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Bahía de Maldonado, Uruguay

30 de enero de 1829

Hacía una tarde magnífica. Una húmeda brisa tropical empujaba suavemente el Beagle rumbo al sudoeste. El barco se deslizó en el inmenso estuario del río de la Plata, de cincuenta millas de anchura, donde las calientes aguas pardas se derraman en las oscuras y acogedoras profundidades del Atlántico. Como una astilla blanca y negra en el mar resplandeciente, el Beagle navegaba por la divisoria entre el río y el océano: a su derecha, té lechoso; a su izquierda, vino oporto. Gigantescas columnas de nubes desfilaban por encima del horizonte tierra adentro; entre ellas se abrían paso rayos de luz dorada, como si acabaran de prender un fuego en el templo del cielo.

Robert FitzRoy estaba de pie junto al timón, con el teniente Kempe como una presencia muda a su espalda, y dejó que sus sentidos se impregnaran de la belleza del espectáculo. A lo lejos podía distinguir el promontorio de la isla de Maldonado, la única interrupción en la línea recta del horizonte, como si fuera una espina en el tallo liso de una rosa; y más allá, en el refugio de la bahía de Maldonado, pudo divisar las vergas del Adventure anclado. La visión de las velas cosidas y la madera tallada prometía caras amistosas y reencuentros calurosos para la tripulación del Beagle, que llevaba un mes de soledad en alta mar. Las órdenes que había recibido FitzRoy consistían en encontrarse en la bahía de Maldonado con King, del Adventure; Skyring, del Adelaide, y el almirante Otway, del Ganges, antes de que acabara el día. El Beagle iba muy justo de tiempo, pero para tratarse de un pequeño barco desmañado, respondía cada vez mejor y llegaría antes del anochecer. Podía sentirse orgulloso por los cambios que había efectuado durante las semanas anteriores.

Habían tumbado el Beagle junto a la playa Botafogo, al sur de Río de Janeiro, y la tripulación montó un campamento en la orilla. Como es lógico, fue Sulivan quien se ofreció voluntario para inspeccionar la zapata dañada y quien se zambulló una y otra vez en las aguas trémulas. Al final lo subieron a bordo exhausto, con la piel de la espalda lacerada por el cobre dentado de debajo del barco. FitzRoy se vio obligado a sustituirlo en la labor, para evitar que el extenuado joven volviera a echarse al mar. Pese a ello, Sulivan pagó sus esfuerzos con un ataque de disentería, y ahora yacía en una litera con una fiebre muy alta y un orinal por toda compañía.

Habían arrastrado el Beagle fuera del agua mediante cuerdas: con su gran panza hecha trizas incrustada de percebes, boqueaba y resplandecía como una ballena recién capturada mientras chorreaba agua de mar por todas partes. Lo acostaron sobre una plataforma construida a partir de cuatro grandes barcazas de mercado. Taparon la brea agrietada de sus junturas y la sellaron con hierros candentes; vaciaron las sentinas, lubricaron los motones, sacaron lustre al escaso armamento y pintaron las cureñas; lo abrillantaron todo hasta dejar el bergantín como una patena. Y después lo devolvieron al agua, donde las cálidas olas lamieron el casco en señal de bienvenida.

Entre Río de Janeiro y el río de la Plata, FitzRoy no había permitido a sus hombres un minuto de descanso: ordenó arrizar y plegar velas en cualquier condición meteorológica, hizo bajar velas y vergas para reparaciones imaginarias, y despertó a la tripulación en medio de la noche para arreglar vías de agua inexistentes. Ensayaron los ejercicios de cañón a todas horas; sin previo aviso, FitzRoy mandaba redoblar los tambores una y otra vez con el ritmo de Heart of Oak para llamar a sus hombres a zafarrancho de combate. Practicaron repetidamente las órdenes que el contramaestre transmitía con su silbato. Y las órdenes que al principio hacía falta gritar a través de una bocina se redujeron al mínimo. El contramaestre sólo tenía que decir: «¡Leven anclas!», y las desnudas ramas del Beagle florecían en unos minutos con una explosión de blancura. El Beagle siempre sería un pequeño bergantín de aspecto desmañado, con las cubiertas inundadas incluso cuando navegaba en aguas tranquilas; nunca bailaría con soltura al son de su capitán como cualquiera de los elegantes buques de línea. Pero por fin había adquirido una solidez que decía mucho de su tripulación. FitzRoy empezaba a sentirse orgulloso de su cuchara navegadora.

—Parece que está poniéndose muy feo a sotavento.

El teniente Kempe era uno de esos tipos perversos cuya sonrisa —que era más bien una mueca— estaba cargada de un dejo de satisfacción ante las desgracias. Pero sin duda tenía razón. Al oeste los nubarrones se oscurecían en el horizonte y parecían aumentar de tamaño, lo que carecía de sentido, pues la brisa cálida y suave que henchía a medias las velas del Beagle soplaba desde el nordeste.

—¿Qué marca el barómetro?

—Es estable, señor, treinta veinte. O sea, ha subido desde los treinta diez de hace media hora.

Todo estaba en calma. Eso era lo que decía el barómetro. Pero FitzRoy podía percibir voces de alarma en su interior. La mayoría de la tripulación estaba en contra de los barómetros; de hecho, le había costado mucho convencer a sus oficiales de que esos aparatos podían tener un papel en la náutica moderna, pues preferían que el capitán gobernara la nave por instinto. Un buen capitán, por supuesto, era capaz de aunar la ciencia y la naturaleza a la hora de tomar decisiones. En efecto, el barómetro podía indicar de un modo inflexible que todo iba bien, y que el viento del nordeste que soplaba detrás de ellos apenas tenía fuerza para rizar el brillo lechoso del estuario, pero aquél, y FitzRoy era muy consciente de ello, no era un estuario corriente. Con una anchura que duplicaba sobradamente el canal de la Mancha, el río de la Plata era famoso por sus repentinas tormentas «pamperas». Los hombres de la tripulación no habían visto esas tormentas, pero habían oído hablar de ellas. Y se les tensaron los nervios como las cuerdas de un violín.

