23

Valparaíso, Chile

16 de junio de 1835

—¡Capitán FitzRoy, capitán FitzRoy!

FitzRoy se dio media vuelta. Acababa de salir de un comercio de artículos de navegación del muelle a la adoquinada calle mayor de Valparaíso. A unos cincuenta metros de distancia, caminando desde el embarcadero y destacando entre los respetables caballeros y damas chilenos, había tres ingleses de aspecto mugriento y consumido. Tenían el pelo apelmazado, la ropa llena de rotos, y dos de ellos llevaban lo que parecían haber sido uniformes de oficial de la Marina británica. A decir verdad, FitzRoy no estaba de muy buen humor. Había regresado a Valparaíso a fin de reabastecer el Beagle de provisiones para el viaje de regreso a Inglaterra. Y para presentarse ante el comodoro Mason, según se le había ordenado. Pero cuando fue remando hasta el barco de Su Majestad Blonde, el buque insignia del comodoro, tuvo un recibimiento hosco y frío. El teniente que estaba al mando le comunicó de forma desganada que el comodoro ya no residía a bordo. No sabía cuándo volvería, ni siquiera sabía si volvería. Y no, no podía prestarle ninguna ayuda. FitzRoy recordaba que en el pasado el Blonde había sido la orgullosa fragata del almirante Byron. ¿Qué diablos pensaría el almirante si levantara la cabeza y viera el estado de su nave en la actualidad? Las cubiertas abandonadas y las velas enmohecidas eran señales de su decadencia, de la falta de disciplina y la ausencia de mando. Siempre que veía un barco antiguo y magnífico dejado de ese modo, FitzRoy se ponía furioso.

—Es usted el capitán FitzRoy, ¿verdad? ¿Del Beagle?

Los tres espantajos se acercaban corriendo por la calle principal. El que parecía el jefe se presentó.

—Soy el teniente Collins, señor, del Challenger. Y éste es el ayudante del cirujano Lane. Y éste es Jagoe, el escribiente del barco.

—¿El Challenger? ¿Se refiere al bergantín de Seymour?

—En efecto, señor. Usted subió a bordo cuando estábamos cerca de Puerto Louis, en las islas Malvinas, señor. Pero el Challenger ha naufragado, señor.

—¿Cómo que ha naufragado? ¿Dónde? —preguntó FitzRoy visiblemente alterado.

—Al sur del río Leubu, señor. Navegábamos a ocho nudos por hora, con las tres gavias arrizadas, la vela mayor y el foque. Según nuestros cálculos, deberíamos haber estado en alta mar, pero ocurrió algo que alteró de forma endiablada las mareas y las corrientes. Lo siguiente que supimos, señor, es que el oficial de guardia había vislumbrado en la oscuridad unas líneas de espuma en el agua. Ordenó poner la caña a sotavento y dar media vuelta, y mandó buscar al capitán Seymour. El capitán dio la orden de halar la vela mayor. Las vergas giraron, señor, pero mientras las braceábamos, el barco embarrancó. El timón se hizo pedazos, así como el palo de popa, las mangas de la batería y la cubierta, y todas las cuadernas y tablones quedaron reducidos a añicos, señor.

—Dios mío. ¿Y se hundió enseguida?

—Tardó unas dos horas, señor. Un oficial consiguió llevar un cabo a tierra con un esquife. Serramos el palo de mesana y construimos una balsa con él; luego reunimos la mayor parte de las provisiones. Sólo perdimos dos hombres, pero de todas las embarcaciones del navío, únicamente el esquife sobrevivió al impacto. El capitán nos ordenó a nosotros tres que pusiéramos rumbo a Valparaíso para pedir ayuda al comodoro, señor.

—Gracias a Dios han llegado sanos y salvos. ¿Desde cuándo están aquí?

—Hace tres semanas, señor.

—¿Tres semanas? ¿Qué diablos…?

—El comodoro Mason se negó a viajar con el Blonde al sur. Dijo que la estación estaba demasiado avanzada para arriesgarse a desembarcar en una costa situada a sotavento. Además, el río Leubu se encuentra en territorio araucano, señor. Dijo que era demasiado peligroso, señor. Que no quería poner en peligro otro barco. Pero como nos dijeron que el Beagle estaba a punto de arribar a puerto, decidimos esperarlo.

FitzRoy tensó la mandíbula.

—Entonces no hay tiempo que perder.

—El capitán Seymour ordenó montar un campamento en una colina por encima del río, señor. Ha excavado una trinchera y levantado una barricada de defensa con barriles y maderas que el mar había arrastrado a la orilla. Pero no les quedan demasiadas municiones, señor. Claro, no fue posible sacar los cañones del barco. Esperábamos, capitán FitzRoy, que utilizara su influencia para convencer al comodoro de que cambiara de parecer.

—Oh, le prometo, teniente, que haré que cambie de parecer —dijo FitzRoy con tono grave—. ¿Dónde puedo encontrarlo?

