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12 DE OCTUBRE 7.00 AM.

DESIERTO DE CALIFORNIA.

BASE STAMP POINT.

La NASA puso a mi disposición uno de sus jets privados para llevarme cerca de la base secreta, donde tenían escondida la nave. Mi llegada al aeródromo fue estresante, ya que tan sólo me dieron veinticuatro horas para solucionar todos mis asuntos. Aunque parezca increíble, lo más difícil fue conseguir que algún vecino se encargara de recoger el correo y regar las plantas, al final, tuve que llegar a un acuerdo económico con la hija pequeña de la vecina de abajo. No me quedé nada tranquilo, quería mucho a esas plantas, algunas me las había dado mi madre hacía más de veinte años.

El viaje fue largo y aburrido al ser el único pasajero y, la azafata, aparte de ser poco agraciada, era más seca que un martini de los de James Bond. Aunque no tengo quejas del trato, ni del viaje, que se produjo sin incidentes, el aterrizaje fue bastante brusco, de hecho por un momento pensé que el jet lo pilotaba uno de esos kamikazes locos del Japón. Consiguió revolverme las tripas y que apurara mi whisky de un solo trago. Casi antes de que parara estaba en la salida intentando «huir». Cuando la azafata abrió la puerta, el fuerte sol del oeste inundó todo el interior, dejándome totalmente deslumbrado, lo que hizo que diera un tras pies en los primeros escalones y casi me cayera por la escalerilla del avión. El calor era insoportable, no te dejaba respirar. El lugar parecía abandonado. Había varias pistas, que por su aspecto polvoriento llevaban varios años abandonadas. Estábamos en el desierto californiano, no me cabía duda. Frente a la puerta, había una torre de vigilancia aérea en pésimas condiciones. Si ese lugar era utilizado, lo habían decorado perfectamente para que pareciera que no se usaba.

Nada más poner un pie en la pista fui recogido por una nueva escolta, esta vez de tipo militar. Aunque no lo creía posible, era más agobiante que la que me puso la CIA en cuanto dejé el despacho de Simons y que no me abandonó ni para ir al baño. Fueron tan meticulosos que sólo les faltó meterse en la cama conmigo.

Nadie me dirigió la palabra, tan sólo el gesto de uno de los marines me indicó la dirección en la que debíamos seguir. Cuando llevábamos recorridos unos sesenta metros de pistas, la escolta se detuvo. Pensé preguntar al marine que iba en cabeza, un sargento según creo, por qué nos deteníamos, cuando observé que cerca del vallado del fondo se movía algo. Al cabo de unos instantes, se detuvo ante nosotros un extraño y enorme vehículo de colores marrones y amarillos arena, sin duda con funciones de camuflaje. Parecía una tanqueta militar blindada, con ocho grandes ruedas y con un techo ligeramente combo. Mirando escéptico al Sargento, me dispuse a preguntarle por dónde se subía a «eso», pero antes de poder formular la pregunta, dos puertas, que ocupaban toda la parte trasera, se abrieron de par en par. Mientras me disponía a subir, vi por el rabillo del ojo, que se acercaban por el mismo lugar varios vehículos, entre los que pude adivinar dos o tres tranques ligeros con sus correspondientes cañones cortos y varios jeeps armados con ametralladoras antiaéreas.

Al entrar, el marine cercano a la puerta de la derecha, me hizo un gesto para que me sentara junto a él. Tras sentarme, cerró la puerta, a la vez que hacía lo mismo el marine que estaba al otro lado. Al cabo de unos pocos minutos, mis ojos se acostumbraron a la penumbra. Lo primero que me impresionó fue que el techo era muy bajo y que tan sólo se encontraba a unos pocos centímetros de mi cabeza. Más adelante, me informaron que era a causa de las dos potentes ametralladoras instaladas en la parte delantera, sobre la cabina. En el doble techo se acumulaban las ristras de munición, por cierto, capaces de atravesar una pulgada de acero, o así me lo aseguró el General Bart Kalajan. Los asientos eran duros como una piedra, exceptuando los de los pilotos que perecían realmente cómodos. Empecé a fijarme y estudiar, era una vieja y en ocasiones, mala costumbre, a la gente que me acompañaba los primeros, seis marines rasos, un cabo y un sargento, con el cual trabé más tarde una gran amistad. Al fondo, el General Bart Kalajan, que sin duda estaba viajando con nosotros para estudiarnos. Frente a él, mi «amigo». Pol Svenson y, junto a ellos, dos tipos del Congreso que no mediaron palabra más que con el General. Para mi sorpresa, el resto de viajeros eran conocidos mi jefe, Simons Carpetti, Yack Truman director del Proyecto de inteligencia artificial de la NASA y mi compañero de investigación, Peter Lewis. En total diecinueve personas hacinadas en un espacio diseñado para doce.

