Patagones, Patagonia
6 de agosto de 1833
El diminuto asentamiento de Patagones, defendido por una miserable empalizada de madera, estaba arrimado contra el desmoronado margen del río Negro. Sólo la iglesia de piedra fortificada destacaba más allá de las defensas y por encima de la orilla, como si estuviera desafiando a los indios ateos. Unos pocos años atrás no había ningún asentamiento blanco tan al sur, pero el fuerte argentino había resistido, y cada día había más colonizadores que cruzaban el río Colorado, enardecidos por la avaricia y la bravuconería, dispuestos a arriesgar todo lo que tenían para participar en la gran rapiña y hacerse con un pedazo de tierra. Pero los patagones se sentían solos y desprotegidos. Cualquier susurro, el ruido de un tallo de hierba meciéndose en las llanuras del norte, oeste o sur, producía un sobresalto a sus habitantes. El este, donde el azul océano creaba un baluarte inexpugnable, era la única dirección hacia la que podían dar la espalda sin peligro. Los indios caballo nunca atacaban desde el agua. No les gustaba el agua. Así fue como la llegada del Paz en esa mañana de agosto pasó inadvertida. La pequeña aldea se encontraba en silencio en su oscura hondonada, mientras James Harris, Charles Darwin y su nuevo ayudante Syms Covington navegaban por el estuario en pleamar.
A decir verdad, Darwin estaba contento de hallarse lejos del Beagle. Desde la muerte de Hellyer, la tripulación parecía sumida en un estado de abatimiento e irritación. La contemplación de la pena de FitzRoy resultaba insoportable. Incapaz de afrontar su impotencia en ese asunto, el capitán se había dejado dominar por un humor pésimo. Los oficiales tenían una frase en clave para referirse a él: «¿Está caliente el café esta mañana?», se preguntaban unos a otros. Los hombres habían aprendido a no escatimar esfuerzos, incluso más que antes, y a trabajar con movimientos más precisos a fin de evitar el disgusto y la cólera del capitán. FitzRoy luchaba con su fe, tratando de entender el acto de un Dios que había arrebatado la vida a un niño inocente y bueno. Cuanto más intentaba convencerse a sí mismo de que la tragedia era parte de algún plan divino de más alcance, más incómodo se sentía Darwin. La seguridad moral del cristianismo empezaba a exasperarlo. Darwin era cristiano, por supuesto, pero no estaba seguro de nada.
En los últimos meses la única alegría había sido la hilaridad general con que la tripulación recibió al teniente Wickham. Luciendo una gran barba, con la cara tan bronceada y llena de ampollas del sol y la sal que apenas podía hablar, Wickham subió a bordo con el aire de un eremita bizantino enloquecido que acabara de ser rescatado de su pilar. Al principio se quedó demasiado aturdido para entender la broma, puesto que los oficiales que viajaban en los dos pequeños barcos tenían el mismo aspecto que él, pero Sulivan le dio una palmada cariñosa en la espalda y pronto Wickham se encontró riendo con todos los demás. A pesar de las condiciones adversas, que habían hecho que incluso los más avisados de entre ellos se sintieran mareados todo el tiempo, él y sus hombres habían concluido sus tareas antes de tiempo, e incluso descubrieron un nuevo río, el Chubut, como lo llamaban los indios. Ahora se trasladarían al Adventure, que en esos momentos flotaba al lado del Beagle, antes de que lo atoaran, lo levantaran «quilla afuera», y recubrieran el casco de cobre para protegerlo de los teredos del océano Pacífico. Prometía ser un agosto aburrido y claustrofóbico. A Darwin, la idea de estudiar la fauna y la geología de la pampa le resultaba una alternativa sugestiva y emocionante.
Harris, cuyo contrato lo ataba al Beagle otras seis semanas, se ofreció a acompañarlo en una expedición por tierra desde el río Negro rumbo al norte hasta Buenos Aires, un recorrido de más de ochocientos kilómetros. Y en cuanto a llevar un ayudante… bien, ¿por qué no? FitzRoy tenía un camarero. Los oficiales tenían el suyo. ¿Por qué él, Darwin, no podía tener un ayudante a su vez, para ocuparse de la tarea sucia de despellejar animales, cargar los fósiles pesados o cobrar patos abatidos en los quelpos encharcados? En realidad, la única dificultad había consistido en localizar un ayudante y pagar por él. FitzRoy se ablandó finalmente y le cedió a Covington, el violinista del barco, basándose en que era con mucho el alumno más aventajado en las clases de lectura y escritura de los domingos, y en que, como hijo de carnicero de caballo, entendía algo de anatomía animal. Darwin no podía decir que le gustara demasiado su nuevo ayudante: aunque tenía un rostro bastante agradable, era un hombre huesudo y pelirrojo, muy terco y absolutamente falto de conversación. La mirada del chico mostraba una expresión extraña, casi acusadora. También era caro: en cuanto al coste de seiscientas libras al año, Darwin concluyó que su padre, a su debido tiempo, vería sin duda la sabiduría de su decisión y le adelantaría el dinero. En el ínterin, se había asegurado otro préstamo del señor Rowlett, el sobrecargo. Era consciente de que sus continuas solicitudes de fondos lo asemejaban al guardiamarina de la novela de Jane Austen Persuasión, pero no dudaba de que la mejora en su estatus le haría más bien que mal. Covington incluso había preparado el equipaje de su señor para la excursión: navaja, alcohol para conservar los especímenes, frascos con tapadera de corcho, lápices y libretas de notas, armas y munición, un compás y un martillo geológico, un par de medias de recambio, y —como pequeños toques de civilización— el gorro de noche de algodón de Darwin y una serie de pañuelos de seda.
Harris, que evidentemente era una cara conocida en Patagones, había conseguido reunir una escolta de cinco gauchos armados. Eran hombres altos, curtidos y altivos, que lucían un bigote exuberante y una melena larga y negra que les caía por la espalda. Desde el principio dedicaron una sonrisa reverente y cortés a don Carlos, su naturalista, aunque sus extravagantes ademanes no eran sino una pátina bajo la que ocultaban una existencia al borde de una violencia extrema. Todos tenían el rostro desfigurado por cicatrices de arma blanca, que testimoniaban la costumbre de los gauchos de resolver hasta las más nimias desavenencias con cortes en la nariz o los ojos. Darwin pensó que podían cortarle el cuello a uno y al mismo tiempo hacerle una reverencia. Llevaban ponchos de rayas blancas y botas del mismo color, montaban caballos blancos también, e incluso fumaban extraños y pequeños puros envueltos en papel blanco que ellos llamaban cigarritos. Antes de que se enteraran de que Darwin había aprendido español, él los oyó conversar con un sexto gaucho que acababa de llegar a Patagones.
—¿Don Carlos es gallego? —preguntó el hombre—. ¿Vale la pena robarle y asesinarlo?
—No —le contestaron—. Es rico. Vale la pena protegerlo. La recompensa será mejor.
El recién llegado transmitió noticias halagüeñas para emprender el viaje. El gobierno de Buenos Aires había encargado al general Rosas que librara una guerra de exterminio contra los indios, y que limpiara de su presencia el campo entre Río de la Plata y el río Negro. Con ese fin, el general estaba acampado unos ciento treinta kilómetros hacia el norte, en el río Colorado, y había establecido una línea de postas, puestos de guardia, entre ese lugar y la capital. Ése sería el camino más seguro que podía tomar don Carlos. Sin más preámbulos, esa misma tarde la expedición partió hacia el río Colorado, los gauchos a la cabeza y cabalgando en fila, con la ropa ondulando al viento y con el sonido metálico de las espuelas y espadas.
No necesitaban provisiones: pensaban abastecerse de comida por el camino.
El campo que lindaba con Patagones era árido, yermo, y tan desnudo y áspero como la piel de un cerdo. Los escasos matorrales que conseguían sobrevivir en un paisaje tan hostil eran marrones y mustios; los solitarios y espinosos arbustos crecían atrofiados. Sin embargo, los flamencos que hurgaban en busca de gusanos en las salinas, grandes lechos de sal de ocho centímetros de espesor y muchas leguas de longitud, aportaban manchas de colores brillantes. En torno a esas salinas, la gravilla estaba salpicada de conchas marinas. El mar había llegado hasta allí, sin duda. Pero ¿en la forma de un único diluvio de cuarenta días con sus noches? ¿Podría el diluvio universal haber dejado esos depósitos de sal tan gruesos? En su fuero interno, Darwin daba la razón a Lyell en ese punto por lo menos, y pensaba que en esa zona la tierra se había alzado desde el lecho marino.
Cuando llevaban unos cuarenta kilómetros de trayecto, apareció un árbol en el horizonte, un habitante solitario de la árida llanura.
—Walleechu —dijo Esteban, el jefe de los gauchos.
—¿Perdón? —preguntó Darwin.
—Walleechu, el dios de los indios.
—Los indios de la zona adoran a este árbol —explicó Harris—. Es el único que han visto en toda su vida.
Mientras se acercaban, Darwin pudo ver que el árbol, aunque no tenía hojas debido a la estación, estaba adornado por ofrendas: cigarros, pan, carne, trozos de tela, petacas de valiosa agua y otros obsequios que colgaban de sus ramas en hilos de colores. En la base había huesos de caballo blanqueados y esparcidos; restos de sacrificios religiosos.
—Los indios lo llaman dios. Nosotros lo llamamos cena. —Esteban sonrió mientras descolgaba la comida y la bebida del árbol y las metía en su alforja para dar cuenta de ellas más tarde.
