Río de Janeiro
1 de agosto de 1830
El sol se ocultó detrás de las oscuras y elevadas montañas que, al oeste, echaban un brazo protector sobre la ciudad. El mar estaba tranquilo, pero una intensa brisa impulsaba al Beagle, a la estimulante velocidad de trece nudos, hacia la entrada del puerto. Detrás, la estela de espuma resplandecía con una luz centelleante, y ante la proa dos cabrillas lechosas de líquido fosforoso se separaban para dejar paso al barco. Al norte, en el horizonte, se distinguían incesantes relámpagos, y en ocasiones toda la superficie del mar quedaba iluminada. Mientras la luz diurna menguaba, el Beagle ciñó el rumbo y se dispuso a pasar la noche en alta mar. Cargaron y guardaron las velas, echaron las anclas y subieron una lámpara al peñol de la proa, que brilló en el crepúsculo como una estrella solitaria.
—Es una noche preciosa, ¿verdad, Jemmy? —preguntó FitzRoy.
Jemmy Button, el nombre que un bromista había puesto al muchacho yamana recordando el botón por el que lo habían intercambiado, alzó la vista del espejo que se había convertido en su fiel compañero.
—Es una noche preciosa, ¿verdad, capitán FitzRoy? Dios hizo estrellas, Dios hizo sol, Dios hizo mar. Dios hizo Jemmy —dijo con una sonrisa.
En Jemmy, el humor corría parejo con la vanidad. Luciendo una permanente sonrisa en el rostro, se abría camino por la cubierta con una delicadeza que contradecía sus dimensiones de barrigón, y, aunque no levantaba los ojos de su reflejo, jamás tropezaba con un motón ni con un rollo de cuerda. Cuidaba la ropa nueva con una meticulosidad que bordeaba la obsesión. Durante los meses transcurridos desde su llegada al barco, sus relaciones con Boat Memory y Fuegia habían ido mejorando paulatinamente, y ahora eran cordiales; en cuanto a York Minster, Jemmy había entablado la misma relación de recelo silencioso con la que todos, excepto Fuegia, debían contentarse. La barrera del idioma que separaba a Jemmy de Boat y Fuegia los había obligado a conversar en inglés, lo que dio un impulso inesperado al aprendizaje de los tres. Gracias a su locuacidad y su sempiterna sonrisa, el muchacho se había vuelto incluso más popular entre la tripulación que la niña, y FitzRoy notaba que los marineros estaban orgullosos de su cargamento humano. Sentían que ayudaba en no poca medida a llevar luz a la oscuridad de sus vidas a bordo del Beagle. El buque planero que devolvería a los cuatro indios desde Inglaterra sería como una flecha que se disparara al corazón del país de los salvajes, una flecha con la punta impregnada del elixir de la civilización cristiana, que se propagaría a través del flujo sanguíneo del territorio, hasta que Tierra del Fuego quedara embebida de la palabra de Dios.
—¡Mira, Jemmy! El sol se está ahogando.
El marinero que acababa de saludar al indio alegremente no era otro que Elias Davis, quien hacía tan sólo unos meses había estado a punto de levantarle la tapa de los sesos a Boat Memory en la playa.
—¡Patrañas! —replicó Jemmy, que empezaba a dominar la jerga marinera—. El sol no ahogando. Mañana sale otra vez. Sol da vueltas tierra, y vuelve mañana. Tierra es redonda.
—¿Tu gente sabe eso, Jemmy? —preguntó FitzRoy—. ¿Que la tierra es redonda?
—Mi gente sabe eso, capitán FitzRoy. Subes montaña y ves lejos. Tierra no es plana. Tierra redonda.
«La verdad es que esta gente está muy, pero que muy por encima de lo que se entiende por salvajes», pensó FitzRoy.
—¿Tu gente tiene Dios, Jemmy?
—Toda la gente tiene Dios, capitán FitzRoy. Dios ama todo el mundo.
—No, Jemmy. Quiero decir, ¿tu gente tiene su propio Dios?
—No, no, mi gente no conoce Dios. Mi gente es tonta.
—¿Tu gente piensa que la hizo alguien? ¿Quién te hizo a ti, Jemmy?
—La madre y el padre de Jemmy hizo Jemmy.
FitzRoy rompió a reír.
—¿Quién hizo las montañas, Jemmy? ¿Quién hizo el frío y el calor? ¿Quién hizo la lluvia?
—Un hombre grande y negro del bosque —dijo una voz que no era la de Jemmy.
Boat Memory se les había acercado por detrás, esbelto y circunspecto, con sus finas facciones iluminadas por el resplandor de los lejanos relámpagos. Como siempre, mostraba un semblante serio, que contrastaba con la radiante sonrisa que lucía el querubín que FitzRoy tenía al lado.
—¿Un hombre grande y negro del bosque?
—Sí, mi gente cree que ese hombre hace la lluvia y la nieve. Si se desperdicia la comida, se enfada y hace la tormenta.
El inglés de Boat Memory había avanzado a pasos agigantados, pero FitzRoy no dejaba de sorprenderse de la increíble agilidad mental del muchacho. Se temía que, en comparación, su propia contribución a las conversaciones que mantenían era demasiado mundana y poco imaginativa.
—No hay hombres negros en el bosque, Boat. Encontrarás hombres negros en Londres. Verás hombres negros en Río de Janeiro. Muchos hombres negros.
Boat lo miró con ojos anhelantes.
—Sueño con conocer Londres, capitán FitzRoy. La catedral de San Pablo, la abadía de Westminster, el Temple Bar.
—Mi gente dice hombre blanco viene de la luna —interrumpió Jemmy—. Hombre blanco, blanco como luna. Cuando hombre blanco quita ropa y lava en río, cuerpo blanco como luna.
—Yo no vengo de la luna, Jemmy. —FitzRoy sonrió—. Vengo de Inglaterra.
—Inglaterra no está en la luna. Los indios tontos piensan que Inglaterra está en la luna. ¡Qué majadería!
