The Mount, Shrewsbury
29 de agosto de 1831
Cuando el coche de posta procedente de Oswestry se detuvo frente a la atestada taberna del León, Charles Darwin descendió junto con otros tres caballeros y estiró las piernas entumecidas mientras esperaba que le bajaran el equipaje del techo. Los mozos de correos, con su elegante chaqueta roja, y los vendedores ambulantes vestidos con guardapolvo se arremolinaron en torno al coche para atender a los caballos y a los pasajeros respectivamente. El más insistente de todos era un golfillo que afirmaba poseer un camachuelo adiestrado que silbaba la melodía The White Cockade por un penique. Aunque era una tarde gris y un poco bochornosa, Darwin decidió ir caminando hasta la casa familiar que recibía el nombre de The Mount. El viaje desde el norte de Gales por carreteras de macadán apenas lo había cansado; había visto pasar los mojones con mucha rapidez, aunque el paisaje de setos que flanqueaba la carretera enseguida le resultó insoportablemente monótono. Notaba los músculos agarrotados y los sentidos embotados. Pese a la curiosidad que le despertaba el camachuelo cantador, tenía ganas de llegar a casa, así que apretó el paso hacia Wyle Cop. Al verlo alejarse dando grandes zancadas con sus largas piernas, el golfillo —que creía estar a punto de hacer negocio— puso cara de decepción, y cuando estuvo a unos veinte metros de la verja de la taberna, desistió de perseguirlo.
Pronto las calles y las casas dieron paso a hileras de acacias y hayas rojas, que a su vez se perdieron de vista para mostrar la gran mansión de ladrillo rojo que había construido su padre. Era un edificio rectangular de líneas jactanciosas e imperturbables que expresaban una sólida prosperidad provinciana; la nítida rectitud de la fachada sólo se rompía por el pórtico clásico del centro, erigido allí para recordar al visitante la cultura y los conocimientos que habían elevado literalmente a sus dueños, la familia Darwin, a ese privilegiado lugar. Charles pudo ver a los sirvientes yendo de un lado a otro del jardín, y una alta y esbelta figura —su hermana Caroline, a juzgar por la cabellera rizada que se escapaba por debajo del sombrero— recogiendo un ramo de flores. Pronto una doncella divisó al visitante cubierto de polvo que se acercaba a paso vivo y atravesaba la verja, y anunció su llegada. Las criadas corrieron para ver si las habitaciones del señorito Charles estaban a punto, al tiempo que el palafrenero se dirigía a llenar un cubo de agua caliente. Cuando él entró en el salón, toda la casa ya estaba al tanto de la llegada del benjamín.
—¡Charley! —Su hermana Susan dejó el bordado sobre la mesa, dio unos pasitos por la habitación y le echó los brazos al cuello—. ¡Tienes un aspecto estupendo!
—Hola, Susan. Hola, Cathy.
Su hermana menor, Catherine, también se levantó para abrazarlo, no sin antes terminar el párrafo que estaba leyendo en la Revista semanal de la Sociedad para la Difusión del Conocimiento Útil.
—¡Qué alegría, Charley! Pensábamos que no volverías nunca más.
—Si creíste que iba a renunciar al inicio de la temporada de caza de la perdiz, es que todavía no conoces a tu queridísimo hermano.
—¿Has cazado en Gales?
—Según como se mire. Me he dedicado a rastrear arenisca roja antigua, que después de la caza es la mejor manera de pasar el rato. El profesor Sedgwick y yo recorrimos a pie el camino entre Llangollen y Great Orme’s Head, en busca del estrato de arenisca que aparece en el mapa de Greenough. Pues bien, es verdad que aparece en el mapa, pero puedo juraros por las barbas de Satanás que sobre el terreno no hay nada similar. ¡Os aseguro que el mapa del viejo Greenough es pura ficción! —Al recordar el descubrimiento que habían hecho Sedgwick y él, le brillaron los ojos.
—¡Es fascinante! —exclamó Susan con tono alegre.
—Cómo me gustaría ir por ahí haciendo investigaciones geológicas —dijo Catherine en voz baja.
—¡Qué va! No te gustaría, Cathy, te lo aseguro. Es agotador. No paras de caminar, trepar por las rocas, pisotear barro y aulagas. Te aseguro que no es pasatiempo para una señorita. Es tremendamente aburrido: te pasas el santo día midiendo y recogiendo muestras. Aunque pude emplear el clinómetro que me dio el profesor Henslow.
—¿Y qué es un clinómetro?
—Sirve para medir la inclinación de los estratos de roca. Sin duda es un instrumento espléndido, hecho de metal o madera. Debo escribir a Henslow para darle las gracias una vez más. Oh, pero estoy cansado de tanto yo, yo y yo. Por lo que veo, mi hermana Susan ha empezado otro bordado.
—Se titulará La Fama esparciendo flores sobre la tumba de Shakespeare —explicó ella—. Si te gusta, cuando lo termine te lo regalaré. —Y le dio otro beso.
En ese momento entró Caroline, la mayor de las tres hermanas, desde el jardín; se había cambiado el sombrero por una recatada toca de andar por casa.
—Así que ha vuelto el viajero —dijo sonriendo. Abrazó a su hermano y se sumó al alboroto—. ¿Le habéis contado ya lo de la carta?
—¡La carta, claro! —chilló Susan emocionada, y fue a buscarla al vestíbulo, demasiado impaciente para llamar a un criado.
—¡Una carta urgentísima! —añadió Caroline en tono misterioso—. Tan urgente que el envío costaba el triple de lo habitual. Había que pagar dos chelines y cuatro peniques. Nos tocó mandar a Edward dos veces a la taberna, pues la primera vez no llevaba suficiente dinero.
—Y fue papá quien tuvo que desembolsarlo, por lo que se quejó durante una buena media hora —le confió Catherine a su hermano—. Dijo que podía contratarse a un hombre para que fuera a Cambridge a caballo y regresara por menos dinero.
—¿La carta es de Cambridge? ¿Dónde está papá? —La voz de Charles delataba cierta inquietud.
—En su despacho, con las cortinas de las ventanas echadas, como siempre. Durante las últimas semanas apenas ha podido moverse, aún menos de lo acostumbrado.
—Vaya, lamento oír eso.
Susan volvió con la carta en la mano y las tres mujeres formaron una alta y blanca empalizada en torno a su hermano. Estaban ávidas de oír novedades, hambrientas por saber cualquier cosa que se saliera de lo corriente.
—Casualmente, es del mismo profesor Henslow del que os he hablado —dijo Darwin mirando el sobrescrito. Rompió la oblea y abrió el papel marrón.
—¿Y bien?
—¿Qué dice?
—Habla de un tal capitán FitzRoy.
—Léela en voz alta.
—«El capitán FitzRoy está a punto de emprender un nuevo viaje para cartografiar la costa de Tierra del Fuego, y más tarde visitar las islas de los mares del Sur y regresar por Indonesia. El barco irá equipado especialmente para fines científicos, a la vez que cartográficos; proporcionará, por consiguiente, una oportunidad única para un naturalista. El departamento de Hidrografía me ha solicitado que recomiende a una persona adecuada para sumarse a esa expedición; persona que será tratada con todo tipo de consideraciones. El capitán es un joven de modales agradables que pone mucho celo en su trabajo y de quien todo el mundo habla bien.
»He comunicado que lo considero a usted la persona más cualificada que conozco para asumir una posición de ese tipo. Y no sólo por creer que es usted un naturalista cabal, sino también porque está ampliamente cualificado para recoger, observar y anotar cualquier cosa digna de ser anotada en la Historia Natural». —Darwin se detuvo.
—¡Un viaje alrededor del mundo! —suspiró—. ¿Por qué no? Imagináoslo.
—Oh, Charles —exclamó Susan—. No puedo.
—Yo sí —dijo Catherine.
