Concepción, Chile
20 de febrero de 1835
Darwin se tendió boca arriba en el pomar a leer una carta de sus hermanas mientras la luz del sol que se filtraba a través de las ramas de los árboles jugueteaba entre las cariñosas palabras escritas en el papel. Fanny Owen se había convertido en la orgullosa madre de una niña. «Ahora sólo nos queda esperar ansiosamente el momento en que podamos visitarte a ti y a tu mujercita en tu pequeña parroquia», etcétera, etcétera. Catherine había incluido un panfleto de la Sociedad para la Difusión del Conocimiento Útil, La indigencia y las leyes para pobres, de Harriet Martineau. Ah, sí, era esa fiera marisabidilla que trataba de popularizar las ideas liberales disfrazándolas de novelas románticas baratas. Qué ridiculez. ¿De qué trataría aquel ejemplar? Era sobre una nueva teoría concebida por el recientemente fallecido reverendo Thomas Malthus, un economista que había trabajado en la Compañía de las Indias Orientales. Hummm.
Como no tenía nada mejor en que ocupar la mente mientras digería la comida, Darwin empezó a leer. La teoría de Malthus era de lo más sombría. Al parecer, la población de Gran Bretaña se había duplicado —de doce a veinticuatro millones— en los últimos treinta años. Dios mío. Si la población crecía a un ritmo superior al de la producción de víveres, por fuerza llegarían la lucha por la supervivencia y las hambrunas. La caridad sólo agravaba el problema. Las donaciones benéficas procuraban a los indigentes una vida más cómoda, y los animaba a procrear. Era un círculo vicioso. La única respuesta estaba en las nuevas leyes liberales para los pobres aprobadas en el Parlamento, que establecían una red nacional de casas de beneficencia aisladas, de modo que los maridos indigentes se mantuvieran separados de sus mujeres y así se evitaran los embarazos. A la larga, esa situación favorecería a los pobres haciéndolos autosuficientes y otorgando dignidad a sus tareas. Todo parecía cuadrar. Después de años de la magistral inactividad tory, ello supondría una mejora, sin duda. Los conservadores llevaban décadas sentados sobre sus complacientes y aristocráticos traseros esperando que los mismos pequeños campos y parcelas de siempre produjeran lo suficiente para alimentar a las crecientes hordas de campesinos míseros y hambrientos. Los gobiernos de lord Liverpool y el duque de Wellington habían creado una situación en que el más débil sucumbía, y sólo sobrevivía el más fuerte. Era inhumano.
Las cavilaciones de Darwin se interrumpieron de golpe cuando oyó un potente bramido; a continuación, sobre su cabeza crujieron las ramas y una manzana le cayó en plena frente. El momento, por más que fuera desagradable, sirvió para recordarle que los problemas de una isla superpoblada estaban a miles de millas de distancia y que no guardaban ninguna relación inmediata con los grandes asuntos que en ese instante le ocupaban la mente. Pero en cuanto había archivado al reverendo Thomas Malthus en un recoveco de su cerebro, el suelo volvió a retumbar, esa vez mucho más fuerte, como si hubiera un toro encerrado en una caverna a varios metros de profundidad, y esa vez le cayó encima una veintena de manzanas (el bombardeo fue como una pandilla de chiquillos dándole puñetazos al mismo tiempo). Mientras trataba de serenarse después del ataque, Darwin advirtió que el jarro de sidra se había vaciado completamente sobre la hierba.
Miró en dirección a Covington, que estaba intentando desatar el caballo de Corfield y al mismo tiempo luchaba por mantener el equilibrio como un patinador principiante. La tierra del huerto parecía haber perdido su solidez, mientras los ruidos, cada vez más intensos, resonaban a través de las raíces de los árboles. Covington se había agarrado a las bridas del caballo para continuar de pie, pero el animal había abierto las patas de forma exagerada y relinchaba de pánico. Darwin se bamboleaba impotente de un lado al otro, igual que una salchicha en una sartén. Probó a levantarse, pero fue inútil: las ondulaciones parecían provenir del este, y se sintió tan mareado como si estuviera a bordo del Beagle un día de mar gruesa. Se sentó de golpe. Los troncos de los árboles se balanceaban, las ramas más livianas se sacudían con violencia, y el suelo temblaba como si todas las leyes físicas hubieran sido pospuestas por el momento. Resultaba fascinante. Eso sí que era un terremoto, no esos temblores sin consecuencias que acosaban a Valparaíso diariamente. «Éste es un terremoto con todas las de la ley», se dijo Darwin, entusiasmado.
—Hay una estrella enorme en el horizonte a estribor, señor.
FitzRoy consultó su reloj. Era poco después de medianoche. Una estrella en el horizonte no tenía por qué sorprender a nadie. ¿Acaso el oficial de guardia se había aficionado a la astronomía?
—Me corrijo, señor. No es una estrella, sino una enorme señal luminosa en el horizonte a estribor. Una señal luminosa roja, señor.
