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Valparaíso, Chile

2 de noviembre de 1834

Levanten amuras, escotas, y halen la vela mayor,

vamos rumbo a Valparaíso rodeando Hornos.

Traigan abrigo y botas, por favor,

que sopla un condenado vendaval en Hornos.

Así cantaba la tripulación, aliviada, mientras el Beagle y el Adventure daban por concluido un año de reconocimiento en el Polo Sur y se dirigían a los cálidos y exuberantes valles de Chile, si bien ya no había necesidad de pasar por el cabo de Hornos.

Habían reparado la quilla dañada del Beagle después de llevarlo hasta el estuario del río Santa Cruz en la Patagonia. Tendido sobre la arena entre una multitud de leones marinos contrariados, el pequeño barco había asumido las proporciones de un leviatán, con la gran panza resplandeciente y resbaladiza imponiéndose sobre la tripulación de forma amenazante. Mientras el carpintero May y su equipo se ponían manos a la obra, FitzRoy organizó una expedición para intentar llegar a los Andes remontando el río desde el este. Acosados por enjambres de tábanos, remolcaron las balleneras por la helada corriente tirando de cabos ligados a acolladores hechos de anchas tiras de lona durante tres agotadoras semanas. Recorrieron doscientas cincuenta millas de una cañada serpenteante y solitaria con acantilados de basalto a ambos lados. A su alrededor, la naturaleza, si podía llamarse así, era una monótona planicie de lava volcánica, como un lago negro y brillante que se extendía hasta el horizonte, y que los asfixiaba de calor durante el día y los congelaba durante la noche. Pero el río había excavado un cauce profundo en la lava; el barranco por el que avanzaban con gran esfuerzo tenía noventa metros de profundidad y más de un kilómetro y medio de ancho. Cóndores de ojos pequeños y brillantes los vigilaban desde sus almenas de basalto, pero aparte de éstos había muy pocos seres vivos a la vista. Sin embargo, por la mañana encontraban huellas de indios alrededor de su campamento, pruebas de que durante la noche habían sido objeto de una investigación minuciosa. Allí, mucho más al sur de la línea de fuego de la guerra que libraba el general Rosas contra los indígenas, al parecer el hombre blanco no constituía un enemigo temible, sino sólo una mera curiosidad. También había huellas de puma, pues los indios no eran los únicos señores deseosos de saber quién hollaba su tierra, y tampoco en ese caso los centinelas veían ni oían nada, ni siquiera un crujido de junco al romperse.

La partida marchaba penosamente y en silencio río arriba: todos los hombres tenían la extraña impresión que produce la sospecha de sentirse observados. De pronto los Andes surgieron ante su vista, y el río se tornó de un azul lechoso debido al agua derretida de los glaciales, aunque a partir de entonces las montañas parecieron mantenerse siempre a la misma distancia, como si se negaran a acercarse. Los hombres se quedaron quietos en la resonante cañada y otearon las lejanas cimas nevadas, sabiendo que eran los primeros europeos que contemplaban ese panorama pero conscientes a su vez de que no irían más allá. FitzRoy pensó que era un paraje agreste y solitario, donde sólo los leones podrían prosperar.

Fuera por la desolación del entorno, fuera por el espíritu de conciliación que el fracaso de la misión de Woollya había despertado en ambos, FitzRoy y Darwin se acercaron instintivamente, no sólo en un sentido emocional sino también en la interpretación científica de la naturaleza circundante. El ascenso por el valle era como andar a través del corte transversal de una maqueta de las diferentes capas geológicas; con la precisión de un libro abierto, el paisaje empujaba a los dos hombres a reconsiderar sus argumentos. Dos semanas después encontraron una enorme capa de detritus marino de treinta metros de espesor que contenía piedras redondas y lisas y restos pulverizados de frágiles conchas de aguas poco profundas incrustados en el lodo. Darwin tuvo que admitir que las conchas parecían haber sido aplastadas, pulverizadas y entremezcladas como consecuencia de un gran desastre natural. Fuera lo que fuese lo que había arrastrado tantas piedras a ese lugar, tenía que haber sido un fenómeno de una fuerza impresionante. Quizá, después de todo, fue el empuje de las aguas en un mundo anegado. FitzRoy también se sentía conciliador. Resultaba mucho más fácil imaginar el diluvio universal cuando la tormenta azotaba Tierra del Fuego, pero allí, en la árida llanura, sus convicciones empezaron a tambalearse. ¿Podía realmente un diluvio de cuarenta días haber generado esa enorme capa de detritus marino? Sin duda habría hecho falta una inundación que durara mucho tiempo para alisar y redondear esas piedras. ¿Cuántos milenios habría tardado el río en excavar ese barranco de noventa metros de profundidad en la lava solidificada? FitzRoy se sintió abrumado por sus pensamientos. La nueva ciencia de la geología prometía poner orden en el universo de Dios, pero allí también parecía sugerir la posibilidad de que el hombre fuera un ser mucho más insignificante de lo que había advertido jamás. ¿Era el mundo mucho más antiguo de lo que se había creído hasta entonces, como postulaba Lyell? ¿Estaba el hombre perdido en el tiempo así como en el espacio?

—«La naturaleza posee una lengua misteriosa que enseña una incertidumbre tremenda» —recitó Darwin a media voz, pensando que los versos de Shelley eran oportunos en ese momento. FitzRoy se sintió obligado a darle la razón.

Conrad Martens se sentó para hacer un dibujo del panorama; más tarde, al ver que casi habían acabado todas las provisiones, FitzRoy ordenó volver. Tardaron sólo dos días en bajar por el río, al término de los cuales fueron obsequiados por la reconfortante visión del Beagle, recién pintado y reluciente como una fragata fondeado en el estuario, y por el saludo entusiasta de Sulivan.

—¡Hola! ¡Hola! ¡Hola!

A continuación el Beagle fue a terminar el reconocimiento de Tierra del Fuego mientras que el Adventure se dedicaba a levantar los mapas de las bahías y cabos de las islas Malvinas que quedaban. Finalmente, los últimos días de junio, los dos barcos se abrieron paso con gran dificultad por el estrecho de Magallanes y salieron al océano Pacífico, con todas las velas henchidas. Era una costa de granito escarpada y batida por mares furibundos y vientos huracanados, a la que la furia de los elementos había astillado hasta reducirla a una pléyade de islas: los picos más altos asomaban sobre la superficie del mar como si fueran campanarios de iglesias inundadas, con los bancos de arena a modo de lápidas a su alrededor. A las dos tripulaciones las esperaba un trabajo de topografía hercúleo, mucho mayor de lo que jamás habría podido imaginar el gobierno de Su Majestad. Era difícil encontrar fondeaderos seguros; si había espacio para un solo barco, FitzRoy, como una gallina que protege a su polluelo, se aseguraba de que el Adventure pudiera atracar allí. Una noche muy oscura el Beagle estuvo a punto de naufragar: escrutando a través de la lluvia torrencial, el serviola distinguió un enorme muro de roca a estribor. Sulivan, que estaba al mando de la guardia de media, dio órdenes a gritos, y los hombres corrieron a tirar de la amura y del cabo de la vela mayor. El barco salió disparado hacia delante como una flecha; el puño de escota de sotavento de la vela mayor rozó de forma espeluznante el negro acantilado. Un momento de indecisión de cualquiera de los marinos habría resultado fatal, y una vez más todos los hombres de a bordo tuvieron razones para bendecir la rigurosa instrucción que les había impuesto FitzRoy.

