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Punta Dúngenes, la Patagonia

1 de abril de 1829

Tres siluetas inmóviles, de frente y montadas a caballo, vigilaban en la costa. Al fondo, a media docena de metros de la playa, se veía un caballo solitario, sin jinete, sin silla, pero totalmente quieto.

—Son indios caballo. Patagones.

El teniente Kempe le pasó el catalejo a FitzRoy. Era difícil distinguir con detalle el lejano trío de jinetes y su compañero solitario, pero por su actitud estaba claro que constituían una avanzadilla, apostada allí para recibir a los barcos.

—Quienquiera que fuese el que llamó a este lugar Dúngenes dio en el clavo —soltó de pronto el guardiamarina King—. Fui al Dungeness original con mi padre, y puedo asegurarles que este lugar es idéntico.

Se parecía mucho, en efecto. Un mar de índigo intenso se extendía ante una playa de guijarros con matas bajas y espinosas al fondo. El cielo era azul aciano pálido. Salvo por dos diferencias decisivas, podría haber sido un precioso día de brisa otoñal en la costa de Kent. En primer lugar, la playa estaba salpicada de pingüinos: algunos eran gruesos y mudaban el plumaje al sol; las suaves plumas flotaban a su alrededor como dientes de león que volaran por el aire; otros, más seguros, con el plumaje blanco y negro brillando, se deslizaban dentro del agua sobre la panza y se enfrentaban al oleaje. Los bajíos se veían atestados de cabezas de pingüinos balanceándose en el agua. Ahora los tres centinelas esculturales y el caballo sin jinete, que proporcionaban la segunda nota discordante, se distinguían con claridad.

—O los caballos son muy pequeños, o los indios son enormes —observó FitzRoy entrecerrando los ojos para mirar a través del catalejo—. ¿No serán los gigantes de la Patagonia? —murmuró.

—¿A qué se refiere, señor? —preguntó Kempe.

—He leído acerca de los patagones en uno de los libros del capitán Stokes. Un misionero jesuita conoció a un jefe indio que al menos medía dos metros veinticinco de estatura. El almirante Byron cuenta que conoció a un hombre tan alto que él no podía tocarle la coronilla con la mano. Y a su vez Magallanes se refirió a los gigantes. Cuando vio sus huellas en la arena, exclamó: «¡Qué patagones!», es decir «¡Qué pies más grandes!». De ahí procede el nombre de este lugar.

—Nosotros no nos encontramos a nadie tan alto, pero es verdad que por regla general los indígenas medían más de un metro ochenta. Debería hablar con Bynoe, señor. Está muy interesado en los salvajes. —Por su tono podía deducirse que Kempe consideraba el interés de Bynoe algo excéntrico.

—El Adventure nos está haciendo señas, señor —advirtió el guardiamarina Stokes a FitzRoy.

Todos los marineros miraron el barco de King, situado un kilómetro más allá de un prado moteado de caballos blancos, donde estaba a punto de izarse una hilera de pequeñas banderas. Desde que el almirante regresara a Montevideo para ocuparse de los asuntos de Su Majestad, King había asumido el mando del Adventure, y en él permanecería el resto de la expedición.

—El capitán King le ordena comandar una patrulla costera, señor.

—Bien. Señor Bennet, prepare la ballenera y reúna a seis hombres. Necesitaremos armas y municiones. Y pregúntele al señor Bynoe si puede unirse a nosotros.

—Iré abajo a buscar las medallas, señor —se ofreció Kempe.

—¿Qué medallas?

—Obsequios para los salvajes. Por un lado tienen grabada la imagen de Britania y por otro la efigie de su majestad. A los salvajes les encantan las cosas que brillan, señor.

—Me han contado que es usted una especie de antropólogo.

El joven y grave rostro de Bynoe se sonrojó ligeramente. Avanzaban hacia la costa dando saltos en la ballenera del Beagle, impulsada por seis pares de brazos nervudos.

—Yo no diría tanto, señor. Es decir, estoy muy interesado en todas las ramas de la filosofía natural, pero me faltan conocimientos. Lo que me interesa de verdad es la estratigrafía, señor, pero no sé mucho del tema.

—Bueno, pero habrá tenido oportunidades de sobra para estudiar la costa de la Patagonia, pues en las últimas millas no ha variado un ápice. ¿Cómo explicaría eso?

Bynoe observó la uniforme llanura que se extendía cientos de kilómetros tierra adentro, y que moría ahí, en el extremo meridional de punta Dúngenes. No había colinas que rompieran la monotonía del paisaje, ni árboles, ni siquiera un arbusto solitario. Desde el último asentamiento de hombres blancos en Río Negro no habían visto más que salinas, matorrales espinosos y resecos, y ningún signo de vida, salvo manadas de guanacos que pastaban a lo lejos y algún ibis que aleteaba asustado.

—No es muy interesante, ¿verdad, señor? Bueno, al menos para los demás oficiales. No consideran que preocuparse por un montón de rocas sea un pasatiempo demasiado serio.

—¿Acaso mostrar un vivo interés por el paisaje que lo rodea no es parte de las funciones de un oficial?

