Bahía del Buen Suceso, Tierra del Fuego
17 de diciembre de 1832
Al llegar a la bahía del Buen Suceso, el Beagle avanzó lentamente a través de un denso banco de niebla. Incluso allí, el lugar más seguro de toda la costa este de Tierra del Fuego, era necesario ir con mucha cautela para no embarrancar. Desde que el capitán Cook descubriera la bahía el pasado siglo, hacía falta cartografiarla adecuadamente, de modo que el pequeño bergantín avanzaba a tientas, con las húmedas cubiertas expuestas al aire frío y céreo de las primeras horas de la mañana, y las velas distendidas. Cuando a intervalos la cortina de niebla se abría fugazmente, aparecía un bosque oscuro y monótono: cientos de troncos de haya yacían enmarañados entre las filas de sus compañeros silenciosos, como un batallón de soldados de a pie abatidos por el fuego del enemigo y congelados para siempre en el momento sucesivo al impacto. La vegetación era tan tupida como la de la selva tropical, pero estaba desprovista del colorido y el movimiento característicos de ésa. En aquellas soledades, era la muerte y no la vida la que constituía el espíritu dominante.
En su viaje al sur, la tripulación del Beagle había presenciado una serie de fenómenos naturales prodigiosos, como si la naturaleza deseara señalar que habían dejado atrás los límites de la civilización humana e ingresaban en su dominio, y cada espectáculo había sido más extraordinario que el anterior. Una mañana, cuando aún estaban cerca de Río de la Plata, al despertar, se encontraron con que el Beagle se había vuelto rojo. Todo el barco, desde el mastelero hasta la quilla, estaba cubierto de millones y millones de diminutas arañas rojas que competían entre sí para fabricar su telaraña en el sereno aire matinal. Al primer soplo de brisa salieron despedidas formando una nube agitada y no volvieron a verse más. Unos días después, cerca de la bahía de San Blas, cayó una nieve de mariposas. Una nube blanca e inmensa de alas que se agitaban furiosamente descendió sobre el barco; tenía doscientos metros de altura, medía más de un kilómetro de ancho y varios kilómetros de profundidad. Fuegia Basket se situó en medio de la borrasca, dando vueltas y agitando los brazos alegremente. Darwin supuso que eran una variedad de Colias edusa. Pero ¿qué había provocado esa migración masiva? Las mariposas parecían precipitarse a la muerte, pero ¿por qué? Era difícil ver un propósito, fuese divino o de otro tipo, de semejante exterminio.
Cerca de la embocadura del estrecho de Magallanes, el mar se tornó rojo carmesí: la causa, según pudieron determinar muy pronto, era un inmenso banco de diminutos crustáceos. Pero más impresionante todavía fue la visión de los rorcuales, que giraban y se revolvían en el centro del remolino de crustáceos, engullendo sus minúsculas presas a toneladas. Una de esas grandes ballenas saltó limpiamente fuera del agua y a continuación cayó al mar con gran estrépito, haciendo temblar el casco del Beagle; Darwin recordó cómo el guardiamarina King, en la veranda de la pequeña casa de Corcovado, le había contado aquellas increíbles historias del Sur, y ahora se arrepentía de haber puesto en duda las palabras de su joven amigo.
El amanecer de una tranquila mañana en la bahía del Buen Suceso sorprendió a una figura solitaria y silenciosa, medio envuelta en la niebla. Era Bynoe, que daba su paseo matinal por cubierta, pues como cirujano estaba excusado de hacer guardia por la noche. Vio a Jemmy Button, y enseguida advirtió por su gesto derrotado que algo andaba mal.
—¿Estás bien, Jemmy?
—Ah, mi amigo de confianza. —No le devolvió el saludo con su efusividad habitual, su voz sonó ronca, y Bynoe pudo ver que tenía los ojos anegados en lágrimas.
—¿Jemmy? ¿Estás llorando? ¿Qué te ocurre?
—Mi padre ha muerto.
—¿Tu padre…? ¿Y qué te hace pensar eso?
—Un hombre ha venido a verme esta noche a la hamaca. Él me lo ha dicho.
—¿Un hombre…? ¿York Minster?
Jemmy y York pasaban la noche juntos, cerca de la proa, con la tripulación, mientras que Fuegia, por razones obvias, dormía en popa, próxima a los camarotes de los oficiales.
—No, no era York Minster. Era un hombre.
—¿Un hombre de la tripulación?
—No era un hombre de este mundo, señor Bynoe. Era un hombre de ese otro mundo.
—Ha sido un sueño, Jemmy, sólo un sueño.
El chico sacudió la cabeza.
—No, amigo de confianza, no era un sueño. Era un hombre de ese otro mundo. Mi padre ha muerto. Eso es muy malo. —Alzó un brazo y se pasó la manga por los ojos.
—Jemmy, estoy seguro de que cuando volvamos a Woollya, verás como tu padre está sano y salvo. Hazme caso.
Jemmy esbozó una sonrisa de lástima y a la vez de simpatía ante la falta de comprensión de su amigo; y el cirujano no supo qué más decirle.
Más allá, junto al pasamanos, FitzRoy trataba de ver lo que tenían delante a través de la cortina de niebla, y ordenó que sondaran. Resultó que había cuarenta brazas de profundidad y el fondo era arenoso, como antes. La niebla seguía cubriéndolo todo. Darwin se le acercó, contento de estar en pie y recuperado al fin.
—Mi querido FitzRoy, ¡vaya aspecto tiene con esa barba! Parece un verdadero patriarca.
—Me imagino que igual que usted.
—¿Yo? Pero si más bien parezco un deshollinador a medio lavar —dijo, agarrándose la gran barba y dejando un mechón pelirrojo fuera del puño—. ¡Vaya pareja que debemos de hacer! Dígame, amigo mío, ¿podré ir a explorar el bosque de hayas?
—Por supuesto, cuando se levante la niebla. Pero vaya con cuidado. Siga los caminos de los guanacos. Cuando Cook estuvo aquí, el señor Banks y el doctor Solander organizaron una expedición al bosque y se perdieron. Al anochecer, dos de los hombres murieron de frío. El mismo Solander tuvo suerte de escapar con vida. No me gustaría que nuestro querido filósofo corriera la misma suerte.
—Quédese tranquilo, yo…
Sus últimas palabras fueron ahogadas por un grito espeluznante procedente del bosque. Era un grito humano, al menos eso es lo que pensó Darwin, aunque estridente y primitivo, como si proviniese de la noche de los tiempos. A continuación, como si alguien hubiera dado el pie, la cortina de niebla se abrió para revelar el origen del ruido. Allí, a menos de ochenta metros de distancia, en un escarpado risco sobre la costa, se hallaba encaramado un grupo de fueguinos desnudos. Mientras se volvían visibles a la tripulación del Beagle, advirtieron a su vez la presencia del barco y se pusieron en pie, moviendo los brazos y gritando, con el largo cabello chorreando mientras sacudían mantos de piel de guanaco hechos jirones. En respuesta a sus llamadas, otras andrajosas y gritonas criaturas salieron del tupido bosque, hasta que el pequeño peñasco quedó abarrotado de figuras frenéticas y enardecidas. Un joven fueguino con la cara pintada de negro y una sola franja blanca empezó a lanzar piedras, como si quisiera ahuyentar al Beagle, pero, por supuesto, los proyectiles no alcanzaron el objetivo.
—¡Dios mío! —susurró Darwin—. ¡Están desnudos! ¡Completamente desnudos, y con estas temperaturas! Nunca habría podido imaginar algo parecido; jamás. Es increíble.
Los hombres que no habían viajado al Sur en el primer viaje estaban perplejos. Hamond miraba boquiabierto a los indios desde el pasamanos. Matthews, aunque solía controlar sus emociones, no podía disimular la impresión. Aquellos que, como FitzRoy, conocían bien a los fueguinos observaban a los que observaban, fascinados al ver en otros su primera reacción.
—¡Miren, miren a aquél de la derecha! —Darwin señaló a un viejo que tenía círculos blancos pintados alrededor de los ojos, el labio superior embadurnado de carmesí y el enmarañado pelo recogido con una cinta adornada con plumas blancas—. Semeja un diablo salido de una representación de Der Freischutz. Dios mío, FitzRoy, son demoníacos. Son como espíritus agitados de otro mundo.
