Río de Janeiro
3 de abril de 1832
Fueron a buscarlo al amanecer. Darwin despertó al notar una mano que le tapaba la boca con firmeza; a continuación otras manos le inmovilizaron los brazos y le cubrieron los ojos con una venda. Mientras daba traspiés y temblaba presa de los nervios, fue escoltado por la escala hasta salir a la cubierta principal; allí lo ataron fuertemente a una silla, que subieron a un tablón, y lo dejaron suspendido en el vacío. El viento le azotó las mejillas. Darwin podía oír el ruido del tablón al balancearse en el aire y el agua al agitarse por debajo.
—¿Es usted, Darwin? —Era la voz de FitzRoy.
—Sí.
—¿Está bien?
—Creo… creo que sí. ¿Van a matarnos?
—¿Matarnos? ¿Qué diablos está diciendo?
Darwin percibió un tamborileo a su derecha. Cuando le quitaron la venda de los ojos, pudo ver una horripilante aparición: un hombre de la tripulación, semidesnudo, con la piel pintada por completo de verde, blandía una lanza tallada toscamente. A su alrededor pululaban otros seres demoníacos, con el pecho al descubierto y círculos rojos y amarillos en torno a los ojos, muy abiertos.
—Bienvenido al reino de los mares —dijo solemne el hombre de verde—. Soy el rey Neptuno.
—Es un ritual que a los marineros les encanta representar cuando cruzamos el ecuador —explicó FitzRoy con tono cansado—. Es conocido como el «Paso del Ecuador». Les proporciona una satisfacción inmensa.
Darwin miró abajo y vio que el agua que se agitaba bajo sus pies estaba dentro de una vela enorme que sostenían firmemente varios marineros.
—Aféitenlos —ordenó el rey Neptuno con voz estentórea.
Les embadurnaron la cara con una mezcla maloliente de pintura y brea a modo de espuma de afeitar, y acto seguido se la rasparon con un serrucho de metal oxidado.
—Enjuáguenles la cara.
En ese momento llegaron dos pilluelos sonrientes y cubiertos por estrafalarias pinturas de guerra, que, tras una inspección más de cerca, resultaron Musters y Hellyer. Alegremente vaciaron cubos de fría agua salada sobre la cabeza de FitzRoy y Darwin.
—¿Lo ves? —le dijo Musters a Hellyer—. Ya te dije que nos dejarían hacerlo. ¡Qué divertido!
—Le aseguro, Darwin, que si usted no estuviera aquí como mi compañero de viaje, sería mucho peor —afirmó FitzRoy con su tono más conciliador.
—A mí me parece que esta «ceremonia» es de algún modo una parodia del sacramento del bautismo. No sé si la apruebo del todo.
—Para quienes las preparan, los efectos de estas mascaradas son absolutamente positivos. Mucho tiempo después siguen hablando de ellas.
La conversación se interrumpió en el momento en que los dos tablones se inclinaron hacia delante y FitzRoy y Darwin, aún atados a sus sillas, cayeron de cabeza en la fría agua salada de la vela que había a sus pies.
—Qué estúpidos pueden llegar a ser estos marineros —refunfuñó Darwin un momento después mientras se secaban en el camarote de FitzRoy.
—La verdad es que es una locura un poco absurda —convino FitzRoy.
—Y de lo más desagradable.
Dejando a un lado los rituales del ecuador, el viaje transcurrió apenas sin incidentes, ensombrecido tan sólo por la prohibición de hacer escala en Tenerife, adonde ya habían llegado las noticias del brote de cólera de Londres. En las islas de Cabo Verde aprovecharon los vientos alisios del nordeste, y a partir de entonces la travesía se aceleró. Darwin se pasaba el tiempo pescando medusas y seres marinos microscópicos mediante una red casera confeccionada con estameña y un aro de metal. El teniente Wickham maldecía una y otra vez al «filósofo papamoscas» por los especímenes que brillaban y rezumaban en su impoluta cubierta, pero nunca abandonaba su tono jocoso.
—Si yo fuera el capitán, lanzaría toda esa basura por la borda, y a usted detrás —rugía.
Para FitzRoy los días eran siempre iguales: desayunaba a las ocho, después hacía la inspección matinal del barco, al mediodía revisaba los cronómetros, comía a la una —arroz, guisantes y pan— en compañía de Darwin, y se pasaba la tarde con Hellyer repasando papeles y escribiendo el diario de bitácora. Pese a ello, aún encontraba tiempo para enseñarle a Darwin cómo secar, conservar y tomar nota de los especímenes marinos, cómo hacer los dibujos y las mediciones y escribir las notas, y cómo pegar etiquetas a los recipientes donde se guardaban las muestras, así como a llevar un registro de cuándo y dónde habían sido pescados. Darwin, por su parte, estaba asombrado de que FitzRoy no se pasara el día recorriendo la cubierta ataviado con su uniforme de gala, como Nelson en el fragor de la batalla.
Al finalizar la jornada, tras una cena consistente en carne, encurtidos, manzana seca y zumo de limón para prevenir el escorbuto, Darwin iba a ver a Wickham o Sulivan, para conversar con ellos un rato junto al timón; a menos que fuera domingo, por supuesto, ya que ese día Sulivan estaba excusado de sus obligaciones por razones religiosas. En las noches sin viento de los trópicos, Darwin se sentaba en compañía del guardiamarina King en el botalón, mirando cómo las olas chocaban contra la proa. Ésas eran las noches que más le gustaban; cuando el viento era suave y cálido, las estrellas refulgían en un cielo límpido, y las velas, henchidas por una leve brisa, tamborileaban contra los mástiles.
Pero cuando se levantaba el viento y el Beagle navegaba a toda vela, el mareo y las náuseas regresaban, y Darwin iba a encerrarse en su camarote, en el extremo más «movido» del barco. Si encontraba a Stokes trabajando en el planero, no podía extender la hamaca, así que el ayudante de topógrafo lo dejaba echarse sobre la mesa y trabajaba junto al cuerpo acurrucado del filósofo.
—Amigo mío, estoy tan mareado que debería tumbarme un rato —jadeaba Darwin antes de caer rendido sobre los rollos de mapas de la costa brasileña.
Jemmy Button entraba en el camarote y le lanzaba una mirada compasiva.
—Pobre, pobre hombre —exclamaba, y a continuación se daba media vuelta tratando de contener una sonrisa, pues no le cabía en la cabeza que el simple movimiento del mar pudiera hacer daño a nadie.
A veces, cuando FitzRoy estaba absorto en sus papeles, y Usborne o Sulivan eran los oficiales de guardia en ese momento, reducían velas con disimulo para aliviar el malestar del filósofo. «No hay en el mundo un puñado de hombres mejores», pensaba Darwin a punto de vomitar. Incluso perdonó a Sulivan por despertarlo una mañana gritando emocionado que acababan de avistar una orea a babor. En camisa de dormir y con el rostro demudado, subió a toda prisa a la cubierta principal, para ser recibido con una salva de risas de los hombres que formaban la guardia de la mañana, y darse cuenta de que era el 1 de abril, el día de los Inocentes.
