Plymouth
13 de octubre de 1830
—Deben casarse cuanto antes.
—¿Casarse? ¿Cómo va a casarse esa niña, señor? Ni siquiera ha cumplido trece años.
—Quiero decir que habrían de prometerse. Al menos deberíamos publicar las amonestaciones en Plymouth, u obtener una licencia de matrimonio en Doctors’ Commons, el colegio de abogados eclesiásticos, en cuanto lleguemos a Londres.
El asunto entre York y Fuegia seguía contrariando a FitzRoy. Como tutor legal de la chiquilla —pues desde que había recibido la respuesta del Almirantazgo no era otra cosa—, él era responsable de su bienestar. No podía permitir, de ninguna manera, que la relación de la niña con York Minster continuara como hasta entonces. Pero separar a los dos fueguinos seguramente frustraría los objetivos que se había propuesto, aparte de que podía acarrearle un interesante reto físico, dada la fuerza descomunal de York. La única solución residía en legitimar su unión; eso pensaba FitzRoy. Le habría gustado mucho contar con alguna orientación espiritual en ese asunto, pero como un barco pequeño no solía tener capellán, la única autoridad espiritual en el Beagle era él. A falta de sacerdote, hubo de recurrir a los consejos totalmente inadecuados de Wilson, el cirujano, cuya reacción a sus inquietudes fue, como era de esperar, despectiva.
—Esas personas, señor, si así pueden llamarse, ocupan el último peldaño en la escala de la creación. Semejante comportamiento es previsible en los niveles ínfimos de la sociedad. Si se da un paseo en carruaje por Haymarket, podrá ver cómo niñas de clase baja, no mayores de ocho o nueve años, se ofrecen al mejor postor. Cuando las hambrunas asolaron Kent, Sussex y Hampshire, los granjeros pobres vendían a sus hijas en los mercados; he oído decir que algunos las llevaban cogidas con cabestros, como si fueran vacas. Estos salvajes están todavía más abajo, apenas a un paso de los animales. Está en su naturaleza comportarse de ese modo.
—Señor Wilson, he dado mi palabra de que contribuiría a elevar a estas personas desde su innoble condición, y a proporcionarles las ventajas de la sociedad civilizada. Ése es el propósito de su estancia en Inglaterra. Si la niña tiene una criatura mientras se halla a mi cargo, habré fracasado en mi deber incluso antes de que la visita de los fueguinos haya empezado.
—Pero si están prometidos, señor, ¿cómo pueden siquiera saberlo? Una no es más que una niña, el otro se mantiene en silencio como si fuera bobo.
—Haría bien en no subestimar la inteligencia de la pareja, señor Wilson. York Minster puede ser un ejemplar de la humanidad desagradable en muchos aspectos, pero la estupidez no es uno de sus defectos. Fuegia, a su vez, posee una mente avispada. Voy a hacerle una propuesta a York, y a Fuegia, durante la comida.
—¿Durante la comida, señor?
—Durante la comida, señor Wilson. Tengo la intención de invitarlos a todos a comer, en caso de que puedan apretujarse en mi camarote. No será una comida muy copiosa, pues sólo contamos con galletas secas y carne salada de cerdo y caballo, pero le pedí al cocinero que guardara las últimas latas de sopa Donkin’s y de verdura en conserva. Si después de todo no hay compromiso, al menos podemos enseñarles los modales en la mesa.
Los fueguinos entraron en fila en el camarote de FitzRoy justo después del mediodía; su natural forma de andar en cuclillas resultó un atributo útil en el cubículo de techo bajo. En sus caras se pintó la sospecha que les provocaba la visión de la mantelería y la cristalería, incluso más que cuando se enfrentaron a la bandeja de instrumentos quirúrgicos del doctor Figueira. Ya se habían acostumbrado a las comidas bajo cubierta, donde se empleaban las manos y un cuchillo, y se bebía de un cuenco sorbiendo ruidosamente; ahora se exhibía una verdadera pista de obstáculos sobre el mantel. El timonel Bennet —a quien FitzRoy también había invitado, ya que de algún modo se había convertido en una especie de niñera extraoficial de los fueguinos— entró con ellos, encorvando su cuerpo fornido en el minúsculo camarote, y condujo alegremente a sus protegidos a los asientos. El camarero de FitzRoy fue la séptima persona que trató de introducirse en el diminuto habitáculo, en un desesperado intento de servir agua en los vasos de los comensales, pero como lección de etiqueta, la sesión empezó con mal pie: la falta de espacio lo obligó a quedarse en la puerta y extender el brazo por encima de la cabeza de aquellos que se hallaban más cerca de él.
Apenas hubo servido el agua en la copa de York Minster, éste la agarró y se bebió su contenido de un trago.
—York —dijo FitzRoy con tacto—, hoy me gustaría enseñarte cómo debes comportarte en una comida en Inglaterra. Se considera un signo de buena educación que, antes de empezar, esperemos a que todo el mundo tenga la comida y la bebida delante.
York no dijo nada, simplemente se inclinó hacia el candelabro apagado del centro de la mesa y olisqueó las velas.
—Son velas —explicó FitzRoy—. Su pequeña llama proporciona luz. En una comida de sociedad en Inglaterra, son de cera de abeja. En una comida más sencilla, o aquí, en un barco de la Marina, son de sebo de buey.
York olisqueó una vez más las velas, colocadas en los torcidos candelabros de plata, y de repente las cogió y se las comió, metiéndoselas a la vez en su enorme boca. FitzRoy suspiró. Prometía ser una tarde larga.
