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Puerto de Valparaíso

11 de enero de 1835

FitzRoy estaba sentado en su camarote en sombras, mirando fijamente los mapas de Tierra del Fuego desplegados en desorden sobre la mesa. Unas horas antes había dejado a un lado la pluma, que yacía ociosa junto a los instrumentos de cartografía, con la punta seca. El camarero le había llevado la comida hacía mucho rato, pero él no había respondido a su llamada a la puerta. No había probado bocado en todo el día. No tenía hambre. Toda actividad en el camarote se había detenido, el único movimiento entre esas cuatro paredes era el silencioso y desesperado latir de su corazón.

Sin embargo, su mente estaba demasiado llena de pensamientos para detenerse, era un revoltijo de pensamientos apresurados; toda idea individual brillaba con nitidez, pero cuando varias se unían entre sí, formaban un remolino incoherente imposible de aclarar y poner en orden. Concentrándose mucho, conseguía apoderarse de una gema en medio del torrente, y se esforzaba por aislarla de las demás y calcular su valor. «Tierra del Fuego no está bien cartografiada —le decía un pensamiento—. Debemos volver. Aún hay islotes que no tienen nombre, sondeos de profundidad inexactos y rocas que no figuran en los mapas. Tiene que cartografiarse todo otra vez, y en esta ocasión sin fallos».

En el fondo, FitzRoy sabía que no le quedaba otra opción. Inmóvil en la silla, notó la misma sensación en el estómago que se tiene cuando se sube y se baja la cima de una colina muy rápido, y advirtió que era una mezcla de euforia ante la posibilidad de corregir sus errores y de pavor al pensar que se convertiría una vez más en una tarea imposible. La solución a esta dicotomía le llegó con otra brillante revelación. Esa vez no trazaría un recorrido a través del laberinto. Ése había sido su error. Dejaría que el itinerario se fuera haciendo sobre la marcha. La diáfana luz de los cielos brillaría en la oscuridad e iluminaría su camino.

En ese preciso momento la puerta se abrió y el pequeño camarote se inundó de luz. Las motas de polvo se arremolinaron en los rincones. ¿Había enviado Dios a un mensajero? No. Era Darwin, y parecía exultante. Blandía una hoja de papel. ¿No había estado enfermo? ¿No llevaba fuera mucho tiempo?

—¡FitzRoy, amigo mío! ¿Cómo está? Traigo noticias estupendas. He recibido una carta del profesor Henslow. El avestruz petise… ese avestruz pequeño, ¿se acuerda?, ha llegado sin ningún percance a Cambridge y ha sido bautizado con el nombre de Rhea darwinii. Es más, el espécimen de aquel hongo de árbol amarillo que comían los fueguinos también ha sido catalogado y ha recibido el nombre de Cyttaria darwinii. Hoy es un día feliz.

Siguió hablando, pero FitzRoy no oía más que un murmullo ininteligible. Filos decía algo relacionado con una carta; su nombre estaba causando sensación en Inglaterra. En ese momento, al seleccionar un hecho concreto del torrente de su subconsciente, recordó que él también había recibido unas cartas, cartas que Darwin debía leer. Se las acercó empujándolas por encima de la mesa.

Darwin enmudeció de golpe y leyó la primera misiva, horrorizado. Era del Almirantazgo.

En lo que respecta a los barcos de reconocimiento auxiliares llamados Paz y Liebre, sus señorías no aprueban que se adquieran otras embarcaciones, y por tanto desean que se liquiden lo antes posible.

La segunda carta empezaba con una severa reprimenda por el excesivo tiempo que habían tardado en acabar de cartografiar Tierra del Fuego y las Malvinas, y a continuación abordaba el asunto de la compra del Unicorn y su reconversión en el Adventure.

Se informa al capitán FitzRoy de que sus señorías desaprueban profundamente ese proceder, en especial después de las órdenes que había recibido en ese sentido.

—Pero eso es una vergüenza —exclamó Darwin, indignado—. Es una maniobra totalmente política. Por mucho que me duela decirlo, me temo que es obra del gobierno liberal, y se debe sólo a que es usted miembro de una familia tory.

—El Almirantazgo no ha considerado que fuera su obligación ayudarme. Pero la ayuda vendrá de otra parte, descuide.

Sin entender qué había querido decir FitzRoy, Darwin continuó desahogándose.

—¿Qué haremos con tan poco espacio? Ya tendré bastantes problemas en encontrar un sitio para mis colecciones. ¿Cómo se supone que voy a compartir la biblioteca con Stokes, King, Hamond y Martens?

—¿Martens? Pero si se ha ido.

—¿Que se ha ido? ¿Adónde?

