York Minster, Tierra del Fuego
3 de marzo de 1830
—¿Cómo se siente? —El cirujano Wilson se inclinó hacia delante, acortando la distancia entre ellos, tratando de sugerir con sus ademanes la mayor simpatía y confidencialidad posibles.
FitzRoy reflexionó antes de contestar:
—Esta mañana… no del todo mal.
«¿No del todo mal? ¿No del todo mal, cuando pienso que me he convertido en un inválido y he tenido que renunciar al mando del barco? ¿No del todo mal cuando he perdido el juicio, cuando he puesto en peligro el barco y he arriesgado la vida de la tripulación? ¿No del todo mal?».
—Bueno, en el terreno físico, capitán, yo diría que está en muy buena forma.
Y así era. La fortaleza física de FitzRoy nunca se había puesto en duda. Pero ésa no constituía un arma con la que luchar contra aquello que lo había atacado, la primera vez hacía un año y medio, en el soleado clima brasileño, y ahora allí, en la laguna estigia del sur. El primer ataque, que se remontaba a su época de oficial superior de la Marina, fue enterrado en el olvido, desechado como un incidente aislado, una simple extravagancia. Pero ahora las ruedas del tiempo habían chirriado hasta detenerse, como paralizadas por el terror; no era sólo un pánico opresivo y espeluznante que había servido de clímax a ambas crisis, sino también una angustia en la boca del estómago que sabía que lo acompañaría el resto de su vida. Había algo primitivo acechando en su interior, algo que lo atemorizaba porque ignoraba si sería capaz de dominarlo. Había viajado a Tierra del Fuego para levantar mapas de las tierras inexploradas, para enumerarlas y catalogarlas, para dominarlas y civilizarlas; para poner bajo control la oscuridad primigenia. Pero ¿y la oscuridad que reinaba en su interior, que crecía, menguaba y hacía alarde de su poder cuando se le antojaba? ¿Podría dominarla? ¿Y Dios? ¿Sería Dios su faro en la oscuridad? ¿O, por el contrario, Dios lo castigaba por su arrogancia? ¿Era acaso una especie de prueba para calibrar la entereza de su fe? ¿Había sido la oscuridad creada en realidad por la luz? Se preguntó si el capitán Stokes se habría sentido como él, solo y asustado al mando del Beagle, convertido en un punto diminuto e insignificante en el silencioso y prehistórico páramo que lo rodeaba, una naturaleza salvaje y envolvente que amenazaba con devorarlo. «Por favor, ayúdame. Por favor, Dios, ayúdame. Si no es por mí, hazlo por el bien de mis hombres».
—¿Y dice que no hubo ningún aviso de que se avecinaba el ataque?
—Ninguno. Me cogió por sorpresa.
Wilson frunció los labios como para expresar su diagnóstico. De la pipa que sujetaba entre los dientes ascendió una columna de humo que formó una espiral aristocrática antes de topar con el techo bajo del camarote de FitzRoy. Pero pese a los modales rígidos y el pelo prematuramente encanecido, que prestaban un aire de dignidad a sus pronósticos, el uniforme arrugado y gastado delataba el hecho de que Wilson era todo menos un experto médico en la cima de su profesión. No era sino un cirujano de la Marina que cumplía con las formalidades que se le pedían. FitzRoy no se hacía muchas ilusiones de que fuera a curarlo. Aun así, pensó que debía formular la pregunta clave:
—Me gustaría saber si mi enfermedad no me incapacitará para el mando.
—Dios mío, no. Este tipo de depresión patológica del ánimo no resulta insólita en el sur. Vaya, con decirle que la semana pasada un hombre de la tripulación creyó que había visto al diablo. Resultó que era un búho. He sido cirujano durante más de diez años, y si me hubieran dado una guinea por cada hombre que he visto deprimido, ahora sería rico. No, capitán; pronto volverá a estar como una rosa. —Sostuvo la pipa de un modo que creía que inspiraba confianza.
«No tiene la menor idea de cómo tratarla, igual que yo».
—Bien, señor Wilson, le confieso que he consultado mi manual de frenología y he probado a realizar un autoexamen en el espejo, pero es un asunto arduo y delicadísimo.
El cirujano digirió esa información con una sonrisa condescendiente.
—Ah, sí, al parecer la craneología está muy de moda en Londres. Por mi parte, jamás he sido chichonólogo. Uno se quema las cejas estudiando uno u otro método, y a la que se descuida, ya hay otro en boga. ¿Sabe usted?, yo prefiero basarme en las prescripciones de probada eficacia. Así que le recomiendo, capitán, que beba un vaso de vino caliente mezclado con brandy y especias dos veces al día, por la mañana al levantarse y antes de dormir. Le sugiero también que tome sales de Seidlitz con calomelanos después de cada comida. Estoy seguro de que a su debido momento el efecto purgativo lo librará de las impurezas que ha ido acumulando en los vasos sanguíneos durante la travesía.
«Sales de Seidlitz. Calomelanos. El básico remedio curalotodo que ocupa el cajón superior de todo boticario que se precie».
—¿Eso es todo, capitán?
—Sí, gracias, señor Wilson. Le agradezco su amabilidad. Me siento muy reconocido de poder disfrutar los beneficios de su sabiduría médica.
Wilson salió del camarote. FitzRoy se quedó de pie un momento junto a la lumbrera, pensando. De pronto, en un arrebato, cogió las sales purgativas y la ampolla llena del líquido que Wilson le había dejado y las vació en el helado lavamanos.
