Ryszard y Julian fueron primero, a fin de explorar el borde occidental del continente en busca de un lugar que respondiera a los sueños de los futuros emigrantes. A fines de junio viajaron a Liverpool, puerto de origen de los famosos barcos que hacían ondear la bandera roja en forma de cola de golondrina con una estrella blanca de cinco puntas, uno de los cuales zarpaba rumbo a Nueva York cada jueves. Los seis vapores que la línea Estrella Blanca dedicaba a la travesía del Atlántico Norte se anunciaban como los más lujosos, rápidos y seguros, y el S. S. Germanic, en el que reservaron pasaje, era también el más nuevo, pues lo habían construido para sustituir al Atlantic, que, en 1873, tras haber sido perseguido por unas tormentas letales a través del océano, salió a una extensión de agua clara y se estrelló de proa contra la costa granítica de Nueva Escocia, llevándose consigo al fondo las vidas de quinientas cuarenta y seis personas, el peor desastre trasatlántico del siglo, una cifra doce veces superior a las víctimas que se cobró seis meses antes el naufragio del Deutschland, de la North Germán Lloyd, que zarpó de Bremerhaven.
—¿Sabes? —dijo Ryszard—. Siempre que sobreviva, la verdad es que me gustaría estar presente en un naufragio.
—Yo prefiero que mis aventuras tengan lugar en tierra —replicó Julian.
Julian había tenido la idea de zarpar de Liverpool en vez de Bremerhaven, el puerto de partida hacia América habitual para los polacos. Tiempo atrás había pasado un año en Inglaterra, y dominaba las frases básicas de la conversación cortés en esa importante y difícil lengua, tan curiosamente deficiente en casos y géneros. Ryszard, que en los últimos meses había hecho un gran esfuerzo por conocer a fondo el inglés, había viajado muy poco por el extranjero: conocía Viena, Berlín y San Petersburgo, las capitales de los amos de Polonia. Ryszard, que quería experimentarlo todo, nunca había estado en Inglaterra.
Se alegraba de ir acompañado en aquel viaje hacia lo desconocido, pues no habría querido tener en exclusiva la responsabilidad de la misión, pero le irritaba el modo en que Julian, aquel hombre de afabilidad implacable, diez años mayor que él y el viajero más competente, se ocupaba con toda naturalidad de sus programas y experiencias: aleccionó a Ryszard sobre la mísera condición de la clase obrera inglesa, le explicó las transformaciones producidas por el uso cada vez más amplio de la energía del vapor en el transporte y la industria, y depositó el dinero de ambos en la oficina de un agente de Waterloo Road para adquirir los pasajes de primera clase. Ryszard le había hecho notar que podrían viajar de una manera más económica (el Germanic, al contrario que otros trasatlánticos de la Estrella Blanca que cubrían la ruta de Nueva York, carecía de segunda clase), pero Julian, como siempre, tenía sus propias ideas. «Ya seremos frugales en América», le dijo, sacudiendo la mano. Como si él, Ryszard, pero nunca Julian, fuese el polaco provinciano o uno de los discípulos de Julian o, no lo quisiera Dios, la dócil Wanda. Había oído a Julian tratar con aire condescendiente a su mujer, en el mismo tono profesoral. Eso tenía que cambiar, cambiaría, se juró Ryszard cuando llegaron al muelle para subir a bordo del espléndido buque con sus cuatro altos mástiles y dos achaparradas chimeneas de color rosa salmón y la parte superior pintada de negro, los marineros que gritaban y dirigían a los emigrantes mudos e intimidados, con fardos de mantas, cajas de mimbre y maletas de cartón, por unas empinadas escaleras metálicas hacia la bodega del barco. En cuanto estuviera a bordo, Ryszard se transformaría en un hombre de mundo que sabe cómo comportarse siempre. Uno es lo que cree ser, se dijo. Eres cualquier cosa que te atrevas a pensar que eres. Y tener la libertad de considerarte lo que no eres (todavía no), mejor de lo que eres… ¿no era ésa la verdadera libertad prometida por el país hacia el que viajaba?
Hijo de un empleado y nieto de campesinos, Ryszard sabía muy bien hasta qué punto la manera de comportarse y el savoir faire intervienen en la impresión que uno causa a los demás, y no iba a rebajar las pautas de conducta que se había impuesto porque hubiera leído (todos los viajeros estaban de acuerdo en ello) que los modales refinados contaban poco en el Nuevo Mundo. Vio que Julian daba unas monedas a los mozos de cuerda que subieron sus maletas y baúles por la pasarela, y al fornido individuo que les acompañó hasta su camarote, en medio del barco. Las propinas, una cuestión siempre engorrosa para el viajero inexperto. ¿Y cómo diablos estaba Julian tan versado en el protocolo de a bordo, hasta el extremo de saber que, una vez embarcados, tenían que ocupar de inmediato los lugares a los que se sentarían para comer durante los ocho días de la travesía? Siguió a Julian, quien se encaminó sin vacilar al Saloon («el comedor», le dijo a Ryszard), una inmensa sala abovedada que se extendía en toda la anchura del barco, con las paredes forradas de arce con marcas oscuras y circulares y columnas de roble con incrustaciones de palisandro, dos chimeneas de mármol, una plataforma en el extremo con un piano de cola y cuatro largas mesas rodeadas por hileras de sillones tapizados y atornillados al suelo. En la entrada una docena de pasajeros se apiñaban en torno a un podio al que estaba subido un hombre barbudo que vestía un impresionante uniforme negro con dos galones dorados separados por una franja blanca en las mangas.