Dos días después arribaron al puerto de Río de Janeiro, e hicieron una orgullosa entrada con todas las velas desplegadas, dispersando bandadas de piqueros de pico amarillo a diestro y siniestro. Navegaron veloces hacia el Ganges y se detuvieron a su lado describiendo una espectacular pirueta. En ese momento FitzRoy ordenó aferrar las lonas y arriarlas inmediatamente después hasta el último centímetro. Sabía que todos los barcos del puerto los estaban observando, y pidió a Dios que le perdonara ese pequeño acto de vanidad. La exhibición fue impecable; no había en el mundo un buque de guerra que se atreviera a retar de nuevo al pequeño bergantín en una competición de desplegar velas. Todos los capitanes reunidos en Río de Janeiro conocían la humillación sufrida por el Samarang. Hasta Darwin se ofreció para ayudar con las velas, así que Wickham le dio un sobrejuanete real para que lo sostuviera con las dos manos y una amura de la vela bordada del mastelero para aguantarla entre los dientes, y le dijo que debía soltarlo todo en el momento en que oyera la orden de «acortar velas». De pie, vestido con el gabán, el chaqué, el chaleco cruzado, el alzacuello y un fular, con un cabo en cada mano y otro entre los dientes, el pobre hombre era todo un espectáculo. Tal vez Wickham se hubiera excedido al tenerlo apostado cinco minutos antes de lo necesario, pero el filósofo estaba demasiado ilusionado por formar parte de la tripulación número uno de Sudamérica para reparar en las bromas de sus compañeros de barco.
A mediodía, FitzRoy y Stebbing consultaron los cronómetros, revisando de nuevo la posición de Río de Janeiro en las cartas, y pudieron confirmar lo que ya habían sospechado a medida que el Beagle se aproximaba a la ciudad: el mapa de la costa contenía errores garrafales.
—Está muy claro. —FitzRoy expuso a Darwin el problema mientras almorzaban—. Existe una discrepancia de cuatro millas entre las posiciones de Río de Janeiro y Bahía. Eso significa que una de las dos ha sido ubicada siempre en un lugar equivocado.
—¿Quiénes hicieron las cartas?
—Esas cartas son francesas, y las realizó el barón Roussin. El Almirantazgo nunca ha contemplado la necesidad de repetir su trabajo.
—McCormick estará contento.
—Vamos a sufrir las inconveniencias.
—¿Por qué? ¿Cuánto tiempo tardará Stokes en trazar una nueva carta?
—El tiempo que tardemos en navegar de vuelta a Bahía.
—¿De vuelta a Bahía? ¡Pero si está a ochocientas millas al norte! ¿Acaso puede permitirse perder tanto tiempo?
—No. Pero no tengo otro remedio. Si ya en el comienzo del cálculo existe un error, no podré concluir la serie de distancias meridianas.
—¿Cuánto retraso nos ocasionará?
—Dos meses. Pero le sugiero que pase ese tiempo en tierra firme, amigo mío. Podría aprovechar para explorar el bosque tropical y recolectar especímenes. Daré permiso a Earle para que lo acompañe, con objeto de que pueda hacer sus dibujos, y también al señor King.
—¿El señor King?
—Para serle franco, el señor Stokes va a necesitar el camarote de cartografiar para él solo. No quisiera que la nueva carta del Almirantazgo sobre la costa brasileña incorporara la rodilla izquierda del filósofo del barco.
—Siéntase un hombre afortunado, querido FitzRoy, de no tener que cruzar dos veces más el ecuador.
—Brindemos por ello.
Y los dos jóvenes entrechocaron sus vasos de agua.
• • •
Darwin se quitó su sombrero jipijapa —había cambiado su sombrero de copa por un jipijapa como una concesión a la informalidad— y se secó la frente. El termómetro marcaba casi treinta y seis grados centígrados. Miró con envidia a Patrick Lennon, que, con la camisa desabrochada y pantalones de algodón, transmitía una sensación general de frescura; pero en su calidad de filósofo natural del Beagle, él debía mantener cierto decoro en la vestimenta. Lennon era un joven irlandés encantador y lleno de energía, propietario de una plantación de café, a quien había conocido en una comida de etiqueta a bordo del Warspite, y que se había ofrecido a llevarlo a su fazenda, a varias jornadas tierra adentro. La partida estaba formada por siete hombres: ellos dos, cuatro portugueses y un guía mulato de trece años. Habían salido temprano, montados en caballos de un negro brillante, y habían cabalgado por las lomas de detrás de Praia Grande, a través de plantaciones de café y cañas de azúcar que susurraban a su paso. Cuando el sol se elevó en el firmamento, la luz cerúlea del amanecer dio paso a los intensos colores de la selva: el verde esmeralda de las esbeltas palmeras que se mecían como los mástiles de un barco, el azul turquesa de las mariposas que revoloteaban aquí y allá; los tonos cobrizos de los inmensos hormigueros que crecían a ojos vistas; y los matices rojizos del lecho de tierra cálida que se adhería a los espolones de los caballos. Darwin se sentía embriagado; pensó que no había pintor que fuera capaz de captar el esplendoroso colorido de ese paisaje. La belleza de la selva alcanzaba su punto álgido al mediodía, cuando las ramas más altas refulgían de color esmeralda, y los rayos de la luz del sol se filtraban entre las hojas como por la vidriera de una catedral. A sus pies crecía un verdadero invernadero silvestre, caótico y exuberante, con un sinfín de sombrías sendas entrecruzándose.
En Ithacaia, una miserable aldea africana a unos veinte kilómetros al norte de Río de Janeiro, desayunaron feijão —un plato de frijoles negros—, y farinha. Era costumbre del país desayunar cuando hacía ya horas que había empezado el viaje, y tomarse una buena taza de café negro y espeso justo después de despertar. Luego prosiguieron la marcha en dirección a Ingetado, atravesando cortinas de mimosas y laberínticas madejas de zarcillos colgantes. El silencio de la selva era impresionante: mientras que la singladura del Beagle a lo largo de la costa brasileña había sido saludada por una andanada de zumbidos de insectos desde tierra firme que podía oírse a cien metros de distancia en alta mar, ahora, bajo la bóveda de la selva, apenas se distinguía un solo ruido, con la única excepción del ajetreo de un batallón de hormigas cortahojas negras y de cabeza brillante, que se extendían en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista. Darwin se detuvo para colocar una piedra en medio de la procesión de hormigas, que no la rodearon, sino que se lanzaron con furia contra su inmutable atacante. El joven se preguntó si se trataría de la especie que Linnaeus había descubierto en 1758. Lennon y sus compañeros lo ignoraban. Cada vez que Darwin inquiría el nombre de una flor en concreto, obtenía la misma respuesta en portugués: «Flores». Siempre que preguntaba cómo se llamaba un animal determinado, le decían: «Bixos». La taxonomía no parecía una especialidad local.
Se acostaron junto a un matorral a la tenue luz de la luna, y bajo las estrellas, la selva cobró vida. De pronto empezó un concierto de ranas, iluminadas por titilantes luciérnagas, y los lamentos quejumbrosos de las agachadizas proporcionaron una melodía de contralto. Desayunaron el feijão y la farinha de rigor en la aldea Madre de Dios, entre cortinas de agua y pájaros revoloteando furiosos en torno a flores de la Pasión. En cuanto amainó la tormenta, de la vegetación circundante surgieron densas columnas de vapor blanco que se elevaron al cielo rápidamente.
En el río Macaé, donde tuvieron que desmontar y vadear el torrente a nado junto a los caballos, llegaron a una roca gigantesca que se erguía en una planicie de rododendros.
—Aquí se escondió hace un par de años una partida de esclavos fugitivos —recordó Lennon—. Todos fueron capturados, excepto una mujer vieja, que, antes de que volvieran a ponerle los grilletes, prefirió lanzarse desde lo alto de la roca.
Darwin se estremeció. No había duda de que la selva era un entorno cruel. Mirara donde mirara, se veían enredaderas entrelazadas entre sí como cabello trenzado, luchando por estrangular y dejar sin respiración a su adversaria. Orquídeas exuberantes y parásitas chupaban la sangre de sus víctimas no sin cierta delicadeza. Sobre los podridos cadáveres de los árboles caídos, se arrastraban lianas; los troncos cercenados y abiertos en canal adoptaban las rígidas posturas de la muerte. Darwin se sentía dividido entre la adoración de un Dios capaz de crear una belleza tan espléndida y el sobrecogimiento ante la crueldad de un creador que podía concebir un mundo semejante, fundado en la lucha sin piedad por la supervivencia.