—No son peores de lo que había imaginado —dijo Matthews caritativamente.
Hamond sacudió la cabeza con pena.
—Es una lástima q-que estas personas tan excelentes v-vivan en un estado tan b-bárbaro.
—¿Personas excelentes dice? —Darwin alzó las cejas—. Jamás se me ocurriría honrarlos con semejante descripción. ¡Personas excelentes! Son repugnantes. Están mal desarrollados, sus rasgos son bestiales, tienen la piel roja y sucia, el pelo grasiento y enmarañado, su voz es disonante, y sus ademanes, violentos. ¡Y pensar que Rousseau creía que la vida de los salvajes en un estado natural sería idílica! Por favor, ¡si recorriéramos todo el planeta, no encontraríamos a hombres más degradados! Son bárbaros, mi querido Hamond, auténticos bárbaros.
—Tal vez sean ignorantes y salvajes —repuso FitzRoy con suavidad—, pero no despreciables. ¿Acaso el ejemplo de nuestro amigo Jemmy no sirve para enseñarnos lo que se puede hacer para mejorar su suerte?
Por primera vez, los oficiales que se hallaban junto al pasamanos se volvieron para mirar a Jemmy. Y advirtieron que estaba sonrojado de vergüenza y humillación.
—Filos tiene razón —dijo el chico enfatizando todas sus palabras—. Estos hombres no son hombres, son bestias. Idiotas. Mi tierra es muy diferente. Mi tribu es muy diferente. Ya lo verán. Mis amigos estarán contentos de ver al capitán FitzRoy. Mis amigos honrarán al capitán FitzRoy, y honrarán el Beagle. Estos hombres son bestias.
Cuatro días después, Darwin fue a cenar con un ejemplar de Narrativa del comodoro Byron. Era un día asombrosamente tranquilo y soleado en el cabo de Hornos, y gracias a la puntería de Bynoe, la mesa estaba provista de un gran quetro asado para cada uno.
—¡Pues vaya con el famoso cabo de Hornos! —señaló Darwin de buen humor—. Si uno viaja en un buen barco, un vendaval no es tan peligroso. ¿Ha leído esto?
—Antes de menospreciar al famoso cabo de Hornos con tanta alegría, le sugiero que rece para que no encontremos mar gruesa —respondió secamente FitzRoy—. Y sí, he leído ese libro.
—Esos fueguinos suyos no sólo son caníbales, sino que al parecer también practican el incesto y la bigamia. Después de naufragar, Byron vivió con un indígena que tenía dos mujeres, una de las cuales era su hija. Y pegaba a las dos de forma habitual. Al pobre Byron lo trataron como si fuera un perro, literalmente: para comer le daban las sobras.
—Por muy desagradable que sea contemplar un salvaje, Filos, y por muy poco dispuestos que estemos a considerarnos a nosotros mismos remotamente descendientes de seres humanos en semejante estado, recuerde que los antiguos britanos que encontró César iban pintados y cubiertos con pieles exactamente igual que los fueguinos.
—Lo peor —prosiguió Darwin, pasando por alto las palabras de su interlocutor— está en este párrafo: «Un niño de unos tres años, que estaba esperando el regreso de sus padres, corrió en medio de las olas para encontrarse con ellos; el padre le dio una cesta de erizos de mar, que resultó demasiado pesada para el pequeño, de modo que se le cayó de las manos. Al verlo, el hombre saltó de la canoa al agua, levantó a su hijo y lo lanzó con suma violencia contra las rocas. La pobre criatura se quedó quieta, sangrando, y murió poco después. El bruto de su padre ni se inmutó». ¿Puede cometerse un crimen más horrendo? Es una raza grotesca donde las haya. ¡Hasta la misma voz de esos salvajes miserables me resulta repugnante!
—Perdóneme, Filos, pero creo que se equivoca al caracterizarlos como una raza. Creo que hay más variedad entre dos individuos cualesquiera que entre las diferentes razas. ¿Podría haber tres individuos más diferentes que Jemmy, York y Fuegia? Y a la vez, ¿son tan distintos de cualquier inglés que haya conocido?
—Bien, la verdad es que nunca habría podido imaginarme lo profundo que es el abismo que separa a un salvaje de un hombre civilizado. Es mucho más profundo que entre un animal salvaje y uno domesticado. Pero ¿no es eso lo que ha hecho usted con sus tres fueguinos? ¿Domesticarlos como perros? Todavía no parecen disfrutar de la razón humana ni de las artes derivadas de la razón. Por ejemplo, ¿qué dijo York Minster cuando Bynoe cazó estos patos? «Oh, señor Bynoe, ahora mucha lluvia, mucha nieve, mucho viento». Es como si el quetro fuera un animal sagrado para él. Considera los elementos como ángeles vengadores. Sólo en una raza tan poco avanzada se podría personificar los elementos de ese modo. Es absurdo.
—Si me permite que le ponga alguna objeción, Filos, usted dice que están atrasados, y que no comparten nuestras cualidades, pero ¿qué me dice de sus cualidades? Por ejemplo, su increíble don para la imitación. Pueden memorizar al instante y repetir varias frases de una lengua extranjera.
—¡Por favor! —exclamó Darwin—. Eso es sólo el resultado de haber desarrollado ciertos hábitos de percepción. Y de tener los sentidos más agudizados, algo que comparten todos los hombres en estado salvaje.
—¿Y qué me dice de su vista extraordinaria? —inquirió FitzRoy.
—Viven a orillas del mar. Es bien conocido que los marineros con mucha experiencia pueden distinguir objetos lejanos mucho mejor que un hombre de tierra firme.
—¿Y cómo explica su intuición?
—Ese tipo de capacidad es muy común en las mujeres, como en las razas más viles —replicó Darwin—. Es característica de una civilización anterior y más primitiva. ¿Acaso los hombres no alcanzan mayor prestigio en todo lo que se proponen que las mujeres? Ahí tiene usted la prueba.
—Usted insiste en hablar de las «razas inferiores», pero no existe tal cosa. Génesis uno, veintiséis: «Y Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen”». En la Biblia no se habla de hombres inferiores. Génesis nueve, diecinueve: «Estos tres son los hijos de Noé; y de ellos fue llena toda la tierra». Esaú engendró la raza de color cobrizo con la hija de Ismael. Sin duda, el clima, la dieta y las costumbres han contribuido a mantenerlos en ese estado, pero son hombres, Filos, como usted y como yo. —«Por favor, amigo mío —pensó—. Siento que lo estoy perdiendo. Por favor, vuelva antes de que sea demasiado tarde, pues por ese camino se cae en la blasfemia».
—Mi querido FitzRoy, puede que las razas hayan sido concebidas como iguales, pero ¿quién puede negar que en la actualidad son completamente distintas y desiguales? Las facultades emocionales e intelectuales del indio fueguino han menguado. Su lenguaje apenas merece considerarse articulado… Suena como un carraspeo. Incluso sus ademanes son ininteligibles. Si, como usted dice, se han vuelto horrendos por el frío, la escasez de comida y la falta de civilización, ¿no se habrán convertido entonces en una raza inferior? En cuanto a sus habilidades, éstas pueden compararse con el instinto de los animales, pues no parecen progresar con la experiencia. Sus canoas, por ejemplo, no han cambiado en absoluto desde que Byron escribió su libro, hace cien años.
—El hecho de que su sociedad haya degenerado no los convierte en una raza inferior. Son inocentes, eso es todo, inocentes de muchas cosas. ¿Y qué me dice de los ingleses, cuando los romanos abandonaron nuestras costas? ¿Fuimos entonces una «raza inferior»? El progreso es un ideal social, no una medida del desarrollo físico. La historia no es por definición un proceso de mejoramiento.
—¿Usted cree que no? Le aseguro, FitzRoy, que en un futuro, imagino que no muy lejano, las razas humanas civilizadas exterminarán y reemplazarán a las razas salvajes a todo lo largo y ancho del planeta. Ya está ocurriendo ahora mismo. Allá donde llega el europeo, la muerte asedia al indígena. Las variedades del hombre actúan unas sobre otras como las especies del mundo animal. El fuerte extingue al débil. No hay nada que podamos hacer para evitarlo.