Mientras, Jemmy levantaba uno a uno todos los cubiertos de plata y los miraba a la luz de la claraboya con una expresión maravillada.
—Bonitos. Muchos cuchillos bonitos.
Bennet, que estaba a punto de instruir al muchacho, se detuvo. Sólo había comido una vez con un oficial superior, cuando era un muchacho; el día que el almirante Bartlett invitó a todos sus subalternos a comer a bordo del Persephone. Recordaba que fue una experiencia aterradora, y de un silencio penoso: los oficiales tenían estrictamente prohibido abordar cualquier tema de conversación hasta que el capitán no hubiera sugerido alguno. Afortunadamente FitzRoy se dio cuenta de su vacilación y le hizo una señal con la cabeza para que hablara.
—La cuchara de fuera es para el plato de sopa, Jemmy. El tenedor y el cuchillo de dentro son para el segundo plato. Con cada plato se utilizan los dos cubiertos siguientes. Finalmente, la cucharilla y el tenedor para el postre se encuentran en la parte superior del servicio de cada comensal.
—Cuando Jemmy sea hombre rico en Inglaterra, tendrá muchos platos y muchos cubiertos. —Los ojos de Jemmy brillaron de entusiasmo ante la idea, y mostró los dientes con satisfacción—. Muchos cuchillos bonitos.
—Cuando un hombre y una mujer se casan en Inglaterra, se les obsequia con regalos para el hogar. Es así como la mayoría de las personas consiguen la cubertería, la mantelería y la vajilla. —FitzRoy fue señalando los tres artículos uno por uno.
—Por favor, capitán FitzRoy, ¿qué quiere decir se casan? —preguntó Boat.
—Cuando un hombre y una mujer se unen ante los ojos de Dios, «se casan» —contestó, y enseguida fue al grano—: Creo que cuando lleguemos a Inglaterra, York y Fuegia deben casarse.
—Por favor, capitán FitzRoy, York y Fuegia ya están unidos.
—Yo creo York y Fuegia deben casarse —chilló Fuegia.
—Están unidos, es cierto, Boat, pero su unión todavía no ha sido bendecida por Dios.
—Dios llega tarde —protestó Jemmy—. York y Fuegia están unidos desde hace meses.
El camarero empezó a repartir cucharones de sopa Donkin s, un caldo claro, verde y maloliente, entre los invitados. York inclinó la cabeza hacia el vapor y olfateó con recelo.
—Recordad, hay que usar la cuchara de fuera —dijo Bennet amablemente.
York le lanzó una despreciativa mirada de soslayo, metió la cara en el caliente brebaje y empezó a sorber de forma ruidosa. Mientras tanto, Jemmy se llevó a los labios una cucharada del caldo verde chillón; agarraba la cuchara de un modo torpe, pero el movimiento era sorprendentemente elegante.
—York es tipo brusco, tipo muy brusco —observó Jemmy, levantando la nariz con afectación.
York alzó la cara chorreante de sopa verde y lo hizo callar de una mirada.
—¿En tu país no os casáis, Boat? —preguntó FitzRoy rápidamente—. ¿Dos familias que se unen y celebran una fiesta?
—Oh, sí, capitán FitzRoy. Cuando un hombre llega a la edad de cazar y una mujer llega a la edad de tener hijos. La familia de la chica la vende a la familia del joven. Pero mi gente no entiende de bendiciones de Dios. No es casarse de verdad como los ingleses.
—Yo creo York y Fuegia deben casarse —chilló Fuegia otra vez.
—Tenemos una gran celebrar, capitán FitzRoy. Dura para muchos días. Matamos foca. Todos vienen de muchas partes. Todos celebran: gente joven, gente vieja.
En ese instante a FitzRoy le acudió algo a la memoria.
—Hace tiempo que quiero preguntarte una cosa, Boat. Cuando hablas de gente vieja, ¿a qué te refieres? Yo no vi en Tierra del Fuego ni hombres ni mujeres con el pelo blanco.
—En mi país hay gente vieja, capitán señor. —Boat parecía triste.
—Pero no mucha. En un año y medio yo no vi a nadie.
—No los buscó bien, capitán.
FitzRoy notó algo raro en el ambiente. Boat Memory miraba fijamente el fondo color esmeralda de su plato de sopa.
Jemmy, insensible al momento crítico que se avecinaba, se puso a hablar de forma inconsciente.
—A veces mi gente mucha hambre, en invierno. ¡No comida! —Se masajeó la gran panza con ademanes exagerados para indicar el inimaginable horror de no poder llenarla—. Entonces comemos viejos. Ponemos cabeza en humo, mueren rápido. Mujeres comen brazos, hombres comen piernas. Dejan los restos. A veces los viejos escapan. A veces cazamos y traemos de vuelta. A veces no encontramos; mueren en bosque.
Fuegia soltó una risita.
FitzRoy advirtió que Bennet había soltado la cuchara, y que tenía el rubicundo rostro paralizado de horror. Un solitario hilillo de verde intenso se abría camino resueltamente por su blanca servilleta almidonada. FitzRoy sintió que se le revolvían las tripas ante la revelación que acababa de oír, pero siguió preguntando con una macabra fascinación antropológica.
—Pero, Jemmy, tenéis perros. Si tu gente se muere de hambre, ¿por qué no se come primero los perros?
—Oh, no, capitán FitzRoy —rió Jemmy—. Perritos cazan nutrias. ¡Mujeres viejas no!
Boat Memory seguía mirando el mantel visiblemente sonrojado. Fuegia Basket reprimió otra risita. Una extraña risotada, más parecida a un bufido, ascendió borboteando desde el fondo del plato de sopa de York Minster. Era la primera vez, pensó FitzRoy, que oía reír a York Minster.