Tampoco era nada inaudito que otro barco siguiese la estela del Beagle, ciñéndose a la costa de Chile en lugar de adentrarse en el Pacífico. Navegaban con rumbo noroeste a través del estrecho de Chacao, que separaba el continente de la isla Chiloé, una mole inmensa, húmeda y boscosa que actuaba como una eficaz barrera contra el viento para los buques mercantes y los paquebotes que se dirigían a Valparaíso. El continente era territorio araucano, pero mientras cartografiaban la costa, los hombres del Beagle apenas habían encontrado algún rastro de esos terribles guerreros, tan temidos en las llanuras de la Patagonia, más al este. Los araucanos permanecían escondidos en sus montañas, como difusas sombras ocultas tras un velo de niebla permanente que señalaba la frontera occidental de su orgullosa e irreducible nación. En cambio, en la isla de Chiloé existían asentamientos de españoles, si bien los colonizadores se habían mezclado con la población indígena y habían generado una paupérrima raza de labradores mestizos dejados de la mano de Dios, cuyos arados manuales se habrían considerado primitivos en la Europa medieval. Utilizaban el carbón como moneda y sólo producían cerdos y patatas. A FitzRoy las interminables ciénagas anegadas, los bosques y los sombríos campos de Chiloé le recordaban los paisajes de Irlanda. La población principal de la isla, Castro, era un lugar triste y desolado; la hierba crecía en sus calles. En su vieja iglesia, grande y destartalada, construida con madera y hierros procedentes de naufragios, había un anciano que tañía la campana para señalar las horas, de forma muy aproximada, pues en toda la isla no había un solo reloj. Para moverse utilizaban piraguas; FitzRoy descubrió entusiasmado que eran idénticas a las canoas maseulah del sudeste de la India. ¿Acaso el hombre primitivo había cruzado el Pacífico en barco y se había establecido en Sudamérica? En la actualidad los barcos ya no se detenían en Castro, de eso estaba seguro. La civilización no parecía haber tratado muy bien a sus pobladores.
—Perdón, señor. —El centinela cambió de opinión de nuevo—: No creo que sea una señal luminosa. Por lo menos yo no diría que es otro barco. Brilla demasiado, señor.
Ahora toda la tripulación estaba apiñada junto al pasamanos de estribor. El punto rojo centelleaba en la oscuridad, un rubí inverosímil que refulgía con nitidez en el cielo oscuro y aterciopelado.
—S-sea lo que s-sea es p-precioso —dijo Hamond.
—Es como la estrella que siguieron los Reyes Magos hasta Belén —suspiró con devoción Chadwick, uno de los marineros.
—No es una estrella —concluyó FitzRoy—. No es una noche estrellada, de ahí que podamos deducir que hay nubes altas. Y no es otro barco, porque no se observa ninguna señal de movimiento. Está en tierra firme, y muy lejos, calculo que debe de encontrarse a cientos de metros de altura.
Justo en ese momento, la luz misteriosa pareció decidirse a revelar su identidad. De la boca del volcán ascendió verticalmente una llamarada carmesí al tiempo que se oía una ensordecedora explosión de rocas. La lava se escapó a borbotones de las grietas de la cima de la montaña y formó preciosos y resplandecientes riachuelos en sus laderas. Chorros de llamas refulgentes alumbraron el cielo nocturno, estallando como fuegos artificiales antes de desperdigar sus repentinos reflejos sobre la superficie del mar. Rocas gigantescas, más grandes que casas, salieron despedidas por el aire como si fueran plumas, propulsadas por fuerzas subterráneas e invisibles.
—Es el volcán Osorno —dijo FitzRoy—. ¡Dios mío, es increíble!
Mientras la tripulación contemplaba asombrada el espectáculo de luces, Stebbing fue a buscar el teodolito del capitán, y juntos calcularon la altura de la erupción: dos mil doscientos cincuenta metros.
—¡Mire, señor! ¡Al norte! —gritó Bennet desde la proa mientras señalaba con el brazo.
A lo lejos, más allá de su dedo extendido, había aparecido otro punto escarlata en la oscuridad; y, más allá, otro destello más débil.
—Todos los volcanes están entrando en erupción.
—¡Los Andes están explotando!
—¡Es impactante!
Sin duda, era una vista impresionante.
El primer impacto sobrevino a primera hora de la mañana del día siguiente, cuando las pirotecnias de la noche se desvanecieron con la luz del amanecer y se convirtieron en simples columnas de humo que contrastaban con las cumbres níveas.
Una sacudida recorrió el casco del barco de un extremo al otro y dejó a la tripulación con las rodillas temblando. No se trataba del crujido escalofriante que se producía al chocar con una roca del fondo, sino más bien un frenazo repentino y convulso, como si hubieran colisionado con una ballena.
—¿Qué diantre ha sido eso?
—¿Hay algo en el agua?
—¡Un seísmo! —dijo FitzRoy—. ¡Dios mío, un seísmo! Está relacionado con las erupciones volcánicas. No es un temblor pasajero, es un terremoto enorme.
