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Escuela de St. Mary, Walthamstow

17 de septiembre de 1831

Así nos lavamos las manos,

las manos,

las manos,

así nos lavamos las manos

por la mañana temprano.

Jenkins sintió la habitual oleada de orgullo mientras los niños cantaban, con voces dulces y armoniosas, y hacían los ademanes correspondientes a cada verso de la canción. La niña india era quizá la que participaba con más entusiasmo: se mecía satisfecha sobre sus cortas y rollizas piernas, mostrando una sonrisa de oreja a oreja. Cuando la clase se puso a entonar «Así nos lavamos la cara», el maestro dejó que su bondadosa mirada vagara por encima de las cabezas de sus discípulos hasta que, como siempre, se paró en seco al toparse con el corpachón del indio mayor. Era el único que no cantaba, nunca lo hacía. Tenía la misma expresión despectiva y animal de siempre. Su sombra se cernía amenazadoramente sobre las criaturas que lo rodeaban. ¿Por qué diantres lo había llevado el reverendo Wilson a esa escuela? ¿Y a quién se le había ocurrido bautizar a ese vil despojo de la creación con el nombre de una de las catedrales más excelsas de Inglaterra? El Señor actuaba de un modo bien extraño al poner a prueba a su leal servidor Edward Jenkins de esa manera. Jenkins se tocó los hoyos de la viruela que conservaba desde la infancia. Ya había pasado por pruebas más duras, y aún quedaban muchas por llegar. De él dependía no sucumbir a ese nuevo desafío.

—Vamos a ver, niños, hay siete cosas que aborrece el Señor. ¿Os acordáis de las siete?

Algunos alumnos levantaron la mano.

—¿Alice? —Eligió a la más tímida.

—La lengua mentirosa, señor.

Alice, una niña callada, desnutrida y desamparada, que llegaba caminando todos los días desde una casa de campo a unos pocos kilómetros al sur de Walthamstow, prácticamente no había abierto la boca durante los primeros meses de escuela. Ahora constituía uno de los éxitos de Jenkins que más lo enorgullecían.

—Muy bien, Alice. —Sonrió—. ¿William?

William, un niño de cinco años muy delgado, que llevaba una bata raída y demasiado grande para su cuerpo menudo, respondió con timidez:

—Los ojos altivos, señor.

—Excelente, William.

«Ése es el modo que el Señor elige —pensó— para reprocharme suavemente mi orgullo: a través de un niño».

Jenkins acostumbraba hacer caso omiso a los alumnos más insistentes, pero el otro indio, el chico que siempre se estaba mirando en el espejo, tenía el brazo tan levantado que parecía a punto de desencajársele del hombro. Semejaba un globo rojo atado al pupitre de la primera fila que estuviera a punto de explotar.

—Dime, Jemmy.

—Las manos derramadoras de sangre inocente, señor —respondió Jemmy Button, pronunciando todas las palabras con un entusiasmo excesivo.

—Muy bien, Jemmy. El Señor aborrece las manos derramadoras de sangre inocente.

¿Por qué el indio grande no podía ser tan aplicado como el otro, que siempre buscaba la aprobación del maestro? No por primera vez, decidió encarar la presencia amenazadora de York Minster.

—York, ¿podrías pensar en otra cosa de la que abomine el Señor?

El indio grande se quedó mirándolo con una expresión de hosco desdén.

—¿Qué respondes, York?

Silencio.

Jenkins decidió provocar a su adversario.

—¿Veis a este niño pequeño? —le preguntó a la clase.

Se oyó un coro afirmativo.

—Me da mucha pena, pues no deja que el Señor entre en su corazón. ¿No os da pena a vosotros también, niños?

—Sí, señor —contestaron a coro.

—Tratemos entre todos de convertirlo en un buen chico, pues si es un buen chico, todos lo amaremos, y el Señor también lo amará. Recuerda, York «Aun el muchacho es conocido por sus hechos», Proverbios, capítulo veinte, versículo once.

Nada. El salvaje no reaccionó, pero continuó mirándolo fijamente. Jenkins admitió su derrota y pasó por detrás de él hacia la niña, la pobre chica que tenía la desgracia de haberse prometido a ese ser brutal.

—Y tú, Fuegia, ¿tienes algo que decir a la clase? ¿Se te ocurre algo que sea abominable a los ojos del Señor?

Fuegia esbozó su sonrisa más radiante.

—Los pies presurosos —respondió con su fuerte acento extranjero.

—Los pies presurosos… —Esperó en vano a que la niña acabara la cita, antes de hacerlo él mismo—: para correr al mal, Fuegia. Los pies presurosos para correr al mal.

La verdad es que el contraste entre esa niña encantadora y el fiero salvaje que se sentaba delante de ella no podía ser mayor. Alargó una mano y le rozó el pelo con actitud paternal.

Entonces volvió a percibir esa extraña sensación. Notó cómo se le erizaba el vello de la nuca, como si tuviera electricidad estática. Instintivamente sintió que debía huir y ponerse a cubierto, como si hubiese entrado un tigre en la habitación. Espantado, echó un vistazo a York, pero no vio más que su cabeza por detrás, cuadrada y brutal. Era como si el animal pudiera sentir la caricia afectuosa que acababa de hacerle a la niña. Se puso en tensión y retiró la mano de golpe. Seguidamente hubo una pausa de confusión. Notó un mar de ojos impacientes que lo observaban expectantes, todos sus discípulos excepto uno. Jenkins trató de recobrar la compostura.

—El corazón que maquina pensamientos inicuos, York. Podrías haberlo dicho tú: el corazón que maquina pensamientos inicuos.

—¡Qué maravilloso es el campo en esta región! —exclamó la señora Rice-Trevor—. ¡Y tan cerca de la ciudad!

Mientras el carruaje traqueteaba por el nuevo puente de hierro que se extendía sobre el río Lea, el bosque circundante se abrió para revelar un maravilloso panorama de Londres más allá de los pantanos; a lo lejos revoloteaban nubes de cometas sobre la ciudad iluminada por el sol del fin del verano.

—Vaya, señor Wilson, a esta distancia la niebla londinense, el humo, la suciedad y la miseria parecen hasta agradables. Es usted muy afortunado de encargarse de una parroquia tan tranquila.

—Por desgracia, señora Rice-Trevor, durante el verano puedo ocuparme muy poco de ella. ¿Sabe?, tengo varias parroquias a mi cargo. —El reverendo William Wilson, que estaba embelesado con los encantos de la mujer, se sonrojó por el puro esfuerzo de intentar impresionarla—. En invierno atiendo a la feligresía de Walthamstow. En verano me ocupo de la de Worton, cerca de Woodstock, un lugar de rara belleza; pero ni siquiera la considerable belleza de Worton puede compararse con la suya, señora. Nos sentimos muy honrados porque nos bendiga con su compañía.

—Pero, señor Wilson, es usted demasiado amable. —Fanny Rice-Trevor bendijo con una sonrisa al clérigo, al cual le entró directamente en las venas como un cálido trago de whisky y le despertó todas las dudas que había alimentado alguna vez sobre su vocación—. Estoy segura de que los tres indios a su cargo no podrían ser más afortunados, señor Wilson. ¿No es así, Bob?

Conteniendo una sonrisa, FitzRoy captó la indirecta y acudió a socorrer a su hermana.

—No dudo de que la fortuna les sonrió cuando el reverendo Wilson consintió en admitirlos en su escuela. ¿Puedo confiar en que están progresando?

—Oh, claro, han experimentado un considerable progreso, capitán FitzRoy, un considerable progreso. Es decir, por lo que respecta al chico y la niña. Al hombre cuesta más enseñarle; excepto en un plano mecánico. Sus intereses van de la carpintería a la herrería pasando por la cría de animales, pero se muestra reacio a la jardinería, al parecer cree que es trabajo de mujeres. —Wilson dirigió una sonrisa de satisfacción a Fanny, un gesto que él creía mundano y sofisticado—. Jenkins me ha dicho que el indio se niega rotundamente a aprender a leer. Pero en general debo decir que los tres son criaturas dispuestas, silenciosas y limpias, y en absoluto salvajes sucios y feroces. Ha hecho usted un buen trabajo civilizador, capitán FitzRoy.

—Estoy seguro de que el mérito es suyo enteramente, señor Wilson —objetó él.

—¿Y qué dicen del que murió, señor Wilson? —preguntó Fanny—. Boat Memory… ¿Lo mencionan alguna vez?

—Nunca, señora, al menos que yo sepa.

—Lo mismo dice Bennet —señaló FitzRoy—. Pero cuenta que cuando murió Boat, los otros tres se ennegrecieron la cara con una mezcla de grasa y carbón de la chimenea.

