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Cuando regresé a mi puesto de trabajo, descubrí con tristeza, que no habían vuelto ni Peter Lewis ni Simons Carpetti. Por lo que me contaron los compañeros, Yack Truman había pasado por el despacho de Simons y se había llevado una gran cantidad de archivos y todos los disquetes que encontró. No tuve duda de que habían fallecido en Stamp.

La impotencia me consumía pero no tenía opción. Continué con mi trabajo durante seis años y cuando dejaron de prestarme atención, nos fuimos a España. Allí empecé a urdir la segunda parte del plan. Tras desechar mil ideas, decidimos irnos de vacaciones para despejarnos y como siempre ocurre cuando se planifica algo cuidadosamente, la vida se encarga de recordarte que nada se puede realmente planificar. El día anterior recibí una llamada que nos haría cambiar nuestro anterior destino París.

—¿Diga? —pregunté extrañado al recibir una llamada tan temprana, ya que eran las siete de la mañana.

—¿Mark Temple, por favor?

—Sí, soy yo.

—Perdona Mark, no te había reconocido. Soy Carl Dónovan.

—Hola Carl. No esperaba que me llamaras tan pronto.

—Disculpa. No he pensado en el cambio horario.

—No. Me refiero a que no me esperaba que me llamaras hasta dentro de varias semanas.

—¡Eh! Que yo soy un profesional y bien sabes que por ti, lo que sea. Te debo muchos favores, viejo amigo.

—Está bien, dispara.

—He tenido que mover muchos más hilos y pedir muchos más favores de los que hubiera creído tener que rogar pero he conseguido averiguar dónde está tu amigo.

—¿Dónde está?

—No sé en qué lío te has metido pero yo que tú, no seguiría. En mis pesquisas me he topado varias veces con la CIA y el Pentágono. No querían que se supiera dónde está. Y no sólo eso…

—¿Dónde Carl…? —pregunté ansioso.

—Mark escucha a este viejo amigo…

—¿No me estarás llamando desde tu casa? —pregunté alarmado.

—¿Crees que soy un periodista novato? Te estoy llamando desde una cabina de mala muerte de Arizona.

—¿Qué demonios haces en Arizona?

—¿Cómo puedes tener tanta cara? Escapar. Desde que empecé la investigación, media docena de tipos se pasan el día siguiéndome, así que he tenido que despistarles en el metro de New York, gracias a un amigo que se ha vestido como yo. Hemos dado el cambiazo y se han quedado con un palmo de narices. Luego he alquilado un coche, pagando en metálico, y me he venido hasta aquí para llamarte, bueno en realidad tengo un reportaje encargado por la revista pero he creído que era más seguro hacerlo desde esta cochambrosa cabina.

—Eres un genio, he de reconocerlo. ¿Ahora me vas a dar la maldita dirección?

—Tu amigo se encuentra destinado en una minúscula base perdida de la mano de Dios, en Denver. Su nombre es «Pequeño retiro», un lugar para generales retirados, en realidad es un asilo para militares jubilados de alto rango. Debe de estar como Jefe de seguridad o algo así.

—Te debo una Carl.

—Y bien gorda.