—Mi gente pensaba que el señor King era mujer inglesa —confesó Boat Memory—. No saben que es chico porque no tiene pelo en la cara.
—Porque no tiene barba —dijo FitzRoy muy divertido.
—Porque no tiene barba —repitió Boat, saboreando la nueva palabra, pronunciándola con deleite y almacenándola en su cerebro para usos futuros.
—Barba parece como árbol en cara —rió Jemmy—. Jemmy no gusta barba. —Dicho eso se miró encantado en el espejo una vez más.
FitzRoy vislumbró un instante su rostro barbudo en el espejo de Jemmy. Se afeitaría a la mañana siguiente antes de presentarse ante el almirante Otway. La barba le resultaba extraña, una intrusa salvaje que se había instalado en su rostro y que de algún modo le recordaba más el inhóspito sur que los dos fueguinos que se apoyaban en el pasamanos.
A principios de mayo había escrito al Almirantazgo pidiendo permiso para llevar a Inglaterra a los cuatro fueguinos, con la intención de asegurarse de que la Armada de Su Majestad los devolvería a su país de origen al año siguiente. Cuando se encontraban fuera de la bahía del Buen Suceso, el Beagle se había amarrado al Caroline, un paquebote que viajaba de Valparaíso a Falmouth, y FitzRoy había entregado la carta. Ahora era agosto, y con un poco de suerte la respuesta del Almirantazgo lo estaría esperando en Río, aunque si era negativa, no sabría qué hacer. De hecho, a bordo llevaban cinco fueguinos, ya que Wilson había conservado en hielo y bajo cubierta el cuerpo del combatiente indio que Murray había abatido; el doctor tenía el propósito de presentarlo al Colegio Real de Cirujanos para ulteriores estudios científicos. El reconocimiento post mórtem realizado por Wilson había descubierto bajo la piel una gruesa capa de grasa aislante que recordaba más al organismo de una foca que al de un ser humano. Wilson y FitzRoy pensaban que tanto esa capa subcutánea como la desproporción entre el poderoso torso y las piernas enclenques de los fueguinos eran adaptaciones generadas por las duras condiciones climáticas y la extraña forma de vida de los indios; sería interesante conocer la opinión al respecto de los expertos del Colegio de Cirujanos.
A ninguno de los fueguinos parecía importarle la presencia del cadáver de su paisano en el barco. Por lo visto su muerte les daba igual. De hecho, el único momento de tensión del viaje de vuelta, por lo demás sin incidentes, fue cuando Jemmy sufrió un ataque de pánico al ver a unos hombres a caballo en la lejana costa patagónica. Explicó que eran hombres oens, y que cruzarían las montañas cuando las hojas estuvieran rojas para matar y esclavizar a los yamana, y robarles la comida. Los tres alikhoolip, que jamás habían visto ni oído hablar de los patagónicos, hicieron caso omiso de los visibles temblores que recorrían el cuerpo de Jemmy, con una calma y ecuanimidad que rozaban la perversión. Mientras tanto Jemmy requirió un sinfín de palabras tranquilizadoras y persuasivos argumentos para convencerse de que estaba a salvo de los hombres oens a caballo, que por otro lado se hallaban a media milla de distancia. El chico estaba tan aterrorizado que hasta se ensució sus preciados pantalones. Al día siguiente había vuelto a su habitual condición juguetona y risueña.
Desabastecido de sus existencias, el Beagle era más difícil de gobernar; su ligereza lo convertía en una presa fácil de los fuertes vientos y avanzaba con muchas dificultades. Pero aun así navegó a buen ritmo hasta que se detuvo por la falta de viento en una zona al sur de Montevideo, donde imperaban brisas flojas e intermitentes. El incesante halar de cabos agotó a la tripulación, y sólo la idea de que estaban acercándose al final del viaje mantuvo a los hombres concentrados en su ingrata tarea. FitzRoy estaba decidido a impedir que la moral de la marinería decayera. No quería que su llegada a puerto equivaliera al acto de dejarse caer pesadamente en un sillón tras una larga marcha. Por ello ordenó dar una mano de pintura negra y blanca al Beagle, y rascar y repintar los mástiles, así como todas las embarcaciones, los forros de las jarcias y los extremos de los botalones. Dejaron las cubiertas limpias como patenas, e incluso subieron las cadenas de ancla para picar su superficie y comprobar su estado.
Finalmente llegaron con dos semanas de retraso a Montevideo, donde el capitán del Algery, Talbot, les informó de que tanto el Adventure como el Adelaide habían pasado por allí y se habían marchado; y que los esperaban en Río de Janeiro. Una vez más, los ánimos de la tripulación estuvieron a punto de decaer, pero de nuevo FitzRoy evitó que ocurriera. Y ahora, diecinueve meses después de su partida, el Beagle se disponía a entrar en el puerto de Río de Janeiro, en un estado a todas luces mejor que el que tenía cuando partió. FitzRoy sabía que el almirante Otway estaría observándolos.
Cuando amaneció, había calma chicha y el navío se hallaba inmerso en un banco de niebla, que a lo largo del día se levantó y dispersó gracias al calor solar. Al mediodía los guardiamarinas tuvieron problemas para medir la posición del sol, pues la imagen que se reflejaba en sus cuadrantes era demasiado intensa. A primera hora de la tarde el oficial encargado de velar por la sanidad del puerto subió a bordo para expedir el certificado de libre plática, que garantizaba la buena salud de la tripulación. Cuando el Beagle levó anclas y puso rumbo orgullosamente a la entrada del puerto, pequeñas olas negras cruzaban ya la brillante superficie del agua.
—¡Adelante, muchachos, adelante! Allá vamos, Río de Janeiro —gritaban los marineros llenos de regocijo mientras avanzaban.