El que despuntó por encima de los astilleros reales de Devonport, mientras el Beagle y el Adventure hacían su última singladura, era un día típicamente inglés: gris, monótono y desvaído, y por eso mismo a los marineros, que llevaban cuatro años añorando ese tipo de amanecer inglés, les resultó tanto más acogedor. Allí estaba el familiar centro de la Armada de Su Majestad. Hasta los enormes barcos del puerto de Río de Janeiro habrían parecido insignificantes al lado de los gigantescos buques de guerra que descollaban sobre los muelles de Devonport e incluso sobre la misma población. Pero no se oía martillazo ni golpe alguno, como uno habría esperado en un astillero; no había actividad, ni la mínima señal de vida. Los buques de guerra estaban desiertos, pintados de color amarillo chillón contra los elementos; vergas, mástiles y jarcias desaparejadas. Hacía mucho tiempo que la guerra había concluido. Los titanes que derrotaron a Napoleón y arrebataron al tirano el dominio de toda Europa yacían anclados, silenciosos, pero con orgullo, reducidos a ese estado lamentable por frías razones económicas. El buque de guerra de Su Majestad Bellerophon, héroe de Trafalgar y del Nilo, se bamboleaba, medio podrido y despintado; los estrechos y húmedos alojamientos de las cubiertas inferiores estaban abarrotados de presidiarios a la espera de ser trasladados a Australia. El Beagle y el Adventure se abrieron paso en silencio entre esos gigantes caídos; a su vez, los pensamientos de los hombres cogidos al pasamanos se abrieron paso entre el orgullo, la pena y la simple emoción del regreso. En el embarcadero gris se había reunido un grupo de gente para recibirlos, pues las noticias de su llegada habían viajado rápidamente por la costa desde Falmouth.
Los cuatro fueguinos se unieron a los marineros, ansiosos de echar un vistazo a la tierra de la que tanto habían oído hablar.
—¿Esto es Inglaterra, capitán FitzRoy? —preguntó Boat Memory por tercera vez, como si no pudiera dar crédito a sus ojos.
—Esto es Inglaterra, Boat.
—Diantre, quizá no parezca gran cosa, pero es la vieja Inglaterra, ya lo creo —dijo entusiasmado King, que no veía su patria desde que tenía diez años.
Lo cierto es que no parecía gran cosa. El paisaje llano de tonos verde grisáceos, la pequeña localidad, carente de interés y envuelta en nubes de humo, que a rachas se interrumpía en la orilla este del río, la avenida amplia y desértica pavimentada de mármol que se extendía, blanca y desolada, desde las verjas del astillero; nada de todo eso podía compararse con las vistas panorámicas y los estrechos que la tripulación del Beagle había contemplado los últimos cuatro años. Pero estaban en casa, y el grupo de admiradores que atestaba los muelles se hallaba formado por amigos y familiares.
—He soñado con este día —suspiró Boat Memory, y miró a FitzRoy con ojos llorosos.
—Jemmy también ha soñado con este día —dijo Jemmy, en el tono más convincente que pudo emplear, aunque la verdad es que aquello no se correspondía con la Inglaterra dorada y resplandeciente de su imaginación.
De repente, el silencio se rompió por un estruendo ensordecedor, como un monstruoso eructo, que tomó a todo el mundo por sorpresa. Los fueguinos fueron los primeros en reaccionar, su instinto de supervivencia despertó: Boat, Jemmy y Fuegia buscaron cobijo precipitadamente; mientras se metía hecha un ovillo en un rollo de cuerda, la niña gimoteaba de terror. York, que se mostraba indeciso entre escapar o enfrentarse al peligro, al final se agachó y se echó al hombro una enorme percha que dos miembros de la tripulación a la vez habrían tenido problemas para levantar. Blandiendo el tronco como si se tratara de una lanza descomunal, se mantuvo de pie, con los orificios nasales dilatados, las mejillas sonrojadas, las piernas bien abiertas, preparado para plantar cara a su adversario.
—Santo Dios —exclamó Kempe, asombrado ante tamaña proeza física.
—Es una verdadera fiera —dijo Stokes.
—No es más que un barco de vapor, York —explicó FitzRoy con voz tranquilizadora—. Un barco de vapor. Un barco con un motor que funciona a vapor.
York, que no parecía muy seguro de si debía confiar en FitzRoy o no, siguió rígido e inmóvil, un ejemplar en perfecta forma física listo para enfrentarse a su enemigo en combate mortal. Pero el barco de vapor pasó sin inmutarse en sentido contrario, mientras sus grandes ruedas de paletas golpeteaban el agua cansinamente, y sus dos chimeneas eructaban un humo mugriento.
—Han presenciado el futuro y no les gusta nada —se burló King.
—¿Ha visto una locomotora alguna vez, guardiamarina King?
—No, señor —respondió mirándose los pies.
—¿La ha visto humear como un molino harinero? ¿Ha oído el estruendo que produce, como una herrería? Cuando la vea pasar a su lado sacando humo por la chimenea, entonces me parece a mí que podrá entender en qué consiste ver el primer barco de vapor de su vida.
—Sí, señor —murmuró King con voz sumisa.
No era difícil distinguir a Sulivan entre la muchedumbre, ante todo porque descollaba sobre la mayoría de la gente. FitzRoy tuvo que pellizcarse para relacionar a ese gigante con el esbelto guardiamarina de dieciocho años que se despidió de él de un modo tan emotivo dos años atrás. Y, además, claro, llevaba el blanco y llamativo galón en la manga que indicaba que ahora era el teniente Sulivan. Los dos hombres se abrieron paso entre la multitud y se dieron un apretón de manos tan enérgico y vigoroso que pareció que iban a hacerse daño.