Sin pensarlo dos veces, y tras atar las cuatro cosas de rigor, cogimos un avión y nos fuimos a Denver, no sin antes despistar al comité de bienvenida que nos estaba esperando en el aeropuerto de New York. Carl nos ayudó de nuevo. Una vez localizado el asilo militar, alquilamos un pequeño apartamento a media docena de manzanas de distancia. Durante dos meses, montamos guardia alrededor del lugar esperando coincidir con él. Empezaba a pensar que Carl había recibido una información falsa, cuando una nublada tarde le vi salir. En cuanto cruzó la puerta principal me vio, dirigiéndose hacia mí, pasando a mi lado como si no me conociera. Su mirada fue indiferente pero el amago de levantamiento de ceja, me dejó muy claro lo que quería. Le seguí con mucha prudencia a toda la distancia que pude sin perderle. Tras dar muchas vueltas, entró en un bar de striptease. Esperé un tiempo prudencial y le seguí dentro. Tardé unos minutos en localizarle, ya que a pesar de que era muy temprano, el local estaba atestado. Me dirigí a su misma barra y me apoyé en ella mientras pedía un whisky. En cuanto puso el camarero la copa sobre la barra, una despampanante mujer, que por lo visto ya estaba subida a la barra, avanzó hasta poner una pierna a cada lado de mi bebida, comenzando a contonearse subiendo y bajando hasta casi tocarla con… el «pompis». Mi cara de sorpresa no dejó indiferente a nadie, provocando una carcajada general. Mi amigo aprovechando la ocasión, se acercó.

—¿Es la primera vez que viene, verdad? —me preguntó.

—¿Tanto se me nota? —pregunté inocente.

—Ven preciosa —le dijo a la chica a la vez que le metía un billete en el tanga.

—La verdad es que me ha pillado de sorpresa.

—A todos nos ha ocurrido algo parecido la primera vez. ¿Es usted de por aquí?

—No. Estoy de vacaciones con mi esposa. Hemos alquilado un apartamento en la calle dieciocho con la trece.

—¿El de la señora Mac Pherson?

—Sí. ¿La conoce?

—Su marido estuvo en el ejército conmigo.

—Así que es militar…

—Sí… perdone pero esa preciosidad de ébano que viene por el fondo, es mi chica de esta noche. Ya nos veremos.

—Tal vez, amigo —dije mientras veía cómo se alejaba entre la humareda. Tres horas después alguien llamó con los nudillos a la puerta. Eran golpes firmes pero suaves. Cuando abrí, allí estaba él. Le hice pasar rápidamente y acto seguido nos abrazamos calurosamente.

—Viejo amigo. No creí que volvería a verte —me dijo con los ojos empañados por la emoción.

—Y casi es cierto, Yerri. No te puedes imaginar cuánto me ha costado encontrarte —dije a la vez que mi amigo veía a Susan.

Con una de sus amplias sonrisas se acercó y cogiéndole por sorpresa por el talle, la elevó en el aire poniéndola a su altura, soltándole dos sonoros besos, sin casi dejarla reaccionar. Cuando la dejó en el suelo, mi esposa le dedicó una cálida mirada de agradecimiento.

—Veo que los sargentos siguen sin saber cómo se debe tratar a una dama —bromeó.

—Capitán, Susan, Ca-pi-tán. Aunque no estoy orgulloso. Con la excusa de que me había comportado como un héroe en ese maldito lugar, me ascendieron dos veces en cuestión de seis meses. En realidad es un maldito soborno para que mantenga la boca cerrada. También fueron muy específicos sobre un consejo de guerra, si se me ocurría apoyarte cuando saliste en la CBA.

—Lo imagino. A todos nos han presionado. Sentémonos.

Cuando Susan terminó de preparar el café y consiguió que Yerri engullera una docena de bizcochos, nos permitió ir al grano. No sin antes consentir que sacara unas copas, whisky para él y vodka para nosotros.

—Yerri, sé que no te agradará recordarlo pero necesito saber qué ocurrió en la base, después de que nos fuéramos.

—Echaran —respondió irónico.

—Echaran, para nuestra suerte —apuntilló Susan.

—Y no sabéis cuánta. Cuando os cuente lo de los bichos, no os lo vais a creer…

—Insaciables, se llaman —dije.

—¿Cómo…? —preguntó perplejo intentando adivinar.

—Todo a su tiempo amigo. Comienza por el principio.