—Sí, sí que podemos hacer algo. Yo lo he intentado humildemente. Yo no compito con los fueguinos. Los apoyo y los animo, porque soy cristiano, y eso es lo que Dios ordena.
—Pero no todos los hombres son tan rectos y fieles a la verdad divina como usted, querido amigo. Los europeos ya están llegando más al Sur, más allá de Punta Alta. Los fueguinos no pueden sobrevivir, y tampoco los aborígenes australianos, ni cualquier otra raza negroide degradada. Y cuando los simios más avanzados, los monos antropomórficos, también sean exterminados, entonces la división entre el hombre y el reino animal será incluso mayor, y el hombre civilizado reinará como ser supremo.
—¿Qué quiere decir con que «la división entre el hombre y el reino animal será incluso mayor»? ¿Cómo puede llegar a ser mayor o menor?
—Lo que quiero decir es que la brecha entre los hombres caucásicos y los simios inferiores, como el babuino, es mayor que entre el negro y el gorila.
—Pero ¿qué está diciendo? ¡No puedo creer lo que estoy oyendo!
—¡Vamos, FitzRoy! Mire el orangután, sus afectos, su pasión, su rabia, su mal humor, su desesperación. Y a continuación mire al indígena, desnudo, torpe, que se come asados a sus progenitores. Sus fueguinos no pueden sino inducirme a pensar en un orangután tomando el té en el zoológico. Compare al fueguino y al orangután y atrévase a afirmar que existen grandes diferencias entre ellos.
FitzRoy estaba furioso.
—¡Pues sí! Me atrevo a afirmarlo, Filos: existen grandes diferencias entre ellos. Nosotros los humanos, y fíjese que empleo la palabra «nosotros», andamos sobre dos piernas; los simios, sean superiores o inferiores, andan sobre cuatro. Nosotros los humanos tenemos uso de razón, sentimos amor y afectos, vergüenza, pena y orgullo. Los simios tienen sólo épocas para la reproducción, un ciclo de receptividad sexual. Nosotros tenemos un lenguaje vocal complejo; ellos no. Nosotros, por lo general, carecemos de vello. Ellos están cubiertos de pelaje de la cabeza a los pies. Ellos son animales. Y como he demostrado, los humanos se pueden civilizar. No puede llevar un orangután a mantener una conversación civilizada con su majestad el rey de Inglaterra.
—Mi querido FitzRoy, veo que lo he hecho enfadar. No he tenido intención ni por un segundo de negar que el hombre fue creado por Dios para reinar sobre los animales; que los dos están profundamente separados, y que no puede haber transmutación alguna entre uno y otro. Como ya le dije, no comparto las teorías de Lamarck. Sólo quería decir que los fueguinos han caído tan bajo que han adoptado algunas de las formas del mundo animal. Por ejemplo, parecen convivir en un estado de igualdad, como un rebaño de ovejas, un modo de vida que sólo puede retrasar su civilización e impedir su progreso. Aquí el hombre está más degradado que en cualquier otra parte del mundo.
FitzRoy dudaba si hacer concesiones al tono conciliador de Darwin o seguir la disputa; pero una oportuna llamada a su puerta lo libró de la necesidad de tomar una decisión.
Era Sulivan.
—Me temo que el cielo se está poniendo feo hacia el oeste, señor —anunció—. El barómetro está cayendo en picado. Creo que será mejor que suba a cubierta.
FitzRoy se levantó.
—En fin, Filos. Parece que ha hablado demasiado pronto del famoso cabo de Hornos.
Lo que había empezado como una hilera de nubes amenazadoras en el horizonte occidental estaba a punto de convertirse en una pesadilla de veinticuatro días de duración para la tripulación del Beagle, en los cuales el temporal los mantendría inmovilizados al oeste del cabo de Hornos. El barco fue azotado día y noche por vientos huracanados y un oleaje incesante que lo dejó todo inundado y a los hombres calados hasta los huesos y sin un traje seco. Al final de las guardias, extenuados, sin ropa seca para cambiarse, y con el cuerpo molido, los marineros se retiraban a sus hamacas empapadas, donde se tendían envueltos en sus chubasqueros goteantes y se dormían al instante.
La temperatura bajó de golpe. Aunque se suponía que estaban a mediados de verano, la nieve y el granizo asaeteaban a los hombres de guardia. Bajo cubierta era imposible mantenerse erguido, y casi era igual de difícil en cubierta, donde la tablazón se había convertido en una pista de hielo. Los mástiles, las velas y las jarcias estaban envueltos en un grueso manto de hielo, que tenían que desprender continuamente con gran riesgo para sus vidas y su integridad física. Hasta los oficiales de la guardia, con su chubasquero de hule recubierto de hielo, se congelaban adoptando posturas espeluznantes mientras seguían amarrados al timón bajo la lámpara de aceite, que se mecía de forma peligrosa. Olas verdosas y gigantescas caían sin cesar sobre la cubierta, y por las cañoneras entraba libremente más de un palmo de agua, pero el alivio momentáneo que proporcionaban esas olas, al ser más calientes que el aire, se esfumaba enseguida cuando volvían a crearse nuevas capas de hielo sobre la ropa de los hombres.
En la cabina de popa, detrás del timón, Darwin yacía sobre un permanente charco de vómito; los especímenes se habían echado a perder, y su colección de flores secas se había convertido en un amasijo empapado. La Navidad llegó y se fue, y también Año Nuevo, pero nadie pareció darse cuenta. No había indicios de que fuera a amainar el temporal. Finalmente, el 13 de enero, a través de cortinas de agua y espuma que oscurecían el horizonte, vislumbraron el oscuro e inhóspito torreón de York Minster, su destino, que se alzaba imponente entre nubes tormentosas. Durante tres semanas y media sólo habían avanzado cien millas.
—¡Ahí lo tenemos, señor! Nuestro viejo amigo York Minster —gritó Bennet para hacerse oír por encima del viento huracanado.
—¡Magnífico!
FitzRoy estaba de buen humor. En ese momento volvía de inspeccionar los cronómetros con Stebbing. Tras quitarse el chubasquero, y envolverse la cabeza en una toalla para evitar que goteara, había secado el cristal superior de cada instrumento y esparcido harina por su superficie. A continuación había observado el polvo a través de una lupa en busca de señales de vibración o deslizamiento desde el horizontal. Nada. Todos los cronómetros y cardanes estaban en perfectas condiciones.
—Hace un tiempo bíblico, ¿verdad, señor?
—Ahora sabemos lo que sintió Noé —añadió Bennet—. ¿Cree que nos esperan los cuarenta días con sus cuarenta noches?
—«Por la mañana dirás: “¡Ojalá fuese la tarde!”, y a la tarde dirás: “¡Ojalá fuese la mañana!”». —Sulivan rió ruidosamente.
FitzRoy dio gracias a Dios de que los hombres del Beagle se mostraran tan infatigables y tuvieran tan buen humor siempre, fuera cual fuese el escollo que hubiera que salvar.
Sobre el barco revoloteaba un albatros, planeando sin esfuerzo contra los intensos vientos. Al pasar una y otra vez por encima del navío, descendía con elegancia y penetraba en los senos de las olas, rompiendo con intención exploratoria la esporádica cresta con el extremo del ala, antes de remontar el vuelo sobre el nuevo y creciente arco de la próxima ola, y sin necesidad de batir las alas en ningún momento.
—Mire ese pájaro. ¿Cuánto tiempo hace que nos sigue? —preguntó FitzRoy mientras la verde agua del mar lo cubría hasta la cintura.
—Desde que empezamos la guardia, señor —contestó Sulivan.
—¿Y siempre ha volado en el sentido de las agujas del reloj alrededor del barco?
—Sí, señor. Al menos creo que siempre vuelan en ese sentido, señor.
—Me pregunto si será a causa del magnetismo de la Tierra. Si soltáramos un albatros en el hemisferio norte, ¿volaría en el sentido contrario a las agujas del reloj?
—¿Quiere que intentemos prenderlo, señor?
—No, no. No querría perder a un oficial por la causa de la historia natural, por muy noble que sea la investigación. Pero eso nos lleva a considerar la increíble migración de los pájaros, su asombroso sentido de la orientación; ¿cree que podría deberse al magnetismo?