Una nube larga y oscura se ensortijó y creció en el horizonte, hasta cubrir el espacio entre las columnas de vapor y ocultar la puesta de sol. FitzRoy se preguntó si debían huir a la costa o si sería mejor seguir y refugiarse en la bahía de Maldonado. Lo primero equivaldría a desobedecer órdenes; la segunda opción implicaba el riesgo de que la tempestad los pillara mar adentro, en caso de que realmente fuese a desencadenarse un pampero.

—¿Qué marca el barómetro?

—Estable, señor, treinta veinte.

No tenía sentido. Si era verdad que se avecinaba una tormenta, el barómetro debería haber corroborado los presentimientos de FitzRoy. Decidió mantener el rumbo hacia Maldonado.

—No; espere un momento, señor. El mercurio está bajando, treinta diez, señor… Está bajando muy deprisa, señor. Está bajando muy, muy deprisa, señor. Ahora está a treinta. Está bajando en picado, señor.

En el instante en que el patrón transmitía las malas noticias, el viento del nordeste que soplaba a sus espaldas cesó por completo. Las velas se aflojaron y quedaron colgando contra los mástiles. Sólo el crujido de los aparejos delataba la presencia del Beagle en un universo mudo. Hubo un momento de absoluto silencio en cubierta, mientras los oficiales y la tripulación miraban con pavor las crecientes columnas de nubes, que ahora alcanzaban miles de metros de altura, y los grotescos nubarrones negros que se hinchaban en el centro de cada pilar como el humo de un cañonazo.

A FitzRoy se le encogió el corazón. «Es muy fácil saber lo que debes hacer cuando eres un subordinado. Pero ahora debo asumir el mando».

—El barómetro marca veintinueve noventa, señor. La temperatura también está bajando en picado, señor.

—Dirija el barco a la costa, señor Murray. Hacia cualquier refugio que pueda encontrar.

Murray hizo un cálculo rápido.

—La isla Lobos está a algunas millas de la costa, señor, pero no hay brisa.

—Creo que en breve tendremos viento suficiente, señor Murray.

—Sí, señor. —Transmitió las instrucciones al timonel—. A babor, ciento treinta y cinco grados.

La cara huesuda del teniente Kempe seguía dividida por su media sonrisa cadavérica. Giró la rueda suavemente con la mano derecha, y el barco avanzó con lentitud a estribor, respondiendo a regañadientes a la orden del timón.

—Gavias de doble rizo, señor Sorrell; trinquetes de doble rizo. Atranquen las escotillas y apaguen los fogones de la cocina.

El contramaestre transmitió las órdenes a la tripulación, e instantes después había una multitud de siluetas arremolinadas en torno a las jarcias: los marineros más jóvenes y ligeros, en lo alto y los extremos de las vergas; los más fornidos, en el centro, luchando contra los obenques más pesados y difíciles.

Al cabo de unos segundos todos los ajustes estaban hechos. Ahora sólo cabía quedarse allí como una presa fácil, con la esperanza de que cuando se desencadenara la tormenta, hubiera viento suficiente para hinchar las velas y empujarlos hasta la costa, que se oscurecía cada vez más.

—El barómetro marca exactamente veintinueve, señor.

—Imposible —murmuró FitzRoy.

Nunca había visto que el mercurio bajara tanto y a semejante velocidad. Cruzó a toda prisa la cubierta para comprobarlo por sí mismo. No había ningún error. Podía apreciarse cómo bajaba a simple vista.

—Agarraos bien —murmuró el pequeño King algo innecesariamente.

No había duda de que estaban a punto de recibir el golpe más duro de su vida. Las manos se cerraron en silencio en torno a las cuerdas, barandillas y accesorios de latón, cualquier cosa que pareciera bien atornillada.

—Mire, señor —dijo Bennet, cuya cara roja contrastaba con la melena rubia.

Había subido a la cubierta al cambiar de rumbo el barco, y ahora se inclinaba sobre la barandilla de babor mirando con ojos entrecerrados río arriba. Todos siguieron la dirección de su mirada. Una nube que parecía formada de polvo blanco flotaba delante del negro nubarrón ensortijado, y se acercaba a ellos a una increíble velocidad rozando las sedosas aguas marrones.

—¿Qué es? ¿Una tormenta de arena?

FitzRoy cogió el catalejo. Incluso vista más de cerca, era difícil distinguir la franja blanca que atravesaba el horizonte.

—¡Dios mío! Creo que podrían ser… insectos.

Al tiempo que mascullaba las últimas sílabas, la vanguardia cayó sobre ellos. Arrastrado por el viento repentino, un aterrorizado batallón compuesto por miles de mariposas, polillas, libélulas y escarabajos los atacó por todos los flancos. En un instante se les metieron en los ojos y la boca, se les engancharon en el pelo y las orejas, y buscaron refugio en las fosas nasales y los cuellos de las camisas. Se pegaron a las jarcias y tiñeron los mástiles de blanco. Las velas quedaron ocultas tras la furiosa masa de pequeñas patas y alas. Mientras la tripulación luchaba para quitarse de encima esos invitados inoportunos, el mar fue en su ayuda. Una fuerte ráfaga de viento que arrastraba consigo un torrente de espuma densa sacudió el costado izquierdo del Beagle. De pronto las velas se hincharon hasta reventar, el viento chirrió a través de las jarcias, y el pequeño bergantín se precipitó hacia delante como si se liberara de una trampa, al tiempo que se inclinaba a estribor. La espuma se dividió en franjas de agua espesa y blanca que volaba por los aires, el mismo océano despedazado y desgarrado mientras los elementos, enloquecidos, se lanzaban al ataque, ametrallando el costado del barco. El sonido del viento creció hasta convertirse en un alarido de indignación, y entonces, por debajo de él, FitzRoy oyó algo que no había oído en su vida: un gemido grave, como el del órgano de una catedral. «No puede ser más apropiado», pensó, pues la tormenta prometía alcanzar proporciones bíblicas.

