Punta Alta, Bahía Blanca
22 de septiembre de 1832
—Dios mío, es enorme.
—Pero ¿qué es?
—Creo que bastará con la piqueta, señor Sulivan. Ahí viene Filos a rescatarnos con su caja de herramientas.
—¡Gracias al cielo!
Sulivan retrocedió un paso desde la orilla, sudando a mares. A sus pies, medio enterrado en la arcilla color índigo y rodeado de refulgentes conchas marinas despedazadas, les sonreía el enorme cráneo de un animal desconocido. Debía de medir un metro veinte de lado a lado, y sus inertes y negros orificios oculares tendrían al menos treinta centímetros de diámetro.
Darwin se abrió camino por la playa tiritando. Del sudeste soplaba insistente una brisa helada, y había nevado en la lejana sierra de Ventana. A su espalda, la marea decreciente había dejado al descubierto un entramado de canales poco profundos de aguas turbias y encenegadas, un traicionero laberinto por el que FitzRoy no se había atrevido a navegar con el Beagle. Por todas partes, allá donde alcanzaba la vista, se erguían pequeños montones de arena sobre un paisaje de lomas serpenteantes e infinitas que creaban un telón de fondo monótono en una costa igualmente desolada. En una de las lomas cercanas había instalado su plaza fuerte una pareja de buitres sarnosos, sin duda esperando que esa actividad tan poco usual les proporcionara una comida largo tiempo deseada.
—Este lugar se parece mucho a Barmouth —observó Darwin sin dirigirse a nadie en particular—. Excepto por los buitres.
En ese momento se fijó en FitzRoy y sus oficiales, que se hallaban a unos cuarenta metros sobre la línea de la marea, haciendo un corrillo alrededor de un terraplén de arcilla desmoronado que mostraba sus entrañas. Entonces vio lo que estaban mirando.
—Dios mío —dijo en cuanto llegó junto a ellos—. Pero ¿qué es esto?
—Esperábamos que nos lo dijera usted —reconoció Bynoe, contento de pasarle el testigo de los conocimientos geológicos.
—Al principio hemos pensado que era un rinoceronte —dijo FitzRoy—, pero es demasiado grande. Estos dientes son de un tamaño muy superior a los de cualquier animal terrestre actual.
—¿Cuál es el diagnóstico estratigráfico, Filos? —preguntó Sulivan de buen humor—. Somos todo oídos.
Darwin se quedó mirando fijamente los enormes orificios oculares.
—Creo que se trata de un megaterio —declaró al cabo de un momento—. Si no me equivoco, éste es el segundo que se ha descubierto hasta la fecha. El primero se encontró en Buenos Aires en mil setecientos noventa y ocho y se conserva en Madrid, en la colección real, donde, en lo que concierne a los intereses de la ciencia, permanece tan escondido como lo estaba en su roca primitiva. ¡Estamos ante un hallazgo increíble!
—¿Cuánto tiempo lleva enterrado aquí, Filos?
—Bien, esta tierra es un conglomerado de guijarros de cuarzo y jaspe, lo que geológicamente hablando significa que es bastante reciente. Y estas conchas rotas también deben de ser nuevas: todos estos seres están extinguidos en la actualidad. Este animal no puede tener más de unos pocos miles de años. —Señaló una pequeña sección de omóplato, debajo de la mandíbula, que la piqueta de Sulivan había dejado a la vista—. ¿Ven cómo los huesos están enterrados en línea? Eso indica que los restos estaban frescos y todavía unidos por sus ligamentos cuando quedaron depositados en el cieno. Al parecer esta criatura murió ahogada.
—Pero si está a cuarenta metros por encima de la línea de la marea —objetó FitzRoy, aunque dándole un vuelco el corazón al pensar en lo que eso podía significar.
—¡Dios mío, Filos! —exclamó Sulivan, emocionado—, podríamos estar ante los restos de un animal que hubiera muerto en el Diluvio, un animal demasiado grande para caber en el arca de Noé.
FitzRoy advirtió que Darwin prefería no responder. En lugar de eso, el filósofo empezó a escarbar el montón de arena, donde quedaron a la vista varias placas negras de naturaleza ósea y siete lados, que sobresalían como dientes podridos entre el amasijo de conchas blancas.
—¿Qué son, Filos? ¿Forman parte de su caparazón?
—Yo diría que son las placas típicas de la espalda del armadillo. Salvo que éstas son enormes. Para poder llevar este abrigo, el animal debería de tener el tamaño de un carruaje, quizá dos metros y medio de alto por tres de largo.
—¡Un armadillo gigante! —El guardiamarina King se imaginó una gigantesca criatura corriendo desbocada por Piccadilly.
—«El fin de toda carne ha venido delante de mí» —murmuró Sulivan.
—No perdamos más tiempo en cháchara —dijo FitzRoy—. Sacar a este tipo de su tumba nos tendrá ocupados toda la tarde.
Así que se pusieron manos a la obra, y ante su arremetida, el blando conglomerado de roca se deshizo y poco a poco fue apareciendo la cabeza del megaterio. Hicieron turnos con la piqueta en los momentos de trabajo más duro, y dejaron en manos de Darwin las excavaciones más delicadas, así como las anotaciones correspondientes, que él realizó con su pluma de ave. Estaban a punto de ultimar la tarea cuando les llegó un grito de más abajo alertándolos de la presencia de dos goletas en la embocadura de la bahía. Por lo menos, FitzRoy era incapaz de encontrar otra palabra para denominarlas: los dos barcos eran muy pequeños, de un tamaño no mucho mayor que las balleneras del Beagle, pero cada una de ellas tenía dos mástiles y una toldilla cubierta. La goleta que iba en cabeza se veía tripulada por un solo marinero de gran corpulencia, aferrado al mástil con una mano mientras agitaba la otra y gritaba; la pequeña nave se bamboleaba de tal modo a sus pies que parecía a punto de volcar. El efecto general era el de una bobina sobrecargada, con el eje balanceándose hasta llegar al punto de casi romperse.
—Nos está llamando —dijo Sulivan.
A pesar de sus torpes movimientos, el par de pequeñas goletas estaban pilotadas con mano experta, pues esquivaban con destreza los bancos de lodo y se deslizaban a toda velocidad por los canales en dirección a la playa.
—¡Se ha aprobado el proyecto de ley! —gritó el hombre.
—¿Qué?
—Ustedes son ingleses, ¿no? ¡Digo que se ha aprobado el proyecto de ley!
Un estremecimiento de regocijo recorrió el pequeño grupo. ¡Al fin se había aprobado la ley de reforma en el Parlamento!
—Me llamo James Harris, señor, y éste es el señor Roberts. —Colorado por el esfuerzo, el gordo marinero avanzó chapoteando hasta la orilla, aplastando una decena de pequeños cangrejos a su paso. Tenía el rostro encendido.
—Soy el capitán Robert FitzRoy, del bergantín planero de Su Majestad Beagle —se presentó éste dando un paso hacia delante; y saltándose el protocolo, preguntó a bocajarro—: ¿El rey sigue mandando, o ahora hay una república?
—Lo ignoro, señor. Nos informaron los hombres de un paquebote que iba rumbo a San Francisco. Lo único que sé, señor, es que a partir de ahora todo ciudadano adinerado tendrá derecho a votar. Se ha aprobado la ley de reforma.
Todos los hombres estaban emocionados y perplejos, pero a la vez temían haberse quedado sin un país al que volver.
—¿Son ustedes cazadores de focas? —preguntó FitzRoy, que de un vistazo captó que las dos embarcaciones estaban cubiertas de la mugre negra y grasienta de los restos de foca y elefante marino. Los mismos Harris y Roberts no se veían mucho más limpios.
—En efecto, señor. Yo construí los barcos con mis propias manos —añadió con orgullo, haciendo un ademán que abarcaba las dos goletas—. El Paz desplaza quince toneladas, el Liebre, nueve. Este último lo adapté partiendo de una gabarra de fragata. —La embarcación de Roberts era poco mayor que un ataúd—. Como habrá podido apreciar, los canales de los alrededores son demasiado poco profundos para que un bergantín, e incluso un bote, se arriesgue a navegar por sus aguas. Sin embargo, cuando hay marea alta, un barco sin cubierta como el suyo corre el peligro de inundarse. Aquí las mareas son muy fuertes y el mar es especialmente bravo. Este tipo de embarcación es la solución ideal. La cubierta no deja entrar las olas. Si el barco encalla, uno no tiene más que bajarse y empujar. Y el peso del cuerpo del tripulante mantiene en equilibrio la embarcación de forma admirable.