—Ejem, ¿está seguro de que podemos hacerlo? —preguntó Darwin sintiéndose culpable.
—Así son felices. —Esteban se encogió de hombros—. Piensan que Dios les ha hecho una visita.
Los gauchos espolearon sus caballos hacia el norte una vez más. Los ingleses salieron en su persecución: Darwin, con el ímpetu que le conferían sus años de experiencia como jinete; Harris, poniendo a prueba a su caballo debido a su sobrepeso; Covington, cubriendo la retaguardia, mudo y torpe, encima de su sufrida montura, con las posaderas doloridas, pero sin pronunciar una queja.
Esa noche se acostaron bajo un cielo estrellado en el infinito silencio de la llanura; la Vía Láctea giraba espléndidamente sobre sus cabezas, sus incontables miríadas de estrellas se emborronaban en un arco de luz que Darwin hubiera deseado tocar con la mano.
—Es lo más bonito que he visto nunca —pensó, y de pronto se dio cuenta de que había hablado en voz alta.
Harris, que había engullido la mayor parte de la comida del árbol y se preparaba para dormir, giró su corpachón para mirar mejor.
—Los indios creen que las estrellas son antiguos guerreros. Que el cielo es una pradera donde ellos cazan avestruces. Todas esas nubes de estrellas son las plumas de los avestruces que matan.
«Qué dichosos son de poder creer tal cosa», se dijo Darwin.
—Dígame, don Carlos…
—Sí, Esteban.
—¿Puedo preguntarle algo?
—Por supuesto.
—¿Es verdad que si hiciera un agujero en la tierra y excavara lo bastante hondo, llegaría a un país donde hay seis meses de día y seis meses de noche y donde la gente camina al revés?
—Una pregunta de veinte respuestas —murmuró Harris.
Y así Darwin disertó largo y tendido sobre la rotación del eje de la Tierra en relación con la luz solar, sobre el campo magnético del planeta, y, en términos generales, sobre los diferentes pobladores del mundo. Harris acudía en su auxilio cuando titubeaba al hablar español, hasta que finalmente Esteban pareció quedarse satisfecho.
—Don Carlos.
—¿Sí?
—¿Puedo hacerle otra pregunta?
—Por supuesto. —Darwin se preguntó qué gran principio científico o teológico debería traducir ahora del inglés a su rudimentario español.
—Usted, que ha viajado a muchas tierras, debe de saberlo. ¿No es cierto que las damas de Buenos Aires son las más hermosas del mundo?
—Y lo son de un modo encantador —aseguró Darwin con la mayor solemnidad que pudo.
—¿Llevan las damas de otros lugares del mundo peinetas tan grandes?
—No.
—¡Oigan eso! —dijo Esteban a sus compañeros—. Lo dice un hombre que ha visto medio mundo. Nosotros siempre lo habíamos pensado, pero ahora estamos seguros.
—¿Le importa que le haga una pregunta yo, Esteban?
—Claro que no, don Carlos.
—Usted y sus amigos, ¿creen en Dios?
Esteban rió.
—¿En Dios, don Carlos? Dios no existe. Como ha podido ver usted mismo, si da a Dios lo más valioso que posee, más le valdría tirarlo a la basura.
Al día siguiente pasaron por delante de estancias ruinosas, construcciones antaño sólidas y levantadas por pobladores más imprudentes que valerosos que se habían adentrado en un territorio peligroso unos kilómetros más de la cuenta. Las ruinas de los edificios estaban ennegrecidas; los corrales, destruidos; los restos de los huertos, agostados y sin vida.
—Los indios siempre queman las haciendas —explicó Esteban—, así, nadie puede reinstalarse en ellas.
—¿Qué les pasó a los hacendados?
—Lo de siempre. A las chicas jóvenes se las llevan como esclavas. El resto, los hombres, las mujeres mayores y los niños, son torturados hasta la muerte. Les arrancan la cara y los degüellan.
Darwin se estremeció.
—¿Aún hay indios por aquí?
—¿Acaso ve alguno?
Darwin escudriñó el horizonte desierto.
—No.
Esteban rió.
—Don Carlos, aunque hubiera indios en los alrededores, usted no los vería. Son demasiado astutos. Pero no se preocupe, nosotros no somos estancieros esperando como gordos y estúpidos avestruces a que los masacren. Disponemos de rápidos caballos, armas y navajas, y sabemos utilizarlas. Espere y verá, don Carlos; antes de que acabe el año, el general Rosas habrá liquidado a todos los indios, uno por uno, entre Río de la Plata y el río Negro.
—¿A usted y sus hombres los han atacado alguna vez?
—Por supuesto. Una vez estábamos cuatro en Punta Alta. Fuimos sorprendidos por indios araucanos, los salteadores del otro lado de las montañas, al sur de Chile. Son los más peligrosos. Usan chuzos, unas lanzas largas. Yo fui el único que salió con vida de allí. Tenía el caballo más rápido.
Darwin escrutó el horizonte una vez más, con el corazón en un puño.
—Dígame, don Carlos, ¿le gusta la carne de res?
—¿Que si me gusta la carne? Sí. ¿Por qué me lo pregunta?
Esteban señaló una solitaria vaca frisona que deambulaba por la llanura en sombras recortándose contra el pálido cielo.
—La cena de esta noche —replicó Esteban, y con una inclinación de la cabeza dio la orden a uno de sus compinches de que la apresara.
El hombre sacó las boleadoras de su cinturón y salió en persecución del animal; las tres piezas de piedra atadas al extremo de largas correas empezaron a girar y enseguida formaron un círculo perfecto por encima de su cabeza mientras cabalgaba ruidosamente en pos de la res. La vaca emitió un fuerte mugido y se volvió para irse de estampida, pero las boleadoras salieron zumbando de la mano del asaltante con precisión fatal: el veloz arco de las piedras se cruzó con la grácil y rítmica parábola del galope del animal, procurándose mutuamente una abrupta y caótica detención. La vaca se quedó tendida en el polvo y sujeta por las correas, retorciéndose en vano. Sus gritos de angustia fueron acallados al momento cuando el gaucho se apeó de la montura de un ágil salto, se sacó la navaja del cinturón y le cortó el cuello. Entonces, con el animal aún agonizando bajo un charco de sangre en el polvo y con sus blancos y saltones globos oculares mirándolo aterrorizados, el gaucho hundió el cuchillo en el lomo, cortó un pedazo de carne suficiente para ocho hombres, y lo envolvió en su sudadero.
—Buen trabajo —murmuró Covington con admiración, rompiendo su silencio por fin. La primera vez que había salido más allá de los límites del Bedfordshire rural fue para embarcar en el Beagle; ser testigo de una habilidad o destreza que hubiera conseguido un asentimiento de aprobación en su Ampthill natal hacía que se sintiera como en casa.
—¿Vamos a dejar aquí el resto? —Darwin señaló el cadáver de la res, que finalmente se había rendido a la muerte.
—Hay muchas vacas. Ya lo verá. Antes pertenecían a las estancias. La Estancia del Rey poseía tres mil cabezas de ganado. Todavía quedan muchas abandonadas, que viven en libertad. —Señaló otra que se divisaba en el horizonte hacia el norte—. Dígame, don Carlos, ¿usan boleadoras para apresar vacas en su país?
—Ejem, no, la verdad es que no.
—Ah, entonces deben de usar el lazo. ¿Querría alguno de ustedes probar las boleadoras?
Harris declinó el ofrecimiento, quizá sabiamente, ya que debían de pesar casi tanto como su caballo. Covington negó con la cabeza cortésmente, en deferencia a su patrón. Por su parte, Darwin se mostró entusiasta: cogió las boleadoras que habían liberado del cuerpo de la res y las hizo girar por encima de su cabeza. Parecía bastante sencillo.
Salió al galope, con el resto de la partida detrás de él. Esa vez la vaca, una Ayrshire, advirtió sus intenciones mucho antes, y empezó a huir enseguida, pero el gran semental blanco de Darwin la alcanzó muy pronto. Poco después los dos animales corrían uno al lado del otro a través de la inmensa llanura. El filósofo tomó las boleadoras que llevaba colgadas en su silla de montar y comenzó a girarlas a toda velocidad sobre su muñeca alzada; apuntó a la vaca, y a continuación soltó las correas. Las boleadoras salieron disparadas de su mano y se enredaron en las patas del animal, lo que hizo que cayera al suelo con gran estrépito.
Pero por desgracia habían ido a parar al animal equivocado. El caballo de Darwin, al que habían adiestrado con boleadoras como parte de su doma, sabía exactamente lo que tenía que hacer en el momento en que notara el impacto de las correas: aflojó la tensión de las patas y dio una voltereta con cuidado de no aplastar a su jinete. Mientras ambos salían volando, el caballo incluso consiguió depositar a Darwin con cierta delicadeza sobre un espino que había por allí.
Los gauchos se acercaron desternillándose de risa.
—Hemos visto todo tipo de animales cazados, don Carlos, pero nunca habíamos presenciado a un hombre que se cazara a sí mismo.
Darwin tenía el chaqué tan desgarrado que casi era para tirar, pero le daba lo mismo. Que se rieran; estaba seguro de que pronto le cogería el truco. Se sentía libre, y salvaje, como si estuviera viviendo la vida de sus sueños. Aunque era verdad que corría algún peligro, eso proporcionaba sabor al viaje, como la sal a la carne. Esa noche, tendidos bajo las estrellas, cuando estuvo bien seguro de no ser observado, sacó su gorro de dormir furtivamente y lo tiró lo más lejos que pudo.