La inmensa torre de roca perpendicular que el capitán Cook había bautizado con el nombre de York Minster por su extraño parecido con la famosa catedral se irguió imponente y amenazante sobre el Beagle. De unos quinientos cincuenta metros de alto y custodiada por chapiteles menores, la masa de piedra negra se erigía sobre las aguas devorando toda la lúgubre luz solar que podía, sin reflejar nada a cambio. FitzRoy mantuvo el Beagle a distancia de la costa, pese a la incitante tranquilidad de las aguas que lamían la base de la torre. La experiencia le había enseñado a evitar los llamados williwaws, repentinos chubascos huracanados que podían abalanzarse por el borde de un precipicio acarreando un aluvión de agua, hojas y tierra. Antes de que se tuviera tiempo de reaccionar, el barco podía encontrarse escorado peligrosamente en medio de un puerto natural donde unos minutos antes las aguas estaban en calma.
De hecho, habían perdido su mejor ancla de proa en una tempestad que se desató cuando navegaban por el pasaje Adventure: el barco cabeceaba con violencia; pero como el barómetro había predicho la tormenta, pudieron arrizar velas paulatinamente mientras se les acercaba. Arriaron los masteleros y las vergas antes de que se les echara encima lo peor del temporal, y el barco no sufrió más daños. El ingenioso y silencioso carpintero May fundió un ancla de recambio en una fragua casera improvisada bajo cubierta. Más tarde, al encontrar una gran percha de un naufragio abandonada en la orilla, el carpintero pidió desembarcar en la playa del seno Christmas, con una partida de marineros, para construir también una ballenera de recambio (al parecer, la madera del haya local dejaba mucho que desear como materia prima para fabricar barcos). FitzRoy no podía sino maravillarse de la destreza y la eficacia de aquel hombre.
Ahora, plantado en el castillo de popa, el capitán escudriñó el mar picado que tenía ante sus ojos. A unos cien metros divisó una canoa solitaria, que parecía inmune a las olas que la zarandeaban a un lado y otro; se habría dicho que esperaba, tranquila, que el Beagle se lanzase sobre ella. Podía divisar a sus ocupantes mientras se elevaban y descendían, alternativamente visibles e invisibles tras las grises crestas de las olas. ¿Tendría el episodio de la ballenera robada su continuación dentro de unos momentos? ¿O tras navegar de bolina ochenta millas desde la bahía Desolada habían alcanzado otra región del país de los fueguinos, donde nadie había oído hablar de sus continuos enfrentamientos con los indios?
Si FitzRoy sintió algún alivio al pensar que ese acontecimiento había quedado definitivamente atrás, se esfumó de inmediato cuando oyó una risa infantil a sus pies. Sonriendo con coquetería, allí estaba la pequeña fueguina, el recordatorio constante de su ataque de locura. Tenía la cara recién lavada, el pelo limpio y recogido en dos pulcras coletas, y llevaba un bonito vestido multicolor, que había confeccionado uno de los marineros con retales hallados en la cesta de la ropa vieja.
—¿Quiere que la lleve abajo, señor? ¿Le molesta? —preguntó el contramaestre Sorrell mientras tendía una mano a la niña cariñosamente.
—No, gracias; está bien aquí. No me molesta en absoluto.
—La niña se ha convertido en una mascota para los hombres de la cubierta inferior, señor. La llaman Fuegia Basket, «Cesta Fueguina», en recuerdo de la cesta flotante que Morgan construyó.
—Sí, ya me he enterado. Y el nombre le va. ¿Ha aprendido algo de inglés?
—No, no que yo sepa, señor, pero puede reproducir exactamente cualquier cosa que usted quiera que diga. Repite sus palabras al instante y sin equivocarse.
—Asegúrese de que todos siguen intentando enseñarle inglés. Estoy seguro de que pronto empezará a hacer progresos.
—Muy bien, señor. Es una niña encantadora, sobre todo si se piensa que los fueguinos son poco más que animales.
—Bien, señor Sorrell.
FitzRoy decidió hacer caso omiso del comentario. En realidad estaba distraído por un pensamiento repentino, pues había caído en la cuenta de que llevaba casi un año tratando a la raza fueguina y no había visto ningún viejo, fuera hombre o mujer. Todos los que habían encontrado eran jóvenes, fuertes y sanos. ¿Dónde estaban los ancianos? ¿Y los cojos, los inválidos, los deficientes mentales? ¿Acaso no podían soportar los rigurosos inviernos del sur? ¿O había una explicación más siniestra que aquélla? Echó otro vistazo a la niña feliz que gorjeaba a sus pies como si quisiera leer sus pensamientos, pero ella sólo le dirigió una sonrisa inocente.
Por entonces, la canoa solitaria ya estaba a menos de una docena de metros de la proa del Beagle. Con hábiles golpes de remo, los nativos aproximaron la embarcación a un costado del buque y la amarraron con el guardamancebo. Entonces abandonó la canoa el fueguino más alto y robusto, un gigante de un metro cincuenta, y tras trepar por los listones del costado del barco, saltó a cubierta. Enseguida, uno de sus compañeros soltó los cabos y la canoa se desvió a estribor. El indio se quedó allí, quieto como una roca, convirtiéndose en el blanco de todas las miradas; un visitante primitivo y salvaje en el centro de la cubierta principal. Poderoso, amenazador y completamente desnudo, con piernas y brazos como troncos, miró a su alrededor con ojos entrecerrados. Su fortaleza le confería una gran seguridad en sí mismo. FitzRoy sintió un escalofrío. «¿Y quién es este animal?», pensó.
—De modo que ahora aceptamos pasajeros, ¿no? —preguntó King tranquilamente.
—Este barco parece estar convirtiéndose en una casa de fieras —masculló el contramaestre para sí mismo, en tono de desaprobación.
La primera persona que se movió fue Fuegia Basket. Se recogió la falda, cruzó la cubierta dando saltos y se presentó al visitante. Riendo de felicidad, habló por primera vez en su lengua, y al hacerlo, emitió la ya familiar combinación de chasquidos y carraspeos guturales. Inmóvil, rígido y en actitud contenida y solemne, el extraño contestó con una voz lenta, grave, brutal; era obvio que escogía las palabras con cautela y las pronunciaba con exactitud. Como respuesta, Fuegia Basket abrió los ojos como platos y guardó silencio. Luego, de repente, echó la cabeza para atrás y rompió a reír a carcajadas; se volvió risueña para compartir su alegría con la tripulación que estaba observándola.