«Sobre todo el suyo», pensó FitzRoy de forma poco indulgente.
—¿Hay muchas bahías como ésta más al sur? —preguntó.
—A lo largo de cien millas son muy frecuentes, señor, y crean un laberinto de ensenadas llenas de lodo. Pero puedo afirmar que las conozco bastante bien.
FitzRoy, a quien los pensamientos se le agolpaban en la mente, empezó a concebir un plan.
Los dos cazadores de focas habían ido a tierra firme para conseguir provisiones en el último campamento militar permanente en la costa argentina. Siguiendo los consejos de Harris respecto a las crecidas de la marea, FitzRoy ordenó a los hombres que subieran las barcas a la playa y acamparan para pasar la noche, y se dirigió en compañía de Harris y Darwin al solitario puesto de avanzada. Tras caminar unos kilómetros a paso ligero por una planicie donde pastaban caballos y vacas semisalvajes, llegaron a la Fortaleza Protectora Argentina, una construcción poligonal y achaparrada de trescientos metros de largo que contaba con gruesos muros de barro y un foso. Los muros presentaban marcas y cicatrices, testimonio de los numerosos e intensos ataques de los indios que había sufrido en los últimos tiempos.
Cuando estuvieron cerca de la fortaleza, se levantó la puerta principal por obra de un ensamblaje de chirriantes poleas, y un comité de recepción se dirigió hacia ellos para darles la bienvenida. En cabeza iba un mestizo de gran altura, montado en un caballo enjuto; de tez oscura, la combinación del uniforme militar y el traje indio era tan confusa como su linaje. Detrás de él cabalgaban varios gauchos de aspecto salvaje, sin afeitar y con la mirada desesperada, todos ellos profusamente engalanados con cortes de navaja; sin embargo, iban vestidos con ropa alegre como si estuvieran al servicio de un rajá. Llevaban botas de cuero relucientes, con espuelas brillantes que sobresalían de estribos tallados en madera; los pantalones voluminosos de color escarlata se henchían por encima de sus botas de montar; y los grandes ponchos a rayas de vivos colores en que iban envueltos ondeaban al viento. Cerrando la marcha se distinguía un pelotón de uniformados soldados de a pie de aspecto mucho menos impresionante, y con la mirada triste de los chicos blancos enrolados a la fuerza en los suburbios de Buenos Aires. El cabecilla de esa extraña formación hablaba en un español lento y estudiado.
—¿Trae provisiones de Buenos Aires?
—Soy cazador de focas —replicó Harris en correcto español—. He desembarcado aquí para conseguir provisiones.
—No tenemos provisiones. Buenos Aires se ha olvidado de nosotros. —El alto caballero escupió al suelo con desprecio.
—Pero ha de haber carne de vaca —objetó Harris.
—Siempre hay carne de vaca. Pero ¿quiénes son estos hombres? No son cazadores de focas —añadió señalando a Darwin y FitzRoy.
—Han venido navegando desde Inglaterra.
—Soy el capitán FitzRoy, del barco de Su Majestad Beagle —intervino FitzRoy, hablando español con la misma soltura que el cazador de focas, mientras que Darwin, que aún estaba aprendiendo el idioma, trataba de seguir el hilo de la conversación—. Represento al rey Guillermo de Gran Bretaña.
—No sé nada de ese lugar. Deberá presentarse ante el comandante.
Cruzaron las puertas de la fortaleza y entraron en un patio descubierto donde unos niños jugaban formando un gran estruendo. En una esquina había un grupo de prisioneros indios en cuclillas encadenados juntos: iban desnudos y parecían asustados mientras roían huesos de caballo asado.
—¿Qué les ocurrirá a esos hombres? —le preguntó Darwin a Harris.
—Se los conducirá al norte para ser interrogados. Luego serán fusilados.
—¿Serán fusilados? ¿A sangre fría?
—Debería ver lo que hacen los indios con sus prisioneros blancos. Morir fusilado es una suerte en comparación.
Los guiaron a una habitación decorada sencillamente, cuyos muebles de madera tosca descansaban sobre el suelo de tierra batida; unos cuadrados horadados en las paredes servían de ventanas. Una vez allí les ordenaron que esperaran al comandante. Les llevaron dos enormes platos de peltre rebosantes de carne de ternera, una asada y la otra hervida, y llenaron una jarra de barro en un tonel de agua que estaba en un rincón. No les dieron cubiertos ni vasos. Al rato el jinete alto regresó, movido por la curiosidad.
—¿Dónde está su país? —preguntó—. ¿Al norte?
FitzRoy asintió.
—¿Hace más calor o más frío que aquí?
—En Gran Bretaña hace más frío que aquí en verano, pero en invierno hace más calor.
—He oído hablar de Mendoza, y de las Provincias Unidas, y de Roma, donde vive el Papa. Pero nunca he oído hablar del país al que se refiere usted.
—Yo sí he oído hablar de Gran Bretaña.
La voz provenía de detrás; a pesar del tono cansino, su rica cadencia sugería la sabiduría que proporcionan los años. Todos se volvieron para ver al comandante, de pie en el umbral. Era un hombre delgado, de espalda estrecha y porte erguido, que parecía perderse en su uniforme raído y blanqueado; el rostro curtido por el sol estaba dividido por un bigote gris de puntas caídas. En otro ejército, en otra parte del mundo, seguramente lo habrían jubilado muchos años antes. Estaba claro que allí, en la frontera, en sus dominios particulares, no se aplicaba el reglamento habitual.
—Gran Bretaña es una ciudad en el país de Londres, que conecta por tierra con los Estados Unidos de América. ¿Tengo razón? —El comandante se sentó con rigidez frente a FitzRoy, Darwin y Harris.
—Más o menos —contestó FitzRoy con diplomacia.
—Por favor. Coman. —Y señaló las dos montañas de carne de vaca.
—¿Me perdonarán? —Darwin, que aún tenía los dedos manchados del lodo azul de Punta Alta, se tiró agua de la jarra en las manos y las frotó vigorosamente. Por si acaso se echó un poco en las mejillas, todavía salpicadas del barro de sus trabajos geológicos.
—¿Es usted mahometano? —preguntó el comandante.
—No. —Darwin lo miró, sorprendido.
—Entonces, ¿por qué se lava? He oído decir que sólo se lavan los mahometanos.
—Soy cristiano. En nuestro país los cristianos solemos lavarnos.
—¿Es usted creyente de la única religión verdadera, la católica? ¿Se confiesa habitualmente?
—No, no soy católico, pero soy cristiano.
—Si no es católico, no puede ser cristiano. Debe de ser mahometano. Pero no importa. Si cree en Dios, entonces estará a salvo bajo mi techo. ¿Son marinos?
—Yo sí —aclaró FitzRoy—. Mi amigo el señor Darwin es naturalista.
El comandante pareció perplejo. Era evidente que el término naturalista se le escapaba.
—Un naturalista es un hombre que sabe de todo —explicó Harris, tratando de ser útil, con la boca llena de carne.
—¿Así que sabe de todo? —Levantó una ceja.
—No, claro que no. Más bien me gustaría aprender todo lo que pueda de su país.
—No será un espía, ¿eh? —El viejo entrecerró los ojos.
—Sólo quiero saber de animales, pájaros, plantas y rocas. Hoy hemos hecho un descubrimiento maravilloso: una cabeza enorme. Debió de pertenecer a un mamífero muerto hace miles de años. Tiene el tamaño de un hombre. Estaba en la playa de Punta Alta. Es una rareza extraordinaria.
—Ah, una gran cabeza de dragón. —El viejo comandante empezaba a entender—. A los niños les gusta jugar con ellas. Les sacan los dientes a pedradas. Es muy divertido.
Darwin se quedó desconcertado un momento. El comandante señaló la puerta. Darwin se levantó a medias de su taburete y estiró el cuello para mirar hacia el patio. Allí le sonrió desdentada una cabeza de megaterio idéntica —si se exceptuaba la falta de dientes— a la que habían desenterrado en la playa después de todo un día de trabajo.
—Le vendo tres por un dólar de papel, si le interesa —dijo el comandante.
Cuando la falta de tiempo obligó finalmente a FitzRoy y sus oficiales a abandonar las excavaciones de Punta Alta, se habían hecho con dos megaterios más, un megalonyx que medía veintiún metros desde el morro hasta la cola, un ictiosauro más largo que el Beagle, un oso hormiguero del tamaño de un rinoceronte, un armadillo de nueve metros, una variedad extinta de caballo, y un roedor acuático del tamaño de un elefante. La en otro tiempo impecable cubierta estaba ahora atiborrada de huesos gigantes manchados de lodo azul.
