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Cala Woollya, Tierra del Fuego

5 de marzo de 1834

A medida que se acercaban a Woollya el tiempo se había ido estropeando, y con él, el ánimo de la tripulación, ensombrecido por la aprensión que sentían al pensar en lo que encontrarían. Desde su última visita al lugar había pasado más de un año: tal vez sólo el reverendo Richard Matthews le deseaba secretamente todos los males al asentamiento, si no a sus pobladores, por temor a que lo persuadieran de hacerse cargo de la misión otra vez.

—Parece que Tierra del Fuego sigue siendo el lugar encantador de siempre —dijo Darwin con aversión. La cubierta se elevó bajo sus pies, mientras la proa golpeaba contra el oleaje inmisericorde que los arrastraba por el canal Beagle—. Echaba de menos su suave brisa. ¡Qué país más entrañable!

Nadie dijo nada. Nadie tenía ganas de contestarle.

—Si alguien me pesca aquí de nuevo, le doy permiso para colgarme como si fuera un espantapájaros a fin de servir de estudio a futuros naturalistas —prosiguió sin dirigirse a nadie en particular, y al notar la sensación familiar de la náusea, corrió hacia la cubierta inferior a tumbarse antes de que fuera demasiado tarde.

A decir verdad, últimamente el tiempo había sido benigno de un modo poco habitual. Habían pasado un espléndido día de Navidad en Puerto Deseado, en el sur de la Patagonia; FitzRoy había decidido que la tripulación del Beagle retaría a la del Adventure a participar en una competición similar a los antiguos Juegos Olímpicos. Hubo carreras de velocidad, saltos, lucha libre, aunque sin duda la actividad favorita fue el viejo y salvaje juego de marineros llamado «colgar el mono». Consistía en suspender de un trípode de madera a un pobre diablo por los tobillos y balancearlo de un lado a otro mientras era golpeado por todos. Cuando conseguía propinar un manotazo, el que lo recibía ocupaba su lugar. Darwin, como hombre de tierra firme que era, encontró todas esas diversiones bastante primitivas, y se fue a cazar. Cuando regresó, llevaba un guanaco de cien kilos para asar en la comida de Navidad. Pero tuvo que reconocer que los métodos de FitzRoy habían funcionado: encontró a oficiales y marineros transpirando euforia. Justo en ese momento el capitán (por medio de unos dudosos cálculos estadísticos) declaró un empate honroso y repartió premios por doquier.

El tino con que FitzRoy mandaba a su tripulación se puso de manifiesto en el siguiente puerto donde atracaron, la bahía de San Julián. Tanto Drake como Magallanes se habían visto forzados a ejecutar a marineros amotinados en ese lugar, fuera decapitándolos, ahorcándolos, destripándolos o descuartizándolos. Los nombres topográficos de la zona, la isla Ejecución, la isla de la Justicia Verdadera, Punta Sepulcro, testimoniaban una época muy distinta de la historia de la navegación. Darwin exploró algunas islas tierra adentro, y descubrió el fósil de un enorme mamífero desconocido, y encima de un monte, una cruz de madera que había dejado tras de sí la expedición de Magallanes, cuarteada pero intacta después de haber estado expuesta durante tres siglos al aire seco de la Patagonia.

Luego el Adventure se deslizó rumbo al este majestuosamente, llevándose a Wickham y su tripulación, con la misión de acabar de cartografiar las islas Malvinas bajo la experta tutela de Low, el cazador de focas. FitzRoy miró el barco henchido de orgullo: su transformación en un grácil y blanco cisne le había costado mucho dinero, pero había valido la pena. A su lado en el pasamanos, Bennet no perdía de vista los elegantes y suaves movimientos del barco mientras se alejaba. El timonel debería haber formado parte del contingente del Adventure, pero había pedido permiso a su capitán para quedarse a bordo del Beagle. Imaginar el destino que habrían corrido Jemmy Button y sus compañeros lo atormentaba tanto como a FitzRoy.