FitzRoy no le quitó la vista de encima al recién llegado. El hombre se mantuvo inexpresivo y quieto como una roca.
En el seno Christmas, mientras leían ángulos en una cumbre, FitzRoy cobró conciencia de la absoluta imposibilidad de su tarea: cientos de picos, miles de cuevas, y un millón de diminutos fragmentos de roca lanzados al mar. Las suaves depresiones de la tierra estaban ocultas bajo densos hayedos, una espesa y abundante vegetación que semejaba las filas de un ejército en formación cerrada e impenetrable. Ahora que sabía levantar mapas con absoluta exactitud, y que había llegado a habituarse, que no a inmunizarse, a los rigores del clima del sur, permitió que sus pensamientos volvieran a las dos nuevas adquisiciones del Beagle. El indio, bautizado por la tripulación con el nombre de York Minster en recuerdo al lugar donde subió al barco, no podía ser más diferente de la pequeña Fuegia. Hosco y taciturno, seguía sin decir palabra, pero FitzRoy estaba seguro de que se mantenía vigilante. Tenía los ojos tan inquietos como inmóvil era su postura. En particular vigilaba a la niña; sus ojos entrecerrados nunca se apartaban de ella mientras jugueteaba por las cubiertas. La chiquilla bailaba alegremente con la tripulación por la tarde o jugaba con sus muñecas improvisadas, que ahora conformaban una familia hecha de trapos cosidos por un alma caritativa. Durante todo ese tiempo los ojos del indio en cuclillas permanecían clavados en su espalda, desde su posición junto a la rejilla de la chimenea de proa, donde guardaba la comida que no probaba como un gran gato tras su ronda nocturna. A FitzRoy le parecía que la mirada de York era inteligente; resultaba difícil saber si era una inteligencia según el baremo europeo o simplemente una astucia animal. Sin duda, vestido como iba ahora con la ropa de los marineros, a primera vista podría haber pasado por un miembro de la tripulación excepcionalmente bajo y fornido. Aunque su extraordinaria fortaleza lo distinguía del resto de los hombres. Cuando se le retaba a echar un pulso y entendía lo que le pedían, hacían falta dos marineros para competir con él.
FitzRoy sabía, por las conversaciones que mantenían York y Fuegia, por la manera en que las nuevas sensaciones los impulsaban a comunicarse entre sí en su extraño lenguaje de chasquidos, que esos dos personajes tan distintos compartían algo parecido a una capacidad de razonamiento. Los límites de su propio entendimiento lo frustraban sobremanera. «Hay menos diferencia entre la mayoría de las naciones o tribus que la que existe entre estos dos individuos. Si consiguiera probar que todos los hombres tienen la misma sangre corriendo por sus venas, eso lo cambiaría todo».
Había consultado el Diccionario clásico del capitán Stokes, que dividía a los hombres en trece razas distintas, pero fue una pérdida de tiempo. El libro señalaba erróneamente Tierra del Fuego como un área de raza negroide. Al parecer, nadie se había dignado estudiar a esos curiosos habitantes del extremo meridional de América del Sur. Lo primero era descifrar el código de su lenguaje. Por desgracia, York no hablaba con ninguno de los marineros. Fuegia sólo repetía como un loro las palabras inglesas mientras esbozaba una ancha y radiante sonrisa. Pero entre ellos sí que hablaban: FitzRoy ya había identificado un ruido similar al cloqueo de una gallina como «no».
«Mientras ignoremos la lengua de los fueguinos, y mientras a su vez los nativos ignoren la nuestra, nada sabremos de ellos, ni de su sociedad, ni de su cultura. Sin ese entendimiento, no tienen la menor posibilidad de ascender desde el bajo escalón que actualmente ocupan en nuestra imaginación».
Y entonces, en la cima solitaria y agreste que se erguía sobre el seno Christmas, a FitzRoy le sobrevino una idea grande y hermosa.
«Si llevara a un grupo de fueguinos a Inglaterra, si los familiarizara con nuestro idioma, nuestros hábitos y costumbres, si les diera una educación apropiada, los proveyera de herramientas y los trajera de vuelta a su país sanos y salvos, entonces ellos y sus compañeros sin duda ascenderían desde la condición animal en que se encuentran. Podrían difundir su sabiduría entre sus compatriotas (el uso de herramientas, ropa, ¡la rueda!). Eso podría suponer el principio de una amistad con la nación fueguina. Podrían suministrar alimentos frescos, madera y agua a los barcos que pasaran de un océano a otro… Y aún podría ir más allá y enseñarles los modales de la buena sociedad; eso probaría ante el mundo que todos los hombres son iguales a los ojos de Dios».
La idea, simple pero magnífica, le dio vueltas en la cabeza. Necesitaría el permiso del Almirantazgo, por supuesto, y King y Otway deberían dar su bendición, pero si él corriera con todos los gastos de la educación de los fueguinos, el Almirantazgo no tendría nada que objetar.
Y el próximo buque planero que pusiera rumbo a Tierra del Fuego podría devolver a los indios a su país. ¿Qué problemas podrían surgir?
