Islas Malvinas
1 de marzo de 1833
Mientras el Beagle capeaba el temporal en la boca septentrional del seno Malvinas, el centinela divisó un barco en el horizonte y prepararon las banderas de señales para comunicarse con él.
—A juzgar por el corte de sus gavias, es británico —dijo FitzRoy mirando por el catalejo con ojos entrecerrados—. Pero en estas aguas es mejor no correr ningún riesgo.
—¿Por qué? ¿Qué peligros podemos encontrar? —preguntó Darwin, malhumorado.
—Porque nuestros amigos bonaerenses siempre están anunciando a bombo y platillo que las islas les pertenecen por derecho propio.
—Pues en lo que a mí respecta, se las regalaría —replicó, señalando la vasta extensión de sombríos páramos y húmedos cenagales que se perdía en lontananza. El viento lo azotó por la espalda con una nueva ráfaga helada, y se arrebujó en el abrigo.
—Pero ¿qué está diciendo, Filos? ¡Si estamos en la tierra de Dios! —objetó Sulivan—. En el mar abundan los peces, y en tierra firme el ganado, y no hay fábricas ni carreteras a la vista. Aquí la naturaleza es completamente virgen. ¿Y dónde más podría disfrutar de las cuatro estaciones en un mismo día, excepto quizá en las montañas del país de Gales?
Darwin sonrió.
—Creo que me está dando la razón del modo más ingenioso. Pero, en cualquier caso, ¿qué interés tendríamos para arrebatar unas islas furtivamente a Buenos Aires?
—Nada de arrebatar, Filos —dijo FitzRoy, paciente—. John Davis las descubrió en mil quinientos noventa y dos, cuando no había nadie. El siglo pasado los franceses pensaron que las habían descubierto, y fundaron Puerto Louis, que luego vendieron a España.
»Los británicos de puerto Egmont no descubrieron a los españoles de Puerto Louis hasta cinco años después. Más tarde los echaron de la isla. Pero los españoles y sus herederos, los bonaerenses, no han dejado de protestar desde entonces.
—Bueno, a mí me parece que no es más que un lugar pequeño y miserable.
Sulivan dio a Darwin una palmadita en la espalda.
—Quizá sea así, Filos, pero Puerto Louis es también el único lugar para aprovisionarse en trescientas millas a la redonda de Tierra del Fuego, y no tenemos ningún buque de apoyo. ¡Así que será mejor que aprenda a disfrutar de estas islas!
Hamond llegó con noticias del otro barco.
—Es el b-barco de Su Majestad Challenger, s-señor. Uno de nuestros b-bergantines. S-se dirige a V-Valparaíso, Chile, vía Puerto Louis. Está al m-mando del capitán Seymour, s-señor.
—¿No será Michael Seymour? Fue compañero mío en la Escuela Naval. ¡De modo que el bueno de Seymour comanda su propio bergantín! ¡Qué buena noticia!
En quince minutos, el Challenger había izado la bandera del Reino Unido en el palo de mesana para invitar al capitán del Beagle a subir a bordo. Echaron la escala de portalón y pronto FitzRoy se encontró en el castillo de popa del Challenger recibiendo una calurosa bienvenida de su antiguo compañero de colegio.
—FitzRoy, mi querido amigo. ¡Gracias a Dios, está vivo!
—¿Acaso no debería estarlo?
—Sabíamos que estaba en misión de reconocimiento en las inmediaciones del cabo de Hornos, donde ha habido tormentas terribles. Al menos han desaparecido cinco barcos, que suponemos que han naufragado. Por lo que veo, usted pudo encontrar un fondeadero seguro.
—¿Un fondeadero seguro? ¡Qué va! Capeamos el temporal durante veinticuatro días. Tuvimos suerte de que no nos arrastrara al fondo del mar.
—Diantre, debe de contar con el mejor de los barcos para haber pasado intacto por esas tormentas.
—Es un buen barco, no puedo quejarme. Pero, querido Seymour, su bergantín también es magnífico, lo felicito, viejo amigo. ¿Qué asuntos lo traen a Puerto Louis?
—No es más que un viaje relámpago. Las Malvinas van a tener una base permanente, y nosotros nos encargamos del transporte, pero sólo de eso. Permítame que le presente al teniente Smith.
Smith bebía junto al tonel de agua con cuatro de sus infantes de marina. Era joven, de mejillas sonrosadas, y con su cabello rubio y rizado tenía el aspecto de un niño bonito, pero su porte y la manera de dar la mano transmitieron a FitzRoy una impresión muy diferente.
—Estoy encantado de conocerlo, teniente. ¿Cuántos hombres habrá en la base?
—Estos cuatro hombres que ve aquí y yo mismo, señor.
—¿Y pretende defender las islas Malvinas con sólo cinco hombres? —No pudo ocultar su perplejidad.
El joven se sonrojó.
—Tengo entendido, señor, que nuestra presencia será simbólica. Tal como lo entiendo yo, el gobierno cree que Buenos Aires no se atreverá a intentar ocupar el territorio defendido por tropas británicas, pues eso constituiría una acción de guerra.
«O quizá piensen que una base tan pequeña es una prueba de falta de voluntad por parte de Londres», se dijo FitzRoy.
—Bueno, capitán Seymour, el Beagle navega rumbo a Puerto Louis, por lo que puedo ahorrarle un viaje. Estaré encantado de llevar al teniente Smith y sus hombres el resto de la travesía.
—FitzRoy, amigo mío, eso será estupendo. No sabe cómo le agradezco su amabilidad. Por cierto, ¿viaja un tal Darwin en el Beagle?
—Es nuestro filósofo natural.
—Excelente. Tengo una carta para él que debería haber dejado en Puerto Louis. Es del profesor Henslow, de Cambridge, y como lleva el sello de «muy urgente», la autoridad portuaria de Río de Janeiro decidió remitirla lo antes posible. Ahora podrá entregársela directamente.
Darwin sujetaba la carta presa de gran emoción.
—¿Y bien?
—¿Sabe, FitzRoy? Han expuesto los cráneos de megaterio y los demás fósiles ante la flor y nata del mundo académico, en una reunión de la Asociación Británica para el Progreso de las Ciencias. El mismo Buckland hizo la presentación. ¡Nada menos que Buckland! Escuche esto: «Los fósiles del megaterio fueron extraídos de un modo fabuloso, y muestran características nunca vistas hasta la fecha. Darwin está en boca de todo el mundo. Lo más probable es que su nombre, querido amigo, quede inmortalizado para siempre». ¿Ha oído eso, FitzRoy? ¡Es probable que mi nombre quede inmortalizado!
