16

Canal Beagle, Tierra del Fuego

6 de febrero de 1833

—¡Es increíble! —exclamó Darwin.

—¿Qué? ¿El glaciar?

La partida de reconocimiento estaba colocando sus instrumentos en una planicie de la playa frente a un glaciar cortado a pico, una cascada de berilo congelado a un kilómetro de distancia que sobresalía de la otra orilla del canal. Hacía un día inesperadamente despejado y luminoso, y los colores brillantes del acantilado de hielo parecían fluctuar a sus ojos del verde jade al amatista, y viceversa.

—No. No quiero decir, claro, que el glaciar no sea impresionante, pero me refería a Lyell. —Darwin se había encaramado a una roca, inconsciente de la capa resbaladiza de algas putrefactas que la cubría, y estaba tan alterado que el libro que sostenía temblaba en sus manos—. Lyell rechaza la existencia del diluvio universal.

—¿Qué? —FitzRoy no daba crédito a sus oídos. ¿Estaba hablando del mismo Lyell, el ilustre geólogo que le había solicitado personalmente que le proporcionara ejemplares encontrados en el viaje como pruebas del Diluvio?

—Aquí lo dice. Disiente de la idea de un cataclismo repentino en ningún momento de la historia de la tierra. Afirma que los cambios han sido «graduales, constantes e inconcebiblemente lentos».

FitzRoy sintió el frío puñal de la traición penetrando entre sus costillas.

—Entonces, ¿cómo explica la desaparición de los grandes animales que poblaron la tierra en el pasado?

—Cree que simplemente murieron por sí solos. Que todas las especies tienen un tiempo de duración natural.

—Pero entonces, ¿qué me dice de nuestro megaterio, con sus conchas más modernas encima y debajo de él?

—Ah, mire, justo aquí está la respuesta a esa pregunta en concreto. Lyell cree que los invertebrados marinos… no, que cualquier especie de sangre fría tiene un tiempo de duración más largo que sus equivalentes de sangre caliente.

—Ah, ¿sí? Entonces explíqueme cómo pudo ser que un animal terrestre muriera ahogado a casi cinco metros por encima del mar.

—Bien… Supongo que se cayó a un río, se ahogó, y después el cuerpo fue arrastrado hasta el mar, y allí se hundió, y luego la tierra se elevó por encima del nivel del mar. Un proceso que duró miles y miles de años.

—Lyell ha perdido el juicio.

Darwin pensó que sería mejor cambiar de tema de conversación.

—Por cierto, ¿cree que este canal nos conducirá hasta el mar?

—Estoy seguro de que sí.

—Entonces, el lado sur, la cadena montañosa que flanquea el estrecho Murray, se divide en realidad en dos grandes islotes.

—Cierto.

—La isla al este del estrecho está formada por materiales de aluvión estratificados, igual que el lado norte de este canal. Pero la isla que hay al oeste —añadió, señalando al glaciar suspendido de forma inverosímil en la orilla opuesta— está formada por antigua roca cristalina. Mire.

—¿Y qué quiere decir con eso? —replicó FitzRoy, malhumorado.

—Bueno, Jemmy me dijo que la tierra de su lado del estrecho abunda en zorros y guanacos. Pero en la isla del otro lado, a escasos doscientos metros, no se encuentran ni unos ni otros. Y ésa es la razón de que esos animales sean desconocidos en el país de York. Así pues, los animales sólo están en la roca de aluvión, más reciente.

—Continúe.

—Bueno, está claro que las condiciones, la vegetación, el hábitat del lado occidental son iguales. Pero si los guanacos o los zorros vivieron allí alguna vez, fueron exterminados por algo. Después, cuando las tierras se repoblaron, los animales fueron incapaces, obviamente, de volver a cruzar el canal hacia el oeste. Si las especies tienen realmente un «tiempo de duración natural», no fue eso lo que acabó con su existencia en la orilla de enfrente.

