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Río de Janeiro

15 de diciembre de 1828

Impulsado por una brisa propicia, el pequeño cúter se deslizaba por las aguas azules y agitadas de la bahía de Río, perseguido por un par de petreles curiosos. Animados por el calor del sol, los marineros trabajaban con entusiasmo. De vez en cuando la espuma que levantaban los remos le salpicaba en la cara a Robert FitzRoy, que estaba sentado en popa, pero en un día como ése no le importaba. Era una mañana magnífica para estar vivo, y, como hasta dentro de un año o más tendría pocos días así, al menos debía disfrutarlo al máximo. Aunque el reto de King continuaba inquietándolo.

Pasaron a toda velocidad junto a un esquife cargado de peces plateados que centelleaban al sol. Un negro grande y musculoso se mantenía en equilibrio en la proa y les mostraba sus mejores piezas tratando de tentarlos, mientras pasaban con el cúter casi rozándolo y sin hacerle caso. FitzRoy sintió un ramalazo de compasión por el hombre, que nunca podría conocer el mundo y todo lo que éste ofrecía, que no tendría las oportunidades que la civilización moderna brindaba para hacer lo que quisiera con su vida.

A sus espaldas, resplandeciente, estaba fondeado el Ganges, el orgullo de la base en América del Sur; la brea negra azabache del casco contrastaba elegantemente con las deslumbrantes velas blancas, la bandera británica se mecía en el asta del torrotito, y el pabellón azul de la reserva ondeaba sobre el palo mayor. A lo lejos, empequeñecido por la silueta redondeada del Pan de Azúcar, podía distinguirse la forma achaparrada del Beagle, que parecía medio hundido en el agua, como un barril extraviado. Su primera comisión. Le costaba mantener la calma. Debería dejar patente su presencia, como había dicho Otway.

A su lado en la popa del cúter, el guardiamarina Bartholomew Sulivan, que acababa de cumplir dieciocho años, charlaba de Inglaterra, de asuntos navales, de la tarea que los esperaba, de cualquier cosa. Lo cierto es que cuando se ponía a parlotear, no había quien le ganara, pero no existía una compañía más optimista y animada. FitzRoy advirtió que hacía unos minutos que no le prestaba atención y se sintió culpable.

—… ¿y te acuerdas de aquel danés, Pritz, que trató de convencer a tres de nuestros hombres de que se alistasen en la Marina brasileña? Y el viejo Bingham que le dijo (y se puso a imitar la voz pastosa de Bingham): «Oigo los remos de mi barco. Será mejor que me devuelva a mis hombres». Y la cara del danés cuando pasamos por encima del pasamanos y comprendió que debía desistir. ¿Y recuerdas cómo gritaba, con la cara roja por el esfuerzo, mientras nos alejábamos remando? «¡Acordaos de Copenhague! ¡Acordaos de Copenhague!». —Se sonrojó por la emoción del recuerdo.

—Si la memoria no me falla, echamos una carrera para ver quién saltaba antes el pasamanos —dijo FitzRoy con tono admonitorio—, y ganaste tú, aunque ese día se suponía que estabas de baja por enfermedad.

—¡Menuda juerga nos pegamos! —exclamó Sulivan, y los marineros que remaban más cerca de ellos sonrieron discretamente ante su impetuosidad.

En cambio FitzRoy estaba intranquilo. «Ahora soy el responsable de la vida de este joven. De su vida y de la vida de más de sesenta hombres. De las decisiones que tome a partir de ahora dependerá su supervivencia. Cualquier error que cometa podría matarnos a todos».

Si esa comisión hubiera llegado tan sólo cuatro meses antes, esa espléndida mañana habría encontrado al FitzRoy de siempre, un joven seguro de sí mismo que navegaba raudamente entre las olas hacia su futuro. La depresión que había consumido a Stokes le habría parecido un porvenir tan lejano como el desolado estrecho donde el pobre hombre se había quitado la vida. Sin embargo, cuatro meses antes había sufrido un… trastorno: ésa era la única palabra para describirlo. Un incidente aislado, que lo había llenado de inquietud, y que ahora se negaba a caer en el olvido.

