12

Barnet Pool, Devonport

24 de diciembre de 1831

En el fondo de las grandes cuevas y en sus umbríos pasadizos

la hija de la tierra, la casta Trufa, sonríe,

sobre lechos plateados de asbesto se entrelaza,

encuentra a su esposo gnomo y le declara su amor.

Darwin soltó una risita al llegar al final del último verso, y dirigió a FitzRoy una mirada como diciendo «Ya se lo había advertido».

—¿Me está diciendo seriamente que estos versos hablan del apareamiento de dos trufas bajo tierra? —preguntó FitzRoy.

—No bromeo, de verdad.

—Es extraordinario.

—No puede decirse que sean los versos mejores que se hayan escrito nunca, pero…

—Le aseguro que me han proporcionado la mayor diversión que he tenido este último mes.

El Beagle había recibido el permiso de zarpar a finales de noviembre, y una vez que estuvo listo para partir, se había trasladado a un tenedero en Barnet Pool, bajo el monte Edgcumbe. En cuanto llegó, empezó a soplar un persistente vendaval desde el oeste, provocando un chubasco tras otro en el canal de la Mancha; durante casi un mes el tiempo no mejoró. Mientras daba violentas sacudidas, se bamboleaba y se estremecía en su lugar de amarre, el pequeño bergantín tiraba con furia del cable del ancla como un perro impaciente que intentara liberarse de su correa. Tratar de navegar de bolina en una nave de aparejo redondo con ese tipo de tempestad, según le explicó FitzRoy a Darwin, sería desperdiciar sus fuerzas; algo que se puso de manifiesto el 17 de diciembre, cuando el Persephone, un bergantín que había zarpado de la bahía de Vizcaya dos días antes de que empezara el temporal, fue conducido de un modo poco ceremonioso a Devonport.

Era la víspera de Navidad. FitzRoy y Darwin se habían refugiado en la biblioteca; los otros ocupantes del camarote, King y Stokes, formaban parte de la última guardia de cuartillo de seis a ocho, y estaban arrebujados en sus gruesos sobretodos de lana a la intemperie, soportando el embate de la tempestad. Un viento cargado de lluvia y agua nieve azotaba despiadadamente las cubiertas, y en el interior de la biblioteca producía un amortiguado repiqueteo contra la claraboya. La lámpara de aceite se balanceaba de lado a lado en su cardán, bañando el interior del camarote con un resplandor cálido y amarillento, y produciendo pequeñas parábolas de humo cada vez que el barco subía y bajaba. Mientras la lámpara se columpiaba arriba y abajo, las sombras de los dos hombres crecían y menguaban alternativamente contra las paredes de la cabina como boxeadores que avanzaran y retrocedieran en el cuadrilátero.

Darwin, que llevaba mareado todo el mes, trataba de distraerse y entretener a FitzRoy leyendo en voz alta un libro de poemas científicos escrito por su abuelo Erasmus.

—Escuche esto. Trata del proceso de reproducción de la flor gloriosa:

Entonces musitó con labios trémulos una promesa

y arrepentido alzó al cielo su frente pálida.

¡Así, así!, exclamó, y hundió su dardo furioso

y de su corazón salieron vida y amor entrelazados.

—Diantre, esos versos son francamente picantes.

—Bueno, mi abuelo engendró un sinnúmero de hijos.

Mientras la conversación daba paso a las carcajadas, la puerta del camarote se abrió de golpe y el mundo exterior rugió en el interior. La llama de la lámpara parpadeó e hizo que sus sombras emprendieran una lucha enloquecida contra las paredes. Las páginas del libro se agitaron furiosamente mientras una ráfaga de viento pasaba desdeñoso por los poemas del abuelo de Darwin. McCormick irrumpió en la estancia sacudiéndose como un spaniel mojado, y cerró la puerta.

—¡Qué noche de perros! —observó.

—Buenas noches, señor McCormick —dijo FitzRoy cortésmente, recurriendo como siempre a sus buenos modales para encubrir sus emociones.

—Poesía —señaló el cirujano con tono suspicaz mientras cogía el volumen de la mesa y lo hojeaba.

La vida orgánica bajo las olas del mar,

nacida y criada en las cuevas perladas del océano,

las primeras formas diminutas, invisibles para las lentes,

se mueven sobre el lodo o atraviesan la masa acuosa;

éstas como sucesivas generaciones florecen,

adquieren nuevos poderes, largas extremidades adoptan.

—Díganme, ¿quién escribió esta majadería?

—Mi abuelo.

—Le pido disculpas —gruñó McCormick en un tono que expresaba muy poco arrepentimiento.

—Es su libro de poemas «científicos».

—Perdóneme, Darwin, pero no creo que el misterio de la creación pertenezca de forma legítima al ámbito de la ciencia.

—¿De verdad lo cree? —preguntó FitzRoy—. Pero el propósito de la investigación filosófica no es otro que iluminar la obra de Dios y entender las leyes de la creación del universo, ¿no?

—Sí, señor, pero sugerir que el hombre es sólo una criatura más salida del cieno, bueno, es una creencia repugnante, deplorable, que no deja espacio para el honor, la generosidad y la belleza del alma, o cualquiera de las cualidades que Dios otorgó únicamente al hombre.

—Me inclino a pensar lo mismo, señor McCormick, pero si Darwin me lo permite…

—Por favor, siga, FitzRoy.