El ruido de un disparo procedente de la playa lo despertó de su ensueño. Estaban atacando al grupo de marineros que ayudaba a May en la ardua construcción de la ballenera. Muchos de los hombres, armados sólo con herramientas, corrieron para ponerse a resguardo detrás del barco a medio construir. Uno, al que debían de haber tomado por sorpresa, yacía boca abajo en un charco de sangre sobre la arena, muerto al parecer. Dos fueguinas, que según todas las apariencias lo habían atacado con rocas afiladas, se alejaban de su cuerpo en dirección al otro lado de la playa, donde había un grupo de más de diez indios cantando. Llevaban cintas de hierba trenzada con plumas blancas alrededor de la cabeza, cosa que, como FitzRoy sabía ya, expresaba hostilidad. En medio de ese panorama, solo, el doctor Wilson caminaba tranquilamente por la playa hacia ellos, mientras disparaba al aire, recargaba, caminaba unos pasos más y volvía a disparar dando muestras de una heroicidad insólita. «Quizá, después de todo, la aparente falta de imaginación de Wilson indique una serena fuerza interior», pensó FitzRoy mientras corría cuesta abajo, con Stokes a su espalda; los dos hombres ya empuñaban la pistola.
Cuando llegaron a la playa, todo había terminado. Wilson, normalmente uno de los oficiales más invisibles, había sido ensalzado como un héroe, y ahora trataba de salvar la vida del hombre herido, que tenía el cráneo fracturado. Los indios habían huido en sus canoas, pero una partida de marineros los alcanzó de inmediato con el cúter. Todos los fueguinos se lanzaron por la borda para no ser capturados; todos menos uno, un muchacho flaco con cara de susto que al poco se estremecía confuso en las garras de Davis, un miembro de la tripulación. En la playa encontraron un trozo de sondaleza (identificable por su blanca señal de cinco brazas), unas pocas herramientas y varias botellas de cerveza vacías de la ballenera desaparecida. Temblando de rabia, Davis puso el cañón de la pistola en la sien del muchacho.
—¿Le disparo ya, señor?
—No; baje el arma. Este indio está borracho.
—Se han bebido toda la cerveza que había en la ballenera, señor. Hasta la última gota, señor.
—Suéltelo.
El joven se derrumbó y cayó de espaldas, mirando a FitzRoy con ojos turbios y aterrorizados; la cinta de hierba con plumas blancas se veía flácida por efecto del agua.
«La única manera de conseguir que esta gente se comporte de forma pacífica es infundiéndole un miedo mortal. Debería cambiar esta situación en la medida de mis posibilidades. Debo hacer todo lo que pueda para crear el entendimiento entre nuestras dos razas».
—Entonces, ¿lo dejo marcharse, señor?
—No. Llévelo a bordo. Que se reúna con sus compañeros en el Beagle.
Rápidamente, la tripulación puso al recién llegado el nombre de Boat Memory («Recuerdo de la Ballenera»), como para rememorar el último eslabón potencial que los había unido a la embarcación perdida. El joven parecía ansioso por ayudar a los marineros en sus faenas del barco, como si quisiera expiar el haber tomado parte en el ataque mortal de la playa, pero por la misma razón era difícil que lo aceptaran. Además, su extrema delgadez, excepcional en un fueguino, lo incapacitaba para las tareas físicas, que —en caso de haber mostrado la misma disposición— York Minster habría acometido sin un jadeo. York trataba al recién llegado con absoluto desprecio, quizá por su condición de guerrero derrotado; rehusaba hablar con él y desdeñaba su presencia. Se situaron en extremos opuestos del barco, mirándose fijamente a través de la maraña de jarcias; el uno, hosco y desdeñoso; el otro, intimidado y atemorizado. Como era inevitable, Fuegia se convirtió en la intermediaria entre ambos: inconsciente de tales matices, trataba a Boat Memory con el mismo afecto irresistible que mostraba hacia todo el mundo. FitzRoy observó con interés el sentimiento de soledad que invadía al muchacho, y advirtió que eso podría convertirse en la vía de acceso que le hacía falta. Un día lo encontró sentado junto a la claraboya del camarote de popa jugando con un trozo de cuerda. FitzRoy, a diez metros de él, dijo con voz alta y clara:
—Yammerschooner.
Sin una palabra, obedientemente, Boat se puso de pie, caminó hacia delante y se detuvo con humildad frente al capitán, tendiéndole el trozo de cuerda.
FitzRoy apenas pudo contenerse.
—Significa «Dámelo» —jadeó con emoción—. Yammerschooner significa «Dámelo».
—Diantre, señor, ha acertado —exclamó King con su encantadora sonrisa de niño.
FitzRoy contuvo el entusiasmo. Miró al indio fijamente, y con un dedo se señaló los ojos.
—Ojos —dijo.
—Telkh —contestó Boat Memory sin vacilar.
—Vaya a buscar la libreta, señor King —murmuró FitzRoy con una mezcla de alivio y satisfacción. Los otros oficiales empezaron a acercarse, interesados a pesar de sí mismos—. Frente —probó, levantando el dedo.
—Tel’che.
—Cejas.
—Teth’liu.
—Nariz.
—Nol.
King volvió corriendo casi sin aliento, con el cuaderno y la pluma en la mano. FitzRoy continuó:
—Boca.
—Uf’fe’are’.
—Dientes.
—Cau’wash.
—Lengua.
—Luc’kin.
—Barbilla.
—Uf’ca’.
—Cuello.
—Chah’likha.
King fue anotándolo todo, tratando desesperadamente de transcribir los chasquidos y sonidos que emitía Boat Memory. FitzRoy, que mantenía la mirada fija en su interlocutor, siguió lentamente:
—Hombro.
—Cho’uks.
—Brazo.
—To’quim’be.
—Codo.
—Yoc’ke.
—Muñeca.
—Acc’al’la’ba.
—Mano.
—Yuc’ca’ba.
—Dedos.
—Skul’la.
—¿Las ha escrito todas, señor King? Dígame, ¿ha traducido todas las palabras hasta la última?
—Creo que sí. Quizá falte alguna de las primeras, pues estaba buscando el cuaderno.
FitzRoy cogió la libreta que le tendía el guardiamarina y leyó la primera palabra lo mejor que pudo. Se señaló los ojos una vez más y probó:
—Telkh.