Cartografiaron y bautizaron los accidentes geográficos de ochocientas millas de costa recortada: Mellersh, Forsyth, Stokes, FitzRoy y Rowlett prestaron sus nombres a las islas, así como las goletas Paz y Liebre. King y Chaffers dieron nombre a sendos canales solitarios, mientras que Bynoe fue otorgado a todo un cabo. Una y otra vez los elementos estuvieron a punto de hacerlos naufragar. Aunque el Beagle y el Adventure faenaban no mucho más al sur en el hemisferio que el lugar correspondiente a Francia en el hemisferio norte, continuamente se las veían con gigantescos icebergs que entrechocaban entre sí como tratando de alcanzar los insignificantes barcos y triturarlos. La lluvia incesante y las olas implacables parecían empeñadas en conseguir que, un mes tras otro, nada en el barco pudiera secarse. La ropa de los marineros se les pudría literalmente sobre el cuerpo. Tenían la cara y el cuerpo en carne viva por los constantes embates de agua salada, y los labios, llenos de heridas y sangre. Para colmo había escasez de alimentos frescos, y el sobrecargo Rowlett agonizaba en la enfermería doblado de dolor por un mal de estómago desconocido; hasta Stokes, el incansable Stokes, yacía en cama aquejado de una infección de las vías respiratorias y tosiendo sangre.

Al final FitzRoy pensó que la tripulación no soportaría esa situación más tiempo y decidió poner rumbo al norte, hacia Valparaíso; durante toda la travesía estuvo rezando para que los dos hombres se restablecieran. En cabo Tres Montes, donde un gran saliente impide que el batallón de islas siga avanzando, salieron victoriosos del incesante combate librado contra las tempestades antes de entrar en el golfo de Penas perseguidos por una bandada de burlones y estridentes fulmares, pardelas y petreles. Allí echaron el cuerpo de Rowlett al mar, cosido con la debida formalidad a su hamaca, tras dar la última puntada a través de sus fosas nasales y atarle dos bolas de cañón a los pies. Darwin, que había convencido muchas veces al amable sobrecargo de que le adelantara dinero durante la travesía, se estremeció con un vago e inexplicable sentimiento de culpa en el horrible y solemne momento en que las aguas implacables cubrieron el cuerpo de su amigo. En cambio, FitzRoy sentía nítidamente una desesperación pura y profunda y se encerró en un silencio furioso. Rowlett, que contaba treinta y ocho años, era el hombre de más edad a bordo; sencillamente no había tenido la suficiente fortaleza para sobrellevar la dureza del Sur. Stokes era más joven, más fuerte, más saludable; era un luchador nato. Él sí llegaría a Valparaíso.

Al fin, después de centenares de millas de bosques húmedos e impenetrables, el cielo se despejó, como ocurría siempre en esas latitudes, y la bahía de Valparaíso, bañada por el sol, se abrió ante sus ojos. El cielo estaba límpido y azul; el aire, seco, y el sol caldeaba indulgente la naturaleza, que centelleaba de vida a su paso. La pequeña población se recostaba contra las colinas redondeadas de cálida arcilla roja. Casas bajas y encaladas con techos de terracota circundaban un puerto abarrotado y engalanado con velas primorosas. Las casas estaban apiladas sin orden ni concierto, y las flores se desparramaban por doquier en las suaves pendientes. De la costa les llegaba una mezcla de aromas embriagadores. Y allí, en actitud de severa y paternal protección tras los montes que bordeaban el puerto, con sus laderas teñidas de suaves lilas y violetas en la suave calina de la tarde, se alzaba la cumbre nevada del volcán Aconcagua, el pico más alto de las Américas.

En Valparaíso vivían muchos prósperos mercaderes ingleses, entre ellos un antiguo compañero de colegio de Darwin, Richard Corfield. Habría fiestas, cenas, buena comida y compañía femenina. Los oficiales podrían afeitarse la barba y vestirse decentemente. Después del azote del invierno que habían recibido, les parecía como si de pronto hubieran aterrizado en París, o Londres, en un día de verano perpetuo. Todos, por supuesto, estaban ansiosos por oír noticias de Inglaterra. ¿Era lord Grey todavía el primer ministro? No; había dimitido, pero aún no se sabía quién iba a sucederlo. ¿Estaban los whigs aún en el gobierno? Sí, pero ahora se hacían llamar liberales. ¿Habían extendido las vías del ferrocarril por todo el país, de un extremo al otro? No, aún no, pero era cuestión de tiempo. Darwin, que se moría de ganas de abandonar el barco y dormir en una cama de verdad otra vez, cogió sus cosas y se instaló en la residencia de Corfield. La mayoría de los oficiales ocuparon pequeñas casas con jardines llenos de flores donde podrían descansar y recuperarse, al menos cuando sus obligaciones se lo permitieran. Sin embargo, FitzRoy rehusó abandonar el Beagle y a Stokes, que estaría mejor atendido en la enfermería del barco. Además, no podía dejar los bocetos de las cartas marinas de Tierra del Fuego. Todas las noches se sentaba solo en su camarote y trabajaba hasta altas horas de la madrugada en la tarea que Stokes había dejado inconclusa: convertir los toscos y humedecidos bocetos hechos a vuela pluma en mapas limpios, secos y bien definidos. Wickham iba a desempeñar las funciones habituales de un oficial y cumpliría con las obligaciones normales que un capitán de la Marina británica visitante tenía en tierra firme. FitzRoy no podía permitirse una distracción, no podía permitirse bajar el ritmo de su trabajo, ni un momento. Lo dominaba una fuerte resolución, una furiosa concentración. El viaje del Beagle debía ser intachable en todo.

«La muerte de Rowlett pesa sobre mi conciencia —se dijo—. Confiaba en mí, como muchos otros, y le he fallado, y ya no regresará sano y salvo a casa. Al menos estas cartas deben ser dignas de su memoria».

Seis pares de ojos inyectados de sangre le devolvieron la mirada con desdén mientras Darwin agitaba un envoltorio adelante y atrás. Uno de los cóndores se encogió de hombros de puro aburrimiento. Otro intentó por centésima vez ese día mover la garra que tenía sujeta a una cadena.

—¿Otra copa de vino, amigo mío? —preguntó Corfield.

—Muchas gracias —dijo Darwin encantado, sintiendo que el vino se le había subido a la cabeza después de tanto tiempo sin probar el alcohol—. Es extraordinario. ¡Mire! No tienen sentido del olfato.

Agitó el envoltorio de nuevo ante las aves, que no reaccionaron. A continuación lo abrió y tiró un trozo de carne a los pies de la horripilante criatura que tenía más cerca. De súbito todos los cóndores parecieron enloquecer; el favorecido despedazó el festín con pico y garras, mientras los otros cinco sacudían violentamente sus cadenas, ansiosos por arrebatárselo.

—¡Es usted genial, Darwin! —exclamó Corfield por encima de la algarabía de las aves—. Nunca lo olvidaré plantado junto a la lámpara de gas en el dormitorio del colegio, durante el sexto curso; trataba de desviar la llama sobre el magnesio con ese pequeño tubo de latón suyo. ¡Es impresionante que no hiciera explotar el colegio entero!

—¿Cómo es que tiene cóndores en su jardín?

—No sabe usted lo difícil que es encontrar pavos reales por estos pagos —bromeó Corfield—. Se los compré a un indio por seis peniques cada uno. Varios terratenientes de la zona también tienen cóndores. Supongo que es una moda. Yo que usted no me acercaría demasiado, son muy sucios. Ésa es la razón por la que están atados.

—Yo pensaba que los mantenía atados para que no se escaparan volando.

—Oh, no, no pueden volar tan fácilmente. Necesitan estar encima de un acantilado y que sople un viento incesante, sobre todo cuando acaban de comer. Lo mismo que yo, viejo amigo. Están totalmente infestados de piojos. El de más atrás se está muriendo; mire. Cuando el ave está a punto de morir, los piojos salen a las plumas exteriores.

—¡Qué interesante! —dijo Darwin con verdadera fascinación.

—Muy interesante, sí, pero asqueroso. De hecho, creo que voy a desembarazarme de ellos. Después de un tiempo, esos graznidos rompen los nervios al más templado.

