Bahía Desolada, Tierra del Fuego
4 de febrero de 1830
—¿Alguna novedad, señor Kempe?
—Ninguna, señor. Las partidas de rescate no han hallado ni rastro.
FitzRoy apretó los dientes, exasperado. Murray llevaba más de una semana de retraso. Comandaba una partida con la misión de cartografiar el cabo Desolación y el sudoeste de la bahía en una de las dos balleneras. Debían de haber acabado las provisiones hacía cuatro días. Se encontraban en una costa agreste y castigada por el oleaje, expuesta a la furia y el ímpetu de las aguas del Pacífico, por lo que navegar en una pequeña embarcación abierta era aún más peligroso.
Hasta el momento, FitzRoy no podía quejarse del modo en que había transcurrido todo. Los barcos habían partido de la bahía Gregorio rumbo al sur, hacia Tierra del Fuego, y el paisaje había ido cambiando de un modo espectacular. Ante ellos se erguía un batallón de sombrías montañas cuyas laderas caían en picado hasta el mar; sus nevadas cimas permanecían envueltas en la niebla y en violentas borrascas. A sotavento, la costa estaba cubierta por una espesa maraña de vegetación verde y amarilla y lúgubres bosques de hayas, cuyos troncos, en algunos casos, medían casi cuatro metros de diámetro. Allí donde se posaran los ojos, la pared montañosa estaba perforada por ensenadas y, a sus pies, salpicada de islas, meras migas de piedra, como si un gigante hubiera tallado los acantilados a golpe de hacha. Aquí y allá, en calas desiertas, los guijarros con forma de media luna conformaban la única tierra plana. Las nubes bajas pasaban velozmente y se deshilachaban al chocar contra las rocas desnudas. Una vez, sólo una vez, el gris manto de nubes se rasgó y dejó ver la brillante cima helada que se alzaba por encima de las montañas contiguas. Era el imponente Volcán Nevado que Pedro Sarmiento había registrado en el siglo XVI. El capitán King lo había vislumbrado también en los primeros días de su expedición, y lo había rebautizado con el nombre de monte Sarmiento. En todo ese panorama sobrecogedor no había signos de vida. Si los habitantes de Tierra del Fuego estaban vigilando los barcos, hasta el momento no habían dado señales de su presencia. Los oscuros canales que se abrían en las montañas parecían llegar más allá de los límites del mundo habitado, a los mismos confines de la tierra.
King había decidido que los barcos tomaran rumbos diferentes. Él había virado al este en el Adventure; Skyring, en el Adelaide, fue enviado al laberinto que tenían enfrente para explorar y cartografiar el canal Cockburn mientras serpenteaba entre paredes de roca cortadas a pico hasta la costa del sur. A FitzRoy, al mando del Beagle, King le ordenó seguir por el estrecho de Magallanes, girar al oeste en punta Cállate, y luego dirigirse al noroeste hacia el Pacífico. Había ensenadas y canales en el lado norte del estrecho, registrados hacía medio siglo por Byron, Wallis y Carteret, que aún no estaban explorados ni cartografiados ni tenían nombre; o, como en el caso de punta Cállate, no se habían rebautizado. Mantendrían la pared montañosa de Tierra del Fuego a babor, dando bordadas contra los vientos del oeste, mientras exploraban la tundra más llana y árida del sur de la Patagonia a estribor. FitzRoy estaba ansioso por ocuparse de esa tarea. La única nota discordante era que King había transferido a Bynoe al Adelaide, pues Skyring necesitaba un cirujano; FitzRoy se había quedado a merced de la conversación del señor Wilson. Una vez más se le negaba la compañía de un espíritu potencialmente afín.
Buscó consuelo en el firme y eficaz guardiamarina Stokes. Con el pelo rapado, compacto y musculoso, el oriundo de Yorkshire era tan responsable y eficiente en su trabajo que no parecía tener sólo dieciocho años. En cuanto se le daba una orden a Stokes, uno podía olvidarse tranquilamente. Pronto se convirtió en el topógrafo de más confianza de FitzRoy. Aunque taciturno por naturaleza —no era la persona más adecuada para mantener una conversación en el comedor de oficiales sobre las sutilezas de la estratigrafía o la antropología—, siempre se mostraba apacible, y el capitán podía contar con él tanto en los buenos como en los malos momentos.
Mientras el otoño dejaba paso al invierno, FitzRoy y Stokes —el primero al mando de la ballenera, y el segundo remolcado detrás en una yola— partieron con provisiones para un mes con la misión de investigar el canal Jerome, una angosta brecha que se abría en el lado norte del estrecho. Iban bien equipados: cada hombre llevaba una capa de hule y un sombrero impermeable. A falta de comida fresca, habían llenado el bote con latas de carne en conserva Donkin’s, que se convertían en un plato agradable al mezclarse con los frutos de la caza (el pájaro que hubiera tenido la mala suerte de retrasar el momento de la emigración invernal encontró en Stokes un tirador infalible). Pero a pesar de las precauciones tomadas por FitzRoy, el mal tiempo puso al límite la capacidad de resistencia de todos ellos. A veces no paraba de caer una lluvia helada durante días; por la mañana se encontraban arrebujados en sus capas endurecidas por la escarcha. Los vientos azotaban las aguas y levantaban olas de poca altura, aunque difíciles de navegar, que amenazaban con hacerlos volcar en cualquier momento; la fuerte resaca imposibilitaba llegar a tierra y en ocasiones debían remar toda la noche sólo para mantener los dos botes alineados con las olas.
Además, estaba el trabajo interminable, exhaustivo, de la medición. Lo que ellos hacían era cartografía moderna y científica, que no tenía nada que ver con las vagas conjeturas de antaño. Debían realizar sondeos en todas las bahías empleando la sondaleza de la yola, mientras que la ballenera se adentraba con el timón levantado en los bajíos efectuando secciones transversales en varios ángulos con la sondaleza. En todos los puestos donde desembarcaron tuvieron que trasladar a pulso y montaña arriba pesados teodolitos, montar pequeños observatorios portátiles y ajustar los cronómetros del barco. Era una tarea ingrata, pero los hombres se afanaban en ella con energía.
Y qué descubrimientos hicieron. Para su asombro, el canal Jerome se ensanchó y se convirtió en un inmenso mar interior de unas sesenta millas de anchura, insospechado hasta entonces, que FitzRoy bautizó como seno Otway. A un lado se abría un paso que recibió el nombre de canal Sulivan en honor a su amigo ausente; la célebre carne en conserva del señor Donkin fue homenajeado en la cala Donkin, mientras que se nombró a las bahías recordando al teniente Wickham del Adventure y a la hermana de FitzRoy, Fanny.
En el otro extremo del seno Otway, un angosto y serpenteante pasaje penetraba entre las colinas y llevaba, asombrosamente, a otro enorme mar interior de sesenta millas de largo por veinte de ancho. Enormes Niágaras de hielo azul, escindidas por canales de bordes serrados, señalaban el extremo oeste, donde icebergs de formas inverosímiles se empujaban y chocaban entre sí con silenciosa elegancia. FitzRoy llamó a esa segunda extensión seno Skyring, para rememorar al impertérrito caballero que había aceptado con buen ánimo su relevo. Antes de poder determinar si el seno Skyring tenía una salida al mar, las provisiones empezaron a escasear, de modo que volvieron al Beagle, con las abundantes barbas invernales cubiertas de hielo. FitzRoy había perdido dos dedos de los pies por congelación; pero ningún hombre expresó la menor queja, y su capitán se sentía rebosante de orgullo. Convertiría el Beagle en el buque planero más eficiente de la Marina británica.
Durante el resto del invierno se dedicaron a navegar por los estrechos hasta el final, buscando canales en la fría lluvia y la escasa luz solar. Sulivan volvió a ser recordado en el cabo Bartholomew; King fue conmemorado tres veces en un punto de la travesía: cabo Philip, cabo Parker y la isla King. Presenciaron cómo unas focas enseñaban a nadar a sus crías: las sostenían con una aleta, y luego las empujaban a las aguas profundas para que se valiesen por sí mismas. En una ensenada de aguas oscuras y rodeada de negros acantilados, que la posteridad conocería como seno Ballena, el contramaestre Sorrell gritó:
—¡Todo a babor! Hay rocas debajo de la proa —dijo, señalando lo que se reveló como un grupo de ballenas jorobadas. Los animales acompañaron al barco durante algunas millas antes de desviarse hacia el sur, momento en el cual una de las ballenas dio un elegante salto de un lado a otro de la popa del Beagle.