Pudieron calibrar la potencia del terremoto unos días después, cuando se aproximaron a la pequeña población de Concepción, oculta en una pequeña ladera detrás del puerto peninsular de Talcahuano. El Beagle pasó por encima de un banco de madera flotante con un traqueteo, al principio sólo unos cuantos maderos y tablones, y más tarde vigas enormes y muebles enteros, como si fueran los restos de cientos de naufragios. Al rato el capitán tuvo que maniobrar para esquivar sillas, mesas, estantes, hasta la cubierta de madera de una casa, que nadaban en medio de un gran revoltijo de desechos de todo tipo. Cabeceando lo seguía una hilera completa de bancos de iglesia, con la congregación de unas setenta vacas muertas, que, en un momento de desconcierto, habrían sido barridas de algún cabo desprotegido por una gran ola. A continuación aparecieron los cadáveres humanos: rostros blancos, muñecos de trapo con la boca abierta, muchos desmembrados, bamboleándose de forma impotente en el oleaje, con los brazos abiertos en diversas actitudes de súplica. FitzRoy redujo la velocidad del Beagle para minimizar el riesgo de una colisión. El volumen abrumador de desechos tenía el efecto de amainar el oleaje, por lo que se deslizaban suavemente; el silencio fúnebre sólo era roto por los muertos y sus antiguas pertenencias, que tocaban con delicadeza el casco como si buscaran ser readmitidos en el reino de los vivos. La emoción que sentía la marinería por haber sido testigo de una erupción volcánica y un terremoto de gran intensidad empezaba a decaer, e iba siendo sustituida por un espanto cada vez mayor.
De pronto vieron algo que se movía, y distinguieron un niño pequeño, blanco como una sábana, sentado muy erguido en la proa de un esquife. El niño agarraba con fuerza la mano de una mujer india, que yacía boca abajo con el otro brazo sobre la cabeza como si quisiera protegerla. A unos pocos centímetros de esa ferviente unión, la mujer y el esquife concluían abruptamente. El cuerpo había sido rebanado por la cintura, junto con la popa de la pequeña embarcación, como si hubieran sido segmentados por una guadaña gigante de dentado filo. De algún modo el esquife había permanecido a flote debido al peso del niño, que había cambiado el centro de equilibrio del barco y levantado la sección despedazada fuera del agua.
—Bajen un bote lo más rápido que puedan.
—Sí, señor.
Unos minutos más tarde habían conseguido arrancar los renuentes dedos del niño de la mano de su difunta protectora; el chiquillo se quedó con los ojos muy abiertos y en posición de firmes en la cubierta principal del Beagle, envuelto en una manta de lana. FitzRoy se arrodilló y le habló en español y en el tono más suave de que era capaz.
—¿Cómo te llamas?
—Lo siento, señor, pero no hablo español —respondió en perfecto inglés.
—Vaya, vaya. Así que eres inglés. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Hodges, señor.
—Bueno, Hodges, creo que has demostrado ser un niño muy valiente. ¿Vives en Concepción?
—En Talcahuano, señor.
—¿Y tus padres? ¿Viven en Talcahuano contigo?
—Los dos están muertos, señor. Se les cayó el techo encima, señor. Hubo un terremoto.
—Lo siento mucho, Hodges —dijo FitzRoy en tono grave—. Pero demos las gracias a Dios de que tú aún estés vivo. Te has salvado de milagro. ¿Dónde estabas cuando cayó el techo?
—Mi niñera Isabela me cogió de la mano y corrió a la calle cuando oyó el ruido, señor.
—¿Isabela era la mujer que iba contigo en el barco?
—Sí, señor. Pero mi perro sabía que iba a haber un terremoto, señor. Se escapó.
—¿Tu perro?
—Mi perro Davy. Todos los perros del pueblo se escaparon antes del terremoto, señor. Huyeron a los montes. Y también los pájaros se fueron volando. A cientos. ¿Cree que Davy estará bien?
—Ya lo creo. Me parece que Davy es un perro muy listo. Estoy seguro de que habrá encontrado un lugar para esconderse. Pero dime, ¿cómo conseguisteis subir al bote?
—Después del terremoto, Isabela dijo que habría una gran ola, señor. Una ola gigante. Dijo que si nos quedábamos en Talcahuano con los europeos, nos ahogaríamos. Dijo que teníamos que ir a la bahía con el barco. Dijo que si los barcos están lo bastante lejos de la costa, la ola pasa por debajo y no rompe encima de ellos, señor.
—¿Y eso es lo que hicisteis?
—Sí, señor, pero el agua de la bahía había desaparecido, y todos los peces estaban muertos. No había mar. Tuvimos que correr por el barro. Luego encontramos un barco, y empezamos a remar, y entonces vino la primera ola.
—¿La primera ola?
—Hubo tres, señor. Rompieron sobre el pueblo. El agua retrocedió con montones de mesas, sillas y muertos. La primera ola nos cayó encima. Había un gran barco de pesca encima de la ola, y la ola lo levantó y se estrelló sobre Isabela. —El pequeño se estremeció al recordarlo, y FitzRoy le pasó un brazo por los hombros para consolarlo—. No la solté de la mano porque ella me lo dijo. Hice lo que Isabela me dijo. Nadie se enfadará conmigo, ¿verdad señor?