Los tres hombres del Challenger lo acompañaron hasta una casa pequeña e idílica en las afueras de Valparaíso. Tras dejar a sus tres acompañantes en el camino, FitzRoy se acercó a la entrada y llamó a la puerta con energía. La puerta se abrió sola. Tras pasar junto a una sorprendida criada chilena sin dar ninguna explicación, FitzRoy encontró a Mason durmiendo en una silla de mimbre sobre una tarima de madera que había en un jardín trasero, a la sombra de un toldo de lona. El comodoro debía de haber sido un hombre apuesto en su juventud; y desde luego, tanto el corte de pelo como los pantalones que llevaba eran de otros tiempos. Pero estaba engordando, los carrillos rosados se le hinchaban cada vez que inhalaba aire, y el pelo rubio había encanecido. La tracería de venillas rotas que lucía en mejillas y nariz, y la botella medio vacía encima de la mesa, sugerían que incluso a esa temprana hora el comodoro había estado bebiendo.

—Soy el capitán FitzRoy, señor, del barco de Su Majestad Beagle, y me presento ante usted como se me ha ordenado —dijo FitzRoy haciendo lo posible para disimular su impaciencia. Había decidido que le daría una oportunidad para justificarse.

—¿Tiene usted la costumbre de entrar en casa de sus superiores sin que anuncien su llegada, capitán?

—La puerta estaba entornada, y no había nadie.

Mason carraspeó.

—Bueno, debo decirle que llevo esperándolo tres semanas. Tengo nuevas órdenes para usted. El Truro, un barco pesquero de ostras perlíferas, ha sido saqueado en una de las islas tahitianas. El Almirantazgo reclama una compensación de dos mil ochocientos dólares a instancias de su propietario. Capitán, deberá presentarse ante la reina Pomare de Tahití y exigirle la suma requerida, y hasta emplear la fuerza si lo considera necesario. Tengo entendido que regresará a Inglaterra pasando por Tahití, ¿es así?

—A su debido momento, sí. Pero entretanto hay un asunto más urgente. La tripulación del Challenger, señor…

—Estoy al corriente, capitán.

—Entonces debo suponer que va a organizar una partida de rescate de inmediato.

—Lo que usted debe suponer, capitán FitzRoy, es lo que se le ha ordenado. ¿Ha quedado claro?

—Señor, los hombres del Challenger llevan acampados en una costa desprotegida y peligrosa desde hace cuatro semanas…

—Los hombres del Challenger tendrán que arreglárselas como puedan. Ésas son mis órdenes. Usted tiene las suyas para cumplir. El destino del dichoso Challenger no es asunto suyo.

—El capitán Seymour es un viejo amigo.

—En ese caso está dejando que su relación personal ofusque su raciocinio, señor FitzRoy. Sería de lo más imprudente trasladar más hombres a esa costa en pleno invierno. Los españoles no han logrado doblegar a los araucanos en trescientos años; no puedo imaginarme cómo la tripulación de una fragata podría tener éxito en una empresa en la que una nación entera ha fracasado repetidamente.

—Aparte de la acción militar hay otros medios. Permítame ir, señor. He estado en esa costa hace muy poco en misión de reconocimiento.

—¿Está usted sordo, capitán? —El tono de Mason era glacial—. Le recuerdo que hace sólo unas semanas que lo han ascendido. Haría bien en morderse la lengua y cumplir con su deber sin más.

—Mi deber, señor, es ir a rescatar a mis compañeros oficiales y sus hombres.

—Su deber, capitán, es obedecer las órdenes.

—Si usted no va a rescatar al Challenger, señor, entonces no me queda otra alternativa que ir yo mismo.

Mason se levantó apoyándose en los reposabrazos, con el rostro encarnado de rabia.

—Si no sale de aquí enseguida y hace exactamente lo que le he dicho, me ocuparé de que le formen un consejo de guerra.

—Si usted está demasiado asustado para… —empezó FitzRoy con desprecio.

—¡Maldito sea, sinvergüenza! ¿Cómo se atreve? Le aseguro que pagará por su impertinencia.

—Al contrario, señor —replicó con descaro—, es usted el que pagará. Cuando vuelva a Inglaterra, seré yo quien se ocupe de que le formen un consejo de guerra por cobardía.

—¡Demonios! Si tuviera veinte años menos, le haría tragar sus palabras de un puñetazo, niñato impertinente.

—Si usted tuviera veinte años menos —dijo FitzRoy con los ojos brillantes—, en estos momentos ya no estaría de pie, señor. En el caso, claro está, de que yo me dignara ensuciarme las manos con un cobarde tan despreciable, señor. —Se dio media vuelta y salió de la casa dejando a Mason enmudecido de rabia.

Encontró a los tres andrajosos tripulantes del Challenger al doblar la esquina; sus rostros reflejaban un optimismo infantil.

—¿Cómo ha ido, señor? ¿Ha cambiado de parecer el comodoro?

FitzRoy esbozó una sonrisa forzada.

—Sí, teniente. El comodoro comparte mi opinión punto por punto. Y me ha ordenado organizar una partida de rescate. Síganme, por favor.

La tripulación del Beagle, reunida en la cubierta principal, aguardaba expectante las palabras del capitán. Había algo en el aire, lo notaban. En cuanto el teniente Collins y sus compañeros se hubieron aseado y hubieron comido, se les mandó esperar en el muelle para que no oyeran lo que iba a decirse. FitzRoy estaba seguro de que podía confiar en sus hombres, pero no sabía nada más. Con rostro impasible, se subió a la tarima del compás de acimut y se dispuso a jugarse toda su carrera a una carta.

—Estoy convencido de que recordarán el barco de Su Majestad Challenger, que encontramos en las islas Malvinas. He de comunicarles malas noticias. El Challenger ha naufragado. Su tripulación ha quedado abandonada a su suerte en territorio araucano, a trescientas millas de aquí. Acudir a rescatarlos será una operación muy peligrosa. De hecho es tan peligrosa que el oficial británico de mayor autoridad en Valparaíso, el comodoro Mason, ha rehusado autorizar el rescate.