Sucedió un día como ése: soplaba una brisa fresca, el sol brillaba en el cielo, la atmósfera era limpia y clara, y FitzRoy sintió una oleada de euforia mientras esperaba órdenes. De pronto una exaltación demencial se apoderó de él, una alegría salvaje que lo empujó a ejecutar un baile vertiginoso y desenfrenado. Exultante, se le ocurrió una idea tremenda. Izaría todas las banderas de la taquilla en espléndida formación. ¡Qué espectáculo tan maravilloso sería! ¡Y qué bien armonizaría con el buen humor que todo el mundo tenía ese prodigioso día! ¿Y por qué no añadir también todas las señales de noche, las luces blancas, los cañones, las bocinas de niebla, las campanas y las bengalas, para dar paso a una grandiosa celebración?

Cuando FitzRoy comunicó su plan, los guardiamarinas se pusieron a reír, contagiándose de su alegría, pero cuando comprendieron que iba en serio, las sonrisas se esfumaron de golpe. Él trató de convencerlos, dándoles fuertes apretones de mano, llamándolos por sus nombres de pila, animándolos con nerviosismo a sumarse a la diversión. Los oficiales no entendieron lo que le pasaba, y supusieron que estaba bebido. Hubo una refriega —un vulgar rifirrafe que le hizo un roto en el uniforme— que acabó cuando los guardiamarinas lo encerraron en su camarote; la cara de FitzRoy todavía estaba roja de fatua exaltación.

Echaron tierra sobre el incidente —le contaron a Bingham que FitzRoy estaba indispuesto—, y todo el mundo lo olvidó muy pronto. Pero él no dejaba de atormentarse. ¿En qué demonios estaría pensando? ¿Qué clase de espíritu malvado había poseído su mente?

A la mañana siguiente su estado era aún más inexplicable. Despertó dominado por una sensación que sólo podría describirse como miedo. Un oscuro abatimiento hizo presa de él, le vació la mente de cualquier otro pensamiento y lo aisló del mundo externo a su camarote. Permaneció tumbado en su catre a solas, temblando de pavor. En ese estado de angustiosa impotencia, se le antojó que su vida no valía la pena, ni su trabajo; su entera existencia carecía de sentido.

Poco a poco la oscuridad fue ganando terreno en su mente. Como continuaba en la lista de enfermos, sus amigos supusieron que seguía luchando contra una resaca de caballo, pero el animal al que se enfrentaba era mucho más feroz. La bestia babeaba, se burlaba de él. «Estás en mi poder —parecía decirle—, y quizá me digne visitarte de nuevo».

No obstante, unas horas más tarde la bestia se agitó en su interior y se marchó sin hacer ruido. FitzRoy salió del camarote tambaleándose, atemorizado y profundamente avergonzado. Desde ese día todo transcurrió del modo habitual, pero el incidente aún pendía de forma amenazadora en su conciencia. ¿Se había marchado realmente la bestia? ¿O sólo aguardaba el momento propicio, jugando con él, esperando regresar en el instante en que la vida de los hombres dependiera de su destreza y su criterio?

Se lanzó al estudio de la frenología, y pronto se convirtió en un experto en la materia; leía a Gall y Spurzheim hasta altas horas de la madrugada, y se pasaba mucho tiempo delante del espejo palpándose los bultos y las oquedades del cráneo en busca de una explicación; pero todo fue en vano. Pensó en su tío: un intelecto extraordinario, uno de los principales estadistas de su tiempo. Castlereagh se había quitado la vida. También pensó en Stokes. ¿Acaso él, Robert FitzRoy, no se había encontrado cara a cara con aquello que habían visto esos hombres en su última hora?

Profundamente apesadumbrado, advirtió de pronto que Sulivan había cesado su parloteo y lo miraba con cara de preocupación.

—Oye, FitzRoy, ¿estás bien?

—Por supuesto. Mi querido Sulivan, debes disculpar mi falta de atención. A uno no le dan todos los días un navío para que se encargue de él.

—¡Y te felicito por ello!

—Aun así, mi descortesía es imperdonable.

—Nada de eso, amigo mío, no te preocupes.

FitzRoy se enderezó en su asiento. Aunque no era su intención enfriar el entusiasmo del joven, se vio obligado a dirigirle unas palabras.

—Mira, Sulivan… aunque me han cosido un par de galones en la manga del uniforme, continuaremos siendo buenos amigos, los mejores amigos posibles, pero debes entender que si te diera un trato especial, no estaría siendo justo con los demás oficiales, sobre todo con los otros guardiamarinas. Un capitán de barco come a solas, lee a solas e incluso piensa a solas. Es mi deber ser justo e imparcial. Y estoy decidido a obrar bien, Sulivan, y a tratar correctamente a todo el mundo, aunque acabe convirtiéndome en un viejo lobo solitario. Espero que me comprendas.