—Mi principal objeción a las teorías de Erasmus Darwin, Lamarck y sus colegas transformistas sería de índole científica. Su idea de que los seres vivientes pueden desarrollar propiedades útiles y de algún modo pasarlas a la siguiente generación no tiene en cuenta el mecanismo necesario para que esto ocurra. Un jornalero puede desarrollar sus músculos, pero no puede transmitirlos en herencia a su hijo. ¿Cómo puede la simple materia generar sus propias variaciones? Es una pregunta para la que los transformistas no tienen respuesta. Me temo, mi querido Darwin, que su abuelo socava la distinción entre mente y materia al dotar a la materia de una vitalidad intrínseca.

—Sí, también estoy totalmente de acuerdo, por supuesto, señor —convino McCormick con el entrecejo fruncido—. Pero, diantre, señor, la vida procede de Dios, no de la mente ni de la materia. Esto es, yo no quería decir que… —Se detuvo, confundido momentáneamente—. Me refiero a todas esas patrañas sobre las nuevas especies que se desarrollan. Se ha demostrado científicamente que Dios creó todas y cada una de las especies de los reinos vegetal y animal el mismo día, el sábado trece de octubre del año cuatro mil cuatro antes de Cristo.

FitzRoy pasó por alto la rebatible afirmación del cirujano de que la fecha calculada por el obispo Ussher fuera «científica».

—Los anatomistas filosóficos franceses estarían en desacuerdo con usted.

—Con todos los respetos, señor, por algo son franceses.

—Pero no todos lo son, señor McCormick —intervino Darwin—. El profesor Grant, de Edimburgo, era más escocés que el mismo haggis.

—Con todos los respetos, señor Darwin, el profesor Grant es un verdadero sinvergüenza.

—Cuando estuve en Cambridge —insistió—, el profesor Henslow se mostraba partidario de incorporar la anatomía filosófica a la teoría de la teología natural. Creía que las leyes de la creación divina permitían la generación de nuevas especies.

—Maldita ciencia liberal —bramó McCormick.

Darwin le lanzó una mirada desdeñosa.

—Yo también soy liberal, señor McCormick. Como mi padre, y como mi abuelo, que, por muy desafortunadas que fuesen sus teorías científicas, creía en la libertad, el progreso social, la industrialización y los avances de la cultura.

—Entonces era un jacobino, señor, tanto en sus ideas políticas como en las científicas —repuso McCormick.

—Si me permiten, caballeros, me esperan para cenar en el comedor de oficiales —dijo Darwin con fría formalidad, mientras se levantaba con cuidado para no golpearse con el techo; se cubrió con el sobretodo y desapareció por el oscuro rectángulo de la puerta.

Una vez más una ráfaga de lluvia y viento huracanado irrumpió en la cabina alterando su tranquila atmósfera antes de que la calma volviera a imponerse. FitzRoy se quedó frente a McCormick con la mesa entre los dos.

Tras unos minutos, el cirujano rompió el silencio.

—Vaya noche de perros, señor —dijo.

—¡Pero, bueno, si es el filósofo en persona!

—Entre, filósofo, está usted en su casa.

—Hola, Filos.

La atmósfera cargada de humo de pipa que se respiraba en la sala de oficiales era cálida y acogedora. Sulivan se puso de pie, dio una palmada a Darwin en la espalda y le ofreció su asiento.

—La cena no tardará en llegar, Filos. Hoy tenemos un menú especial: un buen plato de sopa caliente, pato hervido con cebolla y para terminar pudin caliente. ¿Qué le parece?

—Estupendo, muchas gracias.

La idea de llenarse el estómago con comida caliente no podía apetecerle más, pero al mismo tiempo era consciente de que su estómago quizá tuviese un punto de vista diferente, como había sido habitual en las últimas semanas. Se apretujó entre Bynoe y Usborne, el nuevo ayudante del capitán.

—Dígame, Filos, ¿qué le parece su nueva vida en la cuchara bamboleante?

—Me atrevería a decir, caballeros, que me gustará mucho más cuando amaine esta terrible tormenta.

Unas risas atronadoras recorrieron la mesa de un extremo al otro.

—¿A qué terrible tormenta se refiere? ¡Pero si esto no es más que una brisa refrescante!

—Espere a llegar a Tierra del Fuego, filósofo, ¡allí sí que hay tempestades!

—Cuando tenga el mamparo a sus pies y la cubierta junto a la oreja izquierda, entonces deberá comenzar a preocuparse, amigo mío.

—Pero dígame, Filos, ¿está progresando en su estudio del arte de la navegación? —quiso saber Wickham—. ¿Ya domina los tecnicismos?

—Me parece que he avanzado algo. He aprendido los nombres de todas las velas, los mástiles y las diferentes partes del barco. De modo que, aunque todavía no puedo considerarme marino, al menos empiezo a defenderme.

—Estupendo, estupendo. Ésos son precisamente los conocimientos que necesita para sobrevivir cuando se encuentre encaramado en lo alto de un mástil en plena tempestad en los mares del sur.

—¿Cuando me encuentre dónde…? Mi querido teniente Wickham, no tengo intención de subirme a un mástil jamás, y mucho menos en medio de una tempestad.

—Pero, Filos —dijo Bynoe con cara de preocupación—, ¿es que no se lo han dicho? Cuando se da la orden de que la tripulación acuda a cubierta, eso atañe a todos, los civiles incluidos.