Las palabras de FitzRoy levantaron un murmullo de consternación.

—He decidido desobedecer esa orden —prosiguió el capitán.

El murmullo creció. Los hombres miraron a FitzRoy estupefactos.

—He decidido ponerme al mando del Blonde, el buque del comodoro. Y si he tomado esa decisión es porque creo que el comodoro Mason está incurriendo en una flagrante negligencia. Y les explico todo esto porque me temo que la tripulación del Blonde apenas estará en condiciones de navegar. Si pudiera llevarme un pequeño contingente de hombres del Beagle para ponerla a punto, todo sería más fácil. De modo que dentro de un momento voy a pedir voluntarios. Pero debo advertirles: sólo en caso de que el rescate resulte exitoso, existe la esperanza, una esperanza muy leve por otra parte, de que nos libremos de graves represalias. En caso contrario, no me hago demasiadas ilusiones sobre lo que nos deparará el futuro. La única defensa de nuestra acción será demostrar no sólo que fuimos valientes y resueltos al ir a rescatarlos, sino que hicimos lo correcto al arrogarnos la autoridad de decidirlo. Por la información de que dispongo, es posible deducir que quizá los hombres del Challenger ya estén muertos. Si nuestros esfuerzos fracasan, no es preciso que les diga cuáles serán las consecuencias. Los potenciales voluntarios no sólo arriesgarán su sustento y su carrera, sino también su cuello. Para serles franco, incluso pueden acabar en la horca. Pero si nuestros camaradas están vivos y nadie va a rescatarlos, tengan por seguro que morirán. Hagan examen de conciencia. Les aseguro que no presentarse como voluntario no será motivo de escarnio. Nadie los culpará, ni censurará si prefieren que sean otros los que se ocupen de llevar a término esta misión. Hacen falta quince hombres y dos oficiales. Piénsenlo bien antes de decidir. Bien, dicho esto, ¿quién se ofrece como voluntario?

FitzRoy miró al tropel de marineros e infantes de marina, y detrás de él a la fila de oficiales uniformados, cuyos oscuros abrigos creaban un pulcro y sombrío telón de fondo del castillo de popa. Un mar de manos se elevó ante sus ojos, sin que se apreciara ningún disidente. Detrás, todos los oficiales sin excepción habían dado un paso al frente.

—Gracias, caballeros. Me siento muy orgulloso de todos ustedes. Por lo que parece, voy a tener que escoger. Dentro de unos minutos les comunicaré mi decisión. Pueden volver a sus tareas.

Mientras los hombres de la tripulación se dispersaban, Darwin, que había estado observando desde la escalerilla, dirigió a FitzRoy una sonrisa de simpatía.

—¿Qué le ha ocurrido al oficial que cumpliría cualquier orden que se le diera, por inmoral o ilógica que fuese?

FitzRoy hizo una mueca.

—Se ha hecho mayor.

John Biddlecombe, capitán del Blonde y oficial a cargo de la guardia de noche, observó cómo el cúter del Beagle, lleno de gente, cortaba las aguas de la bahía de Valparaíso, y sintió una inexplicable aprensión. En el rostro de los marinos que se acercaban se leía tal determinación que, si no hubieran sido británicos, habría dicho que estaban a punto de atacarlos. Reconoció al capitán, ese tipo estirado que había estado husmeando por allí esa misma mañana antes de que lo despacharan con cajas destempladas. El hecho de que volviera, acompañado de un tropel de gente, parecía obedecer a algún tipo de represalia. «Esperemos que no la haya liado con el viejo», pensó.

FitzRoy subió a bordo, seguido del contramaestre Bennet, el guardiamarina Hamond y quince hombres de la tripulación del Beagle que tenían cara de pocos amigos. Para el descontento de Sulivan, Wickham y los demás, FitzRoy había decidido llevarse con él a los oficiales subalternos; cuanto mayor rango tuvieran sus compañeros de motín, mayor sería el castigo. La única excepción era el guardiamarina King. Si involucraba al muchacho en una insurrección que podía acabar en catástrofe, FitzRoy no se atrevería a mirar a la cara al capitán King el resto de su vida.

—Es usted el señor Biddlecombe, ¿no?

—Sí, señor.

—He recibido órdenes del comodoro de tomar el mando del Blonde, y de partir de inmediato hacia la desembocadura del río Leubu, desde donde llevaremos a cabo el rescate de la tripulación del Challenger.

—¿Órdenes del comodoro, señor? —replicó Biddlecombe con los ojos muy abiertos.

—En efecto.

—Pero ¿dónde está el comodoro, señor? ¿No va a dirigir la expedición?

—El comodoro está indispuesto… Piensa que, en su estado, su presencia supondría una molestia más que una ayuda.

«Eso sí que cuadra con el viejo cobarde», pensó Biddlecombe.

—Dígame, ¿está a bordo el contramaestre? —preguntó FitzRoy.

—No, señor. Se encuentra en tierra firme. Igual que otros oficiales, como el teniente Tait y el guardiamarina McKenna.

—No tiene importancia. He venido acompañado de suficientes marineros para suplir cualquier falta de hombres. ¿Señor Sorrell? Tome el mando de la cubierta principal. Prepárelo todo para zarpar. Cuanto antes estemos en camino, mejor.