El amplio y despejado jardín de Corfield, dividido por un riachuelo de aguas claras, se extendía detrás de la preciosa mansión de una sola planta en el próspero barrio de las afueras conocido como el Almendral. Todas las habitaciones daban a un patio interior central, y fue allí donde Darwin y su anfitrión se refugiaron para escapar de los graznidos y aleteos de las mascotas del mercader. Corfield era un hombre de corta estatura y calvicie incipiente, rubicundo, pulcro y seguro de sí mismo.

—Y bien, dígame, viejo amigo, ¿qué le trae por aquí?

—Mi propósito principal es hacer una expedición a las cumbres de los Andes. Sueño con acceder a un pico de los Andes y desde allí otear la llanura de la Patagonia. Ahora soy naturalista de un barco, ¿sabe?

—O sea que ha venido a admirar las bellezas de la naturaleza, ¿eh? Bueno, lo acompañaría gustosamente si se dirigiera a Santiago… Yo también soy un gran admirador de las bellezas de la naturaleza… en la forma de las hermosas señoritas que habitan esa ciudad.

—Pretendo probar que las teorías de Lyell son correctas —continuó Darwin, impertérrito—. Lyell es geólogo, y cree que el cambio geológico es un proceso inusitadamente lento.

—¿Está hablando del tipo que escribió Principios de geología? —interrumpió Corfield—. Tengo los tres volúmenes en mi biblioteca.

—¿Hay un tercer volumen? —Darwin apenas podía contener su emoción.

—Es todo suyo, amigo mío.

—Dios mío, Corfield. No puede imaginar lo agradable que me resulta encontrar a un perfecto inglés en estos países inmundos.

Corfield rió a mandíbula batiente.

—Y que lo diga, querido amigo, soy un perfecto inglés, hasta tal punto que renunciaré a acompañarlo en su ascensión a los Andes. Esos tugurios plagados de piojos de las zonas mineras no son para mí, se los regalo. Pero si puedo prestarle alguna ayuda, cuente conmigo.

—Pues, de hecho, puede. ¿Le importaría hacerme efectivo un cheque de cien libras? Es de la cuenta de mi padre, y su dinero es tan de fiar como el del banco.

—Lo sé. Mi padre aprecia en mucho los consejos financieros que le da el suyo. No habrá ningún problema, amigo mío.

—Es usted muy amable, gracias.

—No hay de qué. Pero, cuénteme, lo último que oí decir de usted es que estaba estudiando para párroco. De modo que la última persona que esperaba ver en Valparaíso era usted.

—Oh, pero yo soy un párroco en ciernes. A su debido tiempo habrá una mujercita y una pequeña parroquia, no lo dude.

Pero ¿iba a ser así? De pronto, Darwin tuvo la certidumbre de que si había estado posponiendo su futuro como clérigo era porque ya no le interesaba. Lo que quería era cruzar los Andes a caballo. Revelar los misterios del mundo científico. Quería destacar en algo. Su padre se enfurecería, desde luego. Pero su padre estaba a diez mil millas de distancia.

Los invitados a la cena dada en honor de Darwin se reunieron a las nueve en el gran salón de la casa de Corfield. El estrado, que se extendía a lo largo de la pared interior, estaba repleto de alfombras y cojines de terciopelo para que las señoras pudieran sentarse con las piernas cruzadas como los moros. Llevaron butacas de cuero para los hombres. La primera en llegar fue la señora Campos, una anciana dama aristocrática chilena de alta estatura cuyo porte recordaba a un cóndor. Su mirada tropezó con el atlas de Corfield, que estaba abierto sobre el piano, y mostraba un mapa de colores chillones en el que Darwin había estado enfrascado toda la tarde.

—¡Ah, ya veo, es una contradanza! —dijo en español—. ¡Qué bonita!

—Los niveles de educación en la sociedad chilena no se corresponden con los que usted está acostumbrado, amigo mío —le susurró Corfield a Darwin.

Los criados mulatos de Corfield —¿o eran esclavos? Darwin no estaba seguro— sacaron una enorme calabaza seca llena de mate mezclado con azúcar y zumo de naranja sobre una bandeja de plata, en la que descansaba también un pequeño tubo de plata para sorber el brebaje.

—Se considera de muy mala educación limpiar el tubito después de que lo haya utilizado una dama —murmuró Corfield mientras la señora Campos se llevaba el tubo a los labios resecos.

Poco a poco fueron llegando los demás invitados: el mayor Sutcliffe, el señor Kennedy y Robert Alison, los tres, comerciantes; Renous, un mercader alemán; el señor Remedios, un anciano abogado chileno, y tres jóvenes señoritas de la localidad, que, así le pareció a Darwin, albergaban la intención de convertirse en la señora de la casa Corfield. Igual que las mujeres de Buenos Aires o Montevideo, llevaban vestidos ceñidos a la cintura que caían de forma desenfadada para revelar sus medias blancas de seda y sus pequeños y hermosos pies. Para su gran incomodidad, Darwin pudo distinguir nítidamente las ligas bordadas bajo unas enaguas transparentes de una de las muchachas. Y, por supuesto, los indefectibles velos de seda que ascendían arremolinándose desde la cintura hasta cubrir las extravagantes peinetas y caer de nuevo delante del rostro dejando un ojo negro, brillante y seductor, al descubierto. Las tres jóvenes se pasaban ratos innecesariamente largos sorbiendo el mate por el tubito de forma un tanto lasciva. Darwin se dijo que ese lugar no era más que un remedo de civilización.

—¡Qué extrañamente maravilloso que haya vivido lo suficiente para compartir mesa con gente inglesa! —dijo la señora Campos—. Recuerdo que cuando era niña, no teníamos más que oír «¡Los ingleses!» para salir volando a las montañas con todas nuestras posesiones de valor.

—Piratas —intervino Corfield a modo de aclaración—. Saqueaban las iglesias.

—Puedo asegurarle, señora, que la mayoría de mis compatriotas son devotos cristianos —dijo Darwin.

—Pero ¿cómo es eso, señor Darwin? ¿Acaso no se casan sus sacerdotes y sus obispos? ¡Qué clase de cristianismo es ése!

—Es un tipo diferente de cristianismo, señora, pero cristianismo al fin.

—Lo que me sorprende —dijo el mayor Sutcliffe en tono malhumorado y con la boca llena de estofado de carne— es que vivamos en la época moderna y uno no pueda dar un paso por la calle sin que lo siga una maldita pandilla de niños llamándolo pirata a voz en cuello.

—Mi criado —terció el señor Remedios alzando sus estrafalarias cejas blancas— estaba en el puerto cuando llegaron los barcos. Dice que corría el rumor de que el capitán era o pirata o contrabandista.

—¡La persona capaz de tomar al capitán FitzRoy por un contrabandista no percibiría ninguna diferencia entre lord Chesterfield y su ayuda de cámara! —bramó Darwin.

Renous, el mercader alemán, que tenía el pelo en punta como un erizo, le preguntó al abogado chileno:

—Dígame, señor Remedios, ¿qué le parece que el rey de Inglaterra les envíe a un coleccionista para recoger lagartos y escarabajos y romper rocas en su país?

—Que aquí hay gato encerrado —replicó el anciano en español.

—¿Qué ha querido decir? —le preguntó Darwin a Corfield entre dientes.

—Es una expresión local. Quiere decir que hay algo que no cuadra.

—No hay hombre lo bastante rico como para enviar a otras personas a recoger porquerías —concluyó el abogado—. Me da mala espina.

Renous lanzó a Darwin una mirada de simpatía.

—Yo también soy coleccionista a mi manera, señor Darwin. Una vez le entregué unas orugas a mi criada con la orden de que las alimentara con hojas para que se convirtieran en mariposas. La noticia corrió por el pueblo, y acabaron pidiendo consejo a los sacerdotes. El gobernador me arrestó por brujo. Pasé unos días desagradables en la cárcel antes de que se desvelara el malentendido.

—¡Ahí tiene usted su pretendida época moderna, mayor Sutcliffe! —rió el señor Kennedy.