—Claro que sí, amigo mío, claro que te comprendo. Es más, creo que no podría ser de otra manera. Será un privilegio para mí estar a sus órdenes, señor. —Miró a su nuevo capitán, y sólo pudo ver todo lo que éste quería ser.

En ese momento ya estaban lo bastante cerca del Beagle para oír el golpeteo del agua contra los costados y ver al comité de bienvenida reunido junto al pasamanos. Pese a la recomendación de Otway, King no era el tipo de persona que dejaría que Skyring y sus marineros fueran sorprendidos por una visita inesperada. Ahora FitzRoy podía distinguir a Skyring por el uniforme; más alto que los demás, de unos treinta años, con el rostro dominado por una nariz wellingtoniana y coronado por una mata de cabello oscuro. Mientras el cúter se arrimaba a un lado del Beagle, le pareció que el teniente caminaba inclinado hacia delante, como si los violentos vientos del sur le hubieran doblado para siempre la espalda de un modo inquietante.

FitzRoy trepó con agilidad por los listones, rechazando con un ademán los ofrecimientos de ayuda, y estrechó la mano de Skyring calurosamente. Al observar la sonrisa compungida de su predecesor, pensó que sería mejor correr un tupido velo sobre el asunto de su rápido ascenso.

—Encantado de conocerlo, teniente —dijo con cordialidad.

—A su servicio, señor —contestó Skyring—. ¿Puedo presentarle al teniente Kempe?

Kempe, un hombre de aspecto cadavérico y adusto, cuyos dientes parecían querer escapársele de la boca, dio un paso hacia delante y le tendió una mano encallecida. Un examen más minucioso de la tripulación y el barco revelaron el terrible azote de los elementos que habían padecido. Era obvio que Skyring había hecho una buena labor durante su breve mandato: el Beagle estaba recién calafateado; la cubierta, blanqueada; habían conseguido quitar de las velas el moho tropical que por lo visto lo invadía todo en pocas horas; pese a ello, no podía ocultarse el terrible embate recibido. Por todas partes se veían signos de las reparaciones provisionales, tanto en los mástiles reconstruidos como en las jarcias reparadas y los precarios remiendos de las velas.

—Le presento al señor Bynoe, nuestro cirujano —continuó Skyring. Un joven de cabello oscuro y con el rostro afable y bien afeitado dio un paso al frente y le estrechó la mano del modo más alentador posible—. Al menos ha estado trabajando como tal. Volverá a asumir sus obligaciones como ayudante de cirujano en cuanto regrese el señor Wilson —añadió en un tono que expresaba la ironía de la situación.

Bynoe esbozó una amplia sonrisa, que despertó en FitzRoy un arrebato de simpatía por él.

—Le presento al guardiamarina King. El guardiamarina Phillip King.

La aclaración no era necesaria, pero en cualquier caso FitzRoy le agradeció el gesto a Skyring. El muchacho que tenía enfrente, un niño todavía, era una réplica a escala reducida de Phillip Parker King.

—Deduzco que tiene algún parentesco con el comandante del Adventure.

—Es mi padre, señor.

—Su padre es un gran hombre y un excelente comandante, señor King.

—Sí, señor, lo sé.

A primera vista el joven King parecía bastante inofensivo, pero de todas formas era un problema con el que FitzRoy no había contado.

—Y éste es el guardiamarina John Lort Stokes. —Skyring señaló a un joven robusto de aire marcial que le dio el consiguiente y firme apretón de manos.

FitzRoy alzó las cejas con expresión inquisitiva.

—No tengo ningún parentesco con el difunto capitán, señor —explicó Stokes enérgicamente.

—El señor Stokes es de Yorkshire —dijo Skyring como si eso aclarara la situación.

FitzRoy suspiró aliviado en su fuero interno.

A continuación se hicieron más presentaciones entre los dos jóvenes guardiamarinas y Sulivan, y se encargó a Stokes que enseñara a este último cómo funcionaba todo, antes de que Skyring pasara a los suboficiales.

—Contramaestre Sorrell, señor.

Sorrell, un hombre cuadrado y medio calvo que parecía haber sido gordo en una vida anterior, daba muestras evidentes de querer hablar.

—El difunto capitán era un hombre excelente, si me permite decirlo, señor, un hombre excelente. A mí me salvó la vida, señor, y a muchos otros también. —Dedicó una reverencia forzada a FitzRoy, como si le urgiera hacer una visita a los beques.