—¡Qué noticia más maravillosa, Filos! Esperemos que algo de su creciente fama les corresponda a los oficiales que le han proporcionado especímenes; el señor Sulivan, el señor Bynoe…
—Por supuesto, mi querido FitzRoy. Puede estar seguro de ello.
—Debo decir que me alivia saber que los cajones de embalaje llegaron a Inglaterra sanos y salvos. La eficacia del señor Lumb para ese cometido no me despertaba excesiva confianza.
—Bueno, según cuenta Henslow, así fue en muchos casos. «La mayoría de los especímenes llegaron en buen estado, pero ¿qué diablos había en el paquete doscientos veintitrés? Parecen los restos de una explosión eléctrica; ahí no hay nada más que un simple montón de hollín». Dios mío, me pregunto qué contendría ese paquete. Después de que nos pusiéramos a remojo en el cabo de Hornos, me temo que no cuento con el registro adecuado para averiguarlo.
—Perdone, señor —interrumpió Edward Hellyer desde un rincón—, pero yo llevo el registro del contenido de cada paquete consignado por el Beagle, señor. Y tengo todos los papeles guardados en bolsas impermeables, señor.
—Ah, ¿sí? Bien hecho, joven. Qué buenas noticias. —Darwin estaba tan encantado que parecía que fuera a ponerse a saltar de alegría.
—Muy bien hecho, señor Hellyer —dijo FitzRoy con sosegado orgullo.
—De pronto el futuro se ha vuelto halagüeño, FitzRoy —afirmó Darwin—. Aquí, en las Malvinas, debo recoger tantos especímenes como pueda.
—Estoy de acuerdo. Me han dicho que en estas islas se encuentra un canquén diferente de la variedad de Tierra del Fuego, y aún no se ha capturado ningún ejemplar. Vamos a ver quién cobra uno primero, ¿de acuerdo? Aunque me temo que mi habilidad con el rifle es ridícula comparada con la suya.
—Tonterías, mi querido FitzRoy. Estoy seguro de que no tiene nada que envidiarme a ese respecto. Pero lo reto a una competición de caza; el camarote del capitán contra la biblioteca. El primero en derribar un canquén gana.
Y los dos amigos se estrecharon la mano para sellar la apuesta.
Quedaban sesenta millas escasas para llegar a la entrada del seno Berkeley, la extensa ensenada que protegía Puerto Louis, cuando un comité de recepción apareció para conducirlos a tierra firme; una nube de pájaros diminutos armaron alboroto en las jarcias, delfines blancos y negros formaron una guardia de honor detrás de ellos, y minúsculos pingüinos con estrafalarias cejas de color naranja chapotearon perplejos en su estela. Incluso había un nuevo tipo de delfín que nadie había visto antes, y que Darwin insistió que pasara a la posteridad con el nombre de Delphinus FitzRoyi.
Mientras viraban por punta Volunteer, adelantaron otro barco: era la goleta Unicorn, dedicada a la caza de focas, que se bamboleaba en dirección este e indicó al Beagle que se pusiera al pairo. Iba medio hundida en el agua y claramente sobrecargada, pero no de focas, sino que estaba llena hasta los topes de gente. El Beagle se puso a su lado, y esa vez fue FitzRoy quien recibió a un visitante. El capitán del Unicorn, un hombre bajo y nervioso con patillas y acento escocés, subió jadeando por los guardamancebos y se presentó.
—William Low, señor, cazador de focas, de Puerto Louis. Gracias a Dios que está aquí, señor, gracias a Dios que está aquí.
Mientras FitzRoy se presentaba a su vez, se dio cuenta de que el nombre del marinero le sonaba. Entonces se acordó de aquellos tres indios patagónicos y del caballo disecado en la playa de punta Dúngenes, en abril de 1829.
—Perdóneme, señor Low, pero me parece que hace tiempo unos indios caballo me dieron a leer una carta suya.
—Ah, sí, señor, la carta, la carta. En mi oficio nunca está de más mantener buenas relaciones con los nativos. —Low hablaba rápido y con agitación, y no dejaba de dar vueltas de impaciencia—. He dicho «mi oficio», señor, pero mi oficio se acabó. Estoy prácticamente arruinado, señor, pues durante sesenta y siete días no pudimos salir de puerto por culpa del temporal que se desató en el cabo de Hornos; como un guisante encima de un tambor, así éramos, y no conseguimos ni una piel de foca. Y encima de todo eso, señor, tuve que cargar con los supervivientes de otros navíos cazadores de focas. El Magellan, un barco franchute, y el Transport, un barco yanqui muy grande. Los dos se hicieron añicos en el cabo de Hornos, ¿sabe?, pero navegaron como pudieron hasta el extremo oeste de las islas Malvinas antes de encallar en los bajíos. Es necesario que me quite de encima unos cuantos, señor.
—Sus sentimientos humanitarios lo honran, señor Low. Estaré encantado de poder serle de ayuda. ¿Puedo presentarle a nuestro filósofo del barco, el señor Darwin?
—¿Y dice usted que reside en Puerto Louis, señor Low? —preguntó este último.
—Sí, señor, desde hace ocho años.
—Supongo que no sabrá de algún banco en Puerto Louis donde me sea posible hacer efectiva una letra de cambio de la cuenta de mi padre, ¿verdad? Mucho me temo que ando escaso de dinero en metálico. —Ocultó la vergüenza que sentía bajo una capa de despreocupación.
—¿Un banco, señor? Pero si en Puerto Louis no hay más de cinco edificios. En estos momentos viven veintitrés personas. Hay un almacén, cuyo dueño es el señor Dickson, un irlandés de Dublín, señor; se ocupa de la bandera inglesa, y la iza los domingos, o cuando entra un barco en el puerto. Quizá pueda adelantarle unos cuantos chelines, si le sale a cuenta, señor, y si es usted capaz de meter baza en su conversación. Además, está el señor Brisbane, el agente local, que me da alojamiento en invierno. Luego hay un franchute, un militar, lo llamamos el Capitaz, y un caballero alemán…
—Perdone, señor —interrumpió el contramaestre Sorrell—, pero ¿no se tratará del señor Matthew Brisbane, el antiguo capitán del Saxe-Cobourg?