—Bueno, supongo que sí, pero cuando llegamos a Tierra del Fuego, ese interés pasó a segundo plano, hasta tal punto eran duras las condiciones allí. Ahora sólo me importa a mí, señor, y al señor Bennet, por supuesto… a veces. —Bynoe añadió esa última aclaración al percibir la expresión de pánico en el rostro del timonel, de natural risueño.

—¿Y cuál es su diagnóstico estratigráfico?

—En mi opinión, hay tres estratos en el litoral. Grava en la parte superior; a continuación, un tipo de piedra blanca, quizá una piedra pómez, no sé, y luego, en la base, un estrato formado por conchas. Eché un vistazo en una expedición a la costa. No pude identificar la piedra blanca, pero le diré algo curioso respecto a las conchas. Principalmente son de ostras, pero no hay ostras en esta zona, por tanto, deben de estar extinguidas desde que se formó el estrato de conchas.

—Magnífico, señor Bynoe, magnífico, de verdad. ¿Ha pensado que el estrato central de piedra blanca podría estar formado también por conchas, si bien trituradas y comprimidas hasta convertirse en piedra?

—Pero ¿qué pudo triturarlas? Encima sólo hay una fina capa de grava.

—Tal vez la acción del agua. ¿Cómo se explica que la tierra de esta región se halle cubierta de salinas? Me atrevería a conjeturar que en el pasado estuvo sumergida bajo muchos metros de agua salada. Una inundación repentina, quizá, que privó a las ostras del oxígeno que necesitaban para sobrevivir.

—Caramba, señor. Me parece que ha dado en el clavo.

—Yo no diría tanto, señor Bynoe. Sólo son conjeturas. Ahora dígame, ¿qué sabe de nuestros tres amigos de la costa?

—Deben de ser del asentamiento de la bahía Gregorio, señor. Nos detuvimos allí en el veintisiete. Su jefa es una mujer que se llama María y que habla un poco de español. Los patagones han comerciado con los barcos de focas durante cientos de años, por lo que están acostumbrados a tratar con europeos. No creo que vayamos a necesitar eso —dijo señalando las pistolas Sea Service, la bolsa de munición, los tacos, las baquetas y la caja de piedras de chispa del fondo de la embarcación—. Hace más de doscientos años eran hostiles, e iban armados con arcos y flechas. Sarmiento construyó dos asentamientos llamados San Felipe y Jesús. Creo que en Jesús vivían trescientos colonos, pero los indios los mataron a todos. Entonces en San Felipe vivían unos doscientos colonos, que en su mayoría murieron de hambre. Cuando llegó Thomas Cavendish en barco, sólo quedaban quince. Y como eran españoles, él… en fin, acabó con ellos. Rebautizó la bahía con el nombre de puerto del Hambre. Todavía pueden encontrarse algunas paredes ruinosas en el hayedo. Ahí es donde el capitán Stokes se quitó la vida, que Dios lo tenga en su gloria.

—Debemos dar gracias a Dios de vivir en tiempos civilizados.

—Desde luego, señor.

FitzRoy se arrellanó en su asiento. Podía ver cabezas de pingüinos curioseando alrededor de la ballenera; estiraban el cuello por encima de la borda para mirar dentro del bote y a continuación nadaban raudamente hasta la proa para echar otro vistazo. Ya estaban lo bastante cerca de la playa para examinar a los tres centinelas con más detalle. Había dos hombres y una mujer: todos eran altos, nervudos y de espaldas anchas; todos medirían más de un metro ochenta de estatura, y llevaban el pelo, negro, largo y abundante, separado en dos franjas por anillas de metal sujetas al cuello. La superficie de su piel que podía verse era de un color cobrizo oscuro, pero tenían la cara cubierta de pigmento rojo y dividida en cuatro por una cruz blanca, como si fuera la bandera de san Jorge con los colores al revés. La piel también estaba ornamentada por cortes y perforaciones en varios lugares. De nariz aguileña, tenían la frente ancha y corta bajo un flequillo irregular. La mujer llevaba las cejas depiladas por completo. Se cubrían los hombros con toscos mantos de piel de guanaco vuelta. Iban armados con bolas y lanzas largas y afiladas con la punta de metal. Emanaban un aire de fuerza enjuta y de orgullo receloso. Sus caballos, por el contrario, eran pequeños, desvalidos y muy peludos, y los dirigían por una sola rienda sujeta a maderos de deriva. Toscas sillas de montar y espuelas hechas con trozos de madera completaban los rudimentarios arreos. FitzRoy no pudo menos de compararlos con don Quijote.

Mientras la ballenera crujía al ser arrastrada sobre los guijarros de la orilla, dispersando a los pingüinos, FitzRoy saltó ágilmente a tierra. Uno de los tres jinetes rompió filas, trotó hasta ellos y, con gesto solemne, le entregó a FitzRoy un papel lleno de manchas. Él lo desdobló con una solemnidad que esperaba que estuviera a la altura, y leyó:

A cualquier capitán de barco:

Del señor Low, capitán del Unicorn, dedicado a la caza de focas, escribo esta carta para hacer hincapié en el natural amistoso de los indios y subrayar la necesidad de tratarlos bien, y no engañarlos; pues tienen buena memoria y se los ofendería gravemente.