Sometido a la presión de la vela y haciendo espuma mientras avanzaba, el pequeño bergantín singló hacia delante de un modo temerario, con los mástiles doblados como fustas.

—Que alguien eche una mano en el timón —gritó FitzRoy.

Nadie lo oyó, pero no importó, pues ya había un par de marineros que se acercaban a ayudar al timonel, quien forcejeaba con la rueda mientras la giraba a babor y luego a estribor sujetándola con fuerza. Tras lo que pareció un estallido de fuego artillero, la vela de estay de proa, el grueso triángulo blanco de resistente lona inglesa que sostenía el empuje del barco, se hizo trizas como un simple pañuelo.

—Velas de cangrejo, muy arrizadas —gritó FitzRoy a unos centímetros de la oreja de Sorrell.

Una vez más, los desesperados intentos del contramaestre de transmitir las órdenes apenas hicieron falta. En torno a los mástiles, en las jarcias y en las vergas, que se bamboleaban con violencia, volvió a arremolinarse un enjambre de siluetas, como un grupo de monos. Pese a estar muy arrizadas, las velas se sacudían con violencia, como fieras salvajes que rechazaran a sus domadores, pero poco a poco, firmemente, consiguieron dominarlas. Las velas de cangrejo eran la única alternativa que le quedaba a FitzRoy. Demasiada vela, y el viento rifaría la lona; poca vela, y el barco sería imposible de gobernar y los elementos lo azotarían hasta destruirlo.

Ahora había mar gruesa, el bergantín se balanceaba, y cada pocos segundos las cubiertas se llenaban de más de un metro de agua densa y espumosa. El cielo había ennegrecido, pero el paisaje se iluminaba continuamente por los relámpagos, aquí y allá. «Es como una inmensa fundición de metal —pensó FitzRoy—. La sala de máquinas de Dios. Si uno de esos rayos alcanza un mástil, somos hombres muertos. —A su izquierda un rayo iluminó a Kempe, y FitzRoy pudo ver el terror pintado en su famélico rostro. Al teniente se le había helado la sonrisa en la boca—. No debo sucumbir a mi propio miedo. Si lo hago, los hombres lo olerán. Se darán cuenta».

Detrás de ellos, agarrado firmemente al pasamanos, el guardiamarina King estaba boquiabierto por la estupefacción. «Ni siquiera durante los dos últimos años que han pasado en el sur, ha visto una tormenta como ésta», pensó FitzRoy, maravillado. Después siguió la mirada de King. Entonces vio la ola. Y luego todos la vieron, alumbrada por una blanca cortina eléctrica. Era un muro de agua del tamaño de una casa de… ¿doce metros?, ¿catorce?, ¿dieciséis?, que se erguía sobre el bao de babor, un peñasco vertical de color marrón congelado a la luz de los relámpagos.

—Bajen todos de la arboladura —intentó gritar, pero las palabras murieron en sus labios cuando se dio cuenta de que era demasiado tarde.

Todos los hombres de la cubierta introdujeron los brazos y las piernas profundamente en las jarcias, tratando, desesperados, de coserse en el mismo tejido del barco, mientras rezaban para que los cabos aguantaran. FitzRoy miró hacia arriba y vio al gaviero reptando con dificultad desde el extremo de la verga hasta la cruceta del mástil. Otro relámpago, y su mirada se cruzó con los ojos atemorizados del hombre de Cornualles, que lo había recibido su primer día a bordo. El hombre se agarraba al marchapié del mastelero de gavia como si le fuera la vida en ello.

Un instante después, la ola se llevó por delante el bote que colgaba a popa de través, convirtiendo el pequeño cúter en astillas como por ensalmo. Cuatro bruscos tiros de fusil que retumbaron por encima del bramido del viento indicaron que las cañoneras de barlovento habían reventado. A continuación la ola se estrelló contra la cubierta, iluminada de forma estroboscópica por los relámpagos, arrollando a los hombres enredados en las jarcias y pulverizando todo lo que encontró a su paso. Era como si los hubiera atropellado un carro de bueyes. El Beagle se inclinó de un modo alarmante, la ballenera de la banda de sotavento se sumergió en unos instantes bajo la superficie, enseguida se llenó de agua hasta los topes y desapareció. «El buque corre el peligro de escorar. Dios mío, vamos a hundirnos».

Mientras la ola pasaba, FitzRoy volvió a mirar hacia lo alto para ver al hombre de Cornualles, pero tanto éste como el mastelero de gavia entero y el juanete mayor habían desaparecido. También el mastelero de trinquete había desaparecido, y el botalón de foque, mientras que el cañón de la cubierta principal de proa, que estaba trincado al palo mayor, había volcado, y la cureña apuntaba hacia arriba. La mayoría de las velas que quedaban volaban con entera libertad en sus estayes, sacudiéndose de forma descontrolada. La banda de sotavento de la cubierta todavía estaba sumergida. El barco zozobraba impotente, como si dudara entre enderezarse o bien pasar a mejor vida y hundirse silenciosamente en las profundidades. FitzRoy pudo ver al guardiamarina Stokes empapado de pies a cabeza, con el agua hasta la cintura en el pasamanos de sotavento, lanzando una guindola a las crecidas olas. Más allá de él, dos hombres nadaban desesperadamente en medio del oleaje hacia el costado del Beagle, pero fueron tragados por la oscuridad. Cuando un relámpago volvió a alumbrar la escena, no quedaba rastro de ninguno de ellos.

