10 DE OCTUBRE 3.00 AM.
Rinnnngggg,… Rinnnngggg……
—Mark debe tener la costumbre de dormir con tapones «de cemento» en las orejas.
Rinnnngggg…… rinnnngggg……
—Vamos, ya le conoces, Peter. Seguro que ayer salió del laboratorio muy tarde. Ese experimento que realiza sobre el cáncer es muy imp…
—Sí, sí,… pero esto lo es mucho más. Rinnnngggg,…… ring. ¡Clack!
—¡Ouff! ¡Más vale que sea algo realmente importante! ¿Quién es? —pregunté molesto.
—¿Mark?
—¿Peter? ¿Eres tú?
—Sí, oye… —¿Sabes qué hora es?
—Sí lo…
—¡Son las cuatro de la mañana!
—¡Calla y escucha! —espetó sorprendiéndome, ya que nunca me había levantado la voz—. Estaba en el laboratorio sesenta y uno, repasando los resultados del experimento de ayer por la tarde, el de los rayos láser en una atmósfera de argón, cuando entró Simons con un montón de militares y me dijo que todos los proyectos de esa área estaban cancelados, incluido el nuestro, hasta nueva orden.
—¿Quééé? ¿Te has vuelto loco? ¡Maldita sea Peter! ¿Estás borracho?
—Mira, va ser mejor que vengas aquí, lo compruebes tú mismo, y de paso hables con Simons a ver si consigues sacarle algo.
—Está bien, me visto y voy para allá.
—Date prisa, aquí cada vez hay más militares y por su aspecto parecen del Pentágono.
4.30 AM DESPACHO DEL JEFE SIMONS.
Al abrir la puerta del despacho encontré a Simons, (como siempre), sentado tras su viejo escritorio de caoba rebosante de papeles, puestos en pilas perfectamente alineadas y en orden de importancia, (si no veías tu informe entre los cinco primeros ya podías olvidarte de él durante meses). A su izquierda, un bote de lapiceros afilados como agujas de coser y, a la derecha, como si de un altar se tratara, los retratos de sus cinco ex esposas. Pero en la escena había algo que no cuadraba, Simons. Su cara estaba desencajada, como si no hubiera dormido ni comido en una semana. Las habituales bolsas de sus ojeras habían pasado de su típico color morado, al negro. Parecía agotado, aun así no podía permitirme ningún signo de debilidad. Era un hombre muy duro así que decidí entrar atacando y lo primero que hice fue cerrar la puerta de un portazo, cosa que sabía que le molestaba enormemente.
—¡Demonios Simons! ¿Qué rayos es todo esto?
—Escu…
—¿Cómo puede el Pentágono cancelar nuestros proyectos? Esto es una empresa privada.
En contra de lo esperado, en vez de señalarme con el dedo y ponerse a gritar acordándose de toda mi familia, obligándome a escucharle, permaneció tranquilo y mirándome serenamente a los ojos.
—No seas ingenuo. Dependemos de la financiación del Gobierno y lo sabes. Además, me temo que esto es más importante que cualquiera de nuestros proyectos.
—¿Sííí? ¿Qué hay más importante que la investigación sobre una cura de distintas enfermedades, como el cáncer, en un medio sin gravedad, o sea en el espacio? —le pregunté con sorna.
—Una nave espacial de origen extraterrestre —respondió tranquilamente, dejándome atónito.
—He debido de oír mal. ¿Has dicho de origen extraterrestre?
En ese tenso momento se abrió la puerta y Simons se levantó, siendo la primera vez en veinte años que le veía hacer eso. También fue la última. Entraron varias personas, dos vestían de oscuro, chaqueta y pantalones grises, camisa blanca, todo conjuntado con unos zapatos y corbatas negras de bastante mala calidad. «Funcionarios», sin duda alguna, de la CIA Para completar el cuadro, el tercero era un militar y, por su condecorada pechera, de alto rango.
—Mark, te presento a Pol Svenson de la CIA…
Casi antes de que Simons acabara la frase, se apresuró a estrecharme la mano. Era alto, delgado, de talante frío y calculador. Su pelo brillante, liso, negro y raya a la derecha, me hacía recordar aquellas fotos de los nazis de la segunda guerra mundial. Un hombre al que no convenía darle la espalda jamás. No me gustó en absoluto y no me solía equivocar en mi primera impresión.
—… Terrie Gordon del FBI …
Su mano, como todo su cuerpo, era regordeta y sudorosa. Me impresionó el terror que se podía ver en sus ojos. El asunto le venía grande, de eso no había duda. En un momento de crisis se derrumbaría. No entendía que hacía este tipo aquí.