—Cielo santo, Filos, creo que tiene toda la razón. —De pronto FitzRoy se animó—. Al diablo con Lyell. Ha dado usted en el clavo.

Darwin sonrió, feliz al sentir la oleada de aprobación de su amigo. En su fuero interno, seguía dudando; los interrogantes y las respuestas se agolpaban en su mente —la hipótesis de Lyell de que las tierras podían subir y bajar estaba en la base de muchos de ellos—, pero al menos había conseguido mejorar el humor de FitzRoy.

—P-perdone, señor —interrumpió Hamond—. P-pensaba que q-quizá le apetecería una t-taza de té, s-señor. —Desde la tempestad del cabo de Hornos, su tartamudez parecía haberse agudizado.

—¡Vaya! Gracias, señor Hamond. No me vendría mal otra taza de té.

Ese día, los hombres de la partida de reconocimiento ya habían consumido más de veinte litros.

—El t-teodolito ya está montado, s-señor, y el micrómetro, y la t-tabla, y el señor B-Bynoe está esperando con el l-libro de demora.

—Estupendo, señor Hamond. Iré para allá en cuanto acabe el té. —FitzRoy se agachó para recoger el sextante y el cronómetro.

—¡Señor! —Hamond estaba casi gritando—. M-m-m-m…

—¿Qué pasa, señor Hamond?

—M-m-m-mire, señor.

FitzRoy miró en la dirección que apuntaba el dedo de Hamond. Allí, ante sus ojos, el glaciar se resquebrajó. Un enorme fragmento de hielo de unos treinta metros se escindió del acantilado de hielo y cayó silenciosa y elegantemente desde lo alto a la ensenada, como si alguien hubiera soltado un pañuelo de encaje blanco desde un balcón de mármol en un estanque de aguas azules y profundas. Acto seguido les llegó el ruido ensordecedor del trueno; los tres hombres se quedaron paralizados mientras la visión y el sonido convergían, extasiados ante uno de los espectáculos más formidables de la naturaleza. Mientras miraban, la enorme lanza de hielo cortó la lisa superficie del canal y desapareció en sus profundidades, para luego emerger resplandeciente y hecha pedazos. El impacto produjo una estela de agua densa que en un principio no fue más que una línea lejana que se expandía sobre la lisa superficie del agua; un momento después, un estruendo retumbó de un lado a otro del canal.

—Es increíble, extraordinario.

—M-m-magnífico.

—Oh, Dios mío —exclamó Darwin, horrorizado—. ¡Los barcos!

—¿Qué?

Pero Darwin ya estaba lejos, como alma que lleva el diablo, y las sesudas opiniones de Lyell se desperdigaban por el suelo de guijarros mientras el filósofo corría orilla abajo hacia las dos balleneras. Unos segundos después, FitzRoy y Hamond se dieron cuenta de que Darwin había sido lo bastante perspicaz para comprender que habían dejado los barcos sin amarrar en la tranquila orilla; que la enorme ola que ahora avanzaba a toda velocidad por el canal seguramente los arrastraría mar adentro por la fuerza de la resaca, y que estaban a muchas millas de la relativa seguridad de la misión de Woollya. Algunos hombres de la tripulación también habían advertido el peligro inminente y corrían a toda prisa hacia la playa, pero mientras la creciente barrera de agua y espuma se arqueaba hasta convertirse en una ola de tres metros de altura, resultó evidente que Darwin era el único con posibilidades de llegar primero a los barcos. En realidad, mientras no tropezara con sus propios cordones, Darwin era su única oportunidad. Respirando con dificultad, con los pulmones a punto de reventar por el dolor y devorando el suelo de guijarros con sus largas piernas, se lanzó sobre las cuerdas más cercanas de las naves justo cuando la ola rompía creando un convulso remolino encima de su cabeza.