A babor, a través de la calina, se erguía la inmensa mole azul que abrazaba la ciudad por detrás, interrumpida por los espolones puntiagudos del Corcovado y el Tijuca, y el Gavia, de superficie plana. A estribor se veían las Organ Mountains como puñales que apuntaran al cielo con sus extraños filos, y que allí, dentro del puerto, descendían en picado hasta convertirse en la célebre colina del Pan de Azúcar. Más allá, un universo resplandeciente de velas blancas apiñadas esperaba a los pies de la gran ciudad. Incluso entre esa maravillosa constelación de barcos, destacaba inconfundible el Ganges, y justo detrás de él, el Samarang, que cruzaba el puerto con las velas desplegadas; los dos buques de línea de Su Majestad, imperiosos y altaneros, descollaban sobre el pequeño Beagle mientras éste se les aproximaba lentamente. Tras la estela del Beagle una bandada de alcatraces se empujaban beligerantes y se zambullían en el agua en busca de peces, como para acentuar su estatus inferior. FitzRoy subió los numerales del buque para identificarse.
—Señor King, manténgase atento por si hay alguna señal de respuesta.
—Sí, señor.
King no tuvo que esperar mucho. Sosteniendo el código de señales con los dedos blancos por la presión a causa del nerviosismo que lo dominaba, fue recompensado por una línea de bandera de señales ondeada en posición en las majestuosas alturas del Ganges.
—El almirante nos ordena amarrar al lado del Samarang, señor —dijo jadeando.
—No es normal que sea tan explícito, ¿verdad? —repuso el teniente Kempe.
FitzRoy sonrió.
—Vaya con el viejo zorro… ¡Nos está retando! Quiere que compitamos con el Samarang en aferrar velas. Desea ver si al menos podemos seguirle los pasos. Bien, ¡vamos a comprobarlo! Señor Sorrell, informe a la tripulación, haga el favor.
El contramaestre Sorrell desfiló por la cubierta dando órdenes a voz en grito.
—Vamos, chicos, ¡parece que el almirante nos reta a competir con el Samarang! Quiere que demostremos nuestra capacidad para arriar velas, y ponernos en nuestro sitio. ¿Vamos a convertirnos en el hazmerreír de una pandilla de engreídos? ¿Qué decís, chicos?
Hubo un rugido unánime de negación.
Faltaban unos doscientos metros para que los dos barcos quedaran de través. A bordo del Beagle reinaba un estado de agitación.
—Que todo el mundo ocupe su posición, pero que nadie se mueva hasta que yo dé la orden.
—Sí, señor.
La distancia se redujo a la mitad. Sólo faltaban cien metros para llegar. Y luego cincuenta. Treinta. Veinte. Diez. Ya.
Los dos barcos empezaron a aproarse al viento al mismo tiempo. Enjambres de siluetas cubrieron simultáneamente las vergas del Beagle y el Samarang, halando a toda prisa los palanquines, levantando las esquinas de las velas hacia los mástiles. A una velocidad vertiginosa, las velas bajas, las gavias y los juanetes se desinflaron. Mientras tanto, las gavias de proa se ceñían al mástil, actuando como un freno, reduciendo la velocidad del Beagle a unos pocos nudos. FitzRoy dio la orden, y el ancla de leva principal, retumbando, cayó al agua; mientras la cadena tronaba, soltaba chispas al pasar por el escobén. Casi al mismo tiempo, la gavia de proa —una vez concluida su tarea— comenzó a abarquillarse en las vergas. FitzRoy se mantuvo en tensión en la popa del barco; en la mano, el reloj de bolsillo, avanzando aparentemente más rápido de lo normal.
—Diez minutos… diez minutos quince segundos…
—¿Se ha visto alguna vez que un barco planero ganara a un buque de guerra? —murmuró Kempe.
—No que yo sepa —replicó FitzRoy con calma.
El Beagle iba más rápido. La cosa estaba muy reñida, pero incluso a un centenar de metros FitzRoy podía notar cómo el pánico iba cobrando terreno en el Samarang.
—Once minutos veinte segundos… once minutos treinta segundos.
Y ya estaba. No había ninguna duda. Todas las velas del Beagle estaban reducidas al milímetro. En el Samarang aún había esquinas golpeteando, bordes de vela aquí y allí que los gavieros todavía tensaban hacia arriba diagonalmente. De pronto una tremenda ovación recorrió de un extremo a otro el Beagle, y obtuvo la respuesta inmediata de otra enorme aclamación procedente de la tripulación del Ganges, encantada al ver a sus rivales del Samarang humillados de ese modo. ¡Y encima humillados por un bergantín planero!
—No me gustaría estar en el Samarang esta noche —gritó King bailando de alegría en torno a la caja de la bitácora.
—Dicen que el viejo Paget es una fiera —apuntó Bennet—. ¡Van a rodar cabezas!
—Señor Sorrell, ha sido impecable, impecable de verdad —dijo FitzRoy con profunda gratitud. El hombre, al fin inmóvil, agachó la cabeza y se sonrojó—. Y ahora, señor Sorrell, cuando en el Samarang hayan reducido hasta la última vela, desearía que todas las del Beagle, hasta el último centímetro, estuvieran ya colocadas.
—¿Quiere que ordene dar vela, señor?
—Bien, no queremos que nuestros colegas del Samarang piensen que esto ha sido un simple golpe de suerte, ¿verdad?
—¡Cierto, señor!
Cuando se alejó, Sorrell sonreía como un niño con zapatos nuevos. La orden de dar vela otra vez cogió al Samarang por sorpresa, pero sólo un momento. La agotada tripulación de Paget volvió a las jarcias de inmediato, pero ya eran hombres derrotados. Ahora el ímpetu reinaba entre la tripulación del Beagle; a bordo del buque de guerra los hombres tenían la moral por los suelos. El guardiamarina King pegaba tales brincos de entusiasmo en el castillo de popa que casi rebotaba contra las cuerdas del pasamanos, pero a nadie le apetecía detenerlo.
—¡Los estamos machacando, los estamos machacando de lo lindo! —exclamó.
Otro grandioso vitoreo recorrió el puerto de un extremo al otro, anunciando que el Beagle había vencido al Samarang no una, sino dos veces. Por muy poco cristiano que le pareciera fanfarronear, FitzRoy no pudo dejar de disfrutar de ese momento de triunfo.