—En efecto, es el señor Matthew Brisbane.
—Ése era mi antiguo barco, señor. Cuando el Saxe-Cobourg naufragó, el Beagle nos rescató al señor Brisbane y a mí; era la época en que el capitán Stokes estaba al mando. El señor Matthew Brisbane es un caballero.
—Sí, señor, así es. Ha navegado más mares que guisantes he comido yo en toda mi vida. Estoy seguro de que Brisbane estará encantado de verlo de nuevo, señor.
—Fantástico —murmuró FitzRoy—, debe de haber menos de un centenar de británicos en toda Sudamérica, pero siempre nos las arreglamos para encontrarnos. Dígame, señor Low, dado que el seno Berkeley es nuevo para mí, ¿sería tan amable de actuar como nuestro práctico cuando nos aproximemos a puerto? Supongo que conocerá bien la bahía.
—Conozco estas islas como la palma de mi mano, señor. No tiene por qué preocuparse, el seno Berkeley no es más difícil que un recorrido de un chelín por cualquier puerto inglés, pero si necesita ayuda, yo soy su hombre.
—Bueno, señor Low, su experiencia es preferible a navegar a tientas o encomendándose a Dios. Eso constituye en parte la razón de que vayamos a pasar aquí unos cuantos meses: debemos reconocer las islas a fin de levantar un nuevo mapa para el Almirantazgo.
—¿Unos cuantos meses, dice? —Low se rascó la hirsuta barba, que le crecía de cualquier manera, como si se tratara de espigas de trigo—. ¿Sabe que hay casi cuatrocientas islas? ¿Y el mismo número de bahías y ensenadas? En este momento le diría que tendrá que quedarse un año, por lo menos.
—¿Cuatrocientas islas? —A FitzRoy se le cayó el alma a los pies. Ya llevaban quince meses de viaje, y la tarea que se les había encomendado empezaba a antojársele poco menos que imposible. ¿Cómo podrían cartografiar las Malvinas, toda la costa sudamericana desde Punta Alta hasta abajo, y terminar el reconocimiento de Tierra del Fuego, por no mencionar la constelación de diminutas islas que había en el sur de Chile, en un tiempo tan reducido? ¿Se habría limitado el Almirantazgo a darle la cuerda suficiente con que ahorcarse?—. Señor Low —aventuró—, me ha parecido deducir de sus palabras anteriores que la temporada de la caza de focas ha terminado.
—Eso sería así si alguna vez hubiera empezado, capitán FitzRoy.
—Dígame, señor Low, ¿qué me contestaría si yo le insinuara que me gustaría comprar su barco?
A la mañana siguiente, con el señor Low como práctico, el Beagle en cabeza y el Unicorn detrás, los dos barcos se adentraron confiadamente en el seno Berkeley. Temblando de frío y con la ropa hecha jirones, los extenuados y ojerosos cazadores de focas franceses y americanos permanecían tendidos en las cubiertas de ambos navíos. Por encima del seno se deslizaban a toda velocidad nubes del color de las gachas, que descendían de los extensos tremedales antes de alejarse dando bandazos a través de las bajas cumbres sembradas de cantos rodados de cuarzo gris. Ni un solo árbol o arbusto rompía el monótono y lúgubre páramo, sólo las charcas salobres de aguas marrones y amarillentas destellaban débilmente acá y allá proporcionando el único alivio a la gris uniformidad del paisaje. Al pasar les bramaban enormes toros salvajes, como esculturas cretenses de carne y hueso, con los cuernos apuntando amenazadores desde la mudable neblina a aquellos que pretendieran hollar su dominio.
—Mire, señor, ¿los ve? —dijo Low—. Son descendientes de reses huidas, que los españoles abandonaron hace sesenta años. Disparamos a las vacas para comérnoslas, de modo que ahora hay muchos más toros.
—Pero son espantosamente grandes —observó Darwin—. ¿Por qué los europeos poblarían la isla con esta raza tan enorme?
—Pero es que cuando los trajeron, eran de tamaño normal. Desde entonces han crecido. Y también se han dividido. ¿Ve esos toros castaños de allí? Pues al sur del seno Choiseul son blancos pero tienen las patas y la cabeza negras. Y más al oeste son de menor tamaño y de color gris plomo, y las vacas paren un mes antes.
—¿Qué me dice? ¿Que han cambiado de tamaño y se han dividido en tres variedades en el espacio de sesenta años? Señor Low, eso es completamente imposible.
—Le estoy contando las cosas como son, señor. En cambio, los caballos salvajes se han reducido. Son dos tercios del tamaño de un caballo normal, y eso que antes de que vinieran los franchutes y los españoles no había caballos.
—No puedo dar crédito a lo que dice.
—Incluso los zorros son diferentes, señor. Fíjese, son más pequeños y rojos en las islas Malvinas del oeste que en las del este. Y el zorro fueguino es todavía más pequeño. Pero todos ellos son como dos veces el zorro británico.
La imaginación de Darwin volaba a una velocidad vertiginosa. ¿Razas autoseleccionadas? ¿Mutabilidad entre las islas? Pero el último libro de Lyell era muy explícito en ese punto concreto. Las variaciones dentro de las especies fueron creadas por Dios de forma separada y ubicadas en «centros de creación». Los animales no podían adaptarse simplemente de ese modo tan radical. Ese cazador de focas medio escocés, estrafalario y chiflado debía de estar equivocado.
Low lo observaba, leyendo el escepticismo que se pintaba en su rostro.
—Ya estamos en Puerto Louis, señor. Puede preguntar a los viejos sobre ese asunto.
De pronto aparecieron cinco pequeñas casas de campesinos empapadas por la lluvia. La capital de las islas Malvinas no parecía constituir nada más que una gran granja enfangada.
—Dickson tendrá la bandera izada, señor, espere y verá —le aseguró Low a FitzRoy.
Pero mientras aguardaban y miraban, poniéndose al pairo frente a Puerto Louis, el tendero irlandés no hizo su esperado saludo. El pequeño asentamiento se hallaba sumido en el silencio, azotado por la llovizna del amanecer.
—Está m-muy silencioso —dijo Hamond.
—¿Dónde diablos se ha metido Dickson? —preguntó Low—. Hay que decirle a ese tipo que se aleje de las bebidas fuertes.
—Aparte de Dickson, ¿dónde diantre están los demás? —inquirió Darwin.
