaturas y las rocas al rojo vivo, que despedían calor como una estufa de hierro, deberían conformar un entorno menos habitable que las regiones infernales. Pero no era así. En esas tierras pululaba un sinnúmero de criaturas primitivas y escamosas, mientras que el mar abundaba en seres de rapidez centelleante. Los animales del mar eran, en gran parte, los característicos de las regiones polares: pingüinos, leones marinos, entre otros, mientras que los cactus y lagartos de tierra firme eran similares a los que habitaban las zonas áridas cercanas al ecuador. Enormes rabihorcados de pecho rojo volaban por encima de sus cabezas, se hinchaban en el aire seguros de sí mismos y a continuación descendían en picado a la superficie del mar, de donde extraían un pez con gran destreza sin siquiera mojarse las patas. Pequeños sinsontes se acercaban con confianza y picoteaban las botas de los exploradores. Cangrejos Sally Lightfoot de color rojo brillante bullían sin rumbo por las rocas negras y relucientes de la orilla. Era un espectáculo extraordinario; nadie había visto jamás nada parecido.

Los moradores más comunes de la isla de San Cristóbal eran iguanas del color del hollín. Gruesas, de unos noventa centímetros de longitud, sus movimientos eran lentos y torpes. Una cresta de espinas les recorría el lomo de un extremo al otro, tenían largas garras palmeadas, y bajo la boca flácida les colgaba una bolsa de carne. Esos diablillos de las tinieblas poblaban las playas a millares, parecían disfrutar del calor infernal, y nunca se alejaban del mar más de diez metros. A veces alguna iguana se arrastraba pesadamente hasta el agua, donde se transformaba en una flecha de brillante obsidiana. Las patas, normalmente separadas, se pegaban a los flancos, y se impulsaban por el agua con fuertes golpes de cola, como un cocodrilo en miniatura. Tenían en común con las otras criaturas terrestres de las Galápagos el ser totalmente mansas, y si las tocaban con la mano o con un palo, apenas reaccionaban. A modo de experimento, Darwin agarró una por la cola y la tiró a una charca que se había formado en la roca con el reflujo de la marea.

—¡Qué divertido! —gritó el guardiamarina King, mientras Covington dirigía a su señor lo que semejaba una mirada de desaprobación.

Estaba muy bien eso de corretear por ahí con King una vez más; no es que sirviese mucho como ayudante de naturalista, la verdad, pero era una compañía más alegre que la del sirviente. Aunque, para ser sincero, Darwin debía admitir que Covington se estaba tornando indispensable; el hijo del carnicero aprendía tan rápido que hasta había empezado su propia colección de especímenes, pero curiosamente seguía siendo una persona inaccesible. «Después de todo —se dijo Darwin—, no es un caballero».

—Mire, Filos, vuelve.

La iguana regresó arrastrándose a los pies de Darwin, que la cogió de nuevo por la cola y la lanzó a la charca. Ella regresó desdeñosa al mismo sitio; Darwin la echó por tercera vez al agua, y por tercera vez volvió pomposa y pacientemente a su lugar favorito.

—Su instinto de supervivencia le dicta que la orilla es un lugar seguro —concluyó Darwin—. Podría matarla ahora mismo; no obstante, no me tiene miedo.

—No es que sea muy lista, ¿eh, Filos? —preguntó King jovialmente.

—En Europa, los lagartos temen al hombre —reflexionó en voz alta—. Es un conocimiento que poseen desde que nacen. Sin embargo, los reptiles no se hacen cargo de sus crías, de hecho tal vez no coincidan con ellas en toda la vida. No pueden enseñarles nada, así que el conocimiento es heredado. Si estas iguanas aprendieran a temer al hombre, me pregunto cómo podría pasar ese conocimiento a sus descendientes.

—Bueno… Supongo que no pasaría —respondió King un poco desorientado.

—El señor Darwin está hablando de transmutación —interrumpió Covington, sosteniendo un instante la mirada de Darwin de manera elocuente.

—Transmutación… Eso son tonterías impías, ¿verdad? —dijo King, tristemente consciente de que no formaba parte de un conocimiento compartido.

