Plymouth
25 de octubre de 1831
FitzRoy llegó al patio del hotel Royal sólo media hora después que el coche de Portsmouth, y se encontró con la silueta familiar, grande y desgarbada de Darwin esperándolo.
—¡Querido Darwin!
—Mi querido FitzRoy, disculpe mi tardanza, pero ¡es que he tenido un viaje espantoso! Londres está sumido en el terror, ha habido un brote de cólera.
—Querido amigo, no tiene por qué disculparse. Ha llegado sano y salvo y eso es lo que cuenta.
—Perdóneme, pero ¿le importaría…? —Darwin se palpó los bolsillos—. En este momento ando un poco escaso de efectivo.
—Desde luego, claro. —FitzRoy repartió unas monedas entre los mozos del servicio de postas que le tendían las manos abiertas.
—¡Ha sido horrible! Cuando me acerqué a la taberna del Ganso con Dos Cuellos, de Cheapside, se había suspendido el servicio de coches en dirección al sudoeste de Inglaterra. Dicen que en Bristol los alborotadores han quemado el Bishop Palace, la Mansion House y una veintena de comercios, y han asaltado la cárcel.
—Es horroroso. El teniente coronel Brereton, el gobernador, se ha quitado la vida, se ha descerrajado un tiro al corazón para ahorrarse un consejo de guerra por no haber sabido frenar los tumultos a tiempo. Y a su segundo, el capitán Warrington, se le formará un consejo de guerra por no haber ordenado a sus tropas que cargaran contra los amotinados.
—¡Dios mío! El país está al borde del colapso. Por suerte conseguí un asiento exterior en el coche de Chaplin a Portsmouth, pero hube de sentarme en la parte superior, junto a un guardia de expresión impertérrita y armado de un trabuco. Así que los últimos dos días he tenido que soportar el traqueteo de ese calesín minúsculo. Y claro, como cabía esperar, no existe ninguna carretera de peaje entre Portsmouth y Plymouth. En algunas aldeas por las que pasamos, causamos tal revuelo que uno pensaría que no habían visto una diligencia en su vida. La carretera se encontraba en un estado vergonzoso, y el viento sopló en contra de la marcha de los caballos durante todo el recorrido. Entre Wool y Wareham pensé que iba a vomitar todo lo que tenía en el estómago. Cielo santo, qué lugar más aborrecible: un brezal llano y monótono, con unas pocas casuchas y ningún sitio donde pasar la noche. Dios sabe cómo los habitantes de ese lugar se las arreglan para vivir allí.
—Según parece lo ha pasado fatal. Y ahora que va a convertirse en marino, quizá le convendría más coger el barco de vapor en un futuro.
Los dos jóvenes tomaron un coche de alquiler hasta los astilleros reales de Devonport; el repiqueteo de los cascos de los caballos resonaba en las hileras rectilíneas de barracones abandonados mientras las ruedas hacían crujir la grava de la carretera de acceso. Finalmente aparecieron ante sus ojos tres enormes mástiles. Se apearon y FitzRoy pagó al cochero.
—Espere a ver el Beagle. Tiene un aspecto espléndido. Ha sido reconstruido de arriba abajo, con caoba y accesorios de latón. La cubierta superior es totalmente nueva; elevada veinte centímetros en la popa y treinta centímetros en la proa. Eso ha aumentado sustancialmente la comodidad bajo cubierta; por fin, ya no tendremos que pasarnos todo el tiempo agachados. —Estaba radiante. La considerable suma que había perdido en concepto de adelanto para el John le parecía insignificante ahora que había recuperado el Beagle.
—Debo confesarle, FitzRoy, que cuando me enteré de que la Marina había reconsiderado su decisión de anular el viaje, me puse contentísimo, y más aún cuando supe que usted había llevado a cabo una reparación tan espectacular. Perdone mi ignorancia de hombre de tierra firme, pero ¿no cree que todavía falta mucho para que pueda hacerse a la mar? Ese color amarillo brillante, ¿es el normal?
FitzRoy estalló en carcajadas.
—Querido Darwin, ése no es el Beagle. Es el casco del Active. El Beagle es el barco que está amarrado a su lado.
—¿Ése es el Beagle? Me imaginaba que era una gabarra, o un remolcador.
—Pues no, es el mismo Beagle.
—Pero ¡si no mide más que un campo de críquet!
—¡Vamos, vamos, querido amigo, no hay por qué ofender a un alma sensible! El Beagle es casi ocho metros mayor que un campo de críquet. Tiene dieciocho metros de eslora.
Aún perplejo, Darwin fue conducido a bordo.
—Por aquí, le mostraré su aposento. Le he reservado el camarote de popa, detrás del timón y al fondo de la cubierta principal.
FitzRoy abrió de golpe la puerta, que dejó ver un cubículo de poco más de tres metros cuadrados; su altura era de un metro sesenta y cinco centímetros como mucho. Había libros que cubrían las paredes de estribor y de popa del suelo hasta el techo. Justo detrás de la puerta estaba el grueso tronco del palo de mesana. Un poco más allá había un planero, y más allá, en el espacio angosto entre la mesa y las librerías, se encontraba un hombre delgado, medio calvo, que parpadeaba visiblemente tras unas gruesas lentes.
—¡Ah, señor Darwin! Es un honor para mí presentarle a nuestro bibliotecario el señor Stebbing. Es hijo de un fabricante de instrumentos matemáticos de Portsmouth. El señor Darwin será nuestro filósofo natural. Debería haberle explicado que su cabina será también la biblioteca del barco.
Stebbing le tendió a Darwin un dedo flácido a modo de saludo, pero el joven estaba demasiado aturdido para responder con educación.
—Mire, Darwin. Aquí tenemos a Byron, Cook, Milton, Humboldt, Lyell, La geometría de Euclides, Evidencia del cristianismo de Paley, los veinte volúmenes de la Enciclopedia Británica, ¡incluso tenemos a Lamarck! .
—Mi querido FitzRoy, la falta de espacio…
—Querido amigo, éste es uno de los camarotes más grandes del barco. Incluso con las librerías, estoy seguro de que todos cabrán perfectamente.
—¿Todos?
—¡Ah! ¿No se lo había dicho ya? Lo compartirá con el señor King y el señor Stokes, a quien he ascendido a oficial y ayudante de topógrafo. Stokes deberá compartir el planero con usted. Tendría que haberle dicho que su camarote servirá también de cuarto de derrota. Y también para guardar el aparato de gobierno, que está debajo de la mesa. Pero no se preocupe, el señor Stokes se cambiará de ropa y dormirá fuera, bajo la escala de los compartimentos.