—¿No debería haber barcos? —terció FitzRoy—. No veo ninguno.
Low asintió con la cabeza.
—Debería haber un esquife delante del almacén. Debería haber gente. Niños.
—Bien, si ellos no vienen a nosotros, seremos nosotros quienes vayan a ellos.
FitzRoy dio órdenes de bajar el cúter al agua. Sulivan, Hamond, Darwin, Bynoe, el señor Low y el teniente Smith acompañaron al capitán en el corto recorrido a remo hasta la población. Mientras desembarcaban en la playa de guijarros, reinaba un silencio sepulcral.
Encontraron a Dickson en su almacén, tendido boca abajo, degollado, rodeado de un charco de sangre ya reseca sobre el suelo de madera desnudo. Habían saqueado y arrasado el almacén.
—Asesinos —murmuró Sulivan—. Sucios asesinos.
FitzRoy dio media vuelta al cuerpo de Dickson.
—¿Y bien, señor Bynoe? —inquirió con voz serena.
—La sangre todavía está pegajosa en algún sitio —respondió el cirujano—. Teniendo en cuenta la humedad del ambiente, yo diría que ocurrió ayer.
—Por consiguiente, los agresores no pueden haber ido muy lejos. Señor Sulivan, vaya con el señor Low y el señor Hamond a ver si encuentran al señor Brisbane. Espere, tome esto. —Y le tendió una de sus pistolas a Low, que la aceptó no sin recelo y con un aspecto casi tan nervioso como Hamond, que estaba a su lado.
Cuando entraron en la casa contigua, donde Low solía alojarse con el señor Brisbane, Sulivan y sus dos acompañantes la encontraron desierta. No había indicios de la presencia del agente, pero en la mesa vieron abandonado su desayuno a medio comer. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido, estaba claro que a Brisbane lo habían cogido por sorpresa. Mientras tanto, FitzRoy, Bynoe y el teniente Smith empujaban con cautela la puerta de Jean Simon, el francés, que se abrió sin oponer resistencia alguna con un chirrido. Hallaron al Capitaz en el recibidor. Sin duda se había enzarzado en una refriega terrible. El hombre tenía cortes de navaja en la chaqueta y los antebrazos, y las paredes estaban salpicadas de sangre. Lo habían abatido de un tiro, y yacía contra la pared opuesta, con los brazos alzados en un vano ademán de protesta y una expresión de perplejidad eternizada en el rostro. En las demás casas encontraron la misma escena de terror. No había un alma: o bien habían asesinado a todos los habitantes de Puerto Louis, o éstos habían huido, o bien se los habían llevado a la fuerza.
—Parece que su función aquí va a ser cualquier cosa menos simbólica —le dijo FitzRoy a Smith con gravedad.
El joven teniente respiró hondo y agarró con más fuerza el rifle.
Enseguida desembarcaron refuerzos del Beagle, que rastrearon la zona. Fue el mismo FitzRoy quien descubrió al señor Brisbane, o mejor dicho, los pies del señor Brisbane, que sobresalían de un montón de piedras apiladas con precipitación. Habían ejecutado al agente, probablemente de rodillas, descerrajándole un tiro en la nuca, a unos doscientos metros de su casa. Con posterioridad el cadáver había sido hollado y desfigurado por los perros. En cuanto lo vio, al contramaestre se le humedecieron los ojos.
—¡Malditos canallas! ¿Quién querría hacerle eso a un caballero como el señor Brisbane? Era todo un señor y un hombre bueno, mi amigo Brisbane.
—Le prometo, señor Sorrell, que atraparemos a los villanos que perpetraron este horror. Le doy mi palabra.
Finalmente, en un cobertizo oscuro y apartado de la población, hallaron al resto de los habitantes de Puerto Louis: dos niños, tres mujeres y unos cuantos ancianos, temblando de miedo pero vivos e ilesos.
—¡Señor Channon! ¡Ése es el señor Channon, señor! —Low señaló al individuo que estaba más cerca de la puerta, el cual parpadeaba hacia la luz del sol que acababa de entrar en el interior del pequeño cobertizo.
—¡Dios mío! ¿Se han ido? Por favor, Dios, dime si se han ido ya.
—Soy el capitán FitzRoy. Están a salvo. Pero ¿de quiénes está hablando?
—De los bonaerenses. Dijeron que querían recuperar las islas. Nos hicieron prisioneros.
—¿Cuántos eran?
—Diez. Creo que eran diez. Estaban bajo el mando de un tal capitán Rivero. Han asesinado a sangre fría al señor Brisbane y al señor Dickson. ¡Dios nos proteja!
—Ya lo sabemos. Hemos encontrado los dos cuerpos. ¿Sabe adónde han ido esos bonaerenses?
—Tenían planeado esperar al Unicorn, asesinar al señor Low y robar su barco. Pero cuando vieron el buque de la Marina con la bandera británica navegando por la ensenada, se asustaron y huyeron. Se dirigieron hacia el oeste, por el camino que conduce a puerto Salvador. Nos dijeron que no nos moviéramos de aquí, o volverían y nos matarían. Pero se han llevado todos los caballos.
—Éste es el teniente Smith, del cuerpo de los infantes de marina reales. Tiene mi palabra, y la suya, de que apresaremos a esos asesinos y los conduciremos ante la justicia. Ahora permitan que los saquemos de este cobertizo húmedo y los llevemos a calentarse junto a un buen fuego.
—Todo este asunto es de lo más sórdido —concluyó Darwin, irritado—. Como el perro del hortelano, nuestro país se apodera de una isla y deja una bandera británica para defenderla. El dueño de la bandera, por supuesto, ha sido asesinado, y ahora envían a un teniente, con cuatro marineros y sin instrucciones, para hacerse cargo de cualquier eventualidad que pueda surgir. Es una intervención policial de pacotilla e indigna de la Corona. Y aquí estamos nosotros, supuestamente con la misión de cartografiar las islas y recoger ejemplares, y en lugar de eso nos vemos enredados en una miserable guerra colonial, en la que un ejército de diez hombres ha atacado una población de veintitrés almas.
—Pues no tenemos otra elección —dijo FitzRoy, desalentado.
—Sabe tan bien como yo, FitzRoy, que en toda Sudamérica los bonaerenses describirán el asunto como si se tratara de una revuelta justa organizada por sus pobres súbditos sometidos por la tiranía británica.