El campamento del general Rosas se levantaba en la otra orilla del río Colorado; unas cuantas carretas dispuestas en un cuadrado de unos cuatrocientos metros de largo que cercaba una división del ejército completa y sus piezas de artillería. Después de dos días y medio sin haberse cruzado con un alma, el paisaje deshabitado se llenó de pronto de soldados que marchaban, cabalgaban, limpiaban sus armas, holgazaneaban, comían y bebían, jugaban a las cartas o se enzarzaban en reyertas. El río, de aguas densas y lodosas y flanqueado por cañaverales, se abría paso serpenteando a través de la asfixiante llanura; una inmensa manada de yeguas era conducida al otro lado, desde donde seguiría su camino hacia el interior del país para servir de alimento al ejército que luchaba allí. Cientos y miles de cabezas, todas en la misma dirección, asomaban fuera de la turbia corriente, con las orejas erguidas, y las ventanas de la nariz muy abiertas por el esfuerzo, girando hacia un lado y otro como una flotilla de peces, como si fueran guiadas por una única inteligencia colectiva.
—Los gauchos adoran a Rosas —explicó Harris a Darwin en inglés—. Piensan que es uno de los suyos. Cuando está en su compañía, Rosas hasta se viste como ellos. Cualquier cosa que los gauchos son capaces de hacer, domar caballos, montar a pelo y todo lo que se le ocurra, él puede hacerla tan bien como ellos. Y es un hombre tremendamente estricto, que impone una disciplina férrea. Cuando dicta una norma, se asegura de que se cumpla. Una vez, en su estancia, prohibió llevar navaja los domingos. Entonces su intendente le señaló que él llevaba una, por lo que él mismo se hizo atar a la picota durante un día. Pero cuando el intendente sintió pena y lo soltó, Rosas puso al hombre en su lugar, por infringir la ley Si no toma las riendas de este país dentro de un año o dos, juro que me comeré el sombrero.
—Me encantaría conocer al tal general Rosas. —Darwin se volvió hacia Esteban—. ¿Cómo podríamos cruzar a la otra orilla?
—¿Que cómo podríamos cruzar, don Carlos? Igual que las yeguas. A nado.
Y dicho eso, el gaucho se desnudó, formó un fardo con su ropa y sus pertenencias y lo ató con el cinturón a la cabeza de su sorprendido caballo. A continuación condujo el animal a la orilla del río, y después de propinarle un enérgico azote, se lanzó al agua tras él y se agarró a su cola; la montura nadó hacia la otra margen llevándolo a rastras. En cuanto intentaba zafarse, volverse o cambiar de rumbo, Esteban le salpicaba agua en la cara para que continuara avanzando. Nadando con fuerza contra la corriente, no tardó mucho en llegar al otro lado, y caballo y jinete aparecieron chorreando en la ribera contraria.
Darwin, que fue el siguiente, cruzó el río con sorprendente facilidad. Una vez más fue capaz de disfrutar del lujo de ir ataviado con su chaqué roto y gastado, mientras se divertía observando el dificultoso avance de Harris y Covington por las aguas embarradas del río Colorado. Qué ridículo se veía Covington, incluso nadaba sin ninguna gracia, mientras que Harris parecía una enorme y rosácea criatura marina, con su reluciente piel de marsopa retorciéndose de forma desagradable entre las turbias aguas.
Una vez que estuvieron todos vestidos y listos en la orilla opuesta, la partida se presentó ante los centinelas de Rosas. Esteban explicó que se encontraban escoltando a un famoso naturalista inglés, don Carlos, que había recorrido miles de leguas con la esperanza de que el gran Rosas le concediera una audiencia. Tras una hora de espera, se les informó de que, efectivamente, el general aceptaba entrevistarse con el distinguido visitante, pero no estaría libre para recibirlo hasta el día siguiente. Así que durante veinticuatro horas no tuvieron otra alternativa que aguardar impacientes mientras merodeaban por el campamento de Rosas. Las tropas del general contaban con un gran número de gauchos, hombres iguales a los que escoltaban a Darwin, pero la gran mayoría de los soldados rasos y uniformados que deambulaban por el campamento eran negros, presumiblemente antiguos esclavos, o mulatos. A Darwin le pareció detectar asimismo sangre india corriendo por sus venas.
—Ignoro la razón —le confió a Harris—, pero los hombres de tal origen rara vez tienen buena catadura.
—Si quiere saber mi opinión, le diré que son todos una panda de asesinos —dijo Harris—. Deberíamos no apartarnos de los asesinos que hemos contratado.
Después de una intranquila noche que pasaron apiñados dentro del perímetro del resplandor que producía la hoguera, los centinelas de Rosas fueron a buscar a Darwin con las primeras luces. Había llegado la hora de conocer al general.
—Me siento muy honrado de que el famoso naturalista inglés don Carlos haya hecho un viaje tan largo para venir a mi humilde campamento. Por favor, le ruego que me perdone la espera.
A decir verdad, Darwin sólo llevaba cinco minutos esperando en la tienda de Rosas, pero a juzgar por el tono grave con que el general se disculpó, uno hubiera pensado que había sido una hora.
—Por favor, no tiene por qué disculparse. Y la verdad es que no soy muy famoso en mi país.
—Don Carlos, no soy un hombre de ciencia. Pero imagino que la Marina de Su Majestad no enviaría a un naturalista para un viaje de tal importancia si no tuviera cierto prestigio. ¿No le parece? —Rosas sonrió, mostrando una dentadura perfecta. Tenía una sonrisa deslumbrante, casi desprovista de humor pero encantadora. Hablaba un inglés casi perfecto, el idioma de un hombre instruido, con sólo un ligero acento español.
—Supongo que sí —concedió Darwin con cierta inmodestia.
—Sabía que no me equivocaba.
Darwin no se podía creer lo joven que parecía el general: quizá anduviera por los cuarenta años, pero poseía la energía y la agilidad de un hombre mucho más joven. Rosas tenía un trato cálido y carismático, su rostro era atractivo y despejado, con una barbilla enérgica y una poderosa nariz aguileña, y estaba enmarcado por unas patillas bien recortadas. Sólo el brillo desafiante de sus ojos oscuros de párpados caídos no cuadraba con la imagen convencional de un héroe romántico. Ese día no llevaba puesto su traje de gaucho, pero lucía el uniforme de gala al completo, con la faja roja, el cuello alto almidonado y numerosos galones de oro.
—Deberá perdonar la formalidad de mi atuendo —dijo Rosas captando la mirada de Darwin, que saltaba de un botón de latón resplandeciente a otro—. Hasta en tiempos de guerra, uno debe organizar desfiles militares. Pero que quede entre usted y yo, don Carlos: cuando más feliz soy es cuando no llevo el uniforme y visto de manera informal, cabalgo junto a mis reses y juego con mis hijos. Tengo una estancia, ¿sabe?, con tres mil cabezas de ganado. En el fondo soy un hombre sencillo, un hombre de familia. Aborrezco y detesto la guerra. Pero cuando sentimos cómo la amenaza se cierne sobre nuestros hijos, sobre nuestras haciendas, e incluso sobre nuestra fe, ¿qué podemos hacer sino empuñar las armas?
—Claro, claro —repuso Darwin, ansioso por darle la razón a su encantador anfitrión—. ¿Va bien la guerra?
—Como dicen los gauchos siempre, ¿quién sabe?, pero yo soy optimista. Amigo mío, aquí nos enfrentamos a un nuevo tipo de guerra; muy diferente de la convencional, basada en el terror súbito. Todos nos hemos curtido en batallas libradas entre grandes guerreros, entre grandes naciones, entre fuerzas poderosas e ideologías políticas que dominaban continentes enteros. Eran batallas de conquista, para conseguir más tierras o dinero, y en ellas participaban grandes ejércitos. Pero ha aparecido una enfermedad nueva y mortal… no se me ocurre otra forma de describirla, que consiste en el ciego deseo de nuestros enemigos de causar destrucción, sin que nada los contenga, ni siquiera los sentimientos humanos hacia nuestras mujeres e hijos y nuestra población civil. Nuestro nuevo mundo se basa en el orden. El peligro reside en el desorden, que se está propagando como una plaga.
—Vi las estancias quemadas y destruidas…
—En ese caso, sabe exactamente a qué me refiero. En un sentido convencional, somos mucho más poderosos que aquellos que extienden el terror entre nosotros. Los indios carecen de grandes ejércitos y armas de precisión. Ni falta que les hacen: su arma es el caos. A pesar de todo nuestro poder, aprendemos a ser humildes. Pero al final, don Carlos, no será sólo el poder el que derrotará el mal. Nuestra arma más poderosa no es la artillería, sino nuestras convicciones. Los valores que defendemos no son los europeos, sino los valores universales de la humanidad. La labor de propagar la libertad es la mejor garantía para el mundo libre. Es nuestra última línea de defensa, y nuestra primera línea de ataque. Del mismo modo que el enemigo pretende dividirnos sembrando el odio, nosotros tratamos de unirnos en torno a una idea: la libertad.
—Supongo… que los indios aducirían que ésta es su tierra y tienen todo el derecho de hacer lo que quieran con ella.