—Y yo ¿dónde me vestiré? —consiguió balbucear Darwin.
—Aquí.
—¿Y dónde dormiré?
—Aquí.
—Pero, FitzRoy, yo no veo ninguna cama.
—King y usted dormirán en hamacas suspendidas sobre la mesa.
—Pero mi altura es mayor que la longitud de la habitación.
—Ah, no es así. He aquí las maravillas del diseño naval moderno. Observe. —FitzRoy sacó el cajón superior de un arcón empotrado en el mamparo de delante y señaló un gancho de latón que sobresalía en la penumbra del interior—. La cuerda de la hamaca se cuelga de este gancho —añadió sonriendo.
Darwin se quedó mirándolo con cara de besugo. En ese momento el guardiamarina King cruzaba la cubierta, de modo que FitzRoy lo llamó para que se acercara e hizo las consabidas presentaciones.
—Ah, mi compañero de camarote —dijo King—. Estoy encantado de tenerlo a bordo, señor filósofo. Estoy seguro de que nos llevaremos muy bien. Estaré encantado de explicarle cómo funciona todo por aquí, y de responder a cualquier pregunta que se le ocurra. Enseguida lo entenderá todo, ya lo verá. Ahora, si me lo permite, tengo mucho que hacer.
—Ejem, claro, claro —balbució Darwin, mientras King se alejaba con actitud formal—. FitzRoy —susurró—, ¡voy a compartir camarote con un niño!
—Pues claro. No querrá compartirlo con un fornido timonel, ¿verdad? Así dispondrá de más espacio.
—¿Más espacio? Pero ¡si apenas tengo espacio para dar media vuelta!
—¡Querido amigo! ¿Y por qué diantre querría usted dar media vuelta? Si lo hiciera, sólo lograría quedarse cara a la pared. Le prometo que haré todo lo que esté en mi mano para que este rincón del barco se acondicione de tal modo que usted se sienta tan cómodo como en casa. Además, también tendrá acceso a mi camarote. Venga, se lo mostraré.
Bajaron por la escala de los compartimentos hasta la cabina de FitzRoy, que resultó no más grande que la de Darwin. En su interior, otra mesa de trabajo, un catre estrecho a estribor que también servía como asiento y un sofá aún más estrecho a babor. Fuera, estaba apostado un centinela de la Marina.
—Este robusto muchacho protege la escotilla del pañol santabárbara y el armario de los cronómetros. En total hay veintidós colgando de los cardanes y recubiertos de serrín. Once son propiedad de Su Majestad, yo he comprado seis, cuatro me fueron prestados por sus creadores, y el último me lo ha cedido lord Ashburnham. —Abrió la puerta del estrecho armario. Un hombre delgado, semi-calvo, con gruesas lentes de culo de botella, había logrado de algún modo introducirse allí—. Todos los días Stebbing les da cuerda a las nueve de la mañana. Sólo podemos tocarlos él y yo.
—Pero ¿cómo ha podido…?
—Ah, hay muchos recorridos dentro del barco. No dudo de que los conocerá con el tiempo. Vamos, le enseñaré todas mis mejoras. Los canales de Inglaterra han estado atestados de suministros navales estas últimas semanas.
Volvieron a la cubierta principal, Darwin se sentía grande y torpe detrás del nervudo cuerpo de FitzRoy, que saltaba ágilmente de una cubierta a otra como un cervatillo.
—Debo confesarle que estoy encantado de que muchos de los oficiales y marineros de nuestro primer viaje hayan decidido volver. Casi todos se ofrecieron voluntarios para sumarse a esta expedición, excepto Wilson, el cirujano, que se ha retirado, y el señor Murray, el patrón, que desgraciadamente aceptó otra misión cuando pensó que habían anulado nuestro viaje. Tuve una auténtica tropa de tenientes para escoger. Al final elegí a mi viejo amigo el señor Sulivan, que acaba de licenciarse, y al señor Wickham, que fue primer teniente del Adventure al mando del capitán King en el último servicio. Un gran tipo en todos los aspectos; venga conmigo, se lo presentaré.
Un oficial alegre y campechano, con un tono de voz estentóreo, dirigía las obras de reparación desde la cubierta. Darwin se encontró a sí mismo dedicándole una sonrisa radiante y cordial; Wickham, que parecía contar poco más de treinta años, tenía un rostro redondo y sincero coronado por una masa de rizos cortos y oscuros.
—De modo que es usted el filósofo, ¿eh? Excelente. Bien, señor Darwin, mi barco está siempre limpio y ordenado; por consiguiente, si puede usted mantener sus especímenes más sucios fuera de mi vista, usted y yo podremos ser grandes amigos. ¿Entiende? —preguntó en español.
—Por supuesto, por supuesto.
—Me alegra oírlo —dijo Wickham, estrechándole la mano antes de reanudar sus tareas.
—Bueno, puede que estos individuos no hicieran un buen papel en el palacio de St. James —admitió FitzRoy—, pero un grupo de hombres tan entregados a su trabajo, inteligentes, activos y decididos no los encontraría en ninguna otra parte. Wickham es un botánico de primera, por cierto.
—¿Y quién es ése de ahí? —preguntó Darwin mientras señalaba a un tipo de aspecto agobiado, en mangas de camisa y con unos pantalones informes de lana, que supervisaba el trabajo que se llevaba a cabo en un mástil.
—Ése es William Snow Harris, el inventor. Ha ideado un pararrayos. Es decir, inventó el artefacto hace unos siete años, pero hasta ahora nadie se ha atrevido a utilizarlo.
—¿Un pararrayos?
—Los rayos constituyen uno de los grandes enemigos del marinero. No sólo porque los mástiles del barco son treinta metros más altos que cualquier otro punto en millas a la redonda, sino porque durante la tormenta se empapan de agua salada, la cual es una excelente conductora de la electricidad. Harris ha ideado un alambre de cobre que se inserta en los mástiles y se conecta a la quilla, y funciona como la toma de tierra, con lo que de hecho el relámpago es atraído al barco.
—¿Y eso no es un suicidio en toda regla?