—Antes, el señor Sorrell trabajaba en el Saxe-Cobourg, un ballenero que naufragó en Fury Harbour —explicó Skyring.

—El capitán mandó dos barcos de remo en busca de supervivientes al canal de Santa Bárbara, a ciento treinta kilómetros de distancia, señor —recordó Sorrell sudando de gratitud—. Si no fuera por él, yo ya no estaría vivo. Era un gran hombre, señor.

—Bueno, señor Sorrell, espero poder estar a la altura de los numerosos logros del capitán Stokes —dijo FitzRoy. «De todos menos del último», añadió para sí.

El último miembro del comité de bienvenida era el timonel Bennet, un joven de rostro rubicundo y cabello rubio platino. Había optado por guardar silencio durante la conversación anterior, y su mirada vacía, según conjeturó FitzRoy, se debía más a un sentido instintivo de diplomacia que a una falta de luces. La presentación de Bennet por parte de Skyring casi había respondido a una idea de último momento.

Concluidas las formalidades, Skyring fue directo al grano.

—Me temo que los destrozos de la parte inferior son peores de lo que se pensó en un principio. El pie de roda y la zapata se rompieron y se soltaron a consecuencia de un pequeño revés que sufrimos al chocar con unas rocas en el cabo Tamar. Como mínimo tardarán dos semanas en repararlos.

—¿Dos semanas? He recibido órdenes de dar media vuelta y conducir el barco de nuevo al sur. El Adventure y el Adelaide van a zarpar dentro de cuatro días, y debemos navegar con ellos.

Todos los oficiales reunidos soltaron un gemido de desaprobación.

—El señor Skyring aquí presente estará al mando del Adelaide.

—Pues parece que voy a tener que dejarlo atrás. El casco de cobre está destrozado y habrá que reemplazarlo. No le queda otro remedio que pasar las Navidades en Río.

Los oficiales parecieron animarse un poco. FitzRoy hizo un esfuerzo para sonreír con ellos, pero no fue capaz de tomarse el asunto a la ligera. Su primera orden como capitán, y no podía cumplirla con la rapidez deseada.

—¿Empezamos el recorrido de rigor? —preguntó Skyring, y con un gesto indicó a los demás que se fueran a la parte trasera de la minúscula cubierta principal.

Con el barco anclado, la guardia de cubierta estaba prácticamente desocupada: los marineros holgazaneaban aquí y allá jugando a las cartas, o estaban hechos un ovillo sobre los rollos de cuerdas. Andrajosos, se cubrían con jirones de ropa de almacén, chaquetas desteñidas y camisas de lona llenas de remiendos. No se oían cantos ni risas; ningún signo de animación. «Tienen los ojos hundidos, están agotados y tristes», pensó FitzRoy al observarlos; desnutridos en cuerpo y alma. A su vez, los hombres lo miraron con recelo y un desprecio apenas disimulado. Mientras pasaba a su lado, FitzRoy creyó oír cómo susurraban con tono burlón: «Es un crío de la academia». «Eso es lo que soy para ellos —se dijo—, un crío recién salido de la academia. Los nueve años de duro trabajo en el Glendower, el Thetis y el Ganges no significan nada para ellos. Debo partir de cero. Quizá tengan razón. Quizá no pueda ser de otro modo. Nunca he pasado por la terrible experiencia que ellos han vivido. Mi deber es ganármelos».

Bramando inútilmente, Sorrell se puso a dar golpes con el junco a diestro y siniestro.

—¡Ánimo, chicos! ¡Todos en pie! ¡Abrid paso al capitán FitzRoy!

Los hombres se hicieron a un lado, pero sus movimientos eran mecánicos y desganados. La comitiva dio unos cuantos pasos más y llegaron al castillo de popa que había construido Stokes; una puerta solitaria ocupaba su centro.

—Éste es él camarote de popa —dijo Skyring—. El capitán Stokes prefería ocupar éste al del capitán. Lo construyó él mismo, lo que pudo influir en esa decisión.