—Señor Sorrell, ordene aferrar velas otra vez.
—Sí, señor —murmuró Sorrell.
Y así, por tercera vez, la tripulación regresó a las jarcias y las vergas; el cansancio se había evaporado hacía rato; los movimientos eran suaves y expertos, los rostros mostraban una expresión de confianza y ánimo. En comparación, el segundo intento del Samarang de aferrar velas fue irregular y deslucido. El resultado de la competición, o de lo que quedaba de ella, estaba cantado. De pronto se oyó un cañonazo en el puerto que tomó a la tripulación del Beagle por sorpresa, pero sólo un instante.
—¡Nos saludan, señor! ¡El Ganges nos está saludando!
Y así era, en efecto. El buque insignia del almirante saludaba a un barco planero. Toda la tripulación estaba en las jarcias, agitando el sombrero y vitoreando a pleno pulmón.
—Dios mío, debe de ser la primera vez que ocurre una cosa así en la historia de la Marina inglesa —dijo Murray—. Lo felicito, señor.
—Lo felicito, señor —repitió Kempe con cautela—. Y debo añadir que ha sido un placer estar a sus órdenes, señor, un verdadero placer.
—Muchas gracias, señor Kempe. Se lo agradezco de veras.
—¡Extraordinario! Extraordinario, de verdad. Capitán FitzRoy, mis felicitaciones. —El almirante Otway, con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco, se arrellanó en su asiento con regocijo mal disimulado—. Ayer tuve a Paget a cenar; si no, lo habría mandado llamar antes. No dijo una palabra en toda la noche. ¡Dejarse ganar por un buque planero! ¡Es para mondarse de risa! —Se puso a reír a carcajadas con sólo recordarlo.
Era la mañana del día siguiente. King y FitzRoy se habían presentado en el camarote del almirante del Ganges, como dos años atrás. Esa vez a FitzRoy también se le veía canoso y con el uniforme desteñido por la sal, como a King en la ocasión anterior.
—Tengo aquí el informe oficial del comandante King sobre su conducta, capitán. ¿Desea oír la conclusión?
FitzRoy miró a King.
—Me encantaría, señor.
Otway hizo una pausa con afectación, y seguidamente dio comienzo a su actuación.
—«Cabe afirmar que el capitán FitzRoy, no sólo por el importante servicio que ha prestado, sino por el celo y el modo impecable con que lo ha llevado a cabo, se merece la distinción y la protección de sus señorías; en especial por el descubrimiento de los senos Otway y Skyring, y del canal Beagle, descubrimiento que hizo él personalmente, en lo más crudo del invierno de esas latitudes; y si se me permite, como su oficial superior, lo recomiendo de modo encarecido para que lo consideren favorablemente. Las difíciles condiciones en que se llevó a cabo este servicio, el carácter tempestuoso y desprotegido de esa costa, las fatigas y las privaciones que tuvieron que soportar los oficiales y la tripulación, así como la actitud meritoria y alegre de todos los hombres, que debe atribuirse principalmente al excelente ejemplo y a la voluntad inquebrantable del capitán, sólo puedo mencionarlos aquí con términos de alabanza». No está nada, pero que nada mal, ¿eh, señor FitzRoy?
—Le agradezco mucho su amabilidad, señor —le dijo afectuosamente a King.
—Capitán FitzRoy, debo confesarle que escribí ese informe antes de poder hablar con mi hijo. Anoche fue a visitarme a mi camarote, y me contó muchas cosas de su viaje.
—¿De veras, señor?
Notó que le daba un vuelco el corazón. ¿Le habría referido el guardiamarina King a su padre el episodio de la ballenera robada y todo lo de después? Se hizo un silencio espantoso; el comandante King parecía atravesar con la mirada a su subordinado.
—Según mi hijo, señor FitzRoy, es usted el mejor capitán de la historia de la Marina británica. Una posición, debo añadir, que antes disfrutaba yo. Al parecer, el joven me ha sustituido por usted en sus sentimientos, un logro por el que supongo que debería felicitarlo.
—El guardiamarina King es muy generoso, señor.
FitzRoy sintió cómo le recorría una intensa sensación de alivio, que le recordó al agua que se escapaba a raudales de la proa del Beagle los días de mar gruesa. King le sostuvo la mirada unos instantes más. ¿Había algo más en aquella mirada, algo que no hubiera dicho? No podía saberlo.
—Hablemos ahora de esos salvajes que se ha traído —bramó Otway.
—Diga, señor.
—Personalmente, no puedo imaginarme en qué estaría pensando cuando decidió llenar la cubierta del Beagle de esas criaturas ignorantes. Pero al parecer el Almirantazgo ve las cosas de un modo diferente. Tengo aquí la respuesta a su carta, escrita por Barrow, de la oficina del Almirantazgo. «Habiendo presentado ante sus señorías comisionados del Almirantazgo la carta del capitán FitzRoy, del Beagle, concerniente a los cuatro indios que ha traído de Tierra del Fuego, por las circunstancias allí expresadas, se me ha ordenado que informe a sus señorías de que no interfieran en la supervisión personal del capitán FitzRoy, o en sus intenciones benévolas hacia esas cuatro personas, y que le den facilidades para su manutención y educación en Inglaterra, así como les proporcionen el pasaje de vuelta». Etcétera, etcétera.
—Es fantástico, señor.
Otway carraspeó.
—En mi opinión, este asunto no va a suponernos nada bueno, pero en fin, zapatero, a tus zapatos.
—He traído a los cuatro fueguinos aquí, señor, al Ganges. He pensado que, si lo desea, quizá le gustaría que se los presentara.
—¿Que están aquí en el Ganges? ¡Dios mío! Bien, en mi vida he conocido a un fueguino. De acuerdo, tráigame a esas bestias.
Hicieron pasar a Boat Memory, Jemmy Button, York Minster y Fuegia Basket, que fueron presentados al almirante. Boat y Jemmy se inclinaron como se les había enseñado, y Fuegia se levantó un poco la falda e hizo una reverencia perfecta.