Mientras navegaban hacia el sur, habían cartografiado la isla Wollaston y el cabo Santa Inés, y FitzRoy consiguió humedecer los ojos de Hamond cuando decidió bautizar una ensenada con el nombre de bahía Thetis. Mientras reconocían un puerto inexplorado, el barco rozó una roca sumergida; fue un momento angustioso, pero por suerte el obstáculo no perforó el revestimiento reforzado de abeto de cinco centímetros de grosor que había hecho instalar FitzRoy a sus expensas; el cobre de la quilla falsa se había rasgado, pero eso era todo.

Y entonces el Beagle se convirtió en el primer barco de gran tamaño que navegaba por el canal Beagle, introduciéndose por el extremo norte de las radas Goree detrás de la isla Picton. La aparición de un bergantín con todas las velas desplegadas provocó la misma alteración en los indígenas que la visión de las balleneras de la expedición anterior: encendieron fuegos para advertir de la presencia del navío, algunos hombres se pusieron a correr precipitadamente y otros siguieron la estela del Beagle en una flotilla de canoas, que desprendían volutas de humo como si fueran diminutos barcos de vapor. Hubo indios que agitaron las lanzas agresivamente, pero esos ademanes, que desde una ballenera resultaban amenazantes, parecían ridículos cuando se contemplaban desde las alturas de la cubierta de un bergantín de diez cañones. Otros nativos se acercaron osadamente para comerciar con pescado fresco y cangrejos a cambio de retales.

—¿Adónde van? —fue una de las preguntas a gritos de los fueguinos que FitzRoy pudo descifrar entre la cháchara gracias a su rudimentario conocimiento de la lengua yamana.

—Woollya —contestó mientras apuntaba al estrecho canal que se abría entre las cimas nevadas.

—Hubo muchas luchas en Woollya, muchas muertes, muchas cosas malas —fue en resumen el nefasto discurso del hombre.

—Cuéntame más —suplicó FitzRoy al mensajero, pero fue en vano. O no lo había entendido, o no quería contar nada más.

Las canoas se alejaron antes de que el Beagle arribara a Woollya, como si los indios no pudieran soportar estar presentes cuando llegaran al final de su viaje; como si estuvieran avergonzados de compartir con ellos el momento decisivo en que FitzRoy y su tripulación descubrieran al fin la verdad.

Un fuerte viento los empujó por el estrecho Murray —un territorio que conocían bien— y de pronto amainó y los dejó abandonados en un mundo silencioso y en calma. Del agua se alzó un recatado velo de niebla, a través del cual fueron surgiendo, pequeños y oscuros, un islote tras otro, como si estuvieran allí para señalar lo que les faltaba para llegar a la meta. A pesar de que podían ver muy poco, avanzaban con seguridad, pues habían cartografiado la cala de Woollya y todo el seno de Ponsonby en su última visita; FitzRoy dejó que el Beagle se adentrara en el canal empujado por la corriente con las velas ondeando suavemente. Cerca de Woollya, mientras se ponían al pairo, la niebla se levantó al cabo, no sin cierta culpabilidad y a regañadientes, para dejar al descubierto las tres cabañas de la misión. O lo que quedaba de ellas: ruinas carbonizadas y ennegrecidas.

La pequeña y blanca valla yacía en el suelo. El otrora bien cuidado césped se veía lleno de maleza y malas hierbas. Lo que tenían ante sus ojos ya no era la misión, sino su esqueleto, mudo, sin vida, descarnado de cualquier fragmento de materia reutilizable. No habían dejado una sola taza de té, ni siquiera un trozo. El lugar estaba abandonado por completo, no se veía un alma; los hombres sólo podían oír los latidos de su corazón.