La segunda noche durmieron en Ingetado, después de una cena abundante a base de feijão y farinha. A la mañana siguiente cabalgaron junto a una laguna a muchos kilómetros de distancia del océano; las orillas estaban constituidas por un sinfín de conchas despedazadas. ¿Era ésa la prueba del diluvio universal que FitzRoy tenía tanto interés en demostrar? Darwin recogió especímenes, escarbando debajo de troncos y piedras, a la caza de gruesos y pálidos gusanos, a través de lechos de húmedas hojas y escrutando en las trampas de agua de lluvia que formaban las bromelias en busca de arañas de brillantes colores. En una pila de troncos podridos encontró cientos de preciosos gusanos platelmintos de color naranja y negro, enroscados. Pero ¿acaso no eran seres marinos? ¿Qué hacían los planariae acuáticos allí, tan lejos del mar? Se dio cuenta de que había descubierto una especie nueva para la ciencia, pero ¿qué relación había entre esos gusanos platelmintos terrestres, sus parientes marinos y el Diluvio? Su cabeza daba vueltas una y otra vez a esas cuestiones.
Pasaron la tercera noche en una venda de Campos Novos, donde el posadero poseía nociones rudimentarias de inglés y estaba ansioso por exhibirlas.
—¿Qué tiene para cenar? —preguntó Darwin, hambriento.
—Cualquier cosa que desee, señor —respondió el hombre, dándose importancia con los dedos extendidos sobre la panza.
—¡Gracias a Dios! Entonces, ¿tiene algo de pescado para ofrecernos?
—Oh, no, señor.
—¿Hay sopa?
—Oh, no, señor.
—¿Pan?
—Oh, no, señor.
—Carne secca?
—Oh, no, señor.
Lennon reía a carcajadas.
—Bienvenido a la tierra brasileña, señor Darwin.
Después de un rato, uno de los portugueses del grupo consiguió que el posadero se comprometiera a servirles un plato de feijão o farinha, o ambas cosas a la vez.
El cuarto día la selva se hizo más densa y los chaparrones más frecuentes, y el pequeño guía mulato tuvo que abrirse paso en la espesura con un machete para conducirlos hasta las montañas. Finalmente, a última hora de la mañana, alcanzaron la fazenda de Lennon. La llegada del senhor fue anunciada con una larga campanada y un cañonazo, y una muchedumbre de esclavos negros se apresuró a recibir la bendición de los hombres blancos. A continuación formaron una fila ordenada de batas blancas y almidonadas y entonaron un cántico melodioso y de una belleza sublime. Darwin advirtió que allí Lennon vivía como un rey, que su riqueza era incalculable, y su poder, absoluto. El irlandés sonrió y lo invitó a entrar en la casa.
La fazenda resultó una mansión de dos plantas, pintada de blanco, con pórticos de color azul, un sólido tejado de cañas y un balcón de hierro forjado, que se encaramaba en una loma sobre la que flotaba una capa permanente de nubes bajas. Ni siquiera allí la naturaleza cejaba en su lucha implacable: las raíces de los árboles se arrastraban de un lado a otro del patio; bajo los espejos, se insinuaban las manchas verdes del moho; mientras que las fuerzas opuestas del verdín y el aguacal se disputaban la ocupación de las paredes. En la planta baja había perros, polluelos y niños negros pululando de un lado para otro. Desperdigados sobre los sólidos y dorados muebles, había billetes de banco, sin propósito aparente y mordisqueados por los gusanos.
—Aquí no me sirve de nada —declaró Lennon señalando el dinero—. Y no puedo hacer nada para impedirlo —añadió, refiriéndose a la destrucción gradual de que eran objeto los billetes—. Aquí tengo todo lo que quiero, sin necesidad de dinero. Coja la cantidad que desee.
Darwin rehusó del modo más educado que pudo.
Un criado lo acompañó a su habitación en el primer piso. Había rifles colgados de las paredes, un catre de hierro fundido en un rincón, y las ventanas estaban desprovistas de cristales. Dentro del tenebroso armario había dos frascos con un líquido amarillo que contenían exánimes serpientes grises enroscadas contra el vidrio. Darwin se cambió de ropa y tiró en un rincón sus prendas sudadas para lavar; a continuación bajó por la escalera. Encontró a Lennon en compañía de un portugués menudo y orondo de piel olivácea y de su doble más joven y del sexo opuesto: una mujer pintarrajeada y embutida en un vestido muy recargado.
—Señor Darwin, tengo el honor de presentarle a dom Manuel Joaquem da Figuireda, mi socio, y a su hija donna Maria. Donna Maria está casada con el señor Lumb, de Escocia.
Lumb, que tenía el aspecto lúgubre de una morsa medio dormida, surgió de las sombras para estrecharle la mano, pero no pronunció una sola palabra. Darwin imaginó que Lumb debía de haber pensado que donna Maria era un buen partido.
—¿Caza usted con jauría de perros, señor Darwin? —preguntó dom Manuel sin poder reprimir una sonrisa de suficiencia.
—Por supuesto, señor. ¿Qué inglés que se precie no lo haría?
—Estupendo. Entonces mañana saldremos de caza.
—¿Tienen perros de caza aquí?
—Tenemos cinco —intervino donna Maria, con el acento entrecortado de quien ha aprendido un idioma estudiándolo cuidadosamente—. Se llaman Trumpeta, Mimosa, Clariena, Dorena y Champaigna.
—Pero ¿qué cazan? Me imagino que no habrá zorros por aquí.
—Cazamos monos, señor Darwin. Monos araña. —Dom Manuel rió socarrón y le propinó una palmada en la espalda.
—Ya lo ve usted, señor Darwin, incluso aquí, en la Mata Atlántica, no hay ningún aspecto de la sociedad civilizada que no podamos reproducir. —Lennon sonrió—. ¿Le apetece un café?
Sobre el fogón de hierro forjado había una enorme olla negra con café burbujeando todo el día. A continuación apareció un chiquillo negro sosteniendo una jarra llena de café y varias tazas con unas manos muy sucias, y le tendió una a Darwin.
—Perdón —dijo éste no sin cierto apuro—. ¿Te importaría cambiarme la taza? Ésta tiene huellas de dedos.
De súbito, Lennon agarró una fusta y golpeó al niño en la cabeza, no una, sino tres veces. El pequeño gritó de dolor y pánico. La nariz empezó a chorrearle sangre, que le invadió el labio superior y se le metió por entre los dientes; el esclavo abandonó la casa sollozando, y mientras corría, dejó caer otra taza de café, que provocó un gran estruendo. Darwin se quedó paralizado del espanto. Dom Manuel y su hija siguieron sonriendo como si nada hubiera ocurrido. Lennon, encantador como antes de perder los nervios, pidió disculpas.
—Lo siento por el niño esclavo. Esta gente es incapaz de hacer las cosas bien. ¡Malditos críos! Aquí hay demasiados. Creo que tendré que vender algunos en la subasta pública de Río de Janeiro.
—¿Piensa enviar a los niños al mercado, y separarlos de sus padres? —Darwin seguía estupefacto, y le costaba hablar.
—Oh, están acostumbrados, señor Darwin. Los salvajes no tienen relaciones sentimentales e íntimas como nosotros, los seres civilizados.