En ese momento una nueva ola arrolló la cubierta, y el agua se escurrió con violencia por las cañoneras.
—Señor Sulivan, ¿puede pedirle al señor May que cierre bien las cañoneras? —le gritó FitzRoy en la oreja—. Hay que reducir el agua de la cubierta, es como intentar estar de pie en un canal.
—Perdóneme, señor, pero ¿seguro que es una buena idea? El tiempo está cada vez peor. Si las olas crecen y la cubierta se inunda, con las cañoneras cerradas el agua quedará atrapada dentro del barco, señor. —Señaló los acantilados al noroeste, de unos sesenta metros de alto, contra los que batían unas olas gigantescas esparciendo espuma por sus cimas.
—Confiemos en nuestro viejo cascarón —insistió FitzRoy—. Flota mejor que nunca.
—Muy bien, señor.
Y Sulivan, aprovechando un intervalo entre una ola y otra, corrió en busca del carpintero May. Lo encontró en la galera, tratando desesperadamente de calentarse junto al hornillo patentado del señor Frazer.
—¿Señor May? El capitán ordena cerrar todas las cañoneras.
May suspiró. Aunque todavía no estaba del todo seco, al menos en las últimas dos horas había conseguido evaporar algo de agua. Ahora tenía que volver a cubierta y ponerse en remojo de nuevo.
—Sí, señor —respondió.
—¿Señor May?
—¿Señor?
Sulivan dudó. Jamás se permitiría desobedecer las órdenes de un oficial superior, pero lo que se disponía a hacer no era exactamente un acto de desobediencia.
—Llévese el espeque por si tenemos que abrirlas a toda prisa.
—Sí, señor.
Cuando regresaba a la cubierta principal, Sulivan asomó la cabeza al camarote de FitzRoy para ver cómo estaba Edward Hellyer. Era la primera tempestad seria que vivía el escribiente.
—¿Todo bien, joven?
—Sí, señor, gracias, señor. —Hellyer, pálido y asustado, no parecía muy convencido.
Sulivan echó un vistazo por encima del hombro del chico a la bitácora del barco.
—Veo que está muy ocupado —dijo con tono aprobatorio, y observó su labor—. Muy bien, señor Hellyer. Un trabajo de primera. Cuando miremos atrás y hablemos de esta tempestad, recurriremos a su diario en busca de respuesta a todas nuestras preguntas. Está haciendo un trabajo estupendo. —Le dio una palmadita en la espalda, y el niño pareció animarse, al menos por el momento.
Por entonces había transcurrido media hora más, y la situación ya desesperada estaba empeorando a ojos vistas. A FitzRoy le preocupaban particularmente los mástiles, que, a pesar de su tamaño, el viento doblaba como si fueran árboles jóvenes.
—Debemos retirar los juanetes. El barco está desviándose de su rumbo.
El contramaestre Sorrell tuvo que recurrir a una bocina para hacerse oír:
—Muy bien, muchachos, muy bien. ¡Carguen y aferren los juanetes!
Unos instantes después, un hervidero de figuras ocupó las jarcias heladas, cumpliendo las órdenes con ensayada precisión.
—Me temo, señor, que no podremos llevar las gavias izadas mucho más tiempo —dijo Sulivan.
Sabía que a FitzRoy le gustaba contar con una gavia principal y cinco rizos como mínimo, incluso en el tiempo más inclemente, para mantener el rumbo. Pero no sería posible continuar más tiempo con ese tipo de aparejo; el viento aullaba entre las jarcias y las olas crecientes levantaban el navío de forma amenazadora. Los límites entre el cielo y el mar eran cada vez más borrosos; la espuma blanca rugía y llenaba el aire, y las olas rompían contra la cubierta una y otra vez. FitzRoy dio órdenes de arriar todas las velas excepto las de cangrejo, arrizadas. Ahora que la tormenta se había adueñado del barco, el capitán apenas podía considerarse al mando del Beagle.
Los hombres estaban todavía en las jarcias cuando vieron que se les echaba encima un inmenso e implacable muro de agua gris que avanzaba a toda velocidad. «Dios mío —pensó FitzRoy—, la altura de esa ola es casi como toda la longitud del barco. Es monstruosa». La ecuación era sencilla. Si la ola era más alta, se hundirían; si no, podrían cruzarla. Con horror creciente vio a Nicolas White, el marinero que se aferraba al botalón de foque, desaparecer en el frente de la ola más de una braza debajo del agua, mientras el pequeño bergantín trataba desesperadamente de encaramarse a la inmensa falda de la ola. Todos los hombres de la cubierta se quedaron paralizados de espanto. Después les tocó el turno de desaparecer a los dos hombres aferrados a las redes de la vela de estay mientras la ola se tragaba la proa entera del Beagle. Pero el barco seguía subiendo, la cubierta se inclinaba más y más hacia atrás, hasta que pareció que iba a catapultarse verticalmente en el cielo furibundo. Al fin pasó por encima de la ola, y FitzRoy sintió que el estómago se le subía a la boca cuando el navío descendió de golpe y peligrosamente por el otro lado de la ola. Allí estaba White, todavía vivo, jadeando en el botalón; allí seguían los marineros, en las redes de la vela de estay, tosiendo y escupiendo, pero vivos sin lugar a dudas.
Cualquier alivio que pudo haber sentido FitzRoy en esos momentos no duró mucho tiempo. Otra ola imponente y monstruosa se acercaba pisándole los talones a la primera, sólo que esa vez el Beagle ya no avanzaba con el mismo ímpetu, al haber sido frenado por la ola anterior. El barco se quedó inmóvil en el agua, a la espera del impacto. No había nada que se pudiera hacer excepto rezar y amarrarse fuerte.
La ola rompió de lleno en la proa produciendo un estruendo ensordecedor. El barco tembló de un lado a otro. Una poderosa masa de agua verde se estrelló contra la cubierta dejando a los marineros sin aire en los pulmones. Darwin, que estaba tiritando en su hamaca, demasiado mareado para percatarse del peligro que se cocía en el exterior, se encontró de súbito sumergido, cuando un muro de agua helada arrancó de sus goznes la puerta de la biblioteca e invadió el habitáculo. Una vez más el Beagle trató de alzarse por el frente de la ola, pero en esa ocasión su éxito fue parcial. El barco giró bruscamente a babor antes de inclinarse de manera peligrosa sobre la cresta y escorar por la otra falda de la ola. Pero eso no sólo frenó su ímpetu, sino que quedó inmóvil y de través, con el timón inservible y a la deriva. Si llegaba una tercera ola, sería un blanco muy fácil de abatir.
Todos miraron con ojos entrecerrados y espantados hacia la tempestuosa cellisca, intentando diferenciar las nubes negras que cruzaban el cielo raudamente de las aguas espumosas y rugientes. En ese momento la vieron: descollando muy por encima del Beagle, llegaba una tercera ola, más alta que un edificio de la ciudad. El barco se tambaleó, impotente, como un borracho en una pelea que tratara de levantarse para asestar el último golpe. Todo lo que cualquiera a bordo del Beagle pudo pensar en ese momento fue: «Vamos a ahogarnos. ¿Qué se sentirá al ahogarse?».
Rugiendo como la andanada disparada por una poderosa fragata, la ola reventó impetuosamente en un costado del barco; la inmensa y pesada masa de agua batió contra la cubierta con furia. El mundo se oscureció de repente. Los hombres lucharon, se afanaron, batallaron, no con el fin de mantener el equilibrio o el rumbo, sino para vivir, sólo para vivir. Y de pronto el mundo volvió a aclararse, pero estaba de costado. El Beagle se encontraba tumbado, con la batayola de sotavento a casi un metro bajo el agua, y luchaba vanamente por enderezarse. La embarcación del lado de sotavento, una flamante y reforzada ballenera construida por los señores William Johns de Plymouth según el principio de la diagonal, y que habían montado más de un metro por encima que las balleneras del anterior viaje, se había llenado de agua y estaba hecha trizas como si fuera de cartón. Sin embargo, sus nuevos y perfeccionados pescantes se agarraban tenazmente al Beagle, negándose a soltarlo, y la destrozada embarcación amenazaba con arrastrar al buque madre a las oscuras profundidades del mar.