—Y usted sabe tan bien como yo que estamos ante asesinatos a sangre fría.
—No entiendo por qué no les devolvemos las islas y ya está.
—¿A quién se las devolvemos? ¿A los pingüinos?
—Si es necesario, por qué no —repuso Darwin—. Esto no es más que un miserable semillero de discordias. Lo único memorable en relación con estas islas es la deleznable escena que acaba de representarse en ellas.
—Parece olvidar que uno de mis deberes como capitán de un barco de Su Majestad es proteger, en cualquier circunstancia, a súbditos británicos. Es un deber al que no tengo intención de faltar en ninguna circunstancia.
—Sin caballos será prácticamente imposible atraparlos —declaró el teniente Smith—. En estos páramos un ataque sería visible a una milla de distancia.
—¿Y si atacáramos de noche? —sugirió Sulivan.
—Sólo funcionaría si pudiéramos rodearlos en completa oscuridad —señaló FitzRoy—. No deben de dormir lejos de sus monturas, y no serán tan ingenuos como para delatar su posición acampando alrededor de un fuego que no hayan extinguido previamente.
—¿Contamos con bastantes hombres para rodearlos?
—En el Beagle tenemos nueve infantes de marina, señor —dijo el sargento Baxter—, aparte de los marineros de que el capitán pueda prescindir.
—No son suficientes —dijo FitzRoy—. Incluso si consiguiéramos rodearlos en la oscuridad, es tan probable que escapen durante la confusión de un ataque nocturno como diurno. No, caballeros. Tenemos dos ventajas: la primera es que nos enfrentamos a aventureros, no a militares de carrera. El señor Channon nos ha dicho que no llevaban uniforme, por lo que tendrán la ropa empapada, estarán helados y exhaustos, y deberán calentar sus huesos durante el día. Así nos ayudarán revelándonos su posición. Podremos ver cualquier columna de humo a muchas millas de distancia. La segunda ventaja es que su capacidad de movimiento, de la que dependen, los hará confiarse demasiado. Esperarán un ataque por mar desde el este, y estarán listos para huir más hacia el oeste en cualquier momento. Si pudiéramos prever su huida… de hecho, si pudiéramos precipitarla, nuestros hombres podrían estar esperándolos para detenerlos. Dejemos que cabalguen hacia nosotros a lomo de sus caballos.
Sulivan miró la escasamente detallada carta española que habían ido a perfeccionar.
—Bien, señor… eso supondría que nuestros hombres, hundidos hasta las rodillas en el fango y cargados con pesados petates, deberían marchar setenta y cinco kilómetros a campo traviesa por pantanos y tremedales anegados desde San Carlos Water.
—Exacto. No sólo no esperarán que llegue nadie desde ese lado, sino que sin duda pensarán que nadie lo hará en tres días.
—¿Tres días?
—El Beagle puede llegar a San Carlos Water mañana a primera hora. Después de eso, todo dependerá de los infantes de marina. ¿Teniente Smith? ¿Sargento Baxter? ¿Pueden sus hombres y ustedes marchar unos cuarenta kilómetros al día a través de un terreno de estas características?
—Por supuesto, señor —respondió Smith con aplomo.
El sargento Baxter tensó la mandíbula.
—Lo haremos, señor.
—Observen el mapa —dijo FitzRoy—. Al oeste de puerto Salvador sólo hay tierras altas, pero están partidas en dos mitades por un valle, ¿lo ven?, el Arroyo Mato. Si podemos conseguir que nuestra presa se adentre en el valle, caerá en la trampa que le tendamos. ¿Qué le parece, señor Smith?
—Suena bien, señor.
—Creo que para esta ocasión será mejor que prescindan de la chaqueta escarlata, caballeros. Necesitarán fundirse con el entorno mucho mejor de lo que están acostumbrados. Y usted y yo, señor Sulivan, también prescindiremos de nuestro uniforme. Con las primeras luces de la mañana nos aproximaremos desde el este en el Unicorn, vestidos de cazadores de focas.
—¿De cazadores de focas?
—Será un subterfugio para disimular nuestra aproximación, que se verá a la legua. Cuando el tal capitán Rivero vea que nos acercamos, enseguida nos calará y pensará que ya no nos queda ninguna baza que jugar. Con un poco de suerte, él y sus hombres galoparán hacia el valle, y estarán tan distraídos riéndose de nuestros esfuerzos por ocultarnos que bajarán la guardia.
—¿Cree que el señor Low consentirá que usemos su barco para eso?
—A partir de mañana, señor Sulivan, el Unicorn ya no pertenecerá al señor Low, sino que será mío.
—¿Suyo?
—Mío. —FitzRoy se puso en pie como para indicar que daba por concluida la conversación—. Buena suerte, caballeros. Y ya saben: a por todas.
—Buena suerte, señor.
Mientras Smith y Baxter se iban, Sulivan se quedó rezagado, con cara de preocupación.
—Desembuche, señor Sulivan.
—Señor, creo que el Unicorn…
—El señor May lo ha examinado con cien ojos. Fue construido en un astillero británico con madera de roble, y está reforzado con cobre; con sus ciento setenta toneladas de arqueo, es un barco de primera clase y se halla en muy buenas condiciones; sólo requiere un par de láminas de cobre y unas cuantas velas y cabos nuevos. Es el barco ideal para nuestro propósito.
—Pero el coste, señor…
—Por tomar posesión de forma inmediata y contar con los servicios del señor Low como práctico durante un año, ha costado seis mil dólares de papel, que equivalen a unas mil trescientas libras. Podremos aprovechar las velas y los cabos de los dos barcos naufragados. Lo rebautizaremos con el nombre de Adventure, a fin de mantener antiguas asociaciones, y contrataremos a los cazadores de focas americanos como tripulación. El señor Chaffers estará al mando, y contará con la ayuda del señor Bennet y el guardiamarina Mellersh, hasta que el señor Wickham regrese de Punta Alta. Mandaré al señor Usborne para reemplazarlo.
—¿Cazadores de focas americanos? Pero…
—He escrito al Almirantazgo para solicitar veinte marineros supernumerarios, y para sufragar el coste de la compra del barco. ¿Se da cuenta, señor Sulivan, de que el Beagle es el único navío de reconocimiento de los que funcionan en la actualidad que no cuenta con una embarcación auxiliar? En nuestro último viaje éramos tres barcos para cartografiar sólo Tierra del Fuego. Ahora no somos más que uno, y nos ocupamos de un área mucho más extensa. El único modo de concluir la tarea que se nos ha asignado consiste en que el Adventure cartografíe las islas Malvinas por nosotros, y después se convierta en nuestro buque de abastecimiento. Con un barco consorte trabajaremos más rápido y con mayor seguridad.