—En la tempestad, unimos fuerzas —confirmó Bennet.

—¿No le informó el capitán? —preguntó Usborne.

—No se preocupe, Filos —dijo Wickham—. Como pasajero, le pedirán que laboree las drizas a través del motón en el pique de la cangreja, o algo parecido.

Darwin lo miró preocupado.

—¿La cangreja? Es una vela provisional, si mal no recuerdo, y se iza desde el palo de mesana.

—Exacto —confirmó Bynoe—. Ha aprendido bien la lección. Supongo que también conoce las drizas. —Y enumeró—: Drizas exteriores, las de en medio, las interiores y los puños de driza.

—¿Cómo? Yo no… ¿Puños de driza?

—Oh, es muy sencillo —lo tranquilizó Wickham—. Los puños de driza se laborean a través de un motón trincado a la cabeza del palo de mesana. Pero cuando la vela es grande… no olvide esto, es muy importante… el motón inferior de un cabo de grátil se engancha a un guardacabo en el ojal, y el motón superior se engancha a un estrobo alrededor de la cabeza del palo de mesana. El cable de amarre se laborea a través de una rueda de polana en la botavara y se asegura a un racamento de metal; en el otro extremo se empalma a un guardacabo y a éste se le engancha el motón exterior del cabo de grátil y el motón interior a un perno en la botavara. Eh, filósofo, ¿se encuentra bien?

Aterrado, Darwin barrió la habitación con la mirada. Un corro de rostros serios y preocupados entró en su campo de visión.

—Es que yo…

Se hizo un silencio angustioso. Sulivan, que estaba de pie a espaldas de Darwin, lo rompió con una carcajada.

—Basta, basta, canallas. Ya os habéis divertido bastante.

Hubo una verdadera explosión de hilaridad.

—Mi querido filósofo, le están tomando el pelo —dijo Sulivan poniéndole amistosamente un brazo sobre los hombros—. En caso de que nos encontráramos a merced de una tempestad en los mares del sur, usted permanecería arropado en su hamaca como un bebé, tan seguro como que dos y dos son cuatro.

La gravedad de unos instantes atrás había dado paso a una algarabía descontrolada. Bennet, sentado frente a Darwin, lloraba literalmente de risa; por sus sonrosadas mejillas resbalaban grandes lagrimones. A su izquierda, Jimmy Usborne se agarraba el estómago como si le doliera. Darwin, que seguía aturdido, guardó silencio un momento, y a continuación, poco a poco, esbozó una amplia sonrisa y empezó a reír también. Primero fue una risa cautelosa, que enseguida se convirtió en una carcajada que se unió al coro de risotadas.

Dos horas más tarde, una vez finalizada la guardia de cuartillo, cuando las hamacas estaban ya extendidas, las luces y los fuegos apagados, y sólo alumbraba el resplandor procedente de la claraboya de la sala de oficiales, Darwin se hallaba en cubierta junto al pasamanos. Contemplaba las aguas oscuras y agitadas de Barnet Pool y trataba de no pensar en las olas de cincuenta metros, en los muros de agua salada que podían reducir a añicos un buque de guerra de tres pisos y partir el Beagle en dos como si fuera una simple ramita. Había cenado demasiado bien, por primera vez había probado el rapé, y estaba más mareado que nunca. Pensó que tenía una infinidad de razones para sentirse como se sentía.

Una hora más tarde, FitzRoy llamó a la puerta de su camarote, y lo encontró intentando infructuosamente encaramarse a la hamaca.

—Una velada muy divertida, a juzgar por cómo se los oía reír.

—Sí, ha sido divertido. —Darwin no quiso entrar en detalles.

—¿Tiene algún problema para acostarse?

—Es absurdo lo que me está costando. Cada vez que intento subirme, sólo consigo apartar la dichosa hamaca, y no logro introducir ninguna parte del cuerpo.

—Vamos a ver. Déjeme que le enseñe. El método correcto es sentarse justo en el centro, entonces dé un giro rápido y la cabeza y los pies entrarán donde tienen que entrar: así. ¿Lo ve? —FitzRoy se giró y se echó en la hamaca ágilmente, y a continuación bajó y se puso de pie.

Darwin repitió sus movimientos con cautela y al final consiguió introducirse entre las sábanas.

—Déjeme que lo arrope.

—No es necesario, FitzRoy, de verdad.

—Mi querido amigo. Si me permite… —Remetió las mantas afectuosamente alrededor de Darwin y se las subió hasta la barbilla—. Estoy seguro de que mañana se encontrará mejor.

—Espero que sí, querido protector.

FitzRoy apagó la luz.

—Feliz Navidad, Darwin.

—Feliz Navidad, FitzRoy.