—No, en absoluto. El alambre de cobre es la toma de tierra. Atrae los rayos para alejarlos de las materias combustibles como la madera, la brea, el alquitrán, y luego los disemina en el agua sin causar daños. Cualquiera pensaría que obedece a las leyes de la física más simples, pero al parecer soy el primero que confía en Harris. He ordenado instalar pararrayos en todos los mástiles, en el bauprés e incluso en el botalón de foque.
—¡Qué idea más ingeniosa! —exclamó Darwin, entusiasmado, olvidándose por el momento de sus preocupaciones relacionadas con el tamaño del camarote y su tamaño corporal.
—Una de las muchas que tenemos en el Beagle. No he escatimado gastos ni esfuerzos en preparar nuestra pequeña expedición hasta el menor detalle, y en surtirla de todos los materiales necesarios, en la medida de mis posibilidades. Tenemos el nuevo hornillo para cocinar Frazer, que no hay que apagar cuando hace mal tiempo. Los cañones no son de hierro sino de latón, de ese modo se evita su efecto nocivo sobre el magnetismo de las brújulas del barco. Hay un cabestrante patentado en lugar del viejo torno. El timón es de un nuevo tipo. Todas las embarcaciones son nuevas, y han sido construidas según el principio diagonal…
—Perdóneme, FitzRoy. ¿Ha dicho usted algo referente a sus posibilidades?
—Sí, ciertamente.
—¿Es que el Almirantazgo no corre con todos los gastos de instalación y operarios de las expediciones que planea?
—Bien, en parte las financia el Almirantazgo y en parte el consejo naval, pero sólo hasta cierto punto. La reparación del Beagle ha costado siete mil quinientas libras, y por ese coste habrían tenido un bergantín completamente nuevo. Así que he optado por complementar la suma más que generosa desembolsada por el Almirantazgo con una contribución personal.
Darwin, a quien le bailaban los números en la cabeza, aturdido por las grandes sumas empleadas, optó por no decir nada más sobre el asunto.
—Acompáñeme —dijo FitzRoy después de una pausa, con los ojos encendidos—, le mostraré los instrumentos científicos. Contamos con un simpiesómetro, que es como un barómetro, sólo que encima del mercurio hay gas, para medir la radiación. Hay también un pluviómetro, para medir la lluvia, y un anemómetro, para el viento. Todos proceden de Worthington y Allan. No obstante, he encargado el telescopio del barco en Fullerscopes, en Victoria Street. ¿Los conoce? En mi opinión, sus instrumentos son superiores a los de Dollond.
—Yo traigo mi propio telescopio —dijo Darwin—, así como un barómetro aneroide y un microscopio. Es un microscopio plegable de Coddington. En cuanto llegue mi equipaje, se lo enseñaré. Es muy ingenioso.
—Querido amigo, me encantará verlo.
Y de ese modo, los dos jóvenes pasaron una hora de feliz conversación sobre instrumentos científicos, hasta que Darwin, que desbordaba entusiasmo, se dio cuenta de que la vida marinera lo había cautivado por completo.
—Le advierto, FitzRoy, que aún puedo convertirme en navegante. Con mis pistolas al cinto y el martillo de geólogo en la mano, como mínimo debo de parecer un pirata, ¿no?
—La clave del marino, mi querido amigo, radica en pensar como tal, no como un hombre de tierra firme.
—¿Y cómo se consigue pensar como un marino?
—Es un estado mental. Por ejemplo, ¿el este, el oeste, el norte y el sur son lugares o direcciones? ¿La luna es un disco de luz que el buen Dios pone en el cielo con objeto de iluminar el encuentro de los enamorados, o es un cuerpo celestial de un poder tan extraordinario que puede arrastrar con su magnetismo toneladas de agua desde un lado del mundo al otro, un cuerpo que requiere estudios meticulosos así como un respeto inmenso?
La referencia a encuentros con el sexo opuesto hizo que Darwin pensara en Fanny Owen.
—Ah, veo que mis palabras lo han afectado. ¿Puedo preguntarle si hay alguna dama en particular que lamentará su ausencia, Darwin?
—Bueno… yo… en fin. —Aturullado, fue incapaz de responder algo coherente.
—Mi querido amigo, disculpe mi curiosidad. Es imperdonable.
—No, no, en absoluto. Hay una joven dama… Bueno, debo confiarle que es la persona más guapa, redondeada y encantadora que hay en todo Shropshire. Prescindir de su compañía será una prueba muy dura, se lo aseguro. Lo que no sé es si ella lamentará mi ausencia.
Recordó las cartas de Fanny, de un tono descarado, coqueto, en que lo llamaba «doctor Postillón» y se refería a sí misma como «la Criada». «No puedes llegar a imaginarte cuánto te he echado de menos hasta ahora», le escribió la joven mientras él estaba en Londres. Pero, sin embargo, en el baile organizado por los Forrester en verano pareció que sólo tenía ojos para Robert Biddulph, cuyo padre era aristócrata y miembro del Parlamento. Darwin sabía que Fanny jugaba con él, pero desconocía la naturaleza del juego.
FitzRoy intuyó los nubarrones que oscurecían la mente de su amigo y lo dejó estar.
—Bien, querido Darwin, volvamos a tierra firme. Le he reservado una habitación en el hotel Weakley hasta que el Beagle esté listo para zarpar.
—¿En tierra firme? Entonces, ¿no dormiré a bordo mientras el barco esté en puerto?
—Perdóneme, Darwin, pero he pensado que cuanto menos tiempo pase en ese camarote ridículamente pequeño, más cómodo estará, ¿no le parece? —Le sonrió con complicidad.
La flota de pequeñas barcas cabeceaba en línea rumbo a Devonport desde el muelle de los buques de vapor, meciéndose sobre las olas como las parejas de baile de una cuadrilla alcohólica a altas horas de la madrugada. Jemmy Button, en la proa del primer bote, dio un grito de ilusión mientras doblaban Devil’s Point y giraban a estribor hacia el astillero naval.
—¡El Beagle! Mire, señor Bennet, el Beagle.
—En efecto, Jemmy. Pero tiene algo distinto. Hay más velas de cangrejo, y el capitán ha hecho levantar la cubierta y bajar el pasamanos.
—¡El Beagle, el Beagle! —gritó Fuegia Basket.