—Ya han oído al oficial —gruñó Sorrell, avanzando como un boxeador hacia los perplejos hombres del Blonde. El hombrecito de Bristol había adquirido un aire de aplomo en los últimos tiempos, y apenas recordaba al hombre nervioso que agitaba el bastón a diestro y siniestro para imponer su autoridad el primer día que FitzRoy asumió el mando del Beagle. Ahora ya no usaba el roten. No lo necesitaba. Emanaba resolución, y los hombres de la guardia de la tarde pudieron percibir su poder—. Esas juntas de las gavias están sueltas. Y si. no se atan bien esos marchapiés, puede caerse algún hombre de las vergas. ¿Quién está a cargo de la cofa de trinquete?

—¡Vamos! ¡Anímense! —bramó Bennet, furioso—. ¡Esto es una fragata del rey, no un salón de baile!

FitzRoy observó que Biddlecombe estaba desencajado.

—Vamos a ver, señor Biddlecombe, si logramos que todos los hombres de este barco abran bien los ojos. Y usted, ¿no tendría que estar trazando el rumbo?

—Sí, señor —dijo derrotado, y salió en pos de sus cartas de navegación.

FitzRoy sabía que la región de los araucanos era un lugar muy hermoso, lleno de bosques y con numerosos barrancos empinados y enfangados que la mayor parte del año permanecían inundados. Al menos ésa era la teoría. Pero para su gran vergüenza, ni siquiera echando mano de sus nuevas cartas de navegación fue capaz de encontrar el río Leubu durante dos largos días debido a la deficiente visibilidad. El vendaval y la lluvia eran tan intensos que apenas podían distinguir la línea de costa, que difuminaba el embate de las olas. El Blonde se acercaba a la costa una y otra vez —mientras el mar parecía querer arrastrarlo hasta las rocas—, pero por mucho que lo intentaran, no hallaban indicios de la tripulación naufragada. Finalmente, en la tarde del segundo día, la densa cortina de niebla y espuma se abrió un instante, y Hamond divisó, con la ayuda del catalejo, la bandera ondeante y pálida del Challenger. Con ese temporal, y en esa costa, era imposible llevar la gran fragata a la playa. Los cañones, que FitzRoy había confiado en utilizar como vehículo de disuasión, no servirían para nada en esas condiciones. No le quedaba otra opción que armarse de valor.

—¡Señor contramaestre! —gritó con el agua chorreando del impermeable—. ¡Eche el cúter al mar!

—Sí, señor.

—Pero está usted loco, señor —protestó Biddlecombe—. Se lo tragarán las olas. Nunca llegará a la costa.

—Está claro que nunca ha llevado a cabo tareas de reconocimiento en Tierra del Fuego —le gritó FitzRoy a la oreja.

El hombre había resultado un engorro en el viaje hacia el sur, pero, por fortuna, su ayudante Davis había demostrado ser un marinero competente. A los dos hombres FitzRoy les ordenó que el Blonde se quedara allí, dando bordadas cortas toda la noche si era necesario, hasta que él regresara. Con Bennet pilotando el cúter, Hamond y quince marineros elegidos a dedo, partió hacia tierra rebotando peligrosamente sobre el oleaje, buscando en la penumbra del atardecer la entrada al estuario.

—Hacem-mos agua, s-señor —dijo Hamond, mientras otra masa de agua helada entraba en la embarcación y les cubría las piernas por enésima vez.

—¿Y cuándo no, señor Hamond? —respondió sonriente FitzRoy, que achicaba agua como un poseso. Sabía que estaba haciendo el bien, un bien simple y sin complicaciones: era, por tanto y por el momento, un hombre feliz. Todos los peligros, incluido el riesgo que corría su carrera en la Marina, no significaban nada comparados con el hecho de que allí, con sus hombres al lado, sentía que estaba en el lugar donde debía estar.

Por fin, tras pasar dos horas demoledoras en las fauces del océano, fueron regurgitados en la orilla inundada entre un laberinto de canales llenos de lodo e islas pantanosas habitadas sólo por unas pocas y sucias focas. Después de arrastrar el pesado cúter a través de los bajíos con barro hasta la cintura, cayeron extenuados en la hierba que crecía en la margen sur del río. FitzRoy permitió descansar cinco minutos, transcurridos los cuales continuaron. Bennet se quedó vigilando el cúter, con un arma y munición; los demás siguieron el curso del río colina arriba por el bosque, escudriñando entre los árboles y los remolinos de niebla por si veían de nuevo la escurridiza enseña del Challenger. Después de un kilómetro y medio de marcha, el bosque se abrió y avanzaron con el fango hasta las rodillas por una pradera encharcada; pero llegados al claro del bosque, cayó sobre ellos un manto de niebla que los dejó solos y abandonados en un mundo fantasmal de tonos verdes y blancos. FitzRoy empezó a advertir, para su gran frustración, que en aquel vasto y desconcertante entorno sería imposible descubrir dónde estaban acampados y resistiendo el capitán Seymour y sus hombres, resistiendo siempre y cuando estuvieran vivos, claro. Lo único que podía hacer sin temor a equivocarse era seguir subiendo.

—¿Q-qué ha sido e-eso? —Hamond estaba petrificado. De la niebla de enfrente les había llegado un tintineo, débil pero inconfundible.

—¡Silencio!