Sin apartar la mirada, el joven indio se señaló a su vez los ojos y dijo, claro como el agua:
—Ojos. —A continuación se puso a señalar distintas partes de su cuerpo mientras al mismo tiempo decía sin vacilar—: Frente. Cejas. Nariz. Boca. Dientes. Lengua. Barbilla. Cuello. Hombro. Brazo. Codo. Muñeca. Mano. Dedos.
En la cubierta principal no se oyó el vuelo de una mosca al menos durante diez segundos. Nadie se atrevía a respirar. Finalmente FitzRoy rompió el silencio.
—Dios mío —exclamó.
El 23 de marzo, May dio por terminado el nuevo barco. Mientras tanto, Kempe había supervisado la provisión de agua potable del navío, y las puntadas de los nuevos aparejos del mastelero. En cuanto se acabó el trabajo, el Beagle levó anclas, atoó a barlovento y salió del seno Christmas, navegando con cuidado entre la profusión de pequeñas islas y rocas. Puso rumbo al sudeste a lo largo de la costa, hacia el cabo de Hornos falso, esa ingeniosa réplica natural que queda unas cincuenta millas por encima de la costa del verdadero cabo. Allí viró hacia el norte y entró en la bahía Nassau; la lantía era como un minúsculo y solitario punto de luz en las oscuras noches del invierno. Últimamente la lista de enfermos era más larga y constituía una caótica relación de resfriados, dolencias pulmonares, catarros y enfermedades reumáticas, por no mencionar a dos hombres malheridos. Los alimentos frescos del verano —las comidas a base de caza, sobre todo aves marinas: picos rojos, cormoranes y avetoros— se habían convertido en una rareza. Cuando conseguían cazar o pescar algo, se lo ofrecían a los enfermos primero, y luego a los indios, siguiendo las órdenes expresas de FitzRoy. El reconocimiento de la bahía Nassau, que se conocía de tiempo atrás pero llevaba décadas sin explorarse, iba a ser el último servicio que prestaría el Beagle en ese viaje; FitzRoy estaba aliviado de que fuera así. El cirujano Wilson había insistido una y otra vez en que la tripulación estaba pidiendo a gritos un descanso. FitzRoy era dolorosamente consciente de que el deterioro de la salud de sus hombres había seguido al episodio de la ballenera. Pese a que él mismo no tuvo ninguna señal de recaída, era como si la salud de su tripulación se alimentara —silenciosa, invisiblemente— de la suya, como si los trastornos de su mente se reflejaran en el estado anímico de la tripulación.
Boat Memory progresaba tan deprisa que FitzRoy apenas aguantaba tener que interrumpir sus lecciones para ocuparse de las tareas de reconocimiento. Fuegia, asombrada de que FitzRoy pudiera de repente comunicarse con ella en su propia lengua, había empezado a aprender inglés con una rapidez inaudita. Sólo York Minster, una presencia hosca e intimidatoria para todo el mundo menos para Fuegia, se mantenía callado. Hiciera el tiempo que hiciese, indiferente al frío y la lluvia, se sentaba en cuclillas en su rincón cercano a la rejilla de la chimenea, rodeado de los montoncitos de alimentos que guardaba. Algunos hombres de la tripulación pensaban que York daba mala suerte, o que deseaba que se desatara una tormenta sobre ellos, pero nadie se atrevía a desafiarlo. Acercarse a York era como meterse en la boca del lobo.
—Me temo que el agua del lavamanos está helada, señor.
Cuando el camarero de FitzRoy, llevando un cuenco humeante de avena, entró en su camarote para despertarlo, se encontró al capitán medio desvelado por el golpeteo de la cadena del ancla. Era un poco antes de las seis, y todavía faltaba un par de horas largas para el amanecer. La nieve se amontonaba oscura y espesa sobre la claraboya. FitzRoy estaba hecho a ese tipo de incomodidades, pero sabía que pasarían gran parte del día ocupados en la agotadora labor de quitar el hielo de los aparejos. Engulló el desayuno, y mientras lo hacía, forcejeó con el uniforme para vestirse; finalmente salió de su camarote, sin lavarse, cuando el centinela tocaba cuatro campanadas. Hacía demasiado frío para fregar las cubiertas, de modo que la tripulación estaba ocupada en amarrar y guardar las hamacas. Al timón, Murray se veía cansado, y cuando vislumbró una cara amiga, pareció aliviado.
—Creo que va a hacer un día estupendo, señor. El cielo está estrellado y tenemos un buen fondeadero, uno de los pocos que hay en esta costa aptos para que una escuadra forme una línea de batalla.
—Excelente.
Murray hizo una pausa.
—Me temo que durante la noche hemos perdido el ancla pequeña de proa, señor. La cadena sumergida se ha partido por culpa del hielo. Estaba completamente congelada, señor. He ordenado engrilletar el resto de la cadena que le quedaba al ancla de proa principal, y he fondeado con dos tercios de la cadena del ancla de respeto y una cadena y media del ancla de proa. He tenido a los hombres toda la noche vaciando cubos de agua salada por los escobenes para impedir que se hielen otra vez, señor.
—Bien, lamento la pérdida del ancla, pero ha hecho lo que debía, señor Murray. Estoy muy impresionado por su rapidez mental.
—Gracias, señor.
Mientras los ojos de FitzRoy se acostumbraban a la penumbra, advirtió que más allá del trinquete se levantaba una fina columna de vapor que señalaba la figura solitaria de York Minster en su sitio habitual, arrebujado en una manta. Habían convencido a Boat y Fuegia de que durmieran bajo cubierta, pero York prefería seguir vigilando en la intemperie.
—Se ha pasado toda la noche ahí, señor. Para variar.