—Por supuesto, don Carlos, por supuesto. Cuando hablo de libertad, me refiero a libertad para todos. Pero los indios deben aceptarla antes de empezar a disfrutar de sus ventajas. ¡Y qué ventajas, amigo mío, qué ventajas! Actualmente la tierra es virgen; hasta el momento no ha sido explotada. ¡Y qué posibilidades hay aquí en el campo de la agricultura, la minería, los transportes! ¡Y qué facilidades encontrarán los indios para emplearse en las estancias, en las minas, en los puertos! En cambio, sus jefes y sacerdotes insisten en mantener un estilo de vida medieval. Reniegan del progreso, reniegan de la civilización, incluso reniegan de la libertad. Son jefes que se han proclamado a sí mismos, hasta niegan a su propia gente la capacidad de elegir. Muchos de los seguidores de esos jefes son verdaderos fanáticos, y están dispuestos a morir por su causa. Mis tropas acaban de librar un combate en la cordillera. Han matado a ciento trece de esos extremistas, entre ellos cuarenta y ocho hombres, y han recuperado muchos caballos robados. Me han dicho que un indio moribundo mordió el dedo pulgar de su adversario y permitió que se le sacara un ojo antes de soltar a su presa. Otro, que estaba herido, se hacía el muerto, y escondía la navaja para asestar el golpe fatal. Créame, son verdaderos fanáticos.
—¿Cuarenta y ocho hombres muertos? —Darwin hizo un rápido cálculo mental—. Eso quiere decir que… sesenta y cinco de los muertos no eran hombres.
—Por desgracia, don Carlos, por muy preciso que uno pretenda ser cuando golpea el corazón del terror, siempre surgen víctimas civiles. Es lamentable. Además, ¡los indios se reproducen de un modo…! Pero mis hombres siempre procuran perdonar la vida a los niños apresados en estas escaramuzas. Se les brinda la oportunidad de rehacer su vida como criados en las grandes casas de nuestras familias mejor situadas. Don Carlos, yo sería el primero en admitir que en esta guerra, como en cualquier guerra, la soldadesca puede dejarse llevar por el entusiasmo de vez en cuando. Pero refrenar a nuestras tropas, forzarlas a combatir con una mano atada a la espalda, redundaría en perjuicio de nuestra causa. Si no actuamos con energía, seremos culpables de vacilar ante esta amenaza, cuando deberíamos haber aplicado mano dura. La historia no nos lo perdonaría. Pero antes de que se escriban esos libros de historia, daremos caza a nuestros enemigos, y no cejaremos hasta conducirlos a todos ante la justicia. No son tiempos para andarse con titubeos; eso no va conmigo. Debemos demostrar que tenemos el valor de hacer las cosas bien.
Era un discurso convincente, y Darwin se quedó sorprendido de la impresionante capacidad persuasoria del general. Rosas le parecía un caballero cristiano que se erguía desafiante para defender valerosamente a los débiles y los inocentes.
—Me han contado, general, que ésta es una guerra sin prisioneros.
—Quizá sea así en el bando indio, donde los asesinatos, las torturas y las mutilaciones están a la orden del día. Nosotros, por supuesto, hacemos prisioneros de la forma tradicional. Pero, insisto, ésta no es una guerra convencional. Así que no son prisioneros de guerra. Son criminales, y deben responder a la justicia cristiana como cualquier criminal. Y como estoy seguro de que sabrá, los asesinos, tanto como sus cómplices, pagan sus crímenes con la muerte.
—Por supuesto.
—Dígame, don Carlos, ¿le impresiona la visión de la sangre?
—En absoluto. Soy un cazador empedernido. Ayer mismo, uno de los gauchos que me acompañan degolló una vaca ante mis ojos. Le aseguro que esas cosas no me afectan.
—Bien. Pues entonces lo que está a punto de presenciar no le parecerá muy diferente. Acompáñeme.
Una vez fuera de la tienda, el general guió a Darwin a través de una plaza de armas improvisada mientras se cruzaba con un verdadero aluvión de saludos. Llegaron a un enorme barracón cercado, donde había un grupo de prisioneros indios de rodillas, con grilletes, amordazados y con los ojos vendados. Rosas intercambió unas palabras con el ayudante, que separó a tres del resto del grupo y se los llevó a una tienda contigua. Pusieron tres pistolas cargadas sobre la mesa de enfrente.
—Capturamos a estos hombres —le explicó Rosas a Darwin— hace unos días en una escaramuza en la cordillera. Nuestros espías nos han informado de que iban camino de un consejo general de los indios donde planearían una nueva oleada de atrocidades. Han sido juzgados y condenados a muerte. Y ahora me propongo ofrecerles un indulto, ser clemente con ellos, siempre y cuando me digan dónde va a celebrarse el consejo.
Darwin miró a los tres hombres, que en cuanto estuvieron libres de las mordazas y las vendas se pusieron a parpadear y jadear. Eran unos ejemplares soberbios, quizá de veintipocos años de edad; altos y musculosos, medirían entre un metro ochenta y dos metros; llevaban el pelo color azabache largo y desgreñado, y tenían la piel de color cobrizo. Rosas asintió con la cabeza en dirección al ayudante, que cogió una pistola de la mesa y posó el cañón entre los ojos del primer indígena.
—¿Dónde será la reunión? —preguntó Rosas en español.
—No sé —respondió el nativo con la mirada ausente.
Rosas hizo otro gesto de asentimiento y el ayudante descerrajó un tiro en la cabeza del prisionero. A Darwin se le heló el corazón. Le zumbaban los oídos por la ensordecedora detonación. En la pared opuesta de la tienda, donde el cuerpo del indio había caído tras recibir el impacto de la bala, había un charco de sangre. Darwin pensó que iba a vomitar; le faltaba el aire.
El ayudante apoyó la segunda pistola contra la frente del segundo preso. Una nube de humo azul procedente del primer disparo flotaba en el aire, suministrando a las palabras del general una elocuencia que jamás habría sido capaz de conseguir él solo.
—¿Dónde será la reunión? —preguntó Rosas con voz más imperiosa que antes.
—No sé —respondió el segundo indio secamente y con la mirada desafiante.
Una vez más, Rosas asintió con la cabeza. Y de nuevo el ayudante disparó al hombre limpiamente en la cabeza. Aunque esa vez Darwin estaba preparado, la impresión fue igual de violenta. Había presenciado ahorcamientos públicos frente al Old Bailey, el juzgado principal de Londres, por supuesto, pero aquélla era una clase diferente de ejecución. De algún modo, las multitudes que clamaban venganza, los tenderetes de comida, los comentarios procaces, la misma distancia que lo separaba de los infortunados de la prisión de Newgate en su camino hacia la muerte, todas esas circunstancias juntas proporcionaban al evento un aire de lúgubre frivolidad. En cambio, esto era mucho más duro, más brutal. El segundo indígena salió impulsado hacia atrás y cayó al suelo, produciendo un estruendo de cadenas antes de que se hiciera el silencio. El ayudante puso la última pistola en la sien del tercer indio, sonriendo por primera vez. Rosas dijo una vez más:
—¿Dónde será la reunión?
—Adelante. Dispara. Yo soy un hombre. Sé cómo morir.
Rosas lo miró.
—Te concedo tu deseo.
Darwin clavó la mirada en sus pies. El ruido del tercer disparo le perforó los oídos. Cuando levantó la vista, el tercer indio estaba muerto.
—¿Ahora entiende lo que le digo? —preguntó Rosas—. Son fanáticos.
—Me parece que lo que acaba de presenciar lo ha perturbado. —La voz de Rosas estaba teñida de preocupación. Una vez más se hallaban sentados a la mesa en las dependencias del general, con un plato de carne entre los dos, pero Darwin no tenía hambre—. Le pido perdón por haberle hecho pasar un mal rato. Pero si usted hubiera visto lo que yo he visto, don Carlos: niños asesinados, mujeres mutiladas… sabría que debo tomar decisiones difíciles aunque necesarias para modernizar nuestra sociedad. Debemos lograr que la Patagonia y la pampa se abran a nuevos asentamientos libres y justos, y la aniquilación de estos criminales forma parte de nuestro proyecto de consolidación nacional. La nuestra es una pasión que va de la mano de la razón, don Carlos, una alianza de fortaleza y justicia que pretende beneficiar a la mayoría, no a una minoría, que lucha por el futuro, no por el pasado. Debemos crear una sociedad fuerte y unida, que dé a todos sus ciudadanos la oportunidad de desarrollar todas sus posibilidades al máximo.
Las palabras de Rosas rebosaban sinceridad; Darwin sintió el calor que emanaba de las convicciones del militar, y sus dudas empezaron a desvanecerse una vez más.
—He oído decir, general, que es usted el único hombre capaz de unir Buenos Aires, Mendoza, las Provincias Unidas y todos los países de la región.
—Por favor, don Carlos, yo no quiero poder. Sólo quiero lo mejor para Buenos Aires. Pero le digo que si los países que dependen del comercio de la plata formaran una federación, la federación de Argentina, por ejemplo, con una moneda única, una sola política de defensa y una sola ley, los beneficios de semejante cooperación serían incalculables. No me refiero a una fusión a fin de crear una nación grande y única, por supuesto, nada podría estar más lejos de mis pensamientos, pero quedarse fuera de tal unión sería catastrófico, tanto si fuese yo quien la dirigiera como si no. ¿No le parece que es mejor ser un socio preeminente, que colabora en la creación de una federación desde su interior, que estar aislado en el exterior?
—No hay duda —convino Darwin. La lógica de Rosas era irrefutable.
El general señaló el plato de carne que había entre ellos.
—Por favor, coma. Debe reponerse y asentar el estómago.
Darwin dio un mordisco a regañadientes.
—¿Qué es? ¿Ternera?