El viaje fue largo y muy incómodo. El aire del interior del vehículo se enrareció rápidamente y la temperatura se elevó, a grados insospechados, en el momento que nos introdujimos en el desierto. Pregunté si había alguna forma de airear ese horno y el marine que estaba a mi lado me informó, lo más escuetamente que pudo, que el vehículo no disponía de aire acondicionado y que las ventanillas estaban cerradas herméticamente, dado que al ser blindadas, si se pudieran abrir, perderían toda su utilidad. Tras oír eso, me fijé en el parabrisas, era estrecho, grueso y alargado. Junto a las puertas del conductor y copiloto, había dos ventanucos de no más de un palmo de ancho o largo, sin utilidad aparente ya que se guiaban más por el radar que por otra cosa. Ese día comprendí plenamente la expresión, «ir como sardinas en lata».

El conductor debía tener (paranoicas) órdenes de desorientarnos a toda costa, ya que durante las cuatro primeras horas se dedicó a dar vueltas y más vueltas, por caminos secundarios, comarcales y rutas que, por su aspecto, debían llevar siglos sin ser transitadas. Uno de los marines empezó a ponerse blanco y a reprimir unas incipientes arcadas. El Cabo, que precisamente estaba frente a él, fue muy explícito, si se le ocurría vomitar, acto seguido, se lo comería todo. Peter, para cambiar de tema, preguntó al chófer cuánto faltaba para llegar obteniendo como respuesta «mis órdenes son llevarles a la base». Dado que el General sólo hablaba con los congresistas, el señor gélido no me dirigía ni la mirada, Peter junto a Yack y Simons se encontraban al fondo, «aislados» por el enorme ruido del motor del vehículo y que los marines no hablaban más de lo necesario, el aburrimiento casi me mata.

Tardamos cerca de diez horas en llegar, sin comer, beber o parar para ir al baño, cosa que necesitaba hacer urgentemente desde hacía varias horas. Como se había hecho de noche poco pude ver, sólo la entrada exterior. Consistía en la típica alambrada con una espiral de alambre de espino en su parte superior, una caseta de madera y una docena de marines vigilando la verja corrediza. La mitad de ellos se dirigieron a la parte trasera del vehículo y por el ruido de pasos que creí oír, se dirigieron a los otros vehículos de escolta. Dos de los restantes se acercaron al ventanuco del conductor. Éste, lo abrió presionando hacia fuera y deslizándolo lateralmente, ocultándolo en el exterior de la cabina. Del bolsillo de su pechera, sacó una tarjeta y se la entregó al marine más próximo, éste la pasó por una especie de tarjetero y se la devolvió, haciendo un gesto al resto de los marines para que abrieran la verja y nos permitieran pasar. ¡No podía creer que fueran tan cándidos! Podíamos haber robado la tarjeta o el vehículo estar lleno de terroristas o transportar una bomba o… en ese momento me di cuenta que su paranoia se me estaba contagiando. Aunque creía tener razón, pronto cambiaría mi opinión sobre la seguridad.

Tan sólo al cabo de veinte minutos nos volvimos a parar. La oscuridad lo envolvía todo. El General, los congresistas y los marines, se pusieron unas extrañas gafas de sol que envolvían totalmente los ojos como las gafas para las piscinas. Las puertas traseras se abrieron bruscamente y una luz blanca (la más blanca y pura que he visto en mi vida), lo inundó todo, deslumbrándonos por completo a los no protegidos. Estábamos totalmente ciegos. Nunca pude adivinar que tipo de focos utilizaron contra nosotros, pero puedo asegurar que no habrían podido utilizar otros mejores. Enseguida noté como dos marines me agarraban cada uno de un brazo y me sacaban en volandas, semi arrastrándome unos metros del vehículo. Luego percibí un agradable perfume de mujer, un pinchazo en mi brazo derecho y, casi al instante, perdí el conocimiento.

INTERIOR STAMP POINT.

SUBNIVEL 7.

DESPACHO DE SIMONS CARPETTI.

—¿Realmente cree que el señor Temple está capacitado para este proyecto?

—Preguntó el congresista de Indiana, Mac Grade. Su obesidad era casi superior a su suspicacia.

—Tiene mi más absoluta confianza. Deben saber que llevo trabajando con él, más de quince años y es el mejor hombre que he tenido durante mi vida profesional, señores congresistas.

—Más vale que sea así, señor Carpetti.

—Les ruego que me llamen Simons, si no les importa. Señor Carpetti es demasiado formal, al fin y al cabo vamos a trabajar juntos en este proyecto.

—Como usted quiera señor Simons. Sinceramente, espero que tenga razón. Estos informes sobre el señor Temple son algo… digamos, preocupantes.

—Señores, les aseguro que no tienen de qué preocuparse.

—Según los informes, el señor Temple es un hombre muy independiente y bastante problemático… vamos, usted ya me entiende —insinuó el Congresista de New York, Albany Density.

—Puede ser un inconformista, un soñador e incluso algo rebelde pero además de ser un excelente experto en su área…

—Cosa que ha quedado bien demostrada en su trayectoria profesional —interrumpió pomposamente Mac Grade.—… su lealtad con nuestra patria está fuera de toda duda.

—Ha de entender nuestros «miedos». Hay mucho dinero invertido en este proyecto. No podemos correr riesgos, si este asunto llega a la gente de la calle, se montará un buen escándalo.

—Eso no ocurrirá. Mark es un hombre íntegro y lo suficientemente inteligente como para comprender que se obtendrían más perjuicios que beneficios, de un hipotético «desliz».