En silencio echaron las balleneras al mar, mientras FitzRoy se preparaba mentalmente para lo que iba a encontrarse. Nadie habló. El tamborileo de los remos al golpear las aguas sonaba ensordecedor dentro de los borrosos confines de la bahía. Cuando subieron la ballenera a la playa, el crujido de los guijarros les resultó insoportable. Empezó a llover; grandes y helados goterones de agua congelada les azotaron la espalda y salpicaron desdeñosamente las tablas astilladas y carbonizadas de las tres cabañas. Al menos no se veían cadáveres. Nada. El sótano secreto de la antigua cabaña de Matthews estaba abierto de par en par; el oscuro hoyo había sido saqueado de todos sus tesoros. El misionero murmuró discretamente una oración de gracias por su liberación.

FitzRoy se arrodilló en el huerto, abandonado a su propia suerte desde el año anterior. Allí, al abrigo de la maleza empapada, había un puñado de nabos y patatas que se habían abierto paso a la superficie en perfectas condiciones.

—¿Lo ven? —dijo FitzRoy, dirigiendo una mirada sombría a Sulivan y Bennet mientras las gotas de lluvia resbalaban por sus mejillas—. Podría haber ido bien, podría haber funcionado.

En su rostro se leía una profunda desazón y rabia. Bennet no se atrevió a contestarle.

—Hizo todo lo que pudo, capitán —lo consoló Sulivan—. No podía hacer nada más.

—Eso es absurdo, y usted lo sabe tan bien como yo —respondió FitzRoy con fiereza. Miró hacia la fila de hortalizas que habían conseguido sobrevivir—. Arránquenlas y dénselas a los hombres para comer. Intentaremos salvar algo del desastre.

• • •

En la penumbra de la tarde, después de que la lluvia se hubiera llevado la niebla y dejara en su lugar nubes tristes y deshilachadas, FitzRoy se sentó a solas en su camarote y se puso a reflexionar sobre los acontecimientos de los últimos cuatro años. ¿Qué habría podido hacer de diferente manera? ¿Qué debería haber hecho de otra forma? ¿Tenía sentido atormentarse de ese modo? Contempló el lugar en que solía sentarse Edward Hellyer, desde donde le dirigía miradas de respeto y admiración. Sí, atormentarse tenía sentido, y por más de un motivo.

Llamaron a la puerta con apremio, y FitzRoy despertó de sus elucubraciones. Era Bennet.

—Siento interrumpirlo, señor, pero fuera hay una canoa.

—Gracias, señor Bennet, ahora voy.

FitzRoy trató de serenarse. Probablemente no era nada, sólo una familia de nativos que pasaba por allí. «Tranquilízate —se dijo—, eres el capitán, no lo olvides. Ya es hora de que te hagas merecedor de la confianza que el Almirantazgo depositó en ti, así como tus oficiales y tus hombres». Se arregló el uniforme y salió a la cubierta.

A simple vista, la canoa no era más que una oscura mancha aproximándose por el seno, que únicamente se diferenciaba de los islotes circundantes por el suave balanceo. FitzRoy cogió el catalejo que le tendía Sulivan. Era una embarcación poco habitual, más pequeña que una canoa de indígenas normal, que llamaba la atención tanto por una bandera andrajosa izada en la proa como por la ausencia de cualquier fuego sagrado en su seno. En ella sólo viajaban dos personas. La primera era una joven delgada que manejaba los remos y cuyo aspecto se correspondía más con el ideal de belleza occidental que con el tipo de mujer corpulenta y bien alimentada que atraía a la mayoría de los hombres de Tierra del Fuego. El otro ocupante de la barca era un hombre, desnudo y muy flaco, con el pelo largo y desgreñado. FitzRoy pensó que no los conocía, pero no estaba del todo seguro, pues cuando se llevó el catalejo al ojo, el indio se cubrió la cara con las manos, avergonzado. Durante un instante FitzRoy no relacionó una acción con la otra, hasta que recordó la extraordinaria vista que tenían los fueguinos. Seguramente el hombre era capaz de ver el barco con sus ojos mejor que él podía distinguir cualquier detalle de la canoa a través de las lentes de bordes desenfocados del «acércamelo», como a Jemmy le gustaba llamar a su catalejo. Mientras FitzRoy continuaba mirando a través del anteojo, el fueguino se puso de espaldas, en apariencia para evitar ser reconocido, sacó una mano por la borda, la metió en el agua y luego la alzó hasta su rostro. «Se está lavando —advirtió FitzRoy—, se está lavando la cara». Una vez que terminó con sus abluciones, el pasajero dejó ver su semblante adusto y levantó la mano como para tocar la visera de una gorra de marinero imaginaria en señal de saludo. Era Jemmy Button.