—Sí. Así es —respondió Darwin, y caminó con resolución por el terreno ondulado.

Ascendieron el cono central de la isla por una serie de caminos a través de la maleza que parecían converger en algún punto desconocido. El misterio de quién o qué habría hecho esos senderos se resolvió cuando se toparon con dos grandes tortugas, tan altas que les llegaban hasta el pecho, que subían al monte delante de ellos. Una tenía escrita en su caparazón la fecha 1806. Los animales no percibieron a los tres hombres que les iban a la zaga; pero cuando Darwin entró en el campo de visión de la tortuga de la retaguardia, está soltó un siseo, se detuvo y metió la cabeza y las patas dentro del caparazón.

—Deben de ser sordas —dedujo.

King corrió hasta la tortuga que iba delante y saltó encima de ella. Pese a soportar el peso del robusto joven, el enorme reptil pareció no percatarse de la presencia de los hombres. Darwin también saltó encima, pero el animal no aflojó el paso y mantuvo la misma velocidad (que calculó con la ayuda de su reloj de bolsillo): cerca de siete kilómetros y medio por día.

—¡Arre! —gritó King, golpeando con una vara en las patas traseras del galápago—. Podríamos hacer una carrera, ¿no? Llegaríamos a la cima a finales de la semana.

Los dos rieron mientras Covington cerraba la marcha, sumido en un silencio respetuoso y quizá lleno de reproches.

Comieron al rato, mientras los observaba un gran halcón encaramado en una rama baja. Darwin se le acercó y le puso el cañón de la escopeta delante de los ojos. El halcón no se movió, y el naturalista empujó ligeramente la boca del arma contra el pico del ave, la cual cayó al suelo. Aleteando indignado, el halcón se sacudió el polvo y regresó a su lugar en la rama.

—Es extraordinario —murmuró Darwin. De pronto advirtió que Covington escribía algo en una libreta—. ¿Qué es eso, Covington?

—No es nada, señor —farfulló el ayudante.

—¿Qué escribe?

—Es mi diario.

—¿Lleva un diario?

—Sí, señor.

—Déjeme verlo.

Covington accedió, despacio y a regañadientes. Darwin hojeó el diario rápidamente. Escritas con una letra grande, redonda y cuidada, las entradas —algunas muy breves— se remontaban al principio del viaje. Mayúsculas y palabras subrayadas se combinaban libremente con las minúsculas; en ocasiones el español se entremezclaba con el inglés. Darwin se detuvo en una entrada que detallaba la expedición que habían hecho desde el río Negro hacia el norte en compañía de Esteban y los demás gauchos.

En el campamento o el país hay leones, tigres, ciervos, cobayas, avestruces, grandes y pequeños. El apereá tiene aquí una piel mucho más fina que en MUCHOS LUGARES. HAY armadillos. Las perdices SON grandes y pequeñas (las primeras tienen mechón o cresta sobre la cabeza). C. D. Caminando por tierra, desde el río Negro a Buenos Aires.

Darwin cerró el diario y se lo devolvió a su dueño.

—¡Dios santo, Covington, nunca habría pensado que tuviera ambiciones de escritor!

—No, señor —refunfuñó el joven.

—No olvide que es mi ayudante y que debe compartir todas las observaciones importantes. No sé si recuerda que yo seré el autor oficial de la historia natural del viaje.

—Lo recuerdo, señor. ¿Es mejor que deje de escribir, señor?

—Como quiera, depende de usted. Pero no se olvide de lo que le he dicho.

—Sí, señor.

Después de comer, subieron al cráter principal, donde se estaba celebrando una gran asamblea de piqueros de patas azules. Esos pájaros de aspecto ridículamente formal, con el cuerpo blanco, las alas negras, y el pico y las patas de color turquesa, no parecían preocuparse demasiado por proteger sus nidos. Darwin hizo el experimento de tirar piedrecitas a las hembras, que estaban sentadas en sus nidos, sin causarles daño. Los pájaros sólo se mostraron un poco sorprendidos. King se acercó a uno y le rompió el cuello con el sombrero. Sus compañeros se quedaron mirándolo con cara expectante.