—No, puma. Nuestro proyecto de exterminar los pumas ha sido un éxito rotundo. En tres meses hemos matado a más de cien. Los beneficios para la agricultura son incalculables. Ya le digo, don Carlos, el impulso del progreso, sumado a nuestros valores y creencias esenciales, demostrará ser imparable.
Todas las palabras del general despedían una integridad y una escrupulosa franqueza. Fueran cuales fuesen las atrocidades cometidas por uno u otro bando en esa desagradable guerra sudamericana, Darwin pensó que al menos Rosas tenía la capacidad de dirigir a su gente a una suerte de salvación.
—Don Carlos, me temo que mi tiempo se está agotando. Pero antes de que regrese a su país, permítame que le entregue dos obsequios. En primer lugar… —Sacó una hoja de papel del cajón del escritorio, escribió unas líneas y lo selló con la cera roja de la llama de la vela—. Deje que le dé un pasaporte. Si alguna vez tiene problemas con los burócratas, este papel lo sacará de apuros. Es válido en todos los territorios que están bajo el control del ejército. ¡Pobre de aquel que se atreva a tocar un pelo al hombre que lleve un pasaporte de este tipo!
»En segundo lugar, don Carlos, espero que me perdonará mi atrevimiento, pero he reparado en que lleva el chaqué bastante roto. Como no puedo conseguir un traje de caballero inglés en el río Colorado y he sabido que le gusta mucho montar con los gauchos… —continuó, chasqueando los dedos, y apareció un criado en la entrada de la tienda— y que se le dan muy bien las boleadoras…
El criado se acercó a Darwin con un traje completo de gaucho: botas, espuelas, un poncho blanco a rayas, unos amplios pantalones color escarlata y unas boleadoras.
—¡General Rosas! ¡Es un regalo fantástico! No puedo…
—¡Aún haremos de usted un verdadero gaucho, don Carlos!
—No sé cómo agradecérselo. Gracias, es usted muy generoso.
—Y recuerde… —Rosas se inclinó hacia él y le agarró la muñeca—. Cuando regrese a Inglaterra, dígales a sus compatriotas que estamos librando la más justa de las guerras, pues es una guerra contra los bárbaros.
«¡Qué personaje más extraordinario! —pensó Darwin—. Estoy seguro de que empleará su influencia para lograr la prosperidad y el progreso de su país».
Aturdido, abandonó la tienda de Rosas.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Harris.
—Increíble —respondió Darwin—. No puede ser más increíble. Es un hombre impresionante.
Junto a una fila de tiendas, un hombre con el maquillaje brillante de los payasos hacía bufonadas ante una fila de soldados sentados con las piernas cruzadas.
—¿Y quién diantre es ese tipo?
—Ah, se ve que al general le gusta rodearse de los cómicos y artistas del momento.
—Pues la verdad es que no me ha parecido un hombre muy divertido.
—Y no lo es. Pero me atrevería a decir que eso lo hace popular entre sus tropas.
Harris había despertado esa mañana con el estómago revuelto, al haber cometido algún exceso la noche anterior, y anunció a Darwin que viajaría en el siguiente convoy de soldados, con la idea de alcanzarlos más adelante. Y así fue como ese día una columna de seis gauchos dejó el campamento por la carretera norte, con el orgulloso don Carlos como uno más, y la solitaria y desgarbada figura de Syms Covington, con sus pantalones de marinero, cerrando la marcha.
«Debería comprarle un uniforme de sirviente —pensó Darwin—. Me deja en ridículo».
• • •
Entre el río Colorado y Buenos Aires había diecisiete postas y un total de diecisiete días cabalgando por el inhóspito páramo de la pampa. A lo largo del viaje, Darwin fue hallando pruebas que desmentían la teoría de FitzRoy sobre el diluvio universal. El primer día cruzaron un área de dunas de doce kilómetros de amplitud, seguramente el antiguo estuario del río Colorado en su desembocadura en el mar. El segundo día hallaron gigantescos montones de huesos de animales medio enterrados, consecuencia, según explicó Esteban, de la gran sequía que sufrió la región entre 1827 y 1830, en que un millón de reses murió por falta de agua.
«¿Qué pensaría un geólogo del futuro al ver esta enorme colección de huesos? —se preguntó Darwin—. Huesos de toda clase de animales enterrados en una masa compacta de tierra. ¿No lo atribuiría a un diluvio que hubiera azotado la superficie de la tierra, antes que a leyes naturales?».
Darwin aprendió a cazar perdices de una forma diferente a la que estaba acostumbrado: consistía en cabalgar alrededor de las aves en círculos cada vez más pequeños, hasta confundirlas de tal manera que aceptaban su suerte con resignación. Trató de capturar armadillos, pero éstos se enterraban en la arena con tanta rapidez que no llegaba a tiempo de atraparlos. Esteban le enseñó cómo dejarse caer desde el caballo encima de un armadillo antes de darle tiempo a desaparecer. El animal se ovilló en forma de bola acorazada en los brazos del gaucho, como una cochinilla gigante.
—Casi da pena matar a estos simpáticos animalitos, son tan silenciosos… —dijo Esteban esbozando una amplia sonrisa, afilando la navaja en la piel del armadillo antes de introducirla sin compasión entre dos placas córneas—. Amigos míos, ya tenemos la cena para esta noche —anunció.
Esa noche, en la posta —poco más que una cabaña sin techo con una cuadra para los caballos—, Darwin se sentó con los gauchos a jugar a las cartas, beber mate y fumar cigarrillos a la lumbre de un fuego alimentado por tallos de cardo. El inglés perdió dinero, por supuesto, pero eso no era nada comparado con el placer de disfrutar de la compañía de aquellos hombres montaraces. Covington, como el fantasma de Banquo, permanecía a su espalda, pálido y taciturno, pero Darwin hizo lo posible por olvidarse de su presencia. Había pasado gran parte del día enseñando al chico cómo disparar a pájaros con una escopeta, utilizando perdigones de mostaza y polvo, para de ese modo no dañar su precioso plumaje; por la noche, la obligación principal de Covington era pasar inadvertido. De algún modo, la constante apatía de su ayudante afectaba el principio de solidaridad masculina que lo aproximaba a esos guerreros fabulosos, intrépidos, despiertos y tan bien adaptados a su entorno. De pronto, procedente de muy lejos, se oyó un grito tan débil que Darwin apenas lo percibió, una llamada de la pampa que paralizó a los jugadores al instante. Todos agacharon la cabeza. Uno de los gauchos se asomó a la puerta con la navaja en ristre y apoyó la oreja en el suelo. A continuación se puso en pie y se echó a reír.
—No es más que un teruteru.
El cuarto día Darwin galopó en pos de un ñandú; un avestruz sudamericano que corría a toda velocidad por la cima de un monte con las alas extendidas para atrapar el viento, como un buque de línea con todas sus velas desplegadas. Orgullosamente lo cazó con sus boleadoras, y acto seguido los gauchos lo degollaron. Covington, que lo desolló, se quedó embadurnado de la sangre roja hasta las cejas; apartaron la carne para la cena y guardaron la piel para empaquetarla y enviarla a Henslow más adelante. A continuación encontraron el nido del ave, con unos veinte huevos enormes, y también se los llevaron.
—Si es usted naturalista, don Carlos, debería buscar un ejemplar de avestruz petise —dijo Esteban mientras cargaban los huevos y los introducían en sus alforjas.
—¿Un avestruz petise? ¿Y qué es eso?
—Es un ñandú, pero más pequeño y más hermoso, cubierto de plumas hasta las garras. Sus plumas blancas acaban en puntas negras, y viceversa, las negras acaban en puntas blancas. Es muy raro. Yo sólo he visto uno en toda mi vida.
—Esteban, me encantaría capturar uno.
Esa noche asaron el ñandú en la posta, que era la posta mejor cuidada de todas en las que habían estado. El guarda, un viejo teniente de color, había sido esclavo en las Indias Occidentales y hablaba inglés. Era evidente que estaba orgulloso de su cargo, y había trabajado de firme para mejorar la pequeña y rudimentaria cabaña. Había edificado una habitación reservada a los visitantes, decorada con crucifijos y grabados arrancados de un ejemplar de la Biblia; el lugar contaba con un pequeño establo para los caballos, perfectamente construido con palos y juncos; alrededor de la cabaña había incluso pequeños arriates de flores que el teniente regaba con asiduidad. Podría haber sido una preciosa casita jamaicana de un hombre libre si no fuera por la zanja defensiva que la cercaba y la hilera de buitres desgreñados de ojos pequeños y brillantes que esperaban hambrientos el próximo ataque indio.
—Con su permiso, señor —dijo el teniente respetuosamente—, pero creo que es usted el famoso naturalista inglés. Estoy muy orgulloso, señor, de tenerlo en mi posta, muy pero que muy orgulloso.
—Gracias —replicó Darwin, cortés—. Pero dígame, si es tan amable, ¿cómo se llama usted?
—Me llamo Michael, señor. Nada más. Tengo el honor de que el amo Henry Morgan, de Kingston, me librara de la esclavitud y me convirtiera en un hombre libre hace cinco años. Pero en Kingston no hay muchas oportunidades para un hombre libre, señor, así que me vine al sur, señor, a Buenos Aires, donde me reclutó el ejército.
—¿Lo reclutó? No creo que eso le gustara demasiado, después de haber vivido tantos años en la esclavitud.