Cuando amarraron junto al bergantín, vieron que estaba aguardándolos un pequeño comité de recepción, encabezado por FitzRoy, que parecía perplejo. El capitán vio a Jemmy, York, Fuegia y el timonel, pero ¿dónde diantre estaban los dos misioneros, los «musculosos» evangelizadores que esperaban? En su lugar sólo había un joven de unos diecisiete años, pálido y menudo, sentado junto a Bennet. ¿Y qué transportaban todas esas barcas?
—¡Yo quiero al capitán FitzRoy! —gritó Fuegia, saltando al muelle con una agilidad sorprendente para su cuerpo cada vez más rollizo y lanzándose a los brazos del capitán.
Después de dar una efusiva bienvenida a los fueguinos, FitzRoy saludó a Bennet.
—Capitán FitzRoy, permítame presentarle al reverendo Richard Matthews, de la Sociedad Misionera de la Iglesia.
—Bienvenido a Devonport, señor Matthews.
—Es un honor para mí conocerlo, capitán.
FitzRoy tendió una mano para ayudar al clérigo, que hacía esfuerzos para salir de la barca, mientras le lanzaba una mirada a Bennet como diciendo «¿Qué diablos ha ocurrido?». El timonel respondió con una mueca que —esperaba— reflejara su impotencia en lo que atañía a cualquier decisión tomada en Walthamstow, por muy peregrina que fuera.
—Perdóneme, señor Matthews, pero tenía entendido que vendría acompañado de un colega.
—Por desgracia, no ha podido ser. He traído una carta del señor Wilson que explica la situación.
FitzRoy cogió la carta y la desdobló.
Querido señor:
Le escribo para presentarle al reverendo Richard Matthews, que será el representante permanente de la Sociedad Misionera de la Iglesia en Tierra del Fuego. Posee los conocimientos y la información que se estiman necesarios para fomentar el bienestar presente y eterno de los salvajes en esa región. Lamento profundamente no haber podido encontrarle un compañero adecuado. Sin embargo, hemos provisto al señor Matthews de todos aquellos artículos que nos han parecido que precisará, artículos de los que nuestro país se encuentra muy bien abastecido. Espero que no sean demasiados y le provoquen a usted alguna inconveniencia; creo que llegará a la conclusión de que el sacerdote no podrá pasar sin parte del equipo sin menoscabo de su decoro.
Créame, querido señor.
Suyo sinceramente,
El reverendo William Wilson
FitzRoy dobló la carta. ¿Menoscabo de su decoro? ¿Qué querría decir con «menoscabo de su decoro»? ¿A qué artículos se refería el reverendo?
Bajo la dirección de Wickham, la tripulación retiró las lonas que cubrían las barcas, dejando a la vista enormes cajas de embalaje.
—Algunos amigos cristianos han tenido la amabilidad de suministrarme estos artículos de primera necesidad, capitán. Confío en que se les hará sitio en la bodega.
FitzRoy se quedó mirando fijamente el bigote de Matthews, o mejor dicho, la falta de éste. Un pelo ralo luchaba infructuosamente para mantenerse sujeto a la pendiente del labio superior.
El teniente Wickham intervino:
—Señor Matthews, la bodega del Beagle está llena hasta los topes con seis mil latas de carne, verdura y sopa en conserva de Kilner y Moorsom. No existe ni la más remota posibilidad de meter allí sus cajas, se lo aseguro.
—Pues entonces deberemos abrirlas y vaciarlas, es la única solución que se me ocurre —dijo FitzRoy—. Distribuya el contenido de las cajas por el barco lo mejor que pueda, teniente. Allí donde haya sitio.
—Bien, señor.
Y así, ante la mirada desesperada de Matthews, los marineros cargaron a hombros las cajas de embalaje hasta el muelle, y fueron abriéndolas una por una. Poco a poco fue saliendo a la luz el contenido: un sorprendente surtido de copas de vino, mantequilleras, bandejas de té, soperas, fina mantelería blanca, como si hubiesen vaciado el escaparate de una tienda de Bond Street y hubieran trasladado todos los artículos expuestos en él al muelle de Devonport. Las risas y carcajadas de la marinería eran perfectamente audibles, y FitzRoy pudo ver cómo Wickham reprimía una sonrisa. Un hombre sacó un orinal de loza y soltó un chiste entre dientes. La tripulación entera estalló en carcajadas.
—No veo que haya ningún motivo para tanta frivolidad —observó Matthews fríamente.
—Lo mismo digo —añadió FitzRoy, haciendo vanos esfuerzos por mantener la compostura.
—¡Miren! —gritó Jemmy, que había hallado un elegante espejo de mano con una delicada filigrana de plata en el dorso.
—¡Vaya, éste ya está contento!
Fuegia se puso a andar por el muelle pavoneándose con un sombrero de piel de castor. York había descubierto una licorera de cristal tallado, y sostenía las piezas del juego contra el cielo observando los destellos que la luz producía al refractar en ellas. Empezaban a amontonarse varias vajillas completas, por no mencionar un tocador entero de caoba y una serie de tapetes franceses.
—Señor Matthews, ¿está usted al corriente de las condiciones de vida que predominan en Tierra del Fuego? —preguntó FitzRoy cortésmente.
—Jamás me he alejado de estas costas, señor, pero mi hermano mayor es misionero en Kororareka, en Nueva Zelanda. Como él, haré todo lo que esté en mi mano para ayudar a esas pobres criaturas, de todas las maneras posibles. Prometo engrandecer la gloria de Dios y el bien de mis semejantes, y Jesucristo me fortalecerá con su gracia.
—Santo cielo, señor. Aquí hay una caja entera de Biblias —informó Wickham.
—Me propongo hacer de la Biblia el fundamento de todas mis enseñanzas, capitán. No olvidemos el gran principio teológico que establece el artículo seis de la Iglesia anglicana: las Sagradas Escrituras contienen todo lo necesario para asegurar la salvación.
—Cómo no, señor Matthews. No puedo estar más de acuerdo con ese principio.
—¡Por las barbas de Satanás! —exclamó el guardiamarina King—. Es como si alguien hubiera ido a los almacenes Swan and Edgar y lo hubiese comprado todo.
FitzRoy se giró. Llevaba tanto rato esforzándose por mantener a raya los músculos de la cara, e impedir el descontrol de los hombros, que en ese momento parecía a punto de perder la batalla. Por sus mejillas resbalaban lágrimas de risa silenciosa.