—No, Hodges, hiciste lo que tenías que hacer. Así que no debes inquietarte. Eres muy valiente. —Se mordió el labio. No podía encontrar las palabras adecuadas. Notó que una mano pequeña y húmeda le cogía la suya apretándosela con una firmeza sorprendente.
—Por favor, señor, no quiero volver a quedarme solo nunca más.
—No te preocupes, Hodges, te prometo que nunca te dejaré solo. Estás a bordo de un barco de la Marina inglesa, el Beagle, y vamos a rescatar a todas las personas que podamos. Localizaremos también a Davy, y lo salvaremos. ¿Te gustaría ayudarme a capitanear el Beagle? Puedes mostrarme el camino hasta el puerto. Podemos llevar el barco juntos, ¿qué te parece?
—Muy bien, señor.
FitzRoy se cargó el niño a los hombros y le encasquetó su gorra de capitán.
—Ahora, señor Hodges… voy a tener que llamarte señor Hodges, pues ahora eres capitán… la primera orden que debemos dar es poner rumbo a Talcahuano. ¿Crees que podrás conseguirlo? Luego iremos abajo para buscar algo de comida y agua.
—Sí, señor.
—Grita lo más fuerte que puedas.
—Pongan rumbo a Talcahuano —dijo Hodges con voz aguda.
—A la orden, capitán —respondió de inmediato el contramaestre, y los hombres se dirigieron rápidamente a sus puestos mientras se transmitía la orden.
Hodges se colgó del cuello de FitzRoy, y al sentir la calidez y la vida que emanaban del cuerpo del hombre, se aferró a él con toda su alma.
Al bordear el cabo descubrieron que Talcahuano había sido borrado del mapa literalmente. Sólo quedaban en pie unos cuantos ladrillos y pedazos de pared aquí y allá: el mar se había tragado el resto. En el pequeño puerto de pescadores no había un alma; en la colina, más allá de donde habían llegado las olas devoradoras, una fantasmal cortina de humo colgaba sobre los restos de Concepción, dos días después de la primera sacudida que había destruido el pueblo. Incluso desde la distancia podían percibir que ningún edificio seguía entero. Concepción, o lo poco que quedaba de ella, ofrecía una vista más pintoresca que Talcahuano, que había sufrido una verdadera erradicación quirúrgica, pero era evidente que los daños ocasionados en aquélla no eran menos mortíferos. FitzRoy, con la ayuda de su nuevo capitán adjunto, dio órdenes de echar las anclas, aferrar las velas y bajar los botes al agua.
—Señor King.
—¿Señor?
El joven guardiamarina, que había pasado una Nochebuena temblando de miedo en Barnet Pool, se había convertido en un robusto joven de diecinueve años, capaz de derribar a cualquier hosco amotinado.
—Se quedará al mando del Beagle. La guardia de la mañana recibirá sus órdenes. Quiero que descarguen toda la comida del barco, y cuando digo toda me refiero hasta la última lata, a tierra, y de inmediato. Señor Sulivan, señor Wickham, el resto de la tripulación irá a Concepción con todas las mantas, prendas de ropa y botellas de agua que puedan reunir. Dígale a May que lleve sus herramientas.
—Sí, señor.
King lo miró con cara de preocupación.
—¿Todas las provisiones?
—Sí, todas.
—Pero ¿cómo vamos a regresar a Inglaterra sin ellas, señor?
—Volveremos a Valparaíso, señor King, y allí conseguiremos más provisiones. Vamos, rápido, espabilen.
—Ya han oído al capitán —vociferó el contramaestre Sorrell—. ¡Reúnan todas las latas, vamos!
Media hora después, un buen número de oficiales y marineros chapoteaba por los bajíos de la playa de Talcahuano. FitzRoy, con el pequeño Hodges sobre los hombros, marchaba con resolución al frente. Dos barcos de pescadores, el Paulina y el Orion, yacían despedazados y reclinados sobre un costado a mitad del camino de la costa; sorprendentemente aún continuaban anclados, pero sus cadenas estaban enredadas entre sí con fuerza, dando testimonio de su último baile arremolinado. Unos doscientos metros más arriba había una goleta blanca y panzuda, boca abajo y desprovista de sus mástiles, resquebrajada como un huevo que hubiera caído de cierta altura. No quedaba rastro de la existencia de Talcahuano: entre las ruinas se veían sólo charcos de fría agua salada que brillaban acá y allá con peces muertos flotando. El camino hasta Concepción estaba resbaladizo y repleto de desperdicios en estado de descomposición.