—Qué raro.

—Quizá no sea tan raro, señor Wilson —apuntó Fanny—. ¿Acaso no lloramos la muerte de nuestros seres queridos poniéndonos de luto? En su sociedad la única ropa que tienen son pieles de animales, de modo que en lugar de eso se embadurnan de negro. Quizá no sean tan diferentes de nosotros, después de todo.

—Quizá no —murmuró Wilson, no del todo convencido.

El timonel Bennet observó cómo el carruaje avanzaba traqueteando hacia el centro de la población de Walthamstow. Vació la pipa golpeándola suavemente contra una pared de viejas piedras grises de la iglesia de St. Mary y se enderezó. Tenía ganas de ver al capitán de nuevo. Al principio había agradecido tener un alojamiento pagado en Walthamstow, donde poder descansar —vigilar a los tres fueguinos no le suponía ningún esfuerzo—, pero la inactividad empezaba a pesarle, y estaba impaciente por volver a embarcarse, ocuparse de las embarcaciones del Beagle y cabalgar sobre las olas otra vez.

Un par de guardias hicieron una señal para que el carruaje se detuviera —a causa de los amotinamientos de la reforma que se propagaban por el campo, se habían institucionalizado patrullas diurnas—, pero enseguida se tranquilizaron al distinguir la cara rubicunda de Wilson asomándose a la ventanilla. El vehículo se paró majestuosamente frente a la casa de beneficencia de Squires, desde donde partía un sendero que atravesaba el cementerio hasta la iglesia. Bennet caminó entre dos hileras de lápidas desordenadas. Mientras el cochero saltaba del pescante para abrir la puerta a Fanny, el timonel se precipitó a ayudarla.

FitzRoy la siguió y cuando tuvo enfrente a Bennet, le dio un fuerte apretón de manos.

—Me alegro mucho de verlo, señor.

—Lo mismo digo, señor Bennet, lo mismo digo. Señora Rice-Trevor, ¿puedo presentarle al timonel Bennet? La señora Rice-Trevor es mi hermana.

—Estoy encantada de conocerlo, señor Bennet. Mi hermano me ha contado que si no fuera por su valentía y determinación, tal vez él no estaría vivo.

—Es exactamente al revés, señora, se lo aseguro. Es un honor para mí conocerla. —Se ruborizó; Fanny provocaba ese efecto en las personas.

—¿Todo bien en Walthamstow, señor Bennet?

—Todo bien, señor. No hay indicios de amotinadores ni revolucionarios. Para serle sincero, señor, ha sido bastante aburrido. A veces hasta habría deseado que surgiera el populacho enfurecido detrás de cualquier esquina.

—No creo que pudiera hacer usted gran cosa, señor Bennet. Las turbas crecen de día en día. He leído en el Morning Post que unas tres mil personas arrasaron más de setenta kilómetros de vallado en el bosque de Dean, y que el ejército disparó y mató a varios trabajadores de la fundición en Merthyr Tydfil.

—Los franceses son en gran parte los responsables de ese estado de cosas —rezongó Wilson apareciendo desde detrás del carruaje tras haberse hecho con su equipaje—. Todo lo que está pasando es culpa suya. Buenas tardes, señor Bennet.

—Buenas tardes, señor.

—Puede estar bien tranquila, señora Rice-Trevor, en Walthamstow no permitiremos que ocurra nada parecido. Para eso contamos con patrullas de día adicionales.

—Es una noticia tranquilizadora, señor Wilson.

Bennet se esforzó en vano en imaginarse a dos guardias corpulentos, ya maduros, ataviados con sobretodo y sombrero de ala ancha, enfrentándose a un populacho de tres mil jornaleros hambrientos. Entretanto, Wilson encabezó el grupo hasta la escuela.

—St. Mary, señora Rice-Trevor, es la primera escuela de niños de la Iglesia anglicana de todo el país, y la he construido y pagado yo solo.

—Es usted de una generosidad admirable, señor Wilson.

—Mi padre hizo una inmensa fortuna en la confección de la seda. La escuela sigue los principios del gran educador Samuel Wilderspin. ¿Conoce las enseñanzas del señor Samuel Wilderspin, señora Rice-Trevor?

—Debo admitir que no.

—Wilderspin cree que la edad comprendida entre los dos y los siete años constituye una oportunidad desperdiciada. Que los primeros años de la vida de un niño son vitales para infundir las enseñanzas y los valores cristianos, que de otro modo serían degradados por las creencias y los actos de los padres mal educados. Cuando nuestros niños van a los colegios anglicanos, ya poseen un nivel excelente en moral y religión, y una comprensión del aseo personal, así como una base en lectura y aritmética.

—Es loable.

—Nuestros niños aprenden cantando y dando palmas. Se les estimula el aprendizaje, señora Rice-Trevor, y nunca se los golpea ni se los castiga físicamente. No puedo pensar en un lugar mejor para educar a tres miembros de una raza primitiva, cuyo desarrollo mental es comparable al de un niño inglés.

FitzRoy guardó silencio al oír esas últimas palabras, mientras Bennet se imaginaba la carnicería que habría en caso de que al maestro Jenkins se le ocurriera pegar a York Minster.

La comitiva entró en la escuela y la atravesó hacia el aula, que ocupaba la mayor parte del edificio.

Era una construcción impresionante de verdad —había luz y ventilación de sobra gracias a las numerosas ventanas de arco ojival—, y contrastaba con el lúgubre asilo de la escuela anglicana que se erguía en el otro lado de la calle. Por muy pagado de sí mismo que estuviera el señor Wilson, FitzRoy no podía sino admirar la generosidad con que había construido y equipado St. Mary.

Cuando se abrió la puerta de la clase, Jenkins estaba en medio de una lección de aritmética. Todos los alumnos, excepto York, se pusieron en pie. Después de un enérgico «Siga, Jenkins» pronunciado por Wilson, el hombre continuó con la clase de ese modo forzado que muestran todos los profesores que se saben examinados.

—Ahora, niños, recitaremos del libro de las tablas de multiplicar —anunció, blandiendo un volumen de El ameno método de multiplicar Marmaduke para hacer pequeños matemáticos para que todos pudieran verlo. Sobre su labio superior se formaron diminutas gotas de sudor. Sabía que los visitantes estaban allí para ver actuar a los salvajes—, Fuegia Basket, ¿cuatro por cinco son veinte?

—Y a este marinero le falta un diente. —La niña sonrió.

—Muy bien, Fuegia. Siete por diez son setenta… ¿Jemmy?

—Y la tripulación navega contenta. —Jemmy miró a FitzRoy buscando su aprobación, y éste le sonrió.

—Excelente, Jemmy, muy bien. Nueve veces doce es ciento ocho…

York taladró al maestro con la mirada. A cada segundo que pasaba, el salvaje parecía aumentar de tamaño en su asiento. ¿Nadie respondería en ese lado de la clase?

—… ¿Peter?

—Y al capitán le gusta el bizcocho.

«No se imagina cómo lo comprendo, señor Jenkins», dijo FitzRoy para sus adentros.

—Muy bien, Peter. Hoy nuestros versos son de tema náutico en honor a su visita, capitán FitzRoy.

—Me siento muy honrado, señor Jenkins.

—Gracias, Jenkins, eso es todo por hoy —interrumpió Wilson—. Bueno, niños, ya conocéis todos al capitán FitzRoy. ¿Qué se dice?

—Buenas tardes, capitán FitzRoy —saludaron los niños a coro.

—Y esta dama es la hermana del capitán, la señora Rice-Trevor.

Los alumnos le desearon buenas tardes.

—La señora Rice-Trevor tiene algo importante que anunciaros, en relación con vuestros tres compañeros de Tierra del Fuego.

Fanny, hermosa y elegante con su traje de satén rojo de la India, con capa y sombrero de terciopelo negro a juego, cruzó el aula hasta situarse junto al profesor; a los niños les pareció una princesa oscura y misteriosa. «Qué bella es», pensó Bennet.

—Niños, he traído una invitación del coronel John Wood, el mensajero de la casa real. Vuestros compañeros Jemmy, Fuegia y York han sido invitados al palacio St. James, a una audiencia privada con el rey Guillermo y la reina Adelaida. Tomarán el té con los monarcas.

Un grito ahogado recorrió la habitación. Jenkins miró instintivamente a York Minster. ¿Había en ese rostro impenetrable el atisbo de una sonrisa?

—¿Qué dice usted, capitán FitzRoy? ¿No le parece una buena idea?

El grupo de visitantes acababa de trasladarse a la sacristía contigua a la escuela, donde la señora Jenkins les había preparado un refrigerio. Mientras servía, la dama no dejó de alabar el carácter dulce de esa «encantadora criaturita», Fuegia Basket. Entretanto el reverendo William Wilson hablaba y hablaba sin parar.