El ruido rítmico de las fuertes pisadas de los hombres mientras subían a bordo las caras mantelerías y cristalerías creaba un contrapunto con los gritos agudos de diversión que llegaban de la cubierta, donde Musters y Hellyer perseguían a Fuegia Basket por las jarcias y las crucetas.
—Vaya, hombre. El Beagle se está convirtiendo en un parvulario, con todos esos dichosos niños corriendo por todas partes —se quejó King.
FitzRoy casi estaba por dejarlos seguir, pues de ese modo Fuegia estaba contenta y entretenida, pero sólo le faltaba que la niña se rompiera el cuello.
—Señor Musters, señor Hellyer, bajen aquí ahora mismo.
—Sí, señor.
Los dos chicos bajaron obedientemente hasta la cubierta.
—Señor Hellyer, me imagino, dadas las payasadas, que no tiene más facturas ni resguardos que revisar y firmar. ¿Ha terminado con su trabajo?
—Sí, señor.
—¿Ha firmado el inventario del departamento de vituallas?
—Sí, señor.
—Buen chico. Bien, les presento al guardiamarina King; voy a ponerlos a los dos a su cargo.
King puso los ojos en blanco, exasperado.
—Espero que durante los próximos meses presten atención a todas y cada una de sus palabras; sólo así aprenderán todo lo que hay que saber sobre el arte de navegar.
—Pues yo espero saberlo ya casi todo, señor —afirmó Musters categóricamente.
—No digo que no. Pero como me entere de que ha pasado usted por alto algún detalle de información útil, señor Musters, probará el bastón del señor Sorrell. ¿Ha quedado claro?
—Sí, señor.
—Ahora márchense y aprendan a ser marineros.
Al rato, cuando se acercó al Beagle un lujoso carruaje color escarlata con lacayos de librea, FitzRoy estuvo encantado de haber puesto fin a las travesuras de los niños. Al detenerse, salió de él nada menos que el capitán Francis Beaufort, el hidrógrafo del rey. «Un visitante más —pensó FitzRoy—, y tendré que contratar a un criado que recoja las tarjetas de visita en una bandeja». Silbó a Wickham y a los marineros que estaban presentes para que mantuvieran la compostura, pero no tenía por qué haberse molestado. El carruaje era lo bastante distinguido para que toda la tripulación se hubiera puesto en posición de firmes aun antes de que el ocupante se dejara ver. Beaufort subió renqueando por la escala de popa, rechazando ofrecimientos de ayuda, y saludó con un gesto de la cabeza.
—FitzRoy.
—¡Qué honor más inesperado, señor!
—No se haga ilusiones apresuradas, capitán FitzRoy; mi presencia en Plymouth obedece a otros asuntos del Almirantazgo, pero, mientras esté aquí, tengo buenas razones para hacerle una visita.
Su ojo experto se fijó en las nuevas velas de cangrejo entre los mástiles, los cañones de latón, las balleneras relucientes y la figura de Neptuno pintada a mano en el timón del barco con el lema «Inglaterra espera de cada hombre que cumpla con su deber» escrito elegantemente alrededor de la rueda.
—Vaya, veo que ha echado mano de su capital con generosidad —observó—. El pasamanos es más bajo de lo normal en un bergantín, ¿me equivoco?
—No, señor. La cubierta está elevada, pero no las batayolas, a fin de que el barco se hunda menos en el agua. Eso significa también que contendrá más aire en el interior del casco para evitar que vuelque si escora demasiado.
—¡Es usted una maravilla, FitzRoy! Aunque me temo que si sigue así va a arruinarse por completo. No me gustaría encontrar su nombre en la lista de morosos de la London Gazette, se lo aseguro. ¿Podemos hablar a solas en su camarote?
Entraron en el cubículo que iba a convertirse en el hogar de FitzRoy los próximos dos años.
—Así pues, parece que finalmente ha despertado el suficiente interés para enviar al Beagle a donde le plazca.
—Mi tío, lord Londonderry, fue lo bastante amable como para interesarse por mí —explicó FitzRoy, pensando que era más prudente no mencionar al rey.
—Pues en lo que a mí respecta, me alegro. Esperemos que en el proceso no se haya creado muchas enemistades. Ahora vayamos al grano. Al final, ¿cuántos cronómetros pudo sacar de los almacenes?
—Once. Y he pagado once más de mi bolsillo.
—Excelente. De ese modo el Beagle será el barco más equipado para medir la longitud que cualquiera que haya navegado por esas costas. FitzRoy, desearía que su recorrido describiera una línea cronométrica alrededor del mundo. Con objeto de señalar con precisión los puntos conocidos en la superficie del globo y relacionarlos entre sí. Las observaciones aisladas que se han llevado a cabo hasta ahora están muy bien, pero nunca se ha realizado una serie completa de medidas alrededor del mundo.
—Eso es fantástico, señor, pero ¿esa tarea se añade a la que ya tenemos encomendada, es decir, levantar mapas en América del Sur?
—Por supuesto, eso sigue en pie. Debe aprovechar los inviernos del Sur para cartografiar la costa patagónica entre Buenos Aires y Puerto Deseado; y los veranos para terminar el reconocimiento de Tierra del Fuego. También se le exigirá que cartografíe las islas Malvinas íntegramente.
—¿También las Malvinas?
—No es que sean una prioridad en las necesidades de navegación del Almirantazgo, pero Buenos Aires está empezando a reclamar la soberanía de esa antigua colonia española. La presencia del Beagle en las islas actuará como instrumento de disuasión. Se ha ordenado a todos los barcos que navegan por esas costas que se detengan allí.
—¿Y todo ese trabajo ha de hacerlo un solo barco y en dos años, señor?
—Perderá el tiempo miserablemente, FitzRoy, si se empeña en reconocer todas las bahías, brechas y radas de Tierra del Fuego. Sin embargo, no puedo dejar de subrayar la importancia de que no pase por alto ningún buen puerto.
«Así pues, no debemos explorar las bahías —se dijo FitzRoy—, pero de ningún modo hemos de pasar por alto un buen puerto. Unas instrucciones contradictorias donde las haya».
—No hay tiempo que perder elaborando mapas, capitán. Bastarán esbozos claros y sencillos, con notas explicativas. Después de todo, creo que siempre serán mejores que los mapas españoles, ya que éstos están trazados desde el barco.
—¿Y si se descubre que he pasado por alto un puerto navegable?
—Entonces, para decirlo sin rodeos, usted será el culpable. Recuerde que es usted quien ha reclamado esta misión. Habrá quienes se alegrarán de su fracaso. Así que será mejor que no pase por alto ningún puerto.