—Oh, no, señor. Debo decir que el general Rosas es un gran hombre, señor. Me ha dado esta posta, señor, para que me encargue de ella. El general ha hecho realidad mi sueño, señor. Es un gran hombre como no hay muchos.
—¿Por qué no se une a nosotros, Michael? Vamos a jugar una partida de cartas.
—Oh, no, señor. Michael es un hombre negro. No puedo sentarme en una mesa de juego con hombres blancos, señor, no estaría bien. Sería una falta de respeto, señor.
Darwin se sintió confuso y avergonzado al mismo tiempo.
—Por favor, me sentiría muy honrado con su presencia.
—No, señor. Es usted muy amable con Michael, señor. Pero eso no estaría bien, no estaría nada pero que nada bien.
El hombre se alejó para preparar las camas donde pasarían la noche. Los gauchos mantenían una conversación a media voz.
—No sé por qué se molesta en llenar la posta de flores y crucifijos —dijo Esteban—, cuando probablemente acabará sus días con un cuchillo en la espalda.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Darwin con aspereza.
—El trabajo de guardaposta es el más efímero del mundo, don Carlos. Los indios vendrán. Tal vez no sea esta noche, ni mañana. Quizá sea el mes que viene. Pero vendrán una noche que esté solo. Y lo matarán y quemarán su cabaña. Hacerse guardaposta, amigo mío, es como comprar un billete para ir al infierno.
—Pensaba que no creía en Dios.
—No creo en Dios, es verdad. Pero jamás he dicho que no creyera en el infierno. Créame, don Carlos, todos acabaremos yendo al infierno. —Esteban soltó una risotada alegre y ronca.
Michael reapareció con una mirada solícita llevando una nueva infusión de mate.
—Le traigo té caliente, señor. He pensado que el té que estaba tomando se le habría enfriado ya.
—Dígame, Michael.
—Sí, señor.
—¿No le preocupa que vengan los indios una noche?
—Oh, vendrán, señor, claro que vendrán. Estoy completamente seguro. Y cuando vengan, la vida de Michael les costará muy cara. De eso también estoy seguro.
—Pero ¿no tiene miedo?
—Michael ha vivido ya mucho tiempo, señor, el tiempo suficiente para cualquier hombre. Y el general, señor, ha hecho mi sueño realidad, una pequeña casa de mi propiedad, señor, y me ha hecho un hombre feliz. Así que cuando vengan los indios a recobrar la posta, Michael ya no tendrá ninguna razón por la que vivir, señor. De modo que la vida de Michael les costará muy cara cuando vengan, señor. —El hombre sonrió ante la simplicidad de la ecuación, y desapareció una vez más.
Después de la quinta posta, una planicie de turba negra se abrió ante sus ojos, con prados de hierba crecida moteados de charcos plateados. Patos y grullas se congregaban en esos espejos de agua y bandadas de ibis cruzaban el cielo. Darwin le dijo al flemático y poco impresionable Covington que era igual que Cottenham Fen. Vieron manadas de ciervos y grupos de avestruces, vacas y caballos salvajes paciendo en los pastos cada vez más abundantes. Esa noche cayó granizo sobre la posta; los trozos de hielo eran grandes como manzanas y dejaron el campo sembrado de cadáveres de animales, y un gaucho que había asomado la cabeza para mirar volvió con un profundo corte en el rostro.
—No lo afeará mucho un corte más en la cara —observó uno de sus compinches.
Cuando la carne de los animales apedreados por el granizo se acabó, uno de los gauchos mató un ciervo, valiéndose de un procedimiento tan simple como acercarse caminando y cortarle el pescuezo con toda tranquilidad.
—Tienen miedo de los hombres que van a caballo. No de los que van a pie —explicó.
«La reacción de estos ciervos es justo la contraria de la que tienen los ingleses —pensó Darwin—. Claro que las respuestas del ciervo inglés están establecidas desde que nace. Una prueba, una prueba irrefutable, de que el conocimiento puede transmutarse de una generación a otra».
A última hora del undécimo día, mientras trotaban por una llanura de hierba verde esmeralda, con la brisa acariciándoles las mejillas, todos los gauchos se detuvieron en seco, como si alguien hubiera dado a un interruptor invisible. La silueta de un ciervo se recortaba en la cima de la colina de enfrente, completamente inmóvil, aguzando las orejas. Esteban pidió silencio con un ademán.
—¿Qué está pasando? —murmuró Darwin.
—Ese ciervo —dijo Esteban—. Hay algo que lo ha puesto alerta. Algo que ha olido en el viento. Algo que está fuera de la vista.
Ordenó a sus hombres desmontar y mantenerse lo más agachados posible. Uno de los gauchos salió disparado como una flecha con un cuchillo entre los dientes, y cuando se aproximaba a la cima de la colina, se tendió en el suelo y siguió a rastras. Una vez que estuvo arriba, oteó el horizonte e hizo señas al resto de la partida.
—Hay tres jinetes. Y no montan como cristianos.
—¿Son indios? —susurró Darwin, horrorizado.
—¿Quién sabe? Si no son más de tres, no importa.
—¿Y si son más de tres? ¡Quizá haya cientos de indios cerca!
—¿Quién sabe? Cargue su pistola y prepárese para salir al galope.
Darwin podía oír los latidos de su corazón. Indios, allí, tan cerca de Buenos Aires.
Pasaron unos minutos con una lentitud exasperante, pero nadie se movió un milímetro. Darwin notaba un peso en el estómago, como si hubiera comido un kilo de plomo. El oteador del monte seguía tendido en el suelo, escudriñando en la lejanía. De pronto se movió. Se puso de pie riendo estruendosamente y empezó a hacer ademanes en dirección a ellos como si se hubiera vuelto loco.
—¡Mujeres! —gritó el hombre a través de la pradera.
—Son mujeres —dijo Esteban visiblemente aliviado—. Por eso no montan como cristianos, ¡son mujeres!
—¿Mujeres? —preguntó Darwin, incrédulo—. Pero ¿de dónde han salido?
El misterio se resolvió una legua más adelante, cuando se encontraron con una nueva estancia extendiéndose con confianza ante sus ojos; sus líneas blancas cortaban en ángulo recto la brillante hierba. Al parecer, la presencia de un escuadrón de caballería que se dirigía al sur desde Buenos Aires había envalentonado a las mujeres lo suficiente para salir en busca de huevos de avestruz.
La partida de gauchos se acercó a la entrada principal de la estancia observando escrupulosamente el más estricto protocolo. Allí esperaron, sin desmontar, hasta que fueron a buscar al propietario, don Juan Fuentes.
—Ave María —saludó Esteban.
—Sin pecado concebida —replicó don Juan.
Después del saludo, les fue permitido descabalgar, y se llevaron a los caballos a las cuadras. A continuación se estableció una conversación formal y forzada acerca de las condiciones del camino, y se formuló la petición —que fue concedida de inmediato— de pernoctar en la estancia. Es más, el celebrado naturalista don Carlos fue invitado, como huésped de honor de don Juan, a una gran cena que iba a darse en la casa principal esa noche.
El sol bendijo la estancia con sus últimos rayos y se ocultó detrás del horizonte. Sintiéndose a salvo dentro de los muros de la propiedad, Darwin decidió dar un paseo por ese aislado reducto de civilización. Los soldados habían encendido sus hogueras y estaban ocupados en sacrificar una yegua para el banquete de esa noche. Los terribles alaridos de la víctima dieron a la parpadeante luz de la fogata un aspecto primitivo; tenían un cubo para recoger la sangre del animal con la intención de bebérsela, y el denso líquido color carmesí llenaba el oxidado recipiente como si estuvieran celebrando un ritual azteca. Se afanaron en descorchar botellas de licor y encendieron múltiples cigarrillos en la hoguera. Los soldados estaban tranquilos, y se sentían confiados. Sabían que estaban en el bando de los ganadores y que Rosas los llevaría a la victoria. Darwin se metió en la casa antes de que empezaran las reyertas con navajas.
Los invitados de Juan Fuentes, ataviados con sus mejores galas, concurrieron a la cena a las diez, mucho más tarde de lo que lo habrían hecho en Europa: había oficiales de caballería con uniforme de gala y las señoras de la casa lucían vestidos ceñidos al cuerpo que se ensanchaban desde las caderas. Había cuchillos y tenedores, los primeros cubiertos que Darwin veía en varias semanas. También había fuentes, pero no contenían más que carne de yegua, exactamente igual que la que estaban engullendo los soldados en el exterior. Las mesas y sillas talladas toscamente, los jarrones de agua y el suelo de tierra batida le recordaron el refectorio de un monasterio. Las ventanas estaban desprovistas de cristales, y las nubes de mosquitos empañaban la luz de las velas como motas de hollín. La conversación giraba en torno al general Rosas, la guerra, y la indefectibilidad de un fin victorioso, tal era la superioridad cultural y tecnológica de la raza blanca y cristiana. Sólo cuando Darwin encendió un cigarrillo con un fósforo Prometeo —de una clase nueva, que se prendía contra cualquier superficie—, la conversación sobre la guerra se detuvo. De hecho se detuvo todo tipo de conversación. Todos los comensales se quedaron paralizados, maravillados. Darwin encendió otra cerilla con los dientes. Un rico terrateniente de Córdoba le ofreció un dólar a cambio de uno de sus palos mágicos. De repente el interés de las damas por el naturalista inglés despertó. Entonces Darwin hizo algo todavía más impresionante: se sacó una brújula del bolsillo. Causó el asombro maravillado de todos los presentes cuando se mostró capaz de señalar la posición aproximada de Buenos Aires, Córdoba y Mendoza, sólo consultando el pequeño artefacto que guardaba en el bolsillo.