—El profesor Henslow reconoce que no soy el primer candidato; antes de ofrecérmelo a mí han rechazado el puesto el reverendo señor Jenyns y él mismo. «La señora Henslow parecía tan angustiada que enseguida descarté el asunto». Y añade unas palabras sobre lo que costaría… Serán treinta guineas por año para pagar la comida y unas seiscientas guineas para costear el equipo. Bien, creo que ahí hay un escollo difícil de salvar. Es una suma considerable.
Volvió a pensar en la intimidante perspectiva de enfrentarse a su padre, quien estaba esperándolo en el estudio en penumbra.
—Si se quejó por tener que desembolsar dos chelines y cuatro peniques, imagínate lo que dirá de seiscientas guineas —susurró Caroline, que estaba pensando en lo mismo.
—Continúa —dijo Catherine, impaciente.
—«Imagino que al capitán FitzRoy le gustaría contar con un compañero más que con un coleccionista, y que por consiguiente no se llevará a cualquiera, por muy buen naturalista que sea, si no le ha sido recomendado asimismo como caballero. Y no se le ocurra albergar dudas o miedos de no reunir todas las condiciones, pues le aseguro que es usted el hombre que están buscando. Por tanto, me gustaría que me imaginara como un amigo afectuoso que le da una palmada en el hombro. Sinceramente suyo, John Henslow».
Susan suspiró, y Caroline puso cara de preocupación.
—Bien —dijo Catherine, y respiró hondo antes de continuar—. Me parece una forma muy desesperada de eludir el pago del sastre.
Lo primero que vio Charles al entrar en el despacho fue la figura de una luna creciente invertida, allá donde la luz del sol, escindida en rayos de luz por las pesadas cortinas, se reflejaba en la calva de su padre. Mientras se esforzaba en acostumbrar la vista a la oscuridad, la imponente silueta de su padre —un metro ochenta y cinco de estatura y ciento cuarenta y seis kilos de peso— empezó a tomar forma. El doctor Darwin se hallaba encajonado en su sillón de respaldo recto favorito, o mejor dicho, parecía surgir de él, como si hombre y asiento hubieran sido tallados del mismo bloque de piedra. Aunque Charles apenas podía verle las facciones, era capaz de reconstruirlas en su imaginación: las pobladas y oscuras cejas descendían con severidad hacia el puente de la nariz, y contrastaban de modo pronunciado con los mechones blancos y bien recortados que le caían sobre las orejas; las mejillas desafiantes de buldog; la boca fruncida de forma adusta, el labio inferior curvado con expresión de desprecio hacia el mundo como actitud habitual. La poca resolución que sentía el joven antes de entrar en el estudio de su padre se evaporó en un segundo.
—Has vuelto, Charles.
—Sí, señor.
—¿Ha sido un viaje satisfactorio?
—Muy satisfactorio, señor.
—Charles, recibí una factura del Christ’s College de Cambridge. La factura, por cierto género no pagado, ascendía a doscientas tres guineas, siete chelines y seis peniques. Aboné la factura, Charles.
El joven sintió cómo el alma se le caía a los pies. Había rezado en su fuero interno para que su padre no sacara a colación ese asunto justo en ese momento.
—Gracias, señor.
—¿Tienes algo que decir al respecto, Charles?
—Lo siento, señor.
—Cuentas con una asignación para tus gastos, Charles, una asignación muy generosa. Aun así la sobrepasas continuamente. ¿Acaso no he sido generoso?
—Ha sido usted muy generoso, señor.
—También tuve que desembolsar la suma de dos chelines y cuatro peniques para pagar una carta urgente de Cambridge. Espero que no contenga otra factura que también haga falta liquidar.
—No, señor. Es una oferta del señor Henslow, profesor de botánica de la universidad. Me ha recomendado para un puesto de naturalista supernumerario, señor, en una expedición alrededor del mundo que llevará a cabo un barco de la Marina real.
Charles esperó el previsible estallido, pero no hubo tal. Por el momento. En lugar de eso el doctor Darwin continuó en la penumbra, con los párpados caídos; se limitó a levantar la cabeza por encima de los hombros como una cobra, y el cuello, grueso ya de por sí, pareció ensancharse aún más.
—¿Vas a aceptar esa oferta, Charles?
Él respiró hondo y estiró el cuello a su vez.
—Es sin duda una oportunidad única, señor, para una persona como yo, con una posición tan modesta en la comunidad científica.
—¿Ah, sí? No sabía que fueras miembro de la comunidad científica. Pensaba que estabas estudiando teología con la intención de servir en la iglesia. ¿O sea que ahora se considera propio de un sacerdote dar la vuelta al mundo? ¿Acaso el camino al cielo pasa por el cabo de Hornos?
—El profesor Henslow es sacerdote; como el profesor Sedgwick, con quien he estado en el norte de Gales estos últimos días realizando estudios geológicos.
—Si es así, ¿por qué no se presenta a ese elevado puesto el reverendo Henslow?
—No puede… señor, por razones familiares. Y el reverendo Jenyns, señor, a quien le ofrecieron el puesto antes que a mí, podría viajar si no se debiera a sus feligreses de Bottisham.
—Pues es extraño que las parroquias de Inglaterra no estén completamente vacías. Y cómo, si puede saberse, pretendes mantenerte en ese viaje de… perdona mi descuido, aún no te he preguntado cuánto tiempo va a durar.
—Dos años, señor. Quizá tres.
—Dos años. Quizá tres. ¿Y cómo pretendes mantenerte durante todo ese tiempo?
—Lo cierto es que había puesto muchas esperanzas en apelar a su generosidad en ese asunto, señor.
—De modo que habías puesto muchas esperanzas en apelar a mi generosidad en ese asunto.
—Ha sido usted muy generoso, señor, al costear los estudios de mi hermano Erasmus en Suiza y Alemania durante un año.
—Tu hermano Erasmus ha concluido los cursos de medicina en la Universidad de Edimburgo, y ahora debe proseguir sus estudios en el extranjero. Tu hermano Erasmus no abandonó sus estudios después de perder dos años cazando y recogiendo piedras cuando debería haber estado estudiando medicina. Tu hermano Erasmus no ha sobrepasado nunca su generosa asignación.
—Tendría que ser condenadamente listo para gastarme toda la asignación, e incluso más, encerrado dentro de un barco de la Marina, señor —rió Charles, en un imprudente intento por aligerar la tensión.
—Pero el caso es que me dicen que eres muy listo, Charles, aunque debo admitir que en este momento no me lo pareces en absoluto. Así que vayamos al grano. ¿Qué se supone que va costar esa aventura, si puede saberse?
El joven tragó saliva antes de contestar.
—Aproximadamente… aproximadamente setecientas guineas en total, señor.
Se hizo el silencio.
Al principio Charles pensaba que su vista acabaría acostumbrándose a la penumbra, pero el estudio de su padre parecía más oscuro que nunca. Apenas podía verle la cara, pero el instinto, tanto como el cambio gradual de la respiración del doctor, le dijeron que había adquirido el tono amoratado que él tan bien conocía. Y entonces sobrevino el estallido.
—Todo te importa un bledo, ¿verdad? Todo te importa un bledo excepto la caza, los perros y atrapar ratas; vas a ser una deshonra para ti y para toda tu familia. ¿Cómo te atreves a sugerirme que sufrague los gastos del tercer cambio de profesión en seis años? ¡Y encima no para conseguir una posición respetable, sino por un proyecto alocado, una empresa totalmente inútil, que en un futuro perjudicaría tu reputación como clérigo! ¿Cómo podrías sentar la cabeza y vivir una existencia respetable después de semejante… ejem… excursión? ¡Claro que no encuentran a nadie para sumarse a esa empresa tan indigna! Es obvio que muchas personas han rechazado embarcarse en esa… esa aventura antes que tú. El mismo hecho de que nadie haya aceptado el puesto da que pensar: ese barco, o la expedición, no promete nada bueno. Un navío es como una cárcel… la brutal disciplina, las condiciones repugnantes… ¡y encima tiene el inconveniente de que uno puede ahogarse! —Ni siquiera en pleno ataque de cólera, el doctor Darwin renunciaba a citar a Samuel Johnson—. ¿Cómo se llamaba el buque que se hundió con toda su tripulación hace unos meses? El Thetis, ¿no? No permitiré que te sumes a un proyecto tan imprudente como costoso. ¿Qué habría dicho tu madre?