De hecho, era la segunda vez en menos de un mes que el filósofo debía enfrentarse a un ariete de agua salada y helada. En esta ocasión, mientras daba vueltas en la turbia espuma, sufrió la incomodidad añadida de ser golpeado por los miles de guijarros que arrastraba la enfurecida masa líquida. Afianzó los pies en el suelo y enderezó las rodillas, luchando para agarrarse tenazmente a los botes mientras éstos se movían a toda velocidad por la fuerza de la resaca. Cuando el primer hombre de la tripulación llegó hasta Darwin, éste estaba hundido en más de un metro de agua y pedazos de hielo y a punto de ser arrastrado al centro del canal. Los marinos formaron una cadena humana para tirar de las dos balleneras y de su protector y subirlos a la playa.

—N-nunca hubiera imaginado q-que el frío podía ser tan d-doloroso —tartamudeó Darwin, en una imitación aceptable de la manera de hablar del señor Hamond, cuando lo sacaron del agua muerto de frío.

Darwin se convirtió en el héroe de la jornada y como tal lo festejaron en torno a la hoguera del campamento bajo un cielo tachonado de estrellas. Le cambiaron el chaqué empapado por un par de pantalones de dril de marinero y un viejo sobretodo, que junto con su crecida barba invernal le daban más aspecto de acogido en un hospicio que de caballero naturalista.

—Me siento como un oso vestido con sobretodo, entrecano y tosco —se lamentó, esbozando una sonrisa de oreja a oreja.

Todos prorrumpieron en carcajadas. Esa noche a Darwin le sirvieron una ración doble de cerdo salado, carne de venado y galletas del barco.

Mientras Bynoe, Hamond y los hombres dormitaban junto a la hoguera, FitzRoy y Darwin se quedaron despiertos hasta tarde, envueltos en mantas sobre la desnuda playa de guijarros; zarcillos de cálido humo se enredaban con los remolinos de vapor de su aliento.

—Dígame, FitzRoy.

—Sí.

—¿Alguna vez piensa en… mujeres?

—¿Mujeres?

—Sí.

A FitzRoy lo asaltó la imagen recurrente de la gota de cera caliente que se enfriaba sobre la piel nívea de Mary O’Brien.

—No, es decir, intento no pensar. Hace que me distraiga de mis obligaciones.

—Yo sí he estado pensando en mujeres. Mi hermana me pregunta en todas sus cartas si voy a sentar la cabeza cuando vuelva, si me buscaré una mujercita para ayudarme con la parroquia.

—¿Y qué ha decidido?

—Me he planteado la posibilidad de pedir la mano de mi prima. En muchos sentidos es la candidata que me conviene.

—¿Está enamorado de ella?

—¡Por supuesto que no! —Darwin rió—. Es mi prima, supongo que la quiero como tal. Pero es bien parecida, encantadora y generosa, cualidades que constituyen buenas señales. ¿Qué cualidades buscaría usted en una posible esposa?

—Me temo que no he pensado mucho en ello. En realidad no tengo tiempo para esos asuntos, ni siquiera escribo a casa.

—¿No escribe a casa?

—Ya lo sé, no tengo excusa. Ciertas personas han sido muy amables al escribirme, y yo me he mostrado vergonzosamente negligente al no contestarles. Pero el servicio a la Marina es demasiado importante para que me distraiga con la correspondencia. Y no me gusta pensar que los hombres de los paquebotes arriesgan su vida por entregar algo que no sea de vital importancia… sus especímenes geológicos, por ejemplo.

Darwin le dirigió una mirada de culpabilidad.

—Mi querido Darwin, perdóneme. No pretendo censurarlo. La mía es una visión idiosincrásica, que pocos comparten. Las cartas que vienen de casa son esenciales, por supuesto, para mantener la moral de los hombres. En mi caso también es verdad, como ya le dije, que veo el Beagle como mi casa.

—Una casa sin mujeres.

—Ése es un sacrificio que todos los que servimos en la Marina debemos hacer. Pero, por favor, hábleme de sus pensamientos sobre ese asunto.