En el instante en que Stokes protagonizaba su vano intento de rescate, FitzRoy gritaba y hacía señas a Murray, que estaba amarrado al timón, para que pusiera la popa contra el viento, aunque por la mirada de impotencia del capitán podría haberse adivinado que no creía que el Beagle fuera a responder al timón nunca más. Y, sin embargo, con una lentitud exasperante, como a regañadientes, la flotabilidad del pequeño bergantín empezó a imponerse sobre el peso del agua que había inundado las cubiertas inferiores. El Beagle ascendió como un tonel, y poco a poco recuperó el equilibrio. Mientras se elevaba hacia su salvación, una segunda ola cayó como una cascada sobre las cubiertas. Stokes, sorprendido fuera, resbaló, cayó al suelo y se estrelló contra el pasamanos de sotavento, mientras un montón de vergas rotas y cabos enredados se le echaron encima, pero por fortuna el agua que salía a raudales de las compuertas lo inmovilizó allí, magullado y ensangrentado. Una vez más, el Beagle luchó para enderezarse.

«Éste es mi barco. Debo hacer algo ya, antes de que la próxima ola acabe con nosotros». FitzRoy se deslizó por la pendiente de la cubierta, cogió un hacha y empezó a partir el cabo del ancla de popa. Kempe, aferrado a la caja de la brújula, lo miró horrorizado, pensando sin duda que su capitán había perdido la cabeza, pero un par de marineros entendieron lo que hacía y fueron en su ayuda dando traspiés. Entre los tres recogieron la verga más grande de las que habían caído, la amarraron al chicote de un cabo y la lanzaron por la borda. A continuación FitzRoy agarró al aturdido y ensangrentado Stokes por el cuello de la camisa y lo arrastró por la tablazón, justo en el momento en que una tercera ola devastadora invadía la cubierta. Ahora las olas embestían cada treinta o cuarenta segundos; sus crestas alcanzaban la altura de la verga mayor del Beagle mientras éste luchaba por mantenerse a flote a través del oleaje.

Bartholomew Sulivan, que estaba acurrucado en su litera atormentado por los dolores de la disentería, se sorprendió al ver cómo la puerta de la enfermería se abría de golpe, después de que una verde marea de casi un metro hubiera forzado el pestillo; en ese mismo instante el barco dio un bandazo y el joven guardiamarina estuvo a punto de caer al suelo inundado. Pudo ver cómo la tripulación, que en circunstancias normales habría estado descansando entre guardias, achicaba el agua con desesperación para salvar la vida. No había tiempo para buscar el uniforme a la luz de la llama que se consumía en el quinqué, así que salió disparado por la puerta del camarote con la camisa de dormir y descalzo, y se abrió paso por el agua hacia la escalerilla que comunicaba con la cubierta superior.

Poco a poco el Beagle empezó a dar la vuelta. El cabo del ancla se había estirado hasta el tope, y la verga atada en un extremo, a modo de gran timón, estaba poniendo la popa del barco contra el viento. Sulivan, con la camisa de dormir agitándose al viento, comprendió la situación de un vistazo. Algunos hombres le lanzaron una mirada de espanto. ¿Acaso el fantasma de su antiguo capitán había ido a reclamar sus almas?

FitzRoy también se había quedado helado, pero por otras razones. «No estamos en un maldito parvulario, ¡niñato estúpido! ¡Vuelve dentro!». Hizo ademanes furiosos para que Sulivan se metiera en su camarote, pero el joven no se dejó amilanar. Él tenía mejor vista que nadie en el barco y necesitaban un vigía. Descalzo, con el dolor atroz que sentía en la boca del estómago mitigado por la adrenalina, saltó a la jarcia del palo de mesana y trepó a su parte superior, que se sacudía con violencia. Más corto y más fuerte que los otros dos mástiles, el palo de mesana era el único que quedaba intacto en la cubierta del Beagle. Con la popa del barco contra el viento, ahora el mástil soportaría toda la furia de las olas. En esas circunstancias, era casi un suicidio subirse allí.

Sulivan no tuvo que esperar mucho tiempo para comprobarlo. La primera ola realmente grande que llegó desde la popa bramó con furia debajo del timón, como un caballo que tratara de desmontar a su jinete. Mientras la popa del pequeño bergantín se alzaba hacia la cresta, la proa se tambaleó como un borracho en el seno de la ola. Vergas rotas y obenques de lona desgarrados cayeron en cascada hacia el bauprés, unos cuatro metros por debajo del timón. Entonces, con un ruido ensordecedor, la ola rompió sobre ellos por detrás; los marineros que estaban en cubierta se quedaron sin respiración y con el agua hasta la cintura. El peso del agua era tal que el Beagle se desvió de su rumbo y la popa giró a estribor; FitzRoy, Bennet y Murray, aferrados al timón, lucharon con todas sus fuerzas para evitar que el barco virara. FitzRoy apenas se atrevía a mirar hacia el palo de mesana, pero lo hizo, y allí, iluminado por los relámpagos, vio la disparatada figura de Sulivan, chorreando agua, con la cara roja de la emoción, y dando puñetazos en el aire para saludarlo.