A la mañana siguiente pasaron a caballo junto a las cabañas que albergaban a los cientos de esclavos de la plantación y la pequeña iglesia de piedra colindante. Unos cazadores negros vestidos con chaqueta granate cabalgaban delante de la partida con el propósito de rodear las presas y conducirlas hacia los tiradores. Entonces un sacerdote portugués que llevaba un sombrero de ala ancha hizo sonar un cuerno de caza y la partida principal avanzó. Al poco rato fueron ensordecidos por los graznidos y alaridos de una masa asustada de monos, loros, tucanes y otros animales acorralados, que los cazadores abatieron sin ceremonias. Al morir, las colas prensiles de los monos se pusieron rígidas, y los cadáveres quedaron colgando de un modo absurdo de las ramas de los árboles mientras, debajo, los cazadores daban vueltas a caballo tratando de desprenderlos. Darwin no disfrutó nada de la cacería. El episodio del niño esclavo lo había afectado hondamente, y estaba ansioso por volver a la costa.
Al día siguiente aprovechó la oportunidad de regresar a Río de Janeiro en compañía del guía mulato; tomaron una ruta distinta, en dirección a la única embarcación que transportaba pasajeros de una orilla a otra del río Macaé, cabalgando en silencio por la barrera del idioma, que para Darwin era la diferencia menos importante entre los dos. Recogió un insecto disfrazado de palo, una mariposa de luz disfrazada de escorpión, y un escarabajo disfrazado de fruta venenosa, pero ya no tenía el corazón puesto en su trabajo.
Cuando llegaron a la orilla del río, un fornido barquero negro se cuadró junto a una balsa rudimentaria sujetando una pértiga cual centinela medieval.
—Onde você gostaria de ir, Senhor? —preguntó.
—Me gustaría cruzar el río —dijo Darwin.
El guía y el barquero se quedaron mirándolo sin comprender.
—Eu nâo entendo. Onde você gostaria de ir, Senhor? —repitió el hombre.
—Me gustaría cruzar el río —explicó Darwin por segunda vez, agitando los brazos en la dirección que quería tomar.
Mientras gesticulaba, el enorme barquero se encogió, con cara de susto y los ojos muy abiertos; a continuación dejó caer las manos, entornó los párpados e inclinó la cabeza en señal de súplica. Se puso de rodillas y pidió merced en portugués, rogando al hombre blanco que no le pegara. Darwin entendió enseguida lo que había pasado, y sólo sintió vergüenza y asco.
FitzRoy cenó solo, y encontró el plato de arroz y guisantes extrañamente insípido en ausencia de su amigo. Al oír que alguien llamaba a la puerta, se animó repentina y vanamente, pero cuando apareció McCormick en el umbral, enseguida volvió a su estado de abatimiento. Pese a la acostumbrada rigidez de su porte, el bigote del cirujano delataba cierta agitación. Llevaba en la mano izquierda una gran jaula de alambre con un loro de color verde intenso.
—Disculpe, señor, pero debo hablar con usted.
—Estoy cenando, señor McCormick. Ahora no es el momento… ¿no puede esperar a que hayamos zarpado?
—Me temo que no, señor. Es muy urgente.
—¿Tan urgente como para venir con un loro?
—Movido por razones de investigación científica, he comprado el loro esta misma mañana, señor, después de regatear tenazmente, la verdad sea dicha. Perteneció a un marino mercante inglés, de quien adquirió una comprensión rudimentaria de nuestra lengua. Pretendo hacer un estudio de la inteligencia animal, señor, e investigar hasta qué punto estas criaturas perciben el sentido de sus palabras, y en qué medida se limitan simplemente a repetir lo que se ha dicho en su presencia.
—Me alegro de comprobar que se está tomando en serio sus responsabilidades, señor McCormick. Dígame, por favor, qué palabras inglesas ha pronunciado ya su loro.
—Hasta el momento sólo le he oído dos expresiones inglesas, señor. Una de ellas es: «Cielo santo»…
—¡Cielo santo! —corroboró el loro.
—… y en cuanto a la otra, el común decoro me impide repetirla, señor.
—¡Váyase al infierno! —chilló el loro.
—Ésa es la otra expresión, señor. —La mirada de McCormick se quedó en blanco, pero las puntas del bigote se estremecieron con violencia—. Pero debo comunicarle, señor, que no he venido a verlo por el asunto del loro.
—Claro, claro. —FitzRoy hizo ademán de llevarse a la boca un tenedor lleno de guisantes, elegantemente.
—No, señor. He venido a verlo para hablar del señor Darwin.
—¿De veras? —El tenedor con guisantes se quedó detenido en el aire—. ¿Qué le ocurre al señor Darwin?
—Me he enterado, señor, de que los especímenes del señor Darwin se han enviado francos de porte en el paquebote de Su Majestad Emulous. ¿Es eso verdad?
—Lo es.
—¡Cielo santo! —observó el loro.
—Si es así, debo protestar, señor.
—¿Por qué, señor McCormick?
—El señor Darwin no es responsable de reunir una colección de historia natural para la Corona, por lo que no es correcto que la Marina se haga cargo del transporte de su colección privada de ejemplares. Tampoco es correcto que tenga los especímenes desperdigados por la cubierta ni que los carpinteros del barco construyan cajas de embalaje para transportarlos.
—Señor McCormick, lo que es correcto, y lo que no lo es, es cosa mía.
—Me encuentro en una posición delicada, señor. El señor Darwin se sienta a su mesa, conversa con usted sobre libros y demás, mientras que la costumbre de la Marina dicta que todo debate filosófico a bordo debería estar bajo mi jurisdicción, siendo como soy el cirujano del barco. Es más, señor, he oído que el señor Darwin tiene la intención de hacer valer sus derechos de propiedad sobre sus ejemplares cuando regrese a Inglaterra.
—Así es —confirmó FitzRoy.
—¡Cielo santo! —exclamó el loro.
—¿Se ha parado a pensar, señor, que el señor Darwin tal vez pretenda vender dichos especímenes de historia natural en su propio beneficio?
—Lo que insinúa es absurdo, señor McCormick. —A FitzRoy se le endureció la voz—. Le aconsejo que se retracte de su acusación en el acto.
—Recibir dinero por las investigaciones de uno es una vulgaridad.
—Se lo diré una vez más, señor McCormick. Le aconsejo que se retracte de su acusación en el acto.
—¡Cielo santo!
—Le exijo, señor, que el señor Darwin sea despedido del Beagle inmediatamente.
—¿Qué?
—Le exijo, señor —repitió McCormick—, que el señor Darwin sea despedido del Beagle inmediatamente.
—¡Váyase al infierno!
—En caso contrario, señor, presentaré mi dimisión como cirujano del barco.
—Acepto su dimisión, señor McCormick.
—¿Qué?
—¡Cielo santo!
—He dicho que acepto su dimisión como cirujano del barco, señor McCormick.
—¡Cielo santo!
—Me parece que ya he visto de qué pie cojea, señor —dijo McCormick severamente con los labios apretados—, y cuando regrese, haré que se entere todo el mundo en Whitehall. ¡No le quepa la menor duda!
—No me da ningún miedo, señor McCormick. Haga sus maletas y abandone el barco de inmediato. Tiene diez minutos para hacerlo.
Con el rostro convertido en una máscara de furia contenida, McCormick recogió la jaula y se encaminó a la puerta.
—¡Váyase al infierno! ¡Váyase al infierno! —le gritó el loro alegremente a FitzRoy mientras la jaula desaparecía de su vista.
Haciendo una suave presión hacia abajo, Darwin cortó la cabeza de la luciérnaga. El cuerpo sin vida continuó relumbrando contra la penumbra de los escalones de la veranda.
—Pufff —resopló King.
—Mírenlo, miren esto —dijo Darwin, emocionado por el descubrimiento.
Augustus Earle dejó el violín, lo que supuso un descanso para los oídos, pues, siendo benévolos, su técnica podría describirse como rudimentaria, e hizo lo que se le pedía.