—Bueno, he hecho una lista —explicó Darwin, sacando un pedazo de papel arrugado del bolsillo— en la que enumero los argumentos a favor y en contra del matrimonio.

—Soy todo oídos.

—Bueno, está claro que el matrimonio acarrearía las lacras de la gordura, la pereza, la ansiedad, la responsabilidad e incluso las peleas. Perdería la libertad de ir a donde quisiera y no podría disfrutar de la conversación de hombres inteligentes en los clubs. Estaría obligado a visitar parientes, a doblegarme por cualquier nimiedad, y a tener que asumir los gastos y la preocupación que provocan los niños. Tendría menos dinero para libros. Perdería mucho tiempo. ¿Cómo podría ocuparme de mis asuntos si me viera obligado a dar un paseo con mi mujer todos los días? Nunca llegaría a dominar el francés, ni a viajar a Europa y Norteamérica, ni a montar en globo. Sería un pobre esclavo, FitzRoy, peor que un negro.

—Parece haberse decidido ya. Está llamado a la soltería.

—Pero ¡espere! Uno no puede vivir una existencia fría y solitaria, sin amigos, sin hijos, con el rostro vacilante y arrugado de la vejez observándolo al otro lado del espejo. Hay muchos esclavos que son felices, después de todo. —Miró a FitzRoy de reojo y los dos hombres rieron al recordar su discusión—. Una mujer inteligente sería inaguantable y aburrida. El idilio, por supuesto, pierde interés al cabo de poco tiempo. No; me he decidido por una mujer agradable, dulce y silenciosa que toque el piano por la noche. Sin duda, una mujer de estas cualidades sería mejor que un perro.

FitzRoy apenas consiguió abortar una carcajada. Recompuso sus facciones hasta conseguir su expresión más solemne y dijo:

—Mi querido Filos, si se permite tener ese tipo de visiones de agradables mujercitas junto al hogar en su casa de párroco en el campo, entonces debería salir huyendo del Beagle. Pero me temo que deberá contentarse con el megaterio y los icebergs, y no dejarse llevar por sus instintos animales.

Darwin le lanzó una mirada inquisitiva mientras se preguntaba si le estaría tomando el pelo, pero su amigo permaneció con el rostro convincentemente severo.

—Bueno, tendré muchas oportunidades para pensar, considerando que estoy a más de nueve mil millas de casa.

—Ah, amigo mío, entonces tiene una ventaja sobre mí, pues yo estoy apenas a noventa millas de mi casa, lo que significa que tengo muy poco tiempo para preocuparme sobre quién me tocará el piano por la noche.

La sonrisa que FitzRoy había luchado por mantener oculta finalmente apareció y le alumbró el rostro.

El sol continuó brillando, por increíble que pareciera, unos días más; así que fue con la cara sonrosada y con ampollas como hicieron su nuevo descubrimiento: que el canal Beagle se dividía en dos brazos, en sendos barrancos igual de profundos. En cualquier dirección se veía un sinnúmero de cimas coronadas por la nieve, de unos mil doscientos metros de altura, que se hundían en el agua para proseguir su descenso hasta alcanzar casi la misma distancia bajo la superficie. Los dos brazos eran tan rectilíneos que el agua desaparecía en lontananza flanqueada por muros de montañas. Navegaron por el brazo norte, donde un grupo de delfines los tuvieron entretenidos un buen rato saltando y jugando ante la proa de las balleneras.