Al principio los habitantes del estrecho no se dejaban ver sino con mucha cautela. Tampoco es que pudieran mantenerse ocultos a las miradas de los forasteros, ni mucho menos. Por la noche, los fuegos permanentes —la posesión más preciada de toda familia fueguina, que no permitía que se apagara jamás— señalaban su presencia en las faldas de las montañas a oscuras, como cirios colocados en filas ascendentes en el interior de una iglesia. El suyo era un mundo que sólo se revelaba con la oscuridad, cuando se oía el ladrido de los perros y el sonido de los tambores. Con la luz del día, los indios se quedaban en silencio, y seguían a los hombres blancos en sus barcas a prudente distancia. Sus canoas eran extrañas embarcaciones plegables, hechas de cortezas de árbol cosidas entre sí y divididas en tres partes bien diferenciadas: las mujeres —a cargo de los remos—, los niños y los perros iban en la parte de atrás; delante iban los hombres, armados con palos, piedras, lanzas de madera o dagas de puntas hechas con restos de hierro batido hallado en los naufragios; en el centro, en el lugar de honor, se hallaba el divino e incesante fuego sobre su lecho de arena. Junto al fuego siempre había un montón de hojas verdes para hacer señales de humo, y así, el lento avance del Beagle a través del estrecho fue seguido y observado en todo momento por los fueguinos. De vez en cuando, grupos de hombres desnudos se apiñaban en la costa y gritaban una sola palabra: «Yammerschooner!», mientras agitaban jirones de piel ante los forasteros; pero cuando FitzRoy enviaba unos botes para entablar contacto, los indios huían y se adentraban en la vegetación mucho antes de que los marineros tomaran tierra.
Esos hombres no se semejaban en nada a los «nobles salvajes» de la Patagonia. Eran criaturas bajas y rollizas, de un metro veinte como máximo, que parecían pasar tanto tiempo en el agua helada —la cual no debía de estar a más de uno o dos grados por encima del punto de congelación— como en tierra. Podían aguantar la respiración durante varios minutos debajo del agua, antes de emerger de las oscuras y frías profundidades con los mejillones y erizos que aparentaban constituir la base de su dieta. Era difícil relacionarlos con cualquier otra tribu del mundo. En realidad el fueguino se parecía más a una marsopa que a un ser humano. FitzRoy pensó que era como una caricatura de la humanidad.
En el monte de la Cruz, en la parte occidental del estrecho que Cook llamó Tierra de Desolación, encontraron a unos indios. Un grupo apareció furtivamente en la costa, agitando pieles y gritando «Yammerschooner!», como era habitual. Uno iba pintado de blanco por completo, otro de azul y otro de rojo brillante. El resto llevaba el cuerpo cubierto de rayas blancas. FitzRoy ordenó acercar el barco a la orilla. Durante días había caído una intensa agua nieve, las jarcias y vergas del Beagle estaban cubiertas de hielo, y los hombres tenían los dedos azules por el frío. El barco dio la vuelta lentamente, como una gorda bailarina describiendo una pirueta. A pesar de las bajas temperaturas, los nativos de la playa iban desnudos salvo por los jirones de piel de zorro que algunos se habían echado sobre los hombros.
Bennet miró con ojos entrecerrados a través del catalejo mientras los indígenas se ponían a cotorrear y gesticular animadamente.
—¡Vaya! Ese tipo de color carmesí me recuerda el letrero del León Rojo, en Holborn Hill.
—Rojo, blanco y azul —señaló Kempe—. Han izado la bandera británica para darnos la bienvenida.
—Bueno, se ha reunido una verdadera multitud en la playa, muchachos —dijo Murray riendo—. ¿No les parece que esta orilla es el equivalente de una taberna de moda londinense en Tierra del Fuego?
—¿Y qué sabrá usted de tabernas de moda, señor Murray, viniendo de Glasgow?
Un coro de risas recorrió el castillo de popa.
—¿Creen que podría darle desde aquí? —preguntó King apuntando con su fusil por encima del pasamanos de popa—. Eso sí que encendería el fuego del salvaje rojo.
—¡Baje esa arma ahora mismo! —ordenó FitzRoy con brusquedad. Se acercó a King a grandes zancadas, con los ojos brillantes, y le arrebató el arma—. ¿Qué demonios cree que está haciendo?
—Disculpe, señor. —King se mostró resentido y perplejo—. Sólo iba a disparar por encima de su cabeza, señor. Debería ver cómo huyen despavoridos los salvajes, señor, parecen patos, es muy gracioso. El capitán Stokes siempre nos dejaba divertirnos con las armas, señor. En realidad no iba a dispararle a él, señor.
—Así lo espero. No son animales creados por Dios para nuestra diversión. Me avergüenzo de usted, señor King.
—Pero no son humanos, señor.
—Puedo asegurarle que son hombres, como usted y como yo. Hombres desafortunados, quizá, obligados por las circunstancias a vivir en este lugar dejado de la mano de Dios, pero aun así son nuestros hermanos. No se semejan a nosotros porque su fisonomía se ha adaptado al frío y la lluvia. Si lo dejara abandonado en esta costa, señor King, y si el Señor se apiadara de su alma y le permitiera seguir viviendo, en una generación o dos, es muy probable que sus descendientes fuesen bajos, rollizos y cotorrearan como el fueguino más miserable.
—Pero esos ruidos que hacen no significan nada, ¿verdad, señor?
—¿Cómo está tan seguro? Que yo sepa, no ha habido ningún doctor Johnson que se haya tomado la molestia de compilar un diccionario de su lengua. Es ésa una omisión que tengo la intención de remediar personalmente. En lugar de agitar un arma cargada de munición, señor King, haría bien en mejorar sus conocimientos en esos asuntos. Le sugiero que lea las Escrituras, empezando por el libro del Génesis.
Y dicho eso, FitzRoy se dio media vuelta y se marchó con paso airado, dejando tras de sí un silencio incómodo y a la vez divertido.
—Dicen que la botella es un amo estricto —murmuró el teniente Kempe—, pero la verdad es que el buen Dios es mucho más estricto, y mucho más difícil de esquivar.
Bajaron las barcas al agua, pero para cuando llegaron a la playa de guijarros, los nativos habían huido. En un claro entre los primeros árboles del bosque, encontraron unas viviendas abandonadas: no eran las construcciones altas y delgadas de los patagones, sino chozas toscas y achaparradas hechas de ramas, hojas, excrementos y pieles de focas podridas apiladas en forma circular. Con cuidado, FitzRoy colocó dos latas vacías de carne en conserva a la entrada de una de las tiendas.
Dedicaron las siguientes horas, lo poco que quedaba del breve día del sur, a subir a la cumbre erosionada por el hielo del monte de la Cruz para reconocer la tierra de alrededor. Aunque la cima estaba a sólo seiscientos metros sobre el mar, fue una dura caminata. Todas las tierras bajas de la región parecían cubiertas de una capa profunda de turba pantanosa: incluso en el bosque, el suelo era un espeso y putrefacto tremedal cubierto de musgo mullido y árboles caídos, donde los hombres se hundían con frecuencia hasta las rodillas. Finalmente llegaron a la roca erosionada por la cellisca sobre el límite del bosque, midieron el ángulo de la pendiente y dejaron una lata soldada, que contenía la lista de la tripulación y un puñado de monedas inglesas, debajo de un mojón de piedras amontonadas, para la posteridad.
Cuando llegaron a la playa, seguía sin haber señales de los fueguinos, pero habían desaparecido las latas. FitzRoy cogió otras dos, las depositó en el mismo lugar y se apartó al borde del claro. Luego, a excepción del guardiamarina King, ordenó a los marineros volver a los botes. Con las pistolas cargadas por precaución, King y él se pusieron en cuclillas, con el aliento condensándose en la penumbra del atardecer, y esperaron en silencio a que se hiciera de noche.