FitzRoy agachó la cabeza con expresión grave y entró en la habitación donde Stokes había muerto. Era estrecha de un modo exagerado, lo que no resultaba raro para un bergantín ataúd: la distancia entre el suelo y el techo no era mayor que un metro y medio. Aun así, el camarote parecía más incómodo de lo estrictamente necesario. No sólo porque el palo de mesana pasaba por en medio, sino porque, además, el aparato de gobierno estaba oculto bajo el planero y ocupaba todo el espacio disponible para las piernas. Un ruido revelador procedente del otro lado de la pared informó a FitzRoy de que el inodoro de los oficiales estaba junto a la puerta. Unos cuantos libros estropeados por la humedad ocupaban las estanterías de la pared de atrás, pues el camarote también había servido de biblioteca. La hamaca del capitán aún colgaba del techo in memóriam, encima de la mesa y debajo justo de la claraboya, como si la hubiera extendido allí para absorber todos y cada uno de los rayos de sol que se filtraran por el sucio cristal. «Ésa es la razón por la que prefería este camarote —comprendió FitzRoy de un modo instintivo—. Por la luz».

—Algunos días sólo hay dos o tres horas de luz —dijo Skyring, que había seguido su mirada—. De luz diurna. En el sur. En invierno. —Las miradas de los dos hombres se cruzaron—. ¿Desea quedarse con este camarote? Los hombres creen que el fantasma de Stokes habita en él.

—Me imagino que el camarote del capitán aún estará debajo de la cubierta.

Skyring asintió con la cabeza.

—Entonces ocuparé el camarote del capitán, como es habitual. Independientemente de que haya fantasmas o no.

Tras desdeñar de ese modo al espectro de Stokes, salieron al calor del sol brasileño, donde los esperaban los demás oficiales; a continuación bajaron por el hueco negro de la escala hacia los alojamientos de la cubierta inferior. Un olor familiar asaltó los orificios nasales de FitzRoy —el hedor concentrado de hombres que no se habían lavado en varios meses, mezclado con el aroma de un guiso dulzón y la fragancia de la humedad, la arena, el agua y la madera— mientras los marineros de guardia, a gatas, restregaban el suelo con desgana. Sorrell intentó de nuevo despertar un poco de entusiasmo con su bastón, y uno de los hombres, un pelirrojo de Cornualles que tenía una sonrisa dibujada en la boca, le deseó a FitzRoy buenos días, de un modo que tanto podía ser cordial como burlón; FitzRoy no habría sabido decirlo.

El camarote del capitán, al final de la escalerilla, resultó un poco más grande que el que había ocupado Stokes en la popa, pero igual de bajo y mucho más lúgubre. Pese a que tenía una pequeña lumbrera, era imposible distinguir algo en los rincones. De la pared sumida en la penumbra pendían los tres cronómetros de Stokes como si fueran artilugios religiosos: iconos científicos, sin los cuales no podrían hacerse las mediciones de longitud, sin los que no habría expedición ni podría capturarse el mundo en un papel, un mundo dominado y subyugado en el nombre de Dios y el rey Jorge. Obviamente eran cronómetros del gobierno; tenían los cristales velados, la estructura de metal abollada y uno de ellos mostraba una profunda fisura vertical en la esfera, pero al menos parecía que funcionaban. FitzRoy se dijo que los desmontaría, limpiaría, lubricaría y volvería a montar antes de que el barco partiese rumbo al sur. «Este diminuto camarote será tu hogar durante los próximos dos años», pensó, y durante un momento se permitió el indulgente pensamiento de que el camarote del teniente del Ganges era suntuoso en comparación.

Tras agenciarse una linterna, que no pareció mejorar mucho la visibilidad en la penumbra, inspeccionaron la sala de suboficiales y los camarotes de los guardiamarinas, y escudriñaron en la caja de cadenas. FitzRoy podía oír a Sulivan charlando detrás de él, haciendo nuevas amistades entre sus compañeros guardiamarinas con su característica facilidad y rapidez, a pesar de que apenas podían verse la cara. Al pasar junto a una fila de ganchos para hamacas, FitzRoy se quedó helado al descubrir dos hamacas ocupadas por sendas prostitutas brasileñas de generosas proporciones, que parecían reponerse de sus esfuerzos de la noche anterior. Por primera vez en el recorrido de inspección, Skyring se encontró en apuros.

—Los hombres llevan fuera desde finales de mil ochocientos veintiséis. No han visto una mujer en dos años, excepto por un corto permiso que tuvieron el pasado diciembre. Pensé que… bueno, las ordenanzas del Almirantazgo permiten tener mujeres a bordo en puerto.

—Si están casadas.

Skyring hizo una mueca y señaló la alianza barata en la mano gordezuela que colgaba fuera de la hamaca más próxima.

—Las ordenanzas no aclaran con quién tienen que estar casadas —replicó.