Se oyó otra vez. Nadie se movió. ¿Provenía de enfrente o de un lado? Procediera de donde procediese, el viento se llevó el sonido antes de que pudieran localizarlo con precisión. FitzRoy rodeó el gatillo de su pistola con el dedo. Mientras miraba hacia delante, la cortina de niebla se abrió, y pudieron ver un jinete sobre una montura negra. Era alto y fornido, con la piel curtida y las mandíbulas como los omóplatos del megaterio de Darwin. Llevaba la negra y abundante melena peinada con la raya al medio y recogida con cintas de color escarlata. Tenía el semblante grave, casi regio. A FitzRoy le recordó los estudios de Carlos I hechos por Van Dyck, a pesar del poncho a rayas y el siniestro chuzo de más de tres metros de largo y acabado en punta de hierro que sujetaba.

El marinero MacCurdy levantó la pistola, pero FitzRoy le hizo señas para que no disparara, pues estaba seguro de que el jinete no iba solo. Los jirones de niebla se apartaron con aprensión, y se pusieron a perseguirse unos a otros en el bosque, para revelar que la pequeña partida estaba rodeada por más de trescientos indios montados a caballo. Habían ido a parar en medio del campo de batalla de los araucanos.

—D-Dios mío —dijo Hamond.

—Que nadie dispare, o nos cortarán en pedazos —advirtió FitzRoy entre dientes—. Pongan sus armas en el suelo muy despacio y con mucho cuidado.

Los hombres obedecieron. Muy lentamente, FitzRoy dio un paso en dirección al que parecía el jefe, y puso la pistola a los pies del caballo. El araucano alzó el enorme chuzo con la misma agilidad con que hubiera manejado una lanceta y apoyó la punta debajo del corazón de FitzRoy. Éste sintió cómo el hierro perforaba suavemente la tela del uniforme: un hilo de sangre caliente se mezcló con las heladas gotas de lluvia que descendían por el astil; bajo la camisa notó una sensación de calor y frío a la vez.

Us’hae ihlca —dijo en alikhoolip. «Baja la lanza».

Los guerreros araucanos rieron, divertidos con la ocurrencia. Uno se adelantó trotando hasta su jefe y conferenció con él.

—¿Quién eres tú, español, que hablas la lengua de los sapallios?

—No soy español.

—Pues lo pareces.

Desesperado, FitzRoy se esforzó por recordar algunas de las palabras del glosario patagónico que había compilado en la bahía Gregorio hacía seis años. Por desgracia, el volumen yacía con un dedo de polvo en el British Museum a la espera de ser catalogado, junto con otros especímenes recogidos en el primer viaje.

Catiam comps español. Catiam inglés. Auros chuzo.

El jefe entrecerró los ojos, sorprendido. Eso era una novedad: un oficial español que se negaba a luchar y morir como un hombre y que insistía en diferentes lenguas, a pesar de que todo evidenciaba lo contrario, en que no era español. Curioso, el guerrero movió la lanza para indicarle que caminara por delante de él y que los otros hombres blancos se quedaran donde estaban. Las filas de jinetes se apartaron en silencio para dejarlos pasar. FitzRoy anduvo cuesta arriba, con el corazón desbocado; el tintineo de las espuelas le indicaba que tenía al jefe araucano y su teniente pisándole los talones. Al rato llegaron, bajo la lluvia, a un campamento de tiendas envueltas en humo. En el centro, dominando a todas las demás, se levantaba la tienda del cacique, vigilada por un par de guerreros de aspecto siniestro. Los dos hombres de la escolta descabalgaron y sin más preámbulos se postraron en el suelo. FitzRoy no fue lo suficiente rápido en imitarlos, y de pronto se encontró en el suelo: alguien lo había derribado de un fuerte golpe en mitad de la espalda. Uno de los centinelas le puso un pie en el cuello, y la cara se le hundió en el barro. FitzRoy oyó que conversaban en susurros, amortiguados por la lluvia, que le salpicaba barro en los ojos. Finalmente dos pies, calzados con botas de montar de piel de foca adornadas por extravagantes espuelas con soles en la punta, se abrieron paso con elegancia desde la tienda y se detuvieron delante de la nariz de FitzRoy.

Él esperó.

«Esta gente posee demasiada dignidad, demasiado honor, para matarme aquí, ahora mismo, a sangre fría» se dijo.

De pronto oyó una voz autoritaria que se dirigía a él en un tosco español.

—Soy el cacique de esta gente. Éstas son mis tierras. ¿Quién eres tú, español, que te atreves a entrar en mis tierras?

—No soy español, soy inglés. Soy capitán de un barco. Y mi nombre es Robert FitzRoy.

—Yo me llamo Lorenzo Colipí.

Perplejo, FitzRoy estiró el cuello y miró al cacique. Su interlocutor era un hombre blanco de unos cincuenta años con el rostro pintarrajeado y lleno de cicatrices.

—Te gustaría saber por qué tengo la piel blanca como tú.

Era más una afirmación que una pregunta. Con las muñecas atadas y la cabeza doblada hacia delante, FitzRoy estaba arrodillado ante Colipí dentro de su tienda. El jefe araucano se hallaba sentado sobre una pila de pieles, rodeado de un harén como un pachá turco. Las mujeres iban cubiertas de cuentas y adornos de latón; y llevaban mantos sujetos con un alfiler con cabeza decorativa. Una de ellas amamantaba a un niño que por lo menos debía de tener diez años. Había un centinela detrás de FitzRoy, tocándole la nuca con una alabarda; la fría hoja de hierro empujaba la cabeza del inglés hacia delante y lo forzaba a adoptar una postura respetuosa.