Vista de lejos, Concepción le recordó a FitzRoy un grabado romántico de la abadía de Tintern. Los muros laterales de la catedral se veían agrietados, pero aún se mantenían en pie, las ventanas abovedadas estaban intactas, pero los grandes contrafuertes habían sido arrancados de cuajo, como si se hubiera empleado un cincel. De hecho, todas las paredes orientadas del nordeste al sudoeste habían sobrevivido; por el contrario, las que se unían a ellas en ángulo recto se habían derrumbado. La fachada de la catedral, semejante a una fortaleza y cuya base tenía unos tres metros de espesor, se había desmoronado y formado un caótico montón de vigas y mampostería. De los escombros habían salido rodando piedras enormes hasta quedar en medio de la plaza. En ella convergían calles trazadas en una cuadrícula ordenada que seguía el patrón urbanístico latinoamericano, y que hasta unos días atrás habían tenido hileras de casas bajas y elegantes, ahora convertidas en filas de cascotes y montones de ladrillos. El suelo estaba lleno de grietas, como si Concepción fuera el mantel de una mesa llena de objetos y una mano invisible hubiera agarrado los bordes de la tela y la hubiera estirado hasta desgarrarla. Aquí y allá, donde los techos de paja habían caído sobre las brasas del hogar de las casas, se elevaban columnas de humo. Entre los escombros deambulaban algunos supervivientes aturdidos, o se sentaban alrededor de los fuegos esporádicos para calentarse las manos; entre ellos había un hombre pálido, confuso y cubierto de polvo, que lloraba y llamaba desesperadamente a sus amigos y familiares. Era el espectáculo más espantoso que los marinos del Beagle habían contemplado jamás. FitzRoy dividió a sus hombres en cuatro grupos:
—Señor Hamond, recoja toda la madera que pueda y ordene al carpintero y sus ayudantes que construyan refugios provisionales en el centro de la plaza, es decir, lejos de las casas derruidas, por si hay más temblores. Señor Bynoe, usted se encargará de atender a los heridos. Señor Sulivan, usted y sus hombres deberán buscar supervivientes entre las ruinas. Señor Wickham, asegúrese de que todo el mundo reciba comida, agua y al menos una manta. Y procure que no hagan ruido, pues en caso contrario no oiremos los golpes de la gente enterrada debajo de los escombros.
Mientras los cuatro oficiales se dirigían diligentemente a cumplir sus órdenes, se oyó gritar en inglés:
—¡Gracias a Dios! ¡Hodges, muchacho, estás vivo!
Un caballero rechoncho y de baja estatura se encaminó a la plaza jadeando: llevaba el sombrero de copa aplastado como si fuera un acordeón, y tenía el traje totalmente cubierto de polvo blanco, como si saliera de una reyerta en un molino harinero.
—¿Quién es ése, señor Hodges? —preguntó FitzRoy.
—Es el señor Rouse —respondió el niño, que todavía lucía la gorra del capitán.
FitzRoy extendió una mano mientras Rouse se acercaba resollando.
—Soy el capitán FitzRoy, del barco de Su Majestad Beagle, a su servicio.
—¿Es usted inglés? Gracias a Dios. Me llamo Rouse, y soy el cónsul británico.
FitzRoy le pasó la cantimplora al hombre, que bebió un buen trago de agua.
—Quédesela, es suya.
—Muchas gracias, señor. Es muy generoso de su parte. No puedes imaginar lo contento que estoy de verte, Hodges, muchacho.
—El señor Hodges ha sido un buen chico y ha demostrado ser muy valiente desde que lo rescatamos del agua.
—¡Estupendo! Muy bien, Hodges. —Rouse se secó los labios con el dorso de la mano, dejándose una mancha rosa de payaso alrededor de la boca—. Ah, por cierto… ¿y tus padres? —murmuró, mirándose los pies enharinados.
FitzRoy sacudió la cabeza de forma elocuente.
En ese preciso instante se oyó un profundo rugido desde el mar, y bajo sus pies el suelo tembló ligeramente. Hodges se agarró a FitzRoy con más fuerza.
—Son réplicas del terremoto —explicó Rouse—. No hay por qué preocuparse, mozalbete. En los últimos dos días hemos tenido varios centenares. Las mareas se han ido a la m… Las mareas se han ido al traste; parecen no saber cuándo han de subir y cuándo bajar; todo está patas arriba.
—Por lo visto ha pasado usted por experiencias terribles…
—Ya puede decirlo, ya. En el espacio de seis segundos todo el pueblo quedó arrasado. Hace tiempo que vivo aquí, así que en cuanto noté el primer temblor, corrí al patio. Justo cuando llegué al centro, la pared que tenía detrás se desplomó. No podía mantenerme en pie por las sacudidas, así que fui gateando hasta colocarme sobre el montón de escombros, pensando que allí estaría a salvo; pero poco después la pared de enfrente también se derrumbó, y una viga enorme me pasó casi rozando la cabeza. Apenas podía ver nada por el polvo. Luego me las arreglé para trepar por las ruinas y salir a la calle. Desde allí pude ver Talcahuano y la bahía, y entonces, capitán FitzRoy, le juro por Dios que… ejem, le prometo que vi algo de lo más extraño: el mar estaba hirviendo.
—¿Hirviendo?
—Se había ennegrecido y expelía columnas de vapor sulfuroso. En el mar había explosiones, como cañonazos. El agua de la bahía había retrocedido, como si alguien hubiera retirado un enorme tapón. Entonces vi la primera ola, a muchas millas mar adentro, acercándose a toda velocidad. Cuando llegó a la orilla, arrancó de cuajo los árboles e hizo pedazos las casas. Al entrar en la bahía se convirtió en una ola grandiosa y espumeante de al menos nueve metros de altura. Era un espectáculo monstruoso, horrible. Y en total hubo tres olas, la segunda más grande que la primera, y la última mayor que las otras dos.