—El resplandor continúa después de muerta —explicó Darwin—, lo que significa que es involuntario. Así que cuando la luz de la luciérnaga parpadea, se está apagando, no encendiendo.
—Ya veo —repuso Earle volviendo al violín.
Los tres hombres habían alquilado una casa de campo a unos seis kilómetros al sur de la ciudad, entre Corcovado y la lagoa, junto a la carretera que llevaba a los jardines botánicos. Para Darwin, que se sentía a salvo del mareo y la esclavitud, el lugar era un verdadero paraíso. Frente a la casa se erguían gráciles cocoteros, cargados de pesados racimos de frutos y largas flores lánguidas, como plumas. Por los muros exteriores trepaban pasionarias; sus flores de oscuro carmesí se ocultaban entre las hojas seductoramente. Darwin había pasado el último mes haciendo un estudio exhaustivo de la vida de los insectos de los alrededores, con un exaltadísimo guardiamarina King como único espectador. Juntos habían documentado los siniestros hábitos de la mosca icneumón, que paraliza a su víctima antes de inyectarle huevos en el tejido orgánico, donde eclosionan, se alimentan y crecen hasta convertirse en gruesas larvas que culebrean. A Darwin le costaba conciliar tanto sufrimiento con el amor de un Dios misericordioso, pero se decía: «¿Acaso no sufrió Job espantosamente a manos del Señor?». No se le ocurrió, por supuesto, compartir sus dudas teológicas con su joven compañero.
King, por su parte, le contaba historias del Cono Sur, de icebergs, mares de un rojo bermellón y ballenas gigantes que saltaban fuera del agua, unas historias que sonaban demasiado impresionantes para ser verdad. «Vamos, King —se reía Darwin—, no me venga con sus cuentos de viajeros», a lo que el muchacho replicaba con vehemencia que no había inventado nada. Darwin había descubierto que prefería la compañía de King a la de Earle, el cual le resultaba algo intimidante. El artista ya era un hombre viejo —casi había cumplido cuarenta años—, y estaba aquejado del reumatismo propio de su edad, por lo que se sentaba descalzo en la veranda para pintar o sacar chirridos a su violín, mientras ellos recorrían alegremente los alrededores con sus redes de cazar insectos. Parecían dos niños de vacaciones.
Las invitadas a la cena llegaron justo antes de las ocho en un carromato de dos ruedas enormes y sólidas que semejaban escudos de guerra sajones. De él descendieron un par de mulatas esculturales cubiertas con capas y capas de chales de colores vistosos; llevaban el pelo recogido en lo alto y enroscado en exagerados tocados. Se habían puesto colorete en las mejillas y carmín en los labios, y los ojos eran oscuros y misteriosos por llevar un dedo de maquillaje. Darwin no tenía ni idea de dónde las había sacado Earle, pero reparó, inquieto, en que parecían dos damiselas de mala vida de Haymarket.
—Señor Darwin, señor King, les presento a Rita y a Rosa.
«No es así como se hace —pensó Darwin—. Nos ha presentado en el orden equivocado. Este hombre no tiene ningún sentido de la educación».
Una vez hechas las presentaciones, fueron a sentarse a la mesa. Las mujeres no hablaban nada de inglés, pero parecían contentarse con reír entre ellas. La única comunicación entre los dos grupos de la velada era a través del portugués macarrónico de Earle, dialecto en que resultó defenderse con singular habilidad para flirtear.
El criado les llevó botellas de vino tinto y platos que rebosaban feijão, carne secca, pan y una extraña fruta de color amarillo y forma de salchicha.
—¿Qué es? —preguntó Darwin.
—Plátano —replicó Earle.
—¡Oh! Nunca lo he probado.
—Ele nunca havia visto bananas antes —tradujo Earle a las dos mujeres, que rompieron a reír con voluptuosidad.
—¿Podría saber a qué se debe esa hilaridad? —preguntó Darwin sonrojándose.
—Simplemente les he informado de su virginidad en relación con el plátano.
Las dos mujeres continuaron riendo tontamente; una de ellas mantenía medio rostro oculto por un abanico chino, y Darwin pensó que después de todo quizá tuvieran cierto atractivo. Con un vaso de vino entre pecho y espalda, incluso estaba dispuesto a admitir que carecían de la desagradable expresión propia de la gente mulata. Desde luego, no eran unas damas como Fanny Owen, pero sin duda poseían cierto encanto. Miró al otro lado de la mesa en busca de la aprobación de King, pero el muchacho, normalmente muy dicharachero, parecía cohibido desde la llegada de las invitadas. De hecho, se había pasado la noche echando furtivas miradas al escote de las mujeres, cuando no permanecía con la vista fija en su plato.
—Você gosta de bananas?
—Rita quiere saber si le gusta el plátano.
—Me parece bastante empalagoso y dulce, y me temo que algo insípido —contestó Darwin rígidamente, pues por alguna razón inexplicable había empezado a sentirse incómodo.
—Eso es demasiado complicado para mi portugués rudimentario. —Earle sonrió—. Le diré que sí.
—Você gosta do Brasil?
—Rosa quiere saber qué opina de Brasil.
—Dígale que el suyo es un país maravilloso, pero que desearía de todo corazón que no estuviera afeado por la lacra de la esclavitud.
Earle trató de traducir las palabras de Darwin, y por la reacción de las mujeres quedó patente que estaban de acuerdo con él. Se persignaron y se pusieron a hablar a media voz sobre algo llamado matican.
—El matican —explicó Earle— es un cazador de esclavos. Se le paga para que persiga a los esclavos que se escapan y los mate, sean hombres, mujeres o niños. Y cuando abate a sus presas, les corta una oreja como prueba de su muerte.
—Cuando era niño, acostumbraba hacer lo mismo con las ratas para llevarle las orejas a mi padre —intervino King, contento de poder participar en la conversación.
—Quizá sea mejor no traducir eso al portugués, señor King —observó Earle.
—¿Me perdonan un momento? —dijo Darwin levantándose de súbito, con la mirada fija en la ventana que tenía enfrente.
—¿Se encuentra bien, señor Darwin? —preguntó Earle.
Él no respondió; atravesó él umbral como una exhalación y salió a la veranda para surgir un instante después al otro lado de la ventana, con la nariz pegada al cristal. Allí, ante sus ojos, había una diminuta rana de tonos cobrizos adherida a la lisa superficie, con los ojos abiertos e inmóviles, la garganta palpitando en silencio con un ritmo propio e interior. Darwin reapareció en el umbral.
—Esa rana tiene unas ventosas en las patas que le permiten trepar por un vidrio verticalmente.
—¡Caramba! —exclamó King, admirado.
—Muchas ranas lo hacen —dijo Earle, y a continuación informó a las confusas mujeres de que el caballero era un filosofia da natureza.
Darwin regresó a su asiento y la cena prosiguió como hasta entonces: Earle continuó haciendo exagerados cumplidos a sus invitadas en portugués; Darwin, participando en la conversación con intervenciones corteses, y King, sin saber adónde mirar. Se hizo tarde, pero no había indicio de que las dos mujeres se prepararan para marcharse ni de que el carromato volviera a buscarlas. Mientras en su lado de la mesa había otro estallido de risas, a Darwin le sobrevino un pensamiento embarazoso.
—Oiga, Earle —susurró incómodo.
—¿Sí, Darwin? —Earle se recostó en su asiento, con el cuello de la camisa desabrochado y las mejillas sonrosadas por el vino.
—Espero que no pretenderá que yo… «entretenga» a una de estas damas cuando acabemos de cenar.
—Por supuesto que no.
—Claro que no, claro que no —repitió Darwin rápidamente, con tono de alivio—. Es que durante un momento he pensado que… —Su voz se fue apagando.