Los oficiales celebraron la cena de Nochebuena en tierra, en el hotel Weakley. Comieron chuletas de cordero, que regaron con champán, y de postre un pudin de pasas. Durante la cena contemplaron cómo la lluvia repiqueteaba contra las ventanas; vistas a través de los riachuelos que bajaban por los cristales, las calles de Plymouth parecían borrones de acuarela grises. Pese a todo, FitzRoy se sentía optimista; fuera cual fuese el estado de abatimiento de sus hombres en concordancia con el tiempo, el barómetro señalaba algo muy diferente. Estaba cambiando, e indicaba que con toda probabilidad podrían zarpar al día siguiente. Por esa razón había dado permiso a la mayor parte de la tripulación el día de Navidad, y había dejado el Beagle a cargo de un pequeño grupo de hombres, teóricamente al mando del guardiamarina King, en parte para probar hasta qué punto podía el chico asumir esa responsabilidad, y en parte para alejarlo del champán. Sulivan, aunque había trabajado como un burro durante los últimos meses, estaba de tan buen humor como su capitán; el esfuerzo no le pesaba, pues era voluntarioso por naturaleza. En ese extremo de la mesa reinaba la jovialidad. Fuegia Basket iba de un lado a otro, admirando las cintas y las velas, bromeando con Musters y Hellyer, y jugando con un modelo de barco que el capitán le había regalado. FitzRoy estaba contento de encontrarse en una compañía tan alegre.

Darwin ocupaba un asiento en la mitad de la mesa, enfrente de Augustus Earle, el nuevo artista del barco, que había contratado FitzRoy a sus expensas para que suministrara un recuerdo gráfico del viaje. El capitán consideraba a Earle un tipo extraño; casi le doblaba la edad, lucía una barba de tres días y siempre llevaba sobretodo y un filiar mugriento.

—Es usted americano, ¿o me equivoco, señor Earle?

—Nací allí, señor Darwin, pero soy ciudadano del mundo. No he pisado Estados Unidos desde mil ochocientos quince. He vivido en Chile, Perú, Brasil, Madrás, la India y Tristan da Cunha. He pasado los últimos tres años en Australia, retratando a los gobernadores de la colonia. Cuando la demanda de retratos se agotó, pasé nueve meses en Nueva Zelanda pintando a los nativos.

—Lo siento mucho por usted. Imagino que su trabajo en Australia debía de ser lucrativo.

—Oh, no tiene por qué sentirlo, créame, señor Darwin. Pintar cuadros idénticos de oficiales menores para que los colgaran en sus casas ante sus familias no era un trabajo del que me sintiese demasiado orgulloso. Tan sólo me servía para ir tirando. El habitante de Nueva Zelanda, por el contrario, es un modelo que pone a prueba el talento de cualquier pintor. Me gusta pensar que conseguí captar algo de su viveza y agilidad. Pero no hay mucha gente interesada en comprar un retrato de un neozelandés. Ésa es la razón por la que me marché de allí.

—Habrá de perdonarme, señor Earle, si le digo que no puedo imaginarme al individuo que desearía adquirir el retrato de un hombre negro.

—Bueno, sin ir más lejos, a nuestro capitán FitzRoy le han despertado admiración. Me dijo que tenía buen ojo, así como una gran capacidad de observación. —Ésa es la razón por la que ahora estoy aquí. También he escrito un libro sobre Nueva Zelanda que se publicará en Port Jackson, Australia, el año que viene.

—¿Es que no se acaban nunca sus talentos, señor Earle? ¿Puedo saber de qué trata el libro?

—Esencialmente, señor Darwin, habla de que los neozelandeses son personas inteligentes y vivaces, y de que lo que nosotros llamamos civilización cristiana amenaza con destruir su estilo de vida.

—Pero ¿cómo puede la civilización cristiana ser una fuerza destructiva? ¿No es eso una contradicción?

—Por el momento, usted no es más que un estudiante de clérigo, señor Darwin. Si hubiera visto la civilización cristiana desde el otro lado como la he visto yo, ahora tendría otra opinión. Viví con una nativa durante nueve meses y fui testigo de primera mano de lo que la civilización cristiana le está haciendo a esa gente.

Darwin estaba horrorizado.

—¿Quiere decir que cohabitó con una negra salvaje durante nueve meses? ¿Sin casarse?

—Sí, señor. En efecto.

—La mujer esa… ¿era limpia?

—Más limpia que yo, se lo aseguro.

Darwin se reclinó en su asiento, perplejo, sin saber qué decir. En el mundo había cosas que escapaban a su comprensión. Era evidente que el viaje que se disponía a emprender iba a enseñarle mucho.

—Cuénteme, FitzRoy… Hábleme de su casa.

—¿Mi casa? Mi casa es el Beagle.

FitzRoy y Darwin se hallaban sentados ante el fuego en la sala para fumadores del hotel Weakley. El más joven de los dos se sentía envalentonado, la intimidad creada por el leve resplandor de las brasas lo incitaba a formular el tipo de preguntas personales que sólo se cruzan entre dos caballeros que se conocen desde hace tiempo.

—Me refiero a la casa de su familia.

—Me crié en Wakefield Lodge, cerca del pueblo de Pottersbury, en Northamptonshire. Pero desde que tengo uso de razón, siempre he querido hacerme a la mar. Mi tío era almirante, y a mis ojos tenía la talla de Nelson. Supongo que mi padre no debía de verlo con buenos ojos. Él era general, y había previsto que yo hiciese la carrera militar, pero yo insistí, insistí hasta que conseguí que me inscribiera en la Marina. —En su fuero interno FitzRoy brindó por la generosidad de su padre, que cedió a las demandas de un niño de seis años—. Por entonces ya tenía un carácter muy explorador. Una vez, a la hora de cenar los criados, cogí un cubo de la colada y me deslicé fuera de la casa. Estaba decidido a navegar por las aguas ignotas de una gran charca cercana con objeto de descubrir lo que había en la orilla contraria. Supongo que podría haber rodeado la charca a pie, pero ésa era una solución demasiado prosaica. Hasta me llevé unos cuantos ladrillos como lastre… supongo que esa palabra se la habría oído decir a mi tío… Por desgracia no pensé en sujetar el lastre, así que al llegar a mitad de la charca, cuando me puse de pie para otear la orilla del otro lado, todos los ladrillos resbalaron a un lado y mi pequeña embarcación volcó. Me salvé de una muerte segura gracias a la intervención de uno de los jardineros, que se lanzó de cabeza al agua y nadó vigorosamente hasta donde estaba yo para rescatarme. Fue mi primera lección de mecánica náutica. —Rió al recordarlo.

