Uno

Tal vez fue la bofetada que le había dado Gabriela Ebert unos minutos después de las cinco de la tarde (yo no lo había presenciado) la causa de que algo, no, todo (yo tampoco podía haber sabido eso) se aclarase un poco. Cuando llegó al teatro, con una puntualidad inflexible, dos horas antes de que se alzara el telón, Maryna fue directamente a su cubil de artista, y su ayuda de cámara, Zofia, la desvistió hasta dejarla sólo en camisa y corsé y le ayudó a ponerse una túnica forrada de piel y calzarse unas zapatillas. Entonces envió a Zofia a la habitación adyacente para que le planchara el vestido, acercó las velas a ambos lados del espejo, se inclinó adelante por encima de la abigarrada paleta de tarros y frascos de maquillaje ya abiertos para examinar aquella máscara demasiado familiar, su verdadero rostro, el que estaba debajo del de la actriz, y en aquel momento pareció como si derribaran la puerta a sus espaldas y delante de ella, compartiendo el espejo, precipitándose hacia ella, vio el rostro ceñudo y enrojecido de su augusta rival, gritándole el absurdo insulto. Maryna se echó atrás en la silla, se volvió, tuvo un atisbo de brazo que descendía un momento antes de que una mueca involuntaria le cerrase los párpados al tiempo que le revelaba los dientes superiores y le acortaba la nariz, y notó el golpe y el escozor de una manaza con varios anillos contra su cara.

Todo sucedió de una manera tan rápida y silenciosa (no abrió los ojos, la puerta se cerró con un portazo) y tan profundo era el silencio que siguió al incidente en la habitación veteada de sombras con los siseantes quemadores de gas, que podría haber sido un sueño: últimamente tenía pesadillas. Maryna se llevó la palma a la mejilla ofendida.

—¿Zofia? ¡Zofia!

Se oyó el sonido de la puerta al abrirse suavemente, y un murmullo de inquietud procedente de Bogdan.

—¿Qué diablos quería? Si no hubiera estado en el pasillo con Jan, la habría detenido. ¿Cómo se atreve a entrar en tu camerino con semejante violencia?

—No es nada —dijo Maryna; abrió los ojos y dejó caer la mano a un costado—. Nada.

Se refería al doloroso hormigueo en la mejilla, y la migraña que ahora asomaba en el otro lado de su cabeza y que ella trataba de mantener a raya mediante el ejercicio de voluntad que tanto había practicado, hasta el final de la función. Se agachó para envolverse el cabello con una toalla, y entonces se levantó y fue al aguamanil, donde se enjabonó, se restregó vigorosamente la cara y el cuello, y se secó la piel con leves toques de un paño suave.

—Supe desde el principio que ella no…

—Está bien —dijo Maryna, no a él, sino a Zofia, que vacilaba en la puerta medio abierta, sosteniendo en alto el vestido con los brazos extendidos.

Bogdan le hizo una seña para que entrara y cerró la puerta con más brusquedad de lo que se había propuesto. Maryna se quitó la túnica y se puso el vestido de color vino tinto con trencillas doradas («¡No, no, deja la espalda sin abrochar!»), giró lentamente una, dos veces, ante el espejo de cuerpo entero, hizo un gesto de asentimiento, encargó a Zofia que reparase la hebilla suelta de un zapato y calentara el rizador y se sentó de nuevo ante el tocador.

—¿Qué quería Gabriela?

—Nada.

—¡Maryna!

Tomó un penacho de plumón y se extendió una espesa capa de Polvo Perlino en la cara y la garganta.

—Ha venido a desearme lo mejor para esta noche.

—¿De veras?

—Muy generosa por su parte, ¿no te parece?, puesto que creía que le darían a ella el papel.

—Muy generosa —dijo él, y pensó en lo extraña que era esa actitud en Gabriela.

La observó mientras ella repetía tres veces la operación de ponerse los polvos, aplicarse el colorete con un hueso de pata de liebre hasta lo más alto de los pómulos, bajo los ojos y en la barbilla, y ennegrecerse los párpados, y tres veces lo eliminaba todo con una esponja.

—¿Maryna?

—A veces creo que todo esto no tiene sentido —dijo ella con voz apagada, y se aplicó de nuevo a los párpados la barrita de carbón.

—¿Todo esto?

Ella sumergió un delicado pincel de pelo de camello en el plato de tierra de sombra y se trazó una línea bajo los párpados inferiores.

A Bogdan le pareció que utilizaba demasiado sombreado r, que éste daba a sus bellos ojos una expresión de tristeza, o tan sólo un aspecto avejentado.

—¡Mírame, Maryna!

—No voy a mirarte, querido Bogdan —se estaba aplicando más sombreador a las cejas—. Y no vas a escucharme. A estas alturas deberías estar habituado a mis ataques de nervios. El nerviosismo propio de la actriz, un poco peor que de costumbre, pero es que ésta es una función inaugural. No me prestes ninguna atención.

¡Cómo si eso fuese posible! Él se inclinó y le rozó la nuca con los labios.

—¡Maryna!

—¿Qué?

—Recuerda que he reservado la sala del Saski para que luego algunos de nosotros celebremos…

—Llama a Zofia, ¿quieres? —había empezado a mezclar la alheña.

—Perdóname por hablar de una cena cuando te estás preparando para actuar. Pero habría que cancelarla si te sientes demasiado…

—No hagas eso —murmuró ella. Estaba mezclando un poco de rosa holandés y antimonio en polvo con el preparado blanqueador para empolvarse manos y brazos—. Bogdan…

Él no le respondió.

—Me ilusiona esa fiesta —le dijo, y extendió un brazo a sus espaldas para tomar una mano enguantada y ponérsela sobre el hombro.

—Estás molesta por algo.

—Estoy molesta por todo —replicó ella secamente—. Y vas a ser tan amable de no insistir más en ello. ¡La vieja actriz necesita un poco de estímulo para seguir dando lo mejor de sí misma!

A Maryna no le gustaba mentirle a Bogdan, la única persona entre las que la amaban, o que afirmaban amarla, en quien confiaba de veras. Pero no estaba en condiciones de permitir que su indignación o su vehemencia la consolaran. Pensó que lo más conveniente para ella sería guardar silencio sobre el pasmoso incidente.

A veces una necesita que le den una bofetada auténtica para dotar de realidad a lo que siente.

Cuando la vida la emprende a golpes contigo, te dices que así es la vida.

Te sientes fuerte, quieres sentirte fuerte, lo importante es seguir adelante.

Como ella lo había hecho, con un solo propósito, o casi uno solo: había tenido que hacer caso omiso de muchas cosas. Pero si tienes un temperamento estoico y tienes disposición para el amor propio, si has trabajado tenazmente con esa otra disposición que Dios te ha dado, y has sido recompensada tal como te habías atrevido a esperar por tu diligencia y persistencia, y lo cierto es que tu éxito llegó con más rapidez de lo que habías esperado (o tal vez, te dices en tu fuero interno, merecías), entonces podrías considerar mezquino recordar los desaires y alimentar los agravios. Ofenderse era ser débil, tanto como preocuparse por si una era feliz o no.

Ahora tienes un dolor inesperado, a cuyo alrededor pueden cristalizar los sentimientos amortiguados.

Has de lograr que tus ideales se eleven un poco por encima del suelo, impedir que los profanen. Y desprenderte también de los reveses y los insultos, para que no arraiguen y te estrangulen el alma.