O mejor dicho, era una pálida sombra de lo que fue Jemmy Button, ese ser pulcro, acicalado y bien alimentado que habían dejado atrás hacía un año. Mientras se les aproximaba la canoa, FitzRoy pudo examinar al fin la situación miserable en que se hallaba el fueguino. Tenía el pelo sucio y apelmazado, los ojos enrojecidos por el humo, y cubría sus partes con un retal desgarrado de una manta de Walthamstow sujeto a la cintura. Tenía la piel pegada a las costillas. El cambio era tan brutal que FitzRoy pensó que iba a echarse a llorar.

—Querido FitzRoy, está llorando —dijo Darwin, que acababa de aparecer a su lado. Entonces el capitán advirtió que estaba mostrando sus emociones. El filósofo le puso una mano encima del hombro para consolarlo.

—Perdone, Darwin… parece que hoy me ha tocado interpretar un papel femenino.

—Mi querido amigo —murmuró—, el aspecto del pobre Jemmy podría conmover a personas de corazón más duro que un marino.

FitzRoy hizo un esfuerzo por recobrar la compostura y llamó a su camarero.

—Fuller.

—Diga, señor.

—¿Podría disponer una mesa para seis comensales, si es tan amable? El señor Button ha vuelto al barco, y me gustaría invitarlo a él y a su compañera a cenar conmigo. ¿Podría avisar al señor Bennet, el señor Bynoe y el señor Darwin, por supuesto, para que se nos unan?

—Sí, señor.

Amarraron la canoa de Jemmy al barco, y a continuación la pareja de fueguinos protagonizó una extraña y breve pantomima. Con una reverencia, Jemmy invitó cortésmente a su compañera a subir al Beagle, mientras le decía en inglés:

—Después de usted, señora Button.

La joven lo miró con cara de pánico y contestó:

—No; después de usted, señor Button.

—No, por favor; después de usted, las damas primero es correcto.

—Por favor, después de usted, señor Button. —Y entonces, tras lanzarle otra mirada asustada, añadió—: Señora Button no quiere ir en barco.

Jemmy la abrazó tiernamente y le acarició el pelo.

—Jemmy no tardará mucho. Tú espera aquí, señora Button —añadió, y tras ponerse un fardo debajo del brazo, subió a bordo con una agilidad que los tripulantes del Beagle nunca le habían visto.

—¡Jemmy, gracias a Dios estás vivo!

—Capitán FitzRoy, sabía que volvería. Dije a la señora Button, el capitán no olvidará a Jemmy, volverá. Ella no cree que usted volverá, capitán FitzRoy, pero yo le digo, capitán FitzRoy es un caballero inglés, y siempre cumple su palabra. Volverá por Jemmy Button.

—Veo que te has casado, Jemmy, felicidades.

—Muchas felicidades, muchacho —dijo Bennet con voz ronca.

—Buena elección —añadió Bynoe—. Es muy guapa.

—Gracias, mi amigo de confianza. Jemmy no está casado correctamente, como en la iglesia, pero Jemmy se acuerda de las palabras, las repite para poder estar casado ante Dios.

—¿Habla inglés tu mujer?

—El idioma de Jemmy es el inglés, no yamana. Inglés es buena lengua. Jemmy enseña inglés a señora Button. Capitán FitzRoy siempre ha dicho que Jemmy es un caballero inglés.