—¡Malditos huesos de foca y de ballena! —gritó el señor Wickham, exasperado—. Filos, trae más porquería a bordo usted solo que diez hombres juntos.
FitzRoy decidió viajar con el Beagle a Buenos Aires para ver si podía mandar los especímenes a Inglaterra mediante un barco mercante británico. Mientras cenaban un carpincho cazado por Bynoe, Darwin y él se pusieron a hablar sobre lo que implicaban sus hallazgos.
—La llegada de un desastre general, como el Diluvio, debió de afectar al instinto de supervivencia de los animales —aventuró FitzRoy—, que habrían sido atraídos al arca. Entonces, mientras se acercaban, ¿no habría sido natural admitir a algunos, por ejemplo los más jóvenes y pequeños, mientras los viejos y grandes quedaban excluidos?
—No lo sé —dijo Darwin, disgustado—. Se ha establecido que el arca medía trescientos codos por cincuenta. ¿Cómo pudieron apiñarse todos los seres de la creación en un solo barco? ¿Y qué pasó para que los animales no se despedazaran entre sí? Esa historia siempre me ha intrigado.
—Señor Charles —lo reprendió FitzRoy suavemente—, ¿acaso la exclusión de estos seres gigantescos no responde a su pregunta? ¿Dónde están ahora? Se ahogaron, por supuesto, en el Diluvio.
—Entonces, ¿dónde se encuentran los fósiles humanos? Si toda la humanidad fue aniquilada a la vez, ¿no debería haber huesos humanos enterrados junto a los del megaterio o los otros grandes seres que se han hallado en distintas partes del mundo? Quizá estas enormes criaturas habitaron el mundo en un período diferente, muy anterior.
—¿Un período diferente? Mi querido amigo, no hace falta que le diga precisamente a usted que la Biblia no da pie a otras interpretaciones del asunto. Como se lee en el Génesis dos, diecinueve: «Formó, pues, Jehová Dios de la tierra toda bestia del campo, y toda ave de los cielos, y trájolas a Adán para que viese cómo las había de llamar».
—Vamos, vamos, querido FitzRoy, sabe tan bien como yo que la Biblia es contradictoria. En el Génesis uno, veinticuatro, Dios ordena a la tierra producir seres vivientes antes de crear al hombre el sexto día, para que «señoree» en los peces y las aves que había creado el quinto día. ¿Y si, como afirma De Luc, esos «días» no son días como los conocemos, sino eras, períodos de miles de años de duración? ¿Y si el hombre nunca coincidió con esas criaturas gigantescas?
—Pero, mi querido Filos, ya oyó al comandante de la fortaleza cuando hablaba de las «cabezas de dragón». ¿De dónde proceden los dragones, basiliscos, grifos, etcétera, sino del recuerdo de los inmensos mamíferos y reptiles que nos ha llegado por la tradición? ¿Qué eran Leviatán y Behemot sino un megalosauro y un iguanodonte respectivamente? En las leyendas hay un sinfín de menciones a estos animales. Y en cuanto a los fósiles humanos, De Luc sostiene también que, en muchas partes del mundo, la tierra y el mar han cambiado de lugar a lo largo de los siglos. Quizá los fósiles humanos estén esperando ser descubiertos en el fondo de nuestros grandes océanos.
—Pero ¿y si los hombres primitivos crearon sus leyendas de dragones a partir del hallazgo de grandes esqueletos como los que hemos descubierto? ¿Y si, en lugar de encontrarse con estos grandes animales, se limitaron a evocarlos en sus mitos e historias? Contésteme esta pregunta: si existió realmente un arca, ¿por qué los animales del Nuevo Mundo son tan diferentes de los del Viejo? ¿Por qué el armadillo y el oso hormiguero se encuentran sólo en Sudamérica, y el elefante y el rinoceronte están restringidos al resto del globo? Si todos los seres existentes salieron del arca de Noé, ¿no se seguirían unos a otros a todos los rincones del mundo? ¡Pero no fue así! Toda la creación se encuentra dividida en grupos geográficos. ¿Y qué fósiles hallamos en Sudamérica? Armadillos gigantes. Osos hormigueros gigantes. Los parientes gigantescos de la población animal actual. Del mismo modo sólo se encuentran fósiles de elefantes y rinocerontes en África y Asia.
—¡Cielo santo, Filos! ¡Nadie creería que es usted un clérigo en ciernes! Déjeme que lo convenza. ¿No fueron los hijos de Noé, Sem, Cam y Jafet, quienes se dispersaron y engendraron las diferentes razas en distintas partes del mundo? ¿Estaría fuera del alcance del Creador distribuir los animales del arca según su origen sobre las tierras nuevamente secas? ¿No sería lógico que el armadillo volviera al lugar de donde procedía, así como el rinoceronte? Además, su argumento queda desmentido por nuestro amigo el caballo. Los españoles trajeron el caballo al Nuevo Mundo. Cuando llegaron, la población indígena no lo conocía. Desde entonces se ha multiplicado. ¿Y qué es lo que descubrimos en Punta Alta? El fósil de un caballo. Este país es perfecto para los caballos; sin embargo, en algún momento de la historia fueron aniquilados todos los que habitaban estas tierras. Sólo un gran diluvio pudo lograr una cosa así. Y tal vez ésa sea la razón —añadió sonriendo— de que el Creador trajera a los españoles aquí, para restablecer la población de caballos.
—Querido FitzRoy, en ningún momento he dudado de la majestuosidad de la creación divina. Pero de ahí a creer en un arca de madera llena de parejas de animales y conducida por un hombre de seiscientos años… Se cuenta que una paloma llevó a Noé una rama de olivo cuando las aguas retrocedieron. Pero ¿cómo es posible que un diluvio capaz de aplastar y sumergir las mismas montañas no pudiera aplastar o arrancar un simple olivo? ¡Es una historia inverosímil!
—¿Acaso pone en tela de juicio la existencia del diluvio universal? —preguntó FitzRoy exasperado, percibiendo cómo el afecto que sentía por su amigo decrecía a medida que aumentaba su indignación—. ¿Acaso no ha visto pruebas del mismo con sus propios ojos? Hay piedras pulidas por la acción del agua y estratos de conchas en las laderas de las montañas, se han encontrado seres vivos ahogados sobre la línea de la marea, depósitos de lodo, gravilla y grandes cantos rodados desperdigados por altas montañas y valles; vaya, si hasta la misma forma de las montañas y los valles delata a gritos que sufrieron un diluvio. ¿Y qué me dice de los testimonios que nos han dejado los pueblos paganos? Los textos mesopotámicos explican que el mundo fue destruido por un gran diluvio. Hasta los hindúes lo conocen. Recuerdan cómo Dios salvó de la destrucción de la humanidad a un solo hombre, Manu. Es evidente que se trata de una historia distorsionada del diluvio bíblico. Con todas esas pruebas tan concluyentes ante sus ojos, ¿cómo puede dudar de que los animales de Punta Alta no fueron aniquilados por una catástrofe, la misma catástrofe que aparece descrita en el Génesis con tanto detalle?
—Yo no pongo en duda el Génesis, FitzRoy, ni la palabra de Dios. ¿Por quién me toma? Pero contiene contradicciones, anomalías, pasajes que podrían interpretarse metafóricamente. Por ejemplo, cuanto más profundo se excava en la roca, más primitivo es el estrato y más simples son las formas de vida que se encuentran: no son seres humanos, sino grandes reptiles, incluso armadillos gigantes. ¿No le sugiere eso que hay un mundo más antiguo que el que fue creado en siete días?
—Usted supone que la roca es más antigua porque las formas de vida son más simples. Y supone que las formas de vida son más simples porque la roca es más antigua. Está fechando una cosa por la otra. Quizá los estratos no sean tan sencillos o no estén ordenados por capas de una manera tan progresiva como usted parece pensar. ¿Qué explicación tiene para las conchas modernas que se conservaban en el lodo debajo de la cabeza del megaterio? Además, ¿quién puede afirmar sin temor a equivocarse que el armadillo y el oso hormiguero gigantes son más simples que sus versiones más pequeñas? Cualquiera podría afirmar lo contrario. Sus teorías empiezan a sonar tan peligrosas como las de su abuelo, o las de Lamarck.
—Quizá las versiones más pequeñas de esos animales se adaptaran mejor a la escasa vegetación de estos lugares —sugirió Darwin—. Quizá sus parientes más grandes no tuvieran suficiente alimento, ¿quién sabe? Sólo son especulaciones. Estos enormes herbívoros debían de necesitar cantidades ingentes de vegetación. Tal vez se vieran forzados a competir para conseguirla, y perdieron.