A la izquierda de Darwin se sentaba una dama muy hermosa con el cabello negro recogido en una peineta enjoyada. La joven lo miró con sus ojos oscuros y profundos y le confesó que había pasado la tarde indispuesta: ¿no le importaría ir a su habitación esa noche para hacerle una cura de su mal, empleando su mágico dispositivo? ¿Cómo diantre se respondía a una proposición tan descarada? Gracias al cielo que Covington no andaba por allí —seguramente estaría haciendo el ridículo ante los gauchos— para presenciar el tremendo bochorno de su señor. ¿Qué placeres perversos habría obtenido de tal intercambio? Darwin vaciló. La verdad es que no sabía cómo comportarse en semejantes circunstancias. ¿Podía considerarse a esa señorita una dama? ¿Había damas de verdad en aquella parte del mundo? La pregunta quedó suspendida, elocuentemente sin contestar, entre los dos. Entonces la joven se mostró más directa: se inclinó hacia delante con elegancia, seductora, y le ofreció un pedazo de carne asada con su tenedor. El inglés retrocedió perplejo. ¿Qué clase de etiqueta era ésa? Verdaderamente, se encontraba entre bárbaros.
Excusándose de forma apresurada, empujó la silla hacia atrás, se levantó con torpeza, cogió los cigarrillos y los fósforos Prometeo, y salió al frescor de la noche. La fresca brisa de agosto atemperó su ansiedad y le secó el sudor de la frente. Notó cómo el pulso se desaceleraba. Una silueta se tambaleaba hacia él desde la fogata, se perdía de vista por momentos en la oscuridad reinante antes de emerger dando tumbos en el resplandor de la lámpara de aceite de la puerta: un soldado sonriente, borracho por completo.
—Buenas noches —dijo Darwin cortésmente en español.
El hombre esbozó una sonrisa de ave rapaz y mostró sus dientes. Y en ese momento vomitó de forma repentina y violenta, y un chorro de sangre de yegua regurgitada salpicó las nuevas botas blancas del inglés.
Darwin y el grupo de gauchos se quedaron tres días más en la estancia, y al anochecer del segundo día Harris se reunió con ellos. Formaba parte de una pequeña tropa de hombres a caballo que se dirigía al norte a toda prisa, y sudaba copiosamente. Para Darwin, ver a un inglés de cierta educación, aun con grandes redondeles empapados en torno a las axilas, suponía tal mejora del nivel de sofisticación reinante que difícilmente habría conseguido superar la aparición del mismo rey Guillermo.
—En la cuarta posta ha sucedido algo horrible —dijo Harris con total naturalidad. Darwin se sintió desazonado—. Cuando llegamos al lugar, había habido un incendio. Un ataque indio. Por supuesto, habían asesinado al guardaposta, pobre diablo. Un viejo negro. Su cadáver tenía dieciocho heridas de chuzo. Se cebaron con él.
—¿Y les hizo pagar cara su vida? —preguntó Darwin con un hilo de voz.
—¿Perdón?
—Nada… olvídelo.
—¿Que si les hizo pagar cara su vida, dice? Pues la verdad es que no tengo ni idea.
Después de eso, Darwin estaba ansioso por marcharse, por reemprender el viaje con sus amigos gauchos y recuperar la embriagadora sensación de libertad que había caracterizado la primera etapa del viaje. De nuevo dejaron al exhausto Harris detrás, un poco molesto, quizá, pero el cazador de focas enseguida recobró el ánimo ante la apetecible perspectiva de un banquete de carne de yegua asada. La partida puso rumbo al norte, atravesando llanuras de verdes pastos con manadas de reses, caballos y ovejas deambulando entre cardos gigantescos que se elevaban por encima de sus cabezas. Finalmente, el vigésimo día llegaron a las afueras de Buenos Aires. Pero algo no andaba bien. Se veían columnas de humo en el centro de la ciudad. En la carretera apenas había tráfico.
—No son buenos presagios —dijo Esteban, comprobando y volviendo a comprobar la facilidad con que la navaja se deslizaba dentro y fuera de su vaina—. Don Carlos, ¿está seguro de querer entrar en la ciudad?
—Sí… Debo encontrar el Beagle.
—Bien, entonces seguiremos. Pero muy lentamente.
Avanzaron con sigilo, y pronto dejaron atrás los graneros y establos de la periferia de la ciudad. Llegaron a un control de carretera que había tomado una banda de asesinos armados hasta los dientes. A ambos lados de la calzada les apuntaban rifles. Los cadáveres de tres o cuatro viajeros que se mecían de forma desagradable de las ramas de los árboles les advirtieron de los peligros de dar un mal paso.
—Eh, amigos, ¿qué está pasando en la ciudad? —preguntó Esteban en voz alta y confiada.
—Lo que pasa, amigo, es que hemos tomado la ciudad en nombre de Rosas —respondió el jefe de los asesinos, disfrutando claramente de su nuevo estatus—. Los funcionarios no volverán a robar al Estado nunca más. Se acabaron los sobornos a los jueces. El encargado de correos jamás volverá a vender pagarés del gobierno falsificados. Se lo aviso: o están con Rosas o están con nuestros amigos. —Y señaló los cadáveres céreos que se balanceaban en los árboles.
—Venimos del campamento del general en el río Colorado —declaró Esteban—. Somos hombres de Rosas.
—¿Y ellos? —Señaló a Darwin y Covington.
—Éste es el famoso naturalista inglés don Carlos y el otro es su ayudante. Son huéspedes del general Rosas.
—¿Y qué llevan en esas bolsas?
—Especímenes. Don Carlos es naturalista.
—¿Y eso qué es?
—Un tipo que colecciona especímenes.
—El gobierno revolucionario no puede permitir la entrada a la ciudad de Buenos Aires de agentes extranjeros. Los británicos han invadido las islas Malvinas, nuestro territorio soberano, como lo estableció Dios.
—Pero éstos no son agentes extranjeros. Son los huéspedes del general.
El jefe de los asesinos tocó a Darwin en la barbilla con el rifle e hizo un ademán para indicar a los dos ingleses que descabalgaran. Darwin se bajó de la montura temblando. Covington obedeció en silencio. «Quizá estemos a punto de enfrentarnos a la muerte, y el tipo desciende del caballo como un perro que se ha portado mal», pensó Darwin con desprecio.
—Todos los forasteros son susceptibles de actuar como agentes extranjeros. Los gauchos podéis pasar. A estos dos tendremos que ejecutarlos.
—¡No! Espere. ¡Espere un momento, por el amor de Dios!
Presa de gran agitación, Darwin rebuscó torpemente en la alforja, y al fin, tras una agónica eternidad que no pudo haber durado más que un par de segundos, sacó el «pasaporte» del general Rosas. Los centinelas desdoblaron la hoja de papel con exagerada solemnidad y se quedaron mirándola un largo rato.
«No saben leer —advirtió Darwin finalmente—. Son unos malditos analfabetos».
—Es el sello del general Rosas. Pueden pasar. Sentimos haberle ocasionado un retraso, señor.
Darwin respiró hondo y sintió cómo el alivio inundaba todo su ser. «Gracias, Señor». Tocó las ijadas de su montura con sus grandes y brillantes espuelas y el caballo empezó a caminar lentamente hacia la salvación.
—Un momento.
«Y ahora qué pasará», se preguntó Darwin.
—¿Y ése? —El hombre señaló a Covington—. ¿Tiene un documento?
—No —contestó Darwin por Covington—. Es mi ayudante. —Afortunadamente éste no entendía el español.
—Entonces tendrá que quedarse aquí detenido hasta que se hayan comprobado sus credenciales.
—Covington. Dicen que debe quedarse aquí. Con ellos. Hasta que se comprueben sus credenciales.
—Señor.
«Ni siquiera parece alterado. Es como si no le importara. ¿Acaso no se da cuenta del peligro que corre?».
—Estoy seguro de que estará bien.
—Señor.
Agarrando las riendas, Darwin espoleó a su caballo y puso rumbo a Buenos Aires lo más rápido que le permitió su dignidad, con Esteban y los gauchos pisándole los talones.
—¿Hasta que se hayan comprobado sus credenciales? —le preguntó incrédulo a Esteban cuando doblaron una curva de la carretera—. ¿Cómo diablos podremos «comprobar sus credenciales»?
—¿Cuánto dinero tiene?
—¡Filos! ¡Ha llegado! Sano y salvo y encima convertido en un gaucho.
—Debo agradecer a la Divina Providencia el hecho de estar aquí con el cuello entero.
El delgado, bronceado y fortalecido extraño con atuendo de gaucho que había irrumpido en la cabina del capitán del Beagle tenía un lejano parecido con el joven rosáceo y de mejillas flácidas que había desembarcado en el río Negro seis semanas atrás. FitzRoy estaba muy contento de verlo: mientras el barco había bordeado lentamente la costa hacia el norte, se encontró varias veces pensando con frustración lo solitaria que era la vida de un capitán de la Marina. Cualquier intento de entablar una conversación seria con sus oficiales, sobre geología, teología o zoología, había zozobrado por la deferencia respetuosa con que aquéllos lo trataban. Él podría haber emitido cualquier opinión, por muy disparatada que fuera, y habría encontrado un cortés beneplácito. Habría querido que le discutieran sus argumentos, para utilizar su cerebro. En cambio Darwin cumplía muy bien ese papel.