—Así lo espero —dijo el Congresista Albany Density.

—He de informarle que el Congreso, (la pequeña parte que está informada), presiona y desea obtener resultados pronto, quieren tener algo que dar al resto, en caso que lleguen a averiguar adónde han ido los fondos aquí gastados, y que en teoría, iban destinados a un nuevo tipo de arma nuclear de más alcance, precisión y destrucción masiva —dijo Mac Grade.

—En ese aspecto no puedo prometerles nada, pero espero poder darles resultados muy pronto. Mark, sin ni siquiera ver la nave o leer los informes, ya ha mostrado cierta visión innovadora que creo que hará avanzar el proyecto, a pasos agigantados.

—Confiamos en usted. Pero le aviso que, si fracasa, se juega el puesto y su prestigio —dijo Albany Density.

—He entendido el mensaje.–Así lo esperamos. Nos estamos arriesgando mucho.

STAMP POINT.

SUBNIVEL 4.

ALOJAMIENTO 18BJ: MARK TEMPLE.

Cuando desperté tenía un terrible dolor de cabeza, la lengua áspera, gorda y espesa. Antes de abrir los ojos, ya sabía que había alguien conmigo. Un agradable y embriagador perfume de mujer lo envolvía todo. Era el mismo perfume que olí poco antes de la «bienvenida».

Intenté abrir un ojo y sufrí una terrible punzada en el cerebro.

—¡Ougch!

—¡Vaya! Ya está despierto. No trate de abrir los ojos, le puede producir un fuerte dolor en las sienes.

—¿No me diga?

—Espere, señor Temple, voy a regular la luz. La bajaré hasta el nivel de penumbra.

—Gracias, muy amable ¿Puedo saber dónde estoy y quién es usted?

—En la habitación que tiene asignada en Stamp. Mi nombre es Doctora Susan Sen. Mi especialidad es la Psicología.

—Y si no me equivoco, fue usted la que me recibió con la aguja.

—Sí, me temo que estaba presente, aunque no soy la causante de su malestar.

El dolor de cabeza me estaba matando, casi no me dejaba pensar. La sentía como si fuera de plomo. Aun así me incorporé, sentándome en el borde de la cama.

—¿Podría darme un vaso de agua? —pregunté bastante aturdido.

—Desde luego. Ahora se lo traigo.

Oí como se alejaba tres o cuatro pasos y el ruido de una botella llenando un vaso. Al acercarse, alargué las dos manos para poder asirlo con más seguridad, y en cuanto lo cogí me lo bebí precipitadamente, derramando parte sobre mi rostro. Sin decir nada, la Doctora me secó el mentón con, como supe más tarde, un pañuelo.

—Tengo la lengua dormida. El agua me ha sabido amarga.

—Eso es debido a un compuesto vasodilatador que he disuelto. Eso le aliviará el dolor de ojos y cabeza.–Ya puede llamar al forense y luego al tanatorio. Soy uno de esos casos de reacción alérgica, en máximo grado, al ácido acetilsalicílico.–Lo he leído en su expediente médico. Lo que le he suministrado ha sido un derivado del que suele tener usted en el trabajo, aunque algo más potente.–Por un momento me había asustado.–Todo el personal de esta base tiene una completísima ficha médica, así que no se preocupe. Ahora trate de abrir los ojos muy lentamente.

—Lo intentaré. ¿A los demás también les han hecho esto?

—No creo que me esté permitido decírselo.

Probé a abrir un poco los ojos y una aguda punzada de dolor, algo más suave, me volvió a golpear entre ceja y ceja.

—Vamos, ¿no creerá que no me van a contar esta «edificante» experiencia, en cuanto les vea?

—Creo que tiene razón. Todo el que ha entrado en esta base, ha pasado por lo menos una vez por este proceso. Aunque su interrogatorio fue mucho más largo que el de los otros, que finalizaron ayer, y ya están en sus puestos de trabajo.

—Un momento, ¿interrogarme? No recuerdo ningún interrogatorio. De hecho, no recuerdo nada después de su bienvenida con la hipodérmica.

—Lo que le administraron a su llegada fue un tranquilizante. Luego, los guardias de seguridad, le llevaron al área de interrogatorios donde, imagino, que le suministraron una dosis de ACTN.

—He oído hablar de ese nuevo suero de la verdad. Creía que estaba en fase experimental.

—Oficialmente sí. En la práctica, no. Por lo que sé, es diez veces más efectivo que el pentotal sódico.–Espero no haber contado nada inmoral o deshonesto —dije con sorna.

—Puedo asegurarle que les habrá contado todo y también, que nada era «impropio», ya que está aquí conmigo.

Abrí un poquito los ojos y un suave ronroneo se activó en mi cabeza. Todo lo que veía eran manchas de colores que me abrasaban los ojos. Traté de olvidar el dolor y me centré en la voz de la doctora. Su dulzura y amabilidad me envolvía, provocando, (o más bien despertando), en mi interior, sensaciones que nunca había notado con una mujer. No me entiendan mal, he tenido muchas relaciones pero eran de una noche, una semana o un mes a lo sumo, luego me aburrían o cansaban, y si no era eso, el trabajo se encargaba de apartarme de ellas, la mayoría de veces con alivio por no tener que seguir el cortejo o dando excusas.