Hacia el norte, la cadena de montañas se elevaba verticalmente al menos dos mil metros sobre el agua hasta culminar en una inmensa cumbre, que se veía tachonada con glaciares gigantescos teñidos de tonos azul cielo y verde mar. Al principio pensaron que se trataba del monte Sarmiento, pero estaban demasiado al sudeste. Pronto advirtieron que era una montaña incluso más alta, seguramente la más elevada de Tierra del Fuego. FitzRoy la llamó monte Darwin, la cumbre prominente de la cordillera del mismo nombre, en honor a su amigo. Al final del brazo norte llegaron a una gran ensenada sombría y desolada que conectaba con el brazo sur. FitzRoy calculó que estaban en el tramo más cercano de la bahía Cook, que se abría al Pacífico no lejos de York Minster. Bautizó la ensenada de aguas tranquilas y brillantes con el nombre de seno Darwin «por mi querido compañero de viaje, que de tan buena gana aceptó sufrir las incomodidades y peligros de navegar en un pequeño barco abarrotado».

Volvieron por el brazo sur, para la ruidosa indignación de los canquenes marinos, los quetros y los ostreros magallánicos. FitzRoy y Darwin incluso sacaron del agua una hebra de quelpo gigante y la depositaron en una playa de guijarros para estudiar hasta qué profundidad llegaban los zarcillos por debajo de la superficie. El quelpo medía casi doce metros de largo y rebosaba vida: coralinas, moluscos, peces, sepias, erizos, estrellas de mar y, ocultándose en las enormes raíces entretejidas, un batallón de cangrejos de toda clase y tamaño. Esa noche se dieron un festín a base de quelpo y cangrejo asado.

Mientras llegaban a la bifurcación del canal una vez más, vieron unos destellos de color en lontananza: un borrón rosa allí, un toque escarlata allá. FitzRoy miró a través del catalejo. Se aproximaba una flotilla de canoas indígenas. Aun a través de las lentes deformantes del anteojo, la visión le heló la sangre en las venas. Uno de los hombres llevaba un sombrero de castor, otro portaba un orinal de loza sobre la cabeza. Un niño sonriente blandía un cucharón y un trozo de manta de tela escocesa. Los destellos procedían de jirones de tela que los indios llevaban atados en muñecas y frente y que FitzRoy enseguida reconoció como retales sacados de trajes de Jemmy.

—Dios mío —dijo, y le pasó a Darwin el catalejo.

—¡Salvajes! —gruñó—. Malditos salvajes.

—¿Los capturamos, señor? —preguntó Bynoe.

—No vale la pena. Volvamos cuanto antes a Woollya. No tenemos otra opción. A remo y a vela. ¡Remen como si su vida dependiera de ello!

Mientras pasaban al lado de la flotilla indígena, uno de los fueguinos les hizo una mueca burlona y agitó un paraguas con mango de pie de elefante por encima de su cabeza.

• • •

Mientras las dos balleneras, con las armas en ristre, bordeaban el cabo para entrar en la cala de Woollya, cerca de un centenar de indios se desperdigaron simultáneamente como un banco de peces sorprendido por la aproximación de una pareja de tiburones. Al huir, dos indios se apartaron de un objeto rosado y redondo, que resultó el mismo señor Matthews, desnudo y en posición fetal. En cuanto quedó en libertad, el misionero se levantó de un salto y corrió gritando hacia los barcos, sin un atisbo de su antigua pasividad, rezando el padrenuestro a voz en cuello.

—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, ¡oh, Jesucristo, santificado sea tu nombre!

Atravesó los bajíos chapoteando frenético, sin reparar en el agua helada, y finalmente se echó a los robustos brazos del infante de marina Burgess, enfundado en su chaqueta roja, fundiéndose en un caótico y húmedo apelotonamiento. El misionero estaba tan histérico que se negó a soltar a su protector, de modo que Bynoe y Hamond tuvieron que deshacer el desesperado abrazo de oso desenganchando un miembro paralizado tras otro antes de poder tirar de él y subirlo al barco. Los otros infantes de marina desembarcaron en la playa, ahora desierta.

—¡Matthews! ¿Se encuentra bien? ¿Qué le estaban haciendo?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Creo que sí! Padre nuestro que estás en los cielos, santificado, santificado, santificado sea tu nombre.