—… y el General Bart Kalajan del Pentágono —terminó Simons, en un tono, que no supe muy bien como interpretar.
Era un hombre alto, fuerte, bien parecido, unos cincuenta y cinco años, bragado, seguro de sí mismo. Alguien que jamás tendría un problema irresoluble. Todavía no lo sabía, pero su brillante mente militar no le iba a servir de mucho en el futuro. Su saludo fue absolutamente formal, mano a la cabeza y luego al frente para estrechar la mía.
Fui a abrir la boca pero Simons se me adelantó.
—Mark, antes de decir alguna incoherencia, escucha lo que te van a proponer estos caballeros —y mirando al General le hizo un gesto para que se explicara.
—Gracias, Simons. Dado que soy un hombre de pocas palabras, si me lo permite, iré al grano. Hace diez años, nuestro mayor problema táctico y militar con los rusos, era ser rastreados por sensores de movimientos, radares o esos nuevos satélites espía de los que tanto alardeaban y alardean. Aunque les llevemos una gran ventaja en ese campo —dijo hinchándose como un pavo real—. Bien, durante unas pruebas en el desierto del Colorado de un novedoso[1] sistema de camuflaje de vehículos pesados, como tanques o camiones con misiles, y contra esos métodos de localización, uno de nuestros sensores detectó una extraña masa metálica que se encontraba a bastante profundidad…
—Ciento setenta y dos metros exactamente —intervino Terrie Gordon secándose la frente con un pañuelo blanco que sacó de su arrugada chaqueta.
Simons le recriminó con la mirada para que no volviera a interrumpir al General, que continuó como si no hubiera oído nada. Cosa que, como más adelante podría comprobar, hacía muy a menudo.
—… excluyendo la opción de que se tratara de algún resto nuestro, de alguna otra prueba. La cuestión es que tras varias semanas de análisis computerizados y de docenas de informes exhaustivos de tres de los geólogos más renombrados del país, se llegó a la conclusión de que se trataba de un objeto artificial y que llevaba enterrado en ese lugar desde hace millones de años. Ningún informe pudo precisar de qué se trataba. Todo eran meras especulaciones.
—Siga, le escucho —dije pensativo.
—Tras pelearnos durante unos meses con un par de esos politicuchos de Washington, conseguimos destinar parte de los fondos de defensa para practicar una perforación hasta la masa metálica, de forma que pudiéramos obtener una muestra y, así poder analizarla con la esperanza de poder descubrir de qué demonios se trataba realmente.
—Perdone que le interrumpa, pero ¿qué método utilizaron para llegar hasta la masa? —pregunté, tenía que reconocer que mi curiosidad iba en aumento.
—Te lo explicaré —respondió Simons. Se instaló una torre petrolífera y se taladró como si buscáramos petróleo. Las primeras capas fueron de un tipo de roca realmente dura, de nombre que no recuerdo, por lo que costó bastante perforarlas, pero las siguientes eran calizas (cosa realmente extraña en esa zona y más a esa profundidad) y la broca las atravesó con facilidad. Finalmente la broca llegó hasta la masa metálica deteniéndose, no avanzando ni un centímetro. Cuando la sacamos, vimos que estaba totalmente roma, absolutamente desgastada. A las tres siguientes les ocurrió lo mismo, así que decidimos probar con otras de otros materiales, desde una de diamante, hasta una de tipo experimental de aleación de Titanio. No conseguimos nada y por los análisis que hicimos de las brocas, no le produjimos ni un arañazo, ya que no había restos de la masa.
—Sí —afirmó el General—, eso fue lo que nos decidió a iniciar la excavación para llegar hasta la masa y poder hacer una exploración «in situ». Ya que la masa tenía forma de puro, se practicó un túnel hacia uno de los extremos, de unos tres metros de diámetro, con una inclinación de cuarenta y cinco grados lo que obligaba, a los equipos, a trabajar sujetos a cables.
—¿No habría sido más práctico utilizar unas excavadoras y simplemente quitar la tierra de encima? —le pregunté con una media sonrisa.
—Recuerde que los primeros cuarenta y ocho metros eran de roca, y habríamos tenido que utilizar explosivos para horadarla, por lo que habríamos tenido que dar demasiadas explicaciones a demasiada gente. Hasta que no supiéramos de qué se trataba, no levantaríamos la liebre. Tras varios meses de duro trabajo, llegamos hasta ella topándonos con un material duro, suave, pulido, metálico y de origen no natural. Ya que los métodos habituales como el uso de máquinas rotaflex y sopletes no consiguieron marcar ni, asombrosamente, calentar el metal, decidimos seguir excavando a su alrededor. Dado que no podíamos utilizar explosivos por el peligro de derrumbe, el trabajo se hizo casi a mano, ya me entiende con martillos y piquetas neumáticas. Llevábamos descubierta casi toda la parte frontal, unos diez metros cúbicos, cuando el segundo turno encontró los símbolos…
—¿Símbolos?