—Bien, pasé el examen. ¿Habrá más?

—No lo creo. Por lo menos no tengo constancia de que se le vaya a realizar otro, señor Temple.

—Mark, si es tan amable.

—Como usted quiera, Mark. A mí, si lo desea, pude llamarme Susan.

—Entendido doctora. Además empieza a ser algo más que una simple mancha borrosa —dije con un claro tono de complicidad, intentando levantarme sin conseguirlo.

—Ha sido un buen intento pero demasiado pronto para levantarse. Acuéstese y descanse un rato. Se encontrará perfectamente cuando despierte. No necesitó insistir. Me tumbé y acto seguido, me dormí.

Al despertarme, comprobé que mi vista volvía a ser normal y que ya no reinaba la penumbra. También descubrí (con pena) que me hallaba solo. No sabía cuánto tiempo había pasado desde mi encuentro con Susan, ni qué hora era, ni siquiera si era de día o de noche. Mi reloj había desaparecido junto a todas mis cosas. Al levantarme, noté el frío y pulido cemento bajo mis pies y, en ese momento, me di cuenta de que me encontraba totalmente desnudo. Decidí hacer una breve inspección del entorno. La habitación era rectangular, de unos cinco metros de largo por cuatro de ancho. La cama estaba apoyada en una de las esquinas, junto a la pared más larga. Al fondo, frente a ella, la única puerta y, a su derecha, una silla con un mono azul marino, una camiseta, calzoncillos y calcetines del mismo color. Entre sus patas, un par de botas negras al más puro estilo militar. En la pared de enfrente, una pequeña mesa con la terminal de un ordenador y una botella de agua medio llena, junto a un vaso. A los pies de la cama, un lavabo y, seguido, un pequeño water que me recordó la urgencia de tener que usarlo.

Una vez finalizada la delicada tarea, me dirigí a la silla y procedí a vestirme, descubriendo contra todo pronóstico, que se trataban de prendas realmente cómodas y bien diseñadas. El mono albergaba gran cantidad de bolsillos, algunos de cremallera y otros de velcro. Los fui revisando uno a uno. Estaban todos vacíos menos uno, que contenía una tarjeta de identificación que se introducía en un pequeño bolsillo rectangular transparente, ubicado en el pecho, encima del corazón. Se introducía por la parte superior y se sacaba con facilidad. Mi foto llenaba el lado izquierdo. Transcurridos un par de minutos, me dirigí a la puerta que se encontraba cerrada a cal y canto. Al no haber manilla ni cerradura, me dedique inútilmente a aporrearla hasta aburrirme, ya que nadie acudió a mi llamada.

Al cabo de más o menos (recuerden que no tenía reloj y la terminal, aunque estaba conectada, me pedía un código de acceso y lo desconocía), de una hora y trescientas vueltas a la habitación, la puerta se abrió.

—Buenos días. Soy el Sargento Primero Yerri Black. Junto a mis hombres, estamos a sus órdenes, para guiarle y ayudarle en lo que necesite.

—Y de paso vigilarme estrechamente.–Algo así —dijo con una amplia sonrisa, mostrándome sus enormes y blancos dientes—. Veo que se ha puesto correctamente la tarjeta de identificación.–También sé ir al baño solito. Al otro lado de la puerta pude ver a dos soldados charlando. Uno era el cabo que había viajado con nosotros.–Ja, ja, ja. Veo que tiene sentido del humor. Me parece que nos vamos a llevar muy bien —prosiguió Yerri.–Eso espero, porque si no le he entendido mal, le voy a tener todo el día pegado a mi trasero.

—A excepción de cuando trabaje. Bien, ya tendremos tiempo de ironizar. Me han ordenado que le lleve al subnivel 6, pero antes hemos de pasar el subnivel de seguridad, el 5 y eso nos llevará un buen rato, ya que es la primera vez que desciende.

—¿Más seguridad todavía? —le respondí con una mueca burlona.

Sin dejar de sonreír, me hizo un gesto para que le siguiera. Para mi sorpresa, que no sería ni mucho menos la última, en el pasillo había media docena de marines esperándonos que en cuanto nos vieron salir, se pusieron firmes como postes.

—¿Tan importante soy que es necesaria semejante escolta?

—Eso no lo catalogo yo. Pero he recibido órdenes muy concretas acerca de su seguridad —me respondió Yerri un tanto serio.

Sin decir más, Yerri se puso a la cabeza y avanzamos a lo largo de uno de los extremos del pasillo, que era demasiado bajo y estrecho para mi gusto, aunque el «maravilloso» y uniforme gris hormigón «animaba» bastante.

—¿Qué hay por el otro lado?

—Lo mismo. Esta base está construida en pisos circulares estancos unos de otros. Cada piso o círculo está dividido en porciones triangulares.–Como cuando se corta una tarta.

—Exactamente —me respondió sonriendo—. Por supuesto algunas porciones también están subdivididas, como la zona de laboratorios. Y algunos pisos están unidos, en algunas secciones, por distintas causas que ya irá descubriendo en sus incursiones al complejo.