—Mi querido FitzRoy, ¿ha tenido noticias del Paz, el Liebre y el Adventure? ¿Va a pagar el Almirantazgo?
—Todavía está por decidir. La verdad es que me muero por saber lo que pasará. Al parecer debo esperar hasta llegar a Chile. Pero, querido amigo, hábleme de sus aventuras; así que se escapó por los pelos, ¿eh? ¿Cuántas veces huyó de los indios? ¿Por cuántos precipicios se deslizó? ¿En cuantas ciénagas cayó? ¿Cuántas veces se vio arrastrado por las aguas? Me preocupa pensar todas las lecciones de práctica naval que se ha perdido, pero por otro lado ¡le envidio muchísimo su peregrinaje!
—Yo también lamento haberme perdido esas lecciones, pero es una vida tan sana y maravillosa cabalgar todo el santo día, comer sólo carne y dormir a la intemperie con ese aire tan puro… Uno despierta fresco como una rosa. Harris contrató a cinco gauchos. Estaban llenos de vida y eran muy osados, muy modestos con respecto a ellos mismos y su país, muy atentos, corteses y hospitalarios. No obstante, me entristece decir que la religión les provoca risa.
—¿De modo que no ha alternado con caballeros en todo este tiempo?
Darwin se echó a reír.
—Es verdad que la ausencia total de caballeros resultó una novedad.
A continuación pasó a relatar el viaje con todo lujo de detalles, incluida la revolución en Buenos Aires, que aún se dejaba oír: disparos ocasionales rebotaban contra los muros de la ciudad antes de reverberar en el puerto. No se le ocurrió mencionar, claro está, que casi había tenido que volver al Beagle sin uno de los hombres de la tripulación; sorprendentemente, la suerte quiso que encontrara un banco abierto en medio del saqueo y la carnicería a los que había sucumbido la ciudad, y había conseguido un giro por cincuenta libras contra la cuenta de su padre en Robarts, Curtis & Company de Lombard Street. La totalidad de la suma fue empleada para pagar la liberación de Covington, liberación que, según le pareció a Darwin, no llegaba demasiado pronto; los carceleros del ayudante, siempre prestos a disparar, ya estaban hartos de su abúlico rehén.
FitzRoy frunció el entrecejo cuando Darwin le explicó los sucesos vividos en el control de carretera y su cohorte de matones armados.
—Esta ciudad es un verdadero caos. Y todo por culpa de ese carnicero, el general Rosas.
—No exagere, amigo mío, el general no podía saber que esta revuelta se haría en su nombre. Sin duda es una acción del bando del general, no del mismo general.
—Dudo mucho de que ocurra algo en este país sin que Rosas lo haya querido, o al menos consentido.
—Personalmente, lo encontré de lo más carismático y encantador. Es un comandante fuerte, quizá hasta despiadado, pero ¿no son así todos los militares que triunfan?
—Tal vez sea encantador y carismático, pero está consagrado a una guerra de exterminio brutal contra los indios.
—Creo que debería saber que son los indios los responsables de las atrocidades más brutales. Verá, uno de los guardapostas que conocí fue asesinado salvajemente hace unos días.
—¿Por casualidad no sería un guardapostas negro?
—¿Cómo lo sabe?
—¿Acaso no eran negros la mayor parte de los guardapostas?
—Sí, pero no entiendo qué…
—Rosas nombra oficiales a los negros y los pone a cargo de una posta, pero el precio de su rápida promoción es la muerte. Y lo mismo ocurre en sus ejércitos. Las primeras filas de la vanguardia, las más peligrosas, están constituidas siempre por tropas negras, o por indios amistosos, como los tehuelches, a quienes les ha dado un ultimátum: o participáis en el exterminio o seréis exterminados.
—Me cuesta mucho dar crédito a esas cínicas afirmaciones —repuso Darwin—. Le digo que he conocido a nuestro hombre y no es ningún ministro tory desalmado y calculador. Es un hombre joven y entusiasta, que rebosa sinceridad. Como él mismo me confesó, es de tendencias liberales.
—Un hombre debe ser juzgado por sus acciones, no por su propia evaluación de esas acciones.
—Es evidente que se cometen atrocidades en los dos bandos, FitzRoy. Es una guerra brutal contra un enemigo sin Dios que está dispuesto a torturar y asesinar sin freno. Rosas les paga con la misma moneda, pero al menos tiene la gentileza de perdonar la vida a los niños de sus enemigos.
—¿Y qué, si luego los vende como esclavos?
—Los vende como criados. Es diferente. Creo que no tienen por qué quejarse del trato que reciben.
—Bueno, en cualquier caso los días de los esclavistas están contados. Las noticias procedentes de Londres dicen que la esclavitud ha sido abolida en todo el Imperio. Habrá buques de vigilancia para aprehender a los barcos esclavistas. Espero que el futuro me reserve estar al mando de uno de esos buques.
—¡Excelentes noticias! Pero no debemos confundir el comercio inhumano de negros con lo que está ocurriendo en Sudamérica. Aquí estamos siendo testigos del proceso de la historia. El inevitable declive de la raza pagana, más débil y primitiva, a instancias de la raza cristiana, más fuerte y civilizada. Que esas razas sean negras o blancas no viene al caso.
—¿Acaso no es uno de los principios de la civilización cristiana la protección del más débil, antes que su eliminación?
—Usted habla de misericordia, caridad y compasión, cualidades que determinan cómo un cristiano debe comportarse en su vida. Pero tales cualidades no pueden evitar la victoria del fuerte sobre el débil; es un proceso imparable. Ocurre en el reino animal todos los días, y los humanos no son diferentes.
—Quizá deberían intentarlo —dijo FitzRoy.
—Quizá sí, pero en este momento Rosas es el más fuerte, así que ganará —insistió Darwin—. Es evidente que al final se convertirá en el dictador absoluto de este país. Sólo así éste progresará.
—Ésa es sin duda la intención del general. Pero es discutible si la tiranía medieval que devenga constituirá un progreso o si será sólo una indicación de lo bajo que puede llegar a caer el hombre desde su estado original de inocencia.
—Debe perdonarme, FitzRoy, pero mi apetito es más fuerte que mi voluntad. En la ciudad había restricción de víveres. Cenaré en el comedor de oficiales, si me aceptan. Creo que el té se sirve a las seis, ¿no? Siempre y cuando a usted no le importe, claro.
—No, por supuesto, como usted guste.
Darwin salió a toda prisa, dejando el crujido de su blanca ropa de gaucho tras de sí. De pronto FitzRoy se sintió desanimado. «Llevo seis semanas esperando para poder hablar con alguien —pensó—. Y ahora Darwin se va al comedor de oficiales, porque no le permito expresar sus opiniones sin discutírselas una por una».
—¿Quiere que sea un lacayo? ¿O, igual que en la casa de un caballero de Yorkshire como el señor Stokes, una criada?
Todos los comensales se echaron a reír. Esa noche la cena prometía ser divertida, pues Wickham, Stokes y los otros oficiales habían acudido del Adventure para pasar la última velada con sus compañeros antes de partir rumbo al Sur una vez más. Ahora era Wickham quien le tomaba el pelo a Stokes mientras pasaba una bandeja de carne de avestruz asado, pues la mesa de la sala de oficiales estaba demasiado abarrotada para que el camarero pudiera entrar y atenderlos como habría debido.
—Yo comeré pata, gracias —replicó Stokes, provocando otra risotada general, pues cada pata de avestruz era más grande que cualquiera de sus musculosos brazos.
Darwin se sentía en su elemento. Envuelto en la cálida atmósfera de la sala de oficiales, fue capaz de recuperar algo de la camaradería de las cenas en la pampa. Y más tarde habría rapé. Se puso a contar con todo lujo de detalles su aprendizaje con las boleadoras y cómo había atrapado a su propio caballo, y al final su exitosa caza de un ñandú que huía a toda velocidad.
—Parece que es mucho más fácil cargarse a esos bichos así que disparándoles —observó Sulivan—. Éste que tenemos aquí corría como el viento, y se metía entre los arbustos una y otra vez. Martens tuvo que desperdiciar tres balas para abatirlo, lo que es raro en él.
El joven artista se sonrojó al oír la alusión a su puntería. En la mente de Darwin intentó abrirse paso un pensamiento, pero no supo identificarlo.
—Eso sí, es carne de primera —dijo Stokes con la boca llena—. Es más sabrosa de lo normal. Y las plumas eran extrañas, ¿verdad?
De repente Darwin se acordó.
—Oh, Dios mío. Deme eso —gritó, arrebatando la pata a Stokes justo cuando el oficial estaba a punto de hincarle el diente.
—Pero ¿qué le pasa, Filos?
—¡Paren! ¡Paren de comer todos! Denme los huesos. —Darwin estaba frenético. Pudo ver restos de pluma encima de las garras de la pata que Stokes iba a comer.
—¿Qué es? —preguntó éste.
—Es un avestruz petise.
—¿Un qué?
—Un avestruz petise. ¿Dónde está el pellejo del ave? ¿Y el pico y las plumas?
—Supongo que en la galera, pero…
—Que nadie pruebe un bocado más de este animal hasta que yo vuelva, ¿me oyen?
Darwin salió de la habitación como alma que lleva el diablo, dejando a todos los presentes sumidos en un perplejo silencio.
—Pero ¿qué le estará pasando al viejo Filos? —preguntó Sulivan.
—Es culpa de esas llanuras interminables. Uno tiende a perder el norte —sugirió Conrad Martens dando un discreto bocado de avestruz petise.