—Señor Bennet —dijo FitzRoy—. ¿Sería tan amable de despertar a las dos… damas y encargarse de que sean escoltadas de vuelta a tierra en un bote de remos?

—Será un placer, señor.

Skyring intentó levantar la vista, pero como el techo lo obligaba a estar encorvado, se encontró observando la nuca de Bennet.

FitzRoy no dijo una palabra más, y finalmente la comitiva salió al exterior, parpadeando, a través de la escotilla de proa. Mientras llegaban a cubierta y enderezaban la espalda por primera vez en quince minutos, FitzRoy se giró y fue sorprendido por otro espectáculo inesperado.

—¿Qué diantres le ha ocurrido a la yola? —preguntó.

En el lugar donde debería haber estado el barco planero de mayor tamaño, llenando el hueco entre el palo de trinquete y el palo mayor, había una pequeña y rudimentaria embarcación blanca hecha de madera torcida. Y en su interior, donde tendría que haberse encontrado un cúter, se veían sólo unas cuantas herramientas.

—Cuando navegábamos por el golfo Esteban, las olas destrozaron la yola —explicó Skyring—. Esta embarcación la construyó May, el carpintero, con maderos a la deriva. Además, nos robaron el cúter.

—¿Maderos a la deriva? ¿Y quiénes robaron el cúter?

—Los indios. En cuanto se diera media vuelta, le robarían hasta el mismo Beagle. Los fueguinos son las criaturas más abyectas de la creación, y están a muy poca distancia de los animales. —Hubo un murmullo de asentimiento general—. Y cuando no son los indios quienes se llevan los barcos, los elementos se encargan de hacerlo. Entre las tres naves hemos perdido once embarcaciones en total. Yo diría que entre todos los hombres de a bordo —continuó, y en ese momento se inclinó un poco más para hablar a FitzRoy en confianza—, May es el más indispensable del manifiesto. Sin él estaríamos perdidos y tendríamos que volver a casa.

—Será un gran placer conocerlo.

Enseguida fueron a buscar a May, que resultó ser un hombrecillo de Bristol al que se diría que le había cortado el pelo un barbero ciego. Tenía las mejillas permanentemente sonrojadas y surcadas por un sinfín de venillas rotas.

—Debo felicitarlo por su ingenio, señor May.

—Señor.

—Su embarcación es excelente.

May, que parecía hombre de pocas palabras, no respondió.

—No se preocupe por él —dijo Skyring cuando el carpintero regresó a sus tareas—, es muy raro el día que May nos deleita con su conversación.

FitzRoy se fijó en la jarcia más cercana, que se enredaba en el palo trinquete creando una tupida tracería de cuerda ennegrecida. Le dio un fuerte tirón. La primera impresión fue positiva, pero luego miró más de cerca lo que tenía todo el aspecto de ser un arreglo y rascó la capa de alquitrán con la uña. Algo le llamó la atención.

—¿Puede venir un momento, señor Sorrell? —preguntó, y el contramaestre se acercó con paso vacilante—. Échele una mirada a esto, por favor —pidió, y Sorrell observó las fibras de la cuerda al descubierto—. Dígame lo que ve.

—No es… cáñamo, ¿verdad?

—Cierto, señor Sorrell, no es cáñamo. Es sisal.

—Sí, señor. Sin duda, es sisal. Sabe Dios cómo pudo ocurrir una cosa así.

Skyring y Kempe cruzaron una mirada.

—¿Quién se ocupó de esta reparación? —preguntó FitzRoy.

—Gilly, el cabo de maniobra, señor.

—Háganlo venir.

Unos segundos más tarde Sorrell regresó con Gilly muy a su pesar. El cabo de maniobra era un viejo tan mugriento, enjuto y nervudo como todos los hombres de la tripulación que FitzRoy había visto hasta ese momento. Gilly miró con recelo a su nuevo capitán.

—Dígame, Gilly, ¿fue usted quien se encargó de esta reparación?

—Sí, señor.

—¿Cuánto tiempo lleva en la Marina?

—Nueve años, más o menos.

—¿Y cuántos años como cabo de maniobra?

—Seis.

—¿Y durante todos esos años no ha aprendido que el sisal es poco resistente para hacer jarcias?

—Me fue imposible encontrar cáñamo, ¿sabe?

—No puedo dejar pasar una cosa así —dijo FitzRoy con voz férrea—. Ha puesto en peligro la vida de toda la tripulación. En cuanto me hayan leído la comisión, será azotado en el portalón a las tres horas de empezar la guardia matinal.