—Símbolos. Ahora sabemos que significan, Lara.
—¿Cómo…?
—Más tarde Mark —dijo Simons.
—Tras el descubrimiento, conseguimos un permiso presidencial y, con el calificativo de Seguridad Nacional, se inició el desenterramiento, de lo que todo el mundo daba ya por seguro de que se trataba de un objeto extraterrestre. Se prohibió el acceso a cualquier civil, sin un permiso especial, y se acotó toda la zona mientras duró el trabajo de excavación.
—Naturalmente en cuanto terminó el trabajo se trasladó la nave, en un convoy especial, a un área de máxima seguridad —hablando así por primera vez el hombre de la CIA con un tono de voz tan fría, gélida y desapasionada como sus ojos—. Naturalmente, espero que entienda que, todo lo que le estamos relatando aquí atañe a la Seguridad Nacional.
—Ya, Top Secret. Ni una palabra a nadie y menos a la prensa —dije levantando una ceja ligeramente, ironizando la situación, cosa que por lo visto no le hizo la menor gracia.
—Exactamente —dijo «el señor gélido», (mote que le puse desde ese instante y que luego toda la base utilizaría a sus espaldas), mirándome amenazadoramente—. La nave tiene un sistema de apertura computerizada y queremos que hable con «ella».
—Perdone —le dije con sorna— pero se dice comunicar, no hablar, «amigo».
—No, no señor Temple —intervino el General—. Para que hable con ella. Por increíble que parezca, de hecho toda esta historia parece sacada de una mala película, nos estamos enfrentando a un sistema computerizado en apariencia inteligente, una IA (Inteligencia Artificial) como dicen los expertos, y se niega a obedecernos. Siendo sinceros, hasta el momento, ha derrotado a todos nuestros expertos. Le necesitamos ya que es un genio en este campo. Simons nos ha relatado la maravilla de programación que ha hecho en ese proyecto espacial sobre el cáncer. Le necesitamos. Es usted el mejor o así lo afirma Simons, en el que confío plenamente.
Le estaba pasando la patata caliente. Si me negaba o fallaba, Simons se comería el marrón. Lo había sugerido muy diplomáticamente. Así, que además de General, tenía algo de político. Mal asunto.
Simons me miró, enmarcando las cejas cómplicemente, haciéndome comprender el por qué no había venido a discutir o pincharme al laboratorio. Luego empezó a hablar despacio, como si quisiera que sus palabras se grabaran en mi mente.
—Tras una exhaustiva revisión, no encontramos ningún acceso a la nave. Parecía que no tenía entrada, que era un objeto de una sola pieza. Tras varios meses sin resultados, y dada la presión, que el gobierno y el Pentágono, ejercían constantemente sobre nosotros, nos vimos obligados a optar por acceder a su interior mediante la fuerza, pero también fracasamos. Intentamos todo lo que se nos ocurrió presión puntual sobre distintas zonas, impactos de todo tipo y calibre, frío, calor, explosiones, láseres,… todo pero nada. Hasta que al final nos autorizaron o más bien nos obligaron a hacer un último intento, detonar encima de ella un ingenio nuclear de medio kilotón.
—¡Están locos! —exclamé, no podía creer que fueran tan bestias.
—Escucha el final de la historia, por favor. Como te decía, detonamos el ingenio en una base de pruebas de Nebraska. Los resultados nos dejaron atónitos a todos. La nave no sufrió ningún daño, por lo menos aparentemente, ni siquiera se calentó y no quedó ni rastro de radiación.
—Eso no es posible, a no ser que…
—Sí, Mark. La única explicación es que la absorbiera —durante un segundo Simons pareció lleno de su habitual vitalidad, pero casi al instante volvió a su rostro el agotamiento—. Tras otras pruebas, hemos descubierto que es capaz de absorber toda la energía que se utiliza contra ella. Como habrás podido deducir, tras esos resultados, decidimos cambiar de táctica. La única opción que nos restaba, y aunque en un principio parecía una tontería, era intentar comunicarnos con ella, desde luego con métodos no hostiles, dado el escaso resultado obtenido.
—Entiendo, si alguien había construido algo tan indestructible y avanzado, tenía que haberle dotado, como mínimo, de alguna especie de inteligencia artificial.