—¿El capitán? —susurró Ryszard con imprudencia.
—El mayordomo —respondió Julian.
En cuanto Julian se hubo agenciado las plazas (se sentarían a la segunda mesa) y fue al camarote para deshacer el equipaje, Ryszard encargó un asiento a la mesa número tres. Entonces se reunió con Julian, quien le recordó una vez más que, fuera de Polonia, cuando a un hombre le hacen la presentación de una mujer, no le besa la mano de un modo automático («Me temo que se considera bastante anticuado, sobre todo en el país al que vamos») y en seguida, como deseoso de suprimir esa indicación de que ya sentía nostalgia del Viejo Mundo demostrando su total armonía con el Nuevo, atrajo la atención de Ryszard hacia un aguamanil plegable de inteligente diseño y le señaló otras comodidades, como la lámpara de gas y el timbre eléctrico para llamar a un camarero, cosas que sólo se encontraban en los barcos de la Estrella Blanca.
—Los adelantos modernos a menudo empiezan como lujos —le explicó Julian—. Confiemos en que no pase mucho tiempo antes de que tales artefactos estén disponibles para mejorar la suerte de todo el mundo.
—Sí —dijo Ryszard, y se preguntó cómo lograría que Julian aceptara lo que acababa de hacer.
—Tenemos que abrir este baúl.
—Sí.
—¿Qué te pasa?
—Eres un profesor, un hombre de ciencia, aprecias los inventos, pero yo soy escritor.
—¿Y qué?
—Me gustan los juegos.
—¿De veras?
Ryszard siguió ayudándole a deshacer el equipaje, en silencio.
—¿Qué clase de juegos?
—Verás, he pensado… —respondió Ryszard, notando que se ruborizaba—, siempre que estés dispuesto a aceptarlo, no es más que un pequeño juego, en fin, he pensado en que podríamos fingir que no viajamos juntos.
—¿Fingir qué?
—Bueno, podríamos conocernos de Varsovia. No, es mejor que nos hayamos conocido poco antes de subir a bordo —sacó cuidadosamente del baúl las camisas de Julian—. Yo seré para ti el señor Kierul y tú el profesor Solski para mí, y cada vez que nos veamos en cubierta nos alzaremos el sombrero.
—¿Mientras compartimos el mismo camarote?
—¿Quién va a saberlo? Aparte de las pocas horas de sueño, yo por lo menos me propongo estar siempre en cubierta o explorando el barco.
—¿Y comeremos uno al lado del otro?
—La verdad es que ya no nos sentamos a la misma mesa. He de practicar mi inglés, y si estás a mi lado, sin duda me dejaré llevar por la pereza y te hablaré sólo en polaco.
—No hablas en serio, Ryszard.
—Completamente en serio. Reuniré material para escribir artículos sobre mis impresiones de América…
—¡Todavía no estamos en América!
—¡Este barco está lleno de americanos! Tengo que hablar con ellos.
—A mí no me engañas —dijo Julian—. Sé cuál es el verdadero motivo.
—¿Cuál?
—Tener campo libre con las chicas disponibles. ¿O crees que este viejo casado va a predicarte sobre la lujuria? ¡Adelante!
Ryszard sonrió. (¡Como si otro hombre pudiera restringir su entusiasmo por la seducción!). El verdadero motivo era que quería estar a solas con sus propios pensamientos, sin la obligación del diálogo. Pero le satisfizo que Julian se conformara con esa explicación. Resultó que no había tenido necesidad de maquinar la manera de aligerar la insufrible presencia de Julian a lo largo de la travesía. Durante la primera cena a bordo, Julian habló alegremente y por los codos (Ryszard le observó desde la mesa en la que se había reservado una plaza) sobre sólo Dios sabía qué tediosos temas con una inglesa de edad mediana. A la mañana siguiente tomó un copioso desayuno, pero no se presentó a la hora del almuerzo. Ryszard fue a ver qué le ocurría y lo encontró en camisa de dormir, mareado y con náuseas, con la cabeza por encima de un aguamanil lleno de vómito, y le ayudó a volver a la cama. A partir de entonces, y aunque el mar se mantuvo en calma durante la mayor parte de la travesía, Julian estaba casi siempre mareado y apenas salía del camarote.