Mientras pronunciaba estas últimas palabras, la voz de Jemmy se fue apagando, y bajó la vista a su cuerpo desnudo y escuálido. Los otros siguieron su mirada de forma instintiva.

—Señor Bennet —dijo FitzRoy—, tal vez podría ir con Jemmy bajo cubierta y buscarle un traje, el mejor que tengamos.

—Será un placer, señor.

Media hora más tarde, perfectamente vestido, limpio y aseado, y con un reluciente par de zapatos, Jemmy Button se sentaba a cenar con FitzRoy, Darwin, Bennet y Bynoe, mientras Sulivan se hacía cargo de la guardia en cubierta. En cuanto a la señora Button, a pesar de que le ofrecieron pañuelos, mantas y una gorra de marinero con ribetes dorados que un amable miembro de la tripulación había comprado en Río de Janeiro para su mujer, nada pudo convencerla de abandonar su puesto en la canoa que se mecía junto al Beagle. Y allí permaneció, sola y asustada, mientras anochecía. Su lugar en la mesa se quedó vacío. Fuller les llevó fuentes de pescado y cangrejo, que fueron seguidos por patatas y nabos hervidos. Jemmy cogió el tenedor y el cuchillo más separados del plato y sonrió a Bennet.

—Con cada plato, se utilizan unos cubiertos diferentes —dijo, repitiendo las palabras que Bennet había pronunciado, incluso con la misma entonación, hacía cuatro años.

—¡Te has acordado! —exclamó el timonel—. Eres muy listo, Jemmy.

El chico sonrió de nuevo, esa vez henchido de orgullo.

—Jemmy… —FitzRoy intentó abordar el asunto que le interesaba del modo más suave posible—. Si te ves con fuerzas… quizá puedas explicarnos lo que pasó en la misión.

—Vinieron los oens, capitán FitzRoy, cuando las hojas se volvieron rojas. Cuando las hojas se vuelven rojas, nunca hay comida, y los oens tienen hambre. Así que vienen a mi tierra. Los yamana siempre abandonan sus cabañas, escapan. Pero Jemmy no puede abandonar misión. Él tiene que quedarse en la misión. Muchos yamana en la misión, gente mala. Intentan robar herramientas de Jemmy, ropa de Jemmy. Buscan cosas de Jemmy, no piensan en los oens. Dios manda oens para castigarlos. Los oens vienen de las montañas detrás de Woollya, sorprenden a los yamana. Mucha lucha, mucha muerte.

—¿Y qué les ocurrió a York y Fuegia? ¿Sobrevivieron?

Jemmy le echó una mirada furibunda.

—York va al lugar secreto bajo el suelo del señor Matthews, y coge gran pala. Dice que matará a cualquiera que se acerque. Levanta grandes piedras. Los oens tienen miedo, no se acercan a él. Después de que los oens marchan, York dice a Jemmy que Woollya no es lugar seguro; debemos coger herramientas, cuchillos, hachas y las cosas de valor y marchar a tierra de York con Fuegia. Jemmy dice sí, yo iré contigo. York construye gran canoa. Antes de marchar, York quema la misión. Dice que gente mala no debe vivir allí. Nos vamos al amanecer y viajamos hacia la puesta del sol. Dormimos en isla donde el canal se divide en dos. Jemmy despierta por la noche, oye ruido. York está encima de él, York se ha movido rápido, como gran gato. Jemmy intenta librarse, pero York pone su cuchillo aquí, en cuello de Jemmy. Obliga a Jemmy a quitarse ropa, York se lleva todo, capitán FitzRoy, todo. Toda la ropa de Jemmy: camisa, pantalones, guantes, botas bonitas y brillantes, todas las herramientas, todo. Deja a Jemmy morir en isla. Dice que Jemmy es idiota, dice que hombre blanco es idiota, que capitán FitzRoy es idiota, que todos creyeron las mentiras de York. Dice que si se queda el señor Matthews, también lo mata. York dice que él es demasiado listo para hombre blanco, que tiene un buen plan desde el principio. Yo dije que capitán FitzRoy no es idiota, es un caballero inglés. Cumple su palabra. York ríe. Nunca lo vuelvo a ver.