Gilly no dijo nada, pero le lanzó una mirada de desprecio.

—Puede volver a sus obligaciones.

El hombre giró sobre sí mismo sin decir palabra y se alejó.

—¿Le doy una buena zurra, señor? —Sorrell, aliviado de haberse ahorrado una seria reprimenda, trataba de distanciarse aún más del crimen recomendando un castigo severo.

—Señor Sorrell, sabe tan bien como yo que las ordenanzas prohíben expresamente más de doce azotes, y que esto ha sido así desde que usted y yo ingresamos en la Marina.

—Lo sé, señor, pero el capitán Stokes siempre…

—El capitán Stokes, Dios lo tenga en su gloria, ya no se encuentra entre nosotros. Así que debe usted aplicar el castigo de doce latigazos a las tres horas. Además, señor Sorrell, cuando se tumbe el Beagle, usted se encargará personalmente de inspeccionar todas y cada una de las cuerdas, así como todas las jarcias y los eslabones de las cadenas. ¿Ha quedado claro?

—Sí, señor. Me ocuparé de ello con el mayor entusiasmo, señor —contestó mientras cambiaba el peso de pierna una y otra vez.

—Dígame, señor Sorrell, ¿cuánto tarda en izar todas las velas del Beagle?

—¿Con buen tiempo, señor? ¿Estando arrizadas? Diría que un cuarto de hora más o menos.

—Bueno, señor Sorrell, trataremos de conseguirlo en menos de doce minutos, ¿de acuerdo?

Sorrell, que durante el último minuto no se había atrevido a respirar, suspiró ante semejante desafío.

—Y ahora, si me hace el favor de reunir a la tripulación en popa, y el teniente Skyring me lo permite, me gustaría dirigirles unas palabras a todos.

En cuanto se transmitió la orden por todo el barco, los hombres fueron apareciendo procedentes de la cubierta inferior, la bodega, el pañol de municiones, la carbonera, las taquillas, los pañoles, e incluso cojeando, de la enfermería, hasta que se antojó imposible que la estrecha cubierta pudiera albergarlos a todos. Formaron un cuadrado irregular, con los marinos de casaca roja a la izquierda, mientras Skyring leía la comisión de FitzRoy.

Éste permaneció en popa, flanqueado por sus oficiales ataviados con gorra de visera, chaqueta oscura y pantalones blancos, hasta que Skyring acabó. En ese momento dio un paso al frente. Apoyó las manos a los lados de la caja de la brújula como si fuera un atril y habló con voz firme y clara.

—Me llamo Robert FitzRoy. Mis superiores de la Marina británica me han encomendado el mando de esta nave. Se me ha ordenado concluir la medición de la costa sudamericana iniciada por el capitán Stokes, desde el cabo San Antonio en el este, hasta la isla Chiloé en el oeste, bajo la dirección del comandante King, capitán del Adventure. El teniente Skyring nos acompañará en el Adelaide. Zarparemos dentro de un par de semanas, cuando el barco esté reparado. Imagino que a la mayoría de ustedes no les hará ninguna gracia tener que volver al sur con tanta prisa, pero en algunos aspectos podemos considerarnos afortunados. En los últimos tiempos la Marina ya no es lo que era, ahora que la guerra ha pasado a la historia. Se destruyen barcos todos los días y no se renuevan comisiones. Los puertos y las tabernas de Inglaterra están abarrotados de hombres que desearían ocupar una litera en cualquier navío. Y sé de lo que hablo, pues acabo de estar allí. Podemos considerarnos afortunados, pues no sólo tenemos la ocasión de navegar en uno de los barcos de Su Majestad sino que, además, estamos trabajando en beneficio de las generaciones futuras. Medir territorios inexplorados, cartografiarlos y darles un nombre es contribuir a la historia. Ésa es la oportunidad que se nos ofrece hoy.

»El comandante King y el teniente Skyring me han informado de las privaciones que todos ustedes sufrieron durante su primer viaje, los temporales, las enfermedades y la escasez. El tiempo que encontremos en nuestro viaje dependerá de la voluntad del Creador, pero pongo a Dios por testigo de que mi principal preocupación será velar por la salud de los hombres de la tripulación y por que no falten víveres ni provisiones.

»En consecuencia habrá nuevas normas. Para evitar las fiebres, todos los hombres deberán lavarse a conciencia al menos una vez por semana. Tendrá que hervirse la ropa cada dos semanas. Se fregarán con vinagre todas las cubiertas cada dos semanas.