La parte izquierda de la cubierta estaba atrapada por más de un metro de agua, bamboleándose bajo el colosal peso del líquido que no podía escapar, pues, como Sulivan advirtió, las cañoneras estaban cerradas. A través de la cegadora espuma que esparcía el vendaval, vio a FitzRoy, Bennet, Hamond y otros tres hombres con cara de espanto en el lado de sotavento, tratando de cortar los pescantes enmarañados de la ballenera valiéndose de hachas; pero en la batayola sólo pudo distinguir al carpintero May, con el agua hasta la cintura, luchando en vano con su espeque por abrir una de las cañoneras cerradas bajo la superficie. Sulivan fue chapoteando hasta May, le cogió el espeque y se metió en las aguas heladas y tenebrosas; en cuanto localizó la cañonera, la abrió de par en par con un fuerte tirón. De inmediato el agua salió por la nueva vía de escape, y lentamente, muy lentamente, el Beagle empezó a enderezarse.
Si sobrevenía una cuarta ola, todos sabían que eran hombres muertos. Ahora que la cañonera estaba abierta y los restos de la ballenera a la deriva, todos miraron a barlovento con los ojos entrecerrados por el azote de la cellisca, en busca del cuarto y definitivo capítulo de la tempestad: la ola que acabaría con ellos. Pero no llegó. Esperaron durante veinte, treinta, cuarenta segundos, mientras el Beagle se alzaba agonizante y restablecía el equilibrio, contemplando la vorágine. Pero la cuarta ola no llegó.
—Así pues, ¿cómo cree que la habría clasificado el capitán Beaufort? ¿De escala quince? —Sulivan estaba eufórico y aliviado. Tras haber sido arrastrados por la tormenta casi hasta el cabo de Hornos, se habían detenido detrás del falso cabo de Hornos y buscado refugio en la rada Goree. Ahí echaron el ancla en un fondeadero de cuarenta y siete brazas para descansar y lamerse las heridas; cuando la cadena se desenrolló sobre el cabestrante, dejó escapar chispas de cordialidad.
—Cometí un error garrafal. Nos salvó la vida, Sulivan. Después de todos los cambios que había hecho en el Beagle, pensé que… Bueno, la verdad es que fui demasiado orgulloso.
—Olvídelo, señor, eso son tonterías y usted lo sabe. No puede culparse cada vez que sufrimos algún contratiempo. Gracias a sus cambios estamos vivos; el viejo Beagle se habría hecho añicos. Y no perdimos ni una sola verga, ni ningún hombre.
—Nunca debería haber ordenado que cerraran las cañoneras. Usted tenía razón y yo estaba equivocado.
—Aún no ha nacido el hombre que nunca comete errores, señor. Todos nos equivocamos, continuamente. La talla de un hombre se descubre en cómo reacciona ante sus propios errores.
—Dicho así, señor Sulivan, supongo que no suena tan mal —convino FitzRoy.
—Eso está mejor, señor. Pero ¿no debería estar sentado aquí con mapas y gráficos tratando de descubrir la escala de la tormenta?
—No hay ninguna necesidad. Ya sé cuál es. Se olvida de que he tenido veinticuatro días para pensar en ella.
—¿Y?
—La Tierra gira hacia el este. Y el agua también, a una velocidad mayor, pese a los numerosos retrorremolinos. La atmósfera, que casi no encuentra obstáculos, gira aún más deprisa. Ella también crea retrorremolinos de viento, que forman contraespirales generadoras de tormenta cerca de los polos, junto con una resaca constante en el ecuador, que son los vientos alisios. Todos los elementos van en dirección este, todos ellos son resultado de la atracción de la Tierra. ¿Lo ve? El tiempo puede parecer impredecible, señor Sulivan, pero no lo es. Sus efectos son complejos, pero su principio básico, tal como lo ha establecido Dios, es claro y sencillo. Y si comprendemos el principio mecánico que subyace a ello, no hay razón que nos impida pensar que un día podremos pronosticarlo.
FitzRoy se había ido animando a medida que se adentraba en su tema de conversación favorito, y el peso del mando pareció aligerarse visiblemente sobre sus hombros. Sulivan lamentó que Darwin escogiera ese momento para entrar con ímpetu en el camarote e interrumpir el monólogo del capitán.
—Buenos días, Filos. Espero que se encuentre bien en esta preciosa y tranquila mañana.
Darwin lo miró como si estuviera loco de remate por saludarlo de ese modo después de todo lo que acababan de pasar. Pero tras sostenerle la mirada durante unos segundos, sacudió la cabeza para expresar su maravilla y confusión.
—Me imagino que es culpa mía, por haber aceptado pasar varios años encerrado en su pequeño chinchorro. Todas mis anotaciones y especímenes se han echado a perder, todos sin excepción, y la mayoría de mis libros. Por suerte, el segundo tomo de la obra de Lyell está entero, pues todavía no lo he empezado, así como el ejemplar de Persuasión; algo es algo.
FitzRoy rompió a reír a carcajadas.
—O sea que todos esos especímenes únicos se han perdido, así como los medios que empleaba para estudiarlos, ¡pero al menos ha salvado su Jane Austen! ¡No, si aún podremos convertirlo en una pescadera chismosa! Dígame, Filos, ¿cómo diablos ha llegado a su poder semejante frivolidad?
—Me lo puso en la maleta mi hermana Caroline. Al parecer, por algún motivo que desconozco, mi familia cree que usted es como el capitán Wentworth. Y yo, después de lo de ayer, pienso que tienen toda la razón.
—Oh, pero a quien debemos dar las gracias por las heroicidades de ayer es al señor Sulivan.
—Ni mucho menos —protestó este último—. Pero mire, Filos, le he traído un regalo. —Se agachó debajo de la mesa y sacó una caja cuidadosamente envuelta—. Algo que también sobrevivió a las tribulaciones de ayer.
—¿Qué es?
—El inicio de su nueva colección.
Darwin desenvolvió el paquete, y al levantar la tapa vio una hermosa flor de capuchina, salvo por el hecho de que era el doble de grande que cualquier flor de capuchina que hubiera visto en su vida.
—Es una Tropaeolum; la encontré en Brasil. Una Tropaeolum majus, supongo, si su prima peruana fuera la minus.
—Pero, Sulivan, el ejemplar es suyo, no puedo aceptar este regalo.
—Claro que puede, Filos, y lo hará. Su necesidad es más grande que la mía.
—Es fantástica, maravillosa. Querido amigo, gracias.
—¡Ah! No permita que pase frío. Por la noche la dejo detrás del hornillo y durante el día la pongo debajo de la claraboya.
—Es usted muy generoso. Me siento abrumado.
Alguien llamó a la puerta.
—¡Cielo santo! —murmuró FitzRoy—. Esto se está convirtiendo en Regent Circus. ¡Adelante!
Su camarero abrió la puerta y los tres hombres pudieron ver la fornida silueta de York Minster recortándose a su espalda.
—Ejem… El señor Minster, señor —dijo el camarero, inseguro de cómo se presentaba exactamente a semejante «caballero».
—Entra, York, si puedes hacerte un hueco.
El fueguino, impasible como siempre, dio un paso adelante, aunque FitzRoy creyó percibir en su expresión una pizca de desdén al ver tres hombres hechos y derechos contemplando una simple flor.
—Siento no haber podido llegar todavía a tu tierra, York —dijo FitzRoy—. Quizá fuera un error tratar de tomar la ruta directa, pero puedes estar seguro de que te llevaré allí, sea por el estrecho de Magallanes y el canal Cockburn o siguiendo el canal Beagle en dirección oeste hacia mar abierto. Mira, deja que te enseñe el mapa.
—York quiere no ir a casa.
—¿Perdón?
—York quiere no ir a casa —repitió el fueguino—. York y Fuegia vivirán en Woollya con Jemmy y el señor Matthews.
—Pero la gente de Woollya no son de vuestra tribu, York. Debe de ser muy peligroso, tanto para ti como para ella.
—York quiere no ir a casa —repitió por tercera vez—. York y Fuegia vivirán en Woollya con Jemmy y el señor Matthews.