—Dos misioneros voluntarios podrían acompañar a Tierra del Fuego a sus fueguinos. De ese modo se les enseñaría a los salvajes esas artes útiles que necesitan para ir civilizándose gradualmente. Los fueguinos que han aprendido la verdad del cristianismo en nuestro país pueden prestarles su ayuda para establecer una buena relación con los nativos, y así fundar una misión en la zona. Espero que no le moleste mi atrevimiento, capitán FitzRoy, pero debo confesarle que ya he empezado a recoger donaciones. ¿Qué me dice? ¿Les permitirá viajar a bordo del Beagle?

—No voy a regresar al sur en el Beagle, el Almirantazgo tiene otros planes para ese barco. El viaje será costeado con capital privado. Pero…

—¿Y no será en el Beagle? —interrumpió Bennet, atónito. Inseguro de sus modales en compañía de esas personas, y, aunque le habían ofrecido una silla para sentarse, había preferido quedarse junto a la puerta como un centinela en posición de descanso. Y ahora se había puesto en evidencia.

—Luego se lo explicaré todo, señor Bennet.

—Lo siento, señor.

—Debo admitir, señor Wilson, que su proposición me coge por sorpresa. Por supuesto, cualquier proyecto debería contar con la bendición del Almirantazgo, pues es esa institución la que ha financiado la educación de los fueguinos. A condición de que usted pueda encontrar dos almas dispuestas a vivir en esa costa dejada de la mano de Dios, no veo por qué no debería yo prestarles mi ayuda; pero ésa es una condición que no puede pasarse por alto. Tierra del Fuego ya se ha llevado muchas vidas de europeos. No enviaría a ningún hombre a esas tierras salvajes sin prevenirle de los peligros a los que se verá expuesto.

—El predicador actual es un cristiano dotado de buenos músculos, capitán FitzRoy. Ha sometido las islas de caníbales de los mares del Sur, y se ha adentrado en el África negra. No podemos excluir ningún lugar del mundo, pues todos los seres del Señor tienen derecho a recibir la luz de su amor.

La conversación se pospuso para más tarde cuando regresó la señora Jenkins diciendo que las clases habían finalizado ya, y que Jemmy, York y Fuegia estaban esperando a los visitantes en sus habitaciones del piso superior de la escuela.

Las habitaciones abuhardilladas de los internos resultaron inesperadamente bonitas y espaciosas; con vigas vistas y sencillos muebles de madera. Mientras la comitiva subía por la escalera que crujía bajo su peso, se vio sorprendida por una figura amarilla y borrosa; era Fuegia Basket, que se abalanzó como una exhalación sobre la falda de Fanny.

—¡Hermana capitán, hermana capitán! —chilló alegremente.

—¡Pero, Bob, esta niña es una monada! —exclamó Fanny dándole un abrazo.

—Buenas tardes, Fuegia, York.

York Minster, una sombra fornida apostada en el pasillo como un guardia, saludó a FitzRoy con una señal de la cabeza.

—¿Dónde está Jemmy?

—¡Estoy aquí!

Jemmy, vestido como un dandi, salió pavoneándose de su habitación y se detuvo en el pasillo haciendo una reverencia. Los visitantes lo miraron boquiabiertos. Llevaba unos pantalones de ante blanco muy ajustados, remetidos en botas de caña alta que brillaban como espejos de tan lustradas como estaban, un extravagante pañuelo de encaje flamenco y, para rematar el conjunto, una chaqueta cruzada de montar con faldón largo de un rosa chillón, que le tiraba por la cintura a causa de su gran panza. Se había untado gomina en el pelo, que lucía aplastado contra la frente.

—Cuando dije que lo llevara al sastre para comprarle un traje, señor Bennet, no me refería… —murmuró FitzRoy entre dientes.

—Fue él quien insistió, señor —susurró Bennet—. Ya lo conoce. En cuanto vio la tela, no habría cambiado de opinión ni por todo el oro del mundo.

—A mí me parece maravilloso —dijo Fanny en voz alta—. Pareces un auténtico caballero inglés, Jemmy.

Al chico se le iluminó la cara de pura satisfacción.

—La verdad es que al verte me he quedado sin aliento, Jemmy —confesó FitzRoy—. ¿Qué tal estás?

—Bien, señor. Nunca he estado mejor.

—¿Estáis instalados cómodamente?

—¡Ya lo creo! Nos regalan muchas cosas. La gente es muy amable.

—¿Y tú, York? Tengo entendido que en clase sigues tan callado como siempre.

York dejó escapar un sonido que tenía tanto de risa como de resoplido.

—Después de tantos meses de clases de religión, ¿no hay ninguna lección de la Biblia que hayas aprendido de memoria?

—Demasiado estudio debilita el cuerpo —gruñó York de forma significativa.

A primera hora de la tarde del lunes, FitzRoy salió de Walker & Co. en Castle Street de Holborn, donde acababan de grabar en planchas de cobre las últimas cartas de navegación trazadas por la Oficina de Hidrografía a partir de sus mediciones, y pidió su coche. Viajó rumbo al este, hacia las afueras de la ciudad, y tomó la Commercial Road, invadida por los carros vacíos que salían de los muelles y los carros abarrotados que trataban de entrar en ellos. Después tomó el desvío hacia el sur, pasó la fortaleza de West India Dock, y bajó por Old Street hasta South Dock, la antigua City Canal de Limehouse Reach. Había marea alta, por lo que el río había inundado los pantanos de Isle of Dogs, y a pesar de lo tardío de la estación, el aire estaba plagado de mosquitos. Sólo quedaba por encima del agua el Deptford y Greenwich Road sobre el dique recién construido, que partía en dos la cinta plateada del Támesis mientras el río serpenteaba hacia el desembarcadero del ferry en el extremo de la península. Era uno de los lugares más pobres: de la carretera partían callejas angostas de míseras chabolas que desembocaban en las aguas fangosas del Támesis. Niños desnutridos y de aspecto enfermizo, con las piernas arqueadas a causa del raquitismo, hurgaban en el barro en busca de madera de deriva o fruta podrida que hubieran tirado los buques de carga que pasaban.

El John se encontraba amarrado en mitad del muelle. Su dueño, John Mawman, ya estaba esperándolo. Era un comerciante taciturno de Stepney, y no se caracterizaba precisamente por sus modales exquisitos. A FitzRoy le iba bien así; considerando la transacción que estaba a punto de llevar a cabo, no se hallaba de humor para cumplidos.

—Aquí lo tiene, señor. Éste es mi bergantín. El capitán es John Davey.

FitzRoy se subió a bordo y lo inspeccionó. De doscientas toneladas de peso, tenía aproximadamente las mismas dimensiones que el Beagle, y el mismo color: negro con una franja de color blanco en el pasamanos, pero aparte de eso, no se parecía en nada. Aquí y allá, donde la tripulación había echado el agua sucia por la borda en lugar de bajarla en cubos, la pintura estaba deteriorada. Sobre la cubierta había cabos desenrollados y desordenados, como en la trastienda de un comerciante de velas. Hacía falta engrasar los motones, la brea estaba agrietada y se requería un nuevo calafateo. Los pantoques apestaban por falta de bombeo. Pero nada de eso era raro en los buques mercantes, donde no se observaba la disciplina de la Marina. En general era un barco sólido y estaba en condiciones de navegar: eso saltaba a la vista. La cuaderna era firme. Funcionaría.

—Ha escogido un buen momento para abandonar el país, señor. Si no hay reforma pronto, no tengo la menor duda de que nos cortarán el cuello a todos mientras dormimos.

FitzRoy hizo caso omiso de esas palabras.

—Seremos siete pasajeros, señor Mawman. El señor Bennet, mi timonel, los tres fueguinos, dos misioneros y yo.

—Me dijo que serían cinco.

—No creo que eso suponga ningún problema, dado que las provisiones se pagan por separado.

—Cierto, no es ningún problema. Si no recuerdo mal, la suma convenida fue mil libras, ¿verdad?

—Correcto.

—El coste del pilotaje también se paga aparte.

—Eso es lo que convinimos.

FitzRoy sabía que habría podido rebajar un poco el precio, pero el regateo siempre hacía que se sintiera mezquino. Se sacó la cartera y extrajo un cheque por valor de mil libras, expedido a cargo de su banco de Londres. Era una suma cuantiosa, suficiente para comprar una casa bastante grande en la ciudad. Alquilar un bergantín y su tripulación para un viaje de seis meses en aguas peligrosas no era una empresa insignificante. Pero él había dado su palabra a los fueguinos. Le entregó el cheque al comerciante y firmó el contrato de catorce hojas que Mawman le tendía.