—De acuerdo. Unas horas después de irte y mientras esperaba con mis hombres, a que me destinaran a un nuevo puesto, me llamó Stark Gibson. Cuando llegué, su puerta se hallaba abierta. Estaba muy cabreado y discutía con el General Bart Kalajan por teléfono insistiéndole que tú debías estar presente en la apertura y que debíamos seguir tus consejos y, tal vez, esperar un poco antes de abrirla, hasta conseguir que la IA nos explicara qué es lo que contenía. El General se negó en rotundo, alegando que era la base más segura del planeta, que ya era demasiado tarde, que el Presidente había dado luz verde y que ya no había marcha atrás. Por supuesto mencionó el PSA que sería la última medida. Stark colgó tan fuerte el teléfono que no se rompió de milagro. Tras mascullar una serie de improperios, que por galantería hacia ti Susan, no voy a repetir, advirtió mi presencia. Me miró serio y me rogó que cerrara la puerta.

—Sargento, voy a ir al grano. Quiero que se encargue de la seguridad de este piso.

—Perdone, pero hay muchos oficiales de mayor graduación que yo, que son los que se encargan de tareas de ese nivel, señor Gibson.

—Ya lo sé. Pero el burro del General Bart Kalajan, los ha destinado a los subniveles más cercanos a la nave para cubrir cualquier posible… eventualidad. Casi ha dejado desprotegidos los subniveles superiores. Como usted y sus hombres ya no están asignados al señor Temple, han quedado libres y los que protegían al resto del equipo, también. Quiero que los agrupe bajo su mando y monte un nivel de defensa.

—¿Por qué yo, señor? Hay más sargentos…

—Porque es el único militar con algo de cerebro de esta base. Y lo pude comprobar escuchando sus conversaciones con el señor Temple, que por cierto, si se pone en contacto con usted, hágale saber que deseo hablar con él, lo antes posible y que tengo la firme convicción de que debería estar aquí. Por desgracia para cuando mi gente me ha informado que ha hablado con Simons, ya se había impuesto el bloqueo de comunicación con el exterior.

—Si se pone en contacto conmigo lo haré, señor.

Sellaron todas las plantas y aislaron todos los departamentos. Dos horas antes de la apretura había organizado a los cincuenta hombres que estaban bajo mi mando. Usando uno de los monitores de seguridad del despacho de Stark, él estaba conmigo, pude seguir los acontecimientos de la apertura. Reconozco que en ese momento pensé que eran las dos horas más largas de mi vida, ¡qué equivocado estaba!

Los pasillos permanecían vacíos. Todo el mundo estaba en su puesto. Alrededor de la nave se habían desplegado casi trescientos marines, fuertemente armados. En primera fila, permanecían expectantes veinticinco técnicos, biólogos y un sin fin de «expertos» en distintos campos. Simons estaba en la segunda fila, junto a varios altos mandos. Terrie Gordon, todavía no entiendo qué hacía allí, estaba tras ellos, absolutamente aterrado, la única explicación que se me ocurre es que estuviera como representante federal. Todos, sin excepción, estaban embutidos en trajes presurizados, contra una posible contaminación biológica. Los colores o nombres de su espalda y brazos los distinguían. Fueron un error ya que restaban mucha movilidad.

Cuando finalizó la cuenta atrás, durante unos inquietantes segundos, no ocurrió nada. De pronto una voz clara, serena, aunque claramente artificial, sonaba como carente de vida, atronó desde la nave.

—¡Apertura inminente! ¡El protocolo debe estar activo! ¡Apertura inminente! ¡El protocolo debe estar activo!

Tras unos segundos volvió a hablar.

—¡Última oportunidad para detener apertura! Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno. ¡Inicio de apertura!