Ryszard no se mareó nunca, ni siquiera cuando hubo un periodo de mal tiempo, y eso le pareció el presagio de unos poderes sin límite en el futuro. «Este viaje me convertirá en escritor —se dijo—, el escritor que he soñado ser. Si la ambición es el acicate más seguro para escribir mejor, entonces es preciso cultivarla, sin perder jamás de vista lo novelesco de tu propia vida». Viajar a América no había figurado en sus sueños de una vida romántica antes de que Maryna abordara la idea el año anterior, y Ryszard había decidido que sería allí, en alguna pradera o un desierto, tal vez rescatándola de un ataque indio, o encontrando un manantial y llevándole agua en el hueco de las manos, o con aquellas mismas manos atrapando una serpiente cascabel para asarla en una fogata cuando estuvieran perdidos y acuciados por la sed y el hambre… donde por fin lograría quitársela al refinado Bogdan. Ahora, en el barco, a los sueños acerca de sus acrecentadas perspectivas como pretendiente se unía la convicción de sus acrecentadas energías como escritor. Los artículos que enviaría a Varsovia, como nuevo corresponsal en Estados Unidos de la Gazeta Polska podrían formar un libro importante. Relegó al olvido aquellas dos novelas sensibleras que había tenido la temeridad de publicar cuando aún iba a la universidad y se dijo exultante: «¡Mi primer libro!».
En aquella situación, deliciosamente a solas, se sentía más escritor que nunca. Julian se avergonzaba de marearse y, desde luego, no quería que su compañero de camarote permaneciera a su lado, cuidándole. Como de costumbre, Ryszard estaba del todo despierto a las cinco de la mañana, pero permanecía en cama un poco más… había descubierto que el balanceo del barco le excitaba. (La primera mañana se masturbó imaginando una gruesa morsa parda que se volvía lentamente de un lado a otro. «Qué extraño», pensó. «Mañana debo pensar en Nina»). Entonces se levantó, se lavó y afeitó; Julian gimió débil, abrió los ojos sin ver nada y se volvió de cara a la pared. No había nadie en el pasillo —¡qué indolentes son los ricos!— y durante la hora, más o menos, que faltaba para que sirvieran el desayuno fue el único ocupante del lujoso salón fumador, con sus sofás y sillones enfundados en cuero escarlata, para examinar sus mapas, atlas, diccionarios y gramáticas de inglés. Luego, ante el cuenco de gachas insípidas y los extravagantes arenques ahumados, escuchaba y respondía a personas que hablaban un inglés sin la contaminación de una sola palabra polaca. Se sentaba en el extremo de la mesa, y casualmente todos los pasajeros que le rodeaban eran hablantes de inglés, norteamericanos, hombres y mujeres, de facciones ordinarias y elegante indumentaria, y un obispo canadiense que había estado en Roma para recibir la bendición papal, junto con su joven secretario. Terminado el desayuno, fuera cual fuese el tiempo Ryszard salía a cubierta para dar un paseo por la parte superior del barco (el bastón de Zakopane, con el puño de hueso tallado, una cabeza de oso, podía parecer una muestra de afectación en la cubierta de la nave cabeceante) y entonces se acomodaba en una silla reclinable y abría su cuaderno de notas. Dedicaba las horas hasta el mediodía a hacer descripciones de cuanto veía: los marineros que restregaban la cubierta y pulían los accesorios metálicos, los pasajeros que dormitaban, charlaban y jugaban a los tejos, las formas de las nubes y las bandadas de gaviotas que seguían al barco, el color exacto y las estrías del mar en su espléndida monotonía.
Antes del almuerzo iba a sentarse junto a Julian y le estimulaba a tomar el caldo y el arroz que habían llevado al camarote, y después de comer le hacía una visita más larga para informarle de sus encuentros y observaciones a bordo, y para escuchar las lecciones de Julian sobre América. Aunque las náuseas le impedían incluso abrir el ejemplar de La democracia en América que había llevado consigo para leerlo durante la travesía, Julian tenía muchas ideas sobre lo que Tocqueville debía de haber expuesto en su célebre libro. Entonces Ryszard iba deprisa a la penumbrosa sala que contenía ediciones con encuadernación uniforme de las obras de Sir Walter Scott, Macaulay, Maria Edgeworth, Thackeray, Addison, Charles Lamb y otros autores por el estilo, colocadas en altas estanterías con puertas de vidrio, los nombres de los famosos escritores tallados en volutas sobre el friso de roble y citas de tema marítimo inscritas en las ventanas de cristal coloreado. Allí, en la biblioteca, Ryszard escribía las cartas, a su madre y sus tías, a los amigos, a varias mujeres abandonadas a cada una de las cuales le había prometido regresar y, por supuesto, a Maryna y Bogdan (¡cuánto deseaba poder dirigirse tan sólo a ella!). Al cabo de unas dos horas salía y se encaminaba al salón fumador, pedía un whisky (¡una nueva bebida!), encendía la pipa y en aquel bullicioso reducto masculino se entregaba al placer de una casta ensoñación acerca de Maryna. Entonces se tendía en la silla reclinable para seguir leyendo el libro de Tocqueville que le había prestado Julian o perfeccionar sus habilidades descriptivas en el cuaderno de notas; o bien vagaba por la cubierta donde, siempre dispuesto a perfeccionar sus habilidades de seducción, y como para poner a prueba la afirmación tocquevillana de que Estados Unidos era un país más estricto que los europeos y las mujeres norteamericanas más castas que las inglesas, tenía la valentía de coquetear con una joven estadounidense de Filadelfia, bonita y llena de seguridad en sí misma, a la que intentaba persuadir de que le llamara por su nombre propio.