—La vegetación de África no es menos escasa que en estos lugares y, sin embargo, da de comer a un sinnúmero de elefantes y rinocerontes —replicó FitzRoy—. En cambio, en Brasil, donde la naturaleza es exuberante, no hay grandes herbívoros. Así que sus hipótesis no tienen sentido. Además, ignoramos el estado de la Tierra antes del Diluvio, así como el de la atmósfera que la rodeaba; no sabemos si se movía en la misma órbita, ni si giraba sobre su eje de la misma manera; ni siquiera si tenía grandes masas de hielo en los Polos. ¿No encontraron fósiles de huesos de rinoceronte cerca del Ártico?
—Cuvier cree que pudo haber más de un diluvio.
FitzRoy cogió un libro de la estantería que tenía detrás de la cabeza y lo hojeó.
—Permítame que cite a Buckland, una autoridad geológica indiscutible; imagino que estará de acuerdo con estas palabras: «El gran suceso de un diluvio universal en un período no muy remoto se demuestra en un terreno tan decisivo e incontrovertible que si la Biblia o cualquier otra autoridad no hubiera relatado ese acontecimiento, la misma geología debería haber recurrido a una catástrofe de esas características para explicar los fenómenos de la acción de un diluvio que están universalmente presentes ante nuestros ojos». —Cerró el libro y lo dejó caer de golpe sobre la mesa.
—«Los grandes hombres no siempre son sabios», Job, treinta y dos, nueve —respondió Darwin obstinadamente.
FitzRoy estaba a punto de alzar la voz para desahogar su frustración cuando cambió de parecer.
—Dígame, amigo mío, ¿no será quizá que ya no se siente iluminado por el Espíritu Santo?
—¡Claro que no! —protestó Darwin—. Pero… —Se calló.
—¿Le gustaría que habláramos de ello?
• • •
Tras restaurarlos y pintarlos de rojo ocre, alquitranarlos, encalarlos y limpiarlos de la grasa acumulada por las más de mil focas hervidas, el Paz y el Liebre se habían metamorfoseado en elegantes chinchorros. Los hombres de la tripulación se agruparon a su alrededor para admirar las dos embarcaciones, que se mecían alegremente junto al Beagle. Mientras tanto, dentro de su camarote, FitzRoy ultimaba el contrato: «Al señor James Harris, de Río Negro, por un año de alquiler de las dos barcas, más el servicio de él mismo y del señor Roberts como pilotos, la suma total de 1680 libras».
—¡Y yo que creía que en el Beagle el techo era demasiado bajo! —se lamentó Stokes, encogiéndose dentro de la cabina principal del Paz, que, aunque medía unos generosos dos metros cuadrados, tenía poco más de setenta y cinco centímetros de altura. Durante los próximos doce meses, iba a compartir ese pequeño espacio con Roberts, el cazador de focas, y el guardiamarina Mellersh.
—¡Qué barcos más bonitos! —exclamó Fuegia Basket dando palmadas de alegría.
—Considérese afortunado de no haber de compartir el espacio con Harris —rió Wickham, que iba a tener el privilegio de apretujarse en la cabina aún más pequeña del Liebre, junto con el dueño de éste y el guardiamarina King.
La perspectiva de convertirse en el segundo de a bordo en su propio barco, durante un año de expedición para cartografiar las bahías y los canales al sur de Bahía Blanca, le había parecido a King lo más cercano al paraíso terrenal, hasta que también él hubo de inspeccionar la cubierta principal. Entonces la realidad —el hecho de que iba a pasarse todo el año siguiente apretujado en un rincón junto al corpachón sudoroso de Harris— le saltó a la cara. Él y Darwin estaban tristes junto al pasamanos de estribor. En el filósofo, la culpable satisfacción del primer momento al pensar que tendría toda la cabina para él solo se había esfumado al darse cuenta de lo mucho que echaría de menos al formal Stokes, al distinguido Wickham, y a su mejor amigo, el joven guardiamarina King. Sulivan debía asumir las funciones de primer teniente del Beagle, cosa que no veía con buenos ojos, pues no quería ocupar el puesto de Wickham en esas condiciones. Decidió ir a hablar con FitzRoy en privado.
—Déjeme marchar en lugar de Wickham, señor. Será un año muy incómodo para todos ellos, y el señor Wickham está tan orgulloso del Beagle…
—Su propuesta es excesivamente generosa, señor Sulivan. Sin embargo, el reglamento de la Marina me dicta lo contrario. Si la expedición se divide en dos, entonces es mi segundo oficial quien tiene que hacerse cargo de la otra partida.
—Entonces, ¿por qué va Stokes? Él ha estado con usted desde el principio, señor, no hay duda de que se ha ganado su lugar en el Beagle.
—El señor Stokes es mi mejor cartógrafo. Dudo de que nadie más del barco pueda cartografiar ese laberinto. Además, si lo reemplazara por usted, me encontraría sin ningún teniente a bordo.
—Si al menos el Almirantazgo le hubiera permitido alquilar dos barcos más lujosos… ésos no son más que cascarones de nuez.
—Pero me temo que sólo los cascarones de nuez poseen el calado poco profundo que se requiere para esa tarea. Además, el Almirantazgo no me ha permitido alquilar ningún barco.
—Pero entonces, ¿cómo…?
—Los he alquilado bajo mi responsabilidad.
—¿No está usted autorizado? —exclamó Sulivan, horrorizado.
—He escrito a Whitehall para solicitar una autorización. Espero recibirla retrospectivamente.
—Pero ¿y si no la consigue?
—Entonces seré mil seiscientas ochenta libras más pobre.
Sulivan soltó un grito ahogado. Era una suma demasiado importante para que la desembolsara un solo hombre, incluso un hombre rico como FitzRoy.
—Me imagino que los lores aprobarán lo que he hecho. Pero si me he equivocado, el Estado no perderá nada, pues soy el único responsable, y estoy dispuesto a pagar la suma estipulada.
—Puede que el Estado no pierda nada, pero ¿y usted? —Sulivan lo miró con cara de preocupación.
«Es verdad que no me sobra el dinero, pero él no debe saberlo».
—Estoy dispuesto a asumir el riesgo. Si no lo hago, será imposible consumar la tarea que se nos ha encomendado. Si todo sale bien, confío en que se me perdonará el haber actuado tan libremente. Además, he dado mi palabra a Jemmy, York y Fuegia de que estarán en casa antes del verano. Les he dado mi palabra, señor Sulivan, como un caballero se la da a otro caballero.
Sulivan no tuvo otro remedio que admitir que esa cuestión era irrebatible.
• • •
La pequeña ciudad de Buenos Aires estaba asentada en unos prados que se extendían a lo largo de la orilla sur de Río de la Plata; pegada al suelo, sus cúpulas y torres se erguían con cautela en las calles y plazas enfangadas y llenas de baches. Las aguas marrones que lamían las orillas del río bajaban más densas y viscosas que nunca, como si fueran a cuajar contra los malecones y muelles. Mientras el Beagle navegaba río arriba con dificultad, la corriente parecía adherirse a sus costados y frenar su avance.
De pronto, por encima del chapaleteo del agua, se oyó un cañonazo inconfundible. La mayoría de los hombres que estaban en la cubierta se giraron a tiempo de ver una voluta de humo blanco ascendiendo por los aparejos del guardacostas de la ciudad. Los tres fueguinos, que en ese momento estaban ocupados a regañadientes en un pasaje bíblico con el señor Matthews, se quedaron inmóviles y en estado de alerta. FitzRoy, que se encontraba en el castillo de popa, y Sulivan y Chaffers al timón, permanecieron durante una fracción de segundo sin saber qué hacer, hasta que en su mente la instrucción militar tomó el mando de sus actos. Darwin, confundido, giró como una peonza tratando de localizar el origen del sonido. Sólo unos pocos hombres, que habían participado en las guerras napoleónicas acarreando pólvora en los buques de guerra, se tiraron instintivamente al suelo de la cubierta. Un segundo más tarde, un débil silbido acompañado del ruido producido por cabos al desgarrarse pasó por encima de sus cabezas y les anunció que una bala de cañón había cruzado la jarcia sin causar daños. Sólo entonces comprendieron que los estaban atacando.
—¿Cómo se atreven? —exclamó FitzRoy—. ¿Cómo se atreven? Dirija la proa al viento, señor Chaffers, y prepárese para el combate.