—Cielos, me imagino que recibiría una buena azotaina. ¿Qué le dijeron sus padres?

—Mi madre murió cuando yo tenía cinco años.

—Igual que la mía. Lo siento.

—Mi padre jamás se enteró de mi aventura. Nunca estaba en casa. Como puede usted suponer, los franceses lo tenían muy ocupado por entonces. Y encima de eso, era miembro del Parlamento por Bury St. Edmunds.

—¿Su padre es miembro del Parlamento? Pero, mi querido FitzRoy, cuando le conté que mi tío era miembro del Parlamento, no me dijo usted nada al respecto.

—No me parece que sea algo de lo que uno deba presumir —contestó con timidez. De algún modo siempre se había mostrado reticente a compartir los pocos recuerdos que conservaba de su padre, tan escasos y tan lejanos ya—. Mi padre ya no está entre nosotros. Murió… murió hace algún tiempo.

—Amigo mío, lo siento mucho.

—Tengo un hermano mayor que yo, George, que es propietario de la casa, supongo, pero apenas lo conozco. Cuando yo tenía un año, lo mandaron a un colegio interno. Fue mi hermana Fanny la que me crió. Después, cuando cumplí seis años, me enviaron también a estudiar lejos de casa. Primero fue Rottingdean, después Harrow, y finalmente, al cumplir los doce, ingresé en el Real Colegio Naval. Todo lo que puede ver ante sus ojos, todo lo que soy, es fruto de la formación que recibí en esa época. Allí no enseñan sólo el arte de navegar, o las lenguas clásicas, como en un colegio normal y corriente. Allí aprendíamos de todo, desde idiomas extranjeros hasta esgrima y bailes. Es una de las instituciones de enseñanza más avanzadas. Asimismo, podría decirse que fue como mi primer barco, al menos así es como nos insistían en que debíamos verlo.

—En cambio —repuso Darwin—, yo fui al colegio de Shrewsbury, la escuela del pueblo, y no aprendí nada más que latín y griego. Era un lugar frío y espantoso, y yo lo aborrecía, pero al menos tenía el consuelo de volver a casa y disfrutar de la compañía de mis hermanas todas las noches.

FitzRoy asintió levemente con la cabeza. Recordó cómo había anhelado regresar a casa para recibir el cariño y la atención de su hermana.

—Pero ahora el mar es mi casa, y los oficiales y los hombres de la tripulación son mi familia. Con la salvedad de Fanny, no creo que tenga ningún otro amigo íntimo en tierra firme. Poseo un piso en Onslow Square, pero para mí es como si fuera un hotel. Cuando estoy en tierra firme, nunca me encuentro a gusto. Imagino que experimentará esa sensación en su propia piel durante el viaje, en cuanto desembarque. Empezará a pensar en el Beagle como su casa.

Darwin estaba demasiado afectado por las circunstancias que acababa de referirle FitzRoy para considerar esa posibilidad.

—Mi querido amigo, ¿de modo que no tiene a nadie en Inglaterra que espere su regreso? Quiero decir, aparte de su hermana, ¿no tiene a nadie más?

FitzRoy pensó en Mary O’Brien y en cómo la gota de cera caliente caída del candelabro se había solidificado contra su pálida piel.

—No, no hay nadie —respondió, y Darwin se convirtió en el retrato de la preocupación. A FitzRoy le llegaron al alma las muestras de simpatía de su amigo, mas esbozó una sonrisa y cambió de tema—. Pero no tiene importancia. Durante los próximos dos años, o más, usted será mi invitado, estará en mi casa. Hagamos todo lo posible para que sea un viaje memorable.

—¡Brindo por ello! Y por hacer lo posible para que sea recordado por otras personas. Tengo una idea, FitzRoy. ¿Qué le parece si publicamos un libro, usted y yo, un relato de nuestro viaje juntos?

—Bueno, yo debo redactar un diario de la expedición. Es parte de mis obligaciones oficiales. Y cuento con el diario que el comandante King escribió en el primer viaje. Podríamos publicarlos en dos volúmenes y usted podría añadir un tercer tomo con sus observaciones geológicas y de la naturaleza.

—¡Qué buena idea!

—Entonces, ¿estamos de acuerdo?

—Por supuesto.

Se hacía tarde, así que el mozo del hotel entró para apagar las brasas con cisco y colocar la pantalla protectora frente a la chimenea. Los dos autores en ciernes se retiraron a sus respectivos aposentos, eufóricos por el viaje que se disponían a emprender.