Podía tomar la bofetada por lo que era, el frenético comentario de una rival celosa a la firmeza de su éxito. De esa manera podría comentar lo sucedido con Bogdan, y alejarlo pronto de su mente. Podía interpretarla como un emblema, un emplazamiento a responder a las necesidades susurrantes que ella había abrigado durante meses. En ese caso, valdría la pena que se lo guardara para sí misma, incluso que lo atesorara. Sí, atesoraría la bofetada de la pobre Gabriela. Si esa bofetada fuese la sonrisa de un bebé, sonreiría al recordarla; si fuese una pintura, la haría enmarcar y la colocaría sobre su tocador; si fuera cabello pediría que le hicieran con él una peluca… Ah, ya veo, se dijo, me estoy volviendo loca. ¿Podría ser así de sencillo? Entonces se rió para sus adentros, pero vio con fastidio que la mano que aplicaba alheña a sus labios estaba temblando. El sufrimiento es un error, se dijo, el mío no menos que el de Gabriela, y ésta sólo quiere lo que tengo. El sufrimiento siempre es un error.

Crisis en la vida de una actriz. Actuar era emular a otros actores y entonces, de un modo sorprendente (en realidad, de un modo en absoluto sorprendente), descubrir que una es mejor de lo que fue cualquiera de ellos… incluida la patética donante de la bofetada. ¿No era eso suficiente? No, ya no lo era.

Le había entusiasmado ser actriz porque a su entender el teatro era nada menos que la verdad. Una verdad superior. Al actuar en una obra, una de las grandes obras, una se volvía mejor de lo que realmente era. Sólo decía palabras que estaban esculpidas, que eran necesarias, exaltantes. Una siempre parecía tan hermosa como podía serlo a su edad, gracias al artificio. Cada uno de sus movimientos tenía un significado amplio y generoso. Sentía que aquello que debía expresar en el escenario la mejoraba. Ahora podía suceder que, en medio de una amable diatriba de su amado Shakespeare, o de Schiller o Slowacki, girando con un pesado vestido, gesticulando, declamando, percibiendo que el público se rendía a su arte, no se sintiera más que ella misma. La antigua emoción que transfiguraba su yo había desaparecido. Incluso el miedo escénico, ese trastorno que necesita el auténtico profesional, la había abandonado. La bofetada de Gabriela había hecho que despertara. Al cabo de una hora Maryna se puso la peluca y una corona de cartón piedra, se miró por última vez en el espejo y salió para llevar a cabo una actuación que, de acuerdo con el nivel que ella misma se fijaba, no estuvo del todo mal.

Tanto cautivaba a Bogdan la majestuosidad de Maryna cuando iba a ser ejecutada que, al finalizar la ovación, se quedó inmóvil en la butaca afelpada, en la primera fila de su palco, aferrando la barandilla. Entonces, como si estuviera galvanizado, se deslizó entre su hermana, el empresario vienes, Ryszard y los demás invitados, y cuando sonaba la segunda llamada a escena llegó al espacio entre los bastidores.

Formó con los labios la palabra «Magnífico» mientras ella regresaba de la tercera llamada a escena para esperar a su lado en los bastidores a que el volumen de los aplausos justificara otra salida al escenario cubierto de flores.

—Si lo crees así, me alegro.

—¡Escúchalos!

—¿Qué saben ellos si nunca han visto a una actriz mejor que yo?

Después de que ella aceptara otras cuatro llamadas a escena, Bogdan la acompañó hasta la puerta de su camerino. Maryna suponía que empezaba a permitirse estar satisfecha de su actuación. Pero una vez en la estancia, gimió sin decir nada y se echó a llorar.

—¡Oh, Madame! —exclamó Zofia, quien parecía también a punto de llorar.

Apenada por la angustia que reflejaba el semblante de la joven, y con intención de consolarla, Maryna se arrojó a los brazos de Zofia.

—Vamos, vamos —murmuró, mientras Zofia la estrechaba con fuerza, y entonces liberó un brazo y le dio unos delicados toques en la masa de cabello encrespado y rígido.

Maryna se separó con renuencia del firme abrazo de la joven y la miró con afecto.

—Tienes buen corazón, Zofia.

—No soporto verla apenada, Madame.

—No estoy apenada, estoy… No te entristezcas por mí.

—He estado entre bastidores casi durante todo el último acto, Madame, y cuando iba a morir… nunca la he visto morir así, estaba tan maravillosa que no podía dejar de llorar.

—Entonces las dos ya hemos llorado lo suficiente, ¿no es cierto? —Maryna empezó a reírse—. A trabajar, tontorrona, a trabajar. ¿Por qué perdemos el tiempo?

Liberada de su regio atuendo y enfundada de nuevo en la túnica forrada de piel, Maryna se pasó la esponja por la cara de María Estuardo y se colocó rápidamente la discreta máscara adecuada a la esposa de Bogdan Dembowski. Zofia, que lloriqueaba un poco («¡Basta, Zofia!»), permanecía detrás de la silla, en sus brazos el vestido verde salvia que Maryna había elegido aquella tarde para ir a la cena que Bogdan daba en el hotel Saski. La actriz se puso lentamente el vestido ante el espejo de cuerpo entero, volvió al tocador, alisó los rizos, se cepilló el cabello una y otra vez, se lo amontonó holgadamente sobre la cabeza, se miró más de cerca en el espejo, añadió un poco de cera fundida a sus pestañas, volvió a levantarse, se inspeccionó de nuevo, prestando atención al creciente estrépito en el pasillo, aspiró aire ruidosa y rítmicamente varias veces y abrió la puerta. La envolvió una oleada de gritos y aplausos.

Entre los admiradores que tenían unas relaciones lo bastante buenas para que les permitieran acceder a los camerinos había algunos conocidos, pero, con excepción de Ryszard, que apretaba un ramo de flores de seda contra el ancho pecho, no vio ningún amigo íntimo: a los invitados a la fiesta les habían pedido que fuesen por delante de ellos al hotel. Y más de un centenar de personas aguardaban ante la entrada de artistas, a pesar del mal tiempo. Bogdan le ofreció el refugio de su paraguas de afilada punta y mango marfileño, a fin de que ella pudiera permanecer quince minutos bajo la nieve que caía, y habría permanecido otros quince si él no hubiera alejado con un gesto de la mano a los admiradores más tímidos, sus programas todavía sin firmar, y abierto paso a Maryna entre la muchedumbre hacia el trineo que los esperaba. Ryszard puso por fin el ramo de flores en sus manos y le dijo que el Saski estaba sólo a siete calles de distancia y que prefería ir a pie.

Qué extraño era, cuando se hallaba en su ciudad natal, recibir a los amigos en un hotel, pero hacía ya cinco años (su talento la había conducido inexorablemente a la cima, un compromiso vitalicio con el Teatro Imperial de Varsovia) ya no tenía domicilio en Cracovia.

—Qué extraño —dijo Maryna, a Bogdan, a nadie, a sí misma. Bogdan frunció el ceño.

La descarga de un rayo, como el estallido de la pólvora, cuando llegaron al hotel. Un aullido, no, sólo un grito: un cochero encolerizado.

Subieron la escalera de mármol alfombrada.

—¿Estás bien?

—Claro que estoy bien. Sólo es otra entrada.

—Y yo tengo el privilegio de abrirte la puerta.

Ahora le tocó a Maryna el turno de fruncir el ceño.

Y cómo no iba a haber aplausos y rostros radiantes, la recepción acostumbrada en la fiesta de una función inaugural (pero ella realmente había tenido una actuación espléndida) mientras Bogdan abría la puerta (como respuesta a su pregunta: «¿Y tú, Bogdan, estás bien?», él había suspirado y tomado su mano) y ella efectuaba su entrada. Piotr corrió a sus brazos. Ella abrazó a la hermana de Bogdan y le dio las flores de seda de Ryszard; se dejó abrazar por Krystyna, cuyos ojos estaban llenos de lágrimas. Después de que los invitados, en apretada reunión en torno a ella, hubieran rendido tributo uno tras otro a su actuación, deslizó su mirada por todos los rostros y entonces entonó jovialmente:

¡Ojalá no presenciéis jamás un festín mejor,

hatajo de amigos que lo sois de boca!