—A decir verdad, no le conozco a usted lo bastante bien para llamarle por su nombre de pila —le dijo ella—. Si sólo nos conocemos desde hace tres días, y uno de ellos ni siquiera salí a cubierta porque estaba, estaba… indispuesta.
—Es como el Richard de ustedes —insistió él, acariciándola mentalmente—, aunque lo escribimos de un modo distinto.
—¿Y si mi mamá oyera que me dirijo a un caballero al que apenas conozco llamándole por su nombre de pila?
—Se pronuncia de la misma manera, Rishard. ¿Tan difícil es?
Se preguntó cuánto tiempo sería necesario para llevarla a la cama cuando estuvieran en tierra.
—¡Pero no lo dice de la misma manera que nosotros!
—Lo haré en cuanto esté en Nueva York —dijo él, riendo.
—¿Está seguro? —replicó la joven, vivazmente—. Yo no estoy tan segura, señor… ¡oh, no puedo pronunciarlo! En su país hay unos nombres muy curiosos.
—Entonces enséñeme la manera en que lo pronuncia un americano.
—¿Su apellido?
—No, imposible criatura. Rishard!
E imposible, si Ryszard abrigaba ideas de una mayor intimidad, lo era.
Un escritor jamás se aburre, no tiene que hastiarse nunca: ¡afortunada aptitud! Unos anuncios fijados en la cubierta de paseo y en la entrada del salón informaron a Ryszard de la amplia variedad de diversiones cotidianas propuestas a los pasajeros: conferencias, servicios religiosos, juegos y espectáculos musicales. Pero no había nada tan entretenido como trabar conversación con otros pasajeros (al igual que la mayoría de los escritores, era un oyente furtivo y zalameramente receptivo) y no tenía mucho sentido que intentara hablar de sí mismo.
Confiaba en que pronto sería capaz de entenderlos, pero no había ninguna posibilidad de que ellos pudieran entenderle. Como descubriera cuando, en compañía de Julian, practicaba el inglés con desconocidos en tabernas y restaurantes durante los pocos días de estancia en Liverpool, y como lo habían confirmado sus conversaciones en el transcurso de las comidas a bordo, los extranjeros no tenían la menor idea de Polonia, su historia y sus sufrimientos. Ryszard había supuesto que la penosa experiencia polaca, que se prolongaba desde hacía casi un siglo, habría hecho que el mundo civilizado conociera Polonia. En realidad, para los demás era como si aquel polaco procediese de la luna.
En cada comida los norteamericanos le aseguraban que su país era el más grande de la tierra, y como prueba afirmaban que todo el mundo conocía América y que todos querían ir allá. Ryszard también procedía de un país que se consideraba elegido para un destino peculiar, pero cuando un pueblo es elegido para el martirio, se ensimisma de una manera que difiere de la absorción en sí mismos de aquellos norteamericanos, cuya causa era la convicción de ser extraordinariamente afortunados.
—En América, y eso es lo único que importa, si me comprende usted, todo el mundo es libre —le dijo uno de sus compañeros de mesa, un individuo de ademanes bruscos y calva pecosa del que Ryszard había hecho caso omiso hasta que, la tercera noche, el americano le tendió abruptamente su tarjeta al tiempo que le decía—: Augustus S. Hatfield. Hombre de negocios de Ohio.
—Cleveland —leyó Ryszard, y se guardó la tarjeta en el bolsillo—. Construcción naval.
—Exacto. Como no estaba seguro de que hubiera oído hablar de Cleveland, le he dicho Ohio, porque todo el mundo conoce Ohio.
—En mi país no somos libres —dijo Ryszard.
—¿De veras? ¿Y qué país es ése?
—Polonia.
—Ah, tengo entendido que allí están muy atrasados, pero lo mismo sucede en todos los lugares por los que he viajado, salvo quizá Inglaterra.
—La tragedia de Polonia no es el atraso, señor Hatfield. Somos un pueblo conquistado, como el irlandés.
—Sí, Irlanda también es muy pobre. ¿No ha visto usted a todos esos sucios desgraciados que subieron a bordo cuando el barco atracó en Cork? Sé que la Estrella Blanca ha de aceptarlos, tantos como puedan caber ahí abajo. Y es un buen negocio, porque no pueden sacar mucho de nosotros. Ya me dirá, con toda esta comida lujosa y tantos camareros que nos sirven continuamente. Pero, Señor, cuando pienso en todos ellos, si las damas presentes me disculpan la alusión, apretujados en literas sin ropa de cama, unos encima de otros, sin el menor sentido de la decencia, pero ¿saben ustedes?, eso es lo que les gusta, eso y beber y robar y…
—He mencionado a los irlandeses, señor Hatfield, porque tampoco ellos tienen su propio Estado.
—Sí, a los británicos les ha costado mucho tenerlos dominados. Apuesto a que a veces piensan que no merece la pena y les gustaría darse por vencidos y marcharse a casa.