Tal como había predicho el barómetro, el 26 de diciembre amaneció sin viento; detrás de la calima de la mañana resplandecía un sol de color rojo. Cuando la niebla se disipó, los oficiales ya estaban levantados y vestidos, y al salir del hotel se encontraron con que hacía un día espléndido. Al este se distinguían algunos cirros, y por el oeste, el humo de las chimeneas de primera hora de la mañana les señalaba el rumbo en el cielo azul e invernal. Pero al llegar al muelle de Devonport no había rastro del cúter, y tuvieron que pasar por la vergüenza de pedir prestada una embarcación a otra nave a fin de poder navegar hasta Barnet Pool. A medida que se aproximaban al Beagle remando, fue evidente que algo andaba mal. Incluso a esa distancia les pareció que las cubiertas estaban extrañamente silenciosas. Sólo había un centinela de guardia, un marinero diminuto oculto por un abrigo inmenso e informe que FitzRoy al principio no reconoció; aunque algo en su porte le resultaba familiar. Mientras amarraban el bote a un costado del Beagle, el misterio de la identidad del centinela se aclaró de golpe. Dentro del abrigo, temblando de frío y de miedo, con la nariz, las orejas y los dedos lívidos, no había otro que el guardiamarina King.

—Señor King, ¿qué diablos ha ocurrido?

—Lo… lo siento mucho, señor. No… no… me hicieron caso, señor.

—¿Quiénes no le hicieron caso? ¿Dónde está el centinela?

A King se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Me dijo que estaba harto de hacer guardia, señor. Me dijo que… me dijo que me fuera al infierno, señor. No hay ni un solo hombre sobrio en todo el barco, señor.

En cuanto FitzRoy ascendió por los listones de la escalerilla y saltó por encima del pasamanos, el caos en que estaba sumida la cubierta no pudo resultar más elocuente: cabos desenrollados y tirados por todas partes, botellas rotas, charcos de vómito junto al barril de agua potable.

—¿Cuánto rato hace que está de guardia, señor King?

—Desde ayer por la tarde, señor. Catorce horas.

—Creo que será mejor que baje a su camarote y se acueste. Y cúbrase con todas las mantas que pueda encontrar, hágame caso.

—¿Se me formará un consejo de guerra, señor?

—No, señor King, no se le formará ningún consejo de guerra. Yo asumiré toda la responsabilidad de lo que ha ocurrido. Y ahora váyase ya. Y gracias, señor King, por su sentido del deber.

—Sí, señor.

—Señor Wickham, quiero que esta cubierta esté ordenada y limpia como una patena dentro de una hora. Señor Sorrell, señor Usborne y señor Chaffers, dentro de cinco minutos quiero tener a todos los hombres de ahí abajo en posición de firmes en cubierta. A todos los que muestren insolencia o estén demasiado borrachos para sostenerse en pie se les pondrá grilletes y se les encerrará en la bodega. Señor Stokes, señor Bennet, rastrearán uno por uno todos los palacios de ginebra y tabernas de Plymouth hasta encontrar y traer de vuelta a todos los hombres. Y entonces se va a armar una buena, se lo aseguro.

Mientras los oficiales se dirigían a cumplir las tareas asignadas, el último miembro civil de la partida subió a bordo. Jemmy Button tocó delicadamente el borde del charco de vómito con la punta de su zapato brillante e inmaculado.

—Demasiada juerga. Demasiada juerga —observó.

Fuegia metió el dedo en la pócima amarillenta, se lo acercó a la nariz y arrugó el rostro, asqueada. Augustus Earle sonrió.

—Pido mis más sinceras disculpas a todos los que no son miembros de la tripulación del barco —declaró FitzRoy mientras su ira silenciosa se condensaba en pequeñas nubes blancas en el aire de la mañana—. Si dijera que estos sucesos son inaceptables, me quedaría corto. Les doy mi palabra de que no volverá a ocurrir nada parecido en todo el viaje.

Darwin no estaba escuchando, pues deambulaba por la cubierta en dirección a la proa. En realidad no había prestado atención a nada de lo sucedido desde que salieron del hotel, después de recibir una carta con el correo de la mañana. La había abierto, discretamente, en el bote que los había trasladado al Beagle. Era de su hermana Catherine, y le anunciaba el compromiso de Fanny Owen con Robert Biddulph. La desdobló y pasó la vista por su contenido una vez más.

… Espero que no te apene demasiado, querido Charley. Cuando regreses, la encontrarás convertida en esposa y madre. Y envejecida, además. Puedes estar seguro de que Fanny continuará siendo tan afectuosa y amable contigo como siempre, y que se alegrará de verte de nuevo, aunque me temo que eso será un consuelo insuficiente para ti, mi querido Charles.

Dios te bendiga, Charles.

Cariñosamente,

Catherine Darwin

Darwin no sabía si romper a llorar o reír amargamente. Tenía el corazón roto. Se sentía dividido entre el impulso de abandonar el viaje en ese mismo momento, tomar el próximo coche a Shrewsbury y encarar a la pareja con justa indignación, y la locura de correr por la cubierta cortando cabos y soltando cables para liberar al Beagle y partir como una flecha, y así perder de vista lo antes posible las orillas de Inglaterra. Quizá dentro de unos meses pudiera abandonar el barco en Nueva Zelanda y buscarse a una negra salvaje como amante, igual que había hecho Earle. Eso le mostraría a Fanny Owen el terrible error que había cometido. Pero en el mismo momento en que las imágenes morbosas y vengativas de una Fanny deshecha relampagueaban en su cabeza, supo que no eran más que meras fantasías y las desterró de su pensamiento. Arrugó la carta de Catherine formando una pelota blanca, que lanzó por la borda. Al caer al agua, la bola de papel se quedó flotando en la superficie añil de Barnet Pool, meciéndose y burlándose de él.