«Pero York tenía razón, Jemmy, he sido un idiota, un idiota redomado. York nos engañó a todos. Desde el principio estuvo esperando una oportunidad para apoderarse de todo. Ésa es la razón por la que no quiso quedarse en su tierra, pues desde allí no habría sabido cómo encontrar al pobre Jemmy para robarle. Qué traición más horrenda, qué sucesos más trágicos, y todo por una simple caja de herramientas. Todo se ha malogrado por una maldita caja de herramientas».

—Y entonces, ¿qué pasó, Jemmy? ¿Cómo lograste escapar de allí?

—Nado a casa, capitán FitzRoy. York piensa que es demasiado lejos para Jemmy, muchas millas, cree que Jemmy morirá. York dice que Jemmy se ablandó en Walthamstow. Pero Jemmy es buen nadador, como foca. Jemmy no está blando. Jemmy nada hasta aquí. Así que York es un gran idiota, no Jemmy.

—¿Y ahora cómo estás, Jemmy?

—Estoy contento, señor, nunca mejor. Jemmy come mucha fruta, muchos pájaros, diez guanacos en tiempos de nieve. Y demasiado pescado —declaró, dándose palmaditas en el estómago. Todos los presentes sabían que estaba mintiendo.

—Me alegro mucho de oírlo —afirmó FitzRoy sin saber qué otra cosa decir.

Jemmy dejó el tenedor sobre la mesa.

—Jemmy trae regalos, miren. —Recogió el fardo de debajo de la mesa y lo abrió—. Aquí no hay dinero, no hay tiendas, Jemmy no puede comprar regalos. Así que los hace él mismo. —Con gesto triunfal, sacó un arco y flechas hechos a manos, y un carcaj de cuero de guanaco confeccionado con esmero—. Es para mi viejo amigo el maestro Jenkins, de la escuela de Saint Mary. Por favor, dénselo.

—Ten por seguro que llegará a sus manos, Jemmy, te lo prometo —dijo FitzRoy.

—Esto es para usted, señor filósofo. —Y le tendió a Darwin dos puntas de lanza maravillosamente talladas.

—Muchas gracias, Jemmy, eres muy generoso.

—Y para usted, mi amigo de confianza —prosiguió, y Bynoe recibió también dos puntas de lanza.

—Jemmy, no tengo palabras para agradecerte…

—Y para usted, mi gran amigo señor Bennet, y para usted, capitán FitzRoy, regalo esto. —Y desenvolvió con gran ceremonia dos pieles de nutria que habían sido limpiadas y conservadas cuidadosamente—. Son mejor que la piel de guanaco. Mejor que la piel de foca. Muy difícil de conseguir. Cazo las nutrias para mis amigos, los amigos de Inglaterra que nunca me fallan, nunca en la vida.

—Gracias, Jemmy —dijo Bennet, con la voz tan ronca por la emoción que apenas resultó audible en el pequeño camarote. Por la nariz de Jemmy resbaló una lágrima que cayó sobre el mantel.

—Jemmy, yo… —FitzRoy, emocionado, no pudo continuar.

Oyeron un grito de socorro procedente del exterior.

—¡Señor Button, señor Button! —Era la señora Button la que chillaba de forma lastimera.

—Jemmy —dijo FitzRoy cogiéndole una mano apresuradamente—. ¿Te gustaría venir a casa con nosotros? ¿A Inglaterra en el Beagle?

—¡Señor Button, señor Button! —oyeron gritar otra vez.

—Capitán FitzRoy, yo… —El chico parecía muy triste—. Jemmy debe quedarse aquí con la señora Button. Ella no quiere subir al Beagle. Los blancos le dan miedo. La señora Button lleva un niño.

—Felicidades, Jemmy. No me había dado cuenta.