—Pero ¿acaso no siente curiosidad por las obras de la naturaleza, señora? —insistió Darwin—. ¿No se pregunta por qué una oruga se convierte en una mariposa? ¿Por qué erupciona un volcán? ¿Por qué en Chile hay montañas, pero al este, en la Patagonia, la tierra es lisa como una tabla?

—Ese tipo de preguntas son tan inútiles como impías —replicó la señora Campos con desdén—. Basta con saber que Dios hizo las montañas.

Una de las seductoras jóvenes soltó una risita.

Hubo un momento de silencio incómodo antes de que Corfield interviniera para cambiar discretamente de tema de conversación. Sirvieron más platos, todos muy picantes, y de postre una gelatina típicamente inglesa.

—He pensado que lo ayudaría a sentirse en casa, amigo mío —murmuró Corfield mientras guiñaba un ojo con picardía a la señorita que tenía a su derecha; dos cucharadas de gelatina se estremecían en el plato de la joven.

Darwin esperó a que su gelatina dejara de moverse para llevársela a la boca, pero misteriosamente siguió temblando. Es más, se le antojó que la transparente y brillante superficie era agitada por una ligera vibración. De un modo inexplicable, a medida que pasaba el rato, la gelatina parecía moverse cada vez más.

Una de las jóvenes gritó. El señor Remedios se puso en pie y tiró la silla hacia atrás con una presteza que desmentía su edad. Los criados corrían ya hacia la puerta, compitiendo con los invitados en una lucha muy reñida. Los comerciantes ingleses se habían levantado de sus asientos y abandonaban la habitación a toda prisa. Darwin, atónito, se quedó sentado a la mesa sólo con su anfitrión.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Un terremoto —dijo Corfield limpiándose la barbilla con la servilleta y alisándose la ropa mientras se disponía a marcharse.

—Oh —exclamó Darwin tontamente.

—Cada uno o dos días hay un terremoto en este lugar. Por eso siempre dejamos las puertas abiertas, para no obstruir las salidas. La mayoría de las veces no sucede nada, hay un estruendo y se acabó. Pero unos años atrás el pueblo de Copiapó fue arrasado por un terremoto. ¿Me acompaña?

Darwin se puso de pie con toda la dignidad de que fue capaz.

—¡Viendo cómo han desaparecido, uno habría dicho que el diablo se llevaría al último!

—Aquí la gente carece de la costumbre de dominar sus temores. Al contrario de lo que ocurriría entre ingleses, no les avergüenza actuar de ese modo.

—Ya lo he visto, ya.

Darwin lanzó una mirada a Corfield como para expresar la superioridad de ambos, y a continuación se dirigieron a la puerta con un apresuramiento sensiblemente mayor del que habría sido necesario en circunstancias normales.

—¡Vamos, siga adelante! Eche una mano, Covington.

Darwin había salido al amanecer hacia los Andes en uno de los caballos de Corfield, sentado a horcajadas sobre una manta de Corfield, con las botas, las espuelas y los estribos de Corfield, incluso con su sombrero. Se dijo que su padre pasaría cuentas con Corfield a su debido tiempo. También había contratado a dos guasos llamados Mariano y Gonzales, en un intento de reproducir la atmósfera de su expedición patagónica; pero aquellos gauchos chilenos, que antes habían estado al servicio de lord Cochrane, eran demasiado respetuosos. Por ejemplo, se negaban a comer con él, prefiriendo la compañía de Covington. Su atuendo, salvo por un par de absurdas espuelas de doce centímetros, carecía de la extravagancia del de sus compañeros patagónicos: llevaban ponchos lisos y polainas de estambre de color verde apagado. No sabían nada de boleadoras. Nunca comían carne. Darwin llegó a la conclusión de que eran hombres de las clases serviles antes que verdaderos hombres de acción. Secretamente se alegró de que en el último minuto hubiera decidido no ponerse su traje de gaucho.

También había contratado a un arriero que llevaba un sombrero de copa hecho de fieltro. El hombre tenía diez mulas guiadas por su madrina, una yegua vieja y tranquila con una campana alrededor del cuello que los otros animales seguían a donde fuese —incluso se habrían tirado a un precipicio tras ella—, lo cual era muy práctico, pues por la noche sólo hacía falta capturar a la madrina y las otras iban detrás obedientemente. Cada mula podía cargar el impresionante peso de ciento cincuenta kilos por estrechos desfiladeros, por lo que Darwin no tuvo el menor reparo en llevarse una cama entera, que tomó prestada de la casa de Corfield. A decir verdad, el somier era demasiado rígido, pero Covington tenía el encargo de ir detrás de la mula y vigilar que el bastidor no se desequilibrase. Sin duda la cama resolvería el problema de los piojos del que Covington le había advertido.

La partida ascendió con dificultad durante horas bajo un sol agradablemente cálido; a medida que subían, el paisaje se tornaba más verde. Pasaron ante cabañas de pastores, con pastizales refulgentes junto a arroyos de aguas cristalinas; a lo lejos, los prados de color esmeralda se veían moteados con rebaños de vacas, inmóviles como figurillas chinas. Había huertos con naranjos e higueras, y melocotoneros en flor en torno a los cuales revoloteaban colibríes. Por fin, se abrió a sus pies una vista impresionante de Valparaíso, un verdadero paraíso entre un mosaico de prados. «Es —pensó Darwin eufórico— exactamente como los grabados de colores de los Alpes suizos que se ven en los anuarios». Sin embargo, no se dejó llevar tanto por su entusiasmo como para que se apagara su curiosidad científica. Se preguntó dónde estarían los animales salvajes. Había visto algún ratón de campo, incluso había conseguido cazar uno. En el silencio de la noche había oído el débil grito de una vizcacha, un roedor que excavaba sus propias madrigueras, y el desagradable reclamo de un chotacabras, del que se decía que era capaz de ordeñar con el pico una cabra atada. Pero eso era todo. Valparaíso parecía un edén extrañamente despoblado, como si el mundo fuera nuevo por completo.

En cambio, había muchas pruebas de vida marina. Capas de conchas dispuestas en terrazas en las laderas de las montañas; capas tan enormes que los aldeanos las cavaban para extraer cal. ¿Qué diantre habría pasado para que esas terrazas estuvieran allá arriba, cubiertas de arena y cantos rodados? Muchas de esas conchas estaban incrustadas en mantillo de color negro rojizo, que, observado por el microscopio, resultó lodo marino, partículas diminutas de cuerpos orgánicos descompuestos. Darwin cavó más hondo, y encontró fragmentos de cerámica antigua y la huella de algún junco trenzado, descompuesto mucho tiempo atrás. No tenía sentido. Si, como insistía Lyell, las capas de conchas en las laderas de las montañas se habían alzado gradualmente desde el mar durante muchos siglos, ¿cómo podía haber pruebas de vida humana enterradas en su interior? Quizá FitzRoy tenía razón después de todo. Quizá la Biblia tenía razón. Quizá eso era el detritus anegado por el diluvio universal.

«No te olvides de lo que te enseñó el profesor Sedgwick —se dijo—: que en geología una sola evidencia no prueba nada. Sólo un número abrumador de evidencias puede probar algo. No saques conclusiones hasta que estés seguro de conocer la verdad».

—¿Qué está buscando, don Carlos? —Después de encender la fogata, Mariano se le acercó picado por la curiosidad.

—Trato de entender por qué hay conchas marinas en medio de la ladera de la montaña.

—No son conchas marinas, don Carlos, son conchas de montaña.

Estaba claro que los guasos sabían aún menos del mundo natural que sus primos gauchos.

Darwin se sentó y permaneció en silencio hasta que Mariano se fue, contemplando cómo los valles se llenaban de sombras y las cimas nevadas de los Andes se teñían de rojo rubí con el crepúsculo. En la media luz examinó una vez más el tercer volumen de los Principios de geología de Lyell. El hombre no podía ser más inequívoco. El mar había sido elevado hasta las laderas de las montañas. El proceso había ocurrido de forma gradual, a lo largo de incontables milenios: igual que la formación de rocas sedentarias, no podía captarse por la vista. El proceso estaba terminado; de hecho, había terminado mucho antes de que el hombre apareciera sobre la faz de la tierra.