En la pequeña cabina se hizo el silencio. FitzRoy miró a York de hito en hito. ¿Tendría miedo de navegar más? ¿Acaso la misión del reverendo Matthews representaría a sus ojos un vínculo con el mundo que dejaba atrás? ¿O tenía otros planes, inconfesables? El rostro del indio era impenetrable.
—De acuerdo, York —contestó al fin—. Así será.
Encontraron la entrada al canal Beagle bastante fácilmente, al norte de la rada Goree y escondida detrás de la isla Picton. La partida estaba formada por treinta y tres hombres, agrupados en las tres balleneras que quedaban: FitzRoy, Darwin, Bennet, Hamond, Bynoe, el reverendo Matthews, los tres fueguinos y veinticuatro marineros e infantes de marina. Sulivan se había quedado en el Beagle al mando del barco. Llevaban la yola a remolque, cargada con las herramientas e instrumentos para construir la misión junto con la fabulosa colección de objetos donados por la Sociedad Misionera de la Iglesia.
El primer tramo del canal no era tan rectilíneo como la parte del centro, donde encontraron a Jemmy, ni tan pronunciada la pendiente de sus orillas boscosas. A lo largo de la costa se veían asentamientos, donde la aparición de tres barcos abarrotados de seres humanos de piel blanca causó una verdadera conmoción. Mientras daban bordadas canal arriba contra vientos predominantemente del oeste —con la yola tan cargada que sólo la fuerza de las velas la hacía avanzar—, veían hombres espantados y sofocados corriendo a toda velocidad por la orilla para divulgar la noticia de su llegada. Los corredores iban desnudos, con el pelo enmarañado y apelmazado por el barro, y el rostro decorado con círculos blancos, y corrían tan deprisa que les salía sangre de la nariz y espuma de la boca jadeante. Empezaron a seguirlos algunas canoas a una prudente distancia; una voluta de humo azul señalaba la posición de cada una de ellas.
—Es fascinante llegar a un lugar que el hombre jamás ha pisado —musitó Darwin.
York se echó para atrás en su asiento de la ballenera delantera, desternillándose de risa.
—Son grandes monos. ¡Idiotas! Ja, ja, ja.
—Ésos no son mis amigos —dijo Jemmy con el rostro convertido en una máscara de vergüenza—. Mis amigos son diferentes, mis amigos son buenos y limpios.
En cambio, Fuegia estaba visiblemente asustada. Después de haber echado un vistazo a los hombres que corrían, ya no pudo mirarlos más.
«Fuegia se ha dado cuenta de cómo es en realidad», reflexionó Darwin.
La niña ocultó el rostro en el regazo de York, con los ojos cerrados con fuerza, lo que supuso un problema, pues se había vuelto tan gorda que los marineros habrían querido que cambiara su posición a barlovento con cada bordada.
—¡Grandes monos! ¡Idiotas! —La voz de York retumbó a lo largo del canal.
FitzRoy miró al misionero, sentado en popa con la mirada perdida mientras el viento le alborotaba el bozo. «En gran parte, Matthews es la piedra angular de la expedición —se dijo—. Pero no muestra emoción alguna. No parece reticente ni indeciso, pero tampoco manifiesta entusiasmo ni energía de carácter».
¿Estaría Matthews cogiendo fuerzas con callado estoicismo, sentado en silencio y enfrascado en sus pensamientos, o era sólo un catequista adolescente e incompetente muerto de miedo? FitzRoy hizo una vez más el infructuoso esfuerzo de entablar conversación con él.
—Señor Matthews, ¿cómo se plantea este gran desafío que lo espera y que muy bien podría convertirse en la obra de toda su vida?
—Mi intención es que los indígenas reciban la enseñanza de los principios cristianos y de las costumbres más sencillas de la vida civilizada.
«Otra perogrullada —pensó FitzRoy, molesto—. ¿La Sociedad Misionera de la Iglesia no podría haber encontrado alguien más dinámico para su gran proyecto?». Mientras se acercaban a su destino, su confianza en las posibilidades de éxito del misionero menguaba con cada milla recorrida.
Darwin se sacudió las gotas de agua salada de la barba y miró al joven clérigo. «Debe de haber perdido el juicio», concluyó.
En el momento en que los muros que flanqueaban el canal Beagle se estrecharon y reconocieron el barranco que habían descubierto hacía casi tres años, su estela arrastraba unas treinta canoas, en las que viajaban por lo menos trescientos indios. Sin embargo, los perseguidores se quedaron atrás —por la noche pudieron ver sus fuegos hacia el este—, y optaron por vigilar el pequeño convoy a prudente distancia. Cuando los barcos del Beagle se desviaron por el estrecho de Murray, el viento que el canal dirigía hacia el sur hinchó las velas de pronto, y así dejaron atrás a su séquito. Eso significaba, mientras giraban para entrar en la bahía de Woollya, que contarían con un par de horas de tranquilidad para establecer un campamento.
Para todo el mundo salvo Jemmy, era la primera vez que visitaban Woollya, y el sol parecía apartar las nubes grises a un lado una y otra vez a fin de celebrarlo. De pronto, ante sus ojos surgió una ensenada a resguardo del viento y enclavada en una verde pradera en pendiente, regada por arroyos y flanqueada en tres de sus lados por colinas bajas y boscosas. El hermoso y pequeño puerto natural se veía salpicado de islotes, el agua era lisa como un espejo, las ramas bajas de los árboles colgaban sobre el borde de las rocas de la playa. Era tan hermoso, tan singular en la agreste Tierra del Fuego, que semejaba salido de un sueño. Era el sitio perfecto para construir una misión.
—Jemmy, es… es idílico —dijo FitzRoy.
—Ya se lo dije. —Jemmy sonrió con orgullo—. Mi tierra es una buena tierra.
—El Señor es misericordioso —dijo Matthews con un dejo de alivio en la voz.
FitzRoy dio órdenes de descargar la yola. Marcaron con estacas un área de la pradera para construir la misión, señalando los límites, y apostaron centinelas en cada esquina. En el lado norte de la cala había varios wigwams, pero estaban vacíos. Darwin se acercó a un cono alto y verde que había en la costa y lo tocó cautelosamente con un palo.
—Es un conchero, un antiguo conchero —explicó FitzRoy.
—¡Dios mío! —dijo Darwin retirando el palo—. Hay más de veinte centímetros de puro moho. Mire, aquí hay capas de diferentes estaciones, podrían datarse como los aros de un árbol.
Un instinto primitivo avisó a los dos hombres de que los estaban observando. Se quedaron quietos, con la vista fija en la línea forestal. FitzRoy dirigió un ademán a los marineros para que no hicieran tanto ruido al descargar. Los hombres se detuvieron allí donde se encontraban, tensos, y silenciosos. Finalmente se oyó un susurro procedente del bosque y apareció un anciano pintado de blanco de pies a cabeza.
—Está tan blanco como un molinero —susurró Darwin.
El viejo caminó lenta y deliberadamente en dirección a Jemmy Button. Los tres fueguinos habían estado observando la descarga; Jemmy, ataviado con su elegante frac escarlata y sus ceñidas medias a la moda. El hombre pintado de blanco, sin hacer caso de Fuegia y York, se detuvo a un paso de Jemmy y empezó a arengarlo con voz desafiante.
FitzRoy y Darwin se acercaron con cautela. Al rato el viejo terminó su diatriba.
—¿Qué dice, Jemmy?
—Yo… yo… no lo sé —tartamudeó, ruborizado y confuso—. No lo entiendo.
—Pero habla tu lengua, ¿verdad?
—Mi lengua ahora es el inglés. Yo olvido esta lengua.
—¿Has olvidado tu propio idioma?
—Yo era un niño cuando fui con usted. Durante muchos años no la necesito. —Jemmy se giró hacia el viejo—. No te entiendo. Yo no sabe —añadió en español—. No te entiendo. —Parecía aterrorizado.
—Creo que está diciendo la verdad —dijo Darwin.
El viejo volvió a la carga y se puso a agitar las manos con furia ante FitzRoy y su compañero, y York Minster soltó una carcajada espontánea.
—¿Lo entiendes, York? —le preguntó FitzRoy repentinamente—. ¿Hablas yamana?
—Sí.
—Nunca nos dijiste que podías hablar la lengua de Jemmy. Ni una sola vez en tres años.