«De modo que tanto si hago bien mi trabajo como si no, estoy condenado».
—Y todavía deseo que efectúe unas averiguaciones más en el Pacífico. Existe una nueva teoría sobre los corales, muy plausible, que dice que los arrecifes no ascienden del fondo del mar, sino que se alzan de las cumbres de volcanes extintos. Quiero que haga todo lo posible para descubrir a qué profundidad comienzan las formaciones de coral.
«En circunstancias normales sería una investigación fascinante. En circunstancias normales, claro».
—Finalmente, ¿conoce la escala numérica propuesta por Alexander Dalrymple para registrar las condiciones meteorológicas? Hace tiempo que pienso que el viento y el tiempo deberían sistematizarse en una escala comprensible para toda la Marina británica. «Fresco» y «moderado» son términos ambiguos. He concebido dos escalas, basadas en la de Dalrymple, que me gustaría que pusiera a prueba. Hay un código de letras para las observaciones meteorológicas y otro de números para medir la fuerza del viento. Aquí están. —Beaufort le pasó un fajo de papeles por encima de la mesa—. Oscila de cero, calma chicha, a doce, la fuerza del viento que ninguna lona resiste, la fuerza huracanada. Aunque dudo mucho de que en caso de que encontrara un viento de fuerza doce pudiera venir a contármelo después. Recemos para que no suceda algo así.
FitzRoy recordó la tormenta de la bahía de Maldonado, en la que estuvieron a punto de perder la vida. ¿Se consideraría un viento de fuerza doce en la escala de Beaufort?
—No hay ningún inconveniente, señor.
—Ah, una cosa más aún. ¿Cuentan con un cirujano a bordo del Beagle?
—Está Bynoe, el ayudante de cirujano. Ya ha trabajado de cirujano en el pasado. Es joven pero muy competente.
—Bueno, mucho me temo que tendrá que continuar como ayudante durante todo el viaje. El cirujano Robert McCormick se unirá a ustedes. Viajó al Ártico con Parry, pero fue repatriado. Debo advertirle de que ha sido repatriado desde el extranjero tres veces.
A FitzRoy se le cayó el alma a los pies. Tanto Beaufort como él sabían que «repatriado» era un eufemismo por «despedido». Era obvio que los capitanes previos de McCormick lo habían encontrado insufrible.
—Me lo presentaron, y parece competente y en el fondo buena persona. Quizá un poco brusco… habría sido un buen militar.
FitzRoy sonrió.
—Estudió filosofía natural en Edimburgo, así que está preparado para el puesto de naturalista en este barco.
—Ya tenemos un naturalista a bordo, señor.
—Ah, sí, el joven Darwin. Bien, mucho me temo que el señor McCormick tiene prioridad, está en su derecho como cirujano; no obstante, estoy seguro de que los dos se llevarán bien. Quizá se les pueda animar a que se especialicen en diferentes áreas. La filosofía natural es una disciplina muy amplia, ¿no cree?
—Lo es, señor.
—Lo siento, FitzRoy, pero éste es el precio que ha de pagar por haber obtenido el consentimiento del Almirantazgo de esta comisión. No es usted el único hombre en la Marina con influencia en las altas esferas.
—¿Y si el señor McCormick fuera repatriado a casa una vez más, señor?
—No se lo recomiendo.
FitzRoy, compungido, siguió al renqueante hidrógrafo por la escala hasta salir al resplandor de la cubierta principal. Mientras sus ojos se acostumbraban a la luz, se encontró al guardiamarina King en cuclillas, dando instrucciones a sus cargos.
—Recuerden que deben estar siempre dispuestos a ayudar a halar un cabo, en cualquier momento. Los cabos siempre están enrollados para que no estorben. Pulgar derecho, pulgar izquierdo, así, por delante, ¿ven? Y si les ordenan desaferrar las velas, asegúrense de que aguantan los obenques y no los flechastes. Cuando las velas estén flojas y colocadas, oirán las órdenes de fachearlas y marearlas en viento. Es para mantener el control del rumbo del barco. Imagino que al principio las órdenes les sonarán a chino.
—A mí no —replicó Musters.
Beaufort sonrió con indulgencia y se volvió hacia FitzRoy.
—Yo empecé a su edad. Me imagino que usted también.
—Más o menos, señor.
Al oír las voces de los oficiales a sus espaldas, los tres jóvenes dieron un taconazo y saludaron con formalidad.
—Eh, ustedes dos, los grumetes, ¿cómo se llaman?
—Voluntario de primera clase Musters, señor.
—Voluntario de primera clase Hellyer, señor.
—¿Cuántos años tienen?
—Once, señor.
—Doce, señor.
—¿Es éste su primer viaje?
—Sí, señor.
—Estupendo, estupendo. —Beaufort rió entre dientes—. Cuide mucho a estos dos en el Sur, capitán, pues el futuro de la Marina depende de chavales como éstos.
—Haré todo lo posible, señor.
—Esperen un momento… No es que sea muy ortodoxo desde un punto de vista naval, pero creo que podemos hacer una excepción, teniendo en cuenta que es su primer viaje. —Beaufort rebuscó en su bolsillo y extrajo un puñado de monedas—. Extiendan las manos. —Puso medio soberano reluciente en la palma de cada niño.
—No es justo —rezongó King cuando Beaufort salió renqueando del barco.
—Esperaba que me destinaran a una fragata, o a un barco igual de apetecible —dijo Robert McCormick, mientras se le erizaba el pelo del oscuro bigote—. Francamente, estoy harto del bamboleo que hay que soportar en un barco tan pequeño. Ya he aguantado demasiadas veces los barcos pequeños e incómodos y las estaciones insalubres. Pero pretendo hacerme un nombre como naturalista, señor, y ésa es la razón por que he decidido aceptar el puesto de cirujano en el Beagle.
—Le agradezco su gesto, señor McCormick —replicó FitzRoy secamente.
—No tiene importancia, señor —contestó, sin advertir el sarcasmo que encerraban las palabras del capitán.
FitzRoy pensó que el hombre poseía cierta rigidez, y una cualidad inmóvil en sus facciones bovinas que sólo contradecía el bigote militar. El bigote de McCormick parecía estremecerse mientras su dueño hablaba, y se agitaba vigorosamente con cada afirmación categórica. Era como si hablara por él, de algún modo extrañamente incorpóreo. El contraste con el escaso bigote que lucía Matthews se le antojó absurdo.