Tras recorrer cien metros, el pasillo de repente se ensanchó apareciendo una enorme puerta ante nosotros. Tenía por lo menos cuatro metros de alto por cinco de ancho. No pude comprender su utilidad, porque nada tan grande podría ir por donde habíamos venido.

Yerri cogió su tarjeta de identificación, que como todo el mundo, llevaba suspendida en el pecho en el práctico bolsillo y la introdujo en una ranura contigua a la puerta. Casi al instante, una voz pidió que nos identificáramos.

—Sargento Primero Yerri Black, con misión de traslado del civil Mark Temple a la zona de seguridad interior, subnivel 6.

—Necesito muestra de voz del civil Mark Temple —dijo la voz.

Al recoger Yerri su tarjeta, introduje la mía.

—¿Qué quiere que diga?

—Muestra de voz aceptada. Recoja su tarjeta. Confirmación del marine segundo en el mando.

—Cabo Primero Gillo Solinas, con misión de traslado del civil Mark Temple a la zona de seguridad interior, subnivel 6.

Sin previo aviso, la puerta empezó a abrirse hacia nosotros. Tenía por lo menos dos metros de grosor, en apariencia de acero, pero sin duda con alguna aleación. Titanio, lo más probable.

Permanecimos quietos hasta que la puerta se hubo abierto totalmente.

—Están en el subnivel 4. Traslado al subnivel 6 aceptado. El subnivel 5 lo ha confirmado —dijo la voz.

Tras la puerta había una sala de unos cien metros cuadrados. Al entrar, la impresionante puerta, empezó a cerrarse.

—No quiero ser indiscreto pero no veo la salida —dije a uno de los marines.

—Esto es un montacargas —respondió serio y escueto.

—Me han impresionado. Sargento Yerri, ¿cómo saben que el resto de sus hombres no son impostores? Y no se le ocurra decirme que no le está permitido revelármelo.

—Hay cámaras por todas partes. Nada escapa a los ojos del subnivel 6.

—¿Ni siquiera las habitaciones?

—Podría decirse que ahí menos. Muchos colegas suyos usan sus horas muertas para rematar trabajos o iniciar ideas en su terminal.

—Subnivel 6. Aislamiento comprobado. ¡Atención está entrando en el área de seguridad, siga las instrucciones al pie de la letra! —avisó la voz.

Cuando la nueva puerta, idéntica a la anterior, se detuvo, nos adentramos en otro pasillo, en concordancia con el montacargas. Tras recorrer menos de cincuenta metros y unas tres o cuatro puertas situadas a ambos lados, apareció otra puerta blindada, que se abrió tras el protocolo de las tarjetas e identificaciones. Tras ella, otra sala de unos diez metros por tres de ancho. Cuando entró el último marine y la puerta se cerró, las luces se fueron apagando paulatinamente hasta que nos quedamos en la más absoluta oscuridad. A lo largo de ambas paredes, surgió un haz de luz azul que nos escaneó, de arriba abajo, abarcando toda la estancia. Una vez que finalizó, la misma átona voz nos dio paso.

—Identificación positiva de personal autorizado en la sala de aislamiento.

El final de la sala se abrió y penetramos en otro pequeño corredor, que por fin, desembocó en la sala de control. Era muy amplia y luminosa. Unos cincuenta hombres se hallaban sentados, controlando pantallas y manejando teclados de ordenador. Era muy impresionante. Tenían mejores aparatos que los de seguimiento de satélites rusos de la NASA. Prácticamente, todas las paredes estaban recubiertas con pantallas que mostraban la base pero la que atrajo especialmente mi atención fue la que era más grande y estaba en la pared frontal, dividida en seis partes y cada una mostraba una cara de la nave.

—¿Impresiona verdad? A mí me ocurrió lo mismo la primera vez que la vi.

—Dijo una conocida voz a mi espalda. Era Simons que me observaba con una amplia sonrisa.–Puedo asegurarte que lo estoy —dije alargando la mano para estrechar la suya tendida.

—Siento no haber podido avisarte de la bienvenida pero ya sabes…

—Sí, lo de la seguridad y todo eso. Perdona mi impaciencia, pero me gustaría que me explicaras cómo funciona todo esto.

—Sabía que me lo ibas a pedir. Todo está listo para la visita.

—Un momento. ¿Visita? ¿No voy a trabajar aquí?

—En la base, por supuesto. Piensa que habrá zonas que probablemente no tengas necesidad de pisar nunca pero que es necesario que conozcas, ya no por tu propia seguridad, si no simplemente por si necesitas algo o te pierdes.

—¿Perderme? Ya estoy perdido —dije sonriendo—. No te preocupes, que dado el caso, no me avergonzaré por preguntar.

—Si es que en esa zona hay alguien. Hay lugares en los que solamente podemos acceder media docena de personas. Pero basta de charla y comencemos la visita —dijo conduciéndome hacia otra salida.

—¿No será mejor que empieces por decirme cual de ésas será mi mesa?

—Esto no es la Central. Esto es el subnivel de seguridad. Se encargan de que no entre o salga nadie, o tal vez «algo», sin autorización. La Central se encuentra en el subnivel 23, diez pisos por encima de la nave.