Todos se rieron cuando dijo estas palabras, lo cual supongo que significa (yo no había llegado todavía) que recitó los versos de Timón en polaco, no en inglés, pero también significa que ninguno, excepto Maryna, había leído Timón de Atenas, pues el festín de la obra no es alegre, sobre todo para quien lo da. Entonces los invitados se diseminaron por la gran sala y se pusieron a hablar entre ellos de la función y, más tarde, del asunto de mayor calado en preparación (que es más o menos cuando yo llegué, helada y ansiosa de introducirme en la historia), mientras Maryna se había obligado a tener unos pensamientos más humildes y menos sardónicos. Allí no había rivales celosas. Aquéllos eran sus amigos, los que la querían bien. ¿Dónde estaba su gratitud? Detestaba sus desagrados. Si puedo llevar una nueva vida, se decía, jamás volveré a quejarme.

—¿Maryna?

No hubo respuesta.

—¿Algo va mal, Maryna?

—¿Qué podría ir mal… doctor?

Él sacudió la cabeza.

—Ah, ya veo.

—Henryk.

—Eso está mejor.

—Le estoy inquietando.

—Sí —dijo él, sonriendo—, me inquieta usted, Maryna, pero sólo en mis sueños, jamás en el consultorio —entonces, antes de que la actriz pudiera reprenderle por coquetear con ella—: Los esplendores de su actuación de anoche —le explicó, pero vio que ella seguía titubeando—. Venga aquí —le tendió la mano—. Tome asiento —le indicó un canapé adornado con tapicería—. Hábleme.

Ella dio dos pasos hacia el interior de la estancia y se apoyó en una estantería.

—¿No va usted a sentarse?

—Siéntese usted, yo seguiré andando… aquí.

—¿Ha venido a pie con este tiempo? ¿Ha sido eso juicioso?

—¡Henryk, por favor!

Él se sentó en un ángulo de su mesa.

Maryna empezó a deambular de un lado a otro.

—Pensé que venía aquí para asediarle a preguntas sobre Stefan, si él realmente…

—Pero le he dicho —le interrumpió Henryk— que los pulmones muestran ya una notable mejoría. Contra un enemigo tan poderoso, la lucha que libran el doctor y el paciente ha de ser forzosamente larga. Pero creo que estamos ganando, su hermano y yo.

—Dice usted tonterías, Henryk. ¿Alguien le ha dicho eso alguna vez?

—¿Qué sucede, Maryna?

—Todo el mundo dice tonterías…

—Maryna…

—Y me incluyo a mí.

El médico exhaló un suspiro.

—Entonces no es Stefan la persona sobre la que quería consultarme.

Ella sacudió la cabeza.

—Veamos, déjeme adivinarlo —dijo él, y aventuró una sonrisa.

—Se está burlando de mí, mi viejo amigo —replicó Maryna en un tono sombrío—. Está pensando que son los nervios femeninos, o algo peor.

—¿Yo? —él dio una palmada en la mesa—. ¿Yo, su viejo amigo, como reconoce usted, y le doy las gracias por ello, no me tomo en serio a mi Maryna? —la miró severamente—. ¿De qué se trata? ¿Esos dolores de cabeza?

—No, no se trata de… —se sentó bruscamente— de mí, quiero decir, de mis dolores de cabeza.

—Voy a tomarle el pulso —dijo el médico, poniéndose en pie ante ella—. Tiene las mejillas enrojecidas, no me extrañaría que tuviera unas décimas de fiebre —tras un momento de silencio, durante el que le sostuvo la muñeca y se la soltó, la miró de nuevo a los ojos—. Nada de fiebre. Está usted perfectamente.

—Ya le he dicho que nada iba mal.

—Ah, eso significa que quiere plantearme una queja. Bien, verá que soy el más paciente de los oyentes. Quéjese, querida Maryna —añadió alegremente. No reparó que ella tenía lágrimas en los ojos—. ¡Quéjese!

—Tal vez sea mi hermano, al fin y al cabo.

—Pero le he dicho…

—Discúlpeme —replicó ella, y se puso en pie—. Estoy haciendo el ridículo.

—¡Jamás! No se marche, por favor —el médico se levantó para cerrarle el paso hacia la puerta—. La verdad es que tiene fiebre.

—Ha dicho que no tenía.

—La mente puede calentarse demasiado, lo mismo que el cuerpo.

—¿Qué opina de la voluntad, Henryk? El poder de la voluntad.

—¿A qué viene esa pregunta?

—Me refiero a si cree que uno puede hacer cualquier cosa que desee.

—Usted sí, querida, usted puede hacer cualquier cosa que desee. Todos somos sus servidores y sus cómplices —le tomó la mano e inclinó la cabeza para besársela.

Ella la retiró.

—¡Oh, no sea repelente, no me adule!

Él la miró un momento con una expresión de ternura y sorpresa.

—Maryna, querida —le dijo en tono conciliador—. ¿No le ha enseñado la experiencia nada acerca de la manera en que los demás reaccionan ante usted?

—La experiencia es una maestra pasiva, Henryk.

—Pero la experiencia…

Maryna se abatió sobre él, los ojos verdes destellantes.

—En el paraíso no habrá experiencias, sólo dicha. Allí podremos decirnos la verdad unos a otros. O no tendremos necesidad de hablar en absoluto.

—¿Desde cuándo cree en el paraíso? La envidio.

—Siempre he creído en él, desde que era pequeña. Y cuanto mayor me hago, más creo, porque el paraíso es necesario.

—¿No le parece… difícil creer en el paraíso?

—Oh —dijo ella en tono quejumbroso—, el problema no es el paraíso. El problema soy yo misma, mi desdichado yo.

—Habla como la artista que es. Una persona con su temperamento siempre…

—¡Sabía que diría eso! —Maryna pateó el suelo—. ¡Se lo ordeno, se lo imploro, no me hable de mi temperamento!

(Sí, había estado enferma. Los nervios. Sí, todavía estaba enferma, decían entre ellos todos sus amigos excepto el médico).

—De modo que cree usted en el paraíso —murmuró él, tratando de apaciguarla.

—Sí, y en las puertas del paraíso diría: ¿Es éste su paraíso? ¿Estas figuras etéreas con túnicas blancas que se desplazan entre nubes blancas? ¿Dónde puedo sentarme? ¿Dónde está el agua?

—Maryna… —tomándola de la mano, la condujo de nuevo al canapé—. Voy a servirle una copita de coñac. Nos sentará bien a los dos.

—Bebe demasiado, Henryk.

—Tome —le tendió una de las copas y empujó una silla para sentarse frente a ella—. ¿No está así mejor?

Ella bebió un sorbo de coñac, y entonces se recostó y le miró en silencio.

—¿Qué le ocurre?

—Creo que moriré muy pronto, a menos que haga algo temerario… fuera de lo corriente. El año pasado creí que me estaba muriendo, ya sabe.

—Pero no se murió.

—¿Ha de morirse una para demostrar su sinceridad?

De una carta dirigida a nadie, es decir, a sí misma: No es porque mi hermano, mi querido hermano, se esté muriendo y no me quedará nadie a quien reverenciar… no porque mi madre, nuestra amada madre, me irrite los nervios, ah, ojalá pudiera hacerla callar… no es porque yo tampoco soy una buena madre (¿cómo podría serlo? Soy actriz)… no es porque mi marido, que no es el padre de mi hijo, sea tan amable y esté dispuesto a hacer cuanto se me antoje… no es porque todo el mundo me aplauda, pues no les pasa por la imaginación que yo podría ser más enérgica o distinta a como soy… no es porque tenga treinta y cinco años y porque vivo en un viejo país, y no quiero ser vieja (no tengo intención de convertirme en mi madre)… no es porque algunos críticos sean condescendientes, ahora me comparan con actrices más jóvenes, mientras que las ovaciones después de cada actuación no son menos estruendosas (¿cuál es entonces el sentido del aplauso?)… no es porque he estado enferma (los nervios) y he tenido que suspender las actuaciones durante tres meses, sólo tres meses (no me siento bien cuando no trabajo)… no es porque crea en el paraíso… ah, y no es porque la policía siga espiándome y haciendo informes sobre mí, aunque todas esas temerarias declaraciones y esperanzas han quedado muy atrás (Dios mío han pasado trece años desde el Levantamiento)… ninguna de estas razones me ha impulsado a tomar la decisión de hacer algo que nadie quiere que haga, que todo el mundo considera una locura y que deseo que algunos de ellos hagan conmigo, aunque no quieran hacerlo; incluso Bogdan, que siempre quiere lo que quiero (como prometió cuando nos casamos), en realidad no desea hacerlo. Pero es preciso que lo haga.