Tras una larga y fría media hora, las sombras oblongas de entre los troncos de los árboles fueron alumbradas por humeantes antorchas. En el bosque se oyó un susurro, una extraña mezcla gutural de chasquidos y carraspeos. King, nervioso, se aproximó a FitzRoy. Finalmente, el hombre pintado de rojo apareció en el otro extremo del claro, vacilante, con precaución. Ahora podían verlo mejor. Tenía los ojos de un chino, negros e inclinados en ángulo oblicuo hacia la nariz, que era estrecha en el puente pero chafada en la punta, donde las fosas nasales se ensanchaban. Bajo esos dos agujeros negros, la cara se partía en dos por una boca excepcionalmente ancha, de labios llenos. Los dientes, que mostraba por el nerviosismo, eran planos y estaban podridos, como los de un caballo mal cuidado; ningún canino puntiagudo sobresalía de la recta línea marrón. Tenía el mentón pequeño, poco pronunciado y retraído en el grueso y musculoso tronco que constituía su cuello. De espaldas cuadradas y torso poderoso bajo la gruesa capa de grasa, sus piernas eran cortas y arqueadas, tenía los pies hacia dentro, y los dedos alineados formaban un rectángulo perfecto. Mientras el indio permanecía quieto, considerando la posibilidad de escapar, FitzRoy pudo ver que la piel posterior de sus muslos estaba arrugada como la de un anciano, posiblemente por haberse pasado la vida en cuclillas. Era diferente de cualquier criatura que hubiese visto jamás, hombre o animal.
Sin dejar de mirar a FitzRoy y King, el fueguino avanzó lenta y cautelosamente hacia las dos latas, paso a paso, hasta que las manos se cerraron sobre su premio. Sus compañeros lo miraban desde detrás de los árboles y las antorchas, listos para una evacuación inmediata. Pero justo cuando se disponía a huir como una flecha a refugiarse en el bosque, aferrando su recompensa, FitzRoy le dijo con una voz clara y serena:
—Yammerschooner.
El hombre volvió a enseñar los dientes de caballo, pero esa vez no por nerviosismo, sino sonriendo. Luego apretó las dos latas y corrió unos pasos, pero enseguida se detuvo en el borde del claro iluminado a medias.
Lentamente FitzRoy sacó unas cerillas Prometeo de una caja que llevaba en el bolsillo, junto con una pequeña botella de cristal que contenía una mezcla para encender el fuego a base de asbesto y ácido sulfúrico. Quitó el tapón de la botella y puso en la mezcla la cabeza del fósforo, que prendió en el acto; la visión de cómo el fuego surgía tan misteriosamente de la punta de un palito de madera provocó un grito ahogado en el claro. FitzRoy alzó la cerilla.
—Yammerschooner —repitió.
La curiosidad fue mayor que el temor para el hombre pintado de rojo, que se acercó.
—Señor King —susurró FitzRoy—. ¿Lleva tabaco encima?
—Sí, señor.
—Pásemelo despacio.
Con cuidado, King sacó su petaca de tabaco del bolsillo, tomó un pellizco y lo mantuvo en la mano.
—Tabac, tabac —dijo FitzRoy.
Era una palabra que los patagones conocían. Quizá también había llegado al lejano sur. Lo cierto es que el vislumbre de las hojas de tabaco pareció interesar al fueguino. Hizo unos chasquidos con la lengua y unas señas para que se acercaran al claro el hombre pintado de blanco y su compañero embadurnado de azul.
—Lleva algo en un saco, señor.
Efectivamente, el indígena de blanco llevaba un saco de pieles de animal cosidas que parecía agitarse en sus manos. El nativo se aproximó unos pasos y señaló con avidez la petaca llena de tabaco de King; a continuación abrió el saco y mostró los ojos húmedos y la cara desconcertada de un perrito de un mes. Por sus ademanes, era evidente que deseaba hacer un trueque.
—¿Le doy el tabaco, señor?
—¿Por qué no? No nos iría mal tener un perro en el barco, la verdad.
King echó el tabaco dentro del saco que le tendía el fueguino, se guardó la petaca de piel, y cogió el cachorro por el pescuezo. Todos sonrieron con cordialidad.
King, sin embargo, frunció la nariz, asqueado.
—Huele espantosamente, señor.
Tenía razón. Cuando se aproximaron, pudieron ver que, además de decorarse la piel con colores brillantes y estrafalarios, los indios se embadurnaban el cuerpo, desnudo de pies a cabeza, con grasa rancia de foca. King hubo de contener al cachorro para que no lamiese a sus antiguos amos.
—Siga sonriendo, si puede aguantarlo —dijo FitzRoy con la sonrisa petrificada.
El hombre de blanco hizo un ademán para que los dos ingleses entraran en la choza. King lanzó una mirada interrogante a FitzRoy, que asintió con la cabeza. Seguidamente ambos pasaron por debajo de la piel que cubría la entrada, y penetraron en un mundo cerrado y oscuro que apestaba a humo rancio y pieles de foca podridas. Los indígenas los siguieron, mientras apagaban sus antorchas, y después entraron más hombres, y luego mujeres y niños, hasta que la tienda quedó atestada, y otras caras curiosas ocuparon por completo la abertura rectangular de la entrada. Alguien llevó leña menuda y al poco rato la tienda se llenó de llamas saltarinas y de un humo tan espeso que escocía los ojos. Una vez más, FitzRoy encendió una cerilla ante la multitud de indios asombrados, antes de regalarle la caja y la botella al individuo pintado de rojo.
—Prometeo —dijo.
—Prometeo —repitió el fueguino sorprendentemente bien.
—Soy el capitán FitzRoy —añadió señalándose el pecho con un dedo.
El hombre rojo señaló su propio pecho y repitió con solemnidad:
—Soy el capitán FitzRoy.
A su vez, la muchedumbre de mirones se apuntaron a sí mismos y murmuraron que ellos, también, eran el capitán FitzRoy.
Éste sonrió, esa vez de verdad, y con un gesto abarcó a King y a sí mismo.
—Ingleses —anunció, y a continuación señaló al hombre rojo y añadió—: Indio.
—Ingleses —repitieron la mayoría de los fueguinos mientras indicaban a su vecino, fuera hombre o mujer, antes de apuntar con el dedo a FitzRoy y decir—: Indio.
—¿Ha traído la libreta? —le preguntó FitzRoy a King, y acto seguido los fueguinos preguntaron a coro si King había traído la libreta.
—Son muy buenos imitadores, señor. Quizá por eso nadie ha conseguido aprender su lengua —aventuró King entregándole el libro.
—Por lo que nadie ha conseguido aprender su lengua —repitió un niño.
—Son muy buenos imitadores, señor. Quizá —añadió una señora gorda amablemente.
—Mirad —dijo King, bizqueando y metiéndose un dedo en la nariz.
—Mirad —repitieron los fueguinos, y todos los indios de la tienda lo imitaron.
—No estamos llegando a ninguna parte —suspiró FitzRoy.
—No estamos llegando a ninguna parte —suspiró el hombre pintado de azul.
FitzRoy cogió una pluma y se puso a dibujar a una mujer que tenía al lado. Entusiasmados, los indios se acercaron para mirar. En la tienda se hizo un silencio reverencial. Envalentonado, FitzRoy sacó un pañuelo y limpió las líneas blancas de la cara de la mujer, que no se opuso, pero adoptó la actitud de una digna paciente de hospital. Cuando el esbozo estuvo acabado, y obtuvo la aprobación general, FitzRoy recibió el premio de su modelo, consistente en decorarle la cara con rayas blancas. Hubo murmullos de aprobación.
Llevaron comida: mejillones, erizos de mar, setas amarillas y un enorme trozo de grasa de elefante marino de más de seis centímetros de grosor. Este último alimento apestaba más intensamente, si cabe, que cualquiera de los ocupantes de la tienda. Los fueguinos se turnaron para calentar al fuego la grasa hasta que chisporroteó y burbujeó, antes de apretarla con los dientes para extraer el rancio aceite. Fueron pasándose el trozo de grasa de modo que el siguiente repetía el proceso, y todos manifestaron exageradamente el deleite que les producía saborear tal delicadeza. Por fin se lo ofrecieron a King.