—Según el capitán Beaufort, viajó al Ártico con Parry en el Hecla.
—Efectivamente, señor, para mi desgracia. Le aseguro que no ha habido una expedición más desastrosa en toda la faz de la tierra. Parry pretendía llegar al Polo en barcos provistos de ruedas y tirados por renos. Pero, claro, los dichosos barcos en cuestión pesaban demasiado y los renos no eran capaces de moverlos un centímetro. Parry era un verdadero idiota —añadió con desprecio.
FitzRoy se preguntó qué términos emplearía su nuevo cirujano en un futuro para describirlo a él a sus espaldas.
—Los ejes quedaron enterrados en treinta centímetros de nieve. Y allí estábamos nosotros, con gorro de piel de mapache, chaqueta con capucha, bombachos azules y polainas de lona blanca, haciendo infructuosos esfuerzos para moverlos unos pasos. Debíamos de parecer una pandilla de elfos del bosque. —De pronto, al recordarlo, el cirujano se echó a reír a carcajadas.
«Al menos tiene sentido del humor», pensó FitzRoy.
—Dígame, señor McCormick, ¿a qué se ha dedicado usted en los últimos tiempos?
—Bueno, la verdad es que no he subido a un barco en diez meses. Sin embargo, en Londres me lo he pasado en grande. Boxeaba, cazaba ratas, jugaba al tenis y conducía un coche tirado por cuatro caballos. Estaba alojado en la casa de mi padre. El viejo tiene un montón de dinero. Pero todo lo bueno se acaba, ¿verdad? Oh, por cierto, señor, ¿qué es eso?
Estaban paseando por los majestuosos muelles blancos del astillero real, frente al número dos, donde se hallaban amarrados el Beagle y el Active.
—¿Qué es qué?
—En la cubierta de su barco, señor. Eso que parece una pandilla de hotentotes.
—Son fueguinos, señor McCormick. Han sido educados en Inglaterra a expensas del Almirantazgo y van a regresar a su país de origen para establecer allí una misión.
—Es extraordinario. Lástima no haberlo sabido antes. Tengo un conocido que dirige el museo Egyptian Hall de Piccadilly. Podríamos haber sacado unos peniques exhibiendo a sus salvajes al público.
—De hecho, señor McCormick, están muy alejados del estado salvaje. Sería difícil encontrar tres personas con mejores modales y un carácter más agradable.
—Así que todavía hay milagros.
Los dos hombres subieron a bordo; el porte militar y enérgico de McCormick contrastaba con los movimientos ágiles e informales de FitzRoy. Se hicieron las presentaciones de rigor con los oficiales que estaban en cubierta, y a continuación FitzRoy se dirigió a la biblioteca con el nuevo cirujano. Dentro encontraron a Stebbing, que escribía títulos de libros en un catálogo.
—Caramba, señor, debe de haber más de trescientos volúmenes —exclamó McCormick, entusiasmado.
—Hay más de cuatrocientos.
—Sin embargo, debo confesar que me sorprende encontrar a Lamarck aquí. ¿Está seguro de que debemos acoger a un transformista? ¿Animales que evolucionan hasta convertirse en hombres? Eso de defender los principios revolucionarios más atroces y doctrinas peligrosas y blasfemas es típico de un franchute.
—No estoy más a favor de los transformistas que usted, señor McCormick, pero ¿no es mejor conocer a fondo los argumentos de nuestros enemigos que descartarlos de buenas a primeras?
—Bien —bramó—, si hay algo intermedio entre el hombre y la bestia, sin duda es su franchute. Personalmente lanzaría todas esas majaderías por la borda. Ah, veo que tiene un ejemplar de Lyell. Otro imbécil donde los haya.
—El señor Lyell es uno de nuestros geólogos más eminentes. Ha mostrado su interés por los frutos de nuestra expedición.
—¡Caramba! ¡No me diga! Lyell es el responsable de esa patraña que explica toda la geología de la tierra como resultado de un calor interno. Bueno, yo tuve a Jameson como profesor en Edimburgo, un verdadero genio, señor, que probó, de manera concluyente, que el granito y el basalto son cristalizaciones del agua procedente del centro de la tierra, el cual está ocupado por un mar subterráneo, del que procedió el Diluvio.
—Ahora empieza a interesarme, señor McCormick. Debemos hablar de ese tema con el señor Darwin, el… ejem, mi acompañante.
—¿Su qué, señor?
—He contratado a un caballero como acompañante para el viaje. Es el señor Charles Darwin. También está interesado en la filosofía natural y tiene intención de coleccionar especímenes.
—Bueno, siempre y cuando no interfiera en mi cometido oficial como cirujano y naturalista…
—Según tengo entendido, él también estudió con Jameson en Edimburgo.
—Ah, ¿sí? ¡Estupendo!
«Aunque, si no recuerdo mal, no se mostró muy elogioso al valorarlo como profesor».
—En estos momentos, Darwin se encuentra en los Atheneum Gardens trabajando con Stokes, mi ayudante topógrafo. Debe tomar nota del tiempo y hacer observaciones sobre la aguja de inclinación, mientras Stokes calibra los cronómetros para sus primeras lecturas. Hemos escogido los jardines del Atheneum como el primer punto de una serie de mediciones cronométricas alrededor del mundo.
—¿Es normal, señor, que un civil colabore en tareas de medición de la Marina? —McCormick no parecía muy contento de enterarse de que Darwin estaba participando en la vida científica del barco.
—Tal vez no sea normal, pero el arreglo es de lo más satisfactorio para todos los involucrados en el asunto.
—Por supuesto, señor. —El cirujano había captado la indirecta—. ¡Eh, usted, sí, usted! —Señaló a Stebbing—. Me muero por un trago. Tráigame un vaso de vino bien cargado de brandy y especias.
Stebbing se quedó mirándolo con perplejidad.
—A bordo del Beagle no hay bebidas alcohólicas, señor McCormick —intervino FitzRoy—. Vamos a emprender un viaje sin alcohol. ¿Quiere que le enseñe su camarote?
—¡Sin alcohol! ¡Santo cielo! Oírlo para creerlo. Y yo, que me muero por un vaso de buen vino… —Tenía una mirada sombría—. Nos esperan dos años muy largos, señor.