Charles permitió que el hilo de su pensamiento vagara hacia al precario marco de recuerdos que había armado para representar a su madre: el borde del escritorio de la dama, visto desde debajo; el crujido de su vestido largo de terciopelo negro; el pálido rostro en el lecho de muerte una tarde de julio; el olor que impregnaba toda la habitación. Desde ese turbador y terrible día, el doctor Darwin no había vuelto a hablar de su esposa, y menos invocado su nombre. «Tiene miedo de que también yo muera —advirtió Charles—. Tras ese ataque de rabia por las facturas sin pagar se esconde auténtico temor a perder a otro miembro de su familia».
—Lo comprendo, señor. Gracias, señor.
—Si encuentras un solo hombre con sentido común, uno solo, que te aconseje que vayas, te daré mi permiso. En caso contrario te sugiero en los términos más enérgicos que escribas al profesor Henslow declinando la oferta.
—Sí, señor.
Y dicho esto, Charles abandonó el estudio y cruzó el vestíbulo; parpadeando, se dirigió a la puerta de la casa y huyó al jardín. Al oír sus pasos, Catherine salió de la sala de estar con una mirada interrogante, pero en cuanto vio a su hermano con las mejillas sonrojadas y el entrecejo fruncido no le hizo falta ninguna aclaración.
Charles caminó furioso hasta la parte de atrás de la casa y se detuvo al borde de la terraza; sus hermanas, discretamente, lo dejaron solo. A lo lejos, el río Severn serpenteaba a través de un hermoso paisaje de verdes y mullidos prados. Abajo se distinguían las destartaladas viviendas de Frankwell, el suburbio más pobre de Shrewsbury, que lamían el pie de la colina como las aguas de un mar plomizo y sin brillo. Apesadumbrado, se dio media vuelta y volvió a entrar para redactar la carta de respuesta a John Henslow.
El primer día de la temporada de la perdiz, Darwin se levantó temprano y cogió el carrocín rumbo a Maer para salir de caza con su tío Jos. Había optado por ese vehículo en particular porque era ligero y rápido, pero incluso a primera hora de la mañana la carretera a Stoke-on-Trent parecía inusualmente sembrada de obstáculos. Encontraron al cobrador de peaje todavía dormido, a un grupo de peones pavimentando la carretera con macadán, un rebaño de ovejas caminando sumisamente hacia Market Drayton, una carreta cargada de piedra pulverizada y arrastrada por un burro que sólo servía para grasa de ruedas de carro y que avanzaba a paso de tortuga, y carros atestados de jornaleros de cara lúgubre, que probablemente habían perdido sus casas y recorrían los campos en busca de cosechas tardías para trillar avena o cebada.
Darwin iba delante junto al cochero, como si con ello pudiera llegar antes a Maer. Seguía de un humor sombrío: los últimos días en The Mount no habían sido muy agradables por culpa de la carta de Henslow, y se alegró de marcharse. Un campesino sentado a la puerta de su casa lo saludó con la mano respetuosamente; ante él, iluminado por la luz del sol, se extendía su desayuno a base de pan, cebolla y leche de burro, pero Darwin no estaba de humor para devolverle el saludo. A los lados de la carretera se veía un sinfín de casitas de campo, construcciones pobres y rudimentarias de una sola habitación con paredes de listones de madera y yeso. ¿Esperaban todos los habitantes de esas casas que fuera saludándolos uno por uno? Pasaron a un grupo de mujeres arrodilladas junto a un riachuelo que golpeaban ropa raída con palas de madera. Parecía increíble que el campo pudiera albergar tanta miseria. ¿Cómo era posible que en la época de la mecanización y la modernidad nadie hiciese nada por esa gente?
Después de Market Drayton el tráfico decreció un poco, pero el cochero del doctor Darwin condujo con cuidado entre los setos espinosos por miedo a arañar la pintura del carrocín. A nueve kilómetros al sudoeste de Stokes se desviaron por un camino lleno de baches que conducía hasta Maer, donde el nuevo alzacuello de Charles, que se había puesto en honor a sus primas, le rascaba la piel cada vez que el vehículo pasaba por un hoyo. Cuando finalmente divisó la verja de Maer abierta de par en par en señal de bienvenida, sintió un gran alivio; al atravesarla, las cálidas y viejas piedras de Maer Hall aparecieron entre los árboles. Había tardado más de cuatro horas en recorrer un trayecto de cuarenta y cinco kilómetros.
Como había esperado, toda la familia Wedgwood estaba en el jardín, en el pintoresco porche, reunida de forma encantadora en torno a sus tíos Jos y Bessie. En cuanto lo vieron, dejaron escapar un coro de alegres gritos. «Qué ambiente más amable e informal —pensó—, qué diferente de las rígidas reglas que imperan en The Mount». El tío Jos se acercó a saludar a su sobrino favorito y, en lugar de los corteses dos dedos de rigor, le tendió la mano entera.
—Tenía el presentimiento de que iba a verte hoy, Charles.
Darwin rió.
—No iba a librarse de mí tan fácilmente, querido tío. Buenos días, tía Bessie. Buenos días a todos.
Mientras Charles besaba y abrazaba a su tía y a sus primas, al tío Jos se le iluminó la cara. Era un apasionado de la caza, y un tirador consumado, pero había tenido la desgracia de engendrar cuatro hijos varones que no mostraban el menor interés por ese deporte. En cambio, su sobrino vivía para la caza, como él.
—Charles —dijo Fanny Wedgwood con tono de mofa—, ¿no te gustaría venir con nosotras a remar en el estanque? ¡Nos encantaría que vinieras!
—Por favor, por favor —insistió Emma, que abrazaba a su hermana mayor por la cintura.
Más allá del parterre de flores, una pendiente flanqueada por árboles descendía hasta un lago que alimentaban manantiales de agua cristalina y que en el siglo XVII había dado nombre a la mansión. El célebre paisajista Capability Brown había limpiado su extremo pantanoso, contiguo a la casa, y lo había transformado, no sin gran coste, en una laguna con forma de cola de pez. Ahora chapoteaban pájaros acuáticos en los bajíos, o aleteaban perezosamente en la superficie, oteando los juncos en busca de insectos.
—No dudo de que sería un verdadero honor, señoritas —declaró Darwin, a quien se le había evaporado el mal humor como por ensalmo—. Pero me temo que vuestro padre y yo tenemos asuntos que atender.
—Oh, Charles —protestó Emma con tono de falso reproche—. Estoy segura de que si estuviera aquí Fanny Owen, preferirías ir a remar.
—Estáis jugando conmigo, señoritas —masculló Darwin, consciente de que se había sonrojado. Su incomodidad no se debía tan sólo a la mención de la exasperantemente coqueta y encantadora Fanny Owen, sino también al hecho de percibir con la misma intensidad la silenciosa competencia de los encantos de Emma.
—Dime, muchacho. Suéltalo ya. Hay algo que te preocupa, lo noto.
A diferencia de Etruria, la anterior casa familiar, que se asentaba majestuosamente en la cresta de una montaña encima de Stoke-on-Trent, desde donde se dominaban las fábricas de cerámica con que los Wedgwood habían hecho su fortuna, Maer Hall se erigía al abrigo de un bosque por un lado y un monte por el otro. Al recorrer los caminos de la propiedad en busca de perdices, nadie podría imaginar que el bullicio de la vida decimonónica se hallaba tan cerca.