Reciba los más cordiales saludos, señor.

William Low

Capitán del Unicorn

6 de febrero de 1826

Dobló el papel y se lo devolvió al hombre con un asentimiento de la cabeza que indicaba que había comprendido. El jinete habló en un lenguaje grave y gutural —«como si tuviera la boca llena de pudin caliente», pensó FitzRoy— y sacó otra piel de guanaco de debajo de la silla de montar. Se inclinó hacia delante para ofrecérsela al inglés. Este pudo olerlo de cerca: despedía un aroma animal intenso y acre.

—¿Aguardiente? —preguntó el hombre en español. FitzRoy se encogió de hombros para expresar que no tenía—. Bueno es borracho.

—¿Habla español? —preguntó FitzRoy.

—Bueno es borracho —repitió el hombre, y dicho eso se volvió y galopó hasta donde estaban sus dos compañeros.

Más allá, el caballo solitario y sin jinete continuaba totalmente inmóvil. Sólo entonces FitzRoy y Bynoe advirtieron que el animal estaba muerto. Y que, además, había sido embalsamado.

—Se han ido sin las medallas —murmuró Bynoe.

Punta Dúngenes circunscribía la aleta del Beagle en el momento en que el barco recibió la primera ráfaga del viento huracanado que soplaba permanentemente en el estrecho de Magallanes. Al colarse en el estrecho, donde las orillas rocosas están tan juntas que parece que las vergas del barco que pase por allí van a rascar a uno u otro lado, los vientos, comprimidos en el cuello de botella, explotaban y barrían a toda velocidad los bajíos y bancos de arena de la bahía Posesión. Frenados por un viento contrario y con los masteleros bajados, el Beagle, el Adventure y el Adelaide se acercaron al estrecho en fila, dando bandazos entre obstáculos sumergidos en el agua: no sólo arena y rocas, sino verdaderos jardines de quelpos enredados, cuyas hebras pueden crecer hasta veinte brazas de largo en sólo catorce metros de agua.

—Aparte de los vientos del oeste, hay una corriente contraria de ocho nudos —explicó Kempe—. Aquí la marea está por encima de las siete brazas. La última vez tardamos más de una semana en pasar la primera parte del estrecho.

FitzRoy tenía plena conciencia de que, como el Beagle era el barco que capitaneaba la formación, sería el primero en aventurarse en el estrecho. Ya daban bordadas más cortas en un intento de navegar zigzagueando contra el viento de proa y la corriente. Era difícil imaginar cómo el Beagle podría maniobrar a través de la pequeña brecha con ese vendaval en contra. Al menos la tripulación ponía todo su empeño en el proceso de dar bordadas. Habían cargado las velas mayores y aflojado las brazas de sotavento, al tiempo que las brazas de barlovento se convertían en las de sotavento, y viceversa, y todo el proceso empezaba de nuevo. Era un trabajo agotador y repetitivo, y por cada diez metros que ganaban contra el viento, perdían nueve contra la corriente. Mientras halaban los cabos, los marineros cantaban:

Soplaba el vendaval cruzando el estrecho,

y dos valerosos marineros cayeron a la mar;

los cabos que les arrojamos no pudieron alcanzar

y fueron pasto de los tiburones que estaban al acecho

—Preferiría que no cantaran esa saloma en particular —murmuró FitzRoy.

—Tienen una para cada ocasión —dijo el teniente Kempe con su media sonrisa cadavérica.

—¿Le gustaría que atacaran otra distinta, señor? —propuso el contramaestre Sorrell.

—No, gracias, señor Sorrell. Creo que no es aconsejable interferir en este tipo de cuestiones —respondió FitzRoy, y juró para sí: «Esta vez no permitiré que los elementos me tomen la delantera. Yo decidiré mi destino».

Mientras transcurrían las primeras horas de la tarde, el Beagle hizo repetidos intentos de dar bordadas a través del estrecho, pero pronto advirtieron que no conseguían avanzar, y al final los hombres de la guardia de la tarde, agotados, se vieron obligados a admitir su fracaso. Durante la guardia de cuartillo de la media tarde, en cambio, el Beagle se mantuvo a distancia del estrecho, dando bordadas cortas sólo para permanecer en su sitio, azotado por un viento demasiado fuerte para que el barco se quedara al pairo y se moviera con la corriente. Mientras se ponía el sol, el viento amainó finalmente, y la noche se iluminó por los fuegos dispersos de los indios, que punteaban la orilla norte como luces de estrellas. A lo lejos, en la oscuridad, se oían los extraños relinchos de los guanacos. En la cubierta, que hasta hacía poco había sido escenario de la actividad frenética de hombres sudorosos, ahora, la tenue luz de la bitácora alumbraba sólo a los hombres al timón. Los guardas de noche se apostaron en sus posiciones en las cuatro esquinas del barco. FitzRoy, abatido, acechó el lado de estribor del castillo de popa.

—Con una brisa ligera como ésta podríamos haber pasado el estrecho.