—¿Se da cuenta, capitán, de que si, por alguna razón, al final no emprende el viaje, perderá la totalidad de esta suma?

—Soy del todo consciente de las condiciones de nuestro acuerdo, señor Mawman.

Finalmente los dos hombres se estrecharon la mano para sellar el acuerdo. FitzRoy subió al carruaje y se introdujo de nuevo en la densa circulación de carros que se dirigía al centro de la ciudad.

• • •

—Ya está, Fan.

—Oh, Bob, espero que sepas lo que estás haciendo. ¿Cuánto te ha costado?

—Mil libras.

Fanny Rice-Trevor soltó un débil silbido de sorpresa.

—¿Tanto dinero tienes?

—Si no lo tuviera, debería buscarlo donde fuese. No puedo faltar a mi palabra.

—Claro que no. Lo entiendo.

El tono de Fanny era tranquilizador, pero a la luz del candelabro FitzRoy pudo ver el brillo de sus ojos humedecidos. En su mirada preocupada relucía un centenar de llamas diminutas.

Se hallaban en un baile organizado, en honor de la coronación, por la señora Beauchamp en su casa de Park Lane. Normalmente la temporada de baile concluía a finales de julio, cuando los días empezaban a acortarse, pero a causa de la coronación, 1831 era un año especial. En un extremo de la sala una pequeña orquesta había atacado las primeras notas de una cuadrilla, y las parejas, vestidas de blanco y negro, daban vueltas majestuosamente. La anfitriona se abrió camino zigzagueando entre grupos que parloteaban alrededor de la pista de baile hasta reunirse con los hermanos FitzRoy, una isla de tranquilidad en medio del bullicio.

—¿Se divierten, jóvenes?

—Mucho, señora Beauchamp. Su hospitalidad es siempre asombrosa, pero este año se ha superado a sí misma.

—Vaya, capitán FitzRoy, lo veo muy elegante. Y qué vestido más bonito, querida. El encaje blanco sobre satén azul me apasiona. Qué inteligente ha sido al ponerse un traje azul para compensar el naranja de las velas. Escuchen, si se les antoja tomar algo, encontrarán refrescos en la pequeña habitación del otro extremo de la sala. Más tarde se servirá una cena en el comedor de abajo, por supuesto, pero no puedo permitir que cojan frío al bajar por la escalera para buscar limonada y galletas. En esa escalera siempre hay corrientes de aire. O tal vez le apetezca algo más fuerte, capitán.

—Tan atenta como siempre, señora Beauchamp.

FitzRoy no pudo sino comparar en su imaginación las supuestas corrientes de aire de la escalera de la señora Beauchamp con las «corrientes» que iba a tener que soportar en el puente de mando de la cubierta del John: los vendavales del Atlántico sur azotándole el rostro, congelando las jarcias y levantando olas como muros de agua gris de más de diez metros de altura. La señora Beauchamp se alejó zigzagueando una vez más; su pesada falda empujaba las creaciones más finas y ligeras de las jóvenes damas.

—Tiene razón, Bob. Estás elegantísimo —dijo Fanny, ajustándole la ya impecable corbata blanca a su hermano—. Tenemos que encontrarte una compañera de baile. Sería muy injusto para con la multitud de damas que esta presa tan apetitosa no estuviera disponible.

—De verdad, Fan, no es necesario…

La joven rechazó con un ademán las protestas de su hermano.

—Ven conmigo. Te haré de maestra de ceremonias. Te presentaré a la señorita Mary O’Brien. Es hija del general de división O’Brien, de County Wicklow. Te apuntaría en su libreta, si no fuera porque la señorita O’Brien no es el tipo de joven que lleva libreta. Es una muchacha seria, devota, justo lo que necesitas si vas a pasar seis meses mano a mano con un par de misioneros.

Protestando débilmente aún, FitzRoy se permitió ser arrastrado en dirección a la señorita O’Brien; y así fue como cinco minutos más tarde se encontró saludándola con una inclinación, y ella le respondió con una reverencia mientras se situaban frente a frente para los primeros pasos del baile conocido como Sir Roger de Coverly. Eran la tercera pareja de la fila, por lo que tuvieron tiempo de intercambiar unas palabras antes de que les tocara avanzar entre las dos hileras de bailarines. Su conversación fue formal, amistosa, pero algo forzada. FitzRoy prefirió el silencio que se impuso mientras bailaban, silencio que no encontró nada incómodo, sino más bien tranquilizador. La señorita O’Brien llevaba un vestido sencillo de satén blanco con la cintura muy ceñida, decorado únicamente con tres estrechos rouleaux en la base. A diferencia de las otras mujeres presentes, no lucía una aureola de tirabuzones alrededor del rostro, tampoco un peinado estilo Apolo; en lugar de eso llevaba la raya en medio, el cabello peinado hacia atrás y sujeto a la altura de la nuca por un simple camafeo. Tenía el pelo muy negro, y FitzRoy pensó que parecía una santa católica andaluza. Poseía un aire beatífico, pero en general producía un efecto de pureza antes que de severidad. Mientras bailaba, miraba fijamente a su pareja.

Al tiempo que giraban bajo el enorme candelabro que dominaba el centro de la sala de baile, una gruesa gota de cera caliente cayó desde el hierro forjado hasta la señorita O’Brien y salpicó la parte superior de su pecho, allí donde éste desaparecía dentro del escote del vestido. Ella no reaccionó, ni dio muestras de haber notado nada. FitzRoy miró cómo la cera fundida y caliente se solidificaba sobre la nívea y fresca piel; y supo que esa imagen nunca lo abandonaría.

El coche de FitzRoy, con las cortinas echadas, avanzó a trompicones por la calzada del Strand. Jemmy, vestido con su chaqueta escandalosamente rosa (se había negado en rotundo a salir de Walthamstow si no le permitían llevarla), contempló la calle con los ojos muy abiertos a través de la rendija que se abría entre las cortinas. Lo que vio le pareció una escena maravillosa. Un par de botas gigantes, de al menos dos metros y medio de altura, intentaban adelantar a un sombrero de casi dos metros. Tres latas enormes con pies humanos, con la marca «Warren’s Blacking. Strand, 30», caminaban junto al coche en fila india. Un tipo que llevaba un enorme par de dientes sobre un palo largo cruzó la mirada con Jemmy y se quedó observándolo fijamente. Había hombres con carteles que anunciaban museos donde se exponían objetos raros —un cocodrilo disecado, un gato de algalia—, dioramas del funeral de Napoleón y travesías a Rotterdam en barcos con paletas. Se veían lecheras, vendedores de uva, artesanos de sillas de mimbre, carros de carniceros y panaderos, individuos que ofrecían grabados de caza en paraguas abiertos e invertidos. Y dominando todo ese hervidero de gente gritando había un monstruoso anuncio de cuatro pisos de la fábrica de betún Lardner, que consistía en varios enormes modelos de yeso tridimensionales de botas de arpillera, zapatillas orientales y tarros de betún invertidos y suspendidos por encima de unos sacabotas.

—¡Las botas de Goliat, el sombrero de Goliat! —gritó Jemmy presa de la emoción—. Matan a Goliat y traen sus botas y su sombrero.

—No, Jemmy —rió FitzRoy—. Esto se llama «publicidad». Quieren que compres sus sombreros o sus botas, por eso fabrican unos ejemplares enormes, para llamarte la atención. El Strand es la calle comercial más importante de Londres. Todo el mundo lo sabe.

El entusiasmo de Jemmy dio paso, al menos parcialmente, a la confusión.

—¡Dientes grandes! ¡Dientes muy grandes! —dijo expectante.

—También son publicidad —contestó FitzRoy para tranquilizarlo.

York y Fuegia estaban escudriñando por la rendija abierta entre el marco de la ventana y las cortinas. Los dos parecían incómodos con la ropa endomingada; por debajo del vestido de Fuegia asomaba un recatado par de calzones.

—Me imagino que hasta hoy no habían estado en la ciudad —le dijo FitzRoy a Bennet.

—Pues no, señor. Vinieron de Plymouth a Walthamstow en un coche cerrado. Estaba pensando, señor, si me permitiría que pasáramos un día en Londres antes de que vuelvan a su país.

—¡Oh, sí, por favor, capitán FitzRoy! Sí, por favor —le rogó Jemmy dejando vagar la mirada de un escaparate a otro.

—No sé qué decirte, Jemmy, puede ser peligroso.

—Hoy día hay muchos policías en Londres, señor. Se está más seguro en la ciudad que en el campo; todo lo contrario de cuando yo era un niño.