—No es nada, señor. Me han ofrecido un puesto como naturalista en una expedición de la Marina alrededor del mundo. Me recomendó Henslow, el profesor de botánica de Cambridge, pero mi padre, me imagino que con razón, se muestra reacio a dejarme ir. Dice que es una idea descabellada, y que en el futuro será una mancha en mi reputación como clérigo. Además, costará mucho dinero. No me extrañaría que tema que acabara yendo a la cárcel por deudas.
El tío Jos sonrió.
—O sea que te echó un buen rapapolvo.
—Sí, señor.
—Al parecer tu padre se preocupa por tu seguridad, Charles. Cuando Susannah vivía, me di cuenta de que también se preocupaba mucho por ella. Aunque un observador superficial podría haberlo tachado de excesivamente formal, yo sabía que quería mucho a tu madre. Pero, aunque sea un proyecto descabellado y pueda convertirse en una mancha en la reputación de un clérigo, con todos los respetos debidos a tu padre, me veo obligado a discrepar. Creo que, para una persona como tú, la oferta es muy respetable. La dedicación a la historia natural, aunque ciertamente no profesional, no puede ser más adecuada para un clérigo.
—Mi padre también piensa que el barco debe de ser muy incómodo… y que tiene que haber gato encerrado, pues no soy el primero a quien ofrecen el puesto.
—Bien, no soy ningún experto en la Marina británica, pero me cuesta creer que el Almirantazgo envíe un barco en malas condiciones a una misión de ese tipo. Y si el Almirantazgo te designara para el puesto, tendrías derecho a las máximas comodidades que el barco permitiera. ¿Hizo tu padre alguna otra objeción?
—Se quejó de que cambiara una vez más de profesión.
El tío Jos rió.
—Bueno, no puede decirse que te hayas consagrado en cuerpo y alma a las profesiones que otros han escogido por ti, Charles. Si en estos momentos estuvieras absorbido por estudios profesionales, probablemente pensaría que es desaconsejable interrumpirlos, pero no es el caso. Admitámoslo, este viaje no te serviría en tu carrera de clérigo, pero siendo un hombre de enorme curiosidad como eres, te ofrecería una oportunidad de ver mundo que se presenta a poca gente.
—Eso es justamente lo que pienso yo, palabra por palabra —dijo Charles, y en su corazón se encendió una diminuta chispa de esperanza.
Mientras los últimos rayos del sol estival refulgían a través de las hojas de los árboles, Fanny Wedgwood se sentó en el porche y se concentró en sus filigranas de papel para decorar un bote de té, mientras su hermana Emma leía en voz alta algunos párrafos de la Revista de bolsillo para damas.
—Aquí hay un maravilloso traje de día confeccionado con zangala a rayas verde mar sobre un fondo blanco. Está rematado con doble volante, y las mangas son cortas y tienen tres vueltas de satén verde; la modelo luce un sombrero con velo blanco decorado con tres amapolas amarillas en la parte delantera. Aquí dice que este año las damas más distinguidas de Kensington Gardens llevan faldas y vestidos de colores y ribeteados de fino encaje. Según parece «generalmente las capas de seda ribeteadas de piel son propias de matronas».
—Tú tienes un par de capas de ésas, Fan —interrumpió Hensleigh Wedgwood—. De modo que eres una matrona, ¿eh? Después de todo ya tienes veinticinco años.
Fanny le lanzó a su hermano un puñado de filigranas de papel.
—Si dices algo más, te prometo que te tiraré la lata a la cabeza.
—De verdad, Hen, deberías aprender a ser más cortés con tu hermana —lo reprendió Bessie Wedgwood maternalmente.
Justo en ese momento Charles y Jos aparecieron por detrás de los árboles que bordeaban el estanque, y avanzaron con dificultad entre las filas de geranios hacia la casa. Charles sujetaba una solitaria perdiz por el cuello; parecía demasiado satisfecho consigo mismo para ser un hombre que acababa de cobrar una pieza tan insignificante.
—Sólo hemos conseguido una —dijo a modo de ratificación.
—Menos mal que no pensábamos hacer pastel de perdiz para la cena —rió Fanny.
—Más que dejáis para los cazadores furtivos —se mofó Hen.
—Y la verdad es que son legión —se lamentó Jos—. Sólo hay que ver los numerosos casos por caza furtiva que se instruyen en los juzgados de la zona últimamente.
—¡Aun así, una única perdiz es un revés para el duque de Wellington! —comentó Charles con la intención de halagar a su tío, que, como político liberal y miembro del Parlamento por Shropshire, había participado en la batalla que acabaría otorgando por primera vez permisos de caza a personas ajenas a la aristocracia rural.
—Es cierto. —Jos sonrió—. Claro que, con una sola pieza cobrada, la licencia de caza me ha costado un ojo de la cara.
—No hay por qué preocuparse, querido. Estoy segura de que mañana tendrás más suerte.
—¿Mañana? Pero si mañana no vamos a salir de caza.
—¿Cómo? ¿El segundo día de temporada de la perdiz? ¿Y por qué no, querido?
Jos sonrió a Charles con complicidad.
—Porque mañana Charles y yo nos vamos a devolver el carrocín de Robert Darwin a su dueño.
• • •
La puerta del estudio del doctor Darwin se abrió lentamente. Las motas de polvo, inmóviles hasta ese momento, se agitaron creando vertiginosos y furiosos remolinos. Charles entró en la oscura habitación con pasos cautelosos.
—¿Charles?
—Padre.
—Creía que estabas en Maer, cazando perdices.
—Acabo de regresar de allí, señor. Padre… ¿considera al tío Jos un «hombre con sentido común»?
El doctor Darwin distinguió la erguida silueta que se recortaba en el umbral detrás de su hijo; la luz del sol procedente del vestíbulo iluminaba las grises y atildadas patillas que flanqueaban su rostro.
—¿El tío Josiah…? Pues claro, no hace falta decirlo. Qué pregunta más absurda. ¿Cómo se te ocurre preguntarme eso?
Josiah Wedgwood entró en el estudio.
—Buenos días, Robert —dijo.
—Soy un cazador sin par; en la familia nadie tiene una puntería como la mía, señor. Un día seré almirante. Y el mejor modo de llegar a esa posición, no me cabe la menor duda, es servir en el Beagle. Le aseguro que usted saldrá ganando tanto como yo.
Charles Musters miró a FitzRoy fijamente a los ojos. Él le devolvió una mirada tranquila. Estaban sentados a un escritorio frente a frente en una oficina del Almirantazgo, donde FitzRoy reclutaba a los pocos oficiales que necesitaba para emprender el segundo viaje de reconocimiento del Beagle. Al fondo de la habitación, la madre del candidato alzó los ojos al cielo en señal de desesperación. Charles Musters tenía sólo once años.
—Podría haber estudiado en el Real Colegio Naval de Portsmouth, pero mi padre dice que es mejor aprender navegación en un barco que en un aula. Mi padre dice que los voluntarios recién salidos del colegio son todos unos blandengues, señor.
—Y tal vez tenga razón —admitió FitzRoy con gravedad—, pero estoy seguro de que también sería el primero en subrayar la importancia de los conocimientos prácticos. —Abrió el cajón del escritorio, sacó un ejemplar de El ancla de la esperanza del joven marino de Darcy Lever, y se lo pasó al muchacho—. Escúcheme bien, señor Musters, si es usted capaz de memorizar el contenido de este libro antes de que el Beagle zarpe en octubre… y no se lo tome a la ligera, pues lo examinaré yo mismo, tal vez le reserve un puesto como voluntario en el barco. El día señalado deberá traer usted el sueste, dos pares de pantalones de lona, dos camisas de franela, una manta, el colchón de paja…
—El coy, señor.
—Eso es, el coy. Un par de zapatos que no tengan clavos, una cazoleta, una cuchara y, lo más importante de todo, su propia navaja.
—Un marinero sin navaja es como una mujer sin lengua, señor.
—Para tratarse de alguien que nunca ha navegado, sabe usted una barbaridad de navegación, señor Musters —admitió FitzRoy, dando gracias al cielo de que el padre del niño no le hubiera enseñado la versión sin censurar del refrán—. Recibirá un salario de diez chelines al mes. Espero verlo en Devonport en octubre, señor Musters.