Miró una vez más la inexplicable escalera de terrazas de conchas más abajo, desfilando por las laderas de la montaña hacia el mar. La evidencia no cuadraba. Trastornado, cruzó el campo en que habían acampado, se puso la ropa de noche, se encasquetó un nuevo gorro de dormir, retiró las sábanas y se metió en la cama.

En la neblinosa luz del alba, la vista casi había desaparecido. El paisaje de allá abajo estaba sumergido en un denso banco de niebla, que se encrespaba en los barrancos convirtiendo los altozanos solitarios en islotes y batía contra las rocas negras con lentas olas implacables. Tiritando con una caliente taza de mate en las manos, Darwin pensó que las calas y bahías de Tierra del Fuego debían de ser muy similares vistas desde el aire. En el momento en que reflexionaba sobre eso, una ráfaga de suave brisa marina hizo que la niebla se arremolinara sobre una terraza de conchas, como una ola que rompiera en la playa.

De pronto le pareció que la sangre se le helaba en las venas y que se le paraba el corazón. Se le cayó de las manos la taza de mate, que rodó silenciosamente por la hierba. Ahí estaba la respuesta, la respuesta a todas las preguntas; le había sobrevenido de forma tan repentina que por un instante pensó que había recibido un disparo. Las terrazas de conchas eran playas. Cada terraza era una playa, que se había alzado violentamente por un terremoto, un gran terremoto, no esos minúsculos y constantes temblores de tierra que atormentaban a los habitantes de Valparaíso. Las montañas sí se habían elevado desde el mar. Pero no de forma gradual, sino mediante series de sacudidas violentas. Y no habían dejado de elevarse: en la actualidad continuaban haciéndolo. Gran parte del proceso había coincidido con la vida de la humanidad. De ahí que hubiera cerámica. Ésa era la razón de que vivieran tan pocos animales en aquel lugar: era un territorio reciente. Lyell estaba equivocado, y también FitzRoy, y la Biblia. Él, Charles Darwin, tenía la respuesta. Ardía de emoción, de orgullo, y de un abrumador sentido de propiedad de esa impresionante e increíble idea.

—¿Va todo bien, señor? —le preguntó Covington al ver la taza de mate a sus pies.

—Sí, no… Quiero decir, muy bien.

¿Valía la pena compartir ese pensamiento con el testarudo de Covington? Le habría gustado tanto que FitzRoy estuviera allí, o poder enviar un telegrama, en ese mismo momento, al profesor Henslow en Cambridge… ¿Valía la pena?

—Covington, ¿ve aquellas terrazas de conchas en las laderas de la montaña?

—¿Terrazas de conchas, señor?

—Sí, terrazas de conchas. ¿Ve cómo suben, de forma escalonada?

—¿Escalonada, señor?

—Sí, escalonada. Son… Bah, dejémoslo.

—Lo siento, señor, pero no…

—Vaya a… recoger la ropa de cama. Ahora voy para allí.

—Sí, señor.

Confuso, sin saber qué habría hecho mal esa vez, Covington se marchó para ocuparse de la ropa de cama de su señor.

• • •

—Y respecto a Londres… ¿Qué es Londres? En mi región podemos hacer cualquier cosa.

«Este hombre debería conocer al teniente Sulivan», pensó Darwin. Sintiéndose ahogado y medio mareado por la altitud, se sentó al sol en una silla de hierro forjado en el centro del parterre de césped, bebiendo un Chardonnay en compañía del señor Dawlish, un propietario de minas oriundo de Cornualles.

—Nunca ha estado en Londres, ¿verdad?

—Por supuesto que no —replicó Dawlish—. ¿Y por qué razón habría de querer ir a Londres? ¿Qué es Londres?

En el borde del parterre se veían feos montículos de tierra removida que formaban toscos terraplenes alrededor de un oscuro pozo; de pronto apareció por la boca de la mina un hombre enjuto y sudado, que se cubría con un mandil de cuero y parpadeaba a causa de la luz. El hombre se quedó tiritando junto al pozo; se le marcaban las costillas, tenía las fosas nasales dilatadas, los músculos como un flan y las rodillas temblando por el esfuerzo. Sobre la espalda desnuda llevaba una carga de noventa kilos de mineral de cobre que hacía que se le clavaran las correas en los hombros. Alzando la cabeza cubierta por un ceñido casquete escarlata, miró con descaro al par de hombres sentados. Indeciso de cómo debía reaccionar ante el desconocido, Darwin lo saludó tímidamente, un ademán del que se arrepintió en cuanto lo hizo.

—El pozo tiene ciento treinta y cinco metros de profundidad —dijo el señor Dawlish para explicar el temblor de las rodillas del minero.

—¿Hay escalera?

—No. Pero dentro del pozo hay troncos de árboles con escotaduras dispuestos en zigzag. Y durante la ascensión les permito detenerse una vez para descansar. Se les alimenta con frijoles hervidos y pan dos veces al día, una comida muy superior a la que reciben los trabajadores agrícolas. También tienen dos días libres cada tres semanas.

—Hay que reconocer que es generoso —convino Darwin, comparando esas condiciones con las que imperaban en las fábricas de su tío, mucho peores.

—Me gusta ser generoso. Verá, yo también era minero allá en Polzeath.

—¿De verdad?

—Vine a estas tierras a hacer fortuna. Había oído que los propietarios de minas chilenos desechaban la pirita de cobre, creyéndola inservible. Era verdad. Ignoraban por completo el proceso de fundición para separar el azufre y obtener pepitas de cobre puro. Así fue como, por unos pocos dólares, pude comprar una de las vetas más ricas de todo el país. ¡Y mire a su alrededor!

Darwin miró a su alrededor. Sin duda la propiedad del señor Dawlish no parecía situada en el centro de una zona minera. No había humo, ni se oía el ruido de tornos, ni el rugir de los hornos de fundición, ni el silbido de las máquinas de vapor. Sólo se veían unos cuantos orificios en el suelo. En realidad la mina era tan rudimentaria que los mismos hombres tenían que drenarla, subiendo bolsas de cuero llenas de agua por el pozo. Al final resultaba que todo el mineral era enviado a Swansea para fundirlo allí.

—Ahora esta mina está valorada en ocho mil libras. Y yo pagué tres libras y ocho chelines por ella —dijo Dawlish, expansivo—. Respecto a Londres —repitió—, ¿qué es Londres? Podemos hacer cualquier cosa en mi región.

Con actitud distraída atrapó un piojo del cuero cabelludo y lo lanzó lejos de sí. Darwin recordó con alivio que se había llevado la cama.

—Londres es donde vive el rey —replicó, repentinamente ansioso por atribuir al menos una virtud a la capital británica.

—Oí decir que el rey Jorge había muerto —repuso Dawlish.

—En efecto. Pero ahora hay un nuevo rey.

—¿Sí? ¿Y cuántos de la familia del rey quedan con vida?

Darwin no supo qué responder.

La partida prosiguió el ascenso; pasaron junto a estruendosos y enlodados torrentes hasta regiones donde se veían rocas resquebrajadas hacía poco y esparcidas por la actividad de un sinfín de terremotos. Cuando caminaban bajo enormes rocas sobresalientes que se balanceaban de forma inverosímil y por precipicios que caían a pico a ambos lados, apresuraban el paso. El verdor exuberante de las laderas bajas había sido reemplazado por rocas de un color lila mate moteadas de diminutas flores alpinas, un paisaje que podía ser agreste y majestuoso, pero nunca llegaba a ser hermoso. Cruzaron desvencijados puentes colgantes hechos con palos atados de forma rudimentaria con correas de cuero, que se mecían precariamente sobre cañones bañados por torrentes. Guiadas por su madrina, las mulas nunca daban un paso en falso. Sólo cuando llegaron al límite de las nieves perpetuas, la confianza de Darwin empezó a tambalearse: allí, el estrato casi vertical se había erosionado hasta convertirse en agrestes pináculos intercalados con columnas de hielo erosionado. Encima de una de esas torres de hielo, la nieve que se derretía revelaba el cuerpo perfectamente conservado de una acémila de carga sepultada al revés, con las cuatro patas al aire, congelada ahí donde había caído desde el sendero de más arriba para encontrar la muerte.