—Yo que usted me abstendría, a no ser que quiera pasarse las próximas dos semanas en el beque agarrándose las tripas —observó FitzRoy, seguido de un coro de imitadores.
Los dos hombres rehusaron amablemente el ofrecimiento, lo que no pareció causar la menor ofensa. En su lugar, pasaron la grasa a un niño pequeño, cuya madre intentó inútilmente partirla con una concha de mejillón afilada. FitzRoy sacó su cuchillo y acudió en su ayuda, provocando gritos ahogados de admiración, no por su cortesía, sino por la afilada hoja del cuchillo. Emitiendo sonidos de súplica, el fueguino pintado de blanco que había intercambiado el perro por el tabaco expresó que deseaba que le regalaran el cuchillo. FitzRoy se opuso, pues no le parecía buena idea armar a los nativos.
Acto seguido los indios consultaron entre sí, y con gran reverencia presentaron una cesta de mimbre a FitzRoy. Éste la abrió. Dentro había un viejo mitón y un trozo de suéter de marinero.
—Son verdaderas piezas de museo —susurró—. Al menos tendrán cien años.
—Yo no daría ni un cuarto de penique por ellas —soltó King entre dientes.
Alentado por la aparente muestra de interés, el indio pintado de blanco se palmeó el estómago con entusiasmo y luego palmeó el estómago y el pecho de FitzRoy en señal de amistad, pero todo fue en vano. El inglés no estaba dispuesto a hacer el trueque. Desairado, el nativo salió de la tienda hecho una furia, y a continuación oyeron extraños ruidos que perturbaron el silencio de la noche, como si el aspirante a mercader estuviera dando golpes a diestro y siniestro con una vara a la vegetación circundante. Un par de minutos después volvió, sonrojado pero evidentemente contento con lo que había hecho, fuera lo que fuese. FitzRoy y King estaban a punto de dar por concluido el asunto como una más de las inexplicables curiosidades de la noche cuando de pronto el hombre se abalanzó sobre FitzRoy, le arrebató el cuchillo de la vaina sujeta al cinturón, y se lanzó contra una de las paredes de la tienda. Las pieles cedieron enseguida, y el indígena pintado de blanco desapareció en la oscuridad de la noche a través de la brecha que acababa de abrir. «Claro. Cómo puedo haber sido tan estúpido —se reprendió FitzRoy—. Se ha preparado una vía de escape mientras nos quedábamos aquí sentados como un par de idiotas».
Los fueguinos de la tienda se estremecieron, como si temieran que los europeos fuesen a arremeter contra ellos y los golpearan como castigo por las fechorías de su compañero. Pero el episodio era tan absurdo que FitzRoy se echó a reír, tanto por su propia estupidez como por las travesuras del ladrón.
—Creo que, dadas las circunstancias, podemos pasar por alto la pérdida de un cuchillo —admitió, y King, agradecido, estuvo de acuerdo.
Sin embargo, la noche aún les tenía reservada una sorpresa. A los quince minutos el indio regresó, esta vez pintado de negro, con el pelo ahuecado, en punta y sin el trenzado de hierba que antes llevaba como cinta de pelo. Asombrado, FitzRoy extendió la mano para exigirle la devolución del cuchillo. Adoptando una expresión de ofendida inocencia, haciendo muchas negaciones de cabeza y encogimientos de hombros, el indio intentó por todos los medios indicar que no tenía ni idea de lo que el inglés le estaba hablando.
—Es extraordinario —murmuró FitzRoy a King—. Cree que con su disfraz, pues no podemos suponer que sea otra cosa, nos ha engañado por completo.
—Es extraordinario —le dio la razón una mujer cercana.
—Nos ha engañado por completo —añadió el hombre pintado de azul.
—Son como una pandilla de niños —se mofó King.
El indio recientemente ennegrecido volvió a la carga, gritando a King con furia, señalando el cachorro y exigiendo su devolución. FitzRoy observó que sudaba copiosamente por el calor del fuego, como los demás indios, aunque estaban desnudos y fuera la temperatura había descendido por debajo de cero.
—Creo que sería mejor que le devolviera el perro —le susurró a King.
—Pero este salvaje se ha quedado con todo mi tabaco, señor.
—En ese caso, «la mejor parte del valor es la prudencia». Vayámonos de aquí.
De modo que se despidieron de la muchedumbre de indios congregados y emprendieron camino hacia las barcas a la luz de la luna, con la cita de Enrique IV, parte I, acto V, sonando en sus oídos recitada a la perfección.
Mientras el invierno daba paso de forma imperceptible a la primavera, el Beagle había conseguido finalmente abrirse camino hasta el Pacífico, donde los tres barcos iban a encontrarse de nuevo. Esa vez King había ordenado que el Adelaide pusiera rumbo al norte, para explorar la constelación de diminutas islas de la costa de Araucanía, mientras que el Beagle recibió órdenes de dirigirse al sur, a la costa azotada por las tormentas de Tierra del Fuego, un laberinto de pequeñas islas, rocas, acantilados y peligrosas rompientes. Sondaban sin descanso el fondo del mar en busca de canales, luchando encarnizadamente contra el viento y las corrientes en medio de tempestades huracanadas; como FitzRoy escribió en su cuaderno de bitácora, era igual que «intentar hacer un puzzle a través del ojo de la cerradura». Como el resto de la tripulación, el capitán se había convertido en un hombre de larga barba, piel curtida y cuerpo nervudo, pero estaba orgulloso de que la moral a bordo del barco se hubiera mantenido alta durante toda la travesía, y que ningún hombre hubiera sucumbido a la enfermedad y al mareo.
Después del desastre de la tempestad de Maldonado, el barómetro y el simpiesómetro habían demostrado ser perros guardianes de fiar, y cuando se avecinaban tormentas peligrosas, los alertaban para que buscaran un refugio donde poder echar el ancla; y así fue como los elementos no se cobraron ninguna otra vida de la tripulación. FitzRoy sabía que no podía decirse lo mismo de los otros navíos. El señor Alexandre Millar, del Adelaide, había muerto de una inflamación en los intestinos, y más de una cuarta parte de la tripulación de ambos barcos figuraba en la lista de enfermos. El único herido en el Beagle había sido el señor Murray, que resbaló en la cubierta mojada y se dislocó el hombro cuando navegaban por una bahía que más tarde recibió el nombre de puerto Dislocación; Murray estaba ya recuperado por completo.
Poco a poco el mapa de la costa oeste fue tomando forma. Habían descubierto la bahía Otway, la bahía Stokes, la isla Lort, la isla Kempe y el pasaje Murray, y habían coronado con éxito el monte Skyring, un pico descubierto por el Adelaide en el canal Bárbara el invierno anterior. El campo magnético de la cima era tan potente que el compás de FitzRoy se volvió inútil; una vez más lamentó la ausencia de un estratígrafo en el barco. ¿Y si las montañas de Tierra del Fuego escondían riquezas minerales en espera de ser descubiertas? En el monte Skyring también había estratos de conchas. ¿Constituían una prueba más del diluvio universal? Mientras la lluvia azotaba la lumbrera de su camarote, FitzRoy cenaba sopa y pudin y lidiaba en solitario con esas grandes cuestiones.
Cuando llegó el mes de enero —el pleno verano, aunque era difícil apreciar alguna diferencia con el invierno meridional—, el Beagle se encontraba atoando dentro y fuera de la bahía Desolada; era un proceso arriesgado, que entrañaba el peligro de perder un ancla en cualquier momento, pero aun así resultaba más seguro que tratar de maniobrar un barco de vela en un espacio tan angosto. Al fin anclaron en una estrecha rada, y echaron los botes al agua para cartografiar los áridos montes de granito que se erguían en cabo Desolación. Una vez finalizadas sus tareas, FitzRoy y Stokes volvieron sanos y salvos al Beagle. Sólo faltaban Murray y sus hombres. Las partidas de búsqueda no hallaron señales de ningún bote. ¿Habría chocado Murray contra una roca y se habría ahogado? Y si había perdido todos esos hombres… El solo pensamiento era insoportable. FitzRoy tembló, se subió el cuello del abrigo para protegerse del viento y cerró los ojos un instante para aliviar la tensión; instintivamente movió las piernas para vencer el balanceo de la cubierta. Acto seguido se encaminó hacia la escala que conducía al refugio de su camarote.