—Ahora está demasiado oscuro, señor —dijo Bennet, claramente deseoso de complacer. Era su turno en el timón.

—Si durante la tarde hay una corriente de siete brazas que atraviesa el estrecho hacia el este —reflexionó FitzRoy—, me imagino que por la noche irá hacia el oeste.

—Supongo que sí, señor.

—Además, el viento sopla a menor velocidad. ¿Ocurre todas las noches o es una excepción? Dígame, señor Bennet, cuando estuvieron aquí la última vez, tratando de pasar el estrecho durante una semana, ¿el viento solía amainar por la tarde?

—No puedo recordarlo, señor.

—¿Sería tan amable de traerme el libro del tiempo del capitán Stokes, señor King?

El joven salió disparado, dándose importancia, y regresó enseguida con el volumen. El libro del tiempo del difunto capitán no hacía honor a su título. En él deberían haberse consignado, junto con la indicación del día y la hora, datos como la dirección del viento y su fuerza, los valores del simpiesómetro y el barómetro, las temperaturas del aire y el agua, y la latitud y longitud. Todo lo más, allí se habían anotado datos de un modo esporádico. En esta ocasión, sin embargo, el destino había sido benévolo. Ahí, en la entrada de diciembre de 1826, con el entusiasmo del principio del viaje, el capitán Stokes había registrado una noche de calma tras otra en el tempestuoso acceso al estrecho.

—Dígale al contramaestre que venga —ordenó FitzRoy.

En cuanto recibió el aviso, Sorrell acudió velozmente a cubierta.

—Señor Sorrell, haga el favor de arriar velas.

—¿Arr… arriar velas? —Apenas daba crédito a sus oídos.

—Me ha entendido bien, señor Sorrell. Aferren todas las velas. Vamos a vadear el estrecho con las velas arriadas. Aprovecharemos la corriente de marea de ocho nudos para atravesarlo.

—Pero si es noche cerrada, señor.

—La corriente ve por dónde va, señor Sorrell.

—Pero podemos embarrancar, señor, o…

—No estará dudando de la capacidad del señor Bennet de manejar el timón, ¿verdad? —lo interrumpió. Bennet le dirigió una sonrisa forzada a FitzRoy, que le devolvió la sonrisa—. Qué duda cabe que aquellos que nunca corren ningún riesgo, que navegan sólo con vientos favorables, son oficiales muy prudentes, señor Sorrell, pero sus nombres caerán en el olvido. Me propongo que el nombre del Beagle jamás caiga en el olvido.

—Sí, señor. Que Dios nos ayude.

Sorrell pitó la orden a una tripulación incrédula. En el Adventure también había actividad: King y sus oficiales se aproximaron al pasamanos provistos de prismáticos de noche para intentar averiguar lo que se estaba tramando a bordo del Beagle. A través del agua se oía el chirrido característico del cabestrante al girar, mientras, chorreando, la cadena del ancla iniciaba su recorrido hacia la cubierta principal y volvía a ocupar su lugar; los marineros más jóvenes se movían raudos de un lado a otro para conducirla como si fueran pajes reales que escoltaran el paso de su borracho señor. En comparación, la maniobra de aferrar las grandes y oscuras sábanas de las velas a las vergas se hizo en silencio, y dejó ver un sinfín de titilantes estrellas a través de las jarcias del barco. Poco a poco, el Beagle empezó a avanzar empujado por la corriente, deslizándose entre los bajíos, cabalgando sobre las aguas hacia la oscura brecha que se abría ante él.

Mientras el navío se adentraba en el abismo, no se oyó ni un suspiro; el timonel daba toques precisos a la rueda para mantener el barco enderezado con la corriente. A ambos lados, las rocas parecían siluetas deformes, agujeros negros que absorbían por completo la luz de las estrellas. Todos aguzaban el oído esperando percibir el ruido del cobre al resquebrajarse o de la madera al astillarse, presagios del desastre. Nada de eso ocurrió. El Beagle se deslizó con elegancia a través del estrecho, como si lo guiara un piloto invisible.

Veinte minutos después, las rocas de ambos lados retrocedieron un paso, como si se dieran por vencidas, y el canal se abrió hasta convertirse en la bahía Gregorio. Mientras el estrecho iba quedando a sus espaldas, pareció que nadie quería ser el primero en hablar. Finalmente Bennet rompió el silencio.

—Muy bien, señor —dijo con un suspiro.

—¿Qué dirá mi padre? —murmuró King, asombrado.

Desde algún punto de la cubierta sumida en la oscuridad alguien gritó:

—¡Tres hurras para el capitán FitzRoy!

Y toda la tripulación vitoreó calurosamente al joven oficial, provocando una amplia sonrisa de alivio en su rostro y el furioso ladrido de los perros de los campamentos desperdigados en la orilla norte.