—Es impresionante, FitzRoy, impresionante. Sus modales enorgullecerían a muchos marineros.
—Gracias, capitán almirante, señor. Es para mí un gran honor conocerlo —dijo Boat Memory.
Otway estuvo a punto de caerse de la silla.
—Dios mío, ¡esto habla inglés!
—Tiene usted un camarote muy bonito —intervino Jemmy—. Un día Jemmy tendrá un camarote bonito como el suyo.
—Los tres hablan un inglés perfecto, señor. Con York Minster, cuyo verdadero nombre es Elleparu, vamos más lentos. Jemmy nació como Orundellico. Fuegia se llama Yokushin. Y Boat…
—Por favor —interrumpió el muchacho—, mi nombre es Boat Memory. Me gusta tener un auténtico nombre inglés.
—Desde luego, claro. ¿A quién no? —repuso Otway casi sin saber qué decir.
Fuegia rompió filas y corrió hacia él, sonriendo de oreja a oreja.
—Me llamo Fuegia Basket y tengo un vestido precioso.
El almirante estaba a punto de ahuyentarla cuando, dominando sus prejuicios, tuvo un repentino impulso de generosidad.
—Ven aquí, pequeña, y siéntate en el regazo del almirante Otway. No tengas miedo —añadió mientras le tendía una mano para que se acercara.
Mientras Fuegia avanzaba dando saltitos, Otway creyó oír un rugido dentro del camarote, pero allí no había animales y ninguno de los presentes parecía haber emitido sonido alguno. Quizá se lo había imaginado. Pero debía reconocer que el vello de la nuca se le había erizado. Si miraba a su alrededor, no podía dar con ninguna explicación razonable de aquello; sólo el indio grande, fornido y silencioso, que aún no había abierto la boca, le provocaba una desconfianza intuitiva y primitiva. De algún modo, instintivamente, Otway supo que York Minster era el origen de esa tangible sensación de amenaza que lo invadía.
FitzRoy y King advirtieron que el almirante hacía una mueca extraña, como si se le hubiera posado una mosca en la punta de la nariz. Otway detuvo a Fuegia con un ademán justo cuando ella estaba a punto de subirse a su regazo.
—Bueno, sí, bien… En cualquier caso, me imagino que tendrá usted mucho que hacer, FitzRoy, con las reparaciones del barco y todo eso.
—Con su permiso, señor, el Beagle no necesita reparaciones. Está en perfectas condiciones.
—¿De verdad? ¡Vaya por Dios! Bueno, no obstante, me imagino que tendrá cosas que hacer.
Le dio media vuelta a la niña y la empujó suavemente en dirección a los demás. El indio grande seguía mirándolo sin pestañear, pero aquel bruto no abrió la boca. Mientras Fuegia recorría la alfombra del camarote, Otway notó que los pelos de la nuca perdían tensión. Aún no sabía qué había ocurrido exactamente, pero cuando FitzRoy y sus indios salieron al fin del camarote, sintió un escalofrío y un profundo alivio.
Mientras regresaba al Beagle con la saca de la correspondencia, FitzRoy apenas podía resistir la tentación de examinar el contenido. Sabía que encontraría a todos los hombres aferrados al pasamanos, ansiosos como perros hambrientos en espera de las sobras. Aun así se permitió hojear los últimos periódicos, que hablaban de las reformas, las exitosas pruebas de las locomotoras Rocket y Lancashire Witch, y de la próxima apertura de la línea ferroviaria de mercancías de Bolton y Leigh. Se preguntó qué pensarían los fueguinos de los trenes, o del barco de vapor o de los otros inventos del mundo moderno. ¿Y qué pensarían del bullicio que imperaba en Río de Janeiro? Lo descubriría a la mañana siguiente.
De vuelta en el Beagle, se halló rodeado por una muchedumbre de marineros que se abría paso a empujones; en esos momentos la disciplina naval colgaba de un hilo. El contramaestre Sorrell se esforzaba resueltamente en restaurar el orden. FitzRoy se puso a distribuir las cartas según fueron saliendo de la saca, sin tener en cuenta el rango de los hombres. «Como el agua fría al alma sedienta, así son las buenas nuevas de lejanas tierras». Por supuesto, algunos pobres desdichados nunca tenían correspondencia, incluso tras haber pasado cuatro largos años embarcados: eran huérfanos, quizá, u hombres a los que habían forzado a alistarse y cuya familia desconocía su paradero, o abandonados por sus mujeres. Él, al menos, podía estar seguro de haber recibido una carta de su hermana mayor, Fanny, que nunca le había fallado. Y en efecto, allí, casi en el fondo de la saca, había un sobre de su puño y letra, que le proporcionó la familiar sensación de cariño y nostalgia. Sólo al girarlo vio el precinto negro, como todos los que lo rodeaban; en cubierta se hizo el silencio. Los hombres que estaban a su lado retrocedieron de forma imperceptible.
FitzRoy se quedó mudo.
—Señor Kempe, ¿podría acabar de distribuir el correo, por favor?
—Sí, señor.
FitzRoy se llevó la carta de Fanny a su camarote, y apoyando la espalda en las estanterías, con el corazón latiendo con fuerza, rompió el precinto negro y leyó lo que Fanny había escrito.
Su padre había muerto.
Le pareció que le faltaba el aire, como si le hubieran propinado una patada en el estómago. La cabeza empezó a darle vueltas; sintió una arcada y pensó que iba a vomitar allí mismo. Todo lo que había logrado en la vida, todo en lo que se había convertido, tenía un único fin: la aprobación de su padre. ¿Por qué? Desde que lo enviaron al colegio a la edad de seis años, FitzRoy apenas lo había visto, y desde que se alistó en la Marina al cumplir doce años, sólo había estado con él dos veces. Su padre nunca le escribía. Los recuerdos que conservaba de su madre, muerta cuando él tenía cinco años, eran más intensos y tangibles que los vividos más recientemente con su padre. No es que hubiera podido nunca confiarse a él o abrirle su corazón. Pero… «Pero por otra parte siempre buscaba su aprobación, como si fuese una recompensa de los malos momentos pasados. En toda mi vida, más que cualquier otra cosa, me ha influido la idea de que estuviera orgulloso de mí. Siempre tenía en cuenta cualquiera de sus palabras, por insignificantes que fuesen».