—Todo el mundo quiere ser libre —replicó Ryszard con calma, tras recordarse que un hombre de mundo considera que expresar su indignación es una vulgaridad—. Pero ningún pueblo piensa tanto en la libertad como aquel que ha sufrido durante largo tiempo bajo el dominio extranjero.
—Pues bien, deberían ir a América. Si están dispuestos a trabajar, claro… no necesitamos más gente sucia y perezosa. Como he dicho, en América todo el mundo es libre.
—Los polacos llevamos ochenta años soñando con ser libres. Para nosotros los austriacos, los alemanes y, sobre todo, los rusos…
—Libre para ganar dinero —dijo el hombre con firmeza, y puso fin a la conversación.
Había que ver cómo les encantaban a aquellos americanos los signos de su propio privilegio, y nunca se cansaban de llamarse mutuamente la atención sobre el lujoso mobiliario del barco… de su parte del barco. En cambio, olvidaban por completo a los seres humanos que estaban bajo sus pies, en aquella madriguera de espacios sin ventilar entre la cubierta superior y la bodega de carga donde se alojaba la mayoría de los pasajeros del Germanic, unos mil quinientos, después de que el barco hubiera recogido el complemento restante de varios centenares de emigrantes irlandeses antes de emprender la travesía del Atlántico.
Ryszard sabía bien que las poblaciones humanas se dividían en los que vivían holgadamente, algunos holgadamente en grado sumo, y los que no tenían ninguna holgura. Pero en Polonia el rigor de las relaciones entre las clases estaba diluido por la solidaridad sentimental de la identidad nacional, de la aflicción que padecía el país. Un mundo vertical, flotante, no ofrece nada para suavizar la rigidez del privilegio: tú estabas allí, arriba, con una amplia distribución del espacio, sobrealimentado, a la luz, y ellos estaban allá, en el fondo, amontonados, sometidos a raciones, en una oscuridad maloliente.
¿En qué pensaba el grupo de pasajeros de primera clase que desbordaban el salón mientras, el día anterior por la mañana, escuchaban el sermón del reverendo A. A. Willit, titulado «La luz del sol o el secreto de la felicidad»? En nada, excepto en que la luz del sol y la felicidad eran cosas maravillosas. ¿Y por qué Ryszard debería sorprenderse de ello? Un hombre de mundo jamás se sorprende de nada.
Y un escritor (¡agradable suposición!) no es nunca un intruso, o así lo creen los escritores. El segundo día de la travesía, después del almuerzo, Ryszard realizó un breve descenso al laberinto de la clase económica. («También deberías ir al lugar donde están los fogoneros», le dijo Julian cuando le informó de sus intenciones. «Recuerda lo que te dije sobre las fábricas de Manchester»). Como se había olvidado de hacerse con un plano del barco, no estaba seguro de la dirección que seguía mientras viraba y daba bordadas por el suelo inclinado. Rodeó un espacio mal iluminado que hedía a comida y flatulencia; distinguió ciertos ruidos que se imponían al estrépito general, lloros infantiles, el tintineo de platos metálicos, toses, gritos e imprecaciones en una Babel de lenguas, una alegre tonada de concertina. El balanceo del barco parecía más intenso allá abajo, y a los primeros sonidos de alguien que vomitaba, también a él le entraron ganas de vomitar.
En los viejos tiempos, un billete de clase económica daba derecho a un espacio del tamaño de una cama, húmedo y sin ventilación, compartido por docenas de pasajeros de ambos sexos, pero cuando se descubrió que eso ofendía la decencia, en buques más nuevos, como el Germanic, se separaba a los hombres y las mujeres solteros, no sólo entre ellos sino también de los pasajeros que viajaban en familia. Ryszard entró en uno de los dormitorios, donde se alojaban cerca de cien hombres. «Vaya, mirad al pisaverde», oyó decir a alguien desde la fétida oscuridad, y se alzó un coro de risas. Otro dijo: «Ha venido para ver a los animales en el zoo». Desde la cuarta fila de literas, delante de él, una cara grande y muy blanca, puesta del revés, le miró. «¿Tienes un amigo aquí?», le preguntó la cara. «¡Dejadle en paz!», gritó una mujer gorda desde el umbral. Cuando Ryszard se marchaba, la mujer le pidió un chelín.
A la tarde siguiente decidió intentarlo de nuevo en otra entrada. Titubeó en lo alto de la escalera, al ver el aviso desconcertante fijado en la pared: «Se ruega a los pasajeros del salón que no arrojen dinero o comestibles a los pasajeros de la clase económica, a fin de no causar disturbios y molestias». Y entonces se encontró con la mirada atrevida de un marinero de cubierta que cerca de él estaba pintando un pescante para alzar botes salvavidas.
—No voy a arrojarles nada —le dijo en un tono jocoso.
—¿Quiere encaminarse a la clase económica, señor? —le preguntó el marinero, dejando la brocha.
—La verdad es que sí —respondió Ryszard.
—¿Y que yo le lleve?
—¿Por qué? ¿No se me permite ir solo?
—Bueno, eso depende de usted, señor. Si le acompaño, podré enseñarle adonde ir.