Una semana más tarde, el Adventure y el Adelaide, sin duda con todos los hombres al límite de sus fuerzas, seguían luchando lastimosamente por arrebatarle al viento su dominio sobre el estrecho. Desde la cubierta principal del Beagle era posible vislumbrarlos de vez en cuando dando bordadas a la entrada del canal, tratando de abrirse paso desesperadamente, pero poco dispuestos a emular el arriesgado experimento de FitzRoy. El retraso empezaba a ser motivo de preocupación, ya que en el Beagle sólo quedaba agua para dos días, y el resto se guardaba en barriles sellados del Adelaide. Encontrarían agua abundante más al sur, entre los arroyos de los glaciares de Tierra del Fuego, pero donde se hallaban era un bien escaso: los indios caballo se resistían a comerciar con ella. Sin embargo, no faltaba comida, y la tripulación había cenado carne fresca de guanaco, mejillones y lapas, así como un desventurado cerdo llevado de Montevideo, que mataron y asaron. El cocinero anunció con orgullo la preparación de un festín especial para el capitán a base de armadillo, en honor a su gran coraje. FitzRoy se comió todo el armadillo directamente de su caparazón. A fin de prevenir el escorbuto se envió a algunos hombres en busca de arándanos y apio silvestre, para gran perplejidad de los indios, que subsistían con una dieta a base de guanaco tibio sin sufrir el menor efecto adverso.

FitzRoy también envió a los oficiales a reconocer las alrededores, dividiéndolos algo arbitrariamente según las inclinaciones y aptitudes que él había apreciado en cada uno. Nombró a Bynoe el estratígrafo del barco; el guardiamarina Stokes, que, según se había descubierto, era un gran cazador en su Yorkshire nativo, se convirtió en el naturalista del Beagle; el nuevo cirujano asumió un poco a su pesar la función de recoger especímenes y tomar notas de la vida marítima; a Kempe se le encargaron las observaciones meteorológicas, y el propio FitzRoy se concentró en la antropología de la población nativa. El guardiamarina King, ansioso por verse involucrado en esas tareas, fue nombrado ayudante de todos. No se podía comer ningún animal, pez o crustáceo antes de que hubiera sido examinado, descrito y dibujado sobre el papel, preferiblemente a color. El camarote de FitzRoy estaba atestado de burdos dibujos de peces hechos por King. Stokes planteó la asombrosa suposición de que los dos tipos de pingüinos que habían visto —que la enciclopedia natural del barco, en la entrada dedicada a los «Aptenodytes», distinguía como patagónicos y magallánicos— eran la misma ave pero en distintas etapas de su desarrollo. Los indios del asentamiento de la bahía Gregorio se estaban acostumbrando a ver a FitzRoy y sus hombres curioseando entre sus tiendas y haciéndoles preguntas mediante el lenguaje de señas; para ellos eran hombres blancos extraños e inquisitivos, muy diferentes de los cazadores de focas, que sólo querían comerciar o conseguir mujeres. Los investigadores del Beagle también habían resuelto el enigma del caballo embalsamado; el animal señalaba la tumba de un cacique. Descubrieron que todos los grandes hombres se enterraban sentados en la arena, con sus caballos favoritos embalsamados y apostados ante la tumba para vigilarlos.

—El señor Kempe opina que los salvajes pertenecen a una especie diferente de la nuestra. Por su piel oscura.

—De modo que piensa eso, ¿eh?

FitzRoy se había llevado a Bynoe, que parecía el oficial más inteligente y entusiasta, a otra visita al campamento indio.

—En cambio, el señor Wilson opina que son iguales a nosotros. Y que son oscuros a causa del humo y las partículas de ocre que llevan incrustadas en la piel.

—Con el debido respeto al cirujano, creo que la ausencia de un filósofo natural titulado a bordo nos deja a todos un poco a oscuras.

Francamente, eso era ya demasiado. Incluso los dibujos de peces de King ponían en evidencia esas tonterías. Pero los orígenes raciales de las tribus patagónicas constituían un enigma: por qué los indios caballo eran gigantes nervudos, mientras que unas millas más al sur, en Tierra del Fuego —el destino del Beagle—, los indios canoa eran, a decir de todos, bajos y rollizos. Todos los días surgían nuevas cuestiones, y FitzRoy estaba impaciente por hallar las respuestas.

El campamento de la bahía Gregorio olía igual que una colonia de pingüinos. Los indios se sentaban en corrillos entre las tiendas, unas construcciones alargadas y rudimentarias hechas de ramas de arbusto y pieles de guanaco, que de algún modo conseguían mantenerse en pie pese a las sacudidas del fuerte viento racheado que soplaba desde la bahía. Un círculo de hombres se pasaban una pipa de barro; otro grupo jugaba a las cartas con cuadrados de piel de guanaco pintados; una mujer, desnuda pero con la piel cubierta de manchas decorativas de barro, grasa y sangre de animal, amamantaba a un niño de unos ocho años. Nadie prestaba atención a los hombres blancos. FitzRoy escogió a un grupo aislado de tres indios que se peinaban entre sí y se comían los piojos que encontraban. Se metió la mano en el bolsillo y sacó tres frutos de la tecnología europea: un silbato, una pequeña caja de música y su reloj de bolsillo. El silbato produjo deleite; curiosamente, la caja de música no despertó demasiado interés. Sin embargo, el tictac del reloj dejó a los patagones fascinados y estupefactos. Una vez establecidas las buenas relaciones, Bynoe sacó una libreta y una pluma de su cartera.