El Beagle había anclado en la oscuridad, pero ahora la luna iluminaba las laderas boscosas que cercaban el barco por tres de sus cuatro costados. Hacia el lado norte de la bahía las pendientes convergían en un batiburrillo de islas. Allí, como siempre, FitzRoy, Stokes y Murray debían buscar canales, atajos y rutas ocultas hacia el interior de Tierra del Fuego. En el otro lado de la cubierta se armó un repentino alboroto. York se había puesto en pie de un salto, todos sus sentidos alerta como un animal acosado. Escudriñó la oscuridad de hito en hito y comenzó a gritar. Boat Memory asomó la cabeza por la escalerilla, y detrás de él apareció Fuegia Basket a toda velocidad. Los tres empezaron a correr de un lado para otro agitadamente, arrimándose al pasamanos para gritar con desdén y hacer muecas burlonas a la oscuridad, antes de dar media vuelta y apartarse deprisa, como si tuvieran miedo de exponerse demasiado tiempo.
—¿A qué demonios le están gritando? —preguntó FitzRoy.
Tanto él como los vigías eran incapaces de ver nada, ni siquiera con prismáticos nocturnos. Pero en ese momento, a través del aire puro y frío de la noche, les llegó el débil sonido de unos gritos y silbidos de respuesta. Al principio parecían una veintena, pero a medida que se acercaban, se multiplicaron. Entrecerrando los ojos para aguzar la vista en la penumbra, FitzRoy pudo distinguir unas siluetas pequeñas y oscuras que se recortaban contra el reflejo de la luna en los canales lejanos. Había más de cien canoas. Boat Memory corrió por la cubierta agitando los brazos y gritando:
—Yamana! Yamana!
Incluso York, normalmente serio, corría en círculos presa del nerviosismo. FitzRoy observó que Fuegia estaba llorando.
—¿Qué ocurre, Boat? ¿Quiénes son?
Boat estaba demasiado aterrorizado para contestarle. FitzRoy lo agarró del brazo con brusquedad mientras el muchacho pasaba corriendo por su lado y lo obligó a girarse.
—Boat, ¿quiénes son esos hombres?
—Hombres malos. ¡Yamana! ¡Mata Boat Memory! —Y como para probar las intenciones asesinas de los extraños, mostró dos cicatrices que tenía en el brazo.
—¿Yamana?
—¡Yamana! Hombres malos. Mata alik’hoo’lip’.
—¿Sois alikhoolips? ¿Tú, York y Fuegia?
—Sí. ¡Yamana mata alik’hoo’lip’! ¡Hombres malos!
—Aquí no va a mataros nadie. ¿Entiendes? Aquí no os matará nadie.
Pero Boat ya corría hasta el pasamanos para soltar otra sarta de insultos a la oscuridad.
• • •
FitzRoy dio orden a la tripulación de que ocuparan sus puestos, y los tambores del Beagle tronaron en la oscuridad del canal. Se sacaron las llaves de los cañones, junto con las líneas de gatillos, los alambres para cebar y la pólvora, las palancas y las baquetas. Mojaron el suelo de las cubiertas alrededor de los cañones y echaron arena en abundancia. Tras un minuto de actividad frenética, los hombres estaban listos, esperando la orden de cargar.
—¿Va a dar la orden de abrir fuego, señor? —preguntó Murray.
—Dios quiera que no sea necesario. El retroceso de los cañones haría estragos en los cronómetros.
Una gran flotilla de canoas se acercaba al Beagle desde varias direcciones. Las siluetas, de pie en los pequeños barcos y perfiladas contra las aguas relucientes, agitaban pieles de nutria del tamaño de grandes pañuelos y sostenían lo que semejaban enormes porras de madera. En las canoas, los hombres gritaban a cuál más fuerte y se empujaban entre sí para salvar la distancia que los separaba del barco. Ahora que estaban más cerca, los insultos de Boat y York y los sollozos de Fuegia parecían de pronto insignificantes y ridículos en comparación. Poco a poco, las canoas yamana fueron rodeando el Beagle, pero el ataque se retrasaba. Los marineros, de pie junto a los cañones, se mostraban tensos y nerviosos; FitzRoy, con la pistola desenfundada, estaba listo para dar la orden de disparar en cualquier momento.
—Señor, señor —gritó el timonel Bennet—. ¡No son porras, señor! ¡Son peces!
—¿Cómo dice, señor Bennet?
El timonel esbozó una amplia sonrisa de alivio.
—Lo que sujetan no son porras, señor, sino peces. Han venido a vendernos pescado fresco.
Al rayar el alba, tras dejar a Kempe al mando del Beagle, FitzRoy envió a Murray al este a levantar mapas en el extremo abierto de la bahía Nassau, y a Stokes al oeste para explorar los canales del lugar. Él, Bennet y King, con las fuerzas recuperadas gracias al abundante pescado fresco que habían ingerido, pusieron rumbo al norte, donde las paredes de la bahía se estrechaban. La orilla estaba salpicada de extrañas estructuras cónicas de color verde intenso, que tras una inspección atenta resultaron enormes montículos de conchas marinas desechadas, que se habían vuelto esmeralda por la acción conjunta del moho y brotes de apio salvaje que crecían y se enroscaban en ellos. Pese al frío, era la región más densamente poblada que habían visitado; aquí y allí se alzaban destartaladas tiendas de maleza en forma cónica, como almiares de heno abandonados. Los indios, al carecer de pieles de foca, parecían incluso más pobres, más sucios y más degradados que los del oeste, pero, pese al temor que suscitaban en Boat, York y Fuegia, eran de índole indiscutiblemente más amistosa y tratable. En cuanto vieron el cúter, volaron a las canoas para venderles pescado y marisco, agitando diminutos jirones de piel de nutria para llamar la atención de los marineros. Pedían a gritos un cuchillo, en español: por lo visto, en algún momento de la historia, una partida de españoles había pasado por esos lugares. Kilómetros de playas de guijarros y rastrojos bordeaban ese lado de la bahía; se distinguían huellas de guanacos en las orillas fangosas de los riachuelos. Después de pasar un año en las desoladas profundidades de Tierra del Fuego, el simple hecho de imaginar que una manada de guanacos pastoreaba cerca constituía todo un presagio de civilización.