El barco ya navegaba lo más ceñido al viento posible. Al Beagle no le suponía ningún problema navegar con las velas henchidas contra el viento, que soplaba desde la orilla norte, y cambiar de rumbo hasta abarloarse al guardacostas. Los tambores anunciaron sus intenciones, y en cubierta se desplegó una furiosa actividad mientras los hombres ponían a punto los cañones.
—¡Malditos! —exclamó FitzRoy—. Un disparo en el centro de una máquina de vapor no causaría tanto daño como este disparo tan cerca de nuestros cronómetros.
—Pero ¿por qué nos han disparado? —preguntó Darwin presa del pánico; había encontrado un lugar seguro donde esconderse detrás de la enorme cabeza del megaterio.
—No me sorprendería que fuera otra revolución. Las revoluciones están de moda en estos lugares. Cuando no guerrean contra los indios, luchan entre sí. Sea quien sea el que manda en Buenos Aires, controla la ruta de la plata desde el norte de Perú. De ahí que un caudillo suceda a otro, salvo que ninguno es lo bastante fuerte para mantenerse en el poder. Dicen que el general Rosas es el más fuerte, pero no entrará en la refriega hasta que no esté seguro de la victoria.
El Beagle se estaba acercando rápidamente al guardacostas argentino, y Darwin pudo ver cómo los artilleros del barco enemigo corrían a sus posiciones. La gran disparidad entre los dos navíos se hacía más y más manifiesta a medida que se aproximaban; Darwin pensó que el Beagle debía de pesar unos cuantos cientos de toneladas menos que su rival. «Espero que no vayamos a enfrentarnos a un barco el doble de grande que el nuestro», se dijo perplejo. Por si acaso, enterró la cabeza todo lo que pudo en el orificio ocular del megaterio.
—Señor Sorrell —ordenó FitzRoy—, fachee la gavia de proa.
Adiestrados cientos de veces, los hombres se movían con absoluta precisión. Halaron la verga de la gavia de proa y la volvieron en oposición a sus compañeros, para frenar el Beagle casi en seco. Los resplandecientes hocicos de latón de sus nuevos cañones se enderezaron con agresividad a estribor: dos cañones de seis libras cada uno, una carroñada de seis libras en el castillo de proa, y cuatro cañones de nueve libras solitarios y amenazadores detrás del palo mayor. Mientras se situaban junto al guardacostas, FitzRoy se abalanzó sobre el pasamanos y, meciéndose, gritó a través del canal de agua espesa que los separaba:
—¡Si se atreven a dispararnos otro cañonazo, descargaremos todas nuestras baterías en su casco viejo y podrido! ¿Han entendido? —Y a continuación, por si acaso, repitió la amenaza en español.
Se hizo el silencio, y seguidamente, a través del agua fangosa, oyeron un breve trajín mientras los artilleros bonaerenses abandonaban sus puestos. El Beagle se dejó llevar por la corriente del río en dirección al mar abierto y dejó el guardacostas atrás; Darwin asomó la cabeza con cautela desde las oscuras profundidades del orificio ocular.
—No ha disparado —se permitió observar de forma innecesaria.
—No tenía ninguna intención de hacerlo. El daño que el retroceso de los cañones hubiera causado en los cronómetros habría resultado catastrófico. Además, un tiroteo habría sido una verdadera locura. Habríamos acabado volando en mil pedazos. Era el doble de grande que el Beagle, ¿no se ha dado cuenta?
—Pero ¿cómo ha sabido que su capitán no iba a disparar?
—¿Ha visto usted el estado en que se encontraba ese barco? Tenía las velas enmohecidas, la pintura descascarillada, y se podía oler las aguas de pantoque desde aquí. Uno puede conocer a un hombre por el estado de su barco. Estaba seguro de que no dispararía, querido Filos.
Al anochecer llegaron a Montevideo empujados por la corriente. La ciudad se erguía en la orilla nordeste del río, donde estaba anclada permanentemente la fragata británica Druid. FitzRoy cruzó las aguas que los separaban con un cúter para presentar sus respetos al capitán Hamilton, y con objeto de dar parte del ultraje a la bandera británica que habían sufrido, un incidente que, lógicamente, no podía quedar impune. Mientras subía a bordo, se paró en seco como si hubiera visto una aparición: ante sus ojos había una cara pálida y a la vez amistosa que no había esperado ver nunca más.
—¡Dios mío! ¡Hamond!
—¡FitzRoy!
—Pensaba que se había ahogado cuando se hundió el Thetis.
—N-no, señor —replicó Hamond, que no había superado su tartamudez con la edad—. E-estaba en Inglaterra, examinándome d-de teniente, a-ahora soy oficial. T-todos los demás se ahogaron, s-señor.
—Pero ¡gracias a Dios, está vivo!
Y ambos hombres se abrazaron como dos viejos amigos pasando por alto el protocolo de la Marina.
Para cuando el Druid hubo levado anclas al amanecer y partido hacia Buenos Aires para exigir el arresto del capitán del guardacostas argentino, FitzRoy no sólo había conseguido una restitución, sino también un nuevo primer oficial: Robert Hamond compartiría con Charles Darwin la biblioteca del Beagle.
Sin embargo, el talante festivo no iba a durar mucho rato. A Darwin lo esperaban un montón de cartas en el Druid; entusiasmado, ya había desenvuelto el último libro de Lyell, que le enviaba el profesor Henslow, cuando, oculto con malevolencia debajo de la pila del correo, vislumbró un lacre negro. Con manos febriles rompió el sobre, y en su desesperación por leer lo que contenía, casi desgarró la carta. Su prima, su dulce y traviesa prima Fanny Wedgwood, había fallecido víctima del cólera a la edad de veintiséis años. Sus pensamientos volaron a la tarde idílica del verano anterior en que se sentó en el porche de Maer en compañía de Fanny, Emma, Hen, el tío Jos y la tía Bessie. Fanny le había tomado el pelo, incitándolo a irse de viaje e insistiéndole en que se cuidara, mientras Emma pasaba un brazo por la cintura de su hermana. Fan se había preocupado por la seguridad de su primo, pero ahora era su frágil existencia la que un dios sin amor, despiadado o indiferente había destruido. Darwin se sintió simultáneamente afortunado, asustado e indignado por aquel sinsentido. Dios no se había llevado la vida de un indígena insignificante, sino la de una bella e inteligente señorita en la flor de la edad. Sabía lo que le diría FitzRoy: que era la voluntad divina, que no se podían cuestionar Sus designios, que había razones para todos los acontecimientos que no siempre nos eran reveladas. Seguramente FitzRoy tendría razón, pero eso no significaba que quisiera oírlo. ¡Maldita sea! Recordando el valor de que había dado muestras el capitán del Beagle al enfrentarse al guardacostas de Buenos Aires, Darwin pensó que seguiría a aquel hombre allá donde fuese, pero era tan lúcido y lo tenía todo siempre tan claro, que él se desesperaba.
Una andanada lo sacó de su ensoñación. Al principio pensó que era el Druid, que arrasaba el centro de Buenos Aires en una orgía de venganza; pero entonces recordó que Río de la Plata era exageradamente ancho en la desembocadura y al menos había cien millas de separación entre las dos ciudades, situadas en sendas orillas. No; los disparos procedían del centro de Montevideo. Al rato apareció un pequeño barco con cuatro caballeros vestidos de frac y sombrero de copa, remando torpemente. Uno de los hombres, de pie, gritaba y hacía señas desesperadas al Beagle. FitzRoy se acercó al pasamanos para descubrir lo que trataba de decirle, lo cual no era nada fácil, ya que el hombre había soltado el remo y la pequeña barca daba vueltas sobre sí misma.
—¿Dónde está el Druid, señor? —gritó la figura que giraba lentamente.
—Se ha ido a Buenos Aires —contestó FitzRoy a voces.
—Entonces, ¡usted es nuestra única esperanza, señor!
Finalmente, la pequeña embarcación amarró a un lado del Beagle, y ayudaron a subir a bordo al grueso caballero y sus compañeros.
—Richard Bathurst, a su servicio, señor —jadeó el hombre—. Soy el cónsul general británico en Montevideo. Permítame el honor de estrechar su mano. Deje que le presente al señor Dumas, el jefe de policía de Montevideo.
El señor Dumas hizo una exposición de los acontecimientos.
—En la ciudad ha estallado un motín. El presidente Lavalleja ha ido a Colonia, y el comandante del ejército se ha hecho con el poder en ausencia del presidente. Ha asaltado la cárcel y armado a los prisioneros. Han ocupado la ciudadela, la sede del gobierno. Es un golpe de Estado militar.
—¿Y qué pretenden conseguir esos militares con el golpe de Estado? —preguntó FitzRoy.