—¡Todos los hombres al cabestrante!

El carpintero May sacó a golpes las cuñas de madera de debajo de las barras y los hombres emprendieron el trabajo agotador de levantar el ancla de leva.

—¡Estiren fuerte, muchachos! —ordenó el contramaestre Sorrell—. Vamos, con energía.

Era la mañana del 27 de diciembre, y afortunadamente para todos había amanecido un día limpio y ventoso, pero ni siquiera el cielo azul podía mitigar la cólera de FitzRoy. El capitán había decidido no empezar los castigos hasta que el Beagle estuviera en alta mar; sabía que el temor ante lo que les esperaba impulsaría a los hombres a trabajar con ahínco, mientras que el día siguiente a un azote general —el castigo habitual de un motín o una falta de la misma gravedad— la mayoría de los hombres no se encontraría en el estado necesario para zarpar y, además, Sorrell estaría exhausto.

Todos y cada uno de los marinos ocupados en el cabestrante trabajaban con todas sus fuerzas, tratando desesperadamente de crear una buena impresión, y luchando por arrancar el ancla, que persistía en mantenerse sujeta a su lecho lodoso. Lentamente, el barco avanzó hacia el lugar de Barnet Pool donde estaba sujeto, hasta que estuvo justo encima del ancla; de pronto la cadena empezó a ascender verticalmente produciendo un traqueteo ensordecedor, y el ancla salió del agua y fue recogida y amarrada firmemente al castillo de proa.

—Icen el foque.

Los mástiles del Beagle se vistieron de blanco, y enseguida el gélido viento del este hinchó las velas.

—Reúna a todos los oficiales en la cubierta de popa.

—Sí, señor.

«¿Dónde diablos está Sulivan?», se preguntó FitzRoy, furioso. El segundo teniente había trabajado mucho las últimas semanas, y encima el día anterior había tenido que rastrear las calles de Plymouth de sol a sol, así que le había dado permiso para acompañar al baile a la señorita Young en su última noche en tierra. Desde entonces no se le había vuelto a ver por el barco. Después de las deserciones provocadas por las borracheras del 26 de diciembre, FitzRoy se dijo que sólo le faltaba que uno de sus oficiales hubiera cometido la misma falta. Mientras tanto, en la cubierta inferior, tendido en un estrecho catre de madera que ocupaba la mayor parte de su camarote, Bartholomew Sulivan acababa de despertar confundido al notar el brinco repentino del barco cuando el viento atrapó las velas. Sulivan dio un grito al camarero de los oficiales, que enseguida asomó la cabeza por la puerta.

—Sutton, ¿le importaría decirme qué hora es?

—Son las ocho de la mañana, señor.

—¿Qué? Entonces me perdí el baile. ¡Sólo quería descansar un poco! ¿Por qué no vino a avisarme para que fuera a tomar el té en el comedor de los oficiales como le pedí?

—Lo hice, señor.

—Entonces, cuando vio que no aparecía, ¿por qué diantre no vino a buscarme otra vez? A continuación pensaba ir a tierra para vestirme.

—Pero sí que apareció en el comedor a la hora del té.

—¿Qué?

Frenético, Sulivan se puso a toda prisa el uniforme. En el pasillo, todavía luchando con los botones, se dio de bruces con Wickham, que se dirigía a reunirse con el capitán y el resto de los oficiales en la cubierta de proa.

—Wickham, viejo amigo, dígame: ¿cree que me estoy volviendo loco? ¿Ayer por la tarde aparecí a la hora del té en el comedor de oficiales?

Wickham soltó una risotada.

—Usted mismo lo ha dicho, querido amigo. De hecho, «aparecer» es exactamente lo que hizo. Apareció a las siete y media, vestido con la camisa y el gorro de dormir, y con una gran escopeta de caza al hombro. Dejó la escopeta en un rincón, y ocupó su sitio en la mesa, bebió el té que se le puso delante, luego se levantó, se echó de nuevo la escopeta al hombro y se marchó a la cama. Mi querido amigo, pensamos que debía de estar exhausto, y no quisimos despertarlo de su estado de sonambulismo.

—Pero, pero… ¿y la señorita Young?

FitzRoy, que ya se encontraba reunido con sus oficiales en la cubierta de popa, sintió un gran alivio en cuanto vio surgir el rostro del teniente Sulivan por la escala; pero cuando advirtió que su segundo teniente no sólo no se había afeitado sino que también llevaba mal abrochados los botones del uniforme, ya no le gustó tanto; y todavía menos cuando el oficial en cuestión pasó como una exhalación por delante de él, se aferró al pasamanos y empezó a gritar en dirección a dos lejanas figuras femeninas que se encontraban en el muelle de Devonport, dos diminutas e inconfundibles manchas de color turquesa. ¿Estaba una de las dos moviendo la mano? Era imposible saberlo a ciencia cierta.

—¡Señorita Young! —gritó Sulivan, pero el viento, que soplaba en la dirección en que navegaba el Beagle, le devolvió sus palabras. Aunque las dos figuras hubieran estado a sólo cincuenta metros de distancia, probablemente habrían sido incapaces de oírlo.