Otra inmensa ola se abalanzó sobre la popa, y después otra, y los exhaustos hombres que se aferraban al timón se dieron cuenta de que pronto perderían la batalla que libraban por mantener el navío en la dirección del viento y las olas. Excepto una, todas las velas de cangrejo habían sido reducidas a jirones convulsos por los vientos malhadados. Sin la suficiente vela para dirigir el barco, era sólo cuestión de tiempo que el Beagle se girara de banda otra vez hacia el viento.

FitzRoy hizo un esfuerzo por despejarse la mente. «Si se rompen los guardines o el sector del aparato de gobierno, estamos perdidos sin remedio. —Apretó aún más el timón con dedos helados y temblorosos—. Hay que dirigir la proa al viento. Es la única posibilidad que tenemos de salir de ésta. Debo arriesgar la vida de todos».

Calculó que debía de haber unos treinta y cinco segundos entre ola y ola. Tardarían más tiempo en girar la proa del Beagle. En el estado deplorable en que se encontraba, si era embestido por una ola de través, volcarían seguro. Pero si se quedaban allí, recibiendo en la popa el constante embate de las enormes olas, el final sería sólo cuestión de tiempo. FitzRoy tomó una decisión. Despegando los dedos de la rueda, cogió el hacha una vez más, se lanzó sobre el cabo del ancla y cortó el rudimentario timón que los mantenía en su sitio. A continuación le quitó el timón de las manos al desconcertado Murray y se puso a esperar a la siguiente ola. El teniente Kempe, que hacía rato que no entendía nada, estaba quieto como una estatua, enredado a uno de los postes del pasamanos de popa. El joven King, boquiabierto, azotado por las olas y paralizado por la impresión, a duras penas parecía un oficial de la Marina; más bien semejaba un niño aturdido que no se enteraba de dónde estaba.

Otra ola gigantesca se irguió a su espalda. FitzRoy no podía verla, pero sintió cómo las rodillas le cedían cuando la cubierta se levantó bajo sus pies. Entonces dio un brusco golpe de timón a la derecha. El barco guiñó a estribor, cabalgando la superficie creciente de la ola mientras el viento hinchaba los jirones de las velas.

«Ah, claro», pensó Murray, que de pronto lo entendió todo. FitzRoy había utilizado la fuerza de la ola para acelerar el viraje del Beagle a fin de ganar unos segundos adicionales de vital importancia. Aunque por ello habían corrido un riesgo inmenso, pues el giro provocó un exagerado balanceo a babor, y una vez más el barco escoró peligrosamente. La amurada de sotavento se hundió casi medio metro, desde la serviola hasta el pescante de popa. En la cubierta se formaron remolinos de agua espumosa que aporrearon a los hombres de la tripulación en el pecho, agarrándolos de la ropa y atrayéndolos hacia las profundidades. «El capitán ha calculado mal. Nos hundimos». La verga de la gavia alta reventó y voló hasta lo que quedaba del calcés, como una ballesta disparada por un borracho que se hubiera olvidado de insertar un cuadrillo. Por increíble que fuese, colgadas de las vergas aún se veían figuras diminutas que eran zarandeadas como muñecos de trapo, aunque resistían de algún modo aferradas a los brazales y los obenques. En lo alto del palo de mesana, como un loco haciendo ademanes en el tejado de un manicomio, Sulivan se balanceaba sobre el mar bullente; el mástil se inclinaba sobre el agua de una forma que parecía que la próxima ola acabaría por tragarse al joven guardiamarina.

Pero de algún modo, despacio, muy despacio, el Beagle se alzó de nuevo; la proa giró en redondo, centímetro a centímetro, en la tempestad. El agua corría a raudales por sus portillas, mientras la cubierta surgía una vez más de la furiosa espuma. Un relámpago iluminó la siguiente ola monstruosa. Todavía estaba lejos, pero se aproximaba velozmente. El pequeño barco pareció tardar un siglo en situarse contra el viento. Ahora a FitzRoy ya no le quedaba sino rezar. «Gira más rápido. Por Dios bendito, gira más rápido». Era como si el propio bergantín se hubiese quedado paralizado por el miedo. De un modo imperceptible, a tientas, poco a poco, viró a babor, con movimientos precisos, como un aspirante débil y renuente que se volviera para enfrentarse al campeón de los pesos pesados.

La parte inferior de la ola se deslizó bajo la proa, palpando el punto débil del barco, buscando con avidez la palanca para volcarlo. El Beagle empezó a ascender, pero también empezó a balancearse. Cuanto más se alzaba, más se balanceaba a babor. Entonces la cresta de la ola se cernió sobre la proa para asestar el último golpe mortal. El bauprés del navío atravesó la cara de la ola en un ángulo imposible, demencial; entonces el barco recibió el choque de tres cuartos; una vorágine de espuma se arremolinó con furia sobre la cubierta.

FitzRoy no podía ver nada. Tenía los ojos y la boca llenos de agua y espuma. Ya no sabía qué tenía arriba y qué abajo. Se limitaba a luchar por su supervivencia; el tremendo impacto de la ola lo había dejado sin una gota de aire en los pulmones. ¿Era el fin? ¿Había llegado su momento, allí, ante la costa de Sudamérica, a los veintitrés años? Luego, de pronto, logró respirar, y con una sensación de euforia comprendió que la ola había pasado, que el Beagle la había atravesado, y que finalmente se había situado contra el viento.