Finalmente, sintiendo un martilleo en las sienes y casi ahogándose, coronaron la cresta de Peuquenes, la divisoria continental, de tres mil novecientos metros de altitud. Allí, entre pedruscos quebrados por el hielo y bañados por la luz plateada de la luna, montaron el campamento. El cielo estaba horadado por millones de alfileres. El aire era tan seco e inmóvil que las correas de las monturas despedían chispas, y el chaleco de lana de Darwin se levantaba por la electricidad estática. Los guasos encendieron una hoguera empleando pequeños pedernales blancos que habían recogido en los alrededores; Darwin se entusiasmó con el descubrimiento de que esos pedernales eran en realidad astillas de corales tropicales endurecidas por la acción del volcán hasta volverse duras como rocas. Pero esa noche no habría comida caliente: las patatas se negaron a cocerse, aunque estuvieron horas al fuego.

—Este dichoso cazo no sirve para hervir las patatas —dijo Mariano, que nunca había acampado a tantos metros de altitud.

—Ya te dije que teníamos que haber traído el viejo —dijo Gonzales—. Este cazo está maldito. —Tampoco él había acampado nunca en un lugar tan alto.

—Es la altitud —trató de explicarles Darwin—. Aquí arriba hay menos oxígeno, por consiguiente el agua hierve a una temperatura más baja. Ésa es también la razón por la que resulta tan difícil respirar aquí, por qué sufrimos de puna.

—La puna, don Carlos, es debida a la nieve. Allí donde hay nieve, hay también puna. Eso lo sabe todo el mundo.

Los dos guasos sacudieron la cabeza para remarcar la ignorancia del naturalista inglés. Covington, sin saber a quién creer, clavó la mirada en el suelo y no dijo nada. A Darwin no le importó. Estaba feliz. Era el primer geólogo de la historia que llegaba a las cimas de los Andes. La fría cena a base de carne de ternera y melaza de palmera le supo a maná caído del cielo.

«Estoy completamente solo», se dijo. En el silencio eléctrico de las cumbres sentía como si pudiera oír el coro del Mesías de Haendel, con acompañamiento de orquesta, resonando en todo su esplendor.

Al día siguiente bajaron la montaña siguiendo un antiguo cauce seco hasta llegar a una hondonada que separaba la cresta de Peuquenes de la cresta de Portillo, de mayor altitud, al este. Para el asombro y el deleite de Darwin, el cauce del río seco se allanó y empezó a ascender serpenteando monte arriba. Era increíble. Suponía una prueba visible de que la segunda cresta se había alzado después de la primera, y que sus rocas eran más jóvenes. La cresta del Portillo parecía constituida de lava volcánica, que se había solidificado convirtiéndose en pórfido, como si, de algún modo, se hubiera inyectado lava entre las capas de arenisca de los Andes. Por toda la cordillera había conos volcánicos que irrumpían aquí y allá en la cadena montañosa. ¿Qué relación había entre esos volcanes y los terremotos que elevaban los Andes por etapas? ¿Acaso la violencia de los temblores de la tierra liberaban chimeneas de lava que entraban en erupción a gran presión entre las rocas? Darwin sentía que su cerebro iba a toda velocidad mientras trataba de atar todos los cabos.

Vieron más acémilas congeladas al borde del camino, junto a grupos de cruces de madera. Los cóndores aparecían y desaparecían entre las nubes. Cada cincuenta metros tenían que detenerse para que las mulas recobraran el aliento. A Darwin la falta de aire le producía la misma sensación que después de una carrera en el colegio un día de mucho frío. Las mulas dejaban un rastro rojo, no de sangre, como pensó Darwin al principio, sino formado por millones de esporas o huevos de algún organismo primitivo, que incluso vistas a través del microscopio eran diminutas. Por fin los hombres llegaron al paso del Portillo, la «pequeña puerta» de las montañas, y miraron sobrecogidos la inmensa planicie de la pampa a sus pies, una vasta extensión de tierras sólo interrumpida por los ríos que corrían como hilos de plata bajo el sol del amanecer antes de desvanecerse en la lejanía. Darwin había logrado su objetivo.

Empezaron el descenso hacia el puesto fronterizo de la república de Mendoza. En una de las paradas, Darwin colocó trampas y logró cazar otro ratón.

—Este ratón es distinto de los que hay en el lado de Chile —declaró.

—Pues claro —dijo Mariano echándole un rápido vistazo—. Los ratones chilenos son diferentes de los ratones de Mendoza.

—Todos los animales del lado de Chile son diferentes de los animales del lado de Mendoza —explicó Gonzales como si estuviera hablando con un idiota.

—¿Todos? ¿Está usted seguro? —Debía tener cuidado con las afirmaciones de los guasos. Mariano y Gonzales no habían demostrado ser muy perspicaces en el campo de la historia natural.

—Todo el mundo lo sabe, don Carlos. En cuanto a los cóndores, bueno, en su caso pueden volar de un lado al otro, así que es diferente. Pero los demás animales no cruzan los pasos entre las montañas. Hace demasiado frío. Por consiguiente, los animales chilenos y los mendocinos son completamente distintos.

A Darwin le daba vueltas la cabeza. Eso significaba que los animales habían empezado a existir después de que se alzaran los Andes, y que los Andes aún estaban alzándose. Por tanto, no podían haber sido creados por Dios en el sexto día. Entonces, los dos grupos de animales eran criaturas nuevas, o —la aterradora monstruosidad de esa posibilidad hizo que se le pusiera el pelo de punta— se habían transmutado, o metamorfoseado, desde ancestros originales y comunes. Enseguida se sintió diminuto e insignificante ante la inmensa y apenas comprensible escala de tales cambios; un hombre solo en la vasta cordillera. Pero al mismo tiempo sabía que todo el edificio del cristianismo se estremecería y tambalearía ante la inexorabilidad de su lógica, como una cumbre de los Andes que se derrumba por la fuerza de un terremoto. «Si no me equivoco —pensó—, mis descubrimientos serán cruciales para explicar la formación del mundo».

—Señor, ¿quiere que mate y despelleje el ratón? —preguntó Covington cortésmente pero con tono resentido.

Darwin habría dado un brazo por contar con la compañía de FitzRoy o el profesor Henslow.

El puesto fronterizo de Mendoza resultó una sucia casucha, ocupada por dos soldados sin afeitar y un rastreador indio, al que utilizaban como una especie de sabueso humano para capturar a los posibles contrabandistas. La idea de vérselas con un naturalista puso nerviosos a los tres hombres. En un intento de resolver el punto muerto administrativo al que habían llegado, Darwin les mostró el pasaporte firmado por el general Rosas. Uno de los soldados, un teniente que sabía leer, examinó el documento y miró a Darwin con desdén.

—Dado que goza de la protección del general, puede pasar. El hombre que se atreva a negar el paso a un leal servidor del general tiene sus días contados, como probablemente sabe usted muy bien.

Darwin decidió no contestar a la acusación de ser un «leal servidor» de nadie y preguntó:

—¿El general tiene influencia en Mendoza?

—No, en nuestro país el general no tiene influencia, pero es sólo cuestión de tiempo. Ha tomado Buenos Aires. La mayoría de las Provincias Unidas están bajo su control. Ha muerto mucha gente. Rosas está limpiando el país de indios, ha llegado a lugares tan al sur como el río Negro. Ahora está concentrando sus ejércitos en la frontera de Mendoza. Los mendocinos no podremos detenerlo. Es sólo cuestión de tiempo que todos formemos parte del imperio de su general.