FitzRoy, que notaba la creciente tensión de las pequeñas manos de Hodges a medida que el cónsul proseguía con su narración, trató de indicarle al hombre con la mirada que tal vez sería mejor posponer el asunto para más tarde. Por fortuna, un estruendo de ladridos impidió proseguir la conversación: el timonel Bennet caminaba por la plaza con una lata de carne en la mano y una enorme jauría de perros hambrientos pisándole los talones.
—Señor Bennet, ¿qué demonios…?
—Perdóneme por haberme ausentado de mis obligaciones unos instantes, señor —se disculpó Bennet, impasible, aunque sin poder disimular una sonrisa—, pero pensaba que era importante encontrar a Davy. Me parece que no estará muy lejos de aquí.
En efecto, Hodges había reconocido a su perro. FitzRoy lo bajó, y el niño se lanzó sobre un gran perro negro. El capitán recogió su gorra de capitán del suelo, le sacudió el polvo y se la puso en la cabeza de nuevo.
—Señor Rouse, creo que cuidar del bienestar de la comunidad británica en esta costa es responsabilidad suya.
—Así es, señor, pero ¿qué…?
—¿Podría cuidar al señor Hodges, por favor? Creo que debo ir a echar una mano en las excavaciones. —Cogió la lata de carne de la mano de Bennet y se la entregó al cónsul. En ese momento, Rouse se vio rodeado por la estruendosa jauría de perros. Empujando al timonel hacia delante amistosamente, el capitán se despidió del indefenso diplomático—. Que tenga usted un buen día, señor.
Rouse intentó devolverle el saludo, pero en lugar de eso se quedó mirándolo con la boca abierta. Los dos hombres fueron a unirse al equipo de rescate, dejando al cónsul como una isla asediada en un mar espumeante de bocas caninas.
Tres días después, la tripulación del Beagle había logrado alimentar, vestir y alojar a un centenar de supervivientes; había entablillado un sinnúmero de huesos rotos y curado moratones con vinagre y papel de estraza. Los hombres habían rescatado a seis personas más sepultadas en los escombros de los edificios, incluidos dos trabajadores de la cuadrilla que había estado restaurando el techo de la catedral antes de que se les cayera encima. Encontraron ocho cuerpos aplastados entre las ruinas del edificio: los otros siete miembros de la cuadrilla y un anciano que, al parecer, se había refugiado sin pensar bajo el arco de la portada esculpida de la iglesia. FitzRoy ordenó cavar un gran foso para enterrar a los muertos, e hizo lo posible para oficiar unas honras fúnebres católicas, si bien una vieja mestiza aseguró que no tenía sentido celebrar un entierro cristiano, pues el Dios cristiano había demostrado ser más débil que el dios del volcán, que les había enviado el terremoto.
Los hombres del Beagle estaban al límite de sus fuerzas, tendidos en sus lonas alquitranadas en la plaza. Sólo Wickham, a quien habían nombrado artista de emergencia del barco, seguía trabajando, y hacía apuntes muy elaborados de la catedral en ruinas. Un hombre procedente de Talcahuano entró corriendo en la plaza: era Rensfrey, uno de los marineros.
—Perdóneme, señor, traigo saludos del señor King. Me ha pedido que le diga que hay una goleta en la bahía, señor. Cree que en ella viaja el filósofo, señor.
—¿El señor Darwin?
—El señor King dice que así es, señor.
FitzRoy cogió su gorra y se puso en pie de un salto.
—¡Qué buena noticia! Gracias, Rensfrey, por la molestia.
Con Rensfrey detrás, FitzRoy caminó a grandes zancadas hasta la orilla, donde encontró a Darwin, que bajaba de un bote en compañía de un hombre bajo, pulcramente vestido y tocado con un caro sombrero. En la bahía estaba fondeado un barco privado, pequeño pero elegante, de unas treinta y cinco toneladas. Abrumados por la alegría de volver a verse y sintiéndose igualmente culpables, los dos amigos se abrazaron junto a la orilla.
—Capitán FitzRoy, le presento al señor Richard Corfield, comerciante de Valparaíso.
—¿Cómo está usted, capitán FitzRoy? —saludó el elegante caballero.
—Encantado de conocerlo, señor Corfield. Perdone que se lo diga, pero no puedo dejar de admirar su barco, si es que es suyo.
—¿El Constitución? Ah, sí, no está mal, ¿verdad? Y sí, puede decirse que es mío. Bueno, para ser exactos, desde hoy es suyo.
—¿Mío? Perdone, pero…
—Se lo cedo, amigo mío, todo el tiempo que lo necesite.
—Le conté a Corfield que usted había tenido que vender el Adventure —intervino Darwin—, y que le faltaban barcos para terminar de cartografiar las costas de Sudamérica.
—Pero, señor Corfield, no puedo aceptarlo. Es usted demasiado generoso.