—Señor Sulivan. —El tono de FitzRoy era frío y cortante—. Le sugiero, por su propio bien, que se reúna con nosotros de inmediato.

A regañadientes, Sulivan se apartó del pasamanos y dirigió un saludo silencioso a la diminuta mancha turquesa.

—Permítanme que deje las cosas muy claras desde el principio de la travesía —declaró FitzRoy en tono enfático. Su voz sonaba dura y tajante—. Los sucesos ocurridos en este barco durante las últimas veinticuatro horas son del todo intolerables. Todos nosotros, oficiales y tripulación, somos culpables. No volverá a ocurrir. Aún más, les informo de que tengo intención de no perder a ningún miembro de la tripulación, barco, mástil, ni siquiera una verga, durante el transcurso del viaje. Si cae un hombre por la borda, aun cuando el barco haga aguas, castigaré al oficial que esté de guardia en ese momento. ¿Ha quedado claro?

Todos los hombres asintieron con la cabeza.

—Nadie podrá abandonar el barco salvo en compañía de por lo menos otros dos hombres. De suerte que si alguno cae herido, uno de sus compañeros pueda quedarse con él mientras el otro va en busca de ayuda. No habrá excepciones a esta regla, ¿está claro?

Una vez más, los oficiales asintieron con la cabeza.

—Ahora quiero que toda la tripulación se reúna en popa.

Cinco minutos después, el contramaestre Sorrell había congregado a todos los hombres en la cubierta, donde les serían leídas las condenas.

FitzRoy se dirigió a todos los presentes con voz clara y firme.

—El marinero de primera William Bruce: degradado a marinero novato por quebrantar el permiso y embriaguez. El segundo contramaestre, Thos Henderson: degradado a marinero de primera por quebrantar el permiso y embriaguez. Capitán de cofa de trinquete John Wasterham, degradado a marinero de primera por quebrantar el permiso y embriaguez. El segundo carpintero David Rusell, una docena de azotes por quebrantar el permiso, embriaguez y desobedecer órdenes. Elias Davis, una docena de azotes por quebrantar el permiso, embriaguez e insolencia…

Y la lista, que parecía interminable, siguió y siguió. Darwin, afligido, deambuló hacia la proa, mareado por el balanceo del barco y por el despliegue de violencia que se avecinaba. Mientras el Beagle singlaba por el rompeolas y salía del puerto, empezó a dar cabezadas a causa del mar picado, y el balanceo se tornó más rápido, profundo y desagradable; Darwin pensó que, por lo menos, el agua salada le salpicaba en la cara y mitigaba el mareo. Un momento después, Sulivan, que también estaba triste, se le unió junto al pasamanos. Acababa de recibir una severa reprimenda.

—Buenos días, filósofo —dijo, tratando de poner buena cara al mal tiempo—. ¿Cómo se siente al navegar al Sur en una de las bañeras del rey?

—¿Es necesario que azote a tantos hombres?

—Créame, filósofo, el capitán aborrece el castigo corporal. Más aún, lo detesta con todas sus fuerzas. Pero nuestra vida en este barco depende de que se tomen decisiones inmediatas y que la obediencia sea instantánea. Si el capitán se muestra firme ahora, con suerte conseguirá esa obediencia, y no le hará falta azotar a nadie más en el resto del viaje.

—Pero ¿por qué tiene que azotarlos? ¿Por qué no los degrada simplemente?

—Ah, la mayoría de los hombres prefieren los azotes. La degradación significa menos paga. Pero pronto recuperarán sus anteriores cargos, y las cicatrices se curarán. Ellos sabían lo que hacían, Filos. La embriaguez es un placer único e infalible que un marinero siempre espera con impaciencia. Los hombres saben que habrá azotes, y si el capitán se los perdonara, perdería el respeto de la tripulación. El que siembra vientos recoge tempestades.

Darwin se quedó callado.

—No hay mejor capitán en el mundo, Filos. Le aseguro que no recurriría a este castigo si no fuera absolutamente necesario.

El Beagle entró en el canal de la Mancha, y mientras la tripulación se preparaba para girar la proa del barco a estribor, los hombres se pusieron a cantar:

Limpien el lodo de la cara del muerto

y estiren, o malditos serán,

porque soplan unos vientos fríos del noroeste,

en las orillas de Terranova.

Darwin se estremeció. «Pero ¿cómo he podido meterme, y encima voluntariamente, en este mundo de justicia primitiva y venganza sádica y medieval, un mundo donde los hombres aceptan los azotes con ecuanimidad y en que lo más probable es que acaben su vida ahogados en el lodo? Debo de haber perdido el juicio».

Sulivan pareció leerle el pensamiento y sonrió.

—Es sólo un trozo de metal, Filos.

—¿El qué?

—La cara del muerto. Es un trozo de metal triangular con tres agujeros, que se utiliza cuando el barco está amarrado durante mucho tiempo, para conectar las dos cadenas de ancla y evitar que se enreden entre sí. Muchas veces, la cara del muerto se llena de lodo. De ahí que deba limpiarse.

De pronto Darwin se sintió un ser pequeño y estúpido, mareado, pálido y enfermo. Bajó a su camarote y se encaramó a su hamaca con una destreza recién adquirida. Mientras yacía en ella, notó oleadas de náusea ascendiendo por su estómago, así que cerró los ojos y oyó cómo los gritos de los primeros hombres que recibían los azotes resonaban por todo el barco.