—¡Matthews! —FitzRoy agarró una oreja helada de Matthews con cada mano—. ¿Qué le estaban haciendo?

—Me estaban afeitando.

—¿Afeitando?

—Me pusieron los pies sobre la cabeza y fueron quitándome los pelos de encima del labio, uno por uno, con una concha de mejillón. ¡Salvajes! Dios mío, FitzRoy, me hacían un daño espantoso.

—¿Dónde está su ropa?

—¡Se la llevaron, se la llevaron toda! Se la llevaron y la redujeron a jirones, que se repartieron con otros salvajes.

—¿Dónde está Jemmy? ¿Está bien?

—Creo que sí. También se la quitaron toda, toda su ropa.

—¿Y York y Fuegia?

—Oh, York está muy bien. ¡No puede estar mejor!

No había tiempo para averiguar lo que significaba la última declaración. Los marineros se desplegaron en abanico para reconocer la misión. Fue entonces cuando encontraron a Jemmy, en cuclillas, desnudo y manchado de lodo, sobre los restos pisoteados del huerto, tapándose los genitales con las manos. Le sangraban los pies, desnudos e hinchados, pues carecían de los callos protectores que cubrían la planta de los pies de los demás fueguinos. En su rostro se leían la rabia, el sufrimiento y la vergüenza.

—Jemmy, ¿estás bien?

—Mi gente —espetó con amargura— es idiota, malditos idiotas.

—¿Te quitaron todo?

—Todo. Son hombres malos. No saben nada, nada de nada. Todos son unos grandísimos idiotas.

—¿Y los tuyos no intentaron ayudarte? ¿Tus amigos? ¿Tus hermanos?

—¡Mis hermanos fueron los que más robaron! ¿Qué le parece? ¡Mis propios hermanos!

—¿Y York? ¿No intentó defenderte?

—Tú pregunta a York —replicó ferozmente—. Tú pregunta a York por qué él no me ayuda.

Como si alguien le hubiera dado la entrada, en ese momento York Minster abrió la puerta de su cabaña y salió con aire despreocupado. A diferencia de las casas de Matthews y Jemmy, que habían sido saqueadas y tenían las puertas colgando flojamente de sus goznes, un vistazo por encima del hombro de York revelaba un cuadro de felicidad doméstica. Fuegia Basket —¿o ahora había que llamarla Fuegia Minster?— estaba sentada en un balancín junto al hogar con una muñeca de trapo en el regazo, meciéndose suavemente con los pies enfundados en calcetines y apoyados sobre una alfombrilla de lana. De las paredes colgaban grabados religiosos edificantes. Sobre una mesa auxiliar se veía un tarro de mermelada a medio consumir. Estaba claro que tanto York como sus propiedades habían salido ilesos del regreso de los indígenas.

—York —preguntó FitzRoy, incrédulo—, ¿no te quitaron nada?

El enorme fueguino no respondió y se limitó a mirar el interior de la cabaña, como si dijera: «¿Acaso no es evidente?».

—¿Por qué no ayudaste a Jemmy y al señor Matthews? —insistió FitzRoy.

York esbozó una de sus crueles sonrisas de lobo.

—Ellos son muchos hombres. York es sólo un hombre. —Dicho esto, entró en la cabaña y tomó asiento junto a la lumbre al lado de Fuegia.

—Jemmy es un maleducado —le confió Fuegia a FitzRoy desde la cabaña—. Jemmy no lleva ropa —añadió, y rió.

Cuando Matthews se calmó lo suficiente, fue capaz de contar lo ocurrido.