—Claro, señor Bennet. Se me había olvidado que es usted de Londres.

—En mi opinión hasta es más seguro que Tierra del Fuego, señor.

—¡Vamos, por favor, capitán FitzRoy!

FitzRoy no tuvo más remedio que acabar cediendo.

—De acuerdo, Jemmy, podréis visitar Londres con el señor Bennet, pero otro día.

Del bullicio del Strand pasaron a la desierta Trafalgar Square, esa interminable obra en construcción brutalmente tallada en la superpoblada ciudad. Entonces giraron hacia el oeste por Pall Mall hasta llegar al palacio de St. James, la casa de la familia real, a un tiro de piedra de otra gran obra en construcción, el nuevo palacio del rey, que Jorge IV había ordenado erigir en Green Park. Apostada a las puertas del palacio había una falange de soldados con chaqueta roja; estaban allí para proteger al monarca de los disturbios, pero su presencia era en gran parte innecesaria. El rey Guillermo, después de todo, había celebrado su ascenso al trono con una fiesta para los pobres de Windsor a la que habían asistido casi tres mil almas. A principios de verano se había escapado por una ventana de palacio para librarse de la pesada tarea de tomar juramento a los consejeros de Estado; en su lugar prefirió dar un largo paseo solitario por el Pall Mall; más tarde los miembros de White lo rescataron de las atenciones de una multitud de admiradores, justo en el momento en que una prostituta iba a darle un beso en los labios. El rey Guillermo podía estar tranquilo, no moriría degollado en su lecho.

Dejaron al timonel Bennet en la antesala del palacio, donde Fanny Rice-Trevor los estaba esperando. Llevaba un vestido de satén tornasolado con una cola de terciopelo negro. Juntos fueron escoltados a las dependencias reales y a la presencia de los soberanos.

—Su majestad. Su alteza real.

FitzRoy saludó a los dos monarcas y presentó a sus acompañantes; los hombres se inclinaron y las mujeres hicieron una reverencia. Los tres fueguinos habían sido aleccionados cuidadosamente para cumplir las normas que establecía la etiqueta, incluso York consiguió hacer una pequeña inclinación, quizá pensando que no le convenía irritar al hombre más poderoso del mundo; mientras tanto, Jemmy les dedicó una reverencia exagerada y casi tocó el suelo con la frente.

—¿Qué tal? Entrad, entrad.

El rey Guillermo les hizo una seña muy poco protocolaria para que se sentaran a una pequeña mesa rodeada de sillas Luis XIV, donde habían dispuesto un servicio de té y unas galletas glaseadas. El soberano resultó un sesentón rechoncho y de tez colorada, con la enorme y alta frente coronada por una cresta de pelo blanco impecablemente peinada hacia arriba. Pese a ir embutido en un traje de gala militar de color carmesí, tenía unas maneras sumamente informales y una actitud socarrona.

La reina Adelaida, una silenciosa alemana de corta estatura, entrada en carnes y de mirada melancólica, los estaba aguardando sentada. Era sabido que, aparte de los deberes oficiales, la pareja real no tenía mucho en común.

—¿Una taza de té? Servid té a mis amigos. Pero ¡qué chaqueta más maravillosa, joven!

—Gracias, majestad —se pavoneó Jemmy.

—Dime, ¿qué te parece Londres?

—¡Londres es la mejor ciudad del mundo! Mejor que Río de Janeiro. Un día construiré una ciudad como Londres en mi país.

—¡Fantástico, fantástico! Háblame de tu país.

—Mi país es un buen país. Se llama Woollya. Muchos árboles. No hay demonio en mi tierra. Mucho guanaco. Mi gente caza mucho guanaco. No hay guanaco en el país de York.

—¿Guanaco?

—Es un tipo de llama, majestad —explicó FitzRoy.

Y así, durante la siguiente media hora, el rey continuó interrogando a Jemmy Button, de un modo bastante inteligente, según FitzRoy. York permaneció sumido en un silencio inescrutable, mientras Fuegia sonreía de forma encantadora a la reina Adelaida, que de vez en cuando se dirigía a la niña para hacerle una pregunta al margen de la conversación general.

—Los tres fueguinos honran tu dedicación, capitán, verdaderamente. Tienen unos modales exquisitos.

—Su majestad es muy amable conmigo. Me he tomado la libertad de traer a su majestad y a su alteza real una carta de navegación de Tierra del Fuego, trazada por la expedición de reconocimiento que capitaneó el comandante King. Es uno de los primeros grabados que se imprimieron en la Marina británica, señor.

—Fantástico, capitán, fantástico.

FitzRoy desenrolló el mapa y lo extendió ante los monarcas, señalando sucesivamente Woollya, la bahía Desolada y York Minster, los hogares respectivos de los tres fueguinos.

—Y esos espacios en blanco, imagino que los completarás cuando regreses con los tres fueguinos a su tierra en el Beagle.

FitzRoy no dejó pasar la oportunidad que se le presentaba.

—No, señor. El Almirantazgo ha decidido no llevar a cabo más reconocimientos en esa región. Aunque tengo entendido que los franceses han enviado allí una expedición al mando del capitán naturalista Du Petit Thouars.

—¡Cómo! ¡Los franceses! ¡Que el diablo se los lleve! ¿A qué se imaginan que están jugando esos idiotas del Almirantazgo?

—Por lo visto existen restricciones económicas, majestad.

—¡Restricciones económicas! ¡Pamplinas! No podemos permitir que los franceses nos ganen la partida. ¿Y qué dicen tus tíos? El duque de Grafton, y el duque de Richmond ¿no han abogado por ti?

—Por desgracia, señor, he tenido que pedir un año de licencia en el servicio para poder cumplir mi palabra con los fueguinos costeando el viaje a mis expensas. Espero que nuestros amigos se conviertan en intérpretes eficaces, señor, y ayuden a imbuir a sus compatriotas una disposición amistosa para con los ingleses.

—Desde luego. Cualquier idiota puede ver que se trata de una idea fantástica.

Fanny lanzó una mirada de preocupación a su hermano desde el otro lado de la mesa. Robert estaba arriesgando demasiado al manipular la conversación hasta ese extremo.

—La Marina británica no puede permitirse el lujo de perder hombres como tú, capitán. Déjame hablar con tus superiores, yo me ocupo. ¡Restricciones económicas! ¡Es el colmo!

El monarca levantó su corpachón del asiento mientras rezongaba por el esfuerzo, indicando de ese modo que daba la entrevista por terminada. Entretanto, la reina Adelaida salió de la habitación un instante y volvió con uno de sus sombreros, un anillo de oro y un pequeño monedero lleno de dinero, que regaló a Fuegia Basket. Ató el sombrero a la barbilla de la pequeña y le puso el anillo en el dedo.

—El dinero es para ti, querida, para que te compres ropa para el viaje.

—¿Qué se dice, Fuegia?

—Gracias, alteza real.

«Con sólo el anillo —pensó FitzRoy— un trabajador podría mantener a su familia durante un año».

Bennet se levantó antes del amanecer en la pequeña habitación que separaba prudentemente el cuarto de Fuegia Basket del de York Minster, y fue a despertar a los tres fueguinos. Jemmy se vistió con su chaqueta rosa y Fuegia se puso su nuevo sombrero, del que no se habría separado por nada del mundo. Se reunieron en el patio de la escuela todavía medio en sombras; a continuación subieron al coche de Wilson, que éste les había cedido amablemente para ese día. Tomaron la carretera en dirección a Islington; a sus espaldas despuntaba una luz fría y gris. Mientras el coche avanzaba a trompicones, iban desfilando por las ventanillas hornos de ladrillo medio encendidos, campos de árboles frutales, establos, jardines, tendederos, huertos y prados enfangados y envueltos en la niebla. El pueblo de Hackney estaba rodeado de fresales resecos, y unas mujeres tempraneras que fumaban en pipa de barro plantaban estolones de las extenuadas plantas del verano.

Al principio apenas vieron a nadie en la carretera, pero en las proximidades de Islington el tráfico humano se hizo más denso. Mujeres de las granjas de las inmediaciones, dobladas por el peso de las lecheras de hierro, caminaban por la carretera. Había niños armados de palos que conducían enormes rebaños de vacas y cerdos, ignorantes del destino que los esperaba, a las fauces de la metrópoli, donde tratarían de calmar el insaciable apetito del millón y medio de habitantes apiñados en el angosto entramado de calles y callejuelas. Pasado Islington, donde las nuevas casas de vecinos que flanqueaban Lower Road arrojaban un hormiguero de oficinistas, la City Road, St. John Street y Angel Terrace colina abajo hacia Battlebridge se convirtieron en verdaderos ríos de trabajadores, que se disponían a lanzar su inexorable asalto matinal a Londres. Parecía que nadie tenía tiempo para detenerse, aunque sólo fuera unos segundos: los transeúntes cogían bollos y galletas de las pastelerías arrojando los peniques por las puertas abiertas. Flotando serenamente en su magnífico carruaje por encima de la multitud que avanzaba a empujones, Bennet y los tres fueguinos a su cargo se sintieron como si los llevaran a hombros hasta el mismo centro de la ciudad. Ahora podían contemplar Londres a sus pies, las callejuelas envueltas en bancos de niebla amarillenta como sucias mucosidades, las ubicuas cometas flotando y revoloteando en el cielo.