Ahora le habría gustado confiarse a alguien, sentarse con alguno de los oficiales y contarle todo sobre su padre. Su manera de hablar, su manera de sonreír, su manera de cabalgar en su caballo favorito, la manera en que una vez abrazó a su niño. Pero eso era imposible. Aunque el protocolo naval no lo hubiera prohibido, sabía que un interlocutor potencial se quedaría paralizado por la diferencia de rango; en caso de que despertara su compasión, ésta se perdería en el abismo que los separaba por sus diferentes estatus. Simplemente, un capitán no invitaba a sus subordinados a examinar sus penas personales.
Al oír el chirrido de la puerta del camarote, FitzRoy alzó la vista. Estaba a punto de reprender a su visitante por no haber llamado, y al centinela por no haberlo obligado a cumplir esas formalidades, cuando advirtió la razón. Su visitante no era otro que Fuegia Basket, que lo miró con ojos inocentes desde el umbral. Llevaba un vestido de confección casera y de color amarillo chillón, como una flor que destacara contra la oscura madera del pequeño camarote.
—Capitán FitzRoy —dijo. Cruzó la habitación y se sentó en el regazo del joven oficial—. Fuegia quiere capitán FitzRoy —añadió.
Él le pasó el brazo por los hombros y la estrechó todo lo fuerte que pudo.
Amarraron el Beagle al muelle con la cadena del ancla, que fue desengrilletada y virada en torno al bolardo del embarcadero y luego arrollada a las bitas. FitzRoy desembarcó con Bennet y los cuatro fueguinos, que iban vestidos lo menos vistosamente posible, con el sombrero cayéndoles sobre los ojos. No tendría que haberse preocupado por eso. Con la ropa europea pasaban fácilmente por indios autóctonos, y nadie se fijaba en ellos.
Los fueguinos, sin embargo, no se mostraban tan indiferentes; mientras el grupo avanzaba despacio a través del malecón atestado de gente sudorosa, y atravesaba la praça frente al palacio y la catedral, se cruzaban con filas de cuerpos medio desnudos, negros y brillantes que cargaban grandes bultos encima de la cabeza. Boat, Jemmy y Fuegia temblaban visiblemente; la niña se agarraba a los pantalones de York para protegerse, sin duda pensando en el hombre negro del bosque que controlaba las estaciones. «Hasta el mismo York —pensó FitzRoy— parece menos seguro de sí mismo de lo normal»; su rostro pétreo se veía inquieto. Luego, al ver un carro de bueyes delante de la catedral, se pararon en seco. Las maravillas barrocas que pendían sobre sus cabezas no eran nada comparadas con aquel fascinante animal con cuernos, que desató una agitada conversación entre los tres alikhoolip. FitzRoy tuvo que llevárselos antes de que se agolpara a su alrededor una muchedumbre de curiosos para ver qué era lo que consideraban tan fascinante.
Decidió que tomarían la rúa do Ouvidor, donde se había prohibido el tráfico de carros de bueyes, para evitar más choques zoológicos. Como señaló Bennet, hacía un «calor estimulante», e incluso sin la usual alfombra mullida del estiércol de buey, el hedor que despedía el centro de la ciudad provocó arcadas a los oficiales, que llevaban dos años en alta mar. Un arroyo de turbias aguas residuales corría susurrante por la alcantarilla de adoquines en medio de la calle; sumidos en un feliz abandono, varios niños desnudos chapoteaban y se salpicaban con el agua marrón. Negros encorvados y lisiados, apoyados lastimosamente en sus bastones, se quedaron mirando al pequeño grupo; eran los pobres de solemnidad, los desechos del comercio de esclavos que ya no eran aptos para trabajar. Otros los miraron desde sus oxidados balcones de hierro forjado, que parecían encarcelarlos tras muros color pastel y con el estuco descascarillado y enmohecido. FitzRoy sintió un poco de vergüenza al ver que la civilización moderna a la que había conducido a los fueguinos semejaba aún más terrible que la de éstos.
Un cura con sotana y un sombrero cuadrado les deseó buenos días, y una hermosa mujer africana, ataviada con un turbante de muselina y un largo chai y cargada de amuletos y brazaletes, pasó majestuosamente a su lado. Al llegar a las puertas imponentes de la iglesia de Sao Francisco de Paula, doblaron al sur, pasaron por delante del magnífico acueducto que transportaba el agua a la ciudad desde las montañas, y ascendieron a las respetables zonas residenciales de Santa Tereza y Laranjeiras. Por todas partes, a las orillas del camino, crecían árboles de importación, ciruelos, plataneros, árboles del pan, y largas hileras de bambúes originarios de las Indias Orientales. Las casas eran más grandes, con emparrados y verandas, y todas tenían un patio con un grupo de macetas de papagayos. Se vislumbraban niños de tez olivácea jugando en los jardines traseros, vigilados por niñeras de color. FitzRoy sacó del bolsillo un trozo de papel con la dirección escrita para leerla una vez más. Subieron por dos callejuelas estrechas y adoquinadas; allí las calles tenían una pendiente excesiva y eran demasiado serpenteantes para los carruajes, y los fueguinos sudaban copiosamente. Por fin vieron un letrero en portugués que indicaba que habían llegado a su destino: la consulta del doctor Carson Figueira.
FitzRoy llamó al timbre, y una muchacha negra y silenciosa se acercó a la verja de la entrada. La criada los hizo pasar por un patio de color terracota con filas de palmeras en macetas a los lados, hasta una habitación oscura, fresca y vacía que contenía sólo una vitrina junto a la pared y un escritorio de caoba rayado; la chica los dejó solos. Unos minutos después, el doctor Figueira, un hombre tan pálido como las paredes de su consulta, apareció en el umbral.