Earle le lanzó una mirada incisiva.
—Estas dos son para mí. Si quiere compañía, Darwin, búsquesela usted mismo.
El Beagle entró en el puerto de Río de Janeiro —ahora ubicado correctamente en la carta del Almirantazgo— a mediados de mayo, antes de la fecha prevista, pero con escasez de agua y víveres. Habían intentado pescar meros, pero los tiburones siempre se comían el pez atrapado en el sedal antes de que lo sacaran del agua; por consiguiente se decidió que los marineros Morgan, Jones y Henderson hicieran una expedición en bote en busca de agachadizas por los islotes de la bahía. El viaje había dejado a FitzRoy alterado, pues pasaron junto a dos fragatas ancladas cerca de cabo Frío, que fueron identificadas por reto y respuesta como la Lightning y h. Algerine, y que estaban ocupadas en recuperar los lingotes del naufragio del Thetis. Se preguntó cuántos de sus viejos compañeros de viaje habrían sido devorados por los tiburones. Aunque quizá ese final fuera preferible a la muerte por ahogamiento, a ese momento espantoso en que la víctima sabe que no podrá aguantar más la respiración y que debe aceptar su destino.
Una llamada a la puerta lo sacó de sus morbosos pensamientos. Era el marinero Morgan, que había construido la coracle, y el voluntario Musters.
—Pido permiso para hablar, señor —dijo Musters, tieso como una escoba.
—Sí. ¿Qué desea, señor Musters?
—El marinero preferente Henderson se ha hecho un corte en la pierna, así que no podrá tomar parte en la expedición de la caza de la agachadiza. Como soy el mejor tirador del barco, señor, me gustaría ocupar su lugar. Además, señor, como la expedición no tiene ningún oficial al mando, creo que es justo que sea yo quien la comande. —Consiguió soltar toda la petición reteniendo la respiración, y a continuación exhaló el aire, aliviado.
—¿Es eso cierto, Morgan?
—Henderson se ha hecho un corte en la pierna, señor, y el chaval, es decir, el señor Musters, bueno, es un tirador competente para su edad, señor.
FitzRoy sonrió.
—Muy bien, señor Musters, le doy mi permiso para comandar la expedición siempre y cuando haga caso de lo que le diga el marinero Morgan, claro.
—Sí, señor.
Musters se retiró con una sonrisa de oreja a oreja, seguido de Morgan, que sostenía la gorra entre las manos cruzadas a la espalda.
Al día siguiente, a última hora de la mañana, el cúter recogió a Darwin, King y Earle, y a dos docenas de cajas, cajones y tarros de especímenes.
—¡Mi querido Filos! Veo que ha estado usted muy atareado —lo saludó FitzRoy calurosamente.
—Y que lo diga, mi querido FitzRoy. El profesor Grant siempre hacía hincapié en la importancia del método analítico, por el que uno saca conclusiones partiendo de las máximas observaciones posibles. Me temo que al señor Wickham no le gustará, y menos al amigo McCormick, que prefiere partir de una hipótesis y luego ilustrarla con observaciones; pero, claro, no deja de ser un filósofo a la antigua.
—El señor McCormick se ha marchado. Ahora Bynoe ocupa su puesto.
—¿Se ha ido? ¿Adónde?
—Una vez más, ha sido repatriado. En esta ocasión viaja en el Tyne.
—Bien, mi querido amigo, no perdemos gran cosa. Debo confesarle que me recordaba a la señora Campbell en su papel de lady Macbeth.
Los dos amigos se echaron a reír.
—El señor McCormick era un lechuguino de cabeza hueca, pero me preocupan las consecuencias de su marcha. No puedo permitirme contrariar al Almirantazgo en este asunto.
—Mi querido FitzRoy, no regresaremos a Inglaterra hasta dentro de dos años, y para entonces imagino que todo habrá pasado al olvido. Ahora vayamos a cenar, podría comerme un caballo, o por lo menos un plato de arroz con guisantes.
—Nada de arroz con guisantes. Hoy, para celebrar el regreso del filósofo, cenaremos carne fresca de agachadiza.
Los dos jóvenes se apretujaron en la cabina de FitzRoy y comieron espléndidamente, mientras Darwin contaba a su amigo los descubrimientos que había hecho, así como la vergonzosa y licenciosa conducta de Earle, y le describía la idílica casa de campo a orillas de la lagoa, por la que había tenido que pagar nada menos que veintidós chelines por semana.
—Me temo que habré de escribir a mi padre para que me envíe cincuenta libras más. En el ínterin, ¿tendría usted inconveniente en…?
—Por supuesto que no. Después de comer busque al sobrecargo, el señor Rowlett, y dígale que le he autorizado un préstamo. Me temo que al final de nuestro viaje su pobre padre se habrá convertido en un esclavo de los divertissements de su hijo.
—Querido FitzRoy, la esclavitud es un término que preferiría no tomar a broma. ¡Si hubiera visto lo que yo he visto! —Y Darwin pasó a relatarle su viaje a la fazenda, las crueldades que había presenciado allí, y sus conclusiones respecto a las graves consecuencias sociales que entrañaba comerciar con seres humanos—. Me temo que la esclavitud ya ha causado algunas de sus lamentables secuelas en la nación brasileña, al infundir a la gente una extrema indolencia y su compañera inseparable, la burda sensualidad. —Mientras despotricaba, evocó a las dos mujeres que Earle había invitado a cenar, sin detenerse en los sentimientos encontrados que había tenido aquella noche—. ¡La esclavitud es una afrenta para cualquier nación civilizada! —concluyó con vehemencia.
—Tiene usted toda la razón. Debemos dar gracias a Dios de haber nacido en la única nación civilizada del mundo. La única de las importantes que ha abolido la esclavitud, que la ha convertido en delito capital y que ha tomado medidas contra los negreros.
—¿Que ha abolido la esclavitud, dice? —repuso Darwin—. ¡Pero si sigue siendo legal en los dominios británicos de ultramar!
—Sólo es cuestión de tiempo que se superen los intereses creados. Hoy día en Sudáfrica la gente de color libre goza de los mismos derechos legales que los blancos.
—Según usted hemos tomado medidas contra los negreros, pero aquí, sin ir más lejos, estamos sentados en un cañonero de la Marina británica fondeado en un puerto que pertenece a uno de los países esclavistas más grandes del mundo. Y no veo que tome ninguna «medida».
—¿Quién? ¿Yo? Mi querido Darwin, ¡yo no soy más que el capitán de un barco planero! ¿Acaso me está sugiriendo que declare la guerra unilateralmente a un país que nuestro gobierno considera su principal aliado en Sudamérica?
—Claro que no. Pero la lógica de una política que nos obligaría a ahorcar a un capitán de un barco esclavista brasileño si fuera interceptado en aguas internacionales, pero que no vería con malos ojos que tomáramos el té con él si nos lo encontráramos en Río de Janeiro, se me escapa. ¿No cree que al menos deberíamos estar bloqueando la costa para impedir el paso de ese cargamento inhumano?
—Darwin, ¿tiene alguna idea de cuántas millas de costa posee Brasil? ¿Pretende que un bergantín de veintisiete metros bloquee un país del tamaño de Europa? Mis órdenes se reducen a cartografiar las bahías y calas de la Patagonia y Tierra del Fuego. Y mi obligación como capitán de este barco es cumplir esas órdenes y no cuestionar la política del gobierno de Su Majestad.
—Entonces, ¿usted cumpliría cualquier orden, por muy inmoral e ilógica que fuera?
—¡No sea absurdo! Mis órdenes no son ni inmorales ni ilógicas. Pero para contestar a su pregunta, le diré que sí, obedecería cualquier orden que recibiera. No hacerlo constituiría un acto de rebelión.