—¿Habla español? —preguntó FitzRoy en español.

Los indígenas mostraron una expresión vaga. Los marineros habían conocido a algunos indios del campamento que hablaban español. La famosa María parecía estar ausente.

FitzRoy recurrió una vez más al lenguaje de signos.

—Ingleses —dijo, mientras señalaba a Bynoe y a sí mismo.

Uno de los nativos se puso en cuclillas. Tenía la cara espectacularmente embadurnada de sangre animal y de líneas trazadas con carbón, en apariencia un diseño marcial, que enseguida fue contrarrestado por la impasibilidad con que el hombre sacó un trozo de sal del tamaño de un puño y le dio un gran mordisco.

Cubba —dijo finalmente.

Cubba?

Otro mordisco de sal.

Cubba. —«Hombres blancos».

Ya tenían la primera entrada para el diccionario de FitzRoy.

—Indios —dijo entonces, y señaló al trío de hombres.

Yacana.

Bynoe escribió otra entrada. Los patagones no mostraron la menor curiosidad; al parecer no conocían ningún sistema de escritura, ni siquiera jeroglífica. FitzRoy señaló las tiendas. Se llamaban cau. Perro se decía wachin. Un manto de piel, chorillio. Y así continuaron, hasta que Bynoe tuvo una lista de cincuenta palabras de uso corriente.

FitzRoy se dio media vuelta y señaló hacia el sur, al horizonte del otro lado de la bahía, donde una columna ascendente de nubes grises ocultaba las montañas mojadas por la lluvia de Tierra del Fuego.

—Oscherri.

FitzRoy indicó con la palma de la mano la baja estatura de un hombre de Oscherri. Un indio canoa. Los hombres rieron burlonamente:

Sapallios.

Uno de ellos escupió en el suelo. Ahora había otros integrantes de la tribu alrededor de ellos, que se habían acercado para mirar, y FitzRoy se fijó en que uno llevaba un pequeño crucifijo colgado de una cadena alrededor del cuello: seguramente era un regalo de los cazadores de focas. Lo señaló, e hizo un ademán en dirección al cielo. Había llegado el momento de ampliar sus horizontes lingüísticos.

—Dios —dijo, añadiendo una breve pantomima de truenos y relámpagos para explicarse.

El hombre asintió con la cabeza para demostrar que había comprendido.

Setebos.

FitzRoy apretó el brazo de Bynoe, presa de la emoción.

Su magia es tan potente,

que vencería a Setebos, el dios de mi madre.

—Señor Bynoe, esos versos los pronuncia Calibán en La tempestad. Si Shakespeare recogió la palabra «Setebos» en mil seiscientos once, debió de oírsela a un marinero de la expedición de Drake, o quizá al mismo Drake.

El nativo que llevaba el crucifijo se puso a hablar, apuntando a FitzRoy con un dedo y luego señalando el cielo al oeste.

—Me parece que nos está preguntando si somos enviados de Dios, o si lo conocemos —dijo Bynoe.

FitzRoy negó con la cabeza, pero el hombre no se dio por enterado e hizo señas para que los dos ingleses lo siguieran. El grupo de indios se apartó para dejarlos pasar.

—Sigamos a este Calibán y veamos adónde nos lleva —sugirió FitzRoy.

Y así, se dejaron conducir con docilidad a una tienda cercana. Al apartar la piel que cubría la entrada de la choza se levantó una espesa humareda; se agacharon y entraron a gatas. En una esquina ardía un fuego hecho de maleza que llenaba de humo todo el cubículo, aunque no parecía existir ninguna ventilación. Con los ojos enrojecidos, vislumbraron una mujer desnuda y asustada, que se inclinaba sobre la figura postrada de un bebé sudoroso y cubierto de barro. Al otro lado del niño enfermo, un sacerdote o hechicero sacudía una especie de sonajero, mientras murmuraba oraciones o conjuros sobre una pila de tendones de pájaro disecados. El hechicero dirigió una mirada de resentimiento a los recién llegados.

—Quieren que curemos al niño —susurró Bynoe.

—Por suerte han invitado a su tienda a la persona adecuada. ¿Qué puede hacer por ellos, señor Bynoe?

El joven ayudante de cirujano tocó la frente del niño.

—No parece más que una simple calentura, señor. En circunstancias normales recomendaría un purgativo de calomelanos. Y a falta de él, una dosis de vino de oporto caliente, o un tónico de drymis wintery, mejunje medicinal para prevenir el escorbuto. He traído el tónico y el vino… el oporto está frío, pero podemos calentarlo al fuego.