—No hay dinero para pagarle. Vendí el Adventure por siete mil dólares de papel, por lo que en toda la operación he perdido quince mil dólares. Gran parte del dinero que recibí sirvió para pagar a la tripulación del Adventure. Lamenté mucho tener que subastar el barco, pero aquí en el Beagle todos insistieron en que lo hiciera. Así que hemos perdido el Adventure. —De repente se sintió abrumado por la pena; no sólo había perdido la hermosa goleta blanca, sino también a un compañero—. Hemos perdido el Adventure —repitió—. Y también a Skyring.

—¿Skyring? ¿Quién es Skyring?

FitzRoy empujó otra carta del Almirantazgo por encima de la mesa. Darwin la leyó en voz alta: «Lamentamos informarle de la muerte del teniente William Skyring, del barco Dryad, y antes del Beagle y Adelaide, asesinado por los indígenas en la costa de África occidental en mayo de 1834».

—Yo lo sustituí al mando del Beagle —recordó FitzRoy con tristeza—. Él tenía que haber sido el capitán. Y en lugar de eso ha muerto asesinado. Al principio me culpé de su muerte, pero después me di cuenta de que formaba parte del plan divino. El Señor encomienda una tarea a cada uno de nosotros. Y la mía es regresar a Tierra del Fuego para levantar de nuevo mapas de sus costas.

—¿Qué? —Darwin casi se cayó de la silla.

—Mi tarea —repitió pacientemente— consiste en regresar a Tierra del Fuego y…

—Pero, FitzRoy, ¿ha perdido el juicio?

—El Señor me encomienda que…

—¡Que el Señor nos libre de esa locura! —lo interrumpió Darwin—. ¡Provocará un motín a bordo! Si ha pensado que voy a arriesgar mi vida volviendo al cabo de Hornos… Me uní al viaje con la intención de visitar las islas de coral del océano Pacífico, no para sentarme en un maldito esquife batido por las tempestades del Atlántico sur un año tras otro hasta que el perfeccionista e histérico de su capitán esté completamente satisfecho de su trabajo.

Entre todas las emociones que luchaban en el interior de FitzRoy, fue la ira la que consiguió salir a flote.

—Ya he tomado la decisión.

Darwin no daba crédito a sus oídos. También él se sonrojó de pura rabia. Las semanas de ocio que acababa de pasar alternando con la sociedad chilena le habían recordado lo que era vivir una existencia independiente sin verse sujeto al arbitrario capricho de un solo hombre.

—En ese caso me temo que deberá viajar sin naturalista a bordo. Regresaré con el señor Corfield, o con el señor Caldcleugh, en cuya casa he estado convaleciente; ya encontraré otro pasaje.

FitzRoy lo miró con ojos centelleantes.

—Como siempre, ha tomado usted mucho, pero no ha pensado en devolver nada. Supongo que tendremos que organizar una fiesta a bordo.

—¿Una fiesta? ¿De qué está hablando?

—Una fiesta para dar las gracias a los miembros de la colonia británica cuyos favores ha aceptado usted tan de buena gana.

—No hay ninguna necesidad. ¿Qué pretende decir?

—Quiero decir, señor, que es usted el tipo de hombre que siempre espera recibir favores, y nunca hace nada por devolverlos.

Lívido de ira, Darwin se puso en pie y salió del camarote dando un portazo. Sobre la cubierta principal chocó con el estupefacto teniente Wickham, que intentó reconvenirle su actitud.

—Maldita sea, Filos, desearía que no discutiera con el capitán cuando lo vea tan agotado.

—¿Agotado? ¡Está desquiciado! Puede informarle de mi dimisión como filósofo natural del Beagle. No voy a pasar un minuto más en este barco de locos.

Dejó a Wickham con la palabra en la boca y se fue a sus aposentos a recoger sus cosas. Preocupado, el teniente llamó con suavidad a la puerta del camarote de FitzRoy. No obtuvo respuesta.

• • •

El camarote del capitán se había convertido en un lugar frío y lúgubre. A la luz cenicienta que entraba por el ojo de buey, los colores del cubículo se veían apagados y monótonos, y los escasos muebles adoptaban formas fantasmagóricas y matices sombríos. Los lejanos sonidos del barco —el crujido de las jarcias, el chapaleo del agua contra el casco y el murmullo de voces distantes— se habían fundido hasta convertirse en una sola nota continuada, tan sorda como ininteligible. Sin embargo, nada de eso le importaba a FitzRoy; él ya no estaba allí, excepto en un sentido físico. FitzRoy estaba en otra parte.