—Pero, FitzRoy, imagínese que esa amenaza pende sobre usted, sobre su mujer y sus hijos, y que esos seres, que incluso a los esclavos la naturaleza impulsa a llamar propios, le son arrebatados y vendidos como animales al primer postor. ¡Y quienes llevan a cabo esas acciones son hombres que aman a su prójimo como a sí mismos, que creen en Dios y rezan para que se haga su voluntad aquí en la tierra como en el cielo! Cuando pienso que los ingleses y nuestros descendientes americanos, con su jactancioso canto a la libertad, hemos sido y somos culpables de esta situación, me hierve la sangre.
—¿No se está olvidando del africano que vende a su hermano a los negreros, y del árabe, el primero en convertir África en una tierra de esclavos, y cualquier otro pueblo del mundo que participe en ese comercio detestable?
—No intente minimizar nuestra culpabilidad nacional en ese asunto, FitzRoy. La verdad es que los tories siempre se han mostrado duros de corazón con respecto a la esclavitud.
—¡Eso no es cierto! Yo aborrezco la esclavitud tanto como usted.
—¡Pero piense en esos niños inocentes, FitzRoy, que son arrebatados a sus familias! Y luego crecen en un mundo donde se les negará la libertad durante toda su vida.
—Señor Darwin, si me lo permite, le recordaré que me enrolaron en la Marina cuando tenía doce años. El señor Musters tiene once. El señor Hellyer, doce. El señor King ha navegado en el Beagle desde los diez años. Casi todos los hombres a bordo de este barco han estado en alta mar desde que eran niños. Algunos de los más viejos fueron en su día alistados a la fuerza, arrancados de los brazos de sus madres. Todos y cada uno de nosotros debemos hacer exactamente lo que se nos ordena. Si un marinero desobedece una orden, es azotado. Si desobedece de nuevo, se le ahorca. Si escapa y es capturado, también se le ahorca. Si yo hiciera lo que usted me sugiere, mi destino no sería muy diferente. No me hable de la esclavitud como si fuera algo excepcional.
—Si las instituciones son responsables de crear voluntariamente un sufrimiento del mismo calibre, entonces nuestro pecado es aún mayor de lo que pensaba, pero no veo qué tiene que ver eso con la esclavitud.
—Al parecer no es usted capaz de ver muy allá. Todo es relativo. Compare por ejemplo la suerte de los campesinos muertos de hambre que viven en el sur de Inglaterra con los esclavos bien alimentados que trabajan para un amo benevolente.
—Por lo menos los campesinos sufren en casa. Hasta los esclavos mejor preparados anhelan regresar a su tierra.
—Repatriarlos sería imposible. Nadie podría saber de dónde procede cada esclavo. Ni siquiera comparten la misma lengua. Le repito que no soy ningún defensor de la esclavitud, pero he conocido esclavos que sabían del mundo lo suficiente para darse cuenta de que habían salido ganando.
—¿Y no estaría por casualidad su amo presente cuando afirmaron tal cosa?
—No puedo recordarlo.
—Aun en el caso de que no estuviera el amo presente, el esclavo no sería tan estúpido como para no prever la posibilidad de que su respuesta llegara a oídos de su amo. El ingenuo es usted, no yo. Sé de qué hablo, créame. Mi familia se ha opuesto rotundamente a la esclavitud desde hace tres generaciones. Mis dos abuelos, Erasmus Darwin y Josiah Wedgwood, lucharon contra ese comercio escandaloso. El creador del famoso camafeo contra la esclavitud fue mi abuelo Josiah. Consistía en la imagen de un negro encadenado con un lema que rezaba: «¿Acaso no soy hombre y hermano?», y se vendieron a miles, si no a cientos de miles, a las buenas y preocupadas familias inglesas.
—¿Y puedo preguntarle adónde fueron a parar los beneficios de ese comercio tan popular? ¿Fueron donados para la lucha contra la esclavitud? Lo dudo mucho.
—¿Perdón?
—Creo que me ha oído muy bien.
—Mi abuelo vivía entre sus trabajadores, que sumaban quince mil, en la fábrica Etruria, en Stoke-on-Trent.
—¿Y su tío Jos? ¿También vive en la fábrica? Tengo entendido que no es así. Creo que con los beneficios del camafeo al que se refiere adquirió una espléndida mansión, mientras que sus obreros continuaron viviendo a merced del sistema de producción industrial; sería difícil imaginar un tipo de miseria más injusta que ésa.
—Los trabajadores de mi tío son libres de ir y venir a su antojo. ¿Cómo se atreve a compararlos con los esclavos?
—¿Libres de ir y venir a su antojo? ¿Así que los trabajadores de su tío no están atados a la casa, a la compañía de seguros y al sueldo de medio penique que su patrón les proporciona?
—Hasta el peón más insignificante de la fábrica de mi tío tiene la posibilidad de ascender.
—¿La posibilidad de ascender? En las barriadas de su tío, en medio de enfermedades, miseria y suciedad, se hacinan quince mil personas, ¿y usted afirma que cualquiera de ellos tiene la posibilidad de ascender, cuando sus familias se rompen a diario? ¿Cuando las madres y los niños se ven forzados a trabajar doce horas al día o más porque sus maridos y sus padres no ganan lo suficiente para mantenerlos? ¿Cuando los bebés crecen al cuidado de sus hermanas, que les dan jarabe de láudano para que no lloren? Y una consecuencia más del sistema de producción industrial, como bien sabemos los dos, es la absoluta falta de consideración de las obligaciones morales en relación con el sexo. ¡No puede ignorar de qué manera se ven obligadas a aumentar su sueldo muchas jóvenes que crecen a la sombra de nuestras fábricas!
—¿Cómo se atreve, señor? ¿Cómo se atreve? —Darwin alzó la voz hasta casi gritar—. ¿Acaso cree usted que las clases bajas de los condados tories son más felices? Al menos los obreros de mi tío no se mueren de hambre.
—Al menos los campesinos de Inglaterra pueden ver la luz del día, señor.
—Doy gracias a Dios de que su compañía no me haya hecho renegar de mis principios liberales. ¡Que el diablo se lo lleve, señor!
Con el rostro rojo de furia, FitzRoy llamó al camarero.
—Dígale al teniente Wickham que se presente enseguida en mi camarote.
—Sí, señor.
Echando humo, los dos hombres esperaron en silencio la llegada de Wickham, que apareció en el umbral unos segundos después.
—Señor Wickham.
—Señor.
—El señor Darwin ha tenido la osadía de mostrarse impertinente en mi presencia. A partir de ahora no se le servirán las comidas en este camarote. Por favor, acompáñelo fuera de mis aposentos inmediatamente.
Temblando de rabia, Darwin se puso de pie, agachó la cabeza como siempre para no golpearse con el techo y cruzó deprisa el umbral sin decir palabra. Wickham lo siguió en silencio y cerró la puerta tras él. Cuando Darwin empezó a ascender furioso por la escalerilla, Wickham le tocó el brazo con suavidad.
—¿Filos? Se ha armado una buena bronca allá dentro, ¿eh?
—¿Ha oído algo?
—Se oía por todo el barco.
—Siento haberles causado alguna molestia.
—Si a partir de ahora quiere unirse a nosotros en el comedor de oficiales, estoy seguro de que no habrá ningún problema.
—Es usted muy amable, señor Wickham. Le agradezco su consideración.
Dicho esto, Darwin subió a la cubierta principal y entró en su camarote dispuesto a hacer el equipaje. Cuando estaba en medio de la tarea, una llamada a la puerta le anunció la presencia del teniente Sulivan.
—¿Filos?
—¿Sí?