—Tal vez proceder de cualquier parte sea una maldición —dijo ella—. Mira, el mundo es muy grande. Quiero decir que el mundo presenta muchas partes. El mundo, como nuestra pobre Polonia, siempre puede dividirse y subdividirse, y observas que ocupas un lugar cada vez más pequeño, aunque en ese espacio te encuentres a tus anchas…

—En ese escenario —puntualizó la amiga, servicialmente.

—Si quieres —replicó ella con frialdad—. Ese escenario —entonces frunció el ceño—. ¿Supongo que no me estás recordando que el mundo entero es un escenario?

—¿Pero cómo puedes abandonar tu lugar, que es éste?

—Mi lugar, mi lugar —dijo ella—. ¡No tengo ninguno!

—Y no puedes abandonar a…

—¿A mis amigos? —la interrumpió ella, alzando la voz.

—La verdad es que Irena y yo pensábamos en tu público.

—¿Quién dice que abandono a mi público? ¿Me olvidará si decido marcharme? No. ¿Me acogerá con los brazos abiertos si regreso? Sí. En cuanto a mis amigos…

—¿Qué?

—Puedes estar segura de que no tengo intención de abandonar a mis amigos.

—Mis amigos —repitió— son mucho más peligrosos que mis enemigos. Pienso en su aprobación, sus expectativas. Quieren que sea como soy, y no puedo desengañarlos del todo, pues podrían dejar de quererme.

»Se lo he explicado. Pero podría habérselo anunciado, diciendo que es un capricho. Recientemente, he pensado que estaba a punto de hacerlo. En la cena del hotel, la fiesta después de la primera representación. Iba a alzar la copa y decir: Me marcho, pronto, para siempre. Alguien habría exclamado: Oh, Madame, ¿cómo puede hacer eso? Y yo habría replicado: puedo, claro que puedo. Pero me faltó el valor. En vez de hacer eso, ofrecí un brindis por nuestro desmembrado país.

El amor al país, a los amigos, a la familia, a la escena… ah, y el amor a Dios: la palabra amor acudía con facilidad a los labios de Maryna, por muy poco que esperase del amor romántico, la materia de las obras teatrales.

De niña había sido austera y obediente. Pensaba que Dios la observaba siempre y que anotaba todos sus pensamientos y acciones en un voluminoso libro mayor que imaginaba de color marrón. Mantenía la espalda recta y siempre devolvía la mirada a la gente. Estaba segura de que Dios aprobaba su actitud. Muy pronto comprendió que era inútil quejarse y mejor no confiar en nadie. Dios sabía lo débil que era, pero la perdonaba porque ella se esforzaba mucho. A cambio, decidió no pedirle a Dios nada que no se mereciese, ya fuera por su propio talento o por la intensidad de su deseo. No quería forzar Su generosidad.

Era cierto que no podía decir la verdad, pero tenía mucha energía para decir algo, lo que fuese, y hacer que los demás la escucharan. Era poco lo que una mujer estaba en condiciones de decir, pero una diva podía decir demasiado. En tanto que diva, con las licencias de una diva, Maryna podía tener rabietas, pedir lo imposible, mentir.

Habría sido apropiado que hubiera surgido de ninguna parte para convertirse en una estrella, y era igualmente apropiado que fuese hija de un clan encantador en el que abundaba el talento. La historia familiar que ella había ideado, su infancia feliz aunque pobre, mezclaba ingeniosamente elementos de las dos posibilidades.

Era la más pequeña de los diez hijos de su madre (tuvo seis de un primer matrimonio y luego cuatro más tras casarse con un profesor de latín de enseñanza secundaria), y, como solía decir Maryna, con dos de sus medio hermanos ya en los escenarios cuando ella tenía cuatro años y aprendía a leer, ¿cómo no habría querido seguir sus pasos? En realidad, al principio a Maryna no se le había ocurrido ni en sueños llevar la vida de los actores. Ella quería ser soldado, y cuando comprendió que, como era una chica, jamás le permitirían empuñar las armas, quiso ser poeta cuyas odas patrióticas recitarían los hombres cuando desfilaran para exigir la libertad de su país. Pero su padre, aunque no intentaba refrenarle el apetito de lectura, parecía creer que una muchacha debería dedicarse más a la música que a los libros. En cuanto a él, después de preparar las lecciones del día siguiente, tocaba la flauta y así se evadía del ruido que producía la familia al final de la jornada.

De todo esto, lo que ella decía a sus amigos era que su padre le había enseñado a tocar la flauta, y se reservaba la temible falta de armonía entre sus padres, las diatribas de su madre, las veces que había visto a su padre dormido con un libro de César o Virgilio en las manos, las pullas de los niños vecinos cuando ella tenía seis años, diciéndole que el profesor de latín no era su padre sino un hombre que había alquilado una habitación en el piso (siempre habían tenido necesidad de aceptar realquilados): alguien como el hombre mayor, medio alemán y medio polaco, que entró a vivir en el piso como realquilado cuando ella tenía siete años, dos después de que su padre muriese, y que no empezó a visitar su cama (haciéndole prometer que no se lo diría a su madre) hasta que ella tuvo catorce… Cuando lo supo su madre, comentó que podía considerarse afortunada porque nadie había abusado de ella hasta una edad tan tardía.

—Soy de una familia con muchos hermanos y hermanas, todos ellos amantes del teatro, aunque sólo cuatro de nosotros, Stefan, Adam, Józefina y yo, nos hicimos actores. Desde luego, sólo uno de nosotros tenía auténtico genio, y no era yo. No —alzó la mano—, no me contradigas.

A Maryna le gustaba afirmar que Stefan era el que tenía más talento natural, que todos sus logros se debían a la constancia en el trabajo y a la aplicación: nunca dejaba de sentirse culpable por la rapidez con que su carrera había eclipsado la de su hermano.

—Y éramos pobres. Incluso más pobres tras la muerte de mi padre, cuando yo tenía nueve años. Al enviudar, mi madre trabajó en una pastelería de la misma calle donde estaba el piso en el que todos habíamos nacido y que se perdió en el Gran Incendio de Cracovia —hizo una pausa—. Cuando era joven, creía que no podría vivir sin comodidades y lujos —un camarero larguirucho estaba sirviendo el champaña—. Luego pensé que no podría vivir sin mis amigos.

—¿Y ahora?

—Ahora creo puedo arreglármelas prescindiendo de todo.

—Lo cual es tanto como quererlo todo —replicó su inteligente amiga.