Donde no había nada, ya que toda la nave parecía hecha de una pieza, apareció un corte. La compuerta se abrió lentamente, siendo absorbida, en apariencia, por el lateral izquierdo de la nave. Tenía tres metros de largo por dos de alto. De su interior salió un humillo como el que provocan los grandes frigoríficos al abrirlos. Cuando se comprobó que las alarmas biológicas no saltaban y que el humillo sólo era producto del frío interior, se dirigieron varios focos a la negra abertura. Todos conteníamos la respiración, era un momento histórico. Tras unas breves consultas, cuatro… ingenieros o biomédicos o lo que fueran, se acercaron. Sin previo aviso se produjo una especie de convulsión, en la negrura. Los cuatro retrocedieron lentamente. De nada les sirvió. Surgieron como el demonio. Veinte o treinta, tal vez cuarenta, de esos insaciables. La mayoría se abalanzó sobre los ingenieros y tropas de primera fila. A pesar del veloz y despiadado ataque, los marines reaccionaron rápidamente y comenzaron a disparar contra los animales, tengo que decirte Mark, que una ráfaga mal dirigida acabó con Simons, así que no tuvo que sufrir lo de los demás, que fueron devorados vivos. En menos de quince minutos, pareció que habían acabado con casi todos los bichos y ellos con la mitad de nuestra gente. Era increíble cómo se dividían en dos, convirtiéndose en dos nuevas máquinas de matar. Pensamos que los estaban controlando pero cuando salieron, lo hicieron en todas direcciones, y por lo que pudimos ver más tarde, dos o tres de ellos se dirigieron al PSA y tras destrozarlo a mordiscos, devoraron la cabeza nuclear, ¡se comieron todo el uranio! No te puedes imaginar lo que ocurrió después.

—Su reproducción se aceleró brutalmente, dividiéndose y volviéndose a dividir exponencialmente —sentencié aterrado.

—¿Cómo…?

—Sigue.

—Se convirtieron en una marea imparable. Gibson ordenó la evacuación de todo el personal y el repliegue de todas las tropas. Había que sellar la base lo antes posible. Me dio la orden de evacuar pero yo le respondí que en los niveles inferiores, aún quedaban cientos de personas que no podíamos dejar a su suerte. Tras meditarlo un instante, me ordenó que nos hiciéramos fuertes dos plantas más abajo y que esperáramos refuerzos y por supuesto que todo el personal saliera de inmediato. Fue inútil, se extendieron como una plaga. Devoraban todo lo que era orgánico. No había pasado ni una hora, cuando me ordenaron que saliera, dejando a todos esos pobres desgraciados ahí abajo. No tuve más remedio que obedecer si no quería que me encerraran con ellos. Cuando salimos, bloquearon las salidas con toneladas de cemento. Todas menos una, la de emergencia de altos mandos.

—¿No podrán salir por ahí? —preguntó Susan asustada.

—¡Imposible! En su último tramo hay tres puertas triplemente acorazadas, de más de un metro de grosor y tienen el tamaño de una puerta normal. Si intentaran salir por ahí, les contendrían. Además sé que construyeron una sala de aislamiento en esa salida, para exterminarlos.

—¿Cómo, si puede saberse? —pregunté escéptico.

—Aplastándolos.

—¿Perdón?

—Una habitación de cinco por cinco, con un techo que baja hidráulicamente. El suelo, un enrejado de más de un palmo de grosor cada reja y con dos dedos de separación. La idea es aplastarlos y que los restos caigan abajo, a una incineradora.

—¿Y funcionó? —pregunté bastante escéptico.

—En cuanto cayeron los tres primeros grupos, no entraron más y retrocedieron al interior.

—El agua salada es para ellos como el ácido sulfúrico para nosotros —dije sorprendiéndole.

—Si estás pensando en inundar la base, desde ahora te digo que es imposible, fue diseñada para esa eventualidad. Es subterránea, no podían permitirse un error de ese tipo.

—¿Cómo se podría convertir en una piscina? —pregunté pensativo.

—Si hay una forma, yo conozco a la persona indicada pero tendremos que ir a México.

—¿Y tu puesto en Pequeño retiro?

—Yo dirijo la seguridad de ese lugar. Llevo dos años sin vacaciones. Me cogeré unos días.

—De acuerdo. Te esperaremos.