—Veo que nos entiendes.
—¿Puedo saber qué métodos utilizasteis para comunicaros con ella? —pregunté mirando de reojo al señor gélido.
—Sí, claro —me respondió el General—. Simons, si es tan amable…
—Creo que probamos casi todo. Empezamos con ondas de radio en todas las frecuencias y canales, FM, AM, etc. Después, probamos ultrasonidos, proyecciones de colores, de imágenes, de palabras, números… todo lo que se nos pasó por la cabeza.
—¿Morse? —pregunté sonriente.
—También. Hasta le pusimos un profesor, que empezó a enseñarle el abecedario, como si fuera un niño de párvulos, siguiendo todo el proceso hasta acabar con la construcción de frases. Nada.
—¿Hablándole?
—Incluso gritándole.
—Ya, por si era sorda —dije más para mí que para ellos—. Me rindo, ¿cómo conseguisteis contactar con ella?
—Estábamos apunto de abandonar el proyecto cuando, uno de los hombres encargado de la limpieza del recinto y teóricamente de la nave, cosa innecesaria ya que nada se adhiere a su pulido metal e incluso el polvo es repelido suavemente, descubrió como acceder a ella —dijo mirándome con cierto pudor profesional.
—Sigue, con esto, ya no me sorprendo con nada.
—La verdad es que el pobre hombre se asustó muchísimo —dijo casi riéndose.
—¡Y no es para menos! ¡A saber qué podía haber ocurrido! Si en vez de un civil llega a ser uno de mis hombres… —espetó amenazadoramente el General.
—Bueno, el caso es que estaba limpiando, cerca de la nave, a medio metro de la línea de seguridad.
—¿Línea? —pregunté extrañado.
—Una línea, pintada en el suelo, de color rojo y de un palmo de grosor que la rodea indicando que nadie, sin la autorización pertinente, puede cruzarla para acercarse a la nave.
—¿No están para eso los guardias? Porque… ¿habría guardias custodiándola? —pregunté sin adivinar si la respuesta iba a ser afirmativa.
—Había vigilantes. Pero en el momento que ocurrió, estaban hablando con otro miembro del personal de limpieza.
—Déjame adivinar, una mujer y atractiva.
—Exacto.
—Muy atractiva tenía que ser para que todos los vigilantes estuvieran pendientes de ella.
—Sólo los dos que estaban en ese lado de la nave.
—No se preocupe, se les arrestó y se les abrió un expediente por la gravísima falta de seguridad, ocurrida por su negligencia —dijo el General severamente.
—Sigo. Por lo visto, la «cabeza» de la fregona se soltó del palo al introducirla en el cubo. Como es natural metió la mano en el cubo, la sacó y la volvió a ajustar. Cuando se disponía a proseguir con su trabajo, se percató de que su anillo de boda no estaba en su dedo, así que soltó la fregona e introdujo la mano en el cubo de agua sucia, con la esperanza de que estuviera en su interior. Tras unos segundos de búsqueda, lo localizó y al sacarlo, y por culpa del agua jabonosa, el anillo se le resbaló de entre los dedos, con la mala (o buena según se mire) fortuna de irse rodando hasta la nave, deteniéndose al chocar con ella. El hombre, que para ser justos, no tiene muchas luces el pobre, no se lo pensó dos veces y fue tras él. Al llegar a su lado, ya que es un hombre de más de cincuenta años y, por su aspecto, no demasiado ágil, se agachó doblando la espalda en vez de flexionar las rodillas, por lo que se apoyó con una mano en la nave mientras lo recogía para mantener el equilibrio. Mientras se incorporaba, notó como la mano se hundía en el metal, lo que le provocó un susto de muerte. Su grito alertó a los guardias que lo sacaron arrastras, sin fijarse en el costado de la nave, hasta que el pobre hombre se lo señaló tembloroso.
Pocos minutos después, el equipo de investigación al completo, estaba frente a la depresión embutidos en trajes aislantes. Ya sabes, por si había agentes contaminantes. Cuando nos acercamos, vimos que se trataba de un extraño panel de acceso. En su interior había cuarenta y nueve «teclas» con forma de heptágono que encajaban en otro heptágono.
—Perdona pero tengo varias preguntas —le dije muy interesado—. Por orden. ¿Qué tamaño tiene la nave? ¿A qué altura se abrió el panel? ¿Cómo lo hizo? ¿Se deslizó, plegó…? ¿Eran teclas abultadas, lisas…?