—La casa de Jemmy está aquí. Yo soy un caballero inglés, capitán FitzRoy, pero la casa de Jemmy está aquí. ¿Entiende?

—Lo entiendo, Jemmy, querido amigo. —FitzRoy apretó con tanta fuerza las manos del fueguino que los nudillos se le pusieron blancos.

—Pero ¿el capitán FitzRoy volverá? ¿Volverá en el Beagle a ver a Jemmy Button?

—Yo… Haré lo que pueda, Jemmy. Todo depende del Almirantazgo. Pero prometo que haré todo lo que pueda para volver a visitarte cuanto antes.

—Gracias, amigo mío. Ya le digo a la señora Button, capitán FitzRoy no olvidará a Jemmy. Volverá. Capitán FitzRoy es un caballero inglés.

—¡Señor Button, señor Button! —La llamada era cada vez más apremiante. FitzRoy soltó la mano de Jemmy.

—Deberías marcharte, Jemmy. Me gustaría que te quedaras con nosotros, pero me temo que debes irte.

—Adiós, queridos amigos. Jemmy siempre os recordará.

—Y nosotros nos acordaremos de ti, Jemmy. Te doy mi palabra.

—Como un caballero inglés, capitán FitzRoy.

—Como un caballero inglés, Jemmy.

El Beagle levó anclas con las primeras luces del amanecer y se dejó arrastrar lejos de la costa por la marea de la mañana. Mientras el barco fue visible en el seno Ponsonby, Jemmy y su mujer se asomaron por detrás de unos juncos donde se habían cobijado para pasar la noche, con el cuerpo ovillado para proteger la manta llena de regalos que les habían dado en el Beagle. El fueguino encendió una hoguera para anunciar la salida del barco. FitzRoy y Darwin, de pie en el castillo de popa, observaron cómo la columna de humo ascendía entre las solitarias praderas de Woollya hasta confundirse con las nubes que cruzaban el cielo.

—Quizá… algún día un náufrago reciba la ayuda y el trato amistoso de los hijos de Jemmy. Quizá las tradiciones que habrán oído contar de hombres de otras tierras les influyan. Tal vez abriguen una idea, por muy vaga que sea, del deber para con Dios, así como para con su prójimo. —«O quizá, lo más probable, todo habrá sido en vano. Una idea fútil, concebida en una escala demasiado pequeña, con consecuencias desastrosas para las pobres almas involucradas en esta empresa en contra de su voluntad».

—Mi querido FitzRoy, no dudo de que Jemmy será igual de feliz que si nunca hubiera abandonado este lugar.

—¿De verdad lo cree, Filos?

—Claro.

«Se equivoca, amigo mío, pues le he dejado probar una vida mejor y luego se la he arrebatado. Le he robado su inocencia, algo que no tenía derecho a hacer. Quería acercarlo a Dios, pero al final fui yo quien jugó a ser Dios disponiendo de la vida de otros hombres».

Ahora la diminuta figura junto al fuego agitaba los brazos exageradamente, de un modo que parecía ejecutar los movimientos de un metrónomo. Con discreción, Darwin dejó a FitzRoy sumido en sus tormentosas cavilaciones y paseó por la cubierta. Se encontró a Bennet cogiéndose con fuerza al pasamanos, con vana fiereza, escudriñando en la débil luz del alba como si temiera el momento en que ya no pudiera distinguir a Jemmy de su entorno.

—Si hay algo que me entristece de verdad, Filos —dijo el timonel—, es saber que no volveré a verlo nunca más.

—Creo que ninguno de nosotros volverá a verlo.

—Podría haber sido todo muy diferente. Sólo que… No sé.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señor Bennet?

—Claro que sí.

—¿Cree usted en Dios?

—¿Que si creo en Dios? Pues claro. Lo que ocurre es que… en días como hoy… a veces es todo tan difícil… Pero ¿creo en Dios? Sí. Por lo menos estoy seguro de que sí.