—Raptaron a mi madre, que vivía en una estancia al otro lado de las montañas, a la edad de doce años. La gente de mi padre echó a los campesinos de las tierras y quemó sus estancias. Ella fue la única superviviente; tuvo suerte de que le perdonaran la vida, y también de que la apartaran de los suyos. Mi padre la tomó como una de sus esposas. Él se llamaba Hueichao, y una vez tuvo tierras en ese lugar. Lorenzo era el nombre del hermano menor de mi madre, que murió cuando tenía dos años. Ella me dio su nombre y me enseñó la lengua del enemigo. Verás, hombre blanco, entre nuestro pueblo el mando no pasa al hijo mayor del jefe, pues sabemos que eso es lo que ha debilitado a los españoles. Nosotros elegimos al hombre más fuerte y valiente para que sea el jefe. Fueron los demás los que me escogieron. Con el color de mi piel y la sangre que corre por mis venas, no tenía otro remedio que ser el más fuerte y el más valiente. Ahora debo conducir a mi gente a la victoria y matar a todo español que huelle nuestra tierra.

—Tengo entendido que los españoles se han marchado, gran jefe. Sólo hay chilenos, y en el otro lado de las montañas están los bonaerenses.

—Son los mismos. Tienen los mismos antepasados, antepasados que acordaron, hace trescientos años, que se mantendrían al norte del río Bío-Bío. Pero han roto una y otra vez la palabra de sus antepasados. ¿Qué gente es ésa, que no respeta la palabra de sus ancestros? Sus campesinos se apoderan de nuestra tierra, sus soldados matan a nuestro pueblo, en el pasado sus sacerdotes quemaban vivos a los nuestros. Ahora, al otro lado de las montañas, hay un carnicero, un tal Rosas, que ordena a hombres de rostro negro matar a nuestras familias. Posee cañones grandes, que pueden matar a muchos guerreros de un solo tiro. Pero no puede arrastrar los cañones por las montañas. Cuando él y sus hombres intenten hacerse con estas montañas, cavarán su propia tumba, te lo aseguro.

—Yo no soy amigo de Rosas, gran jefe. Una de sus naves descargó su artillería contra mi barco.

—Entonces, ¿por qué entras en mi país como si fueras uno de sus espías? Si no hubieras hablado la lengua de la gente del sur, mis hombres te habrían matado. ¿A qué has venido? Dame una razón para no ordenar que te maten ahora mismo.

—Hago cartas, mapas del océano, para evitar que otros barcos ingleses naufraguen en los bravos mares del sur. He venido a rescatar a los hombres que han levantado un campamento en la colina.

—¡Ah! Los españoles del pequeño fuerte. Tienen armas, pero la comida escasea y están empezando a enfermar. Sus días están contados.

—No son españoles, sino ingleses, como yo. Sólo pretendían navegar frente a tus costas. Pero el terremoto, el temblor de tierra, cambió las corrientes y el barco naufragó.

—Ja, el temblor de tierra. —Colipí rió con amargura; el penacho gris que coronaba su cabeza se agitó de indignación—. Cuando vemos a los españoles cavando cimientos profundos para sus edificios, pensamos que están construyendo su sepultura. Entran y rezan a su Dios, entonces el edificio les cae encima de la cabeza. Él no puede protegerlos. Sólo el dios del volcán puede dominar a los toros subterráneos que hacen temblar la tierra. Como sabemos eso, cuando es luna llena sacrificamos un toro en su honor, para que nos proteja de los grandes toros de las cavernas.

«Es igual que en la antigua Creta —pensó FitzRoy—. Comparten creencias casi idénticas».

—¿Cuántos dioses tienen los araucanos, gran jefe? —inquirió.

—No somos araucanos —le espetó Lorenzo Colipí, enfurecido—. Así es como nos llaman los españoles. Somos mapuches. Hemos estado resistiendo a los españoles durante trescientos años, y antes de ellos, al gran inca. El secreto de nuestra fuerza está en que nuestro protector, el Chaltén, el Dios del humo, es el más poderoso de todos los dioses, es el Dios de los dioses.

—¿Y dónde vive el Chaltén, gran jefe?

—¿Que dónde vive? Es un monte, mucho más al sur. Es un gran monte, y nadie puede subir a él. Ningún hombre blanco ha visto nunca el Chaltén, y ningún hombre blanco lo verá. Es muy alto, y sube hasta el cielo dolorosamente con sus dos picos, uno a cada lado.

«Como Jesús en la cruz», pensó FitzRoy.

—Ha protegido a mi gente durante miles de años, desde que llegamos a estas tierras procedentes del oeste.

—¿Su gente vino del oeste por mar? —interrumpió FitzRoy intrigado—. Lo sabía. He visto sus piraguas. En el oeste tienen las mismas piraguas.

—Hubo un tiempo en que vivimos en la tierra donde se pone el sol. Nuestros antepasados tenían el pelo rojo y los ojos azules. Entonces los dioses mandaron un gran diluvio para castigar al mundo, y las aguas cubrieron la tierra. Nuestro gran antepasado Chem construyó un barco que fue a parar a la montaña de Theghin. El dios del volcán le indicó con chispas y fuego que subiera a la cima de la montaña, pues ésta sobresalía por encima de las aguas y era un lugar seguro. Después mandó a Chem muy lejos, hacia el este, para que se instalara a vivir aquí, en estas tierras. Pero cada vez que muere un cacique, su espíritu sigue el sol poniente al oeste, hacia las montañas de sus antepasados. Llegará un día en que mi espíritu haga ese viaje.