—Será un placer, señor.
Una vez que dio por terminada la entrevista, FitzRoy se puso de pie y apretó la mano del chico con formalidad.
—Cuidará de él, ¿verdad? —le rogó la madre de Musters.
—Como si fuera mi propio hijo, señora. Habrá otro voluntario a bordo, mi nuevo amanuense, Edward Hellyer, que es un chico mucho más… callado y tranquilo, y tiene muy buena letra, de modo que a Charles no le faltará compañía de su edad. No me cabe duda de que se llevarán muy bien. Tenga la plena seguridad, señora, de que haré todo lo que esté en mi mano para que su hijo vuelva sano y salvo.
Acompañó a la señora Musters y a Charles al pasillo, donde se quedó sorprendido al ver a un joven alto de pelo largo; sentado en una silla y rodeado de baúles, estaba enfrascado en un ejemplar del Edinburgh Review y tenía cara de sueño. Mientras madre e hijo se alejaban, el joven alzó la mirada.
—¿Capitán FitzRoy?
—¿Sí?
—Siento llegar tarde. He venido tan pronto he podido. Tomé el Wonder, el coche que parte de Shrewsbury. Viaja a Londres durante toda la noche, sin hacer ninguna parada. Es sorprendente: suena una corneta, se abre la barrera y pasa con un gran estruendo, como un coche de postas.
—Es increíble, sí —coincidió FitzRoy—. Pero no tiene por qué disculparse.
Al ponerse de pie, el joven dejó ver el arrugado traje de lana de campo que llevaba puesto, que contrastaba con los inmaculados pantalones de gamuza ceñidos de FitzRoy. El desconocido era muy alto, al menos mediría un metro ochenta, de complexión robusta y movimientos desgarbados, brazos largos, rostro redondeado y agradable, y ojos grises de mirada cordial. Tenía una nariz fea y bulbosa que parecía aplastada contra la cara, como la de un campesino que acabara de recibir una paliza en una riña de taberna. FitzRoy pensó que en general el joven guardaba cierta semejanza con un simio.
—Perdone mi atuendo. He cogido un coche de alquiler directamente desde la posada. No he dormido nada en absoluto.
—No se preocupe —murmuró FitzRoy.
—Espero no llegar demasiado tarde. ¿Ha recibido la carta que le envié?
—Creo que no —respondió con cautela; a esas alturas ya estaba preguntándose con desconcierto quién sería ese joven.
—¡Gracias a Dios! Si la recibe, no haga caso de su contenido. Todo ha cambiado radicalmente. Perdone, ¿le importaría ayudarme a meter en su despacho todo este equipaje?
FitzRoy no encontró ninguna razón para rechazar la urgente solicitud del extraño y obedeció con diligencia.
—Creo que he traído todo lo que necesito. Una lupa de mano, un microscopio de disección portátil, un equipo de sopletes para hacer análisis, un goniómetro de contacto para medir los ángulos de los cristales; eso seguro que servirá.
—Seguro —reconoció FitzRoy.
—Un imán, cera de abeja, algunos tarros con tapón de corcho, papel de envolver para conservar los ejemplares, un clinómetro, ropa elegante… ¿suelen vestirse para la cena?, calcetines gruesos de estambre, varias camisas… en todas he puesto mi apellido, Darwin, un gorro de dormir de algodón… —Se detuvo al darse cuenta de que el capitán estaba riendo—. Perdone, ¿qué tiene de malo mi inventario? Me esforcé por pensar en todo lo que podía necesitar, pero conté con tan poco tiempo…
—Debe usted perdonarme, soy un perfecto maleducado. Pero creo que ha pasado por alto decirme su nombre, aunque debo dar las gracias a sus camisas por haberme proporcionado una pista.
—Por las barbas de Satanás, ¡qué bobo soy! Me llamo Charles Darwin —se presentó el desconocido, como si eso lo resolviera todo de un plumazo.
—Charles Darwin —repitió sin comprender.
—Soy el naturalista que el profesor Henslow propuso para acompañarlos en su viaje.
—¡Ah! —exclamó FitzRoy, que empezaba a comprender—. Encantado de conocerlo, señor Darwin. Perdone mi confusión inexcusable. Es cierto que hace unas semanas le pedí al hidrógrafo, el capitán Beaufort, que me encontrara un naturalista y un compañero para viajar en el Beagle, pero no obtuve ninguna respuesta. En el ínterin probé otras vías. Debo admitir —añadió improvisando rápidamente— que el puesto ya está ocupado por cierto señor Chester. ¿Conoce usted a Harry Chester?
—No —respondió desconsolado; su rostro era la viva imagen de la decepción.
—Es el hijo del señor Robert Chester. Trabaja en la oficina del Consejo de Estado.
Lo cierto es que FitzRoy le había ofrecido el puesto a Harry Chester, pero éste, temiendo perder la vida durante el viaje, lo había rechazado rotundamente al cabo de cinco minutos. Y ahora, tras mentir sobre la aceptación de Chester, se sintió un ser despreciable.
—Entonces, supongo que será mejor que me vaya. —El joven dirigió una mirada triste a sus enormes rodillas.
—No; espere. Hábleme sobre usted. ¿Quién sabe? Tal vez el señor Chester cambie de opinión. ¿Es usted botánico? ¿Un especialista en estratigrafía?
—Bueno, más o menos. Soy clérigo. O mejor dicho, lo seré en un futuro. Quiero decir que de momento estoy estudiando. Curso la licenciatura de letras, como estudio preparatorio para seguir la carrera eclesiástica. Pero me fascinan todas las ramas de la filosofía natural. Siempre me han gustado. Incluso cuando iba al colegio del señor Case, con ocho años; pescaba tritones en el estanque de la cantera. Coleccionaba minerales, me interesaba conocer todas y cada una de las pequeñas piedras que había frente a la entrada del colegio. En la escuela de Shrewsbury me apodaban Gas. Mi hermano Erasmus y yo teníamos nuestro propio laboratorio en la caseta de las herramientas del jardín. Analizábamos la composición de objetos comunes, como monedas, etcétera, produciendo escorias, o sea, óxidos. Y comprábamos compuestos y los purificábamos hasta convertirlos en sus elementos constituyentes. Inocentemente pensábamos que podríamos aislar un nuevo elemento sin ayuda de nadie. Disponíamos de una lámpara de aceite Argand para calentar las sustancias químicas, un termómetro industrial propiedad de mi tío Jos y un goniómetro, que he traído con el resto del equipaje. —Darwin, que había empezado a emocionarse con los recuerdos, se detuvo en seco al pensar en la inutilidad de todo el equipo que yacía a sus pies.
«¿En qué diablos estaría pensando Beaufort al enviarme a este joven entusiasta, el típico caballero rural estudiante de clérigo, aficionado a la caza y con ínfulas de filósofo? —se preguntó FitzRoy—. Y ni siquiera ha terminado sus estudios. Y a juzgar por el Edinburgh Review que estaba leyendo hace un rato, apostaría lo que fuera a que es liberal».
—Calentábamos cualquier cosa en una llama —prosiguió Darwin; su monólogo sin ton ni son colmaba el silencio de la habitación—. La mayoría de las veces había explosiones.
—¿Fue así como se hizo la cicatriz de la mano?
—Oh, no, fue mi hermana Caroline, cuando yo sólo tenía unos meses. Estaba sentado sobre su regazo y ella cortaba una naranja para mí, entonces pasó una vaca por la ventana, di un bote y se me clavó el cuchillo. Me acuerdo de ello como si hubiera ocurrido ayer.
—Si le sucedió cuando era un bebé, entonces seguramente le han contado el suceso, por lo que ahora es capaz de imaginarlo como si lo recordara.
—Oh, no, de ninguna manera, pues recuerdo con claridad en qué dirección corría la vaca, y eso no es posible que nadie me lo contara posteriormente.