La primera vez que pisó un teatro tenía siete años. La obra era Don Carlos. Parecía tratar del amor, luego que se centraba en alguien transido de dolor, pero resultó que trataba de algo mucho mejor, cuando al final el desdichado Carlos iba a luchar por la libertad de la esclavizada Holanda. (Que nunca vaya a Holanda, que en el último momento el rey, padre de Carlos, ordene que detengan y ejecuten a su hijo, era demasiado horroroso para admitirlo). Le arrebató por completo el mensaje de libertad de Schiller, hasta tal punto que, finalmente, desalojó de su cabeza el motivo por el que, siendo tan pequeña, la hubieran llevado al teatro. El motivo era ver a su medio hermano Stefan que actuaba en Cracovia por primera vez, en uno de los papeles principales. Lo cierto era que, a medida que avanzaba la obra, Maryna se percató, con una humillación creciente, de que no reconocía a Stefan. Había mirado a todos los hombres que entraban en el escenario y salían, y no había visto a su guapo hermano entre ellos. Uno era demasiado gordo, otro demasiado viejo (Stefan tenía diecinueve años), otro demasiado alto. El único que no se excedía en gordura, edad o altura, un hombre con una peluca plateada y pintura roja en la cara, que representaba el papel del fiel Posa, no se parecía nada a él. Pero ella no podía preguntar a sus padres quién era Stefan. La considerarían una estúpida sin remedio y jamás volverían a llevarla al teatro.

Después de la función, cuando Maryna fue con su madre a los camerinos y Stefan salió, sonriente, el huesudo rostro de fuerte mandíbula y la alta frente limpios de maquillaje, ella no pudo preguntarle qué papel había representado (¿era posible que hubiera sido el de Posa?) y se limitó a decirle que su actuación había sido estupenda, sí, estupenda.

Entonces se le ocurrió (parecía un cálculo muy ingenioso, de adulto) que había una manera de asegurar que le permitieran volver al teatro, y era convertirse ella misma en actriz. ¿Quién podía impedir a un actor la entrada en el teatro? Y además, los actores eran tan bien recibidos que, al parecer, no tenían que utilizar la entrada normal (aunque ella suponía que de todos modos tenían que comprar las localidades), sino que entraban por una puerta trasera.

—Aquella noche —se lo estaba contando a una amiga, riéndose de sí misma— hice un juramento con la boca apretada contra el helado cristal de la ventanita en la habitación que compartía con cinco hermanos y hermanas… no, no en el piso donde nací sino en el nuevo (era un año después del Incendio)… juré que viviría sólo para el teatro. Naturalmente, no sabía si podría ser actriz. Y durante largo tiempo Stefan, e incluso Adam, hicieron cuanto pudieron por disuadirme, mostrándome las temibles perspectivas de la vida del actor: el duro trabajo y el tedio, los ingresos bajos, los gerentes teatrales deshonestos, el público ignorante e ingrato, los críticos aviesos, por no mencionar las sucias habitaciones de hotel sin calefacción y con crujientes suelos de tablas, la comida grasienta y el té frío, los viajes interminables por carreteras en mal estado en coches de caballos con la suspensión echada a perder, pero… —se interrumpió, para explicar—: Eso era lo que me gustaba.

—¿Las incomodidades?

—¡Sí, el viaje! La vida errante. Vas a alguna parte, agradas a la gente y luego nunca tienes que volver a verla.

—Pero debe de ser más cómodo ahora, puesto que puedes viajar en ferrocarril.

—¡No me estás escuchando, no lo comprendes! —exclamó Maryna—. ¡No tener un hogar me parecía de perlas!

—Todavía puedo ver aquel incendio —le decía a Ryszard— y olerlo. El fuego siempre me aterrará. Entonces tenía diez años. Desde el otro lado de la plaza, refugiada al principio con muchos otros en la puerta de la iglesia de los dominicos, contemplamos cómo se fundían nuestras ventanas, las mismas ventanas desde las que mis hermanos habían apuntado con sus escopetas de madera a los soldados austriacos, algo que asustaba mucho a nuestra madre. Esta dijo que habíamos tenido suerte de escapar con vida, que era lo único que habíamos salvado, pues todo se quemó, incluso la iglesia, y el piso al que nos mudamos después del incendio era incluso más pequeño. De todos modos, por pequeño que fuese, mi madre aceptó a otro realquilado —siempre teníamos realquilados en el piso de la calle Grodzka—, un señor que se llamaba Zalezowski, Heinrich Zalezowski, quien era muy amable y me daba lecciones de alemán. Naturalmente, aprender latín había sido fácil para mí, pues mi padre nos había inculcado la lengua, pero yo no sabía que tenía talento para los idiomas. Aunque era extranjero, de Königsberg, y su nombre verdadero era Siebelmeyer, el señor Zalezowski se convirtió en uno de nosotros y adoptó un apellido polaco. El señor Zalezowski era un patriota. A los diecisiete años, luchó en el Levantamiento de 1830. Mis hermanos le reverenciaban, mi madre también parecía tenerle mucho afecto, y durante un tiempo mis hermanos y yo pensamos que mi barbudo y brusco tutor alemán sería pronto el padrastro de todos nosotros. Pero resultó que yo le gustaba mucho, a pesar de lo joven que era, y aunque se abría entre nosotros un abismo de veintisiete años, no me sentí capaz de quedar indiferente a la impresión producida por un hombre tan culto y que podía enseñarme tanto. Fue él quien creyó en mi futuro teatral cuando Stefan todavía me desalentaba, y después de una audición catastrófica con una célebre actriz en Varsovia (no, no te diré quién era), la cual me dijo que no tenía ni un ápice de talento, nada. ¡Nada! Y él se ofreció a lanzarme como actriz. Anteriormente dijo que no tenía ni un ápice de talento, nada. ¡Nada! Y él se ofreció a lanzarme como actriz. Anteriormente, durante unos años, cuando se escondía de la policía, el señor Zalezowski había sido el gerente de una compañía teatral, y me propuso que fuéramos a pasar una temporada a Bosnia, para reorganizar la compañía con algunos actores de los que él sabía que estaban buscando trabajo. De este modo tendría un instrumento para emprender la dirección de mi carrera.

»Y así, cuando tenía dieciséis años, con la bendición de mi llorosa madre, pues no lo habría hecho sin ella, el señor Zalezowski y yo nos casamos y partimos de Cracovia para instalarnos en la ciudad donde él tenía aún sus relaciones y donde debuté a los diecisiete años, en Una ventana del primer piso, de Korzeniowski, en el papel de la esposa que, como recordarás, está a punto de ser infiel a su marido cuando la salva el llanto de su bebé enfermo. En aquel entonces el público no era refinado. Les encantaban los sanos sentimientos y una moraleja. Pero el señor Zalezowski quería que representara grandes obras, obras alemanas y de Shakespeare, y al cabo de pocos meses me había aprendido los papeles de Gretchen y Julieta y Desdémona y…

»¿Por qué te cuento todo esto? —le preguntó inquieta—. ¡Estoy dando la sensación de que fue pan comido!

—Pues claro que no fue fácil —le dijo el amigo, tratando de serenarla.

—¡Pero lo fue! —exclamó ella—. Porque yo, que estaba llena de ambición, era tan poco refinada como el público de aquel entonces. Recuerdo el efecto que me causó un librito titulado La higiene del alma, cuyo autor, un tal Feuchtersleben, intenta demostrar que podemos obtener cualquier cosa tan sólo deseándola con suficiente intensidad. Obediente al espíritu de ese utópico, me levanté de la cama, era a altas horas de la noche, y, pateando el suelo, grité: «¡Pues bien, debo hacerlo y lo haré!». Mi grito despertó a la niñera y mi bebé se echó a llorar, por lo que volví a la cama y soñé con futuros laureles.

—Entonces eras muy joven.

—Ya tenía veinte años. No, no era tan joven. Y mi hija, mi bebé… ya sabes lo que le ocurrió. Difteria. Cuando yo estaba lejos, de gira.

—Sí.

—No pude estar a su lado. El señor Zalezowski, mi marido, recalcó que las obras no se podían representar sin mí y que, si no cumplíamos el contrato, no volveríamos a actuar en el teatro.

—Debió de ser terrible para ti.

—Todavía lo es. La lloro todos los días. Quiero a Piotr, pero no me había imaginado con un hijo varón. Siempre había pensado en una hija.

—Pero los laureles… tenías razón acerca de los laureles.

—Sí, admito que, desde el comienzo, nunca interpreté más que papeles principales, pero eso no sirve de ayuda. Es pasmoso cómo se acostumbra una a los aplausos.