El oficial escupió las últimas palabras con acritud. Darwin recordó la valoración mordaz de los motivos del general que le había expuesto FitzRoy, y pensó que después de todo quizá su amigo tuviera razón. Adoptó su tono de voz más conciliador para decir:

—No soy amigo personal del general. Se me concedió este pasaporte como representante de su majestad el rey Guillermo IV de Gran Bretaña.

Al oír sus palabras, el otro soldado se animó.

—Ah… Gran Bretaña… Eso está cerca de Inglaterra, ¿verdad?

—Más o menos.

—¿Es usted pirata?

—No… No soy pirata. Ya se lo he dicho, soy naturalista. No tiene nada que ver una cosa con la otra.

—Naturalista, pirata… ¿Por qué no tendrán ustedes los ingleses ocupaciones normales? —murmuró el hombre.

Por la noche, las relaciones habían mejorado lo bastante como para que el grupo de Darwin se uniera a los soldados para cenar alrededor de una mesa rudimentaria en el puesto fronterizo. La cama, aceptada sin objeciones como parte del equipaje del naturalista, se instaló en la habitación de detrás. Los aduaneros comieron en silencio masticando lentamente pedazos de carne de ternera hervida, mientras que Mariano y Gonzales consiguieron por fin que las recalcitrantes patatas sucumbieran a su destino. Mientras daban cuenta de la comida, del tejado de juncos cayó un insecto enorme y negro sin alas produciendo un chasquido sobre la mesa, donde se quedó inmóvil, paralizado por la confusión.

—¿Qué es? —preguntó Darwin.

—Es una vinchuca —respondió el teniente—. Un bicho que chupa la sangre.

Darwin probó extender un dedo hacia el desconcertado insecto. Éste pareció volver en sí al instante, cogió el dedo con las patas delanteras y le hundió su succionador en la piel. Durante los siguientes minutos fue aumentando lentamente de tamaño, hasta que al final semejaba un enorme grano de uva sujeto en la punta del dedo de Darwin. Una vez saciado se soltó, momento en que el inglés aprovechó para sacar un pequeño frasco lleno de alcohol y meter el bicho dentro.

—¡Ja, ja! —se carcajeó Mariano—. Se ha traído la cama para librarse de los piojos, don Carlos, pero las vinchucas viven en el techo.

Esa noche Darwin descubrió exactamente lo que Mariano había querido decir. Mientras Covington, los soldados, el arriero y los dos guasos dormían envueltos en mantas bajo el cielo estrellado, él, tapado con sus sábanas almidonadas, sufrió un verdadero asedio: allí parecía haber un ejército entero de vinchucas. Era una sensación repugnante despertar en la noche y notar sus enormes y blandos cuerpos sin alas arrastrándose por encima de él mientras le chupaban la sangre. Encendió una vela y quemó algunas, pero era imposible acabar con todas. «Es una plaga de vinchucas. De dimensiones bíblicas. Quizá Dios las ha enviado para castigarme por mi presunción».

Al día siguiente partieron rumbo a la ciudad de Mendoza, un viaje de dos días cabalgando a través de una ardiente y despoblada llanura. De pronto vieron una gran nube de langostas que se dirigía hacia la ciudad, al norte: un presagio de la destrucción que el general Rosas estaba a punto de desencadenar. Al principio las langostas formaban unas nubes deshilachadas de color marrón rojizo, como humo de un gran fuego de las llanuras que se hinchara hasta convertirse en una columna de varios centenares de metros flotando en el aire. Luego se oyó un extraño ruido, como un fuerte viento pasando a través de la jarcia de un enorme buque de guerra, y vieron millones de insectos zumbando sobre sus cabezas. De vez en cuando alguna langosta desorientada chocaba contra las mulas que avanzaban en fila a un paso más lento; más de una se dejaba caer sobre las suaves almohadas de plumas de Darwin y a continuación deambulaba irritada por la ropa de cama en busca de comida.

Los campanarios de Mendoza se alzaban desganadamente en la inmensa llanura a lo lejos. Encontraron la ciudad desolada, desmoralizada, con sus pobladores abatidos como reses que esperaran estúpidamente ser conducidas al matadero. Desanimados, un par de gauchos ebrios holgazaneaban en la calle. Mariano y Gonzales se levantaron el sombrero para saludar a una negra gorda que iba sentada a horcajadas en un asno, con la cara desfigurada por un enorme bocio. Darwin compró una carretilla entera de melocotones por tres peniques. Pasaron de largo: Mendoza podía esperar la llegada del general sin su presencia.

Volvieron a cruzar los Andes por una ruta diferente, tomando el paso de Uspallata, un largo valle poblado de un sinfín de cactus enanos. Tras un duro ascenso de un día a través de rocas desmoronadas, llegaron a otra maravilla de la naturaleza situada a una altitud de dos mil cien metros: una arboleda de abetos petrificados que cortaban la ladera de la montaña en ángulos agudos. Al menos habría cincuenta columnas marmóreas en ese bosque fantasmal, níveas como la mujer de Lot, sus troncos medirían un metro y medio de diámetro, sus ramas y hojas habían pasado a mejor vida hacía muchos años. Los árboles estaban perfectamente cristalizados; eran visibles los más diminutos detalles de la corteza, y los anillos de la madera eran tan fáciles de contar como los de cualquier árbol vivo. Se proyectaban desde la escarpadura de arenisca, lo que significaba que antaño debieron de yacer en el fondo del mar. Darwin advirtió que, en el pasado, esa arboleda fantasmal de las montañas altas y heladas había sido mecida por la brisa de la costa atlántica. Antes de ser ascendidos a las montañas, los árboles debieron de sumergirse y petrificarse. Antes de alzarse, la tierra estuvo sumergida. La superficie de la tierra debía de estar en continua agitación, como una fina corteza sobre una capa resbaladiza, que se eleva y se retuerce a lo largo de millones y millones de años. Una vez más se estremeció por la enormidad de sus descubrimientos; una vez más se mordió el labio por la frustración de no tener a nadie con quien compartir sus descubrimientos, nadie con quien imaginar cómo éstos encenderían un fuego que acabaría reduciendo a cenizas la opinión ortodoxa.

El desfiladero se abría paso caóticamente entre enormes montañas, donde se entrecruzaban profundos barrancos; hacía tanto frío que el agua se les congelaba en las cantimploras. Los guasos llamaban al lugar Las Ánimas, en recuerdo de las personas que habían muerto al perder el equilibrio y caer al abismo. Con la fila de mulas, cargadas de sacos rebosantes de especímenes geológicos, avanzaron trabajosamente por el peligroso y serpenteante desfiladero y cruzaron el puente de los Incas, un arco endeble del que goteaban carámbanos; un abismo aparentemente infinito se abría incitante a sus pies. Cerrando la comitiva se bamboleaba la cama de Darwin; su balanceo parecía una grotesca imitación de los movimientos del animal que la cargaba, pero la mula, igual que sus compañeras, no daba un paso en falso.

Poco antes de llegar a la primera cima, encontraron unos muros bajos, antiguas ruinas de un poblado indio olvidado muchos años atrás.

—¿Quién vivía aquí? —preguntó Darwin.

—Aquí no vive nadie, don Carlos —dijo Gonzales—. Aquí no se puede vivir. Hace demasiado frío. Hay puna. No hay comida, ni agua; sólo nieve, durante todo el año.

—Ya sé que ahora no vive nadie aquí, pero es evidente que antaño había gente.

—¿Quién sabe, don Carlos? —replicó el guaso en español.

—¿Cuántos años tienen estas ruinas?

—¿Quién sabe, don Carlos?

Era increíble. Un verdadero pueblo de montaña, con sus muros desmoronados sin duda por un sinfín de terremotos, ubicado en un lugar donde la vida humana era completamente inviable. Sólo había una posible explicación: que todo el pueblo hubiera sido alzado sobre el límite de las nieves perpetuas miles de años atrás por las fuerzas monstruosas que revolvían, trituraban y trastocaban los estratos de la tierra.