A Ryszard le desconcertó el interés por acompañarle, y su perplejidad fue todavía mayor cuando, al bajar la escalera, oyó que el marinero le decía: «Es usted uno de los primeros caballeros de esta travesía que baja». Había supuesto que la visita de un pasajero de primera clase sería algo más que una rareza. El marinero abrió la gran puerta de hierro. Al principio, como le sucediera el día anterior, Ryszard no vio gran cosa. «Sígame», le dijo el marinero. Estaban en la zona que albergaba a las familias, unas habitaciones más pequeñas con catres para veinte o treinta personas, y cada una de ellas, como cada una de las diversas familias allí acampadas, con su propio grado distintivo de congoja, hilaridad y resignación. En una de las habitaciones, un violinista tocaba para tres parejas que bailaban, y un anciano acompañaba la tonada batiendo palmas; en otra, oscura como una mazmorra, unas mujeres con chales alimentaban a sus hijos en el suelo, mientras de las literas llegaba el sonido de fuertes ronquidos masculinos; en otra, cuatro hombres acurrucados alrededor de una lámpara de petróleo discutían por un juego de póquer, y una abuela mecía y tarareaba a un bebé que lloraba. El marinero precedió a Ryszard por un estrecho pasadizo que desembocaba en un pasillo más ancho, cerca de cuyo extremo dos mantas marrones hacían las veces de cortina.
—¡Mick! —gritó su guía. De un cubículo al lado de la improvisada cortina salió un hombre con aspecto de duende y cabello bermejo, no, como el pelaje del zorro. Ryszard tenía ya la mano en el bolsillo, los dedos crispados sobre el lomo de su cuaderno de notas—. Ésta es la persona que busca. Y ahora voy a dejarle en buenas manos.
—Ha sido usted muy amable —dijo Ryszard.
—A su servicio, jefe —replicó el marinero, y tendió la mano con la palma hacia arriba. Ryszard depositó un chelín en ella y la mano siguió abierta hasta que añadió otro chelín—. Muchas gracias. Y, Mick, no te olvides…
—¡Largo de aquí, canalla! —gruñó el airado duende—. ¡Y no me llamo Mick! —cuando el marinero se hubo ido, refunfuñó—: Cabrón inglés —tenía una botella en la mano—. Tome un trago —le dijo a Ryszard.
—Soy un periodista polaco —empezó a decir Ryszard—, y quiero hablar con algunos pasajeros de la clase económica para un artículo que estoy escribiendo sobre el barco.
—¿Está escribiendo un artículo? —el duende también era capaz de sonreír—. ¿Y con cuántos le gustaría hablar?
—Veamos, si pudiera entrevistar a cinco o seis de sus amigos…
—¡Cinco o seis! —exclamó el hombre que no se llamaba Mick—. Entrevistará usted a mis amistades. ¿A todas ellas a la vez? —golpeó el suelo con un pie y se rió. Ryszard pensó que era un duende siniestro—. Bueno, siéntese en esto.
Mientras le empujaba para que tomara asiento en un cesto puesto del revés que estaba al lado de la cortina, Ryszard notó un acceso de alarma: ¿iban a atacarle y robarle? ¿Y no en una emboscada apache, a manos de un matón escultural que se alzaría sobre él con su hacha de guerra, sino en una emboscada feniana (aquella sociedad revolucionaria irlandesa fundada en Nueva York a mediados de siglo), y a manos de un hombrecillo con el cabello color de zorro que blandía una botella de whisky por encima de su cabeza? Pero no…
—¿Cree usted que le servirán mis sobrinas? Son seis en total, mis encantadoras sobrinas a las que llevo a América —vaya por Dios. Ryszard se sintió menos aliviado que enojado por su propia ingenuidad—. Beba, hombre. No voy a cobrarle mucho por el licor. Es usted un joven vigoroso, de eso no hay duda. Dispuesto a hacerlo, ¿no es cierto? —Ryszard se había levantado—. Bueno, adelante.
—En algún otro momento —le dijo Ryszard.
Entonces el hombre soltó un torrente de palabras en voz lastimosa, y aunque Ryszard no entendió todo lo que decía, el significado general estaba claro: bastantes caballeros de primera clase ya se habían aprovechado de los servicios que prestaban las muchachas, y el caballero extranjero no tenía que preocuparse, pues sus chicas eran muy limpias y estaban sanas, él se lo podía garantizar. Alzó las mantas colgantes. En el interior, repantigadas en un canapé cuyas almohadas de brocado y cobertor ligero tal vez procedían de un ajuar, había una maraña de muchachas de ojos enrojecidos, ninguna de las cuales tendría más de dieciocho años. Una de ellas lloraba. «Muy limpias y sanas», repitió el hombre. Estaban delgadas y parecían desdichadas, todo lo contrario de las chicas rollizas y alegres de los burdeles de Varsovia y Cracovia.
—Bueno, ¿qué le parecen mis encantadoras muchachas?
Una de ellas era bonita.
—Buenas tardes —le dijo Ryszard.
—Se llama Nora. ¿Verdad, criatura?