—Supongo que deberíamos disparar a alguno para llevárnoslo —dijo Darwin cargando su rifle con perdigones de mostaza, que harían el trabajo más limpiamente que el ala del sombrero de King. Apuntó al piquero más cercano, que le devolvió la mirada con curiosidad y sin dar señales de entender lo que ocurría. Darwin rodeó el dedo con el gatillo y se detuvo.

—¿Todo bien, Filos?

—Sí, todo bien. Pero ¿sabe, King? No estoy seguro de poder hacerlo.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que me encanta la caza, pero esto es ridículo. —«¿Y qué es el amor por la caza sino una reminiscencia de una pasión instintiva? —se dijo—. Es como el placer de vivir con el cielo como techo, que no es sino el placer del salvaje que regresa a sus costumbres libres y naturales».

El pájaro seguía dirigiéndole una mirada de lo más estúpida.

Le pasó la escopeta a Covington.

—Covington, dispare a ese pájaro, ¿quiere?

—Sí, señor.

Covington se colocó la escopeta al hombro, apuntó y disparó. Se oyó una explosión ensordecedora y el joven cayó hacia atrás gritando mientras le brotaba sangre del oído reventado. La llama se había metido en la recámara y había provocado que estallara la pólvora del interior. El arma estaba hecha pedazos allá donde la explosión había destrozado el bronce interno.

—¿Covington? ¿Está bien, muchacho?

Darwin y King, con los oídos zumbando, se arrodillaron a ambos lados del ayudante, que se retorcía de dolor y no parecía oírlos.

—¿Covington? ¿Está bien?

Con una mano apretándose un lado de la cabeza, con sangre fresca brotándole entre los dedos, Covington se tendió boca arriba con ojos espantados tratando de enfocar a sus salvadores en potencia.

—¿Está… usted… bien…?

—No puedo oírlos —gimoteó Covington—. Sea lo que sea lo que están diciendo, no oigo nada.

Dejó de lloviznar y el cielo se despejó, así que cenaron al aire libre, en una mesa dispuesta en el césped de la propiedad del gobernador.

—¿Quiere más tortuga? —preguntó Lawson—. Es la parte del pecho, la más sabrosa. —Señaló el cuenco de carne grasienta y de color amarillo pálido que descansaba en el centro de la mesa—. Las otras partes del animal tienen un sabor más bien insípido, excepto si se usan para hacer sopa. La masa verde que hay debajo del caparazón la tiramos directamente.

—Me imagino que se trata de la tortuga local —repuso FitzRoy, llevándose un trozo de carne a la boca con elegancia.

—Oh, no, nos las traen de las islas San Salvador, Española e Isabela —dijo el gobernador con una sonrisa—. Aquí en Santa María se han extinguido debido a la caza.

El descubrimiento de la existencia de Lawson había sido un golpe de suerte y una sorpresa, pues FitzRoy y sus oficiales ignoraban que las islas Galápagos, antaño tierra de bucaneros y balleneros, tenían hasta un gobernador. A detenerse en el punto postal de Santa María, se habían topado con Nicolas Lawson a caballo, que recogía su correo. Lawson les informó de que las islas habían sido anexionadas hacía poco a la recientemente constituida república de Ecuador, y que los ecuatorianos no sólo habían construido una prisión para trescientos reclusos negros en Santa María, sino que lo habían designado a él gobernador por considerarlo un inglés de posición. El establecimiento penal estaba situado a trescientos metros montaña arriba y a unos siete kilómetros tierra adentro, donde todos los años, entre junio y noviembre, descargaban nubes borrascosas que creaban una zona de clima templado en que crecían helechos, hierba y árboles. Allí los prisioneros cultivaban plátano, banana, caña de azúcar, maíz indio y boniato, y cazaban cerdos y cabras que correteaban en libertad por los bosques. Lawson había invitado a FitzRoy y sus oficiales a ir a su propiedad esa misma noche para cenar a base de tortuga asada con verduras del huerto.

—Por lo que parece, antes había un número extraordinario de tortugas en esta isla —dijo FitzRoy, señalando un poco más allá del bien cuidado césped de Lawson. Dispuestos en intervalos geométricos alrededor del pulcro parterre, había caparazones de tortuga que servían como macetas de coloridas flores del bosque.