En Battlebridge llegaron a la primera de las grandes vistas panorámicas de la ciudad.

—¡Una montaña! —exclamó Jemmy.

—Una montaña de basura —aclaró Bennet, pidiéndoles que se fijaran bien.

Sin duda era una enorme montaña formada de inmundicias, ceniza y trapos; los montículos secundarios estaban formados por huesos de caballo, y por ellos pululaba un sinnúmero de cerdos hambrientos. En la pendiente superior había gente hurgando en la basura y rastrillando las cenizas, en su mayoría mujeres, más miserables que sus hermanas de Hackney, que fumaban en pipas cortas, tenían brazos musculosos y llevaban polainas de paja y delantales hechos con trozos de cajas de sombreros, y niños cubiertos de andrajos que correteaban de un lado para otro jadeando.

—Aquí se amontona toda la basura de Londres, todos los desperdicios —explicó Bennet.

—¿Para qué quieren la basura? —preguntó Jemmy.

—Las latas pueden reutilizarse para reforzar baúles, los zapatos viejos se convierten en tinte azul de Prusia. Todo puede volver a usarse.

—Son gente baja. No son caballeros.

—Desde luego que no, Jemmy. Van a allanar toda esta zona para colocar una gran cruz en memoria del difunto rey Jorge IV. Así que miradla bien, pues no volveréis a verla nunca más.

En la parte superior de Tottenham Court Road tuvieron que hacer cola para pasar un segundo peaje.

—Este barrio —explicó Bennet— pertenece a la familia del capitán FitzRoy. No al capitán personalmente, sino a su familia. Se llama Fitzrovia.

Hacia el oeste, detrás de parcelas y pequeños terrenos, se alzaban hileras de casas adosadas y plazas.

—Si pertenece a la familia del capitán, entonces pertenece al capitán.

—No exactamente, Jemmy. Eso no funciona así.

—¿No vive junta toda la familia?

—Aquí no vive nadie de la familia.

Jemmy se dejó caer en su asiento, atónito.

—Yo quiero a la hermana del capitán —intervino Fuegia.

Al final de Tottenham Road, el tráfico de la hora punta se detuvo al fin. Un centenar de caballos parados sacudían la cabeza y echaban vapor por los ollares, mientras los conductores se saludaban e insultaban cordialmente. Bennet invitó a los fueguinos a bajar del carruaje y acordó con el cochero que regresara a buscarlos al mismo lugar por la tarde. Los cuatro se introdujeron en la multitud y giraron a la derecha para meterse en Oxford Street.

Tras sus años de exilio en los mares del Sur, y después de los largos meses de retiro en Walthamstow, incluso James Bennet, un londinense de pura cepa, se quedó momentáneamente aturdido por el repentino asalto a los sentidos que experimentó. Era como si en lugar de haberse metido en una calle principal, estuvieran en medio de la feria de Bartholomew. La calle bullía de actividad: el traqueteo de las ruedas de los coches competía con el zumbido de las moscas. Había bandas alemanas que se superponían al sonido de las gaitas, que a su vez trataban de hacerse oír sobre la música de organillos italianos transportados encima de carros. Los basureros tocaban sus campanas. Los vendedores de periódicos soplaban sus cornetas de hojalata y anunciaban a voz en grito «Noticias horribles» y «Asesinato espantoso» agitando diarios con titulares de lo más escabrosos. Un lado de la calle estaba cubierto de partituras de canciones, como si un director invisible estuviera dirigiendo la cacofonía.

Parecía que todo el mundo tenía algo que vender. Había afiladores de cuchillos y reparadores de ollas, y mujeres que ofrecían grandes pedazos de cacao. Había teatros de juguete con personajes pintados a mano, recortados y pegados sobre cartón; sus propietarios vendían entradas por un penique. Se veían malabaristas, prestidigitadores y exhibidores de microscopios; hombres que ofrecían entradas para peleas de perros, de gallos e incluso de ratas. Había osos que bailaban, monos amaestrados, y una maqueta de la batalla de Waterloo sobre un carro arrastrado por un burro. Había vendedores de patatas asadas, de pudin de ciruela recién hecho, tenderetes de pasteles, de huevos, limpiabotas y mendigos a millares. Quizá en el sur de Inglaterra las turbas hambrientas exigieran reformas y amenazaran con linchar a los poderosos, pero allí, en los límites de la ciudad custodiados por una gran presencia policial, Londres proseguía con su ruidosa, caótica y frenética vida comercial sin ninguna vergüenza, estorbo ni distracción.

Y luego estaban los niños. Literalmente cientos y cientos de niños, mendigando, ofreciéndose para cualquier trabajo, desde sujetar las riendas de los caballos hasta buscar taxis, desde abrir puertas o simplemente hacer volteretas por medio penique.

Los transeúntes eran asediados continuamente por un clamor de voces agudas: «¿Me necesita, señor?». «¿Quiere un niño?». Había chiquillos negros de suciedad, deshollinadores con los cepillos sobre el hombro como si se tratara de rifles. Los había silenciosos, pálidos, enfermos, hechos un ovillo en las esquinas; ésos no sobrevivirían mucho tiempo. Los había orgullosos de su chaqueta roja, corriendo detrás de los carruajes, recolectando el fresco estiércol del caballo en cuanto caía, y llenando cubos que dejaban junto a la carretera; había niños que recogían con palas las heces de los perros para la industria del curtido, y barrenderos que abrían caminos a través de la inmundicia para que los caballeros y las damas pudieran cruzar la calle. Había niños de manos hábiles que se mezclaban con la multitud y se arriesgaban a terminar su corta vida en la horca por robo de carteras. Había niños ebrios, apoyados contra las largas barras de caoba de los numerosos bares, conocidos como palacios de ginebra, o desplomados bajo las filas apretadas de barriles verdes y dorados, forcejeando con sus pipas o desafiándose entre sí a absurdas peleas de borrachos. «Esta gente se multiplica cada día que pasa —pensó Bennet—. Se multiplican como conejos».

Para su sorpresa, el primero en hablar fue York.

—Mucha gente —dijo simplemente.

—Mucha gente —repitió Fuegia como un eco.

—En Londres hay un millón y medio de habitantes. Cuando yo era pequeño, había sólo un millón. —«Estos números no significan nada para ellos —se dijo—. Tengo que encontrar otra manera de expresarlo»—. Hay más gente en esta calle que en toda Tierra del Fuego. Aquí, en esta calle en que estamos ahora. ¿Me entendéis? Por eso ésta es la ciudad más grande del mundo.

Los transeúntes de Oxford Street vestían con colores que constituían toda una afrenta para el buen gusto: había pantalones escarlata chillón, chalecos a rayas brillantes, enaguas verde lima y chaquetas de montar amarillo limón. Los mismos individuos ataviados con esos estrafalarios colores mostraban toda una gama de tonos de piel según su raza: había africanos, indios, españoles, chinos, judíos, malasios y antillanos. Bennet pensó que cualquier temor que hubiera albergado de que sus protegidos llamaran la atención era del todo infundado; un fueguino vestido con una chaqueta rosa, que en Walthamstow podía parar el tráfico, en Oxford Street ni siquiera atraía una mirada.

Y todo ese despliegue caleidoscópico había sido pintarrajeado sobre una paleta negro azabache. Los edificios de ambos lados de la calle estaban enteramente cubiertos por una gruesa capa de hollín y grasa. El hollín del suelo se mezclaba con la boñiga de caballo en la calzada creando un oscuro lecho de lodo de varios centímetros de espesor, por entre el que la multitud se abría paso sin que pareciera importarle. El aire, cargado de una sustancia amarillenta, envolvente y pegajosa compuesta de polvo de carbón y vapor de agua, se introducía en los ojos, la boca y la nariz, y humedecía incesantemente las prendas de colores chillones. Jemmy procuraba pisar las aceras de madera recién construidas, y al llegar al final, saltaba con mucho cuidado de un sitio seco a otro en un vano intento de mantener impolutas sus brillantes botas. Frotaba las mangas de color rosa, cada vez más sucias de hollín, con un pañuelo níveo, y mientras lo hacía, emitía un lloriqueo débil y angustioso.