—Usted debe de ser el capitán FitzRoy. Me alegro de conocerlo. Soy el doctor Figueira.
Como mínimo, podía afirmarse que el acento del médico era original; monótono y empalagoso, como si fuese oriundo de Nueva Inglaterra, pero con un barniz brasileño. La voz profunda y dominante no armonizaba con su aspecto mediocre y su expresión de hombre cansado de la vida.
—Mi madre era americana —aclaró Figueira en respuesta a la pregunta no pronunciada de FitzRoy.
El capitán presentó al timonel y a los cuatro fueguinos, y le extrañó comprobar que la consulta del doctor estaba casi desprovista de muebles.
—¿Así que éstos son los indios de los que hablaba en la nota que me envió?
Figueira le abrió la boca a York y empezó a inspeccionarle los dientes como si fuera un caballo. York lo traspasó con la mirada, pero aparte de eso el hecho de ser maltratado no provocó en él más que retraimiento.
—Me llamo Boat Memory, señor. Y este cuyos dientes inspecciona es mi amigo el señor York Minster.
—Nossa Señora! Les ha enseñado inglés, capitán. —El doctor Figueira hizo caso omiso del saludo de Boat Memory, y FitzRoy pensó que aquel médico brasileño no acababa de gustarle.
—Estoy convencido de que la nación fueguina tiene posibilidades de ascender desde su posición de salvajes, doctor. Por eso me los llevo a Europa. Y por eso los he traído hasta aquí.
—Pues entonces tendrá que darse mucha prisa. Cada día que pasa, los bonaerenses llegan más al sur. Cuando arriben a Tierra del Fuego, los indios tomarán el camino de los negros y sólo servirán como esclavos.
—¿Cree que los negros sólo sirven para ser esclavos, señor? Esta misma tarde hemos visto a unas señoras negras vestidas espléndidamente, con turbantes y chales, y le aseguro que no tenían ningún aspecto de esclavas.
—Deben de pertenecer a la tribu de los negros mina, de África occidental. Por muy hermosas que sean, resultan bastante ineptas para el servicio doméstico. Son demasiado salvajes e independientes. Pero son menos que esclavas, capitán. La mayoría se pasan el día borrachas. —Figueira había concluido su superficial revisión—. La inoculación para prevenir la viruela es un asunto muy caro, capitán. Si desea que le vacune a los cuatro salvajes, lo haré, siempre que me pague en dinero contante y sonante.
—No tengo ningún problema en pagarle al contado hoy mismo —replicó FitzRoy fríamente.
Figueira sacó una bandeja de metal, sobre la que había una lanceta, un trapo, una jarrita con vinagre y una ampolla de cristal que contenía un líquido transparente. Tras sumergir el trapo en el vinagre, limpió un punto en el brazo izquierdo de Boat Memory y se dispuso a hacer un pequeño corte con la lanceta. Boat abrió los ojos asustado.
—Es sólo una variolación —explicó el cirujano—. Unas cuantas pequeñas incisiones hechas con una lanceta mojada en la vacuna.
—No te preocupes, Boat —dijo Bennet suavemente—. Todos hemos pasado por el mismo tratamiento.
—Es medicina, Boat —añadió FitzRoy—. Evitará que caigas enfermo en Inglaterra. Debes ponértela ahora, pues tarda varias semanas en hacer efecto. Si quieres, empiezo yo.
—No, capitán FitzRoy. Le creo. —Y entonces cerró los ojos y se sometió a los cuidados del doctor.
Jemmy, que temblaba como una hoja, fue el siguiente. Puso cara de dolor y emitió un grito ahogado cuando Figueira le cortó en ambos brazos, pero cuando todo hubo acabado, volvió a sonreír enseguida. Fuegia Basket, la tercera, pareció indiferente y más valiente que los otros dos hasta que el médico la cogió en sus garras, momento en que rompió a llorar con todas sus fuerzas. FitzRoy y Bennet se agacharon instintivamente para consolarla, pero Figueira ya tenía las dos manos sobre los hombros de la niña.
—No te preocupes, pequeña. No te haré daño, te lo prometo.
Y dicho eso, le realizó una incisión en el brazo. Fuegia chilló y se puso a llorar. Antes de que nadie pudiera moverse, York había cruzado la estancia como una exhalación y sujetaba a Figueira por la garganta empotrado contra la pared. FitzRoy y Bennet trataron de liberarlo, pero el brazo de York tenía la firmeza del bronce. Ahora era Figueira quien abría los ojos aterrorizado. York cerró los dedos suavemente alrededor del cuello del médico, y entonces, para la sorpresa general, dijo con una voz grave y áspera, salida de las profundidades de su garganta:
—Si le haces daño, te mato.
Atónitos, FitzRoy y Bennet dejaron caer las manos que agarraban sin ningún resultado el brazo de York. Figueira, incapaz de hablar a causa del estrangulamiento, movió la cabeza como pudo para indicar que nada estaba más lejos de su intención.
—York… pero si sabes hablar inglés —exclamó Bennet innecesariamente.
—¡Ji, ji, ji! —rió Jemmy desde un rincón—. ¡El señor York, aprende inglés todo rato! Engaña capitán FitzRoy, engaña todos. ¡Ji, ji, ji!
A la mañana siguiente, el paquebote Ariadne entró en el puerto de Río de Janeiro con la noticia de la defunción del rey Jorge IV. El monarca había fallecido en Windsor hacía seis semanas, el 26 de junio. La noticia tardó algún tiempo en difundirse entre la Armada de Sudamérica, dado que no había ninguna señal para indicar la muerte del rey, pues tiempo atrás sir Home Popham había decidido que incluir ese tipo de comunicación en el código de señales desmoralizaría a los hombres. En realidad, la mayoría de la tripulación del Beagle estaba secretamente encantada con las noticias: el nuevo rey, Guillermo IV, era un hombre de la Marina, que había sido almirante supremo en Río de Janeiro. Su afición a la botella era célebre, pero se le consideraba un oficial sensato y serio y una bella persona. Entre la tripulación existía el consenso de que —como antiguo marino que era— el rey Guillermo miraría con buenos ojos la Marina.