—¡Tonterías! —dijo Corfield, metiéndose las manos en los bolsillos del abrigo como un niño travieso—. De todas maneras, nunca lo uso. Estoy demasiado ocupado. Utilícelo como mejor le convenga.
—Señor Corfield, no sé qué decir…
—Pues no diga nada. —Hizo un ademán para indicar que no había nada más que añadir.
—Querido amigo —dijo Darwin—, qué alegría me da verlo recuperado.
—Y tan impaciente por pisar de nuevo suelo inglés como usted mismo.
—Tenemos noticias que darle, capitán FitzRoy. Una carta del comodoro Mason de Valparaíso. Son buenas noticias. —Sonriente, Corfield sacó una carta doblada del bolsillo—. Perdone la intrusión en sus asuntos particulares, pero el comodoro nos reveló el contenido de la misiva cuando nos la encomendó.
FitzRoy rompió el precinto y desdobló la carta. Después de seis años al mando del Beagle en calidad de teniente de navío, había ascendido de rango. Ahora era capitán. Debería haber saltado de alegría, pero en lugar de eso tenía una extraña sensación de vacío. Leyó detenidamente el resto de la carta. Se le ordenaba presentarse a Mason, en Valparaíso, cuanto antes.
—¿Han ascendido a alguien más, a Wickham o Stokes, por ejemplo?
—Me parece que no.
—Me quejé al respecto… Esperaba ver que sus esfuerzos eran recompensados.
—Pero ¿no está contento? —preguntó Darwin visiblemente preocupado—. Tengo entendido que a partir de ahora todo será cuestión de antigüedad, así que a su debido tiempo podrá ascender a almirante.
—Así es. Perdone que parezca tan desagradecido. Me habría gustado que promocionaran a algunos de mis oficiales, pues creo que se lo merecen. Eso me habría complacido más que mi propio ascenso, que ha llegado demasiado tarde para satisfacerme. Han transcurrido seis años. Algunos se convierten en teniente en un solo año. Me han pasado por encima muchos oficiales. Me está bien empleado, por haberme enredado con la política.
Se dio cuenta de que su estrella, que antaño brillaba con luz propia, había ido debilitándose con el tiempo. Que le hubieran dado el mando de un barco a los veintitrés años, eso sí que había sido especial. Ser nombrado capitán de un pequeño bergantín cuando estaba a punto de cumplir treinta no era ningún honor. La promoción no era sino un emplasto que Beaufort, u otro amigo que lo veía con buenos ojos en las altas esferas, le aplicaba para tapar la herida abierta producida por su reciente altercado con el Almirantazgo. Todo se aclararía cuando volviera a Inglaterra y le encomendaran su siguiente misión: entonces descubriría si todavía se le consideraba un oficial prometedor. Quizá, si había un vuelco en el gobierno y los tories retomaban el poder, la vida sería más fácil para él y su tripulación.
—¿Se sabe quién lleva las riendas del Parlamento? ¿Tiene Grey sucesor?
—Mi querido amigo, ¿acaso no se ha enterado? —repuso Corfield—. El Parlamento ya no existe. ¡Ha ardido hasta los cimientos!
—¿Cuándo?
—El pasado octubre. Todo el palacio de Westmister se convirtió en cenizas. La capilla de Saint Stephen, los claustros, la Painted Chamber, no queda nada. Sólo Westminster Hall está en pie. Concepción no es el único lugar destruido. El caos se ha apoderado del mundo.
—¿Quién sabe, amigo? —terció Darwin, dándole una palmada en la espalda para animarlo—. Quizá la hoguera traiga los esperados cambios.
«Espero que así sea», se dijo FitzRoy.
Los tres hombres subieron por la cuesta para que Corfield y Darwin pudieran contemplar la vista de Concepción en ruinas. Los recién llegados enmudecieron de golpe al ver la enormidad de la destrucción, las apretadas filas de silenciosos escombros que ocupaban las calles donde hasta hacía muy poco la gente vivía, compraba y rezaba.
—Qué espectáculo más triste y humillante —declaró Darwin al rato—. Las obras del hombre que han costado tanto tiempo y trabajo, derribadas en un segundo. Así de insignificante es el poder del que se vanagloria el hombre. ¡Qué privilegio ser testigo de ello!
—No se exceda, amigo —dijo Corfield entre dientes.
—Perdone, con eso no pretendía decir que no me compadezca de esa pobre gente, pero desde un punto de vista científico es absolutamente fascinante.
—¿Se han fijado en que los muros que van del noroeste al sudeste se han desplomado, mientras que los situados en dirección inversa por lo general han resistido?
—Dios mío, tiene razón.
—Es como un barco cuando navega en mar gruesa. Si la nave se alinea con las olas, navegará por encima de las sacudidas, pero si se pone de costado, escorará. Eso prueba que las sacudidas de un terremoto proceden de una especie de ondulación que tiene una sola dirección.
Ahora los dos hombres se sentían llenos de emoción. Estaban pasando junto a los restos de una gran casa que había pertenecido a un mercader. Darwin entró y reapareció con una alfombrilla rota y unos cuantos libros hallados entre los cascotes. Rápidamente extendió la estera en el suelo y dispuso los libros de canto, la mitad de ellos alineados con la alfombrilla y los otros en ángulo recto respecto a los primeros.