—No te preocupes, Jemmy. Se puede lavar —lo tranquilizó Bennet.

Las callejuelas que desembocaban en Oxford Street eran aún más negras; no parecían emanar ninguna luz. Las criaturas subterráneas que habitaban esos mundos sólo podían entreverse: pintarrajeadas mujeres de rasgos hinchados, irlandeses andrajosos con melenas desgreñadas hasta la cintura, niños como perros, perros como lobos. Pares de ojos muy redondos y blancos los examinaban desde rostros negros y desesperados. En las ventanas se veían trapos y papeles en vez de cristales, y los marcos estaban salidos de sus goznes y podridos.

—¿Es una cueva? —preguntó Fuegia, petrificada.

—No entres ahí —dijo Bennet, agarrándola del brazo para detenerla, un ademán ante el que, sabiamente, York Minster no reaccionó—. Es la barriada de St. Giles. En esas casas destartaladas viven los timadores, los negros. Y los irlandeses. Es peligroso. No se te ocurra nunca entrar en una de esas calles.

Para distraerla se sacó del bolsillo cuatro peniques con que comprar las entradas del espectáculo de «El hombre más pequeño del mundo» acompañado de «La mujer gigantescamente gorda»; a continuación, por dos peniques más, miraron por el visor de un caleidoscopio, un artilugio que arrancó gritos de admiración a Jemmy.

Finalmente, en el centro de Oxford Street, los estrechos edificios con aleros y las vidrieras del pasado siglo dieron paso a una amplia plaza de hermosa y blanca piedra.

—Esto es Oxford Circus. Es el Londres moderno —explicó Bennet—. Y eso es Regent Street.

Hacia el sur se extendían dos elegantes filas curvadas de columnas dóricas níveas, tan nuevas que aún no estaban sucias del polvo de carbón. Detrás de ellas se alzaban edificios de estuco blanco brillante.

—Es una construcción reciente, obra del señor Nash, que se extiende entre Regent’s Park, en el norte de Londres, hasta Waterloo Place, en el sur. Por la noche se ilumina con gas, y parece un cielo estrellado. Está considerada la calle más hermosa del mundo. Al oeste están las calles donde residen los aristócratas y los burgueses. Al este está el Soho, donde viven los mecánicos y los comerciantes. Para construirlo tuvieron que tirar abajo cientos de calles y callejuelas y miles de tiendas y casas. Pronto habrá más vías grandes como ésta. El viejo Londres, la ciudad en que nací, está desapareciendo. En su lugar están edificando una urbe nueva y moderna, una maravillosa población de calles anchas, plazas arboladas y parques. Londres se convertirá en la ciudad más bonita del mundo.

—La ciudad más bonita del mundo —suspiró Jemmy.

York se quedó mirando con una expresión vaga. Fuegia se fijó en un vestido rojo que había en el escaparate de una tienda cercana. El único de los tres fueguinos a quien el breve discurso de Bennet había llegado al corazón era Jemmy.

Por tácito y común acuerdo, la multitud que paseaba arriba y abajo por Regent Street era de una clase muy diferente de la que pululaba por Oxford Street. Saltaba a la vista que había dinero, tanto en los escaparates de las tiendas como en los posibles clientes que se detenían para contemplarlos. Dos hombres, policías a juzgar por sus chaquetas azules de faldones y sombreros de copa, tenían sin duda algo que ver con el hecho de que los carteristas brillaran por su ausencia; pero ésa no podía ser la única causa: era como si el viejo Londres hubiese sido cercado por la nueva calle, como si toda esa miseria de colores chillones estuviera siendo apartada poco a poco por el avance de la metrópoli, con sus líneas blancas, nítidas y severas.

Caminaron hasta Waterloo Place, manteniéndose a una manzana al oeste de las rameras y la basura de Haymarket; a continuación se dirigieron hacia el este, a Charing Cross, donde otra obra enorme señalaba los restos del viejo mercado de Hungerford. Un gruñido grave procedente de York les indicó que algo andaba mal. Jemmy y Fuegia parecían confusos. Bennet se giró para ver lo que agitaba a sus acompañantes de ese modo, pero fue incapaz de ver nada. York estaba tan paralizado como en Plymouth, cuando vio el barco de vapor con paletas y le enseñó los dientes, enfurecido. Algunos transeúntes se detuvieron para observar. Finalmente, Bennet miró hacia arriba y localizó el origen de la amenaza: el león de piedra de Northumberland House. El timonel le tocó el brazo a York Minster para tranquilizarlo, justo en el momento en que el fueguino se dio cuenta de que el animal no se había movido en los últimos segundos. Entonces se serenó.

Visitaron el nuevo mercado de Covent Garden, cuyas columnatas de estilo clásico habían arrasado hectáreas de chabolas ruinosas y precarios tenderetes; vieron piñas llevadas de ultramar por rápidos barcos; se unieron a gente que admiraba narcisos y rosas fuera de temporada, y plantas fucsias procedentes del otro lado del mundo. A continuación bajaron al río para ver el nuevo y sólido Puente de Londres, con sus cinco elegantes arcos que cruzaban el Támesis, dominando a su vergonzoso predecesor, que se pudría abandonado a unos trescientos metros de distancia.

—Hace sólo un mes que el rey Guillermo y la reina Adelaida lo inauguraron —explicó Bennet inclinándose sobre el parapeto—. Antes, en el puente viejo había casas. Y se exponían las cabezas de los hombres malos clavadas en estacas. Actualmente ya no se hace nada de eso.

Sus pensamientos volaron al día en que, siendo aún un niño, su padre lo llevó a ver las cabezas de los conspiradores de Cato Street. Ahora su padre estaba muerto.

—También están construyendo un túnel debajo del Támesis. ¿Veis ahí, a la derecha? —Señaló la orilla de Southwark—. Mirad. Son fábricas nuevas. Un molino de vapor. Y allí está la fábrica de cerveza Barclay; hay máquinas de vapor enormes, y tanques de cerveza tan altos como casas. Y en ese edificio de allá fabrican latas para conservar carne y sopa.

Miró hacia los almacenes destartalados y desiguales de debajo del puente, los pubs a tope de clientes hasta la misma orilla, los grupos de andrajosos galopines, los chatarreros del río y los barqueros malhablados de los innumerables ferrys; una vez más alzó la vista a las fábricas de Surrey, que avanzaban inexorablemente orilla arriba, con una estela de negro humo desplegándose hacia el este, y sintió una punzada de nostalgia por el Londres de su infancia, mezclado con una sensación de orgullo por la nueva metrópoli que se erigía a su alrededor.

—Hay quien dice que no debería gastarse tanto dinero para levantar la nueva ciudad. Opinan que habría que dárselo a la gente pobre. Pero cuánto más dinero se les da a los pobres, más hijos tienen, y más pobres hay.

—Londres es la ciudad más bonita del mundo, señor Bennet —dijo Jemmy con gravedad—. Un día construiré una ciudad como Londres en mi país. Tendrá calles grandes y fábricas para hacer latas. La llamaré Nueva Londres.

—Las ciudades como Londres no surgen de la noche a la mañana, Jemmy. Es un cambio gradual que dura miles de años. El viejo Londres que están derribando era en su día el nuevo Londres, que a su vez se había llevado por delante la ciudad anterior. Ahora es el viejo Londres, que está enfermo y se pudre, y saldrá derrotado de su lucha hasta la muerte. Tal vez no debería decirlo, pero esa gente de allá abajo, que pulula por el lodo con velas de juncos y barquitos, irá debilitándose poco a poco, mientras que aquéllos de allá, con sus lámparas de gas y sus máquinas de vapor, se harán más y más fuertes. Y lentamente, con el paso de los años, la gente de allá invadirá el centro de la ciudad, y la gente del lodo desaparecerá, y a resultas de eso Londres será más grande y más fuerte. Así es como se crean las grandes ciudades.

—Pero, señor Bennet —dijo Jemmy—, yo no quiero estar en el lodo. Quiero ser una de esas personas de las máquinas de vapor. Usted puede enseñarme.

• • •

Comieron en un pequeño restaurante del Strand, en un compartimento reservado iluminado por una lámpara de aceite y con las cortinas echadas para evitar las miradas curiosas; allí, ante un plato de chuletas con guarnición fuertemente sazonada, pan y encurtidos, el natural alegre de Bennet se confirmó una vez más. Los fueguinos engulleron todo lo que se les puso delante, como siempre, como si sus vidas dependieran de ello. Después de comer, compraron billetes de un chelín para viajar en los asientos al aire libre del nuevo ómnibus hasta Vauxhall Gardens, donde Bennet los llevó a ver el iceberg. Resultó un fiasco, ya que los indios no parecieron nada sorprendidos de ver un enorme iceberg flotando en medio de un parque del sur de Londres.