Cuando despertó, acababan de tocar las seis campanas de la guardia de media, y el camarero aporreaba su puerta.
—Con su permiso, señor, debería acompañarme a cubierta. Hay un barco de vela a la vista.
FitzRoy buscó a tientas el reloj: eran las tres y diez de la madrugada. Agarró el uniforme, se lo puso como pudo y salió disparado hacia cubierta. A babor, a la luz de los quinqués, los vigías forzaban la vista para observar una forma diminuta que apenas se distinguía en el agua. Con toda seguridad no se trataba de la ballenera, y tampoco de una canoa de nativos.
El contramaestre Sorrell, que estaba al mando de la guardia de media, dirigía las operaciones dando muestras de una agitación inusual en él; la llegada de FitzRoy le causó un visible alivio.
—He gritado: «¿Qué barco anda ahí?», señor, pero el viento soplaba tan fuerte que no me han oído, al menos no me han contestado.
—Envíeles una señal de noche, señor Sorrell. Una bengala.
—Sí, señor. Pero ¿qué señal, señor?
—Cualquiera, señor Sorrell. Algo con lo que podamos verlos —respondió exasperado.
Un momento después, disparaban una bengala.
—Válgame Dios —exclamó FitzRoy.
A babor, a unos cincuenta metros de la proa, flotando en el mar picado, se vislumbraba una especie de… cesta hecha toscamente de ramas, lona y barro, llena hasta la mitad de agua sucia. En su interior, empapados, demacrados y tiritando de frío, había tres hombres vestidos de blanco. El hombre que sujetaba el remo, que FitzRoy reconoció por el pelo, era el timonel Bennet. Los otros, que achicaban el agua frenéticamente con sus sombreros, le parecieron dos de los marineros. Iban vestidos sólo con camisas interiores de algodón muy ligero. El hecho de que esa embarcación destartalada hubiese conseguido siquiera flotar, por no hablar de navegar una milla fuera de la bahía, constituía un absoluto misterio.
—¡Echen un cúter al agua!
—Enseguida, señor.
Tras cinco minutos de actividad frenética, FitzRoy se encontró ayudando a subir al barco a los tres hombres exhaustos y empapados. Los arroparon con mantas y les metieron sopa caliente entre los dientes, que castañeteaban. Preocupado como estaba por la suerte de sus hombres, FitzRoy no podía permitirse perder un instante.
—¿Qué ha ocurrido, señor Bennet? ¿Dónde está el señor Murray?
—Nos atacaron los salvajes, señor. Nos robaron la ballenera durante la noche, con sus mástiles, velas y todas nuestras provisiones y armas. Ni siquiera sospechamos que estaban cerca.
—Pero ¿no habían apostado centinelas, tal como les ordené?
—Se lo repito, señor, ni siquiera sospechamos que estaban cerca. Cabo Desolación es un lugar muy remoto. Los indios demostraron ser muy astutos, señor.
—Y esta… cesta, ¿de dónde sale?
—Morgan es de Gales, señor. Y allí navegan por los ríos en unas embarcaciones similares hechas de mimbre y cuero.
—Las llamamos coracles —intervino Morgan.
—Morgan usó una tienda de lona, ramas y barro para construirla. Nos ofrecimos como voluntarios para volver remando en esta embarcación al Beagle, señor, pero nos atacaron más salvajes, tal vez los mismos, no sé. Iban armados con lanzas, y se llevaron nuestra ropa. Llevamos dos días de travesía, señor, y hemos comido sólo una galleta por cabeza.
—Dios, pobres diablos. Pero ¿dónde están el señor Murray y el resto de los hombres?
—Siguen en cabo Desolación, señor.
—En ese caso debemos rescatarlos de inmediato. Morgan, reciba mi enhorabuena y mi más sincero agradecimiento. Y ahora debemos llevarlos a los tres a que los vea el cirujano.
Un cuarto de hora después el cúter iba cargado con provisiones para dos semanas, dos tiendas y una dotación constituida por seis infantes de marina armados y cinco marineros escogidos con cuidado: Robinson, Borsworthwick, Elsmore, White y Gilly, que desde el día en que recibió los azotes se había convertido en uno de los hombres más leales. Partieron enseguida, en el momento en que las primeras vetas grises apuntaban en el horizonte, hacia un umbrío laberinto de islas diminutas y cabos batidos por las olas. Con el viento en contra, ni siquiera intentaron izar una vela, y tras siete horas de remar arduamente, se hallaron frente al cabo Desolación. Desde allí vislumbraron a los hombres de la partida de reconocimiento abandonados a su suerte, acurrucados muy juntos en una playa sombría. Cuando descubrieron el cúter, los hombres lanzaron un grito tremendo, y en pocos minutos también ellos recibieron el tratamiento de la sopa y las mantas.
Mientras tanto, los infantes de marina se desplegaron en abanico e inspeccionaron la isla en busca de la ballenera sustraída. Encontraron tiendas vacías, un fuego humeante y medio mástil de la embarcación, que parecían haber partido empleando el hacha de la misma. Como quizá era de esperar, no hallaron rastro ni de los ladrones ni del botín.
—¿Quiere que ordene cargar el equipo de topografía a bordo del cúter, señor? —dijo con cautela Murray, que todavía se preguntaba si iban a culparlo por lo ocurrido.
—No será necesario. La otra ballenera llegará pronto para llevarlos de vuelta al Beagle.
—¿Y el cúter, señor?
—El cúter y toda su dotación, señor Murray, irán en busca de la ballenera que usted ha extraviado.
Sarcasmos aparte, FitzRoy había decidido no castigar a Murray por su negligencia al no haber apostado centinelas. La pérdida de la ballenera, sin embargo, no era un asunto que pudiese pasar por alto tan fácilmente.
—Pero podría estar en cualquier parte, señor. Puede que nunca la encuentre en semejante laberinto. Quizá barrenen la embarcación y la mantengan hundida hasta que nos hayamos ido, o ya la hayan partido en trozos para hacer leña.
—Es nuestro deber intentarlo. Ese barco es propiedad de Su Majestad, y ha sido confiado a nuestra custodia. Sin él, nuestras posibilidades de cartografiar se reducen un tercio. Es más, como emisarios de una nación civilizada, es nuestra obligación enseñar a esta gente la diferencia entre lo correcto y lo equivocado. No podemos marcharnos de aquí sin más y dejar que se la queden.
—Pero debe de haber más de cien islas por aquí, señor. Y ni siquiera hemos dado nombre a la mayoría de ellas.
—Pues habremos de remediar ese descuido durante nuestra travesía. ¿Han bautizado ya esta isla?
—No, señor.
—Entonces la llamaremos isla Cesta, en honor al ingenio de Morgan.
—Bien, señor. Con su permiso, señor, me gustaría participar en la partida de búsqueda. —Era evidente que Murray estaba exhausto, pero si quería reparar la pérdida de la ballenera, FitzRoy no iba a impedírselo.
—Tiene mi permiso, señor Murray.
• • •
A última hora de la tarde, FitzRoy y su partida navegaban con rumbo nordeste a través de la bahía Desolada, siguiendo el rastro de los atacantes de Bennet. Avanzaban a buena velocidad, con la vela henchida por un viento tempestuoso que soplaba desde el mar a sus espaldas. En frente, a lo lejos, la bahía se estrechaba hasta convertirse en un paso; una fila de islas señalaba el límite noroeste de la bahía. Detrás de ésta, en dirección norte, se alzaban hileras de picos coronados de nieve, cubiertos en gran parte por las nubes; oculta en algún lugar entre ellos estaba la inmensa cara sur del monte Sarmiento. El cúter se dirigió hacia la orilla norte. FitzRoy pensó que era improbable que los ladrones se hubieran escondido en una de las islas distantes, pues allí sería fácil cortarles la retirada. Lo más probable era que se hubiesen refugiado en alguna ensenada o en una cala. Puede que Murray y algunos hombres se hubieran mostrado escépticos ante su plan, pero al sentir la espuma fría contra la cara, FitzRoy tuvo un arranque de optimismo. La angustia de que los hombres de la partida hubieran muerto había dado paso a un estallido de euforia. Después de todo, ésa era la razón por la que se había alistado en la Marina siendo un niño. La cartografía estaba muy bien, pero tenía veinticuatro años y —exceptuando el abordaje de un cañonero brasileño podrido— no había conocido la acción. Ésa podía ser su oportunidad. Los dedos se le cerraron instintivamente alrededor del mango de la pistola que colgaba del cinturón.