Los camarotes de los oficiales estaban delante de la cabina de FitzRoy, en la cubierta inferior, saliendo del antiguo comedor, que habían convertido en una confortable sala de oficiales. McCormick abrió la puerta de su habitáculo: un catre, una pila y una cómoda diminuta ocupaban casi por completo el minúsculo espacio disponible.
—Estos camarotes del bergantín ataúd son absurdamente pequeños —se quejó—. ¿Todos están pintados de blanco?
—El blanco refleja la luz, lo que ayuda a paliar la escasez de luz natural bajo cubierta.
—No sé. Me parece que preferiría un gris francés. Es mucho más relajante. Aunque pensándolo bien, es un color franchute. Humm. Voy a tener que considerarlo un poco más.
«Con que un poco más, ¿eh?», se dijo FitzRoy, que estaba empezando a preguntarse cómo podría aguantar dos horas en compañía de aquel hombre, por no hablar de dos años. Entonces se dio cuenta de que McCormick había enmudecido por primera vez en toda la tarde. El cirujano, que había ido abriendo todos los cajones de la cómoda, estaba mirándolos con la boca abierta.
—Perdone, señor —dijo finalmente.
—Dígame, señor McCormick.
—Parece que el camarote esta lleno de encaje francés, señor.
Abrumado por las preocupaciones, FitzRoy daba vigorosas zancadas por George Street; Darwin lo seguía a un metro de distancia y en silencio. La imposibilidad de llevar a cabo su comisión en el tiempo de que disponía le resultaba una carga insoportable; la inexperiencia e inmadurez de Matthews y la imposición de última hora de sumar a McCormick a lo que prometía ser un grupo unido y compenetrado de camaradas sólo había conseguido estropear las cosas. Sentía una vaga sensación de apremio, como una necesidad física, como una comezón que no pudiera rascarse, un extraño malestar para el que no había alivio posible. La ansiedad no lo dejaba dormir por las noches, y estaba extenuado; lo invadía la sensación de que todos sus meticulosos preparativos carecían de sentido, aun cuando tenía la mente demasiado llena de pensamientos para estar quieto. La mayor parte de los problemas que se le presentaban tenían difícil solución; pero al menos podía resolver el absurdo exceso de vajilla a bordo del Beagle. Y así fue como entró por la puerta de la tienda de porcelana de Addison, con un humor combativo; Darwin le iba a la zaga preguntándose una y otra vez qué le había ocurrido a su beau idéal de capitán.
—Es usted el capitán FitzRoy, ¿verdad? ¿Necesita alguna cosa, señor?
El propietario, seguramente el mismo señor Addison, se deslizó desde detrás del mostrador para saludar a su distinguido visitante.
—Sí, si es usted tan amable. Hace poco adquirí unos cuantos juegos completos de vajilla en esta tienda.
—Lo recuerdo muy bien, señor.
—Me temo que encargué demasiados. Voy a tener que devolverlos.
—Confío en que los artículos en cuestión hayan sido de su agrado, señor.
—Ya le he dicho que encargué demasiados.
—Entonces tendrá que perdonarme, capitán —dijo Addison mientras señalaba un letrero—, pero no se admiten devoluciones a menos que se trate de artículos defectuosos.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó FitzRoy, dando un paso adelante con tanto ímpetu que el propietario no tuvo otro remedio que retroceder un paso a su vez.
—No se admiten devoluciones, capitán, a menos que se trate de artículos defectuosos.
—¿Ve esto? ¿Y eso? ¿Y aquello? —dijo FitzRoy, señalando sucesivamente los artículos más caros expuestos—. Si no hubiera sido usted tan desatento, se los habría comprado todos. ¡Es usted un verdadero canalla, señor!
—Por favor, capitán, no…
—¡Le digo que es usted un verdadero canalla, señor!
FitzRoy cogió una tetera de porcelana de un estante cercano y la tiró al suelo. Darwin lo miró estupefacto. Addison, incapaz de dar crédito a sus ojos, se quedó helado de asombro y confusión y enseguida se puso a temblar. FitzRoy salió de la tienda como una exhalación.
Tras lanzarle una mirada de espanto y compasión al propietario, Darwin lo siguió.
—Pero, querido FitzRoy, ¿qué diablos…?
—¿Acaso no me cree usted? ¿Acaso no cree que habría comprado todos esos artículos…? —resopló con la cara contraída por la rabia.
Darwin pensó que era como si el capitán hubiese sufrido un cambio de personalidad radical.
—Pero el Beagle ya tiene un exceso de vajilla —señaló.
—Le digo, señor, yo… yo… yo… —FitzRoy enmudeció, y se detuvo allí mismo, en medio de la acera de adoquines, en silencio. Darwin percibía la lucha sobrehumana que se libraba en la mente de su amigo.
FitzRoy podía ver a Darwin como una figura gris y fantasmal que encarnaba la razón y la serenidad, superpuesta a ese otro Darwin que inexplicablemente lo había enfurecido hacía tan sólo unos segundos. Era como si otra realidad diferente se abriese paso, un palimpsesto detrás de la realidad que en ese momento intensificaba todos y cada uno de sus sentidos, y que tensaba sus nervios como si fueran de goma. Una oleada de pánico amenazaba con invadirlo, y se sentía al borde del abismo, en un agujero espantosamente negro de asfixiante angustia y desesperación. Pero al mismo tiempo era consciente del hecho de que por primera vez se le presentaba una vía alternativa; sólo faltaba que tuviese la energía suficiente para tomarla.
—¿FitzRoy?
—Darwin, lo siento, pero yo… —Quiso acabar la frase, pero se dio cuenta de que no se acordaba del principio. Grandes lágrimas, enormes gotas de agua salada, empezaron a resbalarle por las mejillas, sin que pudiera contenerlas. «Estoy bien —advirtió—. Estoy bien. Fuera lo que fuese, ya ha pasado».
Había vuelto del borde del abismo. Pero ¿tenía la presencia de su amigo algo que ver con su repentina salvación? ¿Había espantado la compañía de Darwin los demonios de la soledad? ¿O su recuperación era pura casualidad, otra impredecible fluctuación de la corriente eléctrica que parecía correr sin obstáculos ni rumbo por su mente?
—FitzRoy, ¿está bien?
—Sí… sí, estoy bien. Lo siento muchísimo. Por favor, vayámonos ya. —Y guió a su amigo de vuelta por George Street hasta Devonport.