—Algunos desean restituir al presidente Rivera, que fue derrocado por el presidente Lavalleja. Los soldados brasileños quieren que la ciudad vuelva a pertenecer a su país. Los soldados de las Provincias Unidas quieren que la ciudad forme parte de las Provincias Unidas. Los soldados uruguayos desean que la ciudad siga perteneciendo a Uruguay, aunque algunos de ellos quieren que el país vuelva a llevar su antiguo nombre, Banda Oriental. Los soldados negros quieren que se libere a los esclavos. Como ve, quieren muchas cosas. Por favor, capitán, tiene que ayudarnos. Sólo usted puede hacerlo.
—Comprendo su situación, señor Dumas, pero debe entender que no me está permitido intervenir en la política de Sudamérica. Como capitán de un barco de Su Majestad, debo mantener una estricta neutralidad en todo momento.
—Me parece que no ha entendido la situación, señor —dijo Bathurst, todavía resollando—. En la ciudad hay familias británicas cuyas vidas y propiedades están en peligro; son mujeres y niños ingleses, señor, cuyo honor se halla a merced de esos villanos.
—Eso lo cambia todo. En ese caso, mis hombres están enteramente a su disposición. ¿Cuántos son los sublevados?
—Aproximadamente seiscientos, incluyendo los prisioneros que se han sumado al motín.
—En total yo puedo reunir unos setenta hombres.
—Nosotros somos cuatro, señor, y en la ciudad debe de haber el mismo número.
—Todos son hombres hechos y derechos, señor —intervino un tercer miembro de la partida, un caballero viejo y enérgico dotado de un fiero bigote militar y armado con un palo de escoba.
—¡No puedo creerlo! —Darwin se acercó al reconocer la voz—. ¿Es usted el coronel Vernon?
—¡Dios mío! Y usted es el joven Darwin, ¿verdad?
—¿Se conocen?
—¿Que si nos conocemos? —bramó el coronel—. Mucho más que eso, señor: hemos cazado juntos.
—El coronel Vernon es el cuñado de la señorita Gooch —explicó Darwin apresuradamente, como si eso aclarara las cosas—. Pero ¿qué hace aquí, señor?
—Estoy haciendo un viaje por Sudamérica. Tengo intención de viajar por tierra hasta Lima, luego ir a México y después volver a Europa. ¿Puedo presentarle al señor Martens, que es hijo del cónsul austríaco en Londres? Es un artista que viaja solo.
—Encantado de conocerlos, caballeros —saludó Martens, un tipo bajo y de huesos finos con patillas de tono cobrizo y expresión agresiva.
—Caballeros, por favor, el tiempo apremia —dijo FitzRoy con un dejo de exasperación—. ¿Dónde están las familias británicas en este momento?
—Se han refugiado en la aduana, en el espigón.
—Entonces nuestro primer cometido es traerlas sanas y salvas al Beagle. Podrán usar los camarotes de los oficiales. Señor Bennet, prepare los botes para trasladarlas. Señor Chaffers, tomará el mando del Beagle. Coloquen las redes para evitar el abordaje, carguen los cañones y apunten hacia la orilla. Si viera acercarse a alguien ajeno a nuestra partida, tiene mi permiso de hacerlo saltar por los aires hasta el día del juicio final. Señor Sulivan, usted se encargará de armar con mosquetes, pistolas y alfanjes a un pelotón de cincuenta hombres. Señor contramaestre, abra la armería, si es tan amable. Tendremos que arreglárnoslas como sea para llegar al fuerte y tomarlo. Me parece que constituye la llave de la ciudad. Si pudiéramos hacernos con el fuerte y el puerto, ya no podrían echarnos, y entonces tendríamos el control de los accesos a Montevideo por tierra y por mar. Hasta este momento, es probable que los sublevados no hayan encontrado resistencia, de modo que deben de haber bajado la guardia. Si tenemos suerte, incluso pueden haber empezado a celebrar el éxito del levantamiento de un modo prematuro. En cualquier caso, les daremos considerables argumentos para convencerlos de que no deben saquear las propiedades británicas.
La admiración que Darwin sentía por ese hombre se intensificó. Había momentos en que la lucidez era de suma importancia, y ése era uno de ellos. Había mujeres británicas en peligro, mujeres como Fanny Wedgwood, y él podía ayudar a FitzRoy a salvarles la vida. Comprendió que preferiría seguir a FitzRoy al mando de cincuenta hombres que a cualquier otro que estuviese al mando de quinientos. Y eso era lo que se disponía a hacer, seguirlo, con un mosquete en una mano, una pistola en la otra y un alfanje entre los dientes.
—¡Que tenga suerte, señor! ¡Deles su merecido! —dijo Jemmy Button calurosamente tras aparecer junto al grupo ataviado con su chaqué y sus guantes de cabritilla.
—Perdone —murmuró el coronel Vernon—, ¿es un indio ése?
—Un indio fueguino, sí —confirmó Darwin.
—Extraordinario.
Los hombres del Beagle formaron en el espigón, entre una fila de tambaleantes grúas de muelle y frente a una hilera de casetas destartaladas. Desde allí emprendieron la marcha hacia la ciudad, a través de largas y estrechas calles que seguían la línea de costa de la península. El río constituía una presencia constante; allí tenía un tono marrón más oscuro que en Buenos Aires, y cuando el sol se reflejaba en el agua, en cada cruce resplandecía un rectángulo oscuro. A su paso iban dispersando legiones de ratas, que salían de sus escondrijos en los montones de verduras, despojos y fruta podrida que había tirada sobre los adoquines. Aunque podía oírse algún disparo ocasional retumbando en las callejuelas, no había señal de los sublevados, que continuaban parapetados en la ciudadela. Montevideo parecía desierta, a excepción de los cadáveres humanos o bovinos que encontraban a su paso, y de las ratas que se atracaban de carroña. Los ciudadanos, acostumbrados a esos episodios, habían desaparecido prudentemente en el interior de sus casas. Los marineros oían la siniestra cadencia de sus propios pasos resonando en las paredes, y su intrusión se les antojaba casi descortés en las tranquilas y angostas calles.
Más allá de las murallas enlodadas y el foso, la bahía se curvaba hacia el oeste, donde se alzaba hasta un cabo de gran altura que daba su nombre a Montevideo. Ahí, en la cima, se asentaba la fortaleza del Cerro, una atalaya blanca y elegante levantada sobre el caos. El tortuoso camino que conducía al fuerte estaba desierto. Tardaron dos horas enteras en recorrerlo, con FitzRoy caminando con determinación a la cabeza. Darwin, que al principio andaba a su lado con entusiasmo varonil, empezó a sudar de forma desagradable por culpa del sobretodo y el grueso chaleco de lana, pero siguió, decidido a toda costa a no quedarse atrás. A su lado iba Bathurst, el cónsul general, resollando; sus cortas piernas se movían como dos pistones.
Si sus defensores hubieran estado alerta, el fuerte habría sido invulnerable a cualquier ataque, a menos que éste procediera de varios buques de guerra a la vez provistos de cañones pesados. Lo cierto es que la aproximación de los marineros —de hecho, todo su avance alrededor de la bahía— podría haberse distinguido desde las almenas sin problemas. Pero FitzRoy había acertado con sus conjeturas: cuando llegaron al límite del alcance de los mosquetes, mandó a investigar a unos exploradores, que al volver informaron de que las puertas del fuerte estaban abiertas de par en par. En el edificio había sólo dos centinelas, y a juzgar por las apariencias, estaban completamente borrachos e inconscientes. Se envió a la fortaleza a seis marineros, que cayeron sigilosos sobre los centinelas y los apresaron. En un cuarto de hora la partida del Beagle se había apoderado del fuerte.
FitzRoy y Sulivan se subieron al tejado alto y plano de la fortaleza y evaluaron la situación. Ante sus ojos se abría un magnífico panorama. En ese momento se oyeron tres campanadas desde una iglesia lejana; la pequeña ciudad blanca asentada en el prominente dedo de roca e iluminada por el sol parecía en paz consigo misma.
—¿A qué distancia diría que está, señor Sulivan? ¿Dos millas y media a vuelo de pájaro? ¿Se encuentra a tiro de esos cañones de sesenta y cuatro libras?
—Efectivamente, señor. —Sulivan sonrió—. Son presa fácil.
Los grandes cañones del fuerte, apuntados hacia el oeste y el sur para disuadir cualquier invasión por tierra y por mar, se giraron hacia el este para apuntar a la ciudadela. Ahora la hermosa vista quedó tapada por las siluetas negras y austeras de los cañones, formados en filas paralelas a lo largo de las almenas. En su base se amontonaron rápidamente pirámides de balas de cañón, revelando una sobreabundancia de munición.