Y entonces vio a Sulivan, como una vela adicional, enredado en lo alto del palo de mesana, gritando sin emitir ningún sonido y apuntando a popa. FitzRoy siguió la dirección del índice del guardiamarina, pero no pudo ver nada, sólo oscuridad. Otra gigantesca ola se cernió sobre la proa. El Beagle se estremeció y se echó para atrás, pero había cabalgado lo suficiente la ola para mantener el rumbo. Para entonces Sulivan estaba totalmente fuera de sí. Una vez más FitzRoy trató de seguir con la vista sus enloquecidos gestos, y allí, enmarcado por la luz envolvente de un relámpago, vio aquello que Sulivan intentaba comunicarles: la pendiente rocosa de la isla de Lobos se encontraba a menos de ochocientos metros de la popa del barco. Haciendo señas para que la tripulación lo siguiera, FitzRoy atravesó la cubierta a toda prisa y agarró la más larga de las dos anclas principales de proa que aún quedaban amarradas al barco por gruesos cables de metal. Otros marineros se afanaron con la segunda ancla, provocando un estrépito que en circunstancias normales habría sido ensordecedor, pero que en ese momento apenas podía oírse debido al estruendo de la tormenta. De inmediato varios centenares de kilos de hierro fundido cayeron por la borda y se sumergieron en las aguas. Las anclas se agarraron de inmediato. La poca profundidad del mar fue evidente cuando otra ola chocó contra la proa, y, al dar una nueva sacudida, el casco del Beagle rozó el ancla más pequeña. Las cadenas fueron soltándose, y todos pudieron ver cómo la isla se alzaba tras ellos y las blancas olas enfurecidas rompían contra las rocas. Ahora era ya cuestión de metros. El Beagle cabalgó otra ola altísima, que los forzó a ceder más terreno hacia el sólido muro de roca a su espalda. ¡Haber llegado tan lejos, haber luchado teniendo todas las de perder, para acabar estrellándose contra la costa!

De pronto, una sacudida recorrió la cubierta, anunciando que el cable había alcanzado su tope. Ahora dependían de las anclas para mantenerse sujetos. FitzRoy dio gracias a Dios por haber ordenado al contramaestre inspeccionar todos los eslabones de las cadenas y rezó para que Sorrell hubiera hecho bien su trabajo. Otra ola chocó contra la proa y todos sintieron cómo el timón rozaba los guijarros del fondo; pero el Beagle no se movió de su sitio. Mientras los cables no se rompieran, se mantendrían a salvo. FitzRoy alzó la mirada de nuevo hacia el palo de mesana, con la esperanza de ver a Sulivan, ansioso de informarle de que los había salvado a todos, pero el joven guardiamarina no dio muestras de vida.

Exhausto, tras haber agotado todas sus energías y apenas consciente, Sulivan pendía de la jarcia como un informe montón de harapos blancos agitándose contra el cielo nocturno.

—A juzgar por las apariencias, recibieron un buen vapuleo, como granos dentro de una maraca.

El almirante Otway rió entre dientes, mientras FitzRoy pensaba que preferiría haber amarrado en cualquier otro lugar. Una vez más, se encontraba en posición de firmes en el camarote del almirante; en esa ocasión el Beagle era claramente visible a través de los ojos de buey de popa. Debía admitir que el barco tenía un aspecto deplorable: no sólo era irreconocible a causa de los múltiples destrozos, sino que lo que quedaba de las jarcias se veía engalanado por ropa puesta a secar y hamacas. De los botalones colgaban flácidas velas empapadas y hechas jirones.

—La gente de la región dice que ha sido la peor tempestad que han tenido en los últimos veinte años. No me negará que pasaron una media hora muy entretenida.

«¿Media hora?». A FitzRoy todo le daba vueltas. Le había parecido una eternidad.

—En mi opinión fue por su culpa, señor FitzRoy, por ir con el tiempo tan justo.

—Sí, señor.

—Así que, ¿cuáles son los daños, para pasar el parte?

—La tormenta se llevó por delante los dos masteleros, el botalón de foque y todas las vergas pequeñas. Ni siquiera los oí partirse. Perdimos el foque y todas las gavias, a pesar de los matafioles. Dos barcas se rompieron en pedazos, y dos hombres se ahogaron. A otros dos marineros los aplastó una verga al caerse, y otro sufrió terribles cortes a causa de una bolina que se partió.

—Un par de marineros más o menos no va a ningún lado. Puedo pasarle algunos míos. Pero los daños que ha sufrido el barco es un asunto más grave. Lo conducirá a Montevideo para conseguir nuevos botes y efectuar las reparaciones necesarias. —Al percibir la aflicción en el rostro de FitzRoy, Otway suavizó el tono—. ¿Le apetece una copa de madeira? Es un vino delicioso —aseguró. El joven vaciló—. No sea demasiado duro consigo mismo. El Adventure acabó tumbado sobre un costado y perdió el esquife, y eso que estaba en puerto. El Adelaide tampoco salió indemne de la tempestad. Y los marineros se mueren continuamente.

—Aun así, sigo sin entender lo que pasó. El barómetro no nos avisó de que se avecinaba semejante hecatombe.

Otway gruñó.

—¿Así que todavía confía en el caballerito y la damita de la caja del tiempo? Esa máquina suya no es más que una novedad, y cuanto antes se dé cuenta, mejor para usted. «Cuando la lluvia antes que el viento viene, / las drizas, brazas y escotas debes vigilar, / pero si el viento antes de la lluvia viene, / de nuevo las velas debes izar y orientar». Le aseguro que en los últimos treinta años no me ha hecho falta ningún otro consejo.

FitzRoy guardó silencio.

—Y ahora pasemos a otro asunto. Ese guardiamarina suyo, Sulivan, ¿qué clase de hombre es?

—Un muchacho excelente, señor. Jamás he visto mayor valor y audacia en un hombre. Cierto que puede ser impaciente e impetuoso, y que tampoco es un delineante muy pulcro. Pero debo admitir que no hay un hombre más cabal en el servicio.

—Estupendo, estupendo.

—Es oriundo de Cornualles, exactamente de Tregew, cerca de Falmouth. Tiene una vista realmente prodigiosa. Puede distinguir los satélites de Júpiter sin necesidad de catalejo. Asimismo es un oficial muy devoto, señor.