—Querido Sulivan, querido teniente Sulivan.
—Es maravilloso verlo sano y salvo, señor, y sin que el Beagle haya sufrido un rasguño. Oh, pero qué descortesía por mi parte. Señorita Young, ¿me permite el honor de presentarle al capitán FitzRoy, del Beagle? Capitán, le presento a la señorita Young de Barton End, y a su acompañante, la señorita Tregarron.
FitzRoy advirtió la presencia de las dos jóvenes damas, que esperaban al lado de Sulivan cogidas del brazo, e inmediatamente se quitó la gorra.
—El honor es sólo mío, señoritas.
—¿Nos acompaña, capitán?
—Me encantaría, señorita Young. ¿Me considerarían un atrevido si les preguntara sus nombres de pila?
—Claro que no. Yo me llamo Sophia. Y el nombre de pila de la señorita Tregarron es Arabella.
—La señorita Young y su acompañante no tienen mal aspecto esta mañana, ¿verdad? —Sulivan sonrió, aunque el embeleso con que pronunció las palabras «señorita Young» no dejó dudas de hacia quién iba dirigido el cumplido.
—Tras cuatro años en el mar, mi regreso a casa ha sido bendecido doblemente al verme en presencia de una compañía tan deliciosa.
Las dos mujeres se ruborizaron de un modo encantador.
Como una pareja de pavos reales a juego, iban ataviadas con vestidos idénticos de seda azul turquesa ribeteada de encaje inglés; la cintura ceñida como dictaba la moda, los contornos de la cadera y las piernas ocultos bajo un recatado conjunto de enaguas. La señorita Tregarron, la carabina, se bajó el ala del sombrero y retrocedió un paso discretamente hacia la multitud. La señorita Young, de rostro redondeado y fresco y con la hermosura propia de la juventud, siguió contemplando a Sulivan con visible adoración. También FitzRoy levantó la mirada hacia su antiguo guardiamarina, que había crecido más de siete centímetros.
—La última vez que vi al señor Sulivan no era más que un guardiamarina, y un niño. Ahora se ha convertido en un hombre muy bien plantado.
—Mide un metro ochenta —dijo rebosante de orgullo la joven, tan cerca de su pretendiente que casi se tocaban—. Pero me temo, capitán, que el señor Sulivan se está mostrando excesivamente modesto esta mañana. ¿No va a contarle al capitán los extraordinarios logros que obtuvo en el examen para teniente?
Sulivan se sonrojó.
—Saqué matrícula de honor —admitió.
—Es la segunda persona en la historia de la Marina británica en obtener esa calificación —dijo la señorita Young, tan rebosante de afecto que parecía que fuera a explotar—. Después de usted, por supuesto, capitán FitzRoy.
—¡Qué noticias más estupendas!
FitzRoy se habría echado a los brazos de Sulivan y lo habría estrechado contra su pecho en ese mismo momento, si no hubiera considerado que los capitanes navales no abrazaban a los tenientes en medio de un astillero.
—Pero no es sino usted, señor, quien debe llevarse todo el mérito. Todo lo que sé en relación con el gobierno de un barco, señorita Young, todo, repito, lo he aprendido del capitán FitzRoy aquí presente. Fueron muchas las horas en el Thetis, horas que el capitán robó de su tiempo libre, que dedicó a transmitirme sus exhaustivos conocimientos del arte de navegar: desde abroquelar a tensar cabos, desde nudos de obenques franceses hasta orillos.
—El señor Sulivan habla de usted continuamente, capitán, y en los términos más elogiosos.
—El señor Sulivan habla continuamente, señorita Young, pero no siempre con exactitud. Todo lo que ha conseguido, lo ha conseguido gracias a su duro trabajo y a su inteligencia. No admitiré un ápice de mérito. ¿Ya tiene barco, señor Sulivan?
—Aún no.
—Pues entonces habremos de emplear toda nuestra influencia para remediar esa falta. Al menos con matrícula de honor es de suponer que no ocupará un lugar inferior en la lista de oficiales.
—¡Menos mal! Claro que yo no tengo título nobiliario, y dicen que quienes no lo tienen han de esperar diez años para que les den un camarote —repuso. FitzRoy sonrió, y Sulivan se sonrojó al reparar en lo que acababa de afirmar. Sería difícil encontrar un título nobiliario más útil que el de FitzRoy. Tartamudeó—: Quiero decir que mi padre debe alimentar a una familia numerosa, así que para él fue una gran cosa conseguirme una educación tan buena sin gastarse un centavo.
—Por favor, les ruego que me disculpen. —La señorita Young los interrumpió mientras miraba con ojos asombrados el Beagle—. ¿Es una niña lo que veo en la cubierta de su barco?
FitzRoy se giró, justo a tiempo de ver a Fuegia ocultándose detrás del palo de mesana con una sonrisa traviesa. Estaba jugando al escondite con él.
—En efecto, lo es —rió—. Ésa es Fuegia Basket. Suban a bordo y se la presentaré. —Y a continuación les contó la historia de los cuatro fueguinos—. Tengo la intención —concluyó mientras Sulivan ayudaba a la señorita Young a subir por la escala de los alojamientos— de proporcionarles una educación cristiana en este país antes de devolverlos al suyo, para que su nación pueda sacar provecho del estado avanzado de nuestra sociedad.