—Espera, espera. Dame tiempo. La nave es bastante grande, cien metros de largo, treinta de ancho y catorce de alto. Lo lógico es que el panel se abriera a la altura de los ojos o como mucho de la barbilla, siempre suponiendo que los constructores fueran como nosotros pero lo hizo a la altura del ombligo. Así que hemos deducido que medían un metro de altura.
—¿Me estás diciendo que tienen la altura de esos «marcianitos» verdes, de los que hablan los ignorantes o los tontos del pueblo? —pregunté atónito.
—Eso parece.
—¿Esa nave tiene patas?
—No.
—No creo que tengan esa altura —dije resueltamente.
—¿En qué te basas?
—No he visto la nave, así que sólo puedo hacer conjeturas de todos los datos que he ido recopilando acerca de los avistamientos de ovnis, que como bien sabes, esos informes forman parte de mi mayor hobby…
—Cosa por la que también te he seleccionado para este trabajo. Pero sigue, quiero ver a dónde quieres llegar.
—Por lo que sabemos, según las fotografías y videos, todos esos ovnis no disponen de patas de aterrizaje. De hecho, según los testimonios de innumerables testigos, esos aparatos cuando aterrizan, permanecen flotando a dos o tres palmos del suelo y dejan unas señales características en el suelo, con una forma concéntrica que pueden ser claramente apreciadas en los campos de cultivo.
—Pero esos aparatos tienen forma de plato —dijo el General.
—Ése no es el tema —dije—, si no que flotan a dos o tres palmos, lo que implicaría que tendrían nuestra altura aproximadamente. —¡Excelente! No se nos había ocurrido. Sin duda la nave tiene que estar desconectada. ¿Ve General, cómo Mark, es una excelente elección?
—Eso parece. El tiempo lo dirá —dijo presuntuosamente el señor gélido. Ese iba a darme problemas, no me cabía la menor duda.
—Bien, retomando tus preguntas, dado que ni el limpiador ni los guardias estaban mirando, no pudieron dar fe de lo que ocurrió exactamente, pero una de las treinta vídeo cámaras que graban constantemente la nave, captó la escena y, gracias a que ese pobre hombre estaba agachado, se pudo ver qué ocurrió.
—Me tienes sobre ascuas.
—Se replegó o absorbió en todas direcciones. Se fusionó con el resto de la nave.
—¿Metal líquido inteligente?
—O como mínimo, con órdenes preestablecidas.
—¡Increíble! ¡Lo que podemos aprender de esa nave!
—Aún hay más, las teclas de color blanco metalizado se iluminan, de un color verdoso, al ser pulsadas. Las teclas, en sus bordes, se fusionaban unas con otras, dando la sensación que se difuminaban, no pudiendo decir dónde comenzaba una o terminaba la otra, pero desde lejos parecían heptágonos perfectos. Ya que no hay símbolos sobre ellas, pulsamos una serie al azar sin conseguir nada. Tras varios intentos se optó por instalar un robot especialmente diseñado para pulsarlas.
—¿Especialmente diseñado? —pregunté extrañado.
—Las teclas han de ser pulsadas con la presión y velocidad que lo haría un ser humano. Es más, también ha de estar caliente como nosotros, así que tuvimos que instalarle una resistencia para que se calentara el metal.
—¿Huellas dactilares?
—No parecen ser necesarias. —¿Tenéis alguna idea de cual podría ser más o menos la combinación?
—Ni la más mínima.
—¿Te das cuenta de que si secuenciamos cuarenta y nueve opciones en una simple combinación de cuatro, la cifra sale astronómica? Y no digamos si la combinación es de cinco, seis o siete recuadros que es lo que pienso que podría ser dado que son heptágonos y son cuarenta y nueve.
—Lo sabemos. Se necesitarían miles de años. Así que se instaló un programa informático que empezó a elegir siete recuadros al azar pero sin posibilidad de repetirse. Sabíamos que las posibilidades eran remotísimas pero lo intentamos.
—¿Y?
—Nos tocó el premio gordo. Al cabo de tan sólo dos meses y medio se produjo el milagro. El panel se iluminó y se activó la computadora de abordo o, más bien, parte de la computadora de abordo.
—¿Qué parte? —pregunté, tal vez en un tono extremadamente ansioso.
—La que dirige el compartimento de carga. Ahí comenzaría tu misión, obligarle a decirnos que contiene el compartimento y a ser posible, que lo abra.
—Intenta impedirme participar en este proyecto, viejo amigo.
—Bienvenido a bordo —dijo el General.
El asunto quedó zanjado con el apretón de manos que me dieron todos. Bueno todos no, el señor gélido permanecía impávido mirándome con una medio sonrisa.