FitzRoy se fijó en el joven desconocido por primera vez. Algo en ese único acto de análisis le decía que allí había una mente digna de un estudio más profundo, por muy poco prometedoras que fueran las apariencias.
—¿Cómo se le da la estratigrafía, señor Darwin? Pues me temo que en una nave de reconocimiento no es precisamente un químico lo que se necesita.
—Oh, la estratigrafía; le recuerdo que ahora deberíamos llamarla geología, capitán FitzRoy. La verdad es que es una ciencia que me fascina. Es mi segunda pasión después de la caza. Hace poco estuve en Llangollen, donde realicé un reconocimiento topográfico junto con el profesor Sedgwick. Es un hombre maravilloso, señor, un auténtico visionario, se lo aseguro. Dice que nuestro conocimiento de la estructura de la Tierra es proporcional a lo que una vieja gallina que picoteara sólo en un rincón de un prado de veinte hectáreas sabría de éste. Cree que si lográramos aumentar nuestros conocimientos lo bastante, podríamos llegar a una hipótesis general que explicaría la historia de la Tierra: las verdades científicas que al final revelarían los planes divinos.
—Debo confesar que no puedo estar más de acuerdo con su profesor Sedgwick. Aunque no es que sea un experto en geología. ¿Tiene el profesor alguna teoría sobre el diluvio universal?
—Sí, por supuesto. Cree que las investigaciones geológicas pueden probar que el Diluvio dejó rastros de detritus diluvial en todos los estratos de la tierra.
—¿O sea que existen pruebas de la historia sagrada en las capas de roca?
—Exacto.
—Dígame —prosiguió FitzRoy, que empezaba a estar entusiasmado de verdad—, ¿ha leído usted el Reliquiae Diluvianae de Buckland?
—¿Sobre la cueva de Kirkdale?
—Esa misma. Hallaron huesos de hienas y tigres, restos de elefantes, rinocerontes, hipopótamos y mastodontes; todos ellos estaban dentro de la cueva, al norte de Yorkshire. Eso demuestra que, en un pasado remoto, en Inglaterra vivían esos animales, y que debieron de ahogarse en el diluvio que aparece relatado en la Biblia.
—Hace poco estuve en Whitby para ver los increíbles fósiles que quedaron al descubierto con la explotación de las minas de alumbre. ¿Ha leído usted a William Smith? El profesor Sedgwick lo considera el padre de la geología inglesa. Estaba inspeccionando la excavación de unos canales cuando se dio cuenta de que la marga roja siempre se encontraba sobre los depósitos de carbón. Como los estratos estaban orientados hacia arriba y hacia el este, uno sólo tenía que hallar marga roja en la superficie, y luego mirar al este para encontrar carbón. Es una observación simple, pero muy brillante.
—Señor Darwin, a veces pienso que en el plan divino subyace una simplicidad que se nos escapa a todos.
—Sí, pero nuestra manera de comprenderlo cambia todos los días. A aquellos que se detengan, aunque sólo sea un momento, probablemente los arrollarán las aguas del progreso.
—Es cierto que progresamos en un nivel intelectual, pero ¿qué hay del progreso estratigráfico, quiero decir, geológico? He leído el primer volumen de los Principios de la geología de Lyell. El mismo Lyell me ha pedido que le envíe un informe desde América del Sur. En su opinión los cambios geológicos no son progresivos, sino aleatorios.
—¿Cómo podrían serlo? —replicó Darwin—. Sin duda puede afirmarse que todas las obras de Dios hacen avanzar la humanidad y el mundo donde vivimos, y por consiguiente favorecen la evolución del hombre moderno a partir de sus antepasados primitivos.
—Lyell cree que la idea del progreso geológico beneficia a los transformistas. Que el hecho de concebir el progreso en la naturaleza entraña la blasfema posibilidad de que los animales podrían haberse transformado gradualmente en hombres.
—Ah, ése ha sido siempre un tema delicado en mi familia, capitán FitzRoy.
—¡Pues claro! —exclamó, sorprendido de su torpeza—. Usted debe de ser pariente de Erasmus Darwin, el poeta transformista.
—Era mi abuelo. Un hombre excepcional, en muchos sentidos. Pero le aseguro que yo no albergo ninguna duda de la estricta y literal verdad que encierran las palabras de las Escrituras. Si no fuera así, ¿cómo me sería posible en un futuro conducir a mis feligreses a la vida eterna?
—Me alegra oír eso, señor Darwin. Me alegra mucho. Tome, le regalo el libro de Lyell.
FitzRoy le pasó el ejemplar a Darwin, quien hojeó las primeras páginas. Había una dedicatoria manuscrita del autor.
—Pero, capitán FitzRoy, no puedo aceptarlo. Está dedicado a usted.
—Todo lo contrario, señor, para mí es un gran privilegio hacerle este regalo. Y a su debido tiempo espero tener el honor de presentarle al autor en persona.
—Es usted muy generoso conmigo, señor.
—Pero dígame, señor Darwin, ¿cómo es que una mente tan inquisitiva aspira a encargarse de una parroquia rural?
—Bueno, lo cierto es que estaba destinado a ser médico, como mi padre. Estudié medicina en la Universidad de Edimburgo, pero me temo que no poseo las cualidades que se requieren para esa profesión. Tuve que presenciar la amputación de la pierna de un niño como parte de mis estudios. La operación fue mal desde el principio, la pobre criatura gritaba a pleno pulmón y perdió mucha sangre. Así que lo dejé y me pasé a la biología marina, que estaba a cargo del profesor Grant. Juntos recogíamos invertebrados en el puerto de Leith. Y estudié historia natural con el profesor Jameson: zoología, botánica, paleontología, mineralogía, geología… Cuando mi padre se enteró, montó en cólera y me sacó de la universidad. He llegado a pensar que le preocupaba que cayera en las garras de los asesinos y vendedores de cadáveres Burke y Hare.
FitzRoy rió. Darwin prosiguió con su historia; ahora parecía totalmente lanzado.
—Jameson era un orador nefasto, pero creo que estará de acuerdo con los principios que gobernaban su filosofía, como lo estaba yo. Cree que el objetivo de la ciencia es demostrar la ley natural de Dios, obtener una visión minuciosa de la creación animal que proporcione pruebas y ejemplos de la sabiduría y el poder del Supremo Hacedor. Piensa que la naturaleza está gobernada por leyes establecidas por Dios, leyes que son difíciles de distinguir o aprehender en términos matemáticos, y que comprenderlas constituye el propósito más elevado de la filosofía natural.
—¡Pero si ése es precisamente uno de los objetivos de mi viaje, señor Darwin, lograr que avancen esos conocimientos todo lo que podamos! Pero cuénteme, ¿qué hizo usted cuando abandonó Edimburgo?
—Mi padre me inscribió en el Christ’s College de Cambridge, con la intención de convertirme en clérigo. ¡Pero la teología es un saber muy vasto, capitán FitzRoy! Estudié la teología natural de Paley. ¿Conoce usted a William Paley? Pensaba que el Creador diseñó el universo como un relojero crearía un reloj. Le confieso que encontré su lógica irresistible. El resto del tiempo lo pasé cazando o recogiendo escarabajos con mi primo Fox. Descubrimos algunas nuevas especies en los campos de las afueras de Cambridge. Todos se incluyen en la obra Imágenes de insectos británicos, de Stephens. Le aseguro, señor, que ningún poeta puede haber sentido mayor gozo al ver su primer poema publicado que el que yo sentí al leer las palabras mágicas: «Descubierto por el señor don Ch. Darwin». Un día, al levantar un trozo de corteza, encontré tres nuevas especies de escarabajo. Tomé uno en cada mano y el tercero me lo metí en la boca. Por desgracia, éste soltó un líquido ácido que me quemó la lengua. No tuve más remedio que escupirlo, y con el susto se me perdieron los tres.
FitzRoy rió a carcajadas.