—Después de que se marcharan, durante los primeros días todo estuvo tranquilo. Luego, el tercer día, los salvajes volvieron. Se sentaron ahí, como si fueran una jauría de perros esperando que los desataran. Al día siguiente, al amanecer, todos empezaron a aullar, una especie de lamento. Entonces el viejo sinvergüenza me amenazó con una roca haciendo grandes aspavientos. Tuve que darles regalos, ropa, vajilla y comida. Luego pusieron caras horrorosas, me sujetaron entre varios, me arrancaron la ropa y me depilaron algunos pelos. A Jemmy le hicieron lo mismo; cuando vio lo que estaba sucediendo, Tommy Button se echó a llorar; entonces le gritaron, y el hermano de Jemmy se unió a ellos. Destrozaron el huerto… Jemmy trató de explicarles su utilidad, pero lo destrozaron igualmente. Claro que el cerdo asqueroso de York no hizo nada por evitarlo. No levantó un dedo. Los salvajes no se atrevieron a tocarlo, oh, a él no, claro que no. Y lo que robaron lo distribuyeron equitativamente entre todos. Todo el mundo recibió su parte.

—¡Qué primitivo! —dijo Darwin.

—Ah, pero no encontraron las cosas realmente valiosas que buscaban. No encontraron el escondite debajo de las tablas con las herramientas, o el compartimento en el falso techo. Esos salvajes son estúpidos, además de sucios e impíos.

—Me imagino —dijo FitzRoy suavemente— que preferirá marcharse de este lugar y ocupar su hamaca en el Beagle otra vez.

—Capitán FitzRoy —respondió jadeando—, ni por todo el oro del mundo me quedaría un segundo más en estas latitudes aborrecibles. Pero no puedo volver a Inglaterra; la deshonra sería insoportable. Mi hermano es misionero en Nueva Zelanda. Se me ha ocurrido que podría ir a reunirme con él.

Aquel Matthews lleno de franqueza era muy diferente del joven que habían dejado, que estaba siempre dispuesto a ocultarse bajo una coraza de tópicos y perogrulladas.

Cuando la agitación del rescate amainó, FitzRoy evaluó la situación con humor sombrío. Se dio cuenta de que el proyecto de dejar allí un pequeño asentamiento no era posible. Las semillas de la civilización habían sido sembradas, pero era demasiado tarde para que crecieran hasta alcanzar la madurez. Al menos Jemmy estaba decidido a continuar, resuelto a que la misión de Woollya progresara. Como había ocurrido con Matthews, el ataque de los indios locales parecía haberlo cambiado, pero para mejor: una vez desprendidas las capas más blandas y externas, había surgido la semilla de la resistencia. FitzRoy hizo todo lo que pudo para ayudar: dieron ropa a Jemmy una vez más, revelaron a los tres fueguinos el escondite de las herramientas, después de que juraran guardar el secreto, y se insistió a York, con términos nada ambiguos, en que los tres deberían seguir unidos a través de todas sus tribulaciones. FitzRoy declaró que ése era el camino cristiano y civilizado. Prometió que volvería a visitarlos dentro de un año, cuando la expedición de reconocimiento se dispusiera a abandonar Tierra del Fuego por última vez, rumbo a Inglaterra.

—Espero —le dijo FitzRoy a Darwin— que durante el año próximo los nativos comprendan y agradezcan las razones que tuvimos para llevar a sus tres compatriotas a Inglaterra, de modo que en la próxima visita los encontremos mejor dispuestos hacia nosotros. —Sabía que era una vana esperanza—. Después de todo, nuestros tres fueguinos poseen la facultad de ver la inmensa superioridad de las costumbres civilizadas sobre las incivilizadas.

—En efecto —respondió Darwin con un matiz de pesar en la voz—. Pero me temo que pronto volverán a las segundas —añadió, mientras pensaba: «La visita a nuestro país no les ha servido para nada en absoluto».

Una vez más hubo abrazos y lágrimas de despedida, y una vez más la cellisca acompañó su partida, sólo que esa vez la lámpara de aceite no actuó de faro de despedida, ya que la habían robado, desmembrado, y distribuido los pedazos incongruentes como un vasto botín. Mientras las balleneras se adentraban en el seno, las tres pequeñas cabañas se perdieron pronto de vista, devoradas por la primitiva oscuridad.