A FitzRoy le daba vueltas la cabeza. «El diluvio. Sem, el hijo de Noé. El arca en la cima de la montaña. Es la misma historia».

—¿Es eso lo que le contó su padre, gran jefe? ¿O fue su madre?

—Mi gente ha sabido eso durante miles de años, pues así fue como empezó el mundo. Y tú sabes que es verdad, hombre blanco, pues has visto los barcos del oeste.

Era increíble. Era la prueba, sin duda, de que el hombre primitivo se había desperdigado sobre la tierra después del Diluvio, y de que todos los hombres compartían un antepasado común, no una, sino dos veces. Era la prueba de la universalidad del Diluvio. Tenía que salir vivo de allí, aunque sólo fuera para poder contar esa impresionante historia.

—Y ahora, hombre blanco, has venido con quince guerreros para rescatar a tus amigos. ¿Quince guerreros para derrotar a los mapuches, que ni los incas ni los españoles consiguieron derrotar? Eres muy valiente o muy cretino, o quizá las dos cosas.

—No pretendía derrotar a los mapuches, al contrario, yo siempre he querido ayudar a los hombres del sur. Mi intención era encontrar a mis amigos y marcharme de tus tierras lo más pronto posible. Te suplico que seas clemente.

Colipí sonrió.

—Tu valentía de guerrero habla a favor de tu causa. Como creo que no eres español, tú y tus amigos tenéis hasta mañana por la tarde para abandonar nuestras tierras. Mataremos al que se quede, sea quien sea. Y diles a tus amigos del país de los ingleses que si vienen aquí a arrebatarnos nuestra tierra, también los mataremos.

—Eres muy clemente, gran jefe.

El niño se apartó del pecho de su madre y miró al inglés con evidente desdén.

Llevaron a FitzRoy jadeando al linde del campamento, donde le cortaron las ligaduras y lo empujaron colina abajo. Las sombras caían sobre el bosque invernal y silencioso. Chapoteando en la penumbra del atardecer con la mayor rapidez posible, encontró el prado donde los habían rodeado los guerreros mapuches, pero no había indicios de los hombres del Beagle ni de los indios. Casi estaba oscuro y no tenía demasiadas alternativas. Eligió jugarse el todo por el todo y se internó en la impenetrable espesura del bosque dirigiéndose colina arriba hacia el sur. En caso de que no encontrara el campamento de Seymour, al menos alcanzaría un lugar elevado donde podría contemplar el paisaje de los alrededores en cuanto volviera la luz. Le quedaba poco tiempo, pero debía moverse con cautela porque no veía nada. Una y otra vez tropezaba con las raíces de los árboles, metía los pies en los arroyos o se golpeaba con las ramas bajas; acabó transformándose en un terrible ogro del bosque, con el cuerpo cubierto de pies a cabeza de lodo y con el uniforme roto meciéndose a sus espaldas. Por fin, tras varias horas de fatigosa marcha, vio un solitario punto de luz parpadeando débilmente entre los árboles. Gritó con todas sus fuerzas:

—¡Challengers a la vista!

La débil respuesta, un simple «¡Hola!» procedente de la cima que tenía delante, le pareció el saludo más acogedor que había oído en toda su vida. Tras los muros del campamento británico surgieron antorchas llameantes, y unos minutos después, el extraño, que salió del bosque parpadeando y cubierto de lodo como un hombre de las cavernas, se ponía a salvo detrás de las improvisadas barricadas.

—¡Capitán FitzRoy, mi probo amigo! —exclamó una voz exultante. Michael Seymour, que había perdido mucho peso y llevaba varias semanas sin afeitarse, se acercó al espectro con una sonrisa de oreja a oreja. Hubo una gran ovación, y Seymour lo estrechó con tal fuerza que cuando se separaron, los dos estaban igual de cubiertos de barro—. El señor Hamond nos ha contado los esfuerzos que ha hecho para ayudarnos.

—¿Hamond está aquí?

—Todos están aquí.

FitzRoy respiró aliviado.

—Los araucanos nos han dado paso franco hasta mañana por la tarde.

—Gracias a Dios, que el Señor lo bendiga, capitán. Traigan comida para el capitán, rápido.

Llevaron un pan con pasas que Seymour había estado guardando para el momento en que los rescataran, y le dio la mejor parte a FitzRoy, que la aceptó no sin cierta incomodidad. Los araucanos, estuvieran donde estuviesen escondidos en el laberinto del bosque, sin duda debieron de quedarse atónitos esa noche al oír la explosión espontánea de canciones, tonadillas cómicas y salomas procedente del pequeño campamento de los hombres blancos.