Ésa era la única manera de describir su miedo: estaba en otro lugar. No tenía ninguna lógica, lo sabía. Quería luchar contra aquello que lo mantenía en la oscuridad, que se reía de él en sus barbas, pero no había un adversario de carne y hueso a quien enfrentarse. Ni siquiera tenía síntomas físicos de sus padecimientos. Sólo había un pavor sin nombre y sin forma que lo había arrastrado hasta su guarida, un lugar más terrorífico que cualquier pesadilla que hubiera tenido nunca. Cuanto más intentaba escapar, más atrapado se sentía. Se notaba dominado por el miedo y la desesperación, como si éstos fueran los centinelas que vigilaban ese otro lugar.

Yacía hecho un ovillo en el catre, estremecido por los sollozos. ¿Cuánto tiempo llevaba llorando? ¿Horas? ¿Días? Lejos de aliviarlo, las lágrimas lo asfixiaban. Y cuando al fin se secaron, FitzRoy continuó sollozando convulsivamente; la amargura se mezcló con la vergüenza, el odio a sí mismo y la rabia por lo absurdo de todo lo que le ocurría. Tenía el cuerpo bañado en sudor. Sabía que las cartas del Almirantazgo estaban en el origen de la transformación de su estado mental. Habían sido el desencadenante, pero nada más. Lo que había pasado a continuación no sólo era terrorífico, sino terroríficamente inexplicable. ¿Qué le estaba sucediendo, Dios bendito? Se abrazó a la almohada en busca de consuelo; en ese extraño lugar en que se encontraba, la almohada era el único punto de referencia familiar. Quería darse media vuelta, pero no se acordaba de cómo hacerlo; le parecía una acción colosal, impensable; el solo hecho de imaginarla lo llenaba de pavor.

Había probado a darse órdenes para salir de su malestar. «Levántate. Acércate a la pila. Pide que te traigan agua. Aféitate. Haz todas esas tareas que has realizado sin pensar mil veces». Hasta consiguió poner los pies en el suelo, pero en cuanto lo hizo, sucumbió a una repentina oleada de pánico, a la conciencia de su inminente fracaso. Sin aliento, se dejó caer en el catre, temblando, extenuado.

Lo intentó otra vez. «¿Quién eres?». Nadie. «¿Qué sientes?». Nada. «¿Qué puedes hacer?». Nada. «¿Qué sabes?». Nada. «¿Qué entiendes?». Nada. «No soy nada. No hay nada». Todo su ser había sido reducido a una pura y simple manifestación de pánico, a un espantoso desasosiego sin ninguna posibilidad de alivio; a la sensación de una caída eterna, sin la bendición del impacto final.

Desesperado, luchó para sobreponerse. Nunca había estado tan aterrorizado, ni siquiera en medio de las tempestades contra las que había luchado, una en Maldonado y la otra en el cabo de Hornos. Pero tenía que hacer algo. «Cuanto más logres hacer, menos ganas tendrás de morir». Temblando, incapaz de levantarse, debilitado por la falta de comida, consiguió, no sin gran esfuerzo, arrastrarse por el borde del lecho y caer al suelo. Lentamente reptó por el suelo de madera. Por fin alcanzó la mesa para coger pluma y papel. «Por favor, Señor, dame la fuerza que necesito para lo que tengo que hacer».

Ya tenía la pluma en la mano, pero se había olvidado de escribir. No sentía el brazo, ni la mano, no sabía cómo mover la pluma.

«Concéntrate. No puedes escapar de este… monstruo. Pero al menos puedes impedir que otros paguen las consecuencias del control que ejerce sobre tu espíritu».

Empezó a escribir de forma torpe y desesperada; con cada letra sufría un verdadero vía crucis, hasta que terminó. En el suelo, entre sus débiles brazos, húmeda y emborronada por las lágrimas, estaba la hoja de su dimisión como capitán del Beagle.

—Señor, debo pedirle que reconsidere su decisión, la cual ha causado un pesar profundo y generalizado a bordo.

—Por mucho que me halague la preocupación que sienten los hombres hacia mi persona, teniente Wickham, no tengo otro remedio que dimitir de mi cargo. Habrá visto con sus propios ojos cómo los últimos días no he estado en mi sano juicio, lo cual me incapacita para seguir al mando de esta o de cualquier otra nave. Es evidente que se trata de una predisposición hereditaria.

—Señor, Bynoe dice que es sólo consecuencia de la mala salud, y del agotamiento tras un período de haber soportado responsabilidades demasiado gravosas.

—Mis queridos amigos… —FitzRoy extendió los brazos sobre la mesa y posó una mano nervuda sobre la de Wickham y otra sobre la de Sulivan—. Eso no me convence. Debo darme de baja y nombrar capitán del Beagle a Wickham. Mi cerebro —añadió, y se permitió una sonrisa irónica— aún está más confundido que cuando me hallaba en Londres.

—Señor, no puedo aceptar. No aceptaré el ascenso.