—¡Es maravilloso, capitán, y qué providencial que el Señor lo haya puesto en nuestras manos hoy! Pues conozco al reverendo Harris, el párroco de Plymstock; de hecho es gran amigo de mi padre. También es el representante local de la Sociedad Misionera de la Iglesia, consagrada a proporcionar educación a los salvajes.
—Entonces tenemos que conseguir una carta de presentación para esta misma tarde, si no tiene usted ningún inconveniente, señor.
—Magnífico, querido Sulivan, eso sería magnífico.
Fuegia llegó corriendo y se lanzó a las faldas color turquesa de Sophia Young.
—¡Bonito vestido! Fuegia quiere bonito vestido como éste. Fuegia es dama bella también.
—¡Pero, capitán FitzRoy, si es encantadora! —exclamó sonriendo la señorita Young, mientras acariciaba las trenzas despeinadas de Fuegia—. Y estoy segura de que ha sido muy afortunada porque el Señor le haya encomendado a usted la custodia de estas infelices criaturas. Cuenta usted con el poder para darles vida, vida eterna, mientras que antes sólo tenían miseria y sufrimiento.
«Eso espero —pensó FitzRoy—. Eso espero».
Los salvajes han sido trasladados a Castle Farm, a las afueras de Plymouth, con objeto de disfrutar de una mayor libertad y aire puro; se dice que están contentos con su actual situación. Tan pronto conozcan bien el idioma y se familiaricen con las costumbres de este país, se les impartirá un curso de formación adaptado a un futuro establecimiento en su país de origen.
FitzRoy soltó el Hampshire Telegraph and Sussex Chronicle presa de la indignación. ¿Cómo demonios había descubierto ese periodista el paradero de los fueguinos? ¿Y cómo se atrevía a comentar si estaban o no estaban contentos, cuando ni siquiera los conocía? El artículo del Morning Post era aún peor.
El Beagle ha traído a Inglaterra a cuatro nativos de Tierra del Fuego, que fueron hechos prisioneros en la época en que el barco estaba reconociendo la costa sudoeste de ese país. El capitán FitzRoy espera que estos indios puedan, a su regreso, mejorar en alguna medida la condición de los salvajes que pueblan el archipiélago fueguino, y que así resulten menos hostiles a los forasteros. En la actualidad representan lo más bajo de la humanidad y, sin duda, practican el canibalismo.
Irritado, FitzRoy tiró el periódico sobre la mesa.
—«Fueron hechos prisioneros», ¿qué quieren decir con que «fueron hechos prisioneros»?
Bennet pensó que sería más prudente guardar silencio. Morrish, el frenólogo, le dirigió a FitzRoy una mirada por debajo de sus pobladas cejas, pero tampoco dijo nada y continuó sacando los instrumentos de su maletín.
—Por favor, ¿qué significa «hechos prisioneros»? —preguntó Boat Memory inquieto.
—Significa que no quieres estar aquí.
—Eso no es verdad. Es un hombre malo, que no dice la verdad. Boat Memory está contento de estar en Inglaterra. Algún día, Inglaterra y mi país serán amigos. Buenos amigos, como Boat Memory y capitán FitzRoy.
—Así es, Boat. Algún día nuestros dos países serán amigos.
Pero ¿cómo habían descubierto tantas cosas esos periodistas? FitzRoy sospechaba del reverendo J. C. Harris, párroco de Plymstock, un clérigo grueso, quisquilloso y adulador, que había intercedido ante la Sociedad Misionera de la Iglesia sin ningún éxito: tras ausentarse dos semanas, el clérigo había regresado con el rostro desconsolado y malas noticias, resumidas en una escueta carta que declaraba que «el Comité no cree que sea competencia de esta Sociedad ocuparse de esos individuos». Al menos remitieron a FitzRoy a la Sociedad Nacional para la Promoción de la Educación de los Pobres en los Principios de la Iglesia Establecida. Se concertó una cita con el secretario de la Sociedad, el reverendo Joseph Wigram, coadjutor de la iglesia de St. James, en Westminster, para cuando el Beagle llegara a Londres al final del viaje. El barco zarparía de Devonport dos días después. En el ínterin, FitzRoy alquiló una casa de campo en Castle Farm para alojar a los fueguinos, con la intención de protegerlos de las miradas de los curiosos y de una gran variedad de enfermedades por la que Plymouth, dada su condición de centro de la actividad naval del país, era famosa. También escribió al primer secretario del Almirantazgo, sir John Croker, solicitando un permiso especial para que Murray y Bennet acompañaran a los fueguinos a tierra. Navegar por el canal de la Mancha hasta el puerto de Londres prescindiendo del capitán y el timonel no iba a suponerles ningún quebranto.
En ese momento los tres oficiales y los cuatro fueguinos se encontraban en el salón de la casa de Castle Farm, contemplando la llovizna que salpicaba los cristales de las pequeñas ventanas empotradas en las gruesas paredes. Los oficiales no estaban acostumbrados a la inactividad. Para matar el tiempo, FitzRoy había contratado a un frenólogo —cosa que llevaba tiempo queriendo hacer— escogiéndolo entre la reducida selección de especialistas que le ofrecía la región de Plymouth. Boat Memory, que iba a convertirse en el objeto del estudio, estaba receloso.
—¿Me dolerá, capitán FitzRoy, como ocurrió con el doctor Figueira y su medicina?
York Minster hizo una mueca despectiva.
—No, Boat, no te dolerá. El doctor Morrish es un frenólogo. Estudia la cabeza humana, como yo estudio el fondo del mar y la costa. Te palpará la cabeza y trazará un mapa de ella. No te hará daño.
—No me encuentro bien, capitán FitzRoy. Boat Memory se encuentra demasiado enfermo para que hagan un mapa de su cabeza.