Enfilaron hacia el brazo norte de la bahía, donde se tornaba más angosta y se convertía en un canal serpenteante que apenas tenía la anchura suficiente para que pasaran dos barcos a la vez. Allí tuvieron que detener el cúter: tres canoas de frente, una junto a otra, les bloqueaban el paso.
—No quieren que vayamos más allá —dijo King.
—Tratan de proteger algo de nuestra vista —aventuró Bennet.
—Avancemos poco a poco.
El cúter siguió lentamente y, sin emitir ruido alguno, las tres canoas indígenas se apartaron para permitirle pasar. La luz de la mañana brillaba por primera vez en varios meses; el agua era cristalina. El vaho que exhalaban los marineros se condensaba en sus cabelleras demasiado crecidas. Palmo a palmo, el cúter se dejó llevar por la corriente en el último tramo del estrecho, hasta que llegó a un lugar donde las paredes de roca se abrían una vez más. Allí se detuvo: miraran a donde mirasen, ora al oeste, ora al este, el panorama que tenían ante sus ojos los dejaba mudos de asombro.
—Dios bendito —murmuró King finalmente.
—Cielo santo —exclamó FitzRoy.
Se hallaban en un canal entre montañas, aunque la palabra canal resultaba insuficiente para describir aquello. Era una quebrada, una sima, un corte limpio en el corazón del continente, recto como una flecha, y tendría unas ciento veinte millas de largo, así como un par de millas de ancho. Estaba flanqueado por montes de más de mil metros, cuyas nevadas y soleadas cimas parecían suspendidas verticalmente sobre las aguas azul oscuro. El manto blanco de las montañas cubría un sinfín de glaciares azul celeste que derramaban cascadas de nieve fundida desde los valles suspendidos en el aire; todos los brazos de mar que podían ver a su alrededor terminaban a su vez en un inmenso glaciar. En ocasiones, el pináculo de una torre de hielo se desplomaba desde uno de los acantilados de la ensenada; un estruendo distante reverberaba a través de los canales solitarios como la andanada de un buque de guerra o el lejano rugido de un volcán. En el agua se mecían suavemente bloques de hielo de unos treinta metros de altura, como icebergs polares en miniatura, cuya superficie emitía una luz deslumbrante que se partía en millones de estrellas al contacto con las olas que el cúter levantaba a su paso. A lo largo de toda la quebrada, la línea que señalaba el límite forestal era rectilínea, como si un niño la hubiera dibujado con una regla. Las hojas de las hayas que poblaban los acantilados habían adquirido un reluciente rojo otoñal en la parte inferior, y un poco más arriba, donde el frío había retrasado la acción de las estaciones, lucían el amarillo verdoso habitual. Por enésima vez, FitzRoy deseó que el Beagle contara con un artista oficial a bordo.
—Es extraordinario, señor. Increíble. Hemos dado con un canal que rivaliza con el estrecho de Magallanes.
—Cierto, señor Bennet. Si pueden localizarse los dos extremos y ambos dan al océano, como sin duda debe de ser, podemos afirmar que hemos encontrado un canal navegable que evita la necesidad de circundar el cabo de Hornos.
—¿Cómo lo llamaremos?
—El estrecho que nos ha traído hasta aquí recibirá el nombre de Murray en honor a él. Pero este canal es demasiado importante para recibir el nombre de una sola persona. Creo que deberíamos llamarlo canal Beagle.
—¿Vamos a cartografiarlo nosotros, señor? —preguntó King.
—Al menos tardaríamos un mes en hacerlo. Necesitamos provisiones, sólo nos quedan alimentos para dos semanas. Además, tenemos órdenes de llegar a Brasil en junio. No; ésta es tarea para una expedición futura.
Asombrados, permanecieron sentados en silencio veinte minutos antes de ponerse a trabajar. Midieron los lugares más cercanos del canal y del estrecho de Murray, ascendieron a una de las cumbres (que recibió el nombre de monte King) siguiendo una senda de guanacos, recogieron muestras de roca verdosa eruptiva para su análisis estratigráfico, y reunieron especímenes de percebes autóctonos y otros mariscos. Acamparon para pasar la noche en una angosta playa de guijarros, apretujándose y temblando en sus tiendas provisionales.
Cuando regresaron por el estrecho a la mañana siguiente, las tres canoas, con sendas familias silenciosas en su interior, continuaban una junto a la otra igual que el día anterior, como guardias de honor de un amo poderoso e invisible. Una ligera brisa presagiaba el fin del buen tiempo, por lo que la tripulación del cúter fue dando bordadas por el estrecho, ayudándose con el remo aquí y allí para mantener el rumbo.
—Arrímese a esa canoa.
—¿Señor?
—En el Beagle tenemos tres individuos de la tribu del oeste, los alikhoolip. Pero no tenemos a ningún yamana.
—¿Vamos a llevarlos a todos a Inglaterra, como si fueran especímenes?
—No, señor Bennet. No los llevaremos como especímenes, sino como nuestros prójimos, para que participen de nuestra civilización, para formarlos en los modales de nuestra sociedad. Además, la suerte ya está echada. No tenemos provisiones para volver al oeste, y si dejamos aquí a nuestros tres invitados indios, me temo que los descuartizarán. Por lo que sí, vendrán con nosotros.