—Le traigo saludos del capitán FitzRoy. El capitán le ofrece sus más humildes disculpas y le ruega que le perdone por su comportamiento poco razonable; además, le pide que continúe con él.
—¿Es cosa suya, Sulivan?
—No, Filos, le aseguro que no.
Darwin se quedó pensativo unos instantes.
—Hágame el favor, Sulivan, de decirle al capitán FitzRoy que la culpa es totalmente mía, y que estaré encantado de seguir con él.
Sulivan sonrió aliviado.
—¡Gracias a Dios! El capitán lo necesita. Debe perdonarlo, Filos. Es un hombre excepcional, y un oficial brillante. Todos sus hombres lo veneramos. Pero la presión que soporta sobre sus hombros es enorme.
—Le diré una cosa, Sulivan, es el hombre con el carácter más fuerte que he conocido en mi vida. Hasta el presente no había encontrado a nadie que pudiera parecerse a Napoleón o Nelson. Si no se mata, llevará a cabo grandes hazañas.
—Esperemos que ocurra lo segundo, ¿verdad? —replicó Sulivan animadamente, y se volvió para dirigirse al camarote de FitzRoy.
Dos salvas, procedentes del Warspite y el Samarang, retumbaron en la bahía de Río de Janeiro mientras el Beagle, con las velas ondeando al viento, se dirigía a la embocadura del puerto. El bergantín se había vuelto muy popular, y todo el mundo en la estación de Sudamérica estaba impresionado por su rapidez y eficacia, y lamentaba su partida. Sabían muy bien que la pequeña embarcación se dirigía en solitario hacia aguas ignotas e inexploradas, donde la punta de una roca sumergida podría mandar un buque planero al fondo del mar en un instante, y le desearon lo mejor. La tripulación del Beagle disfrutó de ese momento de gloria, y se aplicó orgullosamente a la tarea de tirar de los cabos e izar las velas para partir.
—Señor Chaffers, de bolina podríamos ponernos en dirección sudeste sin problemas —dijo FitzRoy.
—¡Vamos, señor Musters! —ladró el guardiamarina King al joven a su cargo—. ¡Agarre fuerte ese cabo y espabile! Maldito crío, éste ya se cree teniente.
Musters se abalanzó sobre el extremo del cabo y tiró con todas sus fuerzas. FitzRoy, que en ese momento pasaba por la cubierta, lo vio tambalearse por el esfuerzo.
—¿Todo bien, señor Musters?
—No me encuentro muy bien, señor —replicó débilmente—. Me noto caliente y sudoroso.
—Es probable que cogiera un poco de fiebre en la expedición de la caza de agachadizas. Estoy seguro de que no será nada. Acompáñeme a ver al señor Bynoe, seguro que le dará algún remedio.
FitzRoy lo llevó abajo, a la enfermería. Ésta disponía de todas las instalaciones sanitarias modernas, tenía ventilación, hamacas y una amplia gama de medicamentos, a diferencia de las enfermerías oscuras, sin ventanas y antihigiénicas del pasado. Cuando FitzRoy abrió la puerta, estaba dominado por un sentimiento de confianza absoluta, un sentimiento que se evaporó al ver la expresión del marinero Morgan, sentado en un taburete en el interior. Morgan, con la cara convertida en una máscara pálida y sudorosa, parecía aterrado.
—Hola, joven —suspiró—. ¿Tú también por aquí?
Nadie estaba de humor para corregirle la falta de formalidad.
—Sí —dijo Musters mordiéndose el labio, dubitativo, como si intuyera que algo iba mal.
—Sólo es un poco de fiebre, chaval. Mañana estarás bien —lo tranquilizó Morgan, pero los tres adultos de la habitación sabían que estaba mintiendo.
—¿Puedo hablar un momento con usted, señor? —preguntó Bynoe.
FitzRoy y él salieron. Las palabras del cirujano tenían un dejo de preocupación.
—Me temo, señor, que estos dos hombres hayan contraído la malaria.
FitzRoy se quedó aturdido.
—¿Cómo? ¿Y dónde? ¿En los islotes del puerto?
—Siguieron las bandadas de agachadizas al estuario del río Macacu.
FitzRoy apretó el puño de pura frustración.
—Di órdenes terminantes de que no se acercaran a tierra firme.
—Y no lo hicieron, señor. En ningún momento dejaron las aguas del estuario.
—Entonces, ¿cómo…?
—La malaria mortal es causada por un miasma o vapor que emanan las marismas cuando el calor del sol es muy intenso. El doctor Ferguson ha podido probar que el veneno se genera en el momento en que se secan, y ése es el motivo de que los climas cálidos sean los más insalubres. Hubo brotes de malaria en los pantanos de Westminster durante el caluroso verano de hace unos años. Pero el viento puede llevar los vapores mar adentro. Ha ocurrido muchas veces, señor, que las enfermedades europeas traídas por exploradores blancos han diezmado las poblaciones indígenas. La razón de ello es que los vapores que contienen la enfermedad viajan en el mismo viento que empuja los barcos. El momento de mayor concentración del miasma es la oscuridad, por lo que si pasaron la noche en el estuario, los tres hombres habrían estado expuestos sin duda a los vapores que el viento arrastraba de tierra firme.
—¿Tiene algún medicamento que darles?
—Es sabido que la quinina alivia los síntomas. Pero en cuanto a curarse, depende de Dios. Sólo nos queda rezar, señor.
—Gracias, señor Bynoe.
El cirujano volvió a la enfermería mientras FitzRoy se apoyaba en la pared del pasillo presa de la desesperación. Recordó las promesas que le había hecho a la madre de Charles Musters de cuidar a su pequeño. Se esforzó en hallar sentido al diagnóstico de Bynoe. «Si el miasma se evapora en las marismas con el calor del sol, entonces, ¿por qué llega a su punto más peligroso en el fresco de la noche? ¿Será a causa de las mantas y las sábanas, que impiden la transpiración? Y si es así, ¿por qué alguien que duerma fuera de la tienda es más vulnerable que alguien que se acueste dentro?». Había algo equivocado en la explicación médica ortodoxa, estaba seguro, pero ¿qué?
Vencido por su incompetencia intelectual, notó que los ojos se le anegaban de lágrimas. Y pensó que eran lágrimas de frustración tanto como de tristeza.
Cinco días después de haber abandonado Río de Janeiro, el contramaestre Sorrell y otros oficiales envolvieron al señor Musters, al marinero Morgan y al marinero Jones en sus hamacas, las lastraron con balas de cañón y las cosieron. Cubrieron cada hamaca con una bandera y las pusieron en fila india sobre un tablón con bisagras, el mismo que habían utilizado para el «Paso del Ecuador», y desde allí las dejaron caer silenciosamente a las aguas del Atlántico. FitzRoy ofició las exequias. En la cubierta no se oía ningún otro sonido.
—Pobre crío —susurró Jemmy cuando hubo terminado.
—Pobre crío —repitió Fuegia, antes de que la cubierta volviera a sumirse en el silencio.
El silencio siguió a FitzRoy hasta su camarote, donde se quedó inmóvil, sentado ante una hoja en blanco del diario de bitácora, durante casi una hora. Más tarde, Edward Hellyer, con una pila de papeles intactos ante sus ojos, se aventuró a hablar.
—¿Señor?
—Sí, señor Hellyer.
—Señor, ¿por qué cree que Dios querría llevarse al señor Musters? ¿Habría hecho algo malo?
—No, señor Hellyer, no hizo nada malo.
—Entonces, ¿por qué se lo llevaría?
«No tengo respuesta para esa pregunta», pensó.
—Quizá Dios amaba tanto al señor Musters que quería tenerlo sentado a su derecha. No se me ocurre ninguna otra explicación.
«No puede haber otra explicación. Dios mío, ¿cómo podría haberla?».