—¿Toda la base es subterránea?

—Prácticamente en su totalidad. Sólo sobresalen tres pisos. Para que te vayas haciendo una idea éste es el subnivel 6 y está a una profundidad de 24 metros.

—¡Fiuuuuu! Eso significa que la nave está a unos 75 metros de profundidad.

—A 89. Todo listo para volver a dejarla enterrada en el fatídico caso de que ocurriera algún «percance». Ya me entiendes. Venga, dejémonos de charlas y acompáñame.

—A la orden jefe —le respondí, puesto que por su tono deduje que la charla de cortesía había terminado y comenzaba el trabajo.

—Lo primero que debes saber, es que tienes total libertad para recorrer toda la base sin pedir permiso a nadie, siempre que no intentes ascender por encima del subnivel 4. Tu tarjeta identificativa es de clase 1 lo que te permitirá abrir todas las puertas.

—¿Y si me la quita alguien?

—No podrá usarla para eso está el subnivel de seguridad. Nadie usa una tarjeta sin identificarse.

—Entiendo.

—En este lugar trabajan, de forma constante, una media de dos mil quinientas personas. Mil novecientos son marines que velan por nuestra seguridad, el resto, científicos y personal de mantenimiento. Puedo asegurarte que no fue fácil seleccionar al personal civil y que pasara sus estrictos controles de seguridad, en especial los psicológicos.

—¿Tienen miedo a que alguien se vuelva loco aquí dentro y provoque algún desastre?

—Más bien que se vaya de la lengua y se nos eche encima la prensa. Esa cosa es lo más grande que se ha descubierto desde la bomba H.

Lo primero que visitamos, por supuesto seguido de Yerri y sus hombres, fue el subnivel 7, que era donde estaba su despacho. Cuando entramos no pude contener la risa.

—¿Puedo saber a qué viene esa «hilaridad»? —me preguntó algo molesto.

—No me lo puedo creer. Es idéntico al que tienes en la NASA, hasta tienes las fotos de tus ex esposas. Incluso ese horroroso cuadro de payasos encima de la estantería.

—Me lo regaló mi segunda esposa, Bety, en nuestro primer y único aniversario. Me recuerda que no debo volver a casarme con una naturista-ecologista-postmoderna.

—Lo que tú digas.

—Además, así trabajo más a gusto.

—Y yo que pensaba que era un maniático.

—No empieces Mark, que aún nos queda mucha base por ver.

En ese lugar visitamos una docena de despachos, de altos cargos, presentándome a todos como si fuera un genio. La mitad eran militares, y no sé la razón, pero ninguno fue más de lo correctamente amable. No parecía que fuera de su agrado. A alguien, algo de mí no le gustaba y todos estaban informados.

Mientras bajábamos al siguiente subnivel, Simons acercándose al oído me susurró, como si hubiera leído mis pensamientos, que cuando me vieran trabajar cambiarían de actitud. No me convenció, había algo más. Durante cuatro agotadoras y aburridas horas, recorrimos la base pasando de una planta a otra por el extraño montacargas. Reconozco que estaban bien equipados, ese lugar era un pequeño mundo. Tenían de todo bar, cafetería, saunas, gimnasios, comedores, almacenes de todo tipo, dos plantas para el alojamiento del personal, tanto civil como militar, cocinas, polvorín (fuertemente custodiado), incluso una pequeña piscina. Para cuando llegamos a ella estaba más que perdido y en ese momento, di por sentado que no podría aprenderme de memoria todo lo que había en la base. Tras el recorrido, digamos turístico, llegamos al subnivel 22, que era la sección de seguridad que se encargaba de la vigilancia de Lara. Aunque la mayor parte del personal era militar, estaba bien claro, para cualquiera que tuviera ojos, que esta sección estaba bajo el mando directo de la CIA. Por lo que pude observar, en el poco tiempo que estuve allí, se dedicaba más a vigilar al personal, que a la nave. En todas las paredes había docenas de monitores que cambiaban constantemente, mostrando al personal de la base, ya en sus trabajos o incluso en sus dormitorios. Nada, ni nadie, escapaba al «ojo de Dios» que era como se le llamaba coloquialmente. La palabra intimidad estaba excluida del vocabulario de Stamp.

Las veinticinco personas que estaban trabajando en ese momento, se movían con frenesí mirando, apuntando y tecleando desde sus respectivas mesas. Aunque más de la mitad circulaba de una a otra comparando y compartiendo información. No llegué nunca a saber en qué podía consistir dicha información, dado que todo el mundo hacía lo que se le ordenaba o venía escrito en el volumen, de más de mil páginas, que me entregaron esa misma noche, sobre los modos de proceder y actuar dentro de la base. Tras una breve y escueta explicación por parte de Simons del funcionamiento de la sala, me presentó a un hombre delgado, serio, de rostro jovial que se iluminó cuando nos acercamos.

—Mark, te presento al Capitán Stark Gibson, Jefe de Seguridad de todo el personal de la base, ya sea militar o civil.

—O de la CIA —dije haciendo una mueca, demostrando que sabía quienes eran sus jefes directos.