—¿Señor Dumas?
—¿Capitán?
—Le agradecería mucho que se pusiera a la cabeza de una delegación para parlamentar con los sublevados. Infórmeles de que la Marina británica ha tomado posesión del fuerte y del puerto, y que el buque de Su Majestad Druid regresará de Buenos Aires mañana por la mañana. Su situación es insostenible. Tienen tiempo hasta el anochecer para volver a sus cuarteles, después de lo cual no se comentará nada sobre este lamentable incidente. Si, en cambio, se niegan a obedecer, empezaré a disparar contra la ciudadela al alba. Y cuando llegue el Druid, le haré señas para que hagan lo mismo.
Dumas se marchó rápidamente para cumplir la tarea que le habían encomendado. No quedaba nada más que hacer salvo bloquear la entrada principal, apostar centinelas y esperar. Encontraron en las cocinas una reserva de sabrosa carne, que asaron en el pequeño patio, y la acompañaron con jarras de cerveza de la bodega.
Masticando ávidamente un grueso filete de carne, Darwin sintió una oleada de entusiasmo por la fácil victoria junto con una ligera decepción porque FitzRoy hubiese evitado un derramamiento de sangre una vez más. Oh, si al menos hubiera podido probarse como tirador, y haber abatido a un par de sublevados de tez oscura…
El coronel Vernon se acercó con un enorme trozo de carne asada en una mano.
—Buenas tardes, coronel —lo saludó Darwin cortésmente—. Cuénteme, ¿está disfrutando de su viaje?
—Bien, para serle franco, querido amigo, le diré que no pensaba que Uruguay valiera mucho la pena, pero ahora me doy cuenta de que es un lugar magnífico, francamente magnífico.
El día siguiente transcurrió como si la sublevación nunca hubiera sucedido. Los amotinados habían aceptado la oferta de FitzRoy, se les había pasado la borrachera y regresaron a sus cuarteles. Para los ciudadanos de Montevideo la vida volvió a la normalidad, si es que realmente había ocurrido algo anormal el día anterior. El presidente Lavalleja regresó de Colonia y anunció que, en honor a FitzRoy, se celebraría un gran baile en el teatro Solís. Las calles aparecieron misteriosamente limpias de escombros, se abrieron las tiendas, y las elegantes damas de Montevideo volvieron a dar su paseo diario por las calles de la ciudad con sus vestidos ceñidos y sus velos de seda negra, velos que no sólo ocultaban la cabeza y los hombros sino también un ojo, dejando que el otro pestañeara de un modo tentador y fascinante, o así les pareció a Darwin y a Hamond, que estaban sentados en la plaza de la Independencia en compañía de Augustus Earle y admiraban el espectáculo que se les ofrecía.
—Son verdaderos ángeles —gimió Darwin mientras una dama se paseaba ante ellos con la falda ceñida hasta el punto de que insinuaba la curva de sus caderas—. ¡Y qué recatadas son! El velo es un toque de lo más pudoroso. Son verdaderas damas, no hay duda.
—No a-andan, se d-deslizan por el s-suelo —suspiró Hamond.
—Hacen que uno se dé cuenta de lo bobas que son muchas mujeres inglesas, que no saben andar ni vestir.
—Y qué b-bonita suena la palabra s-señorita, en comparación con s-su equivalente i-inglesa.
—A todas las mujeres inglesas les iría bien venir a Sudamérica a aprender lo que es bueno. La gracia de estas damas españolas es casi… espiritual.
Augustos Earle no decía nada, pero no les quitaba los ojos de encima a las mujeres.
Darwin y Hamond tuvieron ocasión de continuar su conversación el siguiente sábado por la noche, sentados en un palco dorado del teatro Solís, mientras observaban el ajetreo del baile a sus pies. Las damas de Montevideo habían sustituido sus velos de seda y sus ajustados vestidos por ostentosos tocados y estrafalarios trajes de pavo real, que, vistos desde arriba, se abrían como escarapelas a cada movimiento de cadera. La música era más lenta que la de un baile inglés, y la danza, más formal, pero se ejecutaba en parejas y no había brazos entrelazados, enganches, inclinaciones ni reverencias. Los bailarines parecían mirarse directamente a los ojos, con un ardor estudiado. Había algo perturbador en la serena e intensa formalidad de todo, y Darwin empezó a sentirse acalorado. Se fijó en Augustus Earle, que de algún modo había conseguido agenciarse una pareja de baile, avanzando valientemente hacia la palestra. Resultaba difícil decir qué era más irritante: el hecho de que Earle conociese los pasos de baile, que se hubiera tomado la molestia de afeitarse y acicalarse (la primera vez en muchos meses), o que hubiera encontrado una pareja con tanta facilidad.
—Ese hombre —observó Darwin, que después de varios meses de abstinencia había bebido alguna copa de más— es excesivamente atrevido.
—¿Ha p-perdido el p-paso? —preguntó Hamond, embriagado a su vez.
—Quiero decir que me temo que sus intenciones hacia la buena dama podrían no ser tan… tan respetuosas con el honor de ella como ella desearía.
Justo en ese momento, la pareja de baile de Earle echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa lasciva, imposible de oír debido al estruendo de la orquesta.
—El p-pelo peinado hacia atrás y r-recogido en un lazo… me recuerda a un c-cuadro de la Virgen que v-vi una vez. Esa joven tiene la m-misma i-inocencia.
—Con todo, cualquiera de los presentes puede sacarla a bailar. ¡Cualquiera! No hay un maestro de ceremonias. Las normas de la casa no pueden ser más insatisfactorias. —Darwin se encendió—. Es una fiesta abierta, completamente abierta, a las clases sociales más bajas; sin embargo, nadie parece haber previsto que vayan a producirse alborotos. ¡Qué diferentes son las costumbres de los ingleses en este tipo de celebraciones nocturnas!
—M-muy d-diferentes.
Augustus Earle había logrado pasarle un brazo por la cintura a su pareja.
—¡Uno debería temer por el decoro público en un evento de este estilo! —se quejó Darwin.
—Quizá están c-contentos porque no están m-muertos. Todos mis a-amigos están m-muertos —dijo Hamond con un tono siniestro y bebiendo otro sorbo de cóctel de limón.
—Es verdad. Podrían haberlos matado en la revolución. A nosotros mismos podrían habernos matado en la revolución.
—Y p-podríamos morir ahogados en el s-sur.
—Cierto.
Con la mente embotada por el alcohol, Darwin tuvo un vislumbre de ese terrible pensamiento. Podría haber muerto durante la sublevación. Gracias a Dios, FitzRoy había evitado el tiroteo. Y podría, como Hamond había dicho tan gráficamente, morir ahogado en el sur. Pero aún no estaba listo para ir al cielo.
—Si n-nos ahogamos, ¿usted cree q-que iremos al c-cielo? —Hamond parecía haber leído sus pensamientos.
—Por supuesto que iremos. —«Pero ¿iré yo?», se preguntó. ¿Acaso no había puesto en duda las enseñanzas de la Biblia? ¿Acaso no había cuestionado el relato bíblico del diluvio universal? ¿No le condenaría Dios su osadía en el futuro? ¿Podía expiar su culpa ahora, antes de que fuera demasiado tarde?—. ¿Hamond?
—¿Sí?
—¿Cree que habrá un capellán inglés aquí, en Montevideo?
—Claro que sí. En toda ciudad que se precie hay un capellán inglés.
—¿No piensa que sería prudente recibir el sacramento de la Eucaristía antes de embarcar rumbo al sur?
—¿Cuándo? ¿Ahora?
—¿Cuándo si no? Mañana mismo levamos anclas. La Eucaristía es un sacramento con el que muchos practicantes se comprometen a llevar una vida mejor, para estar en paz con Dios.
—Entiendo lo q-que quiere d-decir.
Y así fue como, tras efectuar unas discretas averiguaciones, los dos caballeros, bastante aturdidos por el alcohol pero animados por la conversación anterior, se encontraron aporreando la puerta de una casa de la avenida Bolívar a primeras horas de la madrugada del domingo.
—Tarda mushísimo, ¿no le pareshe?
—Quizá esté d-durmiendo.
—Es domingo por la mañana.
Finalmente oyeron el ruido de los cerrojos al descorrerse, y la puerta se abrió con un chirrido. Ante ellos se presentó un caballero de cejas pobladas, con gorro de dormir y bata, que, a la escasa luz de una lámpara de aceite, les lanzó una mirada furibunda.