De la misma manera que Stefan y otras personas quisieron disuadirla, Maryna consideraba su deber disuadir a las jóvenes aspirantes a actriz que buscaban su apoyo.

—No puedes imaginarte los desaires que habrás de soportar —había advertido a Krystyna—. Incluso aunque llegues a tener éxito —sacudió la cabeza— y entonces habrá un día en que será precisamente porque tienes éxito.

Pero a pesar de que Maryna no pretendía alentar a las jóvenes aspirantes, en realidad las animaba, por el mero hecho de que le gustaba instruir y contar anécdotas de su vida.

—El señor Zalezowski, Heinrich Zalezowski, solía decir: «No servirá de nada que empolles tus papeles día y noche. Eso te arruinará la salud y te hará tener demasiadas ideas. ¡Créeme, los actores no necesitan pensar!» —se echó a reír—. Por supuesto, esta observación me pareció ridícula. Me gustan las ideas.

—Sí —intervino una de sus protegidas—, las ideas son…

—Pero yo sabía que discutir con él no tenía ningún sentido, así que le replicaba humildemente, pues aún era muy joven y él mucho mayor que yo y, además, mi marido: «¿Qué debo hacer entonces?». «¡Esmero en el trabajo, hay que esmerarse un día tras otro!», gritó (¿por qué grita tanto la gente de teatro?). ¡Como si yo no me esmerase!

Maryna se llevó los dedos a las sienes. Había otro dolor de cabeza entre bastidores.

—Y el esmero no basta. Puedo estudiar un papel durante largo tiempo y, aun así, no estar preparada para representarlo. Aprendo las réplicas, las digo paseando de un lado a otro, imaginando cómo volveré la cabeza y moveré las manos, sintiendo todo lo que siente mi personaje. Pero eso no es suficiente. Tengo que verlo, verme como ella. Y a veces, quién sabe por qué, no puedo. La imagen no es nítida o no permanece en mi mente, porque es el futuro… algo que nadie puede conocer.

Ése fue el momento en que el joven actor que escuchaba a Maryna se mostró un poco aprensivo.

—Sí, en eso consiste preparar un papel: es como mirar al futuro, o tener la esperanza de saber cómo saldrá un viaje.

—No soy valiente, ¿sabes? —dijo Maryna, meditativa—. Me conozco muy bien. Y tampoco soy rápida. La verdad es que soy… lenta.

—Pero…

—No soy rápida ni inteligente, sólo estoy un poco por encima de la mediocridad, de veras. Pero siempre he comprendido —apareció en sus labios una sonrisa implacable— que puedo triunfar por pura tenacidad, por aplicarme con más ahínco que cualquier otra.

—Tal vez deberías descansar.

—No —replicó ella—. No quiero descansar, sino trabajar.

—¿Quién trabaja con más empeño que tú?

—Quiero paz.

—¿Paz?

—Quiero respirar aire puro. Quiero lavar mis ropas en un arroyo de aguas cristalinas.

—¿Tú? ¿Lavarte tú misma la ropa? ¿Cuándo? ¿Cuándo tendrías tiempo para eso? ¿Y dónde?

—¡Ah, no se trata de la ropa! —exclamó—. ¿Es que nadie me comprende?

—París —sugirió alguien—. Pese a que hay allí tantos compatriotas nuestros, melancólicos y llenos de hidalguía, París rebosa de alegría y oportunidades. Y jamás serías una exiliada comme les autres. Te gustaría…

—No, París no.

—Es cierto, no estoy satisfecha. Sobre todo —añadió— conmigo misma.

—No debes…

—Es bueno ser feliz, pero la voluntad de ser feliz es vulgar. Y si eres realmente feliz, es vulgar saberlo. Eso hace que seas complaciente contigo misma. Lo importante es el amor propio, que sólo te pertenecerá mientras te mantengas fiel a tus ideales. Transigir es muy fácil, una vez has tenido un poco de éxito.

—Claro que no soy una fanática —afirmó—, pero quizá sea demasiado quisquillosa. Por ejemplo, si alguien estornuda de una manera absurda, pienso sin poder evitarlo que esa persona también carece de amor propio. De lo contrario, ¿por qué se permitiría hacer algo tan poco atractivo? Estornudar con elegancia y sencillez debería ser el resultado de la concentración y la decisión. Como un apretón de manos. Recuerdo una conversación con alguien a quien conozco desde hace años, un hombre sutil, médico, cuya amistad aprecio, y al que, en medio de una frase (estábamos hablando sobre la teoría de Fourier de las doce pasiones radicales), pareció embargarle de súbito la emoción. Produjo un sonido agudo, como un grito contenido, y entonces dijo: «Chisss», lo dijo dos veces y cerró los ojos. Mientras le miraba el rostro en el que se mezclaban diversos matices de expresión, me pregunté qué había dicho, y lo comprendí cuando le vi palparse en busca del pañuelo. ¡Pero después de eso resultó difícil continuar con la Armonía Ideal y el Cálculo de la Atracción!

—Estoy pensando en que… —empezó a decir en un tono solemne, y entonces se interrumpió.

¡Qué tontería es todo esto!

—Prosigue —le dijo Bogdan.

Sí, era una tontería sentir lo que ella estaba sintiendo. O tal vez no. Cuán atroz era imponer aquella desdicha, si de eso se trataba, a Bogdan, quien se tomaba tan al pie de la letra todo lo que ella dijera. ¿Por qué siempre le apetecía decir algo que arrugaría la frente de su marido y le haría apretar las mandíbulas?

—Estoy pensando en lo bueno que eres conmigo —le dijo, y aplicó el rostro a la garganta de Bogdan, buscando el consuelo y el perdón de su cuerpo.

Ella frunció el ceño.

—Sí, detesto quejarme, pero…

—¿Pero qué? —replicó Ryszard.

—Me encanta darme importancia —se dio una palmada en la frente, gimió «¡Oh, oh, oh!» y entonces sonrió maliciosamente.

El joven pareció afligido. (Sí, ella había estado enferma. Todos sus amigos lo decían).

—¿Me estoy dando importancia? —inquirió ella, los ojos brillantes—. Dímelo, fiel caballero.

Ryszard no le respondió.

—Y en caso afirmativo —prosiguió ella, implacable—, ¿por qué?

Él sacudió la cabeza.

—No te alarmes. ¿No vas a decir que porque soy actriz?

—Sí, una gran actriz —replicó él.

—Gracias.

—He dicho una estupidez. Perdóname.

—No —dijo ella—. Puede que no se trate de que me doy importancia, aunque no pueda evitarlo.

—¡Créame, intento dominar mis sentimientos!

—¿Dominar sus sentimientos? —exclamó el crítico, un crítico muy amigo—. ¿Con qué finalidad, mi querida señora? Es la profusión de sus sentimientos lo que encandila al público.

—Siempre he necesitado identificarme con cada una de las heroínas trágicas a las que represento. Sufro con ellas, vierto lágrimas auténticas, y a menudo no puedo detenerlas después de que haya bajado el telón, y he de yacer inmóvil en el camerino hasta que recupero las fuerzas. A lo largo de toda mi carrera, jamás he llevado a cabo una actuación sin experimentar los sufrimientos de mi personaje —hizo una mueca—. Y lo considero una debilidad.

—¡No!

—¿Qué diría el público si decidiera representar papeles cómicos? —se echó a reír—. Nadie cree que la comedia sea mi punto fuerte.

—¿Qué papeles cómicos? —replicó el crítico, con cautela.

Si empiezas demasiado alto, no tendrás ningún lugar adonde ir.