—¡Vaya por Dios! He tenido la oportunidad de probar comidas poco habituales, señor Darwin, pero nunca he catado nada parecido.
—Constituimos un club en Cambridge, el Club de los Comilones, con el único propósito de comer carne extraña. Probamos carne de halcón y de avetoro, y hasta una vieja lechuza parda llena de nervios, que tenía un sabor repugnante. Todo ello regado por un buen burdeos y sin dejar de jugar al veintiuno. Nos comíamos cualquier cosa que cazáramos. Disecaba los animales yo mismo y los repartía entre las habitaciones de Fox y las mías. En Edimburgo me había enseñado a disecar un criado de color.
—Querido señor Darwin, ¿me disculpa un momento?
FitzRoy salió y se quedó inmóvil en el pasillo, apoyando la espalda contra la pared, sumido en sus reflexiones. La verdad es que Darwin no respondía al tipo de persona que había imaginado para llevarse a un viaje alrededor del mundo. Hablando desde un punto de vista frenológico, la nariz aplastada delataba una energía y una determinación insuficientes. Pero el desbordante entusiasmo, la mente ágil y los estudios en teología natural habían acabado combinándose para convencerlo. Además, el joven lo había hecho reír, por primera vez, desde la muerte de Boat Memory. Las noticias de la pérdida del Thetis, que se había hundido con toda su tripulación en cabo Frío, lo habían abatido aún más. ¡Allí se ahogaron muchos de sus amigos! Hamond, Purkis, De Courcy, incluso el capitán Bingham, el indeciso, quisquilloso y bienintencionado capitán Bingham, que lo cuidó personalmente cuando cayó enfermo de cólera. De toda la tripulación de entonces, sólo se habían salvado FitzRoy, Murray y Sulivan, debido a que habían pasado al Beagle tiempo atrás. Todos los demás estaban muertos. Ése era el destino del marino. Y ahora Dios enviaba a ese joven ridículo para levantarle la moral. No lo pensó más, dio media vuelta y regresó al despacho.
—Parece que es usted un hombre de suerte, señor Darwin. Acabo de recibir noticias de mi amigo Chester. Me ha enviado una nota para informarme de que lo han elegido para un cargo en la administración, y no podrá embarcarse.
—Pero… pero eso es maravilloso —tartamudeó Darwin—. ¿Está… está seguro?
—Segurísimo. Pero me gustaría que supiera que la aceptación de mi oferta entraña ciertas condiciones. El viaje durará al menos dos años. No puedo garantizarle que visitemos todos los lugares que se especifican en el itinerario. Debo dejarle claro que no dispondrá de mucho espacio para uso propio. En el Beagle viajarán más de setenta almas, de ahí que el espacio sea un bien escaso. Viviremos pobremente; como compañero mío, no tendrá vino y las comidas serán frugales. Y lo más importante de todo: quiero el camarote para mí solo. Si no, es probable que acabemos mandándonos al infierno mutuamente. «Espero que me libre del infierno —pensó FitzRoy—. Pero si no puede, y la bestia vuelve por mí, no quiero que nadie me vea sucumbir en esa batalla. Y menos usted. Ni usted ni nadie».
—Lo entiendo, capitán FitzRoy. Mientras tenga la libertad de hacer las excursiones a tierra que necesite… he leído a Humboldt, su viaje a los trópicos, ¿sabe?, y tengo muchas ganas de explorar… todo lo que usted me dice será de mi agrado. Si es usted capaz de soportarme, entonces acepto la oferta encantado.
—Estupendo. Diré que lo incluyan en los libros de provisiones del barco. He arreglado este asunto con el Almirantazgo por adelantado.
—Mi querido FitzRoy, insisto en que debería pagar la parte que me corresponde de los gastos de su mesa. Mi padre es un hombre rico, y ha hecho una considerable fortuna de fondos y rentas vitalicias; además, la generosidad es una de sus virtudes. Le aseguro que para mí no resulta ningún problema pagar mi parte —afirmó, mientras le acudía a la cabeza la terrible imagen del doctor Darwin en su estudio en penumbra, pero decidió enfrentarse a ese obstáculo más adelante.
—Querido Darwin, mientras usted se sienta cómodo respecto a sus propias condiciones, conviviremos felizmente. Estoy seguro de que nos entenderemos bien. Dígame, ¿es usted afín al partido liberal?
—Lo he sido siempre, y me siento orgulloso de ello, señor. Mi tío es diputado whig por Shropshire.
—Si es así, va a convivir con un conservador empedernido, procedente de una familia donde abundan los parlamentarios torys. De modo que le sugiero que evitemos entrar en el tema de la política.
—Como dicen mis amigos, ¿cómo puede uno estar en compañía de torys y no volverse uno de ellos?
FitzRoy rió.
—Sus amigos también le habrán dicho que un capitán de barco es el ser más desalmado de la faz de la tierra. No sé cómo podré disuadirlo de esa idea, pero espero que me dé una oportunidad para desmentirla.
Darwin también rió, y en ese momento se dio cuenta de que estaba encantado con los perfectos modales del capitán, su carácter comprensivo y su serena autoridad.
—A propósito, señor Darwin, ¿cree usted en la frenología?
—Por supuesto.
—Entonces debo confesarle que, cuando ha entrado en el despacho, he pensado que por la forma de su frente y su nariz no sería usted la compañía adecuada en una larga travesía. Ahora no puedo sino admitir, señor, que su nariz mentía.
Los dos jóvenes se echaron para atrás en sus asientos y estallaron en carcajadas.
—¡Que me ahorquen si creen que voy a pagar sesenta guineas por unas pistolas!
Darwin no daba crédito a sus ojos.
FitzRoy no tenía programadas más entrevistas para ese día, y estaba tan entusiasmado con las conversaciones eruditas en que iba a enfrascarse con su nuevo amigo, que deseaba comenzarlas cuanto antes; así, había arrastrado a Darwin de compras esa misma tarde. Generalmente, el West End habría estado desierto en esa época del año, pero el desfile para celebrar la coronación de Guillermo IV estaba previsto para dentro de tres días: las aceras se veían engalanadas con banderas, había pequeñas luces de gas decorativas por todas partes, así como coronas y anclas ornamentales, y las calles estaban atestadas de calesas, faetones y carruajes de todas las formas y tamaños. La calesa de FitzRoy había avanzado a paso lento entre las brillantes columnatas de Regent Street y finalmente depositó a los dos jóvenes en los peldaños de la armería Collier’s, en el número 45 del Strand. Era, según señaló FitzRoy, la armería más cara de Londres, y sin duda también la mejor.
—Puede que el señor Collier sea americano, pero, caramba, hay que reconocer que conoce bien su trabajo —exclamó examinando un rifle Brunswick a la luz procedente de la ventana—. ¿Lo ve? La bala tiene un aro en relieve. Éste se acopla a una ranura en espiral dentro del cañón, que hace que gire.
—Mi querido capitán FitzRoy…
—Llámeme FitzRoy a secas, por favor.
—Mi querido FitzRoy, estos rifles cuestan doscientas guineas cada uno.
—Estoy a favor del ahorro, Darwin, excepto en un punto: aquel donde la vida de uno o de un miembro de la tripulación se ponga en peligro. Además, me parece que las filigranas de plata nunca son baratas.
Una vez más, la imagen morada y descomunal de su padre se deslizó en sus pensamientos.
—Bien, supongo que puedo pagar sesenta guineas por esas pistolas —reconoció Darwin al fin, tratando de convencerse de que esa costosa compra sería justificada en The Mount como una medida de seguridad—. Son armas sólidas y de buena calidad; con cañón doble y un resorte para la bayoneta. Pondrán a los indígenas en su sitio. No me extrañaría que tuviéramos que luchar contra esos malditos caníbales cada dos por tres, ¿verdad? ¡Daría lo que fuera por disparar al rey de las islas Caníbales!