Siguiendo las órdenes de FitzRoy, el cúter se situó junto a la canoa del medio, que al parecer estaba al mando de un hombre de unos treinta años. Se había pintado dos rayas en la cara: una roja que iba de oreja a oreja por encima del labio superior y, más arriba, una blanca paralela que le unía los párpados. FitzRoy se puso de pie e hizo ademanes para invitarlo a él o a un miembro de su familia a subir al bote. El hombre gruñó con desconfianza, pero, picado por la curiosidad, un chico bajo y rollizo que estaba a su lado se levantó y examinó a los forasteros. A continuación hubo una conversación a base de chasquidos, y finalmente el chico subió al cúter junto a FitzRoy, que ya lo esperaba. El hombre, que posiblemente era el padre del muchacho, extendió las manos y puso cara de súplica, para indicar que debería verse recompensado por la molestia. Era una decisión delicada. FitzRoy había pedido un voluntario; no quería comprar a un ser humano. Pero se dijo que no se trataba de una transacción comercial, sino de una retribución que pagaba por el respeto que el mayor de una tribu merecía. Él estaba allí para ayudar a esa gente, no para explotarlos. Al rebuscar en su bolsillo, encontró un botón de nácar y, aunque seguía sin estar del todo convencido de sus propios argumentos, se lo arrojó al indio de la canoa.
Al chico rollizo el canje no pareció perturbarlo en absoluto, pero el indio mayor dio un grito ahogado de asombro, como si le hubieran llovido doblones de oro. Maravillado, sostuvo el brillante botón a la luz del sol, y a continuación, señalando al resto de la familia, dio a entender que por otro botón FitzRoy podía llevarse a quien quisiera: su mujer, su hija…
—A remar todo el mundo. Regresamos al Beagle.
Y así, el cúter reemprendió la marcha por el canal en dirección contraria, dando bordadas contra el viento a babor y luego a estribor. La canoa indígena, interpretando seguramente el zigzagueo del cúter como una fuga, se pegó a su estela, esforzándose para seguir sus movimientos. El supuesto vendedor se mantenía en la proa, de pie, sonriendo y haciendo expresivos ademanes para indicar que si los europeos le daban otro objeto brillante, toda su familia estaba en venta; mientras tanto, la familia en cuestión remaba con calma pero con energía en persecución de sus reticentes compradores.
—La verdad es que ese tipo no me gusta demasiado —declaró FitzRoy, lanzando a la canoa otra mirada incómoda por encima del hombro.
A su lado, el chico sonrió, encantado de la persecución, y se puso a animar a los marineros mediante señas para que renovaran sus esfuerzos; aun así, no consiguieron zafarse del entusiasta vendedor hasta después de una hora larga. Mientras, FitzRoy intentó distraer la atención de su nuevo protegido mostrándole un espejo, tanto por el interés que le suscitaba la situación como por entretenerlo. El joven indio lo sostuvo admirado; primero observó su reflejo y luego, una y otra vez, le dio media vuelta, en busca de su gemelo imaginario, y después, confundido, incluso miró detrás de sí. Finalmente llegó el momento de hacer muecas, poniendo a prueba a su reflejo, forzando al máximo a su doble del espejo con la esperanza de incitarlo a la rebelión. Contento de haber conseguido captar la atención del chico, FitzRoy le indicó por señas que podía quedarse con el espejo.
A primeras horas de la tarde, cuando la nítida luz otoñal empezaba a menguar, llegaron al Beagle. Allí fueron testigos de un verdadero pandemonio. El barco seguía rodeado de una flotilla de canoas, llenas hasta los topes de indios que trataban de vender pescado fresco, marisco y jirones de piel de nutria. York, Boat y Fuegia parecían haber tomado a su cargo las operaciones comerciales, y se desplazaban por la cubierta velozmente en busca de chucherías —tiras de trapo, clavos oxidados, cuentas de vidrio, etcétera— que intercambiaban por comida. Por lo visto habían perdido el miedo que los atenazaba la mañana anterior, y ahora adoptaban las maneras fanfarronas de los mercaderes de las ferias ambulantes.
FitzRoy fue el primero en salir del cúter.
—¿Qué está ocurriendo aquí, señor Kempe?
—Sus salvajes, señor. —Kempe tuvo cuidado en recalcar la palabra «sus»—. Se han puesto a comerciar con los otros salvajes. Sus órdenes se redujeron a que no se escaparan del Beagle. Dado que no son parte de la cadena de mando, señor, me he limitado a ejecutar exactamente las órdenes que recibí de usted.
En ese momento, Boat Memory pasó a toda prisa riendo a carcajadas.
—¡Capitán, capitán! Yamana, ¡hombre tonto! Yamana, ¡hombre tonto! Boat da botón Yamana. Yamana da pez Boat. ¡Hombre tonto! ¡Hombre tonto!
Y salió corriendo en busca de otro botón, pues ya había acabado con todos los de su chaqueta. «¿Habría estado Boat igual de emocionado unas semanas atrás por cambiar un pez por un botón?», reflexionó FitzRoy. Al menos algo estaban aprendiendo.
Un poco después, el timonel Bennet escoltó al chico yamana para que trepara por encima del pasamanos. El efecto fue instantáneo. Presas del horror, York, Boat y Fuegia no movieron un músculo.
El chico, atemorizado, rompió a llorar. York dio unos pasos hacia delante, le apuntó con el dedo y gritó:
—¡Yamana! ¡Yamana!
El muchacho se encogió de miedo, y todo su cuerpo se sacudió por los sollozos. FitzRoy se interpuso entre ellos. Boat se acercó y empezó a burlarse del recién llegado asomándose por detrás de los hombros de FitzRoy.
—¡Yamana! ¡Sin ropa! ¡Yamana! Hombre tonto.
—¡Sin ropa! ¡Sin ropa! —gritó Fuegia, alborotada.
Sin comprender nada, el asustado joven soltó unas pocas palabras entre sollozos.
—¿Qué dice, Boat? ¿Qué dice?
—Boat no entiende. Boat no habla lengua yamana.
«Dios mío. Por supuesto. No tienen sólo un lenguaje. La suya no es una única nación. Estos dos no entienden una palabra de lo que dice el otro».
Fuegia se acercó corriendo y le escupió en la cara.
—¡Sin ropa! ¡Sin ropa! —gritó.