Al amanecer, FitzRoy y Seymour seguían conversando, riendo y bromeando sobre lo que se diría en los consejos de guerra que iban a formarles a los dos. Dejaron el campamento unas horas después, con la mezcla de alivio y nostalgia que se siente cuando se sale victorioso de una ardua empresa. Aunque sólo cargaron en el cúter lo imprescindible, tendrían que hacer cuatro viajes para trasladar la tripulación del Challenger hasta el Beagle. Encontraron a Bennet con la nariz azul por el frío, pero en perfectas condiciones y entusiasmado de ver a sus compañeros de nuevo. Se decidió que Seymour sería el último en abandonar la playa; FitzRoy y Hamond pilotarían el cúter en el primer viaje y se ocuparían de los heridos y los enfermos. Los elementos seguían revueltos e irritables, pero no mostraban tanta furia como el día anterior. Podían ver el Blonde claramente a una milla de distancia, sobre las aguas agitadas y plomizas. FitzRoy se temía que, bajo el mando de Biddlecombe, las bordadas cortas hubieran alejado demasiado el barco de la costa, si bien sabía que la severa figura del contramaestre Sorrell, con los brazos cruzados detrás del timón, habría servido para evitar esa contrariedad. Era una travesía muy difícil; el cúter se bamboleaba con violencia; la proa cambiaba constantemente de dirección a causa de las olas que embestían a un lado y a otro, mientras que los hombres recibían el continuo azote de la espuma en la cara. Cuando estaban a un cuarto de milla de la playa, Hamond se arrodilló y asomó la cabeza por la borda. Y en un gesto que curiosamente pareció de agradecimiento, arrojó al mar todo el contenido de su estómago.

—¿Ha perdido el equilibrio del marino, señor Hamond? —preguntó FitzRoy, alegre.

—N-no es el mar, s-señor —declaró Hamond con cara de culpabilidad—. Es el a-alivio de haber s-salido de ahí con v-vida.

FitzRoy pensó que no debería haberlo llevado a esa expedición, pero el hombre se había ofrecido voluntario después de todo. De hecho, Hamond había mostrado la misma valentía que todos, a su manera, y FitzRoy había apreciado una voz serena y prudente entre tanta bravuconería.

—M-me parece q-que no p-puedo más, señor.

—Ya falta poco, señor Hamond. Dentro de veinte minutos estaremos en el Blonde.

—N-no me refería a e-eso, s-señor.

FitzRoy lo miró a los ojos, muy abiertos en su pálida cara, y sus manos, que temblaban visiblemente. Y pensó que el joven guardiamarina tenía los nervios rotos.

—Q-quiero decir que ya n-no puedo servir a la M-Marina, señor. No p-puedo. P-paso demasiado m-miedo.

• • •

—He venido a informar sobre el rescate exitoso de la tripulación del Challenger, señor: no ha habido ninguna baja.

Una vez más, FitzRoy se encontraba ante el comodoro Mason, en el pulcro jardín alquilado del oficial. Sobre la mesa descansaba una botella abierta de ginebra.

Mason carraspeó.

—No se imagine ni por un momento que ha salvado el pellejo, FitzRoy. Voy a encargarme personalmente de que le formen un consejo de guerra por amotinado.

—Una acusación de ese tipo no podría sino ser perjudicial —concedió FitzRoy con el rostro impávido—, como de hecho también lo sería una contraacusación de cobardía ante el enemigo y negligencia. En realidad es duro ver que ninguno de los dos saldría beneficiado de este desgraciado asunto. Pero debo confesarle, señor, que he redactado un… borrador del informe sobre la expedición que me propongo presentar.

—Váyanse al diablo, usted y su informe.

—No es un informe muy detallado, señor. Sólo atestigua el exitoso rescate de la tripulación del Challenger y lo atribuye a la valentía de los oficiales y la tripulación del Blonde, y en consecuencia, a la del oficial al mando. En el borrador de lo que, en circunstancias normales, el Almirantazgo contemplaría como un acto heroico, no se mencionan nombres, señor.

FitzRoy hizo una pausa para que el comodoro digiriera sus últimas palabras, y observó cómo el rostro ensombrecido de Mason se iluminaba progresivamente.

—¿No se mencionan nombres?

—No, señor. Sólo se relata el rescate.

Mason meditó unos segundos.

—Lo están esperando importantes asuntos en Tahití, ¿verdad?

—Eso creo.

—Entonces será mejor que se dé prisa, ¿no le parece? Y esta vez obedecerá las órdenes al pie de la letra. ¿Está claro?

—Sí, está claro. —Comprendió que Mason había aceptado su propuesta para salvar la cara—. Una cosa más, señor.

—No tiente la suerte, señor FitzRoy.

—Aunque a mi pesar, he convenido en finalizar el servicio activo de uno de mis oficiales. El señor Hamond abandonará el Beagle de inmediato. Con su permiso, me gustaría contratar al señor Davis del Blonde, señor.

—¿Quién?

—El ayudante del capitán, señor. Me gustaría que se quedara con nosotros y tomara el mando del Constitución, un navío que me han prestado para reconocer el norte de Chile y Perú.

—Ah, conque eso es lo que le gustaría, ¿eh? Muy bien, si es eso lo que quiere… —concedió Mason con brusquedad—. ¿Qué problema hay con el tal Hamond?

—Tiene demasiado miedo para continuar en la Marina, señor.

—Cobardía, ¿eh?

—No, señor. El señor Hamond está muy lejos de ser un cobarde. Parece encontrarse bajo los efectos de una conmoción. Creo que es un hombre muy valeroso por haberlo admitido y haberse enfrentado a su problema, señor.

FitzRoy se tocó la visera de la gorra con gesto despreocupado y, sin esperar respuesta, se dio media vuelta y se marchó. Sólo cuando estuvo en la calle, se sintió lo bastante seguro para permitirse una sonrisa de alivio.