—O de la CIA —repitió sonriendo y dándome la mano. Me sorprendió su forma de proceder. Desde luego consiguió ganarse mi simpatía al momento.

—No parece usted un agente o un militar.

—Me temo que sea ambas cosas. Pero le ruego que me considere más, como un protector, que como un carcelero.

—¿Carcelero?

—Así me llama casi todo el mundo cuando no estoy presente. Pero no se preocupe no me importa.

—Supongo que me vigilará estrechamente, junto a mi equipo, mientras estemos trabajando —le dije sonriendo.

—De todos los ángulos posibles, en especial cuando estén en contacto con esa «cosa». Por supuesto tendré un equipo preparado para actuar en todo momento.

—¿Qué ocurriría si el asunto se desmandase?

—Aislaríamos, sellaríamos el subnivel 23 y lo gasearíamos. Todo el que permaneciera en la planta se podría dar por muerto —me respondió muy serio—. No podemos permitir que esa «cosa» contamine el planeta.

—Sacrificables, me parece razonable. Creo que me voy a sentir seguro aquí —dije sin dejar de sonreír, pero tratando de que sonaran convincentes mis palabras.

Un operario del fondo le hizo una discreta seña y muy cortésmente se disculpó, dirigiéndose prestamente hacia él. Cuando me giré para salir, vi que sobre la puerta de acceso había un lema «Patria, honor y si es necesario, el sacrificio».

Por fin (ya no podía soportar más la espera), Simons me llevó al famoso subnivel 23, desde donde trabajaría. Nos detuvimos ante una puerta que, como todas, se abrió al introducir la tarjeta de identificación. Simons, con un exagerado gesto, me indicó que pasara primero. Reconozco que me sorprendí y a la vez me decepcioné. Comparado con las vastas salas de seguridad, almacenes, Central de Control etc, etc, la salita de ocho por seis metros, que iba a ser nuestro lugar de investigación, me pareció claustrofóbica. La mitad de la habitación se la comían las mesas, tableros de teclados y pantallas de televisión. El espacio restante lo ocupaban las sillas y cinco personas que me observaban con curiosidad.

—Mark, éste es tu equipo que te pondrá al día, con ellos debes conseguir que la computadora acceda a nuestras peticiones.

Me dio una palmada en la espalda y salió. Yerri, que estaba junto a la entrada, me hizo un gesto indicándome que, junto a sus hombres, permanecerían fuera esperándome.

En cuanto cerraron la puerta, Peter Lewis se acercó y estrechándome la mano comenzó con las presentaciones de rigor, aunque yo ya conocía a todos, por lo menos por sus trabajos.

—Permíteme Mark que te presente, ésta es la doctora…

—Susan Sen. Nos conocemos —dije interrumpiéndole a la vez que le dedicaba una cálida sonrisa.

—El doctor en energía molecular, Yapko Kamoto.–Conozco sus trabajos. Me impresionó mucho su teoría del metal regenerativo —dije estrechándole la mano.–Y estos dos jovenzuelos, que no creo que puedas distinguir… Desde luego eran como dos gotas de agua. Pocos gemelos se parecen tanto y con los monos puestos el parecido era aún mayor.

—No, no puedo.

—… son Harper y Chris dos genios de la informática y la programación.–No lo dudo, pero ¿no son algo jóvenes? —pregunté algo escéptico.

—Dieciocho años. Pero dos genios —repitió machaconamente.

—¿Hackers?

—Los mejores —me respondió orgulloso Harper.

—Los primeros y únicos que han conseguido entrar en la RNEE (Red Nacional de Electricidad y Energía), Pentágono y Casa Blanca. Todo a la vez —dijo no menos orgulloso Chris.

—Impresionante. Me temo que voy a tener que vigilaros de cerca de ambos —dije bromeando mientras echaba una mirada suplicante a la doctora Susan. Como si leyera mi pensamiento, se adelantó y me rogó que la acompañara.

—¿Vamos a…?

—Sí. Estoy segura de que es lo que más desea en este momento.

Tras pasar otro grupo de puertas de seguridad, en principio exageradamente gruesas, llegamos a la sala que albergaba la nave. El lugar era casi tan grande como toda la superficie de Stamp Point y casi cuatro veces más alta que cualquier otro piso. Estaba ubicada en el centro y, sobre ella, en el techo, había un hueco que atravesaba varios pisos.

—¿Para qué sirve el hueco que está encima de la nave?

—Se habrá…

—Tutéeme, por favor. Si vamos a trabajar juntos lo normal será que nos llamemos por nuestros nombres. ¿De acuerdo Susan?

—Como quieras Mark. Como te decía, te habrás dado cuenta de que la nave no habría podido pasar por las puertas o pasillos, así que se perforaron todas las plantas y se introdujo por el hueco que ves. Después sellaron las veinte plantas superiores, se instalaron los distintos aparatos de control, seguridad, y el PSA de la base.

—¿PSA?

—¿Simons no te ha hablado del PSA?

—Ni una palabra pero no creo que me guste —dije susceptiblemente.

—Significa Parada en Seco del Alienígena.

—Me da miedo preguntar en qué consiste. Dispara.