—Ya te lo he dicho, Boat, no notarás nada, y todo habrá terminado en un par de minutos. Un par de minutos nada más. Y ya estará.
A regañadientes, el fueguino hizo un gesto de asentimiento; mientras, Morrish fue sacando una serie de aparatos de medición de aspecto siniestro, tanto de metal como de madera pulida, y a continuación se puso a calcular la cabeza de Boat desde todos los ángulos habidos y por haber. Seguidamente empezó a tantear con los dedos, palpando suavemente y con habilidad a través de la negra espesura de la melena de Boat.
—La cabeza es insólitamente pequeña en las partes superior y posterior. Un craneólogo encuentra aquí menos bultos que en la cabeza de un hombre civilizado, lo que no deja de ser significativo. La frente está mal formada. Los instintos son grandes y amplios. Los sentimientos, sin embargo, son pequeños, con la excepción de la prudencia y la firmeza. Los órganos intelectuales son pequeños, como podrían hallarse en las razas de color o, por supuesto, en los franceses e irlandeses.
Morrish hizo una pausa mientras Boat se agachaba para rascarse el tobillo.
—Por favor, capitán FitzRoy, no lo entiendo.
—La frenología es la ciencia del cerebro, Boat. La forma del cráneo, lo que es el hueso, se corresponde con la forma del cerebro por dentro. Los especialistas han identificado treinta y cinco áreas en el cerebro, y cada una de ellas puede leerse desde fuera. —Intentó emplear un tono tranquilizador, pero en su fuero interno sentía irritación por esos doctores en medicina que examinaban a los fueguinos como si se tratara de animales sordos y mudos.
—Aquí encontramos astucia, e indolencia, y fuerza pasiva. Una gran falta de energía, así como un intelecto insuficiente.
—Siempre y cuando uno tenga fe en la fisiología, doctor Morrish —dijo FitzRoy, sintiéndose obligado a discrepar.
—Oh, la fisonomía del ser humano siempre revelará sus secretos a la mano experta, capitán. No tiene por qué preocuparse; este diagnóstico es el previsible. Los salvajes son completamente distintos de los hombres civilizados, tanto en sus rasgos exteriores como en sus características mentales. Están incapacitados para el progreso.
—Pero, doctor Morrish, no hay duda de que todos los hombres son iguales ante Dios.
—La presencia del órgano de la veneración en todos los hombres, capitán, prueba la existencia de Dios. Pero si todos los hombres fueran iguales, entonces todos los cráneos humanos estarían moldeados del mismo modo. Un salvaje no puede evolucionar y convertirse en un hombre civilizado.
Boat se rascó el tobillo de nuevo.
—¿Soy un salvaje, capitán FitzRoy?
El no supo qué decir.
—¿Soy un salvaje, capitán FitzRoy? —repitió Fuegia como un loro.
—No, Boat, no eres un salvaje.
—Entonces, capitán FitzRoy, un día yo también seré frenólogo.
Morrish alzó las cejas, pero no dijo nada. Jemmy, aburrido, se levantó la punta de la nariz con un dedo y se miró en el espejo.
—Por favor, capitán FitzRoy, Boat se siente enfermo.
—Casi ha terminado, Boat. El doctor acabará de examinarte la cabeza dentro de un momento.
—La cabeza de Boat no se siente enferma. Boat se siente enfermo. Los tobillos de Boat duelen.
—¿Los tobillos, Boat? ¿Qué tienes en los tobillos?
Complaciente, Boat se agachó y se remangó la pernera izquierda. Del susto, Morrish dejó caer el aparato de medición con estrépito, se echó para atrás, y su silla chocó contra la mesa. Durante un instante, FitzRoy pensó que su corazón había dejado de latir y no pudo moverse. Boat tenía una inequívoca erupción de granos rojos en el tobillo. Algunos ya habían empezado a convertirse en pústulas, lo que significaba que en un par de semanas a lo sumo la viruela alcanzaría su estado más avanzado.
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«Si muere, le habré arrebatado la vida del mismo modo que si hubiera permitido a Davis apretar el gatillo. Si sobrevive, lo habré despojado de su belleza y su inocencia».
FitzRoy daba vueltas por la toldilla sumido en amargos pensamientos, mientras sus hombres lo dejaban en paz, pues sabían que era mejor no molestarlo. El aire fresco del canal de la Mancha hinchó las velas del Beagle y sacudió la melena de FitzRoy de un lado a otro con tal violencia que le escocieron las mejillas, pero no pudo librarlo del peso que le atenazaba el estómago.
¿Por qué Boat no había reaccionado a la vacuna como se esperaba? ¿Acaso estaba estropeado todo el lote? ¿O era culpa de ese estúpido de Figueira, que había hecho una chapuza y había sacado demasiada sangre con la lanceta? Y los otros, ¿también se habrían infectado? «Por favor, Dios mío, no permitas que los demás enfermen también».
Había recurrido a la ayuda que el Almirantazgo le había ofrecido semanas atrás —y cómo podría no haberlo hecho, dadas las circunstancias—, disponiéndolo todo para que los fueguinos fueran admitidos en el Real Hospital Naval de Plymouth; allí se los puso en cuarentena y al cuidado del eminente doctor David Dickson y se los instaló en una sala para ellos solos. Había ordenado a Bennet y Murray que se quedaran en Castle Farm para seguir la evolución de Boat. Pensó en los fueguinos, desconcertados y solos en la sala desierta, observando cómo la enfermedad ganaba terreno, contemplando cómo los otrora agradables y simpáticos rasgos de Boat se desfiguraban ante sus ojos de un modo cada vez más espantoso. El lúgubre Real Hospital Naval, que en tiempos de guerra había estado abarrotado de heridos, presumía ahora de albergar pocos pacientes: un caso raro de neumonía y algún que otro marinero que había perdido el juicio a causa de la sífilis. En los pasillos resonaban tan sólo los pasos de médicos y celadores. ¿O quizá en ese momento retumbaban también los gritos de Boat Memory? FitzRoy se estremeció y se arrebujó en su abrigo.