La joven asintió dócil. Ryszard dio un paso adelante, con vacilación. En el otro extremo del cubículo había una colchoneta y ropas de cama. ¿Y si atrapaba la sífilis y tenía que renunciar a Maryna para siempre? Pero ya estaba en el interior.
—Me llamo Ryszard.
—Entonces tan sólo con una será suficiente, ¿eh?
—Qué nombre tan curioso tienes —le dijo ella—. ¿También vas a América?
—¡En pie, beldades mías! —gritó el hombre. Hizo salir a las otras y dejó caer la cortina.
Cuando Ryszard se tendió sobre la colchoneta, al lado de la muchacha, el barco escoró abruptamente.
—¡Ah! —exclamó ella—. A veces tengo miedo… —se mordía las puntas de los dedos, como una chiquilla—. Es la primera vez que viajo en barco, y debe de ser espantoso morir ahogada.
Una creciente oleada de conmiseración invadió a Ryszard mientras la marejada remitía. Ahora se percataba de que la chica era incluso más joven de lo que había supuesto.
—¿Qué edad tienes, Nora?
—Quince años, señor —le estaba manoseando los botones de los pantalones—. Casi quince.
—No, no tienes que hacer eso —le tomó la mano de uñas mordidas y la retuvo entre las suyas—. ¿Han venido muchos otros visitantes de… de arriba?
—Hoy es usted el primero —musitó ella.
—¿Todo va bien, mozo? —gritó el hombre desde el otro lado de la cortina.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Ryszard.
—Déjame que sea amable contigo —le dijo la muchacha.
Había liberado la mano que él le sujetaba sin apretar, y se arrojó sobre su pecho. Él la abrazó con fuerza, la palma en la parte inferior de la espalda, y le acarició el cabello apelotonado.
—No te pega, ¿verdad? —le susurró al oído.
—Sólo si se queja el señor —replicó ella.
Ryszard dejó que la chica le empujara hasta que quedó tendido y notó que sus labios agrietados le rozaban la mejilla. Ella se había alzado la camisa y restregaba sus huesudos ijares contra el cuerpo masculino, y él, contra su voluntad, se estaba excitando.
—Preferiría no hacerlo —le dijo a la muchacha; deslizó las manos por debajo de ella y le alzó el torso unos centímetros por encima del suyo—. Te daré el dinero y puedes decir…
—Oh, por favor, señor, por favor —protestó ella—. ¡No puede darme a mí el dinero!
—En ese caso yo…
—Y él se enterará de que no le he gustado y me…
—¿Cómo va a enterarse?
—¡Lo hará, lo hará! —él notaba las lágrimas de la chica en el cuello y el movimiento de su pubis—. ¡Lo sabe todo! Lo verá por mi cara, porque tendré vergüenza y estaré preocupada, y entonces mirará, ya sabe, entre mis piernas.
Ryszard exhaló un suspiro y tendió el frágil cuerpo a su lado, se desabrochó los pantalones, se sacó el pene semierecto y volvió a colocar a la muchacha encima de él.
—No te muevas —le dijo, mientras insertaba suavemente el miembro entre los delgados muslos, por encima de las rodillas.
—¿Qué está haciendo? —gimió ella—. Éste no es el sitio correcto. Tiene que metérmela donde hace daño.
Ryszard notó que los ojos le escocían a causa de las lágrimas.
—Estamos jugando a un juego —le susurró ásperamente—. Finjamos que no estamos en este barco grande y horrible, sino en un bote que se mueve y cabecea, pero no demasiado, y tiene este remo pequeño que debes sujetar fuertemente entre las piernas, porque de lo contrario se caerá al agua y entonces no podremos remar para volver a casa, pero puedes cerrar los ojos y fingir que duermes…
Obediente, la chica cerró los ojos. Ryszard también cerró los suyos, que aún le escocían por las lágrimas de piedad y vergüenza, mientras su eficaz cuerpo hacía el resto. Era el relato más triste que jamás había inventado. Era el juego más triste al que jamás había jugado.
—Julian… —empezó a decir Ryszard. Estaba en el camarote, contemplando al hombre mayor mientras éste tomaba sorbos de caldo—. ¿Frecuentas mucho los burdeles de Varsovia, es decir, lo hacías antes de casarte con Wanda?
—Apuesto a que ni siquiera entonces iba tanto como tú —respondió Julian, y se las ingenió para sonreír—. Ahora no voy casi nunca. El matrimonio me ha domesticado.
—Puede resultar desalentador —comentó Ryszard, dividido entre el trillado deseo que sentía en aquel momento de confiar en Julian y una determinación más juiciosa de guardarse la experiencia para sí mismo—. Desalentador —repitió, esperando que Julian le sonsacara.
—No tan desalentador como el matrimonio —dijo Julian—. ¿Qué es la tristeza de una hora sin amor comparada con una vida entera de cohabitación sin amor?
Ryszard comprendió que, sin proponérselo, había provocado en Julian el deseo de confiar en él. Por un momento la debilidad del joven que nunca había tenido padre (murió antes de que Ryszard naciera) tuvo a raya a la segunda naturaleza del escritor cuyo pasatiempo favorito era incitar a los demás para que hablaran de sí mismos. Entonces el escritor ganó.