—¡Ah, lo dice por las macetas! —exclamó Lawson mesándose la perilla—. Aquí vivimos una existencia un poco a lo Robinson Crusoe, capitán FitzRoy; somos felizmente autosuficientes en cuanto a lo más necesario, pero carecemos del más mínimo lujo, y por tanto nos vemos obligados a improvisar. En respuesta a su pregunta, le diré que antes había muchas tortugas, hará unos diez años. Algunas fragatas grandes llegaron a llevarse setecientas de una vez, para consumirlas mientras cruzaban el Pacífico. Yo mismo vi cómo cargaban doscientas en un mismo día. A las que eran demasiado grandes para levantarlas les grababan la fecha en el caparazón: mil setecientos ochenta y seis es la de más edad que he visto. Matábamos a las de mayor tamaño allá donde las encontrásemos, y traíamos la carne hasta aquí, hasta que no quedó ni un solo galápago en toda la isla. La población de tortugas de las demás islas va por el mismo camino. Durante los meses secos se las mata para acceder a las reservas de agua que tienen en la vejiga. Creo que dentro de veinte años todas las especies se habrán extinguido. Ahora debemos traer tortugas de diversas islas, con la intención de proveernos de existencias el mayor tiempo posible. Una vez que desaparezcan, no tendremos otro remedio que comernos las de mar.

—Es una verdadera pena ver cómo una de las criaturas del Señor se extingue de esa forma —intervino Sulivan con cara de preocupación.

—Pero ¿acaso no creó Dios la tortuga en estos lugares para el provecho del hombre en primer lugar? —dijo Lawson poniéndose unas gafas con montura de metal—. Es una conjetura razonable, ¿no cree, teniente?

—Supongo que sí. —Sulivan sonrió cortésmente.

—Perdóneme —dijo FitzRoy, que había estado observando con interés científico los caparazones de tortuga vueltos hacia arriba—, pero estos caparazones no tienen diferencias notables entre sí. ¿No dice usted que provenían de islas distintas?

—En efecto, capitán FitzRoy, es usted buen observador. En cada isla las tortugas son diferentes. En la Española tienen una protuberancia en la parte delantera del caparazón, como una silla de montar española: miren, como ésa de allí. El caparazón de la izquierda es de San Salvador, ¿lo ven? Es más redondo y negro, y, por cierto, la carne es más sabrosa. —Levantó el tenedor con un buen trozo de carne y sonrió—. En general, las tortugas de las islas bajas tienen el cuello más largo, mientras que las de las tierras altas tienen el caparazón en forma de cúpula y el cuello más corto. Encontrarán ese tipo de variaciones en toda la fauna de los alrededores, pueden estar seguros.

—Ese tema me interesa mucho. Cuéntenos más, por favor.

—¿Han visto las iguanas marinas? Se llaman Amblyrhynchus cristatus. Yo diría que no son propiamente iguanas, pero son del género Amblyrhynchus. Pues bien, en la isla Isabela son más grandes. Y hay también una versión de Amblyrhynchus terrestre, que cava madrigueras, es de color terracota y sólo se encuentra en las islas Isabela, San Salvador, Santa Fe y Santa Cruz.

—Por lo que puedo ver, tiene usted algo de naturalista, señor Lawson.

Lawson se estiró con orgullo el chaleco almidonado aunque raído.

—Hago lo que puedo, capitán FitzRoy. Cuando uno se ve convertido en Robinson Crusoe, tiene pocas cosas en que ocupar el tiempo.

—El Beagle cuenta con su propio naturalista. Es éste de aquí, el señor Darwin.

Darwin, que estaba a kilómetros de distancia, reviviendo una y otra vez en su pensamiento la explosión de la escopeta en el oído de Covington, volvió en sí.

—¿Qué? Lo siento, yo…

—El señor Lawson nos estaba hablando de las variedades de la fauna en cada isla, y de su existencia de Robinson Crusoe.