—¿Qué tipo de «devoción»?

—El guardiamarina Sulivan es sabatario, señor.

Otway carraspeó.

—No es que sienta un gran aprecio por los evangélicos, la verdad. A cualquier hombre civilizado debería bastarle con la Iglesia anglicana. Pese a ello, parece que se trata del hombre que ando buscando. Ha salido una vacante para un oficial de la base de América del Sur, para presentarse a un examen de teniente de navío en Portsmouth. Podrá unirse al Ganges durante un par de semanas, y luego transbordar al North Star, al mando de Arabin. En este último barco regresará a Inglaterra. Es una oportunidad estupenda para el muchacho.

FitzRoy se mordió el labio.

—Sí, señor, no cabe duda de que lo es.

Pese al cansancio y el agotamiento, sintió que el alma se le caía a los pies de un modo que no había notado en ningún momento de la terrible experiencia vivida la noche anterior. Iban a llevarse a su único amigo.

Sulivan encontró a FitzRoy sentado a la mesa de su diminuto e inundado camarote, absorto en un mar de cartas de navegación caseras y gráficos garabateados en hojas de papel acartonadas por la sal. El joven agachó la cabeza para entrar y se apoyó en el lavamanos. Todavía estaba débil por las secuelas de la disentería.

FitzRoy lo invitó a sentarse con un ademán.

—Se supone que su nombre figura en la lista de los enfermos, señor Sulivan. Me sorprende que el cirujano le haya permitido levantarse de la cama.

—Bueno, es que… Lo cierto es que no he creído necesario comunicarle nada al cirujano. Me encuentro mucho mejor.

—Pues no lo parece. Pero casualmente me disponía a hacerle una visita. En este barco todos estamos en deuda con usted. Mostró una gran valentía, una valentía temeraria, debo añadir.

Sulivan se sonrojó.

—No tiene importancia, señor. Por eso he venido a verlo. Creo que debería saber que toda la tripulación opina que usted les salvó la vida. Tanto los oficiales como los marineros rasos. Nadie habría podido capear ese temporal como usted lo hizo.

—Yo no salvé la vida de nadie. Al contrario, por culpa de mi incompetencia perdimos a dos hombres.

—¡No es verdad! —protestó Sulivan.

—En cuanto empezamos a observar esas formaciones de nubes tan extrañas, debería haber conducido la nave a la costa, tomar rizos, arriar las vergas sobre la cubierta y esperar a ver qué pasaba. Cometí un grave error.

—¡Pero debía cumplir las órdenes!

—Pero esas órdenes se redactaron hace un mes, y por entonces se desconocía el tiempo que íbamos a encontrarnos. Debería haber tenido el valor de obrar por mi cuenta.

—Debemos obedecer órdenes. Y usted lo sabe, señor. Hizo lo único que podía hacer.

—¿Seguro? Interpreté mal los cambios meteorológicos. Por el estado del aire podía pronosticarse la tormenta que se avecinaba, pero yo no tenía suficiente experiencia para saberlo.

—Nadie es capaz de pronosticar el tiempo, señor. Es imposible.

—Vamos, vamos, guardiamarina Sulivan. Cualquier pastor sabe interpretar el significado de un cielo rojo por la noche.

—Pero eso son patrañas, ¿no?

—Debo reconocer que tienen poca base en la filosofía natural. Pero en cualquier caso son observaciones válidas. Mire esto. —FitzRoy señaló un garabato a lápiz de lo que parecía una pequeña porción triangular de queso blanco metido en otro negro de mayor tamaño—. ¿Recuerda las condiciones atmosféricas antes de que la tormenta nos cayera encima? Desde el nordeste soplaba un aire caliente, la presión barométrica era alta y la temperatura también. Y después, cuando empezó la tempestad, las condiciones cambiaron: un aire frío procedente del sudoeste, temperaturas muy bajas y descenso en picado de la presión. El triángulo blanco es el cálido aire tropical procedente del norte; el triángulo negro es el aire frío polar desde el sur. El aire frío avanzaba con tanta rapidez que al tocar la superficie de la tierra se ralentizó, de modo que la parte delantera pasó por encima del aire caliente, que quedó atrapado debajo. Por eso se formaron esas nubes gigantescas. Y nosotros quedamos atrapados con él.

Sulivan se esforzaba por seguir el hilo de la exposición.

FitzRoy teníalos ojos resplandecientes de entusiasmo; preguntó:

—¿Qué origina las tormentas?

—Los vientos fuertes.

—No; los vientos fuertes son el resultado, no la causa de las tormentas. Lo que provocó esa tormenta fue la colisión entre el aire caliente y el aire frío. ¿Cuáles son los lugares del mundo más proclives a las tormentas?

—Los cuarenta rugientes, el Atlántico Sur, el Atlántico Norte… —empezó Sulivan, y FitzRoy permitió que llegara a su propia conclusión—. ¿Las latitudes donde el aire frío de los polos se encuentra con el aire cálido de los trópicos?

—Exacto. No fue el barómetro el que se equivocó ayer; fui yo. El barómetro permaneció alto porque estábamos delante del flujo de aire caliente justo antes de que lo arrollara el aire frío de arriba. —FitzRoy empezó a entusiasmarse con su argumento—. ¿Y si toda tormenta se origina del mismo modo? ¿Y si cada tormenta es un remolino, un torbellino, pero a gran escala, tanto horizontal como vertical, entre una corriente de aire caliente y otra de aire frío?

—No lo sé. Y si es así, ¿qué?

—En ese caso, teóricamente sería posible predecir el tiempo… Bastaría con localizar las corrientes de aire antes de que chocaran entre sí.