Bynoe echó un poco en un pequeño vaso de cristal y lo puso sobre las brasas un momento, antes de administrárselo al paciente, que tiritaba. A continuación vertió una dosis de drymis wintery en la boca del niño, quien se puso a toser de forma convulsa. FitzRoy, que a causa del humo denso también tosía y se enjugaba las lágrimas con la manga, agradeció en su fuero interno la eficacia de la medicina moderna. Las dos vasijas fueron pasando de mano en mano entre los indios congregados en la entrada de la tienda, y en su mayoría las olisquearon con curiosidad. Un leve murmullo de escepticismo recorrió el grupo de indígenas. Finalmente, el dueño del crucifijo —¿tal vez el padre de la criatura?— indicó que le gustaría que el capitán le prestara su reloj de bolsillo. FitzRoy se lo ofreció. El hombre lo cogió con reverencia y lo meció sobre la cara del niño. El fuerte tictac llenó la tienda y pareció detener el viento huracanado de fuera; los patagones emitieron un susurro de aprobación. «Si supieran lo inútil que es», pensó FitzRoy.

Por la tarde hubo una cellisca constante, que persistió durante las primeras horas de la noche, mientras unas nubes borrosas ocultaban los fuegos de la orilla. Como todos los días, el viento amainó al anochecer, y así el Beagle pudo echar el ancla; el ajetreo de la tarde fue sustituido por el incesante y tranquilizador golpeteo de la cadena al rozar adelante y atrás las rocas del fondo del mar. Los oficiales se habían pasado la tarde enseñando las letras a los hombres analfabetos. Más tarde FitzRoy había ordenado que se colocaran los toldos de lona impermeable para mantener secas las cubiertas y así poder celebrar la hora oficial de «canción y baile» en la última guardia de cuartillo. Dirigida por el violinista del barco, era una sesión obligatoria de bailes marineros y zarabandas para toda la tripulación que prescribían las ordenanzas del Almirantazgo. Como Bynoe explicó con gravedad, el baile favorecía la circulación sanguínea, lo que ayudaba a combatir el escorbuto.

Un somero servicio religioso había puesto fin a las actividades de la tarde. FitzRoy recurrió a una oración de ruego de buen tiempo del devocionario; el episodio del diluvio universal le servía para aunar las preocupaciones que tenía en mente:

—«Omnipotente Dios, que por los pecados de los hombres anegaste el mundo en tiempos pasados, dejando vivas sólo ocho personas; y después prometiste, por tu gran misericordia, no volver a destruirlo así jamás; suplicámoste humildemente que, aunque por nuestras iniquidades hemos merecido el castigo de lluvia y aguas, no obstante, a vista de nuestro arrepentimiento, quieras enviarnos tal tiempo que recibamos los frutos de la tierra en debida sazón; aprendiendo con tu castigo a enmendar nuestras vidas, y a darte por tu clemencia alabanza y gloria; mediante Jesucristo nuestro Señor. Amén».

Ahora FitzRoy andaba de un lado para otro por las húmedas cubiertas tratando de reunir a los patagones, los estratos de conchas y los sucesos del Antiguo Testamento en un todo coherente: «… que por los pecados de los hombres anegaste el mundo en tiempos pasados». ¿Fue ése el diluvio que pulverizó millones de conchas en la costa patagónica?

Últimamente las guardias de noche eran más frías, ya que las heladas corrientes de las islas Malvinas habían bajado en picado la temperatura del mar; FitzRoy se arropó con su impermeable. Abajo habían atrancado todas las escotillas para mantener el cálido olor del tabaco atrapado en el interior. A través de las iluminadas claraboyas, las lámparas de aceite humeantes se balanceaban incitantes en sus cardanes. En la atmósfera maloliente y llena de vaho, los hombres conversaban sobre la vida, la muerte, el dinero y las mujeres. FitzRoy se detuvo al pasar por delante de la lumbrera del comedor de oficiales; a través de ella le llegó la voz del patrón Murray contando un chiste e imponiéndose en la noche.

—Así que Smith, que es tartamudo, se encuentra en una de las vergas de los masteleros. Y le grita a uno de sus compañeros de allá abajo:

»—Mis pppar-tes están ppp-pilladas en el motón de la jarcia de rizo.

»—¿Tus qué? —responde el otro.

»—He dicho que mis pppar-tes están ppp-pilladas en el motón de la jarcia de rizo.

»—Si no puedes decirlo, amigo mío, cántalo.

»De modo que Smith se pone a cantar todo lo claro que podáis imaginar:

»—“Afloja la jarcia de rizo, la jarcia de rizo, la jarcia de rizo, / afloja la jarcia de rizo, mis partes están pilladaaas”.

Las últimas palabras fueron recibidas por una explosión de risas masculinas contenidas, y FitzRoy sintió el deseo irresistible de unirse a ellos, de zambullirse en aquel ambiente de camaradería y cordialidad. Descendió la escalerilla cercana a la popa y abrió la puerta del comedor de oficiales, pero el ambiente se enfrió de golpe.

—Buenas noches, señor —saludó Murray cortésmente.

—Buenas noches, señor —dijo Bynoe.

Dejaron enseguida las bebidas sobre la mesa, así como las pipas y el rapé. También estaban Stokes, Wilson y Kempe.

FitzRoy hizo lo posible por sonreír.

—Buenas noches, muchachos.

—¿Desea algo, señor?

—No, gracias, señor Stokes. Es usted muy amable. He venido sólo a dar las gracias a todos por sus esfuerzos de hoy, y a desearles buenas noches.