»Para evitar el escorbuto, se seguirá una dieta especial, que será obligatoria para todos sin excepción. Nadie podrá pasar más de tres días sin comer los alimentos frescos que se consigan en el lugar. Las galletas, la carne salada y la comida enlatada no bastan. Todos los hombres deberán tomar una dosis de zumo de limón al día. El zumo de lima no es suficiente. Pediré al señor Bynoe que nos provea de raciones adicionales de encurtidos, frutas pasas, vinagre y quina. La dosis de vino seguirá siendo dos vasos, mientras las provisiones lo permitan. Sin embargo, para evitar las borracheras a bordo, la ración de ron diaria pasará de un vaso a medio vaso.

FitzRoy hizo una pausa para que los hombres pudieran asimilar lo que acababa de decir. La reacción de éstos ante los grogs diluidos que los esperaban fue un grito ahogado de asombro.

—El ron estará prohibido para los menores de dieciséis años —prosiguió, e hizo otra pausa, que fue interrumpida por otro grito ahogado, esa vez más débil y agudo—. El juego está terminantemente prohibido. Así como las mujeres cuando el barco esté en puerto. Antes del oficio dominical, todos los oficiales y marineros que sepan leer y escribir, y aquí me incluyo yo, serán requeridos para contribuir a la educación de aquellos que no saben. Éste será un barco moderno, regido por directrices modernas. Pero el castigo para quien desobedezca cualquiera de estas nuevas normas, o cualquier otra orden, será a la antigua. En particular, cualquiera que por su negligencia ponga en peligro el barco o la vida de otro hombre de la tripulación será azotado, como está a punto de comprobar el cabo de maniobra Gilly.

»La reparación nos mantendrá ocupados a todos durante las próximas dos semanas. No obstante, prometo que os concederé un permiso para bajar a tierra. Espero que lo disfrutéis. Así como espero que todos conozcáis la pena por deserción.

»Cuando volváis, empezaréis a trabajar en serio. Me propongo conseguir que el Beagle sea el barco más disciplinado y mejor comandado del océano. Mi objetivo es que todos vosotros estéis orgullosos de pertenecer a su tripulación. Ése es mi cometido, y también el vuestro. Os doy las gracias por haberme dedicado vuestro tiempo. Podéis regresar a vuestras tareas.

Los marineros murmuraron entre sí durante unos segundos y después empezaron a desaparecer por las numerosas escotillas y aberturas del barco. FitzRoy soltó la caja de la brújula.

—Muy bien, señor —susurró Sulivan.

—Al menos no han arremetido contra el alcázar, blandiendo el alfanje mientras gritaban «¡Libertad!» —dijo Skyring—. Y ahora, si me lo permite, capitán, iré a recoger mis efectos personales. Le deseo mucha suerte. No es la mejor tripulación que haya cruzado los océanos, pero tampoco es la peor. Tiene muchas posibilidades; estoy seguro de que usted logrará desarrollarlas.

—Le agradezco mucho su amabilidad. —FitzRoy sonrió cortésmente, y los dos hombres se estrecharon la mano una vez más.

Sólo quedaba por resolver el asunto del cabo de maniobra Gilly. Como era habitual, toda la dotación se reunió ante el portalón a las tres horas de la guardia para presenciar la azotaina. Arrancaron a Gilly la basta chaqueta de lona y lo ataron. Las cicatrices que le recorrían la espalda delataban a las claras que había despertado la ira del capitán Stokes —así como sin duda la de algunos de sus predecesores— en más de una ocasión. Sorrell, ansioso por causar una buena impresión, se aplicó a conciencia en su labor desde el primer golpe, pero Gilly apretó los dientes con fuerza, decidido a no dejar escapar ningún gemido.

Al segundo azote, FitzRoy dejó de mirar al marinero descarriado para observar la costa. A lo lejos, distanciándose lentamente del barco mientras éste se mecía arriba y abajo a causa de la fuerte brisa, pudo divisar el bote de remos, y en él la inconfundible cabellera rubio platino de Bennet, prácticamente oculto por las anchas espaldas de las rollizas brasileñas que iban sentadas juntas. FitzRoy se volvió y miró una vez más la cubierta, y al mar de caras vigilantes bajo su mando, y advirtió, para su incomodidad, que todos los ojos estaban clavados, no en la azotaina, sino en él.