A pesar del entusiasmo que mostraba Darwin por las cuestiones intelectuales, sus maneras tenían un aire juvenil que a FitzRoy le recordaban al guardiamarina King.
—Por cierto, Darwin, tengo que presentarle a unos amigos caníbales. Es decir, ahora ya no lo son, claro. Son personas encantadoras, al menos dos de los tres. Por el momento viven en Walthamstow, pero pronto los acompañaremos a Tierra del Fuego, su lugar de nacimiento. Estoy seguro de que estarán encantados de conocerlo. Si quiere —añadió con malicia—, los invitaré a cenar con nosotros. Puedo asegurarle que sus modales son impecables. Aunque siempre puede llevar consigo sus nuevas pistolas, para estar más tranquilo.
Tres días más tarde, Darwin y FitzRoy compraron caramelos en Dutton’s, pagaron dos guineas por ocupar sendos asientos en la fila delantera del desfile de la coronación, y se dejaron arrastrar como niños por el fervor patriótico. Desde su privilegiada posición podían ver la mansión del duque de Northumberland, que mientras anochecía se iluminó como el palacio de un príncipe oriental.
—Estuve en Londres cuando se propuso la ley de reforma, y la iluminación de hoy es mucho más imponente —se maravilló Darwin.
—Un argumento más a favor del éxito de la resistencia de los lores a la reforma.
—Bueno, está claro que esta vez el duque lo ha conseguido. Las llamas de gas de las ventanas son de lo más luminosas.
—Y qué me dice de los miembros del regimiento de caballería, ¿no estaban especialmente impresionantes esta tarde? —exclamó FitzRoy—. Son muy altos. Dicen que miden más de un metro ochenta.
Darwin sonrió.
—Pues aún me quedan esperanzas de encontrar otra profesión. Cuando la multitud se ha abalanzado sobre la calzada, he creído que el capitán que montaba el caballo negro mataría a unas veinte personas por lo menos. Cualquiera pensaría que el gentío estaba hecho de una materia esponjosa, al verlo retroceder de esa manera.
—Nunca he visto a tantos seres humanos en un solo lugar. Incluso ahora, es como estar en un hipódromo.
La muchedumbre reunida para ver los fuegos artificiales parecía incluso más densa que la que había asistido al desfile durante el día desde ambos lados de la calle.
—Uno se pregunta qué deben de pensar los pobres londinenses de tanta pompa y aparato. No me malinterprete, no tengo nada que ver con esos radicales, pero con todos esos disturbios, ahorcamientos y deportaciones de convictos que ha habido en los últimos tiempos, no creo que los ánimos cambien gracias a semejante despliegue de medios. Incluso usted, FitzRoy, como tory que es, deberá estar de acuerdo conmigo en ese asunto. Vivir de pan y café y luego tener que ver a un bufón enjoyado como el tipo de antes que escoltaba los emblemas reales… ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
—Era el duque de Grafton.
—El duque de Grafton —continuó Darwin—. Debe de provocar indignación a la muchedumbre. ¿No cree? —Arrebolado por el entusiasmo, parecía un estudiante.
—En ese caso, mi querido Darwin, estoy de acuerdo con usted —replicó FitzRoy con gravedad—. Pero no como tory.
—¿En serio? ¿Entonces por qué?
—Estoy de acuerdo con usted porque lo conozco personalmente. El duque de Grafton es tío mío.
La cara de Darwin se convirtió en una mueca de horror. Por el contrario, FitzRoy tenía una expresión ausente. El joven hizo un esfuerzo para tartamudear una disculpa.
—Mi… mi querido FitzRoy, le ruego… le suplico encarecidamente que me perdone. Me he comportado como un absoluto canalla. Mi conducta es inexcusable, totalmente imperdonable. Le ruego que acepte mis sinceras disculpas. La verdad es que no sé…
FitzRoy no pudo mantener el rostro imperturbable más tiempo. Echó la cabeza para atrás y prorrumpió en carcajadas, gozando de la sensación de divertirse por primera vez en meses.
El capitán Francis Beaufort, distinguido hidrógrafo de la Marina de Su Majestad, avanzó cojeando dificultosamente sobre la alfombra turca hasta su asiento. Tenía el fémur destrozado justo debajo de la cadera desde que, en 1812, unos piratas le dispararon una bala de mosquete en el Mediterráneo oriental; sin duda fue un suceso catastrófico, pero a la vez inauguró la carrera naval más distinguida que jamás se había desarrollado detrás de un escritorio. Inquieto y dotado de una gran energía mental, si no corporal, Beaufort ocultaba su invalidez sentado a su sólida mesa de caoba, en el centro de su imperio. Por ser ambos marinos «científicos», FitzRoy sentía un gran respeto por él.
—Le agradezco profundamente, señor, que me haya encontrado a un acompañante tan adecuado. El señor Darwin es joven, a veces de un modo exagerado, pero dos años en el mar lo madurarán y pulirán sus defectos. Estoy encantado con la perspectiva de disfrutar de su compañía.
—Pues cuando oiga lo que tengo que decirle, quizá no me lo agradezca tanto. —Beaufort, que solía hablar con la voz melosa de los irlandeses, sonó inesperadamente brusco y torpe.
—Si es por el asunto de los cronómetros, señor, debe saber que la junta del Almirantazgo ya me ha escrito para explicarme las razones que les llevan a entregarme sólo cinco instrumentos. Me aseguraré de que devuelvan los otros cuatro al almacén inmediatamente. Mientras tanto, me he tomado la libertad, señor, de comprar de mi bolsillo seis cronómetros más, por un total de trescientas libras. Creo que para conseguir una absoluta exactitud de observación, uno nunca tiene bastantes…
Beaufort le hizo una señal para que se callara. Cuando habló, su tono era triste.
—No saldrán.
—¿Perdón, señor?
—He dicho que no zarparán. Por razones de economía, el Almirantazgo ha decidido que con el anterior viaje de reconocimiento que llevaron a cabo el capitán King y usted «basta totalmente para compilar las cartas de navegación de primera categoría de Tierra del Fuego y las aguas colindantes».
Aturdido, FitzRoy hizo un esfuerzo para aclararse las ideas. Sentía como si se estuviera ahogando.
—Con el debido respeto, señor, eso es totalmente falso. El Almirantazgo no parece consciente de que la expedición anterior apenas rasgó la superficie.
—A mí no tiene por qué convencerme, FitzRoy. Ya he defendido su caso, y ha sido en vano. La decisión del Almirantazgo es irrevocable. Su intención es no llevar adelante más reconocimientos de la costa sudamericana en el futuro.
—Pero… pero ha de haber otra manera. Tengo parientes. Lord Londonderry. El duque de Grafton.
—Ése es un camino sembrado de peligros, FitzRoy, y le aconsejo vivamente que no lo siga. Puede que en esta ocasión consiga salirse con la suya y realizar el viaje, pero se creará enemigos peligrosos que no le perdonarán que les haya pasado por encima. Esperarán el momento oportuno para tomarse la revancha, créame. Y los tories ya no están en el poder.
—Lo sé, señor. Pero di mi palabra a los tres fueguinos de que los acompañaría a su tierra lo antes posible. No puedo desdecirme de mi promesa.
—¿Su palabra, FitzRoy? Su reputación no se verá manchada si le es imposible cumplir con sus obligaciones para con tres indígenas. Estos pueden quedarse aquí tranquilamente, y estoy seguro de que su existencia será preferible a como era antes. Pueden entrar en el servicio doméstico o algo así. Tengo entendido que comprenden el idioma bastante bien.
—Señor, he dado mi palabra como caballero de que serán educados como caballeros, y dama, y serán devueltos a su país de nacimiento.
—Bien, entonces mucho me temo, FitzRoy, que a menos que pague usted el viaje de su bolsillo, ésa será una promesa que no podrá cumplir.
—En ese caso, señor, le pido un año de licencia.
—¿Perdón, FitzRoy?
—Que le pido, señor, que me sea permitido ausentarme un año de la Marina real.