—Ahí enfrente hay una canoa, señor. Y están huyendo.
A babor, contra los montículos de las islas, se recortaba la oscura y pequeña silueta de una canoa indígena. Sus ocupantes remaban a toda velocidad para ponerse a salvo en la costa, pero el cúter, con todas sus velas desplegadas y el impulso de seis esforzados remeros, era mucho más rápido. El hecho de que la canoa huyera sugirió a sus perseguidores que habían tenido un golpe de suerte enseguida. En veinte minutos escasos la habían alcanzado, sosteniendo las pistolas y las espadas en alto como demostración de fuerza, y habían amarrado la pequeña y frágil embarcación de corteza a la suya. Dentro había una familia de fueguinos, inmóviles y con la hosca mirada fija en los europeos. Una de las mujeres, sentada en la parte posterior de la canoa, amamantaba a un bebé. Había empezado a nevar; el vendaval arrastraba grandes copos blancos que se derretían en los rostros de los marineros. FitzRoy advirtió que la nieve no se fundía en la piel de los fueguinos; la madre y el niño constituían un silencioso cuadro vivo: lentamente fue formándose un manto blanco sobre los pechos de la mujer y la cara del niño.
—Registre la canoa, sargento Baxter.
Al subir a la embarcación, Baxter y los dos infantes de marina provocaron un violento balanceo; con los rifles pincharon los montones de conchas de mejillones, broza y carne de foca podrida. Uno de los hombres lanzó por los aires de una patada el montículo de hojas verdes que reposaba junto al fuego.
Intimidados y en silencio, los indios no se movieron. Oculto en el montón de hojas estaba un pedazo curvado de la sondaleza de la ballenera.
—Vaya, vaya —dijo FitzRoy.
—Vaya, vaya —dijo uno de los fueguinos atentamente; era la primera vez que hablaba cualquiera de ellos. FitzRoy no le hizo caso.
—Tomaremos a un indio como rehén, sargento Baxter. Eso es lo que hizo el capitán Cook cuando le robaron un cúter en el Pacífico, y consiguió que se lo devolvieran. Escoja a uno de los jóvenes, que no tenga mujer ni hijos que dependan de él —añadió, señalando a un muchacho que estaba en el lado más próximo de la canoa—. Hágale entender que si da algún valor a la libertad, deberá conducirnos a donde se encuentra la ballenera.
Con algunas señas, básicamente una variedad del ademán de cortar el cuello y mucho agitar la sondaleza cortada, se explicó al chico que sería mejor para él que cooperara. Con un entusiasmo que desarmaba, él saltó al cúter y señaló al norte, entre la fila de islas, hacia un paso más estrecho y cerrado que corría paralelo al primero.
Mientras se adentraban en lo desconocido, empezó a esbozarse un tosco mapa en la estela de la embarcación; los nombres eran testigos apresurados y poco imaginativos de su travesía: paso Ballenera, cabo Larga Caza, isla Sondaleza, paso Ladrones. Al fin, en la penumbra del anochecer, estimulados por el entusiasmo de su guía, rodearon un promontorio y se encontraron frente a una aldea india: un grupo de tiendas, unos hombres en círculo calentaban grasa de foca en unas brasas, una mujer llevaba agua en un cubo hecho de cortezas, otra cosía dos pieles de foca, y algunos niños jugaban desnudos en los bajíos congelados. Los desprevenidos aldeanos tenían el cúter encima antes de que pudieran advertirlo. Los hombres de alrededor del fuego fueron los primeros en reaccionar. Se pusieron en pie de un salto y huyeron a esconderse en el hayedo. Un niño pequeño corrió atemorizado hacia su madre, que parecía dividida entre la idea de salir volando o el tirón del instinto maternal. Mientras el cúter se deslizaba a través de los bajíos, los infantes de marina, con sus chaquetas rojas, habían saltado del barco y chapoteaban sobre el oleaje persiguiendo a los indios. La mujer al final escapó. El niño se puso a llorar desconsoladamente con el agua hasta las rodillas.
—¿No cree que es un ataque excesivo, señor? —dijo Murray, que se mostró preocupado—. Ni siquiera sabemos si esta gente tiene algo que ver con el robo.
A FitzRoy le chispeaban los ojos de un modo extraño.
—La justicia no siempre es algo agradable, señor Murray. Una de las razones por las que esta gente vive en este estado tan degradado es porque no parecen tener leyes, ni tan siquiera la ley de Dios, sea de la clase que sea éste. Si no les enseñamos la diferencia entre el bien y el mal, ¿quién lo hará?
Murray permaneció en silencio. El capitán le parecía algo extraño; había algo en su mirada que no estaba bien.
Cinco minutos después, los infantes de marina habían tomado la playa y habían hecho prisioneros: seis mujeres, tres niños —incluido el crío lloriqueante— y un hombre que encontraron durmiendo en su tienda. También habían descubierto parte de la vela de la ballenera, el hacha y la bolsa de herramientas, un remo —que ya habían reconvertido en un remo pequeño—, y el guión de aquél tallado toscamente a fin de transformarlo en una porra para cazar focas. FitzRoy señaló al único hombre, que, en cuclillas, parecía acobardado e inseguro.
—Por lo visto hemos arrestado a uno de los sinvergüenzas, y a seis de sus mujeres. Tomad a ese hombre como rehén, será nuestro segundo guía. Embarcaremos de inmediato.
—¿No cree que deberíamos montar las tiendas, señor? Es casi de noche.
—Haría bien en guardar silencio, señor Murray.
Una vez más, Murray vio un extraño brillo en la mirada de FitzRoy y obedeció.
Conducidos ahora por dos extrañamente entusiastas guías en lugar de uno, ambos sonrientes y haciendo señas a los marineros para que continuaran remando hacia el nordeste, los exhaustos ocupantes del cúter llegaron al final del paso Ladrones justo después del anochecer. Llevaban casi dieciocho horas luchando contra los elementos. Agotados, improvisaron dos tiendas con las velas de los botes, los remos y un bichero. A los dos rehenes se les ofreció dormir sobre los guijarros, bajo una lona alquitranada que les dio Murray. Sin embargo, FitzRoy no podía conciliar el sueño; se sentía alerta y vivo, y lleno de emoción. Sentía la piel y los músculos recorridos por extrañas sensaciones, como si su cuerpo ya no fuera suyo. Hasta las primeras luces del alba se pasó la noche deambulando por la playa, oyendo el rumor de las olas que rompían contra las rocas mientras barajaba las diferentes vías de acción en su cabeza. A las cinco de la madrugada, cuando los montes del oeste empezaron a teñirse de un débil tono rosa, ordenó a los infantes de marina que despertaran a los marineros y los dos rehenes.
Un poco más tarde, mientras oteaba el paso frente a él, oyó una tos incómoda a sus espaldas. Era uno de los infantes de marina.
—Señor, los prisioneros se han escapado.
—¿Qué?
—Los prisioneros, señor. Se han escapado.
—Ya lo he entendido a la primera.
FitzRoy caminó por la playa furioso y levantó la lona alquitranada. En el lugar donde los dos fueguinos se tendieron la noche anterior, había sendos montones de piedras de tamaño humano. Murray y el sargento Baxter salieron con cara soñolienta de la tienda justo a tiempo para inspeccionarlos.
—Sargento Baxter, creo que di órdenes para que apostara centinelas de noche.
—Y así se hizo, señor.
—Entonces, ¿cómo es posible que los indios lograran levantarse y marcharse ante sus narices, después de construir estos… estos simulacros?
—No lo sé, señor. —Baxter fulminó a los dos centinelas con la mirada.
—Y en cuanto a su dichosa lona alquitranada, señor Murray, les resultó muy útil para encubrir sus malas artes.