—Nunca me lo preguntaron.
FitzRoy lo habría estrangulado, al menos en teoría.
—¿Qué está diciendo el viejo?
—Dice que sois hombres sucios. Tenéis pelo en la cara. Eso es muy sucio.
—Capitán FitzRoy —dijo Jemmy, nervioso.
—Dime, Jemmy.
—Me da miedo quedarme aquí.
Una vez que la colección donada por la Sociedad Misionera de la Iglesia, constituida por soperas, bandejas de té, sombreros de castor y fina mantelería blanca, formó otro cono incongruente en el centro del área señalada, unos cuantos marineros se pusieron a cortar troncos de haya, que, junto con las tablas que habían transportado en la yola, servirían para construir las tres pequeñas casas de la misión. Otro grupo empezó a remover la tierra para plantar un huerto donde sembrar zanahorias, nabos, judías, guisantes, puerros y coles. Era demasiado tarde para plantar —no habían contado con los imprevistos que retrasarían su viaje al Sur—, pero muchos de los marineros habían sido campesinos en tiempos más prósperos, y estaban seguros de que los tubérculos y las semillas sobrevivirían. La abundancia de flores salvajes en los prados de Woollya —de especies desconocidas para los europeos— y la tierra oscura, que era más blanda y fértil que el típico tremedal de Tierra del Fuego, constituían buenos augurios.
Al término del primer día, las canoas de los fueguinos que los seguían llegaban por veintenas. Algunos indígenas, sudorosos y extenuados, también llegaban por tierra, hasta que finalmente la playa quedó abarrotada por una muchedumbre compuesta por varios cientos de personas. Lo que unos segundos antes era un paraíso plácido y desértico se convirtió en un hervidero, un campamento semipermanente del tamaño de una aldea. Los indios se sentaron en fila, desnudos, y se quedaron mirando con curiosidad a los extraños hombres pálidos atareados en sus misteriosas ocupaciones. No obstante, aún los fascinó más la contemplación de Jemmy Button, a quien seguían cien pares de ojos allá donde iba: no podían quitar la mirada de su llamativo frac, sus botas lustradas y sus resplandecientes guantes blancos. Un poco atemorizado, el chico se acercaba a ellos y les hacía pequeños regalos, clavos, botones y objetos parecidos, que siempre eran recibidos sin un sonido ni un gesto. Los nativos de Woollya no eran, claro está, distintos de los que habían visto más al este, y Jemmy, avergonzado, se sentía tan desnudo como ellos.
—Son monos. Idiotas. No hombres —dijo York burlonamente.
Para los yamana, York era como un hombre blanco, un extranjero, a causa de su ropa europea; pero había algo más que eso: el indio tenía un aura, una autoridad innata, y procuraban evitarlo.
Por la noche, los fueguinos les robaron. A pesar de los centinelas apostados, al despertar, los marineros se encontraron con que les faltaban cuchillos, palas, martillos, incluso ropa y zapatos, pues no había nada que no interesara a los indios. Aun de día, los más audaces eran capaces de perpetrar los hurtos más inauditos. Un fueguino estuvo a punto de quitarle el hacha a Hamond de debajo del brazo sin que él lo advirtiera. Justo en el momento en que desapareció el mango, Hamond percibió un ligero movimiento y se giró para enfrentarse al ladrón.
—¡Eh! ¡M-mi hacha!
El hombre asintió, puso cara de súplica y le devolvió la herramienta dignamente.
Más tarde, esa misma noche, FitzRoy trató de excusar el comportamiento de los indígenas mientras los oficiales estaban echados dentro de sus tiendas provisionales, simples lonas de vela tendidas sobre remos cruzados.
—Piensen en lo que estas herramientas son a sus ojos. ¡Verdaderos tesoros! Imaginen a la tripulación del Beagle rodeada de montones de oro y joyas sin vigilancia. ¿Qué ocurriría?
—Nos m-matarán mientras d-dormimos —dijo Hamond con pesimismo.
El tercer día, Jemmy estaba muy agitado y anunció que su familia se acercaba. Cuando le preguntaron cómo lo sabía, contestó que había oído a su hermano gritando desde su canoa, a una milla y media de distancia. La capacidad auditiva de los fueguinos, al parecer, era tan extraordinaria como su vista. Y un cuarto de hora más tarde, en efecto, la canoa en que viajaban la madre y los hermanos de Jemmy surcó la bahía. La familia observó maravillada las galas que vestía el joven, y las niñas pequeñas se sonrojaron y se escondieron al fondo de la canoa. El hermano mayor de Jemmy, que parecía ejercer de portavoz, dio una vuelta alrededor del recién llegado cautelosamente, y al fin le habló.
—No entiendo. No sabe. No sabe —exclamó Jemmy en español—. ¿Por qué no hablas inglés? ¿Por qué no sabe? —gimió con impaciencia, y fue evidente para todo el mundo que se sentía abochornado por el estado en que se encontraba su familia.
—¡Idiotas! ¡Bestias! —se burló York Minster soltando una risotada.
Finalmente, Jemmy consiguió recordar un yamana rudimentario para poder mantener una conversación vacilante con su hermano, salpicada de algunas palabras en español y portugués. Su gran preocupación consistía en vestir a su familia lo antes posible, y logró convencer a su madre para que se pusiera una bata. Animó a su hermano a cubrir su desnudez con un jersey de Guernsey, pantalones y una gorra femenina de tela escocesa.
—¿Qué te cuenta tu hermano, Jemmy? —preguntó FitzRoy con viva curiosidad.
—Dice que mi padre está muerto. Está muerto en la última luna.
—Lo siento, Jemmy. Lo siento mucho. —«Es increíble. Es exactamente lo que dijo Bynoe», pensó.
—Yo no puedo ayudar nada en eso. Ya sé eso antes. También dice que mi madre estaba muy triste cuando yo me voy. Ella me busca muchos meses, registra cada bahía, registra cada isla.
Darwin no lo creyó ni un instante, y pensó que dos caballos en un campo no habrían mostrado menos interés el uno por el otro que Jemmy y los miembros de su familia. De hecho, el sonido que emitían al hablarse se le antojó exactamente igual al que hacía un hombre tratando de animar a un caballo, una especie de chasquido producido con un lado de la boca. A pesar del escepticismo de Darwin, los parientes de Jemmy se convirtieron en personajes familiares en el campamento; los marineros bautizaron al hermano mayor con el nombre de Tommy Button y al pequeño como Harry Button.
Bennet y Bynoe hicieron verdaderos esfuerzos para entablar relación con los fueguinos: el timonel superó su sentido del ridículo y cantó y bailó para ellos, mientras el cirujano tocaba el birimbao. La capacidad de memorizar y repetir las palabras de los indígenas era extraordinaria, pero desgraciadamente su sentido del ritmo era nulo, hasta el punto de que cuando intentaron acompañarlos, pese a pronunciar las palabras a la perfección, a menudo empezaban con algunos segundos de retraso.
Después de dos semanas de duro trabajo terminaron la misión, y la tripulación del Beagle pudo contemplar con orgullo las tres cabañas de techumbre de paja y el huerto bien plantado, y todo el conjunto cercado por una elegante valla blanca. La cabaña del medio era para Matthews, que la amuebló diligentemente con los mejores objetos de las caritativas damas de Walthamstow —encaje, ropa blanca y bordados enmarcados con textos edificantes—, hasta el punto de que cuando se entraba en ella, uno creía estar en una salita respetable de su Essex rural. Los fueguinos no eran los únicos capaces de moverse con sigilo en la oscuridad de la noche: todas las herramientas más necesarias para la nueva misión —palas, hachas, puñales, etcétera— fueron escondidas en un techo falso de la cabaña del misionero y debajo de las tablas del suelo. Cedieron la cabaña de la derecha a Jemmy Button, y la de la izquierda a York y Fuegia, a los que Matthews había casado en una corta ceremonia que desconcertó a la mayoría de sus participantes y a casi todos sus espectadores. FitzRoy, que actuó de padrino de la novia, dudaba si la ceremonia representaba un trascendental puente entre el mundo indígena y la civilización, o un desesperado intento de prolongar una ilusión poco convincente. Cantaron un himno todos juntos, y Bennet se sintió aún más ridículo que cuando había bailado una jiga para los nativos.