—Gracias, señor. Buenas noches.

—Buenas noches.

Y dicho eso, FitzRoy se retiró, en apariencia sin inmutarse, pero arrepentido en su fuero interno por haberse puesto en ridículo de esa manera. En el Thetis o el Ganges, por supuesto, habría participado del jolgorio nocturno; aunque no habría sido el más sociable, sí habría constituido una parte fundamental. Ahora su rango lo excluía. Así era la vida y no tenía otro remedio que aceptarlo. Nunca más debería dejarse llevar por unos sentimientos tan absurdos. «Puedo guiarlos, conducirlos a través de las dificultades y ayudarlos en su aprendizaje, pero no puedo unirme a ellos. No me está permitido ser su amigo». Cerró la puerta del comedor de oficiales, cruzó la tablazón de la cubierta y entró en su angosto camarote. Se sentó a la mesa, encendió una lámpara y tomó de la estantería el volumen acartonado por la sal de los viajes del almirante Byron.

Byron había naufragado con el Wager en Tierra del Fuego cincuenta años antes, y fue uno de los cuatro hombres, de una tripulación de doscientos, que consiguieron volver a casa. Tiempo atrás, FitzRoy había leído algo en el relato de Byron que ahora le acudió a la memoria. Hojeó las páginas con nerviosismo para encontrarlo. Ahí estaba:

Pensamos que era extraño que en las cimas de las montañas más altas encontráramos capas de conchas de casi medio metro de espesor.

Capas de conchas. En las cimas de las montañas. Más altas que las que habían descubierto en la costa patagónica. Más altas que los cristales de sal de las salinas de la costa. Capas de conchas en las cimas de las montañas. Cogió el ejemplar de la Biblia que Sulivan le había regalado y buscó en Génesis 6:7: «Y dijo Jehová: “Exterminaré a los hombres que he criado de sobre la faz de la tierra, desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptil y las aves del cielo: porque me arrepiento de haberlos hecho”». ¿No era aquello una prueba? ¿Cómo habrían llegado las capas de conchas a las cumbres de las montañas si la crecida no las hubiera cubierto también? Según la oración que había rezado, sólo hubo ocho supervivientes. ¿Realmente habían repoblado la tierra esos ocho? Como guiada por una fuerza invisible, su mirada se desplazó unas líneas más arriba, a Génesis 6:4.

Había gigantes en la tierra en aquellos días… éstos fueron los valientes de la antigüedad, hombres de renombre.

«Gigantes en la tierra en aquellos días». ¿Los gigantes de la Patagonia? Con avidez, empezó a devorar las líneas siguientes, que trataban de la repoblación de la Tierra por los hijos de Noé, Sem, Cam y Jafet: Sem engendró a los semitas; Cam engendró a los egipcios, los libios y los cusitas —los negros—, y Jafet engendró a los griegos, los sumerios, persas, medos y romanos. Una generación o dos después, Esaú se casó con una hija de Ismael y engendró a los hombres de color cobrizo. Los hombres rojos de la Patagonia y Tierra del Fuego.

¿Por qué, entonces, existía esa diferencia de estatura entre los patagónicos de dos metros diez y los enanos fueguinos que aquéllos tanto despreciaban? Los fueguinos se parecían físicamente a los esquimales y los lapones del norte. Quizá la exposición a los rigores del frío, la humedad y el viento, el pasar los largos inviernos acurrucados en sus tiendas, había acortado las piernas de los fueguinos e incrementado la grasa corporal. Quizá los patagones, como los suajilis africanos, habían crecido mucho y eran tan altos y enjutos por el clima benigno, la planicie y las enormes distancias que debían recorrer para pastorear sus rebaños. ¿Era posible realmente que los humanos, en su origen cortados por el mismo patrón divino, se hubieran ajustado a una veintena de variedades diferentes en relación con el clima y el entorno? Tenía tantas cosas de que hablar… y a nadie con quien hablar de ellas. En ese momento habría dado lo que fuera por entablar una conversación con un antropólogo, un mineralogista o al menos un sacerdote. Se preguntaba si Noé habría tenido a alguien con quien conversar. ¡Qué inconmensurable debía de ser la presión de una orden divina!

Un alboroto del exterior lo sacó de su ensimismamiento, y a continuación oyó que alguien llamaba a la puerta de su camarote. Era el contramaestre Sorrell, que transpiraba ligeramente.

—Si es usted tan amable, señor, creo que le interesará acompañarme a cubierta.

FitzRoy se agachó para salir y subió a toda prisa por la escalerilla hasta la cubierta principal. Tardó unos instantes en ajustar los ojos a la oscuridad, pero por los vítores de su alrededor ya podía adivinar lo que había pasado. Al este de la bahía vio cómo dos siluetas oscuras asomaban por el estrecho sumido en la penumbra y la llovizna. Tras una semana de esfuerzo infructuoso y extenuante, el Adventure y el Adelaide se habían decidido a seguir el ejemplo de FitzRoy y se habían deslizado a través de las puertas rocosas —afortunadamente sin sufrir ningún daño— impulsados por la corriente.