—¿Qué diablos hacen golpeando la puerta a estas horas? —les dijo en español.
—¿Reverendo señor Maynard? Somos británicos.
—Les he preguntado qué diablos hacen golpeando la puerta a estas horas —repitió en inglés.
—Nos p-preguntábamos si podría darnos la c-comunión, por si nos ahog-gamos.
—¡Pero si casi son las dos de la madrugada!
—Sabemos la hora que es, señor, pero es que es muy, muy importante que nos dé la comunión para que no vayamos al infierno.
—¿Al infierno? Es exactamente adónde merecen ir, por despertar a un caballero decente a estas horas. Márchense de aquí enseguida antes de que llame a la policía, ¿me oyen? ¡Y váyanse de paso al infierno! Buenas noches, caballeros, si es que puedo llamarlos así.
El reverendo Maynard retrocedió unos pasos y les cerró la puerta en las narices con estruendo, dejando a los dos jóvenes en la calle oscura y solitaria.
—¿Hamond?
—¿S-sí?
—Yo diría que no ha salido del todo bien.
La costa patagónica apenas se elevaba sobre el horizonte, como un borrón azul e impreciso a estribor. El Beagle surcaba el fuerte oleaje, manteniendo el rumbo a duras penas y renunciando a la exactitud en la navegación en beneficio de la velocidad, no fuera que los ajustes de timón frenaran su avance. FitzRoy estaba ansioso por llegar a las costas del Sur y poder cumplir su cometido. Ya habían perdido un tiempo precioso con cañoneos indiscriminados, sublevaciones militares y grandes celebraciones. Ahora que habían enviado los fósiles a Inglaterra, las cubiertas volvían a mostrarse impolutas. Si Wickham hubiera estado presente, se sentiría muy satisfecho. Darwin, arrepentido, yacía mareado y hecho un ovillo sobre el planero, sintiéndose morir como tantas otras veces, sólo que ahora el mar tenía poco que ver con su estado. Hamond, que se encontraba igual de mal, no pudo disfrutar de ese lujo, y en lugar de ello sufrió en silencio en su puesto de la cubierta principal, como una presencia pálida y desfallecida. Su único consuelo, quizá, fue que su estado pasaba inadvertido, pues era la primera mañana en que se permitía oficialmente la barba a bordo en vista del largo invierno que los esperaba. Mientras el viento se levantaba y la llovizna les azotaba el rostro, todos los hombres de la cubierta llevaban gruesos abrigos, botas engrasadas, sombreros de hule y barba de un día.
Pero en esa formación de hombres desastrados había excepciones, por supuesto: podía verse a Jemmy Button paseando por la cubierta con un abrigo de velarte escarlata, un pañuelo, un reloj de bolsillo y sus guantes favoritos de cabritilla. El fueguino había atravesado los trópicos con ese atuendo u otro similar, sudando valerosamente, y ahora que las temperaturas habían descendido recibía la recompensa por su perseverancia. Sin embargo, como sabían todos, a la mínima mota de suciedad o mancha de grasa o alquitrán en sus botas, bajaba como una flecha a donde Day y Martin guardaban los productos de limpieza del calzado de los oficiales. Jemmy iba bien afeitado, y lo mismo York, pues los fueguinos compartían con la buena sociedad británica el principio elemental que consideraba el pelo facial como algo primitivo, más propio de animales que de hombres; claro que por entonces los dos fueguinos usaban una navaja en lugar de arrancarse pelo por pelo con una concha de mejillón afilada. En cuanto a su mentor, el reverendo señor Matthews, tampoco lucía barba alguna por la sencilla razón de que, aunque había intentado dejársela, no le crecía.
El único miembro de la tripulación que habría llevado cualquier tipo de barba con naturalidad, Augustus Earle, había dejado repentinamente el barco en Montevideo. Oficialmente, el artista había aducido un reumatismo avanzado, un mal que no habría podido beneficiarse de las desapacibles temperaturas del verano en el cono sur, pero muchos sospecharon que en su decisión de permanecer en la capital uruguaya también habían influido otros motivos de naturaleza más atractiva. Su sustituto de última hora, el pequeño angloaustriaco Conrad Martens, sentado al socaire en el castillo de popa y envuelto en un grueso abrigo Petersham, estaba ultimando un esbozo topográfico de la costa. Fuegia Basket, que aún llevaba religiosamente el sombrero real, cada vez más deshilachado, miró por encima del hombro del muchacho un momento, y luego dio unos saltitos por la escalera para cogerle la mano a York Minster. Mientras lo hacía, el señor Matthews se desplazó diplomáticamente al otro lado del fornido indio. En sus intentos por congraciarse con los fueguinos, había acabado aprendiendo por las malas que no era recomendable cruzar la línea invisible que separaba a York de su amada.
—¿Qué haces? —le preguntó Fuegia a Sulivan, que estaba junto al pasamanos mirando por un catalejo y tomaba notas con un lápiz.
—Estoy escribiendo observaciones geológicas de la costa. Registro todas las piedras. Es para el filósofo, pues se encuentra demasiado enfermo para hacerlo él mismo. —Le enseñó el bloc de notas, donde había garabateado: «Una capa gruesa y blanca. ¿Tiza? ¿Piedra pómez? Capa de guijarros de pórfido encima».
—Pobre, pobrecito Filos —intervino Jemmy—. No le gusta nada que el barco suba y baje.
—Cierto —dijo Sulivan, callándose la verdadera causa del mareo de Darwin.
—Mi amigo de confianza el señor Bynoe lo curará. Tiene muchas medicinas buenas.
Jemmy había empezado a llamar a Bynoe su amigo de confianza después de probar varios de sus remedios para el dolor de barriga y otros males menores. De hecho, Jemmy se había quedado tan impresionado ante el gran surtido de botes y frascos del cirujano, que la frecuencia de sus enfermedades imaginarias había aumentado de forma espectacular. Era raro el día que no se lo veía salir orgullosamente de la enfermería con una ampolla de polvos Gregory, calomelanos u otro purgativo.
De pronto York cogió a Sulivan del brazo; sus facciones habitualmente implacables estaban ahora iluminadas por la sorpresa.
—¡Mire, señor Sulivan, mire! Un pájaro, todo igual que un caballo.
—¿Dónde? —El joven se volvió.
—¡Allí! Corriendo en playa. Un pájaro, todo igual que un caballo.
—¿En la playa? —Incluso Sulivan, con su vista formidable, a duras penas podía distinguir la playa, y mucho menos ningún detalle de la misma.
—¿Ves algo, Jemmy?
—Oh, sí, señor Sulivan, un pájaro grande. Corre muy deprisa. Es un corredor de primera.
—Un pájaro, todo igual que un caballo —repitió Fuegia como un loro.
—¡Que me aspen si sé de lo que están hablando! —dijo Matthews malhumorado, escudriñando el horizonte con los párpados entornados.
Sulivan se acercó el catalejo a un ojo y barrió con él la lejana orilla de izquierda a derecha. Y entonces lo vio. Allí estaba. Era un enorme ñandú macho que se escabullía entre los bajíos: los poderosos músculos de sus patas se tensaban y relajaban a cada paso.
—Es un ñandú, York, un avestruz americano. Pero ¿cómo has podido verlo desde tan lejos? Capitán FitzRoy —llamó—, esto es realmente increíble, señor.
Cuando FitzRoy se hubo acercado, se le comunicó el prodigioso descubrimiento que acababan de hacer, dos años y medio después de que los tres indios se hubieran subido al barco: que el alcance de la vista de los fueguinos era muy superior al de cualquier hombre normal.
—He oído hablar sobre esos pájaros, señor —dijo Jemmy con desdén—. En la tierra de los onas son muy comunes.
York lanzó una fiera mirada a Jemmy, que retrocedió un paso para esconderse detrás de la alta figura de Sulivan.
«Hay muchas cosas que ignoramos de ellos —pensó FitzRoy—. He estado tan preocupado por enseñarles nuestro mundo que he descuidado analizar qué es lo que hace su mundo tan diferente y especial».
—¿En tu país todos tenéis esta vista tan penetrante, Jemmy?
—Por supuesto, capitán FitzRoy. Mi tribu es una buena tribu, y ve muy lejos. Mi país es un buen país. Muchos árboles, muchas focas. Cuando usted vea Woollya, dirá: «Es un país bonito, tan bonito como Gran Bretaña». —Lo obsequió con una sonrisa cálida y orgullosa. El capitán le sonrió a su vez.
«Hace casi tres años que no ve su patria —pensó—. Dios mío, espero que el impacto no sea demasiado fuerte».