—Recuerdo —le confiaba a Ryszard—, recuerdo una vez en que perdí el dominio y el resultado fue un desastre, aunque no me hicieron pagar por ello. La obra era Adrienne Lecouvreur, una de mis preferidas. El de actriz es un papel deseable, y Lecouvreur fue la más grande de su época. Bueno, el traspunte me había llamado, había abandonado el camerino y estaba entre bastidores, era el momento de salir a escena y, aunque no era precisamente la primera vez que representaba el papel, me di cuenta de que tenía miedo escénico, algo que solía sucederme. Si tan sólo me aceleraba los latidos del corazón y hacía que me sudaran las palmas, no me importaba. Por el contrario, lo consideraba una señal de profesionalidad. Si no estaba un poco agitada y febril antes de salir a escena, probablemente tendría una mala actuación. Sin embargo, aquella noche era un poco peor que de ordinario, no la clase de temor que paraliza (¡también lo he experimentado!), sino el que te hace perder la cabeza. Salí al escenario y el teatro entero empezó a aplaudir y siguió haciéndolo durante varios minutos. Lo agradecí haciendo una profunda reverencia escénica, tocándome con las manos cruzadas la rodilla derecha, con la cabeza inclinada, y a medida que el homenaje iba remitiendo y yo alzaba la cabeza, me decía: «Ya veréis, ya veréis lo que soy capaz de hacer». Rachel había creado aquel papel, su voz era más fuerte que la mía, más profunda que la mía, y la gente todavía recordaba la época en que ella llevó la obra a Varsovia, muchos años atrás, pero todo el mundo opina que mi Adrienne es soberbia, y aquella noche pensé que iba a tener la mejor actuación de mi vida. En tal estado de ánimo, que desalojaba de mi mente cualquier otra consideración, inicié la escena… y pronuncié las primeras frases en un tono demasiado alto. Estaba perdida. Una vez había comenzado en ese tono, era imposible reducirlo. Adrienne está en el espacio entre bastidores de la Comédie-Française estudiando un nuevo papel, pero no puede concentrarse, tiene el pulso acelerado, pues espera encontrarse de nuevo con el hombre del que acaba de enamorarse. Y cuando le revela a su confidente, el apuntador, que está enamorado de ella, aunque no se atreve a confesarlo, su nueva y secreta pasión, grité, grité como la actriz con menos talento. Al haber comenzado con ese tono, imagina en qué me convertí cuando el príncipe, aquel hombre cuya verdadera identidad Adrienne desconoce, entra en el camerino. Como te dirá cualquier actor experimentado, no tenía alternativa, era preciso mantener el tono alto. Sólo podía elevarlo más cuando el sentimiento que debía expresar se volvía más fuerte y más patético. Suspiraba, me retorcía, y todo era auténtico. En el quinto acto, cuando Adrienne ha besado el ramo de flores envenenadas que le ha enviado la mujer que rivaliza con ella por el afecto del príncipe, mi sufrimiento físico era atroz, y los brazos que tendía hacia el actor principal mientras yacía se contorsionaban presa de auténtico deseo. Cuando cayó el telón, él me llevó desvanecida a mi camerino.

—Me encanta todo lo que me cuentas —le dijo Ryszard, lo cual era, por supuesto, una manera de decirle: te quiero—. Y como me gustan tus anécdotas —siguió diciendo (pero esto no tenía ningún sentido)—, haré el sacrificio más grande que un escritor es capaz de hacer.

¿Y cuál puede ser?

—Aunque escriba un centenar de novelas…

—¡Un centenar de novelas! —exclamó ella—. Es un amplio programa —sonriente, añadió—: Y pensar que sólo has escrito dos…

—Espera —replicó él—. Éste es un momento solemne. Estoy haciendo un juramento.

—¡Comediante!

—He aquí mi juramento, Maryna —alzó la mano—. Aunque escriba un centenar de novelas, no habrá una sola de ellas cuyo personaje principal sea una gran actriz.

Estaban en su camerino, Ryszard sentado en un escabel, dibujándola. Ella iba de un lado a otro, ofreciéndole su asombrosa silueta.

—Te diré algo sobre el maquillaje —dijo en un tono meditativo—. Tengo en la mente una absurda imagen en la que no me pongo nada de eso —señaló la bandeja de tarros y frascos— en la cara, esta vieja cara —se rió—, que no me transformo para parecer distinta a como soy en realidad —exhaló un suspiro—, que puedo seguir siendo yo misma y aun así representar todos los papeles que amo —sacudió la cabeza—, algo que es imposible.

—¿Por qué es imposible? —replicó Ryszard—. ¿Por qué no puedes?

—Hablas como el escritor que eres —Maryna sonrió. ¡Cómo ansiaba él tomarle la mano!—. Ningún escritor puede comprender que actuar no tiene que ver con la sinceridad. Ni siquiera tiene que ver con el sentimiento, eso es una ilusión. De lo que se trata al actuar es de parecer, de decidir. Debería tratar de no sentir.

—Eso no puede ser cierto. Me has dicho que sientes, hasta el punto de experimentar incomodidad física, todas las emociones de los personajes que representas.

—¿Qué importa lo que diga de mí misma?

—Pero tú…

—Mira, Ryszard, te estoy hablando de cómo se llega a ser un mejor actor. No sé si soy tan buena, sólo sé que soy mejor que las demás. ¿Y por qué son tan malos la mayoría de los actores? Creen que estar sobreexcitado es la manera de mostrar un sentimiento fuerte. No saben actuar. No saben ocultarse. Intento decirles esto a nuestros jóvenes actores. Recuerdo lo que me dijo en más de una ocasión el señor Zalezowski cuando me reprendía. «No confundas ese ímpetu tuyo con el genio», me decía. «Hay mucho que eliminar antes de que resultes ser… alguien». Tenía razón, más razón de lo que él podría haber sabido jamás, porque el señor Zalezowski era un hombre muy —Maryna elegía sus palabras con esmero— muy anticuado.

—Imagina —le dijo a Krystyna— que eres una joven que vive con un hombre mucho mayor que tú, un extranjero. Te ha prometido que se casará contigo, pero hay un impedimento legal, una esposa en alguna parte, aunque, por supuesto, dices que es tu marido. Y ahora tenéis un bebé. Algunas veces es áspero contigo, pero le quieres y disculpas aquellas acciones suyas que te duelen. De momento tu hogar es una habitación mal amueblada en una triste población minera, lejos de tu bella ciudad natal y del hogar lleno de amor de tu infancia. Imagina la habitación. Una ventana sucia. Una estufa. Un armario. Una cama grande. Una cuna en un rincón donde tu hijita duerme apaciblemente. La tosca mesa de madera y dos sillas. Estáis cenando, y él, tras haber engullido en un instante la frugal comida que has preparado y limpiarse los labios con la manga, te ha anunciado que va a abandonarte. Se levanta de la mesa. Le sigues hasta la puerta, suplicante. Él sale dando un portazo. La verdad es que volverá. Oh, sí, no te librarás del bruto tan fácilmente, pero eso no puedes saberlo. Estás convencida de que se ha ido para siempre. Bien, ¿qué harías? Muéstramelo. Estás sumida en la mayor desesperación. Muéstramelo. No. Ve allá, al lado de la puerta.

Krystyna se detuvo junto a la puerta, titubeó un momento y empezó a sollozar. Avanzó tambaleándose, los hombros presa de sacudidas, hasta el centro de la estancia; entonces se dejó caer en la silla y apoyó el torso en la mesa, los brazos extendidos en línea recta delante de ella, y depositó el lado derecho de la cabeza sobre los brazos; entonces se arrodilló, alzando los brazos en un ángulo de cuarenta y cinco grados, y entrelazó las manos; a continuación…

—¡No, no y no!

Krystyna se sonrojó y se puso en pie.

—Pero, Madame, la he visto hacer eso. Recuerde, cuando representó…

—¡No!

—Dígame qué debo hacer.

—Vuelves lentamente al interior de la habitación, caminando hacia atrás… pero no con excesiva lentitud… recoges los platos… te sientas en la silla, en una postura un poco desgarbada. Miras fijamente la mesa.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—¿No rezo?