—No tiene otra opción, Wickham, le ordeno que asuma el mando.

Sulivan estaba a punto de echarse a llorar.

—Señor, pero el diagnóstico… A cualquier hombre le habría afectado la presión de verse obligado a vender el Adventure, y con toda esa pérdida de dinero.

—Es cierto, señor Sulivan, que me encuentro… en dificultades. Mis rentas se han visto mermadas considerablemente. Tal vez no pueda volver a Inglaterra. Y admito que sufrí una gran decepción cuando recibí esas cartas. La vergüenza todavía me escuece. Pero lo que más me angustia es que todas mis esperanzas de acabar de cartografiar Sudamérica se han desvanecido por completo. El Almirantazgo ha hecho imposible que cumpla las órdenes que se me encomendaron. Pero he fracasado, y debo pagar por ello. He perdido el control sobre mis sentimientos y mi salud, caballeros. A bordo hay un motín. Debo ceder el mando a otro hombre más capacitado. —Se sentía exhausto pero aliviado: aliviado de que todo hubiera acabado, y de que al fin pudiera hablar libremente de su estado.

—Pero, señor, ¿qué ganaríamos con su dimisión? Nada, nada en absoluto. No podremos terminar de cartografiar la costa sudamericana. Las órdenes en caso de que el capitán dimita son muy explícitas.

—Recuérdemelas.

Wickham desdobló la hoja del reglamento del Almirantazgo.

—«Por la presente se ordena al oficial a quien se le transferirá el mando del barco que no efectúe la siguiente escala prevista del viaje; como, por ejemplo, si está cartografiando la costa occidental de Sudamérica, no deberá cruzar el océano Pacífico, sino que deberá volver a Inglaterra por Río de Janeiro y el océano Atlántico».

—Son palabras casi proféticas.

—Significan que la cadena de medición del planeta quedará inconclusa. El estigma del fracaso no sólo lo acompañará a usted, sino también al Beagle, y a todos sus oficiales. Pero si usted permanece al mando, este verano se podría terminar de cartografiar la costa chilena hasta Tres Montes, y luego regresar a Inglaterra.

—¿Y qué pasará con el norte de Chile y Perú?

Wickham esbozó una sonrisa de consuelo.

—Después de nosotros vendrán otros barcos para cartografiar el norte. Pero nuestros logros hasta ahora, sus logros, señor, redundarán en beneficio de toda la tripulación del Beagle.

—Y si sucumbo a otro ataque de depresión, ¿qué pasará?

—Entonces le doy mi palabra de que aceptaré su invitación de asumir el mando.

—Por favor, señor —le rogó Sulivan—, ha estado abrumado y oprimido por miles de preocupaciones y dificultades inesperadas. Sin duda eso fue la causa de que cayera enfermo durante un breve período. Pero ahora esas preocupaciones y dificultades han quedado atrás, y con ello no quiero que parezca que menosprecio sus pérdidas financieras, sino que entienda que lo peor ya ha pasado, y aquí está usted, señor, con pleno control de sus facultades, el mejor marino, y capitán, con quien yo, o cualquiera de nosotros, ha tenido el placer de navegar. El mejor y el único hombre capaz de capitanear el Beagle.

FitzRoy observó la cara redonda, sincera y despejada pero preocupada de Wickham, y después se fijó en la mirada suplicante de Sulivan.

—Parece, caballeros, que el Almirantazgo me ha puesto entre la espada y la pared. O dejamos de cartografiar las costas sudamericanas ahora mismo, o lo hacemos dentro de unos meses. Por el bien de los marinos que vendrán después de nosotros, y sólo por su bien, pasaremos un verano más cartografiando la costa, hasta Tres Montes.

Sulivan y Wickham se levantaron para estrecharle la mano, visiblemente aliviados y contentos, mas FitzRoy alzó las palmas para detenerlos.

—Pero también tengo responsabilidades para con los oficiales y la tripulación del Beagle —añadió—. En cuanto aparezca algún signo, sea cual sea, de que estoy perdiendo el control de mis actos una vez más, deberán encerrarme en mi camarote, a la fuerza si es necesario. ¿Han entendido?

—Sí, señor. Lo entendemos.

Los tres hombres se estrecharon la mano, y habría sido difícil saber cuál de ellos rezaba más fervientemente para que el ataque que FitzRoy había padecido unos días antes resultara el último.

—Doy gracias a Dios de que haya vuelto con nosotros —dijo Sulivan, apretando la mano del capitán como si su vida dependiera de ello.

FitzRoy sintió el calor del cariño que le prodigaban los dos hombres, aunque pensó que no bastaba para desprenderse de la vergüenza que parecía adherirse a su alma inmortal.