El sol se ponía tras el exuberante verdor de los campos por encima de Valparaíso mientras Darwin bajaba a pie por el valle, delante de la fila de mulas y rebosante de energía y confianza en el futuro. A su paso las ramas de los árboles estaban cargadas de resplandecientes melocotones y el olor de la leña al quemarse inundaba el aire. Al mismo tiempo, desde los tejados planos, le llegaba el dulce aroma de los higos secándose a través de los prados bañados por los últimos rayos del sol, donde podían verse jornaleros extenuados caminando hacia sus casas después de un duro día de trabajo. Una campana de iglesia tañía perezosamente en el aire cálido del verano. Tras las inhóspitas y heladas alturas de los Andes y la quietud agobiante y sepulcral de Mendoza, el lugar tenía algo acogedor, algo… inglés. Quizá faltara en el ambiente esa calma que invitaba a la reflexión típicamente inglesa, pero, por lo demás, las similitudes eran inconfundibles. Mientras Darwin se detenía para contemplar la vista, Covington, que guiaba el caballo de su señor, lo alcanzó.

—Páseme la cantimplora si es tan amable, Covington.

—A sus órdenes, señor.

«Cómo desearía que dejara de responder como un marinero —se dijo Darwin, irritado—. ¡No estamos en un barco, cielo santo!».

Covington fue arrastrando los pies hasta la ijada del caballo en busca de la cantimplora y puso la mano izquierda torpemente sobre la cruz del animal. De súbito soltó un grito ahogado y se echó para atrás como si le hubiera picado una avispa.

—¿Qué pasa? —dijo Darwin bruscamente.

—¡Ahí! —gritó, confuso, Covington.

Una forma vaga y oscura aleteó de modo desagradable entre los omóplatos del animal.

—¿Qué diantre…?

Mariano se acercó y ahuyentó la criatura. Ésta desapareció con un seco crujir de alas, dejando dos pequeñas heridas sangrantes en el lomo del caballo.

—Es un murciélago vampiro, don Carlos —explicó el guaso con toda naturalidad.

Darwin se estremeció. No, aquello no era Inglaterra. Estaban muy, pero que muy lejos de Inglaterra. Y, francamente, había llegado el momento de volver a casa.

Llegaron a la mansión de Corfield, para Darwin un verdadero refugio, la tarde del día siguiente, y el dueño de la casa los recibió con su habitual actitud elegante e imperturbable. Sirvieron vino blanco y llenaron de atenciones al explorador, el cual se recostó en su asiento del jardín para obsequiar a su anfitrión con historias de castillos geológicos en el aire, playas en las montañas, un cauce de río que ascendía, las dos clases de ratones, el bosque petrificado, el pueblo desierto en las nubes…

—¿Acaso no lo ve, Corfield? —insistió Darwin con emoción—. No hay ninguna razón para suponer que haya habido una gran catástrofe en la tierra, en ninguna época. ¡El diluvio universal es un mito!

—No se lo discuto, amigo mío —murmuró con voz apaciguadora.

Mientras Darwin hablaba, la imagen de Corfield se le volvió borrosa de una forma muy rara, hasta dividirse en dos Corfield: uno a cada lado de su campo de visión. De pronto le sobrevino una náusea, mucho peor que cualquiera de las que había experimentado en el Beagle.

—Corfield, amigo mío.

—¿Sí?

—Creo que voy a vomitar.

Una forma oscura y difuminada tapaba la luz del día que entraba a raudales por la ventana. Era una silueta. Quizá fuera su hermana Susan, o Catty, que había ido a leerle algún párrafo de una de las publicaciones de la Sociedad para la Difusión del Conocimiento Útil. Salvo por el hecho de que no se le antojaba estar en su habitación de la casa familiar, The Mount. ¿Dónde diablos se encontraba? La silueta pareció farfullar algo… palabras, palabras tranquilizadoras como el agua que corría y borbotaba entre los guijarros. Se esforzó por entender. Mientras su vista se acostumbraba a la luz, la silueta empezó a resultarle familiar. Las facciones se tornaron nítidas. La nariz, los ojos, la boca… Había visto esa cara en alguna parte. El rostro le estaba diciendo que todo iría bien. El rostro tenía algo que ver con una travesía que había hecho. El Beagle. Era eso. Ahora lo recordaba. Él era el filósofo natural del barco de Su Majestad Beagle. Podía oír las olas, las olas rompiendo contra la orilla.

—Filos, ¿está despierto? —Bynoe lo intentó una vez más, todavía suavemente, pero esa vez con un poco más de premura. Darwin volvía en sí—. Filos, soy yo, Bynoe.

—¿Bynoe?

—¿Cómo se encuentra?

—Yo… ¿Dónde estoy? ¿Cómo he llegado hasta aquí?

—Está en casa del señor Alexander Caldcleugh.

—¿Quién?

—Caldcleugh, un propietario de minas inglés. Usted se puso enfermo en casa de Corfield, pero Corfield está fuera. El mes pasado tuvo que ir a Santiago por motivos de trabajo. A usted lo trasladamos a la residencia de Caldcleugh porque se halla más cerca de la costa. Pensé que la brisa del mar aceleraría su recuperación.

—¿El mes pasado? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Seis semanas.

—¿Seis semanas? Entonces estamos en mil ochocientos treinta y cinco. Pero ¿qué…?

—Ha sufrido fiebres muy altas, posiblemente contrajo la fiebre tifoidea; no estoy del todo seguro. Pero ahora está mucho mejor. Tome, le he traído calomelanos. Los criados indios querían tratarlo con hierbas tradicionales, muy poco de fiar, la verdad, pero me aseguré de suministrarle medicinas modernas.

—Mi querido Bynoe, ¿cuánto tiempo me ha estado atendiendo?

Bynoe llevaba velándolo las veinticuatro horas del día durante las últimas seis semanas.

—No mucho, lo bastante para verlo de nuevo sano y salvo.

—Bebí un poco de vino, me parece que no estaba bien.

—Quizá fuera el vino. ¿Quién sabe? Pero ahora está mejorando, Filos, y eso es lo único que importa.

De pronto Darwin tuvo un sobresalto al recordar su expedición por los Andes.

—¡Mis especímenes! ¿Dónde están mis especímenes? —exclamó, incorporándose débilmente sobre un codo.

—No se preocupe, Filos, sus especímenes están en buenas manos. Quédese tranquilo. Sulivan y yo los etiquetamos por usted, y los empaquetamos en cajas con la ayuda de Covington. Es un muchacho muy aplicado e inteligente. Creo que usted lo subestima.

—Pero ¿adónde han ido a parar?

—El teniente Wickham dijo que eran demasiados y que no cabrían en la bodega del Beagle, especialmente ahora, que están reabasteciéndola de provisiones. Pero por suerte para usted, el Samarang se encontraba fondeado en el puerto, y el capitán Paget estuvo conforme con cargarlos en su barco. Él se ocupará de que lleguen a manos del profesor Henslow, se lo garantizo.

—¡Gracias a Dios! —Aliviado, Darwin se recostó de nuevo en su almohada. De repente lo asaltó otra idea inquietante—. Bynoe, dígame.

—¿Sí?

—¿Cómo es que el teniente Wickham está en el Beagle? ¿No es el capitán del Adventure?

La jovial mirada de Bynoe se ensombreció.

—Las cosas han cambiado en el Beagle, Filos —dijo, y suspiró mientras volvía el rostro hacia la ventana.

—¿A qué se refiere?

—Ha habido problemas en nuestro pequeño barco, querido amigo. Esperaba no abordar este tema mientras estuviera en este estado, Filos, pero siempre ha sido usted demasiado listo para mí.

—¿Qué ha ocurrido? Cuénteme.

—Ya se enterará cuando se recupere. Pero le pido que por ahora no se preocupe por eso. Pronto podrá levantarse, estoy seguro; sin embargo, no hay por qué apresurarse. El Beagle lo esperará. Para ser sincero, Filos, en este momento no hay demasiada actividad a bordo del barco. Todo ha quedado en suspenso.