Al llegar a la altura de la isla de Thanet, el Beagle viró hacia el oeste, voltejeando por el estuario del Támesis contra el viento, que había sido favorable hasta ese momento. El tráfico fluvial se hizo más denso cuando las dos orillas del río quedaron a la vista: elegantes fragatas con la tripulación uniformada, oscuras barcazas atestadas de hombres vestidos con guardapolvos sucios de carbón, pequeños esquifes que se escabullían antes de que los grandes navíos los arrollaran; cada cual iba a lo suyo, ajeno por completo al pequeño bergantín que había viajado al fin del mundo y había regresado con una carga poco común. Había barcos mercantes de la compañía de las Islas Orientales cargados de algodón y pimienta, naves con café, ron y azúcar de las Antillas, y otros que transportaban tabaco de Estados Unidos: todos esperaban autorización para traspasar las enormes compuertas de los nuevos astilleros. Allí estaba el sucio y bullicioso centro de la ciudad más grande, moderna y comercial del mundo; se decía que el almacén de tabaco, construido recientemente en Wapping, era el edificio más grande desde la época de las pirámides egipcias. El Beagle se abrió paso a través del bosque invernal que formaban cientos de mástiles desnudos, esquivando bancos y bancos de remos que se movían trabajosamente; a veces el agua se teñía de color lila a causa del vino; a veces de blanco, por la harina. De pronto oyeron un rumor ensordecedor, remotamente familiar, que habían olvidado, y sintieron cómo el hedor omnipresente del arenque rancio y la cerveza suave les penetraba por la nariz.
Atracaron el Beagle en el astillero naval de Woolwich para despedir a la tripulación, desmontar y vaciar la nave; se bajó el gallardete y los marineros se dispersaron para, seguramente, no verse nunca más. «Y después de haber pasado juntos tantos trabajos, nos esparcimos como la paja en el viento», pensó FitzRoy. En Woolwich los estaban esperando y ya tenían destinado un amarradero para el bergantín. El Almirantazgo siempre estaba enterado de los movimientos exactos de todos sus barcos; la precisión mostrada por sus señorías a la hora de recuperar sus naves al final de cada viaje sólo era comparable a la indiferencia con que abandonaban a la tripulación a su suerte. Ése debería haber sido un momento magnífico y emotivo, de cálidas despedidas y fuertes apretones de manos, de promesas de volver a encontrarse con prontitud; un momento en que se ensalzaran las virtudes de los marineros y se perdonaran sus vicios, empalidecidos para siempre por el resplandor sentimental del recuerdo. Pero FitzRoy no podía quitarse de la cabeza al muchacho que luchaba por su vida tendido en un lecho del Real Hospital Naval, aquejado de una extraña enfermedad en una tierra extraña, un joven que había confiado en él, y a quien él, el capitán FitzRoy, había dado su palabra de que se convertiría en un caballero inglés. Oh, por supuesto que hubo apretones de manos; Kempe, King, Stokes, Wilson, el contramaestre Sorrell y todos los demás se acercaron a despedirse de él, pero, inusualmente, nadie dijo nada, y él tampoco habló. Finalmente, una vez que quedó libre de sus responsabilidades en relación con el Beagle, FitzRoy se despidió del barco en silencio y descendió al muelle. Cambió de hora el reloj para ajustar los veinte minutos de diferencia que había entre Plymouth y Londres, e hizo un ademán al cochero que estaba esperándolo; tras vigilar atentamente cómo el hombre cargaba el baúl, se subió al carruaje y partió hacia Londres.
—Me parece, ejem, me parece que podré servirle de ayuda.
El reverendo Joseph Wigram, un joven proclive a ligeros y amanerados titubeos, vació la pipa golpeándola suavemente y la encendió de nuevo. El humo ascendió en espiral, en busca de un hueco por donde escapar del estudio, pero las pesadas cortinas de arretín, que montaban guardia e impedían la entrada de la luz del sol, lo obligaron a dar vueltas agitadamente en torno a la cabeza del clérigo. La verdad es que Wigram era demasiado joven incluso para un puesto de rango indeterminado como la secretaría de la Sociedad Nacional para la Promoción de la Educación de los Pobres en los Principios de la Iglesia Establecida. Sin duda, su nombramiento se debía en gran medida a los buenos oficios de su padre, sir Robert Wigram, de la mansión Walthamstow. Pero el semblante serio del joven y sus obvias ganas de ayudar eran un buen presagio. El clérigo se alisó el pelo por tercera o cuarta vez: era evidente que la presencia de un visitante tan distinguido como el capitán FitzRoy del Beagle lo turbaba. Durante toda la reunión no pudo librarse del aire que tendría un hombre que hubiera llegado tarde a una cita importante.
—Tengo, ejem, el honor de ser miembro del consejo de la escuela de Walthamstow, honor que comparto con el rector del centro, William Wilson. ¿Ha oído hablar de Walthamstow? Es, ejem, un pequeño pueblo situado al nordeste de Londres. Muy agradable. Estoy seguro de que sería posible que, ejem, esos cuatro salvajes ingresaran en nuestra escuela como alumnos internos. En cuanto estén preparados, podrán empezar.