—¿Acaso no estaba usted despierto, señor? ¿No vio usted nada raro durante la noche?
—¡Es usted un insolente, señor Murray! —dijo con brusquedad FitzRoy, atravesándolo con la mirada—. ¡Contenga esa lengua u ordenaré que lo azoten como a un simple marinero!
Se hizo el silencio mientras los hombres miraban horrorizados a FitzRoy. El viento, travieso, alzó la lona alquitranada por una esquina. El capitán parecía otro hombre.
—Levanten el campamento. Embarcaremos dentro de diez minutos. Volvemos a la aldea inmediatamente.
Después de cuatro horas de remar arduamente, los hambrientos marineros se encontraron de nuevo en el poblado indio, pero ahora estaba desierto. Por su parte, FitzRoy no tenía hambre ni cansancio. Se sentía guiado por instinto, o por una fuerza invisible, como si lo dirigiera el mundo. Se le antojaba que podía verse desde el aire, yendo hacia delante decididamente, con convicción. El optimismo rugía en su interior. «Hacer lo correcto es mi obligación, mi deber sagrado. No debo fallar. No puedo fallar en el cumplimiento de mi deber».
En la playa había tres canoas varadas.
—Quemen las canoas. Después divídanse e inspeccionen los alrededores. Tenemos que encontrarlos como sea.
En silencio, tras cambiar una mirada de extrañeza y aprensión, los marineros e infantes se desplegaron en abanico por el abrupto hayedo.
Tras veinte minutos de caminata, los árboles raleaban y daban paso a una pendiente de rocas desnudas, mojadas por la lluvia y surcadas de grietas y hondonadas. Mediante señas, uno de los infantes de marina indicó que allí delante había algo. A unos ochenta metros se distinguía una delgada columna de humo que surgía de una grieta en la roca. FitzRoy sintió que los músculos se le tensaban. «Un día, otros verán el camino que hemos tomado. Trazarán los ángulos y las formas que nuestros pasos hayan dejado, igual que nosotros cartografiamos las bahías y las islas. Verán que hemos seguido el único camino».
Mandó reunir a todos los hombres de la partida.
—Se han refugiado en esa cueva. Los atacaremos inmediatamente. Robinson, Borsworthwick y Gilly, vayan a la derecha de la cueva. Elsmore, White y Murray, a la izquierda. Cuando estén en sus posiciones, abran fuego, y después los infantes lanzarán un ataque frontal. Dense prisa.
Con las pistolas y los alfanjes desenvainados, los marineros avanzaron en dos grupos, manteniéndose bajo la protección del bosque en la medida de lo posible. Sin embargo, cuando habían recorrido unos cincuenta metros, un feroz ladrido anunció que habían sido descubiertos, si no por los propios fueguinos, al menos por sus perros. Algunos hombres vacilaron y se volvieron a mirar a FitzRoy, pero éste les hizo señas urgentes de que continuaran. En la boca de la cueva seguía sin haber indicios de vida. Cincuenta metros más adelante, el grupo de la izquierda se detuvo al topar con un torrente de tres metros de ancho de orillas fangosas. FitzRoy hizo señas para que no se detuvieran. El marinero Elsmore, que iba a la cabeza del grupo, tomó carrerilla con la intención de salvar el riachuelo de un salto, pero resbaló en la otra orilla y cayó al agua. Trató de trepar por la cuesta, pero los dedos se le hundían en el barro resbaladizo. De pronto, dos siluetas achaparradas salieron de detrás de unas rocas cercanas, y después otra, y una más. Aferrando grandes piedras afiladas a modo de armas, se abalanzaron sobre Elsmore y le atizaron en la cabeza una y otra vez. Mientras él luchaba para librarse de sus atacantes, le clavaron una enorme piedra en la cuenca del ojo, que desapareció en un mar de sangre. Elsmore perdió la conciencia, y dos de los indios mantuvieron su cuerpo debajo del agua mientras los otros continuaban golpeándolo y el agua se teñía de las burbujas carmesí que indicaban sus últimas bocanadas.
En el instante en que los indios atacaron a Elsmore, FitzRoy apuntó con la pistola cargada y abrió fuego. «Dios nos ha traído hasta aquí. Éste es nuestro destino. No debemos fallarle». Pero el arma se encasquilló; la pólvora, húmeda tras la larga travesía, no se encendió. Un fueguino que sostenía una gran piedra la alzó sobre la cabeza de Elsmore una vez más, listo para asestar el golpe fatal. A continuación hubo una ensordecedora explosión de pólvora y el hombre se tambaleó hacia atrás con una expresión de absoluta estupefacción en el rostro. Murray le había atravesado limpiamente el corazón, pero aun así el indio no soltó la piedra. De algún modo, con una velocidad, precisión y fuerza que a sus adversarios europeos les parecieron realmente sobrehumanas, se las arregló para lanzarle la piedra a Murray. El impacto tiró por tierra al capitán e hizo pedazos el chifle que le colgaba del cuello. Fue el último acto del fueguino; repentinamente se desplomó hacia delante, y antes de tocar el agua ya estaba muerto. White fue el primero en llegar al lugar de los hechos; arrastró a Elsmore a la orilla y puso el destrozado rostro en su regazo. Murray, que llegó sólo unos segundos después, levantó la cabeza del fueguino tirándole del pelo. Era el segundo de los dos rehenes a los que la noche anterior había dejado la lona.
Para entonces los otros indios salían en tropel de la cueva, presas del pánico tras haber presenciado la inexplicable y repentina muerte de uno de los suyos. FitzRoy instó a los infantes de marina a que siguieran adelante; las armas ya no serían necesarias. Sin embargo, lucharon para someter a los atemorizados fueguinos, que se resistían haciendo gala de una fuerza extraordinaria. FitzRoy y el sargento Baxter pelearon cuerpo a cuerpo con un nativo fornido, resbaladizo y redondo como un tonel, quien —tras ser inmovilizado en el suelo, con el rostro rojo y los ojos centelleantes— resultó una muchacha de unos diecisiete años. En unos minutos el ataque había concluido, la mayoría de los fueguinos huían en desbandada y buscaban refugio en el hayedo. Hicieron once prisioneros: dos hombres, tres mujeres y seis niños. El recuento del trofeo era mucho menos impresionante que anteriormente: sólo una pieza de la lona alquitranada de la ballenera, partida en pequeños cuadrados sin utilidad aparente.
Resoplando, con el uniforme roto, FitzRoy ordenó que trasladaran a los prisioneros al cúter.
—Nos llevaremos a las mujeres y los niños al Beagle como rehenes. Y luego los hombres nos conducirán hasta la ballenera perdida. La retención de las familias actuará de garantía mucho más eficazmente que la cuerda o el hierro.
A la mañana siguiente, el Beagle puso rumbo al sur de nuevo; a través de las mandíbulas de la bahía Desolada, viró hacia cabo Castlereagh en el extremo azotado por las olas de isla Steward. Gordos, plácidos y en apariencia imperturbables, las mujeres y los niños fueguinos se pasaban el día sentados en la cubierta principal mientras caía el agua nieve, envueltos en mantas de lana y atracándose de grasienta carne de cerdo y marisco. No parecían en absoluto perturbados por el cambio que se había operado en su entorno, ni por los europeos que no les quitaban el ojo de encima, ni por las olas que ocasionalmente se arremolinaban entre ellos empapándolos hasta la cintura. En la proa, los dos «guías» masculinos, tan entusiastas como sus predecesores, animaban al barco con ademanes y gestos encendidos, aparentemente ajenos a la gloriosa extensión de lona blanca que se henchía sobre sus cabezas. Los hombres de la tripulación los miraban desconcertados, sin saber cómo reaccionar a esa invasión. Las operaciones de cartografía, que en ausencia de FitzRoy había proseguido Stokes, estaban ahora en suspenso. Tanto el cúter como la ballenera que quedaba tenían provisiones para una semana, y estaban listos para salir en cualquier momento. El teniente Kempe, que estaba a cargo de la guardia de la mañana, había asumido el gobierno del Beagle. FitzRoy, aislado, en apariencia incapaz de comunicarse con nadie, deambulaba por el castillo de popa como una figura solitaria lidiando con sus pensamientos. «Debo actuar lo mejor posible a ojos de Dios. Él me ha traído a este lugar para hacer su voluntad. No soy digno de Él, pero Él me ha creado. Es mi deber administrar justicia, distinguir lo que está bien de lo que está mal».