—Ah, pero quizá le interese saber que estas islas tuvieron su propio Robinson Crusoe —dijo Lawson, fingiendo no haberse enterado de la distracción de su invitado para evitar que se sintiera incómodo—. Se llamaba Patrick Watkins, y era un irlandés que naufragó en estas costas a finales del siglo pasado. Construyó una cabaña y plantó unas patatas que pudo salvar del barco, y al parecer llevó una vida de lo más saludable. Cuando apareció un barco para rescatarlo, se había convertido en un tonelete andrajoso de pelo rojo, largo y enmarañado, y barba hasta las rodillas, y era tan feliz que se negó a marcharse. Hasta llegó a raptar a un negro de un ballenero que pasaba por aquí, para que le hiciera de Viernes, pero el tipo se escapó —concluyó. Se oyeron unas risas—. Así que es usted naturalista, señor Darwin.

—En efecto.

—Sin duda se habrá dado cuenta de que las islas son de naturaleza volcánica, y de un origen relativamente reciente.

—Sería difícil no advertirlo.

—Soy de la creencia de que no somos los únicos Robinson Crusoe del lugar, señor Darwin. Los animales de estas islas tienen sus equivalentes en el continente sudamericano. Los vientos del sudeste traen madera de deriva desde el continente hasta nuestras costas, así como bambú, cañas y cocoteros. Pueden verse desperdigados en las playas cuando baja la marea. Creo que los animales que habitan estas islas cruzaron el Pacífico flotando en esas balsas naturales, y se adaptaron al nuevo entorno. Ésa es la razón de que no haya ranas ni sapos en estas tierras.

—¡Claro! —exclamó Darwin—. Porque no soportan el agua salada.

—Entonces las islas Galápagos no constituyen un centro de creación original, sino que fueron colonizadas más tarde por poblaciones de animales procedentes de otras tierras —dijo FitzRoy—. ¡Qué fascinante!

La conversación se interrumpió cuando llegó Bynoe montado sobre un caballo prestado.

—Ah, aquí está el buen doctor —dijo Lawson, haciendo un ademán a Bynoe para que descabalgara y se les uniera—. ¿Cómo está su paciente? Espero que recuperándose de su trágico accidente.

Darwin miró a Bynoe con una vaga expresión de culpabilidad.

El joven cirujano parecía preocupado.

—Estoy contento de poder comunicarles que Covington saldrá de ésta. Está recuperándose. Pero no creo que vuelva a oír nunca más. Me temo que se ha quedado completamente sordo.

—Estos pinzones no son los mismos.

—¿Perdone, señor?

—Estos pinzones no son los mismos que los que hay en la isla de Santa María. En realidad, ni siquiera se parecen entre sí. —FitzRoy colocó en el suelo su jaula y se sentó en una roca para observarlos. Bynoe se acercó y se sentó a su lado—. Los pinzones que capturamos en la isla de Santa María tenían el pico corto y grueso en la base, como el de un camachuelo. Lo emplean para aplastar las bayas y romper las semillas. Pero estos pájaros tienen el pico fino como las currucas. Mire, aquél de allí está agujereando la corteza del árbol, en busca de humedad, supongo.

Los dos hombres se quedaron absortos observando las tareas en miniatura que llevaban a cabo los pinzones, hasta que Bynoe rompió el silencio para decir:

—¡Dios mío, señor! Mire. Ese pinzón utiliza una ramita como herramienta. Parece que intenta sacar algo de la grieta del tronco: un insecto o un gusano.

—Es extraordinario, ¿no cree, Bynoe? Se trata de una de esas disposiciones admirables de sabiduría infinita por la que cada ser creado se adapta al lugar para el que fue concebido. El Señor ha tomado una sola especie y la ha modificado en un sinfín de variedades diferentes para un sinfín de propósitos diferentes.

Bynoe coincidió en que era extraordinario.

El Beagle estaba fondeado en la costa noroeste de la isla de San Salvador; las cubiertas crujían bajo el peso de treinta tortugas vivas, algunos lechones y veinte sacos de patatas y calabazas de los huertos de los reclusos, que el señor Lawson les había suministrado para la travesía de regreso a Inglaterra. El teniente Wickham observó irónicamente que los lechones habían subido al barco de dos en dos. Ahora la partida de coleccionistas estaba haciendo la última batida en los bajos matorrales de la cala Bucanero, justo detrás de la orilla rocosa: sería el último alto en su visita a las islas.