—No sabes cuánto lamento saber que hay desavenencias entre tú y Wanda.
—¡Desavenencias! —gritó Julian—. ¿Sabes qué sueño encerrado en este camarote un día tras otro y echando la primera papilla? Que llegamos a América, encontramos un lugar para el falansterio y entonces, poco antes de que lleguen los demás con Maryna, desaparezco. Nadie sabe adónde he ido. Pero no tendré el valor de hacer eso, ya lo verás. No habrá ningún Nuevo Mundo para mí.
—¿No sientes ningún afecto por ella?
—¿Te parezco un hombre que puede querer a semejante imbécil?
—Pero antes de que te casaras con ella debiste de tener por lo menos un atisbo de…
—¿Qué sabía yo de las mujeres? Ella era joven, yo quería una compañera, y pensé que podría moldearla y que ella me respetaría. Pero en vez de eso, sólo me teme, y no puedo evitar que se note mi exasperación, mi decepción —profirió un gemido—. No puedes imaginarte cuánto te envidio. Felizmente soltero, puedes irte de putas siempre que te venga en gana y sin remordimientos de conciencia, mientras cortejas a una mujer ideal a la que nunca conseguirás.
—¡Julian!
—No debo mencionar que tienes tus miras puestas en Maryna, ¿verdad? Pero si todo el mundo lo sabe.
—Incluso Bogdan.
—¿Cómo no iba a saberlo? Tendría que ser tan estúpido como mi Wanda.
—Y todo el mundo me considera completamente ridículo.
—Digamos… juvenil.
—¡La conseguiré! Ya lo verás. También hay tristeza en ese matrimonio. Yo podría hacerla mucho más feliz.
—¿Cómo?
Ryszard no podía decirle a Julian que su intuición le decía que un hombre como Bogdan no sabe cómo hacer feliz en el plano sexual a una mujer.
—Escribiré dramas para ella —respondió.
—¡Ah, juventud! —exclamó Julian.
Por la mente de Ryszard cruzó de improviso la idea de que Julian no estaba enfermo de veras, que sólo había sido presa de un acceso de desaliento y se había ocultado.
—Vístete y ven a la cubierta conmigo —le dijo—. Te sentirás mejor, te lo prometo.
—¿Y coquetear con las chicas? ¿Compartirás conmigo alguna de tus conquistas?
—Ah, mis conquistas… —Ryszard se echó a reír—. ¿A cuál prefieres? ¿A la inglesa de los impertinentes y el ejemplar de Historia de la esclavitud blanca en el bolso? ¿A la bailarina española con las castañuelas? ¿A la viuda francesa que le canturrea «Ven conmigo, caguiño» al perrito blanco con el que pasea por la cubierta? ¿A la condesa romana cargada de bisutería que confía en recuperar la fortuna de su antigua familia atrapando a un rico marido americano? ¿A la dama de Varsovia, sí, Varsovia, no somos los únicos polacos en primera clase, que anuncia a todos y cada uno que viaja a América para huir del yugo moscovita, o su hermana, quien ya siente tanta nostalgia del terruño (me temo que me recuerda a Wanda) que sin duda querrá mostrarte la bolsita de seda con tierra polaca que guarda entre los senos? ¿A la alemana infeliz en su matrimonio que te dice en confianza que jamás podría sentirse atraída por un hombre que no compartiera su adoración por Wagner? ¿A la norteamericana (¡estas chicas de Estados Unidos son increíbles, Julian!) que te recomienda para la salud un viaje en el ferrocarril de su papá? ¿A la enfermiza chica irlandesa que viaja en clase económica con su tío…? —había empezado a reírse de su retozona inventiva y, desde luego, uno no debe reír cuando intenta ser divertido. ¿Por qué no podía, entonces, detenerse, dejar de reírse con tal violencia que los ojos se le llenaban de lágrimas? De todos modos, siguió tambaleante con su enumeración, hasta que la concluyó falto de aliento—: Quédate con todas si quieres.
—Bravo —dijo Julian.
—Bueno, ¿vas a vestirte ahora?
Julian sacudió la cabeza.
—Déjame que viva lo experimentado por otro. Aguardaré con ilusión a leer un relato sobre cada una de esas damas en tu próximo libro. No me decepciones. Y ahora, si me disculpas, me temo que estoy a punto de vomitar.
Que Julian no aceptase su ofrecimiento de librarle de aquella ingenua compasión de sí mismo y de su inactividad nociva no podía ser más irritante. También era de lo más extraño que le hubiera hecho tal ofrecimiento, tras haber cedido al profundo deseo de prescindir de él durante la travesía, pero un cambio del clima interior ha de ser tan tenido en cuenta como la inminencia de una tormenta oceánica.
Tras limpiar el estropicio causado por la vomitera de Julian, Ryszard salió del camarote, regresó a la cubierta, donde imperaban el sol y el viento, y su mente se remontó a las alturas de una desdeñosa agudeza. Como la mayoría de los artistas inteligentes, desde hacía tiempo Ryszard