—¡Usted ya sabe de qué le estoy hablando! —prorrumpió Sulivan—. ¿Qué ocurrirá si el Almirantazgo no sufraga este gasto? Aún no ha tenido noticias respecto al Paz y el Liebre.
—¿Y qué pasará si no corren con este gasto? —preguntó FitzRoy suavemente. «¿Qué puede pasar?». Pensó en la carta que acababa de escribirle a Beaufort, en la que le decía: «Le ruego, señor, que se tome mi lucha como una cuestión personal»—. Lo que más se espera de un caballero —le dijo a Sulivan— es que cumpla con su servicio al Estado, que presta de forma voluntaria, y, si es necesario, que corra con todos los gastos. Mi conciencia, señor Sulivan, me impulsa a hacer todo lo que pueda en pos del bien, sin esperar alabanzas, ni desanimarme si todo el mundo no ve las cosas bajo la misma luz que yo. No creo que se realicen futuros reconocimientos en esta área. Todo lo que no hagamos ahora quedará sin hacer, en detrimento, posiblemente en fatal detrimento, de los marinos del futuro. Aún peor, el honor de los británicos como cartógrafos se verá dañado. No estoy dispuesto a permitir que suceda ninguna de esas eventualidades.
—Lo sé, señor, pero mil trescientas libras es mucho dinero.
—Vamos, vamos, señor Sulivan. —FitzRoy puso una mano sobre el hombro del teniente—. ¿Y si la acción que nos disponemos a emprender resultara un desastre? ¿Y si tenemos la mala suerte de que perdemos o capturan el Unicorn? No tengo otra opción, a menos que prefiera que arriesgue el barco del señor Low sin que me haya costado un céntimo.
—No, señor, pero…
—Tal vez no sea demasiado rápido en mi trabajo, pues no soy más que un beagle, un sabueso. Pero a fin de cuentas, el beagle es un perro con otros rasgos loables, me parece a mí. Bueno, creo que tenemos asuntos más importantes entre manos, ¿no es así?
—Sí, señor, pero…
Sulivan se rindió; abrumado por las preocupaciones como estaba, sabía que una vez que FitzRoy había tomado una decisión, nada ni nadie lo hacía cambiar de parecer. Sólo podía rezar para que su amigo no acabara de provocar su propia bancarrota. El contingente de oficiales del Beagle se había reducido al dividirse en dos, y sólo quedaban el contramaestre, el comisario, el señor Bynoe, el señor Hamond y el joven Hellyer. A partir de ese instante deberían arreglárselas como fuera.
En los tupidos bosques el verde follaje se retorcía y entrelazaba; la intrincada y ondeante espesura rebosaba vida. Amplios arroyos corrían y descendían por las laderas de los valles antes de unirse al torrente principal que cruzaba el anegado suelo del valle. Pero esos exuberantes bosques yacían bajo la superficie, en la costa invadida de quelpo de las islas, y los ríos y arroyos no se movían porque eran ríos de roca pelada y sin vida: grandes piedras lisas y diminutos guijarros de cuarzo, que parecían congelados en el acto de circular por valles poco profundos. «Es típico de este maldito lugar —pensó Darwin— que todo esté patas arriba». Pero ¿desde qué cima se había desprendido ese montón de rocas? No había cumbres en los alrededores. ¿Habrían sido arrastradas por el diluvio universal desde otro lugar? ¿En qué medida el «cambio gradual» de Lyell había transformado algunas partes de esas islas de paisaje llano y monótono hasta el punto de que semejaban encontrarse en el período subsiguiente a una gran explosión?
El Unicorn entró con cautela en puerto Salvador, con la lluvia azotando sus cubiertas y la luz incierta y plomiza del amanecer abriéndose paso oblicuamente entre las nubes bajas y los ondeantes brezales. En las Malvinas llovía sin cesar, por supuesto, pero aquel día la lluvia era implacable. «Esperemos que los infantes de marina hayan conseguido mantener la pólvora seca», pensó FitzRoy. La noche anterior, unos exploradores habían encontrado a la cuadrilla de Rivero, exactamente donde habían esperado que estuvieran, mientras asaban carne de res en la orilla este de la ensenada, en la desembocadura del Arroyo Mato. «Recemos para que no hayan tenido la precaución de cambiar de posición durante la noche. Esperemos que sean lo bastante faltos de imaginación como para dirigirse al valle cuando se sientan amenazados. Esperemos que Smith y sus hombres los hayan localizado también y estén preparados». Lo que tres días antes se le había antojado un plan muy sencillo ahora se le presentaba minado de elementos imponderables.
Como FitzRoy había supuesto, los mástiles del Unicorn fueron visibles mucho antes que el propio barco, de modo que cuando pudieron vislumbrar el campamento de Rivero, éste se había convertido en el escenario de una actividad frenética. Se veía a algunos hombres desembarazándose de las mantas y lanzándose torpemente sobre sus armas de fuego y puñales; otros ya estaban en pie, desatando los caballos. En la orilla se celebraban conferencias apresuradas.
«Vamos, vamos —pensó FitzRoy—. Largo de aquí. Escapad».
De pronto percibió unos dedos que se aferraban al pasamanos a su derecha. Era Hamond.
—¿V-vamos a en-entablar combate, s-señor?
—No, señor Hamond; si todo ocurre como he planeado, no será necesario. De eso se ocupará el teniente Smith.
—Espero q-que todo ocurra como l-lo ha p-planeado, señor.
FitzRoy sintió pena por su viejo amigo.
—Si al final debemos entablar combate en la orilla, señor Hamond, me gustaría que usted permaneciera a bordo y tomara el mando del Unicorn. ¿Está claro?
—Sí, s-señor, gracias, s-señor.
Pero finalmente no se libró ninguna batalla en la orilla. Los bonaerenses montaron en sus caballos y se fueron trotando hacia el oeste, siguiendo el curso de un riachuelo enfangado que serpenteaba por el valle entre cantos rodados. Todo estaba saliendo como FitzRoy había ideado, al menos hasta el momento. FitzRoy alzó el catalejo.