—He dicho que eso es todo.

Dios, oh, Dios, dijo para sí misma, y no es que Maryna fuese religiosa de veras, excepto cuando se sentía atormentada (¿pero ahora cuándo no se sentía atormentada?), ¡oh, Dios Todopoderoso, ten misericordia! Líbrame de esta insatisfacción, o dame los medios necesarios para realizar mi deseo. La angustia cesó durante un tiempo, pero ahora todo lo que Bogdan ve son los obstáculos, ha llegado a la conclusión de que es una locura, me pregunta por qué ha de abandonarlo todo y me pide que le prometa que regresaremos. Debo hablar con Bogdan esta noche. Haré que se siente en su cama, tomaré sus queridas manos en las mías y le miraré a los ojos, pero no, no quiero sobornarle exhibiendo mi emoción, cuando le persuadí fue sin tretas de actriz… oh, Dios, qué desalentada estoy ahora. Y, no obstante, Bogdan debe admitirlo: he hecho todo lo que, con mis capacidades, podía hacer. He dado lo que tengo a nuestro país, teniendo en cuenta su importancia patriótica. ¡Pensar que en Varsovia la única plataforma oficial desde la que se les permite hablar a los polacos es un escenario! He sido humilde, he sido prudente, y me he mostrado agradecida cuando era preciso. Con Heinrich también, a pesar de sus traiciones, a pesar de sus brutales retornos a mi vida y mi cama cada vez que se le antojaba… con Heinrich por encima de todos los demás. No podría hacerme el reproche de ingratitud. Y mi querida amiga, la esposa del administrador de teatros ruso, sabía lo agradecida que le estaba yo por su protección. Todo lo que fue posible aquí, en Varsovia, se debió a su intervención. Cuando decidí que era el momento de mostrar mi Ofelia al público de Varsovia y el jefe de la censura negó al teatro el permiso para representar Hamlet (¡porque mostraba el asesinato de un rey!), ella invitó a aquel hombre a su casa y le persuadió de que el asesinato era sólo un asunto familiar y, en consecuencia, perfectamente inocuo, y el permiso fue concedido. Ése fue sólo un ejemplo de lo buena que fue conmigo. Pero desde que Madame Demichova falleció, no ha habido nadie que me protegiera. Si ella viviera no se habrían atrevido a montar esa obra, esa… comedia sobre una actriz que envejece con un marido que procede de una rica familia de terratenientes, cuyas recepciones de los martes están representadas de una manera tan hostil. Por supuesto, ahora lo veo, una actriz popular cuyo matrimonio le ha permitido entrar en los círculos de la alta sociedad sería infaliblemente objeto de burla. ¡Qué desfachatez! ¿Frívolas habladurías de salón, nuestras elevadas y patrióticas conversaciones? ¿No cuenta acaso que son lo bastante elevadas y patrióticas para haber provocado la vigilancia de las autoridades rusas, que cada martes colocan dos policías a nuestra puerta, los cuales observan y anotan los nombres de cada uno de los invitados y su relación con nosotros? Pero lo que hacen nuestros opresores jamás me sorprende. ¡Son los críticos que tenemos aquí! ¡Son los actores envidiosos y los dramaturgos mediocres! Si supiera odiar, tal vez el odio me aliviaría. Debería tener la frente de acero y el corazón de piedra, ¿pero qué artista verdadero posee semejante blindaje? Sólo quien siente puede producir sentimiento, sólo quien ama puede inspirar amor. ¿Sufriría menos si pareciera fría y altiva? ¡No, no, sólo actuaría! No, una vida pública no es apropiada para una mujer. El hogar es el ámbito adecuado para ella. Ahí reina, ¡inaccesible, inviolable! Pero una mujer que se ha atrevido a alzar la cabeza por encima de las demás, que ha tendido su ansiosa mano para asir los laureles, que no ha vacilado en mostrar a la multitud todo el entusiasmo y la desesperación que anidan en su alma, esa mujer ha dado a todo el mundo el derecho a hurgar en las reconditeces más secretas de su vida. No hay nada más divertido para la persona curiosa que los retazos de la franca conversación de una actriz que ha acertado a oír, o el rumor de una relación irregular o una desavenencia en su hogar. Oh, Dios, Dios, ¿va a ser mi vida una eterna expiación de pecados, míos y ajenos? Sin embargo, nada de esto importaría si sólo me afectara a mí. Pero cuando la crueldad y la malignidad arañan a quienes me son queridos, entonces empiezo a odiar esa picota llamada escenario. Bogdan, el abnegado y generoso Bogdan, no puede protegerme. Que la actriz de esa obra tenga un marido muy enamorado de su mujer nacido y criado en Poznan tan sólo le parece una prueba de que la actriz soy yo, como si él mismo fuese indiferente a los insultos de que es objeto. Mas para un hombre como Bogdan no hay alternativa: o bien este silencio o bien lo que sucedió dos años atrás, cuando sin que yo lo supiera desafió en duelo a un crítico aquí, en Varsovia. Por suerte para Bogdan, los críticos son cobardes. Se me rompe el corazón. Ahora el hermano de Bogdan me odiará en serio. Oigo que todo el mundo habla de ello desde que se iniciaron las representaciones de esa obra la semana pasada, pero, por supuesto, nadie habla de ella con nosotros. El sábado cenamos con el crítico de la Gazeta Polska, pero Bogdan no dijo nada y el crítico también guardó silencio sobre ese particular. La siguiente vez que vi al crítico, siempre acude a nuestras recepciones de los martes, sentí el impulso de llevarle a un rincón y preguntarle si estaba enojado conmigo (creo que mucha gente está enojada conmigo porque represento tantas obras extranjeras), pero la conversación, que giraba en torno a la libertad y los sufrimientos de nuestra nación, era tan cautivadora que me sentí avergonzada de estar tan absorta en mis propios tormentos. En vez de obedecer a mi impulso, escribí dos cartas, en las que con sosiego y dignidad manifestaba mi indignación, una a su periódico y la otra al gerente del teatro, un admirador mío, o eso decía él, pero no las envié. Debería haber sabido que, si tienes éxito, un día, mucho antes de que te hayas fatigado, el público se volverá contra ti… no estoy pensando solamente en esa obra. El público es voluble. Mi público desea amar una cara nueva y más joven. Sí, el público debe de estar insatisfecho conmigo. Bogdan no debería pagar por la hostilidad que me rodea, aunque es indudable que muchas personas me defienden. Los amigos culparán a la obra de ser la causa de mi partida, incluso aquellos que desde hace algún tiempo saben que he estado pensando en irme al extranjero. Pero también me culparán a mí por haberme ofendido, y ofendido hasta el punto de llevar finalmente a la práctica mi idea. Bogdan, que lamenta no haber accedido nunca a nuestra marcha, no me pierde jamás de vista, y me doy cuenta de que confía en guiar mi confuso espíritu: como marido, sin duda considera que tiene ese deber. Debería estarle agradecida. Le estoy agradecida. Oh, Dios, oh, Dios, con qué enorme ilusión he esperado este cambio (ha sido tan duro organizado todo), ¡y ahora se ha venido abajo! Ya no me ilusiona marcharme, la gente pensará que huyo, y siempre he esperado algo con ilusión. En mi infancia tenía la Navidad, aunque éramos tan pobres que nunca había regalos, y esperaba con ilusión hacerme mayor, ah, qué ilusión me hacía, no fingiré que era feliz en aquella minúscula y oscura habitación con los demás pequeños, pero no me sentía pequeña, soñaba en el tiempo en que sería libre y fuerte y lejos y la gente… No, no voy a difamar mi infancia. Era feliz, de veras. Sabía que en mi interior había una luz, pensaba con tal confianza en el futuro… Oh, Dios, no abandones a tu débil hija. ¡Estoy confusa y cansada de actuar!