—Acercaos y tocadlo —los animó Bennet.

—Hielo grande —dijo Fuegia.

—Señor Bennet, tenemos mucho hielo grande en mi país —le dijo Jemmy.

—Ya, pero éste no es de verdad. Está hecho de madera. Ve y tócalo.

Jemmy anduvo unos pasos hasta el iceberg y lo tocó. Estaba tibio. Se mostró confundido.

—Sir John Ross navegó por el Ártico para encontrar el pasaje noroeste. Está en el otro extremo del mundo con respecto a Tierra del Fuego, pero es igual de frío. Construyeron un iceberg para que la gente se hiciera una idea de cómo es el Polo Norte.

Jemmy parecía no entender nada.

Ése fue el momento en que Black Billy, el célebre violinista callejero negro que había perdido una pierna al atravesarla una bala de cañón francés en sus tiempos en la Marina, escogió para acercarse a ellos y ofrecerles una melodía. Llevaba un sombrero de bufón con plumas de color rosa, un pantalón de brillantes rayas azules y blancas cubriéndole la pierna buena, y, para acabar de redondear el conjunto, una chaqueta de la Marina. Fuegia, espantada, chilló y se agarró a la pierna de York. Los tres fueguinos se pusieron a gritarle, abuchearlo y hacer muecas. Cuando detrás de Black Billy apareció un payaso con zancos, la inquietud de los fueguinos llegó al colmo; Bennet pensó que sería mejor poner pies en polvorosa.

—Eran artistas, artistas callejeros —refunfuñó Bennet mientras volvían en el ómnibus a Regent Circus—. Sólo quieren divertir a la gente. Los Vauxhall Gardens son jardines para pasarlo bien.

Jemmy no podía quitarse de la cabeza el espectro del hombre negro de los bosques. Bennet puso los ojos en blanco teatralmente, con resignación.

Por el camino pasaron junto a más zanjas y zonas de obras, donde las tripas de la ciudad se mostraban a la vista de todos. En la tierra húmeda se entrecruzaban tubos de madera como un bosque con árboles caídos en estado de putrefacción.

—Están poniendo tubos para llevar luz de gas, y agua, para lavar las casas de los caballeros.

—¿Luz y agua por un tubo?

Jemmy hizo un esfuerzo para comprender. Trató de recordar la casa de su familia en Woollya, pero de eso ya hacía mucho tiempo.

Al anochecer se encontraron una vez más en Oxford Street, donde cenaron pescado frito envuelto en papel y bebieron cerveza de jengibre. Lloviznaba, y Jemmy miraba con evidente envidia las galochas de metal que las damas llevaban debajo de los zapatos para proteger el cuero del barro y el agua. Los carros que portaban enormes letreros anunciando teatros y espectáculos los salpicaban al pasar; en las esquinas algunas mujeres cantaban sensibleras baladas mientras a sus pies tenían latas donde recogían las limosnas. Las lámparas de gas de la plaza sobre postes de hierro forjado ya estaban encendidas, y los escaparates recibían la iluminación de un centenar de velas. La sempiterna neblina londinense cayó sobre la ciudad nocturna, haciendo que la pálida luz de las lámparas lanzara destellos amarillentos y difuminando la llama de las velas. Era un efecto impresionante, como si todas las estrellas de un firmamento negro y aterciopelado estuvieran recubiertas por el halo dorado del sol vespertino. Fuegia, con los ojos muy abiertos y en éxtasis, se puso a bailar en medio de la calle de forma lenta, apasionada y alegre, agitando los brazos.

—Cuando está oscuro, Londres no duerme.

—No, Jemmy, Londres nunca duerme. Los restaurantes y los pubs se mantienen abiertos la mitad de la noche. Las ostrerías que hay en el Strand junto a los teatros están atestadas hasta las tres de la madrugada.

—No es como Walthamstow.

—No, Jemmy, no es como Walthamstow.

Fuegia se les había adelantado unos pasos, bailando a la luz de las velas, inmersa en su resplandor. Entonces se detuvo en la entrada de una callejuela negra como la boca del lobo, como un ratón paralizado ante una abertura por la que siente una atracción irresistible. De súbito ya no estaba allí; la curiosidad la había arrastrado al agujero negro de la barriada. Bennet gritó con todas sus fuerzas, pero era demasiado tarde. Se puso a correr y resbaló sobre los adoquines. Notó que alguien pasaba a su lado como un rayo, y supo que era York; su enorme masa muscular devoró la distancia que lo separaba de la entrada del callejón a una velocidad inhumana. De algún lugar a su espalda le llegó un suave chillido: era Jemmy, que se abría paso delicadamente entre los montones de estiércol y se estaba quedando rezagado. El grupo se dispersaba. Era lo peor que podía ocurrirles. Pero Bennet no tenía tiempo para pensar lo que debía hacer. Llegó a la boca del callejón que acababa de tragarse a Fuegia y York. No había señales de ninguno de los dos. Se le hizo un nudo en el estómago. Sin pensarlo dos veces, entró.

Allí se encontró un laberinto de callejuelas que apestaba a orina y heces humanas; el hedor era tan intenso que habría podido detener la marcha de un caballo. Un dédalo de patios y pasajes sucios y medio en ruinas se abría aquí y allá. Mientras su mirada se acostumbraba a la penumbra, se dio cuenta de que lo observaban: en los sucios escalones había unos niños pálidos y de ojos desesperados en cuclillas. Escogió una calleja al azar y echó a correr hasta llegar a un cruce. En una ventana sin cristales había una vela de junco que suministraba la única luz. Tomó el desvío de la derecha entre muros desmoronados y vallas cubiertas de moho, molestando a una prostituta y su cliente; la mujer llevaba la falda andrajosa y sucia recogida por encima de la cintura; Bennet tuvo un vislumbre de carne rosa. Entonces llegó a otro patio oscuro, y al ver un destello amarillo, se dijo que había encontrado a Fuegia. Y también a York; gracias a Dios, él también había dado con ella. Pero no estaban solos. En el momento en que Bennet alcanzó el patio, percibió formas oscuras que se apartaban de los edificios circundantes y se despegaban de las sombras.

—¡Pero mirad lo que tenemos aquí, chicos!

—Un hombre demasiado respetable para caer en St. Giles en una noche como ésta —dijo otro.

—¿Y por qué has venido a afanarte a una ramera en nuestra barrio, caballerito? —dijo otro que tenía un fuerte acento irlandés.

York se mantuvo en silencio.

—Mi compañero te ha hecho una pregunta. ¿Qué te pasa, tontainas? ¿Es que tienes un zurullo en la boca o qué?

Bennet ni siquiera vio cómo el cuchillo salía del bolsillo de su dueño en dirección a los riñones de York. Pero York sí lo vio, o mejor dicho, lo presintió. Mientras el indio se giraba sobre sí mismo, Bennet advirtió que tenía inmovilizada con sus garras la muñeca del irlandés. Oyó cómo el cuchillo caía de forma inofensiva a los adoquines.

York continuó callado. Simplemente aumentó la presión de sus manos, obligando a su atacante a ponerse de rodillas. Bennet pudo verle el blanco de los ojos al irlandés, y el miedo que se reflejaba en ellos. El hombre soltó un grito de dolor, un sonido que no parecía humano, más bien el gemido de un animal aterrorizado que se enfrenta cara a cara con la muerte. York agarró al irlandés por la tráquea con delicadeza, entre el pulgar y el índice de la mano derecha, y lo atravesó con la mirada, hasta el fondo de su alma, con ojos crueles y entrecerrados. En ese momento, los otros asaltantes se alejaron; el instinto les pedía a gritos poner tierra por medio cuanto antes; cualquier valor que hubieran podido reunir en defensa de su amigo hacía largo rato que se había esfumado. La tenaza de York empezó a cerrarse, como si formara parte de una máquina, engranándose con precisión industrial. El irlandés dejó escapar un grito ahogado.

—¡York! —ordenó Bennet.

York se quedó paralizado.

—Debemos irnos.

Durante un instante York no se movió, y Bennet temió que fuera a desobedecerlo. Al final, sin embargo, el fueguino soltó a su presa, y el irlandés se desplomó en el suelo.

—Vámonos.

Bennet trató de ocultar el temblor de su voz. York cogió a Fuegia de la mano dulcemente y la acompañó fuera del patio; la niña seguía sonriendo como si nada hubiera sucedido. A medida que York avanzaba, las sombras retrocedían, respetuosamente, para cederle el paso.