—Están espoleando a los caballos. —«Vamos, vamos, Smith, ¿a qué está esperando?».
En ese momento, Rivero y sus hombres habían cabalgado un centenar de metros valle arriba, con las monturas sin jinete y atadas siguiéndoles obedientemente los pasos, pero los infantes de marina brillaban por su ausencia. ¿Acaso la marcha forzada había resultado una empresa irrealizable? ¿Estarían atrapados en algún pantano perdido, hundidos hasta las rodillas en el lodo viscoso y hediondo?
De súbito se oyó un disparo, y el jinete que iba en cabeza se cayó del caballo. A continuación hubo una descarga, y los infantes de marina de Smith salieron de sus escondrijos a ambos lados del valle. Otros cuatro o cinco hombres se desplomaron desde sus monturas. Presas del pánico, los animales sin jinete corrieron a toda velocidad y en todas direcciones. Un caballo aterrado arrastró por el suelo a uno de los bonaerenses, con el pie atrapado en el estribo y protegiéndose desesperadamente la cabeza con los brazos para no golpearse contra las rocas, que amenazaban con destrozarlo. Podía verse a otro galopando a lomos de su montura a toda velocidad por el valle. Había dos o tres hombres con los brazos levantados en señal de rendición.
—Por lo menos debe de haber escapado uno —dijo FitzRoy—, pero creo que hemos apresado a la mayoría.
—¡Magnífico! —dijo Sulivan.
—Sí. ¡M-magnífico! —repitió Hamond.
Tras ese suceso, la partida de reconocimiento se puso a trabajar con renovado ahínco. Con el capitán Rivero encadenado en la bodega del Beagle y a la espera de su juicio en Río de Janeiro, todos sus hombres muertos o prisioneros, a excepción de uno (el teniente Smith y sus hombres habían ido a caballo en persecución del fugitivo), los marineros se sentían exaltados por la victoria. De día esparcían sus nombres, los de sus amigos y familiares por todas partes de las islas: puerto FitzRoy, puerto Darwin, monte Usborne, monte Sulivan, puerto King, cerros Wickham, y —en honor a la hermana de FitzRoy— islas Fanny. De noche se sentaban alrededor de un fuego en que ardía la madera de los barcos naufragados, se contaban historias y cantaban canciones jocosas, y mandaban al diablo la granizada. Como Sulivan decía, estaban de muy buen humor. Tenían dos meses por delante, el tiempo que tardarían en equipar el nuevo Adventure a partir de los restos del viejo Unicorn, y los aprovecharon para recorrer grandes extensiones de territorio.
Una mañana muy ventosa se encontraban preparando las sondalezas en una bahía casi cerrada al sur del seno Berkeley, que, al ser un abrigo natural contra las tempestades más furibundas, parecía mejor lugar para instalar un puerto que el mismo Puerto Louis. Sin embargo, la inusual y bulliciosa actividad no pasó inadvertida. Mientras los oficiales empezaban a tomar las medidas iniciales de tiempo, latitud y línea de demora, un par de ojos intrigados los observaba desde detrás de las matas de hierba que crecían más allá de la playa. Aunque el observador no podía ser visto desde la playa, sí que era vulnerable a las miradas desde el terreno que se alzaba a su espalda; y así fue como Darwin, que volvía de recolectar especímenes geológicos, descubrió al observador sin que éste lo advirtiera. Con el mayor sigilo que pudo y el corazón a cien, sacó el martillo geológico del morral y se acercó lentamente. Su víctima estaba tan absorta en la contemplación de las inexplicables actividades de los cartógrafos que no pareció darse cuenta de lo que estaba a punto de acontecerle. Darwin levantó el martillo por encima de la cabeza, y lo descargó con todas sus fuerzas sobre su víctima, que se derrumbó lanzando un gemido agónico. Fue el último sonido que emitió en su vida, pues tenía el cráneo dividido en dos limpiamente, como un huevo duro. En la playa, todos los hombres de la partida de reconocimiento se quedaron paralizados, helados por el súbito y mortal aullido.
—S-señor Darwin —dijo Hamond—, D-Dios mío, ¿qué ha sido eso?
Darwin los miró con expresión avergonzada.
—Acabo de matar un zorro grandísimo —anunció.
—Es fascinante. Una de dos: o tenía los sentidos embotados por la ausencia de predadores, o era tan manso que no le molestó que me acercara.
Darwin se arrastró metido en el saco de dormir hasta aproximarse un poco más a las brasas de la hoguera. El señor Low había invitado a los cuatro oficiales a pasar la noche en la sala de estar del difunto señor Brisbane y disfrutar de su atmósfera comparativamente cálida. El señor Hamond yacía hecho un ovillo sobre la mesa; el señor Sulivan, encima de tres sillas en fila, y el capitán, en un sofá combado de borra que medía treinta centímetros menos que él; mientras que Darwin, que se había hecho con el lugar más caliente, estaba tendido ante el hogar, contemplando el resplandor naranja de las brasas de turba mientras languidecían en la penumbra.
—La idea de usar el martillo la saqué de Pernety —prosiguió—. He leído que cuando estuvo aquí en mil setecientos sesenta y cuatro, los pájaros eran tan mansos que se posaban en sus dedos y se dejaban matar de un golpe en la cabeza. Desde entonces les han disparado muchas veces para comerlos, y se han vuelto más precavidos. Creo que algunos pájaros de aquí son migratorios, y en Europa sus polluelos son asustadizos de nacimiento. En Gran Bretaña hay grajos que huirían con sólo ver una escopeta en ristre. Lo que me gustaría saber es si esos conocimientos adquiridos se han vuelto hereditarios. ¿Se ha transmutado el conocimiento, si se me permite la expresión, en instinto?
—Es un razonamiento apasionante —dijo FitzRoy—. No hay duda de que la mutabilidad se produce dentro de las especies como consecuencia de cambios climáticos, de comida o de hábitos. Sólo hay que observar las reses de las islas Malvinas. Pero ¿por medio de qué mecanismo podría transmitirse hereditariamente el conocimiento?
—Recuerdo q-que llevaron a Inglaterra desde S-Sierra Leona tres ovejas p-peludas como una c-curiosidad —intervino Hamond—. Un año d-después estaban cubiertas de abundante lana.