Estaba previsto que se despidieran al día siguiente de la boda. Darwin salió soñoliento de su tienda y se encontró con que la mañana era gris y agradablemente bochornosa; se frotó los ojos y pensó en dirigirse a la orilla y acometer su tarea diaria de lavar su blanca piel delante de cien pares de ojos asombrados. FitzRoy apartó la lona, gateó para salir de la tienda y se enderezó al lado de Darwin.
—No es un día tan malo —aventuró el filósofo.
—Siento disentir —dijo FitzRoy bruscamente—. Las mujeres y los niños han desaparecido.
—¿Perdón?
—Digo que las mujeres y los niños han desaparecido. Eso significa que están planeando un ataque. No se me ocurre otra explicación.
Darwin miró a la paciente multitud dispuesta ordenadamente en filas más allá de la cerca de la misión. FitzRoy tenía razón. No había una sola mujer ni un solo niño a la vista, ni siquiera estaban la madre y las hermanas de Jemmy. Los innumerables hombres sentados en hileras le devolvieron la mirada implacablemente. Darwin sintió un escalofrío.
—¿Podríamos repeler un ataque?
—¿De qué me habla? Pero si son diez veces más numerosos que nosotros. Ni siquiera con las armas de fuego tendríamos ninguna posibilidad. No, amigo mío; prefiero prevenir el ataque antes que repelerlo, se lo aseguro.
Y se encaminó decididamente hasta la cerca para preguntar a los centinelas si habían observado algo raro durante la noche.
Nadie, por supuesto, había oído ni dicho nada. Pero mientras FitzRoy hacía su recorrido, el viejo pintado de blanco se levantó y se acercó a McCurdy, uno de los marineros, que estaba en el puesto de guardia más cercano. Nervioso, McCurdy se plantó frente a él para transmitirle, como se había dejado claro muchas veces a los fueguinos, que no traspasara los límites de la cerca. El anciano lo miró.
—Qué tipo más raro, ¿verdad, señor? —dijo el centinela con tensión en la voz.
De pronto el viejo le escupió en la cara.
—¡No responda! —gritó FitzRoy—. ¿Me ha oído, McCurdy? No responda.
—Sí, señor.
—Siga indicándole con la postura que no debe traspasar los límites de la cerca.
—¡Señor!
El viejo representó mímicamente y de un modo muy realista el acto de comerse a McCurdy después de matarlo y despellejarlo.
—Si le responde, habrá una matanza. Limítese a bloquearle el camino, pero trate de sonreír.
McCurdy consiguió esbozar una sonrisa forzada. El anciano levantó una de las hachas que habían desaparecido unos días antes y la alzó de forma amenazante por encima de su cabeza, como si retara al centinela a que se la quitara. FitzRoy se acercó con un rifle y disparó al aire. Al oír el tiro todos los fueguinos retrocedieron espantados, pero después sólo parecieron aturdidos; unos cuantos se rascaron detrás de la cabeza por si habían sufrido algún daño.
—Es evidente que jamás han visto un arma de fuego —dijo FitzRoy—. Espere aquí.
Se agachó para introducirse en la cabaña de Matthews y al poco reapareció con un jarrón de cristal tallado de Walthamstow en la mano, dándole golpecitos para mostrar su solidez. A continuación, ante la mirada asombrada e indignada del misionero, que estaba apostado en el umbral de su cabaña, FitzRoy colocó el jarrón a cierta distancia y disparó. El cristal se hizo añicos al instante. El anciano lo miró perplejo, el hacha robada quedó paralizada encima de su cabeza. Un murmullo de consternación recorrió las filas de los fueguinos. FitzRoy bajó el arma, volvió a donde se encontraba el viejo, le quitó suavemente el hacha de la mano, y le dio una palmadita amistosa en la espalda como para pedir perdón por la naturaleza perentoria de su demostración.
—Ahora sí que lo han entendido —murmuró McCurdy entre dientes.
Pasaron el resto del día sin incidentes, pero la tensión entre ambos bandos seguía flotando en el aire como una niebla gélida. Esa noche FitzRoy dobló la guardia en el campamento, pero al final se demostró que no habría sido necesario. Al amanecer resultó que —sin que los centinelas hubieran advertido nada— todos los fueguinos se habían esfumado sin dejar rastro; la pequeña cala estaba completamente desierta.
Los marineros pospusieron su partida durante varios días, pero el gran ejército de fueguinos no regresó. ¿Estaban esperando que llegara el momento oportuno, o la demostración del arma de fuego los había asustado y los mantendría alejados para siempre? FitzRoy anhelaba que fuera la segunda alternativa, para que la misión tuviera la oportunidad de echar raíces.
Un día a finales de enero dio orden a Bennet de que regresara al bergantín con una de las balleneras y la yola, mientras él y otros oficiales exploraban y levantaban cartas en el brazo occidental del canal Beagle. Pensaban volver a Woollya un mes después para ver cómo progresaba la misión. El día de su marcha llovió a cántaros. Antes de marcharse, FitzRoy fue a visitar a Matthews a su acogedora salita, donde encontró al misionero inmerso en la lectura de la Biblia.
—Me veo obligado a comunicarle, señor Matthews, que diga lo que diga su corazón, si su mente le pide regresar a Inglaterra en el Beagle, no dude en aprovechar la oportunidad de inmediato. En caso de tomar esta decisión, no le deshonraría. Ningún hombre honrado lo culparía de haber tomado ese camino.
—Capitán FitzRoy, que me deshonre o no me importa muy poco. El Señor me ha asignado una tarea que tengo la intención de cumplir en la medida de mis posibilidades.
«Una de dos, o es extraordinariamente valiente o no entiende nada de lo que está a punto de vivir».
—¿Está seguro?
—Por completo.
—Entonces le deseo la mejor de las suertes británicas, y que Dios lo ampare.
—Gracias.
En el pequeño embarcadero que habían construido se despidieron de Jemmy, Fuegia y York.
—Jemmy, si no quieres quedarte, no tienes por qué hacerlo —afirmó FitzRoy—. Puedes volver a Inglaterra con nosotros, si lo prefieres.
Jemmy tiritó; su traje rosa favorito se perfilaba contra el cielo gris y encapotado de una forma incongruente. Miró sus zapatos, donde los goterones de lluvia trataban sin éxito de conseguir afianzarse en el cuero embetunado.
—No, capitán FitzRoy. Ésta es mi tierra. Ésta es mi gente. Éstos son mis amigos y mi familia. Debo quedarme aquí, en Woollya. Pero, capitán FitzRoy…
—Dime, Jemmy.
—Gracias, capitán FitzRoy.
—Gracias a ti, Jemmy.
—Adiós, Jemmy, hijo mío —dijo Bennet.
—Adiós, señor Bennet.
—Ahora podrás construir la ciudad con la que siempre soñabas —añadió Bennet suavemente—. Esa gran ciudad blanca, con anchas avenidas y plazas, fuentes, carruajes y todas esas damas y caballeros paseando por ella.
—Tal vez algún día regresará para verla, ¿verdad, señor Bennet?
—Sí, Jemmy, sí, volveré. Regresaré para verla. —Pensó que estaba a punto de venirse abajo, y lo abrazó con fuerza, sobre todo para disimular las lágrimas que ya corrían por sus mejillas.
—Adiós, Jemmy —dijo Bynoe.
—Adiós, mi amigo de confianza.
Un pequeño torbellino se acercó corriendo hasta FitzRoy y casi lo tumbó de espaldas.
—Fuegia quiere al capitán FitzRoy, Fuegia quiere al capitán FitzRoy —chilló.
—El capitán FitzRoy quiere a Fuegia —murmuró él, acariciándole el pelo, y en esa ocasión York no se inmutó, probablemente porque vio que los ojos del capitán también estaban humedecidos.
Las cuatro embarcaciones se adentraron en el seno, hasta que las siluetas que agitaban la mano en el embarcadero quedaron envueltas en la niebla y se perdieron tras la cortina de lluvia. Finalmente, lo único que vieron fue el lejano resplandor que emitía la lámpara de aceite de la misión, una chispa diminuta en la gran oscuridad de Tierra del Fuego.