Darwin, que se sentía débil e irritable, y curiosamente echaba de menos la ayuda de Covington, iba delante de la partida. De repente se encontró en medio de una reunión clandestina de Amblyrhynchus de color óxido. Mientras los animales suspendían sus furtivas negociaciones y avanzaban pesadamente por la lava negra, a Darwin le llamó la atención la naturaleza primitiva de la escena: los reptiles fueron los primeros animales que colonizaron esas islas vírgenes, mucho antes que los mamíferos superiores que ahora los estaban conduciendo a su extinción: el mismo proceso que se había dado en el resto de la tierra en una época anterior. Era de suponer que esos lagartos terrestres fuesen mutaciones de lagartos marinos que habrían llegado a ese territorio recién formado nadando por el mar, igual que las tortugas terrestres debían de ser mutaciones de las tortugas de mar que aún podían verse haciendo sus recorridos esforzados entre las islas. ¿Cuál era la fuerza creadora que se ocultaba detrás de esa explosión de vida? ¿Dios controlaba todos esos cambios? ¿O estaban más allá de su intervención, de modo que había puesto en movimiento un proceso al principio de los tiempos y luego había dejado que se desarrollara a su aire? Darwin estaba seguro de una cosa: cualquier especie que se internaba en un nuevo territorio era transformada por su entorno de un modo extraordinario. ¿De qué forma? No lo sabía. Estaba convencido de que en aquellas islas había pistas para resolver ese misterio de los misterios: la primera aparición de nuevos seres en la faz de la tierra; pistas que ayudarían a socavar la idea misma de la inmutabilidad de las especies. Pero para su gran frustración, esas pistas se mantenían esquivas y fuera de su alcance. Allí la roca pelada y desnuda fue revestida por primera vez en un pasado no muy lejano; allí debía de reunirse todo lo necesario para descifrar el misterio. Pero la falta de sombra, la imposibilidad de escaparse del sol implacable, el fuerte dolor de cabeza, las ampollas en la cara y el estómago rugiendo de hambre se confabulaban para impedirle pensar; el cerebro no le respondía. Reparó en que odiaba esas islas. Era difícil imaginar un lugar tan inútil para el hombre civilizado, incluso para los mamíferos más grandes.

Bynoe se acercó a través de la maleza, secándose el sudor de la frente.

—Le traigo regalos, Filos, para su colección. Los he encontrado en la grieta de una roca.

Darwin se obligó a recordar sus modales.

—Es usted muy amable, Bynoe. Se lo agradezco mucho.

El joven cirujano le enseñó una caja llena de huevos de tortuga gigante, unas esferas blancas y perfectas de unos veinte centímetros de diámetro. En la otra mano sostenía una jaula de madera.

—Por aquí también hay pinzones muy interesantes. El capitán cree que debería echarles un vistazo.

—Es muy considerado de su parte, pero ya tengo una pareja de pinzones. —Darwin le mostró su jaula, en la que un pinzón macho de color hollín y su pareja de color tabaco piaban indignados.

—Creo que éstos son diferentes, Filos. La hembra es negra.

—¿Ha visto el nido?

—Tenía techo, y los huevos mostraban puntos rosados. También he recogido algunos.

—En ese caso es casi seguro que son la misma especie. Me atrevería a decir que el plumaje de la hembra se oscurece con el tiempo. Pero, por favor, dígale al capitán que le agradezco su interés.

—Lo haré, Filos. Se lo prometo.

Bynoe se alejó y Darwin se abandonó a sus pensamientos una vez más.

Si ahora los hombres y sus perros estaban acabando con la población de tortugas de las Galápagos, porque éstas no estaban preparadas para enfrentarse a sus nuevos depredadores, ¿era la extinción de una especie entera un fenómeno mucho más extraordinario que la extinción de un solo individuo? ¿Era ésa la explicación de los saltos en los registros fósiles? Pensó que la cabeza iba a estallarle. Se sentía muy cerca, increíblemente cerca de comprender el origen de las cosas, de conocer la mente del Señor en esos temas tan trascendentes, muy cerca, pero a la vez muy lejos.