En el cabo Castlereagh echaron el cúter y la ballenera al agua mientras caía una gélida llovizna. FitzRoy y Bennet iban en el primero; Murray estaba al mando de la segunda. Guiados por los dos voluntariosos guías, llegaron a un grupo de tiendas abandonadas justo antes del anochecer —los fuegos de los indígenas todavía humeaban—, y fueron recompensados con un pequeño premio, materializado en la mitad de la sondaleza que quedaba. Una vez más montaron sus tiendas en la orilla, y los guías indios se quedaron en la playa envueltos en mantas y a cielo descubierto. Esa vez FitzRoy no caminó por la playa, sino que permaneció despierto dentro de una de las tiendas, luchando con sus pensamientos inconexos. «Estoy haciendo lo que debo. Soy el único que se da cuenta».
A las tres de la madrugada se levantó y abandonó la tienda; sabía que los indios habían desaparecido. Y efectivamente, debajo de las mantas de la playa no había más que sendos montones de piedras. Se quedó allí, mirando las piedras y las mantas a un lado, tenso, con los nervios a flor de piel, estremecido. El final de su viaje a la salvación estaba cerca, podía notarlo. Poco a poco percibió que había alguien detrás de él. Era Murray.
—Señor Murray, ¿no le di órdenes de que apostara un centinela junto a los prisioneros?
—No, no lo hizo, señor.
Ninguno de los dos añadió una palabra. Al fin, tras un largo rato, FitzRoy dijo:
—Volvamos al Beagle.
—Sí, señor.
Murray lo miraba con extrañeza, FitzRoy pudo advertirlo. ¿Acaso el hombre no entendía nada? ¿Es que no podía ver la verdad sagrada de Dios, aunque la tuviera delante de las narices?
El viaje de vuelta transcurrió en silencio. Los hombres remaban por inercia, ciega y mecánicamente. Había poca visibilidad y una lluvia horizontal les azotaba la cara sin cesar y les resbalaba por el cuello. Los que divisaron el Beagle a última hora de la guardia de la mañana, un día después de haberlo abandonado, eran unos hombres agotados, tristes y confusos. El contramaestre Sorrell se asomó por la borda con expresión afligida.
—Señor Sorrell, ¿qué hay de los prisioneros?
—Se han marchado, señor. Todos excepto uno.
—¿Que se han marchado? ¿Adónde? Estamos en medio del océano.
—Han saltado por la borda. Las tres mujeres y cinco de los niños. Han saltado por la borda como marsopas en la noche, señor.
FitzRoy agarró el guardamancebo con las dos manos y trepó con una agilidad poco común por los listones de madera al Beagle, que se balanceaba, hasta que tuvo al tembloroso contramaestre frente a frente.
El teniente Kempe se acercó para interceder.
—No hemos podido hacer nada por evitarlo, señor.
Al mirar a Kempe, FitzRoy advirtió que su vista había cobrado una nitidez inusual. Podía ver la piel sobre la mejilla del teniente y las finas arrugas de su superficie con todo detalle. A su alrededor, los colores del mundo se veían tan vivos e intensos que parecían resonar en su interior.
—¿Acaso no entiende? —preguntó FitzRoy.
«¿Acaso no entiende? Dios me ha traído hasta aquí y me ha anunciado mi destino. Me ha recreado, a mí, un simple mortal, a su imagen. Me ha recreado a su semejanza. ¿Es que no lo ve, señor Kempe? ¿Es que no lo ve?».
El camarote estaba oscuro y en silencio. Un golpeteo y un chirrido tenues indicaban que el barco seguía anclado. FitzRoy cambió de posición. Lo peor de los terrores nocturnos había pasado. Al abrigo de la oscuridad lo habían visitado el miedo y el pavor, que lo habían asfixiado y se habían reído de él, zarandeándolo y jugando con sus sentimientos como un ave de rapiña juguetea con un ratón. Pero ahora se habían esfumado, y en su lugar, la vergüenza y la incomodidad ocupaban todos sus pensamientos, junto con la terrible y apabullante decepción de que la fugaz visión que había tenido, de algo infinitamente extraño y maravilloso, le había sido arrebatada para siempre. Entreabrió un ojo, que enfocó la mugrienta lumbrera.
Advirtió que habían puesto una manta por fuera para mantener a oscuras el camarote. ¿Cuánto tiempo llevaba allí tendido? ¿Cuánto había durado su ataque de locura? Los sucesos de los días anteriores se le tornaron claros con un detalle espantoso. «Dios mío, ¿qué mal me ha poseído? Por favor, Dios mío, ¿qué daño he hecho?».
Llamaron a la puerta, y a continuación entró Stokes con un plato de sopa. FitzRoy se enderezó en la húmeda oscuridad del camarote, estirando sus miembros entumecidos fuera del pequeño catre. Después de unos segundos, hizo visibles esfuerzos por hablar:
—Creo que no he estado bien.
—No, no ha estado bien.
FitzRoy agradeció que Stokes hubiera abandonado durante un momento el protocolo militar.
—¿Cómo llegué aquí?
—Lo trajimos entre el timonel y yo. No se encontraba bien.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Unas treinta horas.
—¿Está todo bajo control?
—Sí, todo está bajo control.
—¿Qué novedades hay sobre el marinero Elsmore?
—Ha perdido un ojo, pero saldrá adelante. Ahora se está recuperando de sus heridas.
—¿Y la ballenera?
—No volveremos a verla nunca más.
«Qué locura sería pensar lo contrario», se dijo FitzRoy.
—¿Estoy mejor ahora?
—Si lo desea, puedo ir a buscar al cirujano, pero por las preguntas que me hace, diría que sí, ahora está mejor.
—¿A quién le debo disculpas?
—Usted es el capitán. Y no debe disculpas a nadie, pero si lo desea, podría tener unas palabras conciliadoras con el señor Murray, el señor Kempe, el contramaestre…
—Gracias.
FitzRoy apoyó los pies en el suelo con sumo cuidado. Le dolían todos los huesos, como si hubiera recibido una paliza. Stokes alzó una mano para protestar.
—¿No cree que sería mejor que descansara un poco más? Este tipo de ataques delirantes… El cirujano cree que necesita reposar durante un espacio de tiempo considerable.
—No… gracias, señor Stokes. Creo que ya he dejado atrás la locura. Pero le agradezco humildemente su generosidad.
Sintiéndose sucio y legañoso pasó al lado de Stokes y abrió la puerta del camarote. Un centinela se puso firme; su rostro inexpresivo lo decía todo. FitzRoy subió poco a poco por la escalerilla hasta la cubierta principal. Su aparición fue recibida por un silencio sepulcral. Los marineros parecieron apartarse imperceptiblemente mientras él se abría paso hacia los hombres reunidos en torno al timón. Kempe estaba allí, y King, y Murray, y el contramaestre Sorrell.
—Señor Sorrell. Creo que le debo una disculpa.
Sorrell hizo una inclinación con la mirada triste.
—No tiene por qué disculparse, señor. Usted no estaba bien, eso es todo.
—Señor Murray.
—Ningún problema, señor. Como ha dicho el contramaestre. El sur es duro para el hombre, señor.
—Señor Kempe.
—Por favor, no es necesario mencionarlo. —Esbozó su media sonrisa.
—Tengo entendido, señor Kempe, que ha asumido el mando del Beagle durante mi ausencia. Se lo agradezco mucho. De veras.
—Ha sido un honor, señor.
—¿Ha ido todo bien en el barco?
—Ha ido bien, señor. —Hizo una pausa. FitzRoy no podía saber si la situación lo divertía o lo perturbaba. Pero era evidente que había algo más—. Hay un pequeño asunto que resolver, señor.
—¿Sí, señor Kempe?
—¿Qué debemos hacer con ella, señor?
Kempe señaló hacia el cubichete de la bitácora. Allí, jugando alegremente con una muñeca improvisada de trapo, con una amplia y hermosa sonrisa dibujada en el rostro, se hallaba sentada una rechoncha niña india de once años.