—No sé cómo podré pagarle su amabilidad, reverendo Wigram. Es usted de una generosidad poco habitual. Muchísimas gracias.
—No las merezco, señor, no las merezco. Ante los ojos de Dios todos somos como un solo hombre. Pero debo confesar que nuestra institución es pequeña y posee escasos recursos, y está poco preparada para ofrecer algo más que una formación básica. Estoy seguro de que es usted consciente, señor FitzRoy, de que vivimos tiempos difíciles.
—En las presentes circunstancias, señor Wigram, lo que buscamos es justamente la formación más básica. En primer lugar, desearía que los fueguinos dominaran el inglés y aprendieran las verdades llanas del cristianismo; en segundo lugar, que se familiarizaran con el uso de herramientas comunes, cierto conocimiento de la agricultura, la jardinería y la mecánica; es decir, que accedieran a todos esos conocimientos que, según usted, se hallen a la altura de sus capacidades.
—Desde luego, desde luego. ¿Y puedo, ejem, preguntarle dónde se encuentran en estos momentos?
—Actualmente residen en Plymouth.
FitzRoy hizo una pausa. ¿Debía comunicarle al señor Wigram las terribles circunstancias que atravesaban, el hecho de que uno de los fueguinos —y quizá pronto todos— estaba sumido en un combate desesperado contra la muerte? Su vacilación duró unos instantes. No tenía derecho a ocultar la verdad a nadie, y todavía menos a un clérigo que había respondido a sus súplicas tan generosamente.
—Los indios están ingresados en el Real Hospital Naval. Por desgracia, uno de ellos ha contraído la viruela. Los hice vacunar, pero por lo visto no fue bien. Sin embargo, confío en que se restablecerá pronto.
—Claro, claro. He leído algo de eso en el Morning Post.
FitzRoy se alegró de no haber ocultado la grave situación al joven clérigo. Al parecer, la pregunta del reverendo Wigram había ido con segundas.
—Capitán FitzRoy, debemos esperar que el Señor, en su infinita merced, les perdonará el último castigo por su vil existencia anterior. ¿Me podría informar, ejem, de las edades de los cuatro salvajes?
—El mayor, York Minster —empezó, y al oír ese nombre tan raro, el reverendo Wigram alzó una ceja—, parece tener unos veintiséis años. Boat Memory, ejem, ejem, el enfermo —prosiguió, dándose cuenta de que el tic verbal de Wigram era contagioso—, no tendrá más que unas veinte primaveras. El chico, Jemmy Button, unos dieciséis o diecisiete años, mientras que la niña, Fuegia Basket, me imagino que tendrá unos once o doce.
—Perfecto, perfecto. Estoy seguro de que, ejem, la diferencia de edad no supondrá ningún problema. Después de todo, lo que determina la composición homogénea de cualquier clase es un nivel de habilidad uniforme.
—¿A qué diferencia de edad se refiere, señor Wigram?
—¿Acaso no se lo he dicho ya, capitán FitzRoy? Walthamstow es un colegio de párvulos. La edad de sus alumnos oscila entre cuatro y siete años.
Cuando FitzRoy salió de la rectoría, el sol acababa de rasgar las nubes y lo deslumbró. Descendió por los peldaños de la entrada, atravesó la verja de hierro y caminó hasta Piccadilly, donde, tras dar una propina al palafrenero, se subió a un coche de alquiler en la parada. A juzgar por el blasón desteñido, los asientos cómodos y mullidos y la defectuosa suspensión, el vehículo debía de haber pertenecido a un noble en el pasado. Mientras el carruaje se abría paso a trompicones a través del tráfico londinense, se sintió como un niño impotente zangoloteado en brazos de su niñera. Al llegar al Almirantazgo, donde emprendería la tarea de supervisar las versiones finales de cientos de cartas de navegación y mapas, pagó al cochero y se apeó.
En la escalera del Almirantazgo le pareció ver una silueta familiar esperándolo, pero la extrañeza del contexto lo hizo dudar un momento, al tiempo que trataba de identificarla. En su mente, la visión de ese hombre se asociaba al timón del Beagle, mientras el barco se enfrentaba a una tempestad.
—¿Señor Murray?
Murray no dijo nada, y en un instante FitzRoy sintió toda una serie de emociones sucesivas, que iban desde esperar lo peor hasta creer que los acontecimientos habían concluido de forma satisfactoria. El escocés se limitó a entregarle una carta; su rostro era un lienzo en blanco sobre el cual FitzRoy pintó miles de expresiones imaginarias antes de romper la oblea y desdoblar la hoja de papel.
La carta llevaba la firma del doctor Dickson, del Real Hospital Naval:
Señor mío:
Siento tener que informarle de que Boat Memory ha muerto esta tarde en la fase eruptiva de la viruela. Estaba totalmente cubierto de la erupción, pero las pústulas no evolucionaron hacia su maduración como deberían haber hecho, y como tenía grandes dificultades para respirar, albergué pocas o ninguna esperanza de que se recuperara. Se ha ahorrado mucho sufrimiento (y también a aquellos que lo atendían en su repulsiva enfermedad). En cuanto al chico llamado Button, la apariencia de la vacuna es satisfactoria, y como se ha revacunado a los demás, tengo esperanzas de que se salven de la suerte que ha corrido su paisano.
Lo saluda atentamente,
D. H. Dickson
Al alzar los ojos de la carta, FitzRoy se dio cuenta de que Murray no tenía una mirada vacía; su expresión era la de un hombre a quien habían desgarrado el corazón.