Como ordenaba el reglamento, se declaró un período de luto oficial en la Armada, y FitzRoy se sentó para preparar el oficio religioso que debía celebrarse en recuerdo del difunto monarca. Pero estaba demasiado acongojado por su propia desgracia para que le importara la muerte, a seis mil millas de distancia, de un hombre al que había servido con gran diligencia durante dos años. Tenía que hacer un esfuerzo para concentrarse. «Debo entregarme por completo a mi trabajo; sólo si estoy ocupado podré soportar mis días. No puedo permitirme estar sin hacer nada y solo, pues los demonios regresarán».
La revelación de la tarde anterior también lo había dejado helado. No tuvo otro remedio que pagar una buena suma de dinero al ofendido doctor Carson Figueira para aplacar su rabia, pero antes hubo que convencer a Fuegia Basket y York Minster para que consintieran ser vacunados. Primero Boat Memory soltó un bonito discurso en su propio idioma, animándolos —como explicó más tarde— a confiar en el capitán FitzRoy. Dijo que el capitán les había dado su palabra de que la medicina del hombre blanco los protegería contra la enfermedad en un futuro, y el capitán era un hombre de palabra. Desde entonces, el momentáneamente locuaz York Minster no había vuelto a decir palabra.
FitzRoy abrió la copia gastada de la Biblia que Sulivan le había regalado y la hojeó. No supo si había encontrado el capítulo 14 del libro de Job por casualidad o si sabía dónde estaba de un modo subconsciente por haber leído a menudo la Biblia. «Las aguas de la mar se fueron, y agotose el río, secose. Así el hombre yace y no volverá a levantarse».
De pronto se sentía cansado, y en ese momento vio la vida como una lucha para aplacar la intransigencia del Dios del Antiguo Testamento; un Dios que podía exterminar a la mayor parte de la población mundial enviándole un inmenso diluvio, o llevarse la vida de un hombre indefenso, por muy bueno, por muy poderoso que fuera, como era Su costumbre.
Las piedras son desgastadas con el agua impetuosa, que se lleva el polvo de la tierra: de tal manera haces tú perecer la esperanza del hombre. Para siempre serás más fuerte que él, y él se va; demudarás su rostro y lo olvidarás. Sus hijos serán honrados y él no lo sabrá; o serán humillados y no lo advertirá.
No es que constituyera la tripulación más impecable que jamás hubiese dicho adiós a un monarca. Los hombres estaban divididos en dos grupos rectangulares situados a ambos lados de la ballenera puesta del revés, que bisecaba la cubierta principal sobre las varaderas, con la quilla cortando el aire como si fuese un tiburón medio hundido. Se habían vestido lo más elegantemente posible, pero los innumerables arreglos y remiendos que exhibía su ropa variopinta atestiguaban las constantes labores de aguja que se requerían en un largo viaje al sur. La fila de infantes de marina con chaqueta roja a la izquierda, con el chico del tambor en el extremo más alejado, prestaban un aire de formalidad a la ocasión, aunque los uniformes tampoco habrían podido pasar revista. Al menos los oficiales ofrecían un digno espectáculo, una fila de gorras con visera detrás del capitán sobre el castillo de popa, con la formal levita negra y los calcetines blancos lavados y planchados a conciencia por los sirvientes.
—Quítense las gorras —ordenó el teniente Kempe.
A bordo del Beagle se hizo el silencio, que sólo rompía el crujido de las jarcias mientras el barco fondeado, y sin viento, cabeceaba. FitzRoy dio un paso hacia el compás acimut, que le servía de atril cuando se dirigía a sus hombres. El crujido del barco pareció tornarse más insistente, casi rítmico. El capitán luchó para apartar de su mente los abrumadores pensamientos sobre su padre.
—Estamos aquí reunidos para dar gracias por la vida de su graciosa majestad el rey Jorge IV.
El crujido rítmico era más rápido, no sonaba muy fuerte pero sí insistentemente, desde algún sitio cercano. King y Stokes intercambiaron una mirada interrogante. Kempe observó de manera inquisitiva a Sorrell, que se encogió de hombros, perplejo.
—Leeré un fragmento del libro de Job, capítulo catorce: «El hombre nacido de mujer, corto de días, y harto de sinsabores: que sale como una flor y es cortado; y huye como la sombra, y no permanece…» —Incluso FitzRoy no pudo sino prestar atención. El crujido, acompañado de un suave golpeteo, lo desconcentraba. Hizo una pausa y murmuró al contramaestre—: Señor Sorrell, ¿están todos los hombres de la tripulación presentes?
—Sí, señor, excepto los que guardan cama en la enfermería.
El ruido procedía de uno de los minúsculos camarotes que había a estribor bajo la escala de la cubierta de popa, el que ocupaba Stokes. Ahora fue el guardiamarina quien se encogió de hombros con cara de desconcierto.
FitzRoy se aclaró la garganta y siguió leyendo:
—«¿Y sobre éste abres tus ojos, y me traes a juicio contigo?».
Hizo una pausa. Parecía que el crujido y el golpeteo habían adquirido un carácter más desenfrenado y entusiasta.
FitzRoy se dirigió con pasos enérgicos a la escalerilla, y en cuanto llegó abajo, giró bruscamente y abrió de golpe la puerta de la cabina de Stokes. La hamaca de Stokes, el origen del crujido, colgaba de sus ganchos afianzados en las paredes a un lado y otro del camarote. En ella, con una máscara de febril concentración en la cara y los pantalones bajados hasta las rodillas, yacía York Minster. Saltando a horcajadas sobre él, con la falda recogida hasta la cintura y la vista clavada en el techo, estaba Fuegia Basket. Sin parar de botar, se giró contentísima y obsequió a FitzRoy con su sonrisa más radiante.
—Fuegia quiere capitán FitzRoy —dijo.