—Colgada del techo del hueco, está ubicada una bomba termonuclear de cinco megatones. Solo se usaría en el hipotético caso de que la nave representara una amenaza alienígena o biológica para los EEUU.

—¿Sabes el cráter que produciría la detonación de un ingenio así? ¿Cómo creen que lo podrían ocultar o justificar? ¡Menudo revuelo se organizaría! Sin contar que no saben si la explosión dañaría la nave.

—Algo se les ocurriría pero puedo asegurarte que eso no va a pasar, tengo el convencimiento de que quien diseñó esta nave, no lo hizo con intención de atacarnos. Nadie tan civilizado ni avanzado puede ser un enemigo.

—Estoy de acuerdo. Bien, espero que no permanezcamos junto a la puerta y me permitas acercarme a la nave —dije sonriendo y algo impaciente.

Mientras avanzábamos, me fijé que tras cada columna de soporte de la base, nos observaban media docena de marines fuertemente armados. Alrededor de la nave había unos sesenta marines más, apostados a lo largo de la famosa línea. Al aproximarnos, un Capitán nos dio el alto y solicitó nuestras tarjetas de identificación. En cuando se las entregamos, las introdujo en un aparato alargado que sostenía uno de los marines. Mientras realizaba la operación observé que Yerri, con sus hombres, se había detenido a unos doce metros de nosotros y conversaba con otro sargento que custodiaba una de las columnas. En cuanto el Capitán nos devolvió las tarjetas, procedimos a una primera inspección de la nave.

—O es mucho más pequeño de lo que pensaba o se me ha pasado por alto el panel de teclas.

—No se te ha pasado. No está. Cuando contactamos con la computadora de carga de la nave, accedimos a parte de Lara y ésta volvió a sellar el panel.

—Si no hay panel, ¿cómo os comunicáis con ella?

—Estableció una frecuencia de televisión.

—Pero solo recibiríamos…

—¿Te has fijado en las cámaras de encima de las mesas de nuestra sala?

—Ya, también emitimos. Pero ¿por qué cerró el panel?

—Lara consideró que ya había una línea de comunicación abierta y que eso era más que suficiente. El permitir que hubiera más líneas de comunicación operativas, podría ser peligroso para su seguridad y por tanto contravendría las órdenes directas.

—¿Ordenes directas? ¿De quién? —pregunté asombrado.

—Del Príncipe, y no me preguntes quién es porque no sabemos nada más. Eso fue lo último que nos dijo antes de cortar las comunicaciones.–Espera, te contradices. Me has dado a entender que nos comunicamos mediante un canal de televisión todavía.–Así es, pero solo con una parte de Lara, la que dirige la compuerta de carga. Con Lara hablamos un poco cuando accedimos a la compuerta.

—Increíble, un sistema central que dirige un grupo de sistemas menores dependientes y, a la vez, independientes de sí mismo. ¿No os dijo nada más?

—Me temo que sí. Lo que dijo, es la razón por la que estás aquí.

—Ahora sí que me has desconcertado.

—Lara puso una condición para reanudar las comunicaciones con ella.

—¿Cuál?

—Que consiguiéramos convencer a la compuerta de carga de nuestras buenas intenciones y que nuestra especie estaba del lado del bien.

—¿Del lado del bien?

—No hay duda que ha estado escuchándonos y observándonos todo el rato, así que no hace falta que recurra a mi Doctorado en Psicología, para llegar a la conclusión de que ha hecho una agrupación de nuestros conceptos sociales y los ha transformado en la palabra bien.

—¿Mi misión es convencerla de que somos una especie buena?

—Ésa es la idea.

—No lo entiendo. Ése no es mi campo ¿No sería más lógico que se dedicaran a esto un grupo de psicólogos o filósofos o algo por el estilo?

—Nos solicitó un listado de más de mil científicos, (vivos), que han consagrado su trabajo, a la investigación científica, para mejorar la vida de nuestra especie. Una vez se la suministramos eligió a tres candidatos. El primero murió hace un mes, el segundo se negó a aceptar el trabajo bajo ninguna premisa, así que…

—Así que sólo quedaba el problemático señor Temple.

—Tú lo has dicho. Sólo está dispuesta a hablar contigo a partir de ahora, sin duda por sugerencia de Lara.

—Ya, tengo que sacarle la mayor cantidad de información posible de forma que, tú y los demás, podáis psicoanalizarla y decirle lo que quiere oír.

—No creas que va a ser tan fácil, quiere un toma y daca. Te dará información si tú se la das a ella.

—¿Nos estará escuchando ahora? —pregunté de pronto como si hubiéramos desvelado nuestros planes a los rusos.

—¿Lara? Me jugaría toda mi reputación a que sí —dijo sonriendo.

Durante la siguiente hora no dijimos una palabra más. Susan se alejó y se reunió con Yerri, mientras me dedicaba a observar, y por primera vez tocar, el cálido metal de Lara. Algo me decía que, mi «reclutamiento», era un plan preconcebido de Lara y que sabía que los otros dos candidatos no serían válidos. Me quería a mí, y sólo a mí, para algo especial, algo muy importante y especial. Algo que cambiaría nuestras vidas…