—Exacto —dijo FitzRoy—. Los factores externos las transformaron. No me sorprendería, por ejemplo, descubrir que el zorro de las Malvinas y el zorro fueguino son el mismo animal, que hubiera emigrado al este aprovechando la corriente de Falkland, quizá sobre un hielo flotante o madera a la deriva, y aquí ha aumentado de tamaño. Es evidente que la carne de los pingüinos de este lugar es muy nutritiva.
—Me temo que ese punto de vista lo enfrenta directamente a Lyell, amigo mío —repuso Darwin—. En su último libro descarta justo lo que acaba de decir usted. Lyell atribuye todas las variaciones de ese tipo a su propio «centro de creación», y por consiguiente a su propia especie.
—Cada día que pasa las ideas del señor Lyell me impresionan menos —confesó FitzRoy—. Por un lado alaba las virtudes del cambio geológico gradual y por otro las descarta en el reino animal.
—¿Están hablando del tipo aquel que dijo que el diluvio universal nunca ocurrió? —preguntó Sulivan.
—Sí.
—Debería embarcarse en una travesía de reconocimiento en el Atlántico Sur. Tendría las pruebas del Diluvio delante de sus mismas narices.
—El señor Lyell es un verdadero genio —dijo Darwin con desdén—. Piensa que debido a la inmutabilidad de las especies, no pueden sobreañadirse más diferencias entre dos especies del mismo animal en dos regiones diferentes durante un largo período de tiempo…
—Todo depende de lo que uno entienda por especie —declaró FitzRoy—. Cada animal varía más o menos, en forma externa y apariencia, con respecto a sus congéneres que habitan en diferentes entornos. Pero imaginarse que cada tipo de ratón que difiere en su aspecto exterior de un ratón de otro país es una especie distinta me resulta tan difícil de creer como que cada variedad de la raza humana es una especie diferente. Un ratón es un ratón. Un ser humano es un ser humano, sea inglés o fueguino. Un zorro es un zorro, sea de las Malvinas o uno de los que Filos se ha propuesto cazar hasta la extinción en Shropshire. Pero un ratón no puede transmutarse en un gato. Un zorro no puede transmutarse en un pingüino. Un mono no puede transmutarse en un ser humano.
—Para mí, que Filos también está consiguiendo extinguir el zorro de las Malvinas —dijo Sulivan—. Dentro de poco lo veremos clasificado junto al dodo.
Un coro de carcajadas recorrió la habitación, y el vaho que exhaló Darwin al reír encendió momentáneamente las brasas de turba de la chimenea.
—Tengo la intención de realizar un estudio especial sobre la mansedumbre de la población animal antes de irnos —declaró—. Para determinar mediante la experimentación con qué rapidez aprende cada especie del peligro… luego, quizá, llevaré ejemplares a bordo y veré si realmente sus descendientes, al nacer, pueden recibir los conocimientos recién adquiridos de sus padres. De ese modo espero probar si Lyell… ¡Aaaaah! —Soltó un grito desgarrador.
—¿Q-qué es? —preguntó Hamond temblando de horror.
—¡Una rata, una rata enorme! —chilló Darwin—. Dos ratas enormes. ¡Oh, Dios mío, pretenden compartir conmigo el saco de dormir! ¡Aaaah! —Se retorció en el suelo del hogar.
—Parece que han oído hablar de su estudio especial, Filos, y se están ofreciendo como candidatas.
En la habitación, por encima de las mesas, retumbó otra sonora carcajada, que fue interrumpida por los angustiados chillidos del filósofo, que se sacudía y retorcía por el suelo.
A la mañana siguiente, cuando tras el desayuno regresaron al Beagle —después de que las ratas los hubieran incordiado durante toda la noche—, seguían conversando sobre las variaciones de los animales. FitzRoy lamentó tener que dejarlos para poner al día el diario de bitácora, y pidió al camarero que localizara al señor Hellyer. Pero unos minutos después el hombre volvió diciendo que no había forma de encontrarlo.
FitzRoy salió a la cubierta dando grandes zancadas.
—Señor contramaestre, ¿ha visto al señor Hellyer esta mañana?
Sorrell pareció incómodo.
—¿El señor Hellyer? No lo he visto desde ayer, señor. Creía que estaba con usted, señor.
Después de buscarlo por todas partes, tuvieron que concluir que Hellyer no estaba en el barco.
—Pensaba que había dado órdenes expresas de que nadie podía salir solo del campo de visión del barco, salvo en lugares civilizados —dijo FitzRoy, furioso—. Nadie puede desembarcar en tierra si no va acompañado de al menos dos hombres más: es una orden.
—Lo siento, señor —balbució Sorrell—. No lo vi abandonar el barco, señor.
Más tarde se descubrió que uno de los franceses había visto al señor Hellyer la tarde anterior, caminando por la costa hacia el este y alejándose del Beagle. Echaron las balleneras al agua, operación que pareció eternizarse. Por su parte, FitzRoy, Bynoe y Sulivan se desplegaron en abanico por la playa, corriendo y gritando el nombre de Hellyer, con la voz modulada por el pánico y el miedo insuflando vigor a sus movimientos.
Junto a un pequeño arroyo, a un kilómetro y medio del barco, Bynoe encontró la ropa de Hellyer, junto con su reloj, en un montón ordenado. Al lado yacía el arma del muchacho, que había sido utilizada. Hellyer tenía un aspecto casi angelical, las facciones serenas, los ojos cerrados, la boca abierta; su cuerpo pálido flotaba debajo de la superficie del agua, con los tobillos todavía enredados por los quelpos que lo habían agarrado en su sinuoso abrazo cuando la marea subió por encima de su cabeza. A poco menos de treinta centímetros de su mano extendida, con el cuello roto por el impacto de la bala, flotaba el cuerpo balanceado por las olas de un canquén de las Malvinas.
Cuando FitzRoy se acercó al oír los gritos de Bynoe, no dijo nada, sólo desenfundó su espada. Sin quitarse el abrigo, se metió en el agua hasta el pecho, y se puso a cortar los quelpos. Alzó el cuerpo blanco e inane de Edward Hellyer, lo sacó del arroyo y lo depositó en la orilla. Allí cayó arrodillado, rodeó con sus brazos el cuerpo pálido del muchacho y empezó a sollozar de forma incontrolada con grandes movimientos convulsivos. Las lágrimas le resbalaban libremente por las mejillas, hasta que se mezclaron con el agua salada que se escurría de su uniforme y cayeron en el frío océano.