—Pero, FitzRoy… Ejem, señor, debe de haber un sinfín de brisas. Dios no hace que soplen los vientos por encargo…

—Todo capitán experimentado sabe dónde encontrar un viento o una corriente favorables. ¿Acaso cree que los vientos soplan al azar? La muerte de esos dos pobres hombres ¿qué fue? ¿El castigo de Dios o el resultado de mi tremendo error?

—Estoy seguro de que fue voluntad de Dios.

—Señor Sulivan, si Dios creó este mundo con un propósito, ¿habría dejado que los vientos y las corrientes actuaran a diestro y siniestro? ¿Y si el tiempo no es más que una gigantesca máquina creada por Dios? ¿Y si toda la creación está sujeta a un orden y tiene sentido? ¿Y si pudiéramos analizar cómo funciona Su máquina y predecir los movimientos de ésta? Nadie moriría en una tormenta nunca más.

—Es una idea demasiado absurda.

—¿Y si la filosofía natural fuera capaz de amansar los elementos? ¿Y si el tiempo no fuera otra cosa que un inmenso panóptico? No es una idea nueva. Los antiguos pensaban que el tiempo seguía unas pautas perceptibles. Aristóteles llamó a la meteorología «ciencia suprema».

Sulivan pareció escéptico ante la idea de que unos pensadores anteriores a Cristo hubieran dicho algo sensato sobre la obra del Creador.

—Pero, aunque pudieran predecirse esas… esas corrientes de aire, ¿cómo podría avisarse a los barcos que fueran a encontrárselas en su travesía?

—¿De dónde proceden la mayoría de las tormentas?

—Del oeste.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—Yo tampoco. Tal vez tenga algo que ver con la rotación de la Tierra. Pero si fuera posible anotar y analizar los vientos y las corrientes en algún lugar, y pudieran mandarse los resultados cientos de millas al este… Imagíneselo. El Almirantazgo puede enviar un mensaje desde la sede del gobierno en Whitehall a Portsmouth en treinta minutos con un telégrafo semáforo. Por lo que debe de ser posible transmitir un mensaje a todas las flotas pesqueras de Inglaterra para advertir de una tormenta inminente. Calcule la de vidas que podrían salvarse.

—¿Y cómo podría hacerse en medio del Atlántico?

El impetuoso carruaje del entusiasmo de FitzRoy se detuvo en seco. El capitán rió y soltó el lápiz que había estado agitando como si fuera una varita mágica.

—No tengo ni idea —reconoció.

Sulivan sonrió a su vez, y, pese a sus objeciones, FitzRoy pudo vislumbrar la emoción en los ojos del joven guardiamarina, que destacaban oscuros y brillantes en su rostro pálido y demacrado. No era tanto la emoción del descubrimiento como la de la amistad.

Y entonces recordó lo que tenía que comunicarle.

—Señor Sulivan, he estado en el Ganges para hablar con el almirante Otway.

El joven sonrió con complicidad. Era como si en el espacio privado del camarote de FitzRoy se hubiesen permitido recuperar y revivificar la antigua amistad que los unía.

—¿Y qué quería el viejo zorro?

—El «viejo zorro» quiere enviarlo a usted a Inglaterra para que se convierta en teniente.

Silencio. Sulivan se quedó paralizado como si le hubieran clavado un puñal por la espalda.

—¿Y qué le ha respondido? —preguntó finalmente.

—He estado de acuerdo con él. Es una oportunidad que no puede permitirse rechazar, señor Sulivan.

Al muchacho se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No, no puede estar de acuerdo. ¡Que me aspen si voy…!

—Sulivan —lo interrumpió con dulzura—, no quiero decepcionarlo; estoy tan dolido como usted. Pero es el mejor paso que puede dar, y los dos lo sabemos. Yo no habría aceptado esa petición si no fuera así.

—No pienso ir.

—Las órdenes deben obedecerse. Y usted lo sabe.

Sulivan tenía la cara brillante por las lágrimas. Al levantarse arrastró la silla hacia atrás, y salió a toda prisa, cerrando la puerta tras de sí.

Apesadumbrado, FitzRoy volvió a ocuparse de sus cálculos meteorológicos. Las nubes que se habían echado encima del Beagle tenían un perfil muy definido, como si hubieran frotado tinta china en una lámina aceitosa… Ese tipo de nubes siempre parecía presagiar viento… Era inútil. No podía concentrarse. Pensó en soltar el lápiz e ir en busca de Sulivan. No hizo falta, pues un instante después un suave golpe en la puerta anunció el regreso de su amigo.

—Capitán FitzRoy, señor. Me preguntaba si… —Vaciló—. La primera vez que embarqué, mi madre me hizo prometerle que leería los salmos a diario y que rezaría mis oraciones. Nunca he dejado de cumplir con esas obligaciones. Ella también me dio esto, donde he leído los salmos todos los días. —Empujó una edición muy gastada de la Biblia a través de la mesa—. Me gustaría que se la quedara.

—No puedo aceptarla. Su madre quería que usted la conservara.

—Me gustaría que se la quedara usted, señor. Significaría mucho para mí.

—Mi buen amigo, los viejos lobos de mar recurren a Dios o a la botella. Le agradezco mucho su esfuerzo por apartarme de esta última, pero… —La voz de FitzRoy se fue apagando.

Sulivan se armó de valor, más incluso que cuando trepó al palo de mesana durante la tormenta de la noche anterior, y recitó:

—«Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente: no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios será contigo dondequiera que fueras». Josué, capítulo uno, versículo nueve.

Y dicho eso, con los ojos arrasados en lágrimas, se dio media vuelta y abandonó el camarote de FitzRoy por última vez.