—Observen —pidió.
Se arrodilló a un lado de la alfombrilla y la estiró con suavidad imitando las oscilaciones de un terremoto. Los libros que estaban en ángulo recto con la dirección de las oscilaciones se cayeron, mientras que aquellos que estaban alineados con ella se mantuvieron en pie.
—Ya se lo dije, Darwin, amigo mío —exclamó Corfield, metiendo las manos hasta el fondo de los bolsillos—, ¡es usted condenadamente genial!
Al anochecer, FitzRoy y Darwin se encontraban junto a los restos del muro exterior del castillo Penco, una fortaleza española del siglo XVII. El castillo se había desmoronado antes del último terremoto, y ahora ofrecía un aspecto decadente y derrotado, en completa consonancia con las ambiciones imperiales de la madre patria. La marea estaba alta y las olas oscuras de color magenta batían violentamente contra las viejas almenas españolas, e iban desprendiendo poco a poco las vetustas piedras de su lecho de argamasa. Mientras el sol se escondía tras el muro azul del horizonte, Darwin hablaba y hablaba sobre los descubrimientos que había hecho en las montañas y las increíbles conclusiones a las que había llegado; de todas menos una. Ocultó las ideas inquietantes que le había suscitado la divergencia observada en la fauna de cada uno de los lados de la cordillera de los Andes: esas deducciones eran de una trascendencia tan devastadora que era consciente de que debería escoger el momento para revelarlas con el mayor cuidado. Por otra parte, el número de pruebas que demostraban la elevación intermitente y continuada de las montañas le parecía abrumador.
—Por ende, debemos concluir que la elevación de las montañas no está causada por los terremotos, sino que dicha elevación es la causa de los terremotos.
—Creo, por lo que me dice, que debo hacerle justicia —concedió FitzRoy con elegancia—. Escribiré a Lyell para contárselo.
—Le agradezco mucho su comprensión. Pero… ¿no cree que todo esto pone en duda la historia del diluvio universal?
—En absoluto. Una cosa no descarta la otra. El terremoto y el Diluvio pueden existir uno al lado del otro; de hecho los dos pueden haber ocurrido a la vez.
—Pero sin duda todas las pruebas que he encontrado de que la tierra estuvo bajo el agua son el resultado del cambio continuo que experimenta la corteza del planeta. Lugares que ahora se hallan muy por encima del nivel del mar estaban antes en el fondo del mar. Puede que se hayan inundado algunas regiones, pero de ahí a pensar en un diluvio universal, ¡eso no pudo ocurrir jamás!
—Querido amigo —replicó FitzRoy suavemente—, quizá no esté tan claro como piensa. Usted afirma que la tierra se ha estado elevando durante milenios, y que continúa haciéndolo, ¿no?
—Sí.
—Entonces explíqueme por qué esta fortaleza española, que se construyó a la orilla del mar hace doscientos años, continúa en la orilla.
Darwin miró a su alrededor. FitzRoy tenía razón.
¿Por qué el castillo Penco no se había elevado desde el nivel del mar y había preferido en cambio desmoronarse allá donde lo habían erigido? No tenía respuesta para eso. Todo le parecía tan sencillo cuando estaba en las montañas, se había puesto tan contento por haber dado con lo que se le antojó la respuesta universal a todas las cuestiones… Haría falta una vida entera consagrada al estudio sólo para desvelar unas pocas y menores complejidades del universo divino. Rió con ganas al pensar la enormidad de la tarea y la facilidad con que la había subestimado.
—Estoy seguro de que sus observaciones son correctas —dijo FitzRoy con tono conciliatorio mientras regresaban—, pero me temo que no tengo el valor suficiente para cuestionar la palabra de Dios. Estoy convencido de que en el diseño divino hay cabida para las dos posibilidades.
Mientras hablaba, un profundo bramido retumbó en las cavernas invisibles del infierno, y la tierra tembló como si una enorme bestia subterránea sacudiera los barrotes de su jaula. Era la réplica más fuerte que habían tenido hasta ese momento. FitzRoy y Darwin salieron proyectados al suelo, como dos estatuas de las catedrales del antiguo Bizancio que los guerreros sarracenos arrojaran a su paso. Postrados a la fuerza, los dos hombres abrieron los brazos y las piernas para evitar salir rodando por la hierba. Unos instantes después, cuando las sacudidas cesaron, alzaron la cabeza con cautela. Había algo extraño, algo diferente a su alrededor. Darwin fue el primero en levantarse y el primero en advertir lo que había ocurrido, y corrió agitadamente cuesta abajo, hacia la orilla.
—¡Mire! —dijo saltando de alegría—. ¡FitzRoy, mire, mire esto!
Allí, detrás del alterado naturalista, podía verse un banco de mejillones resplandecientes y adheridos a la roca. Pero los moluscos no yacían bajo el agua, como unos minutos antes, sino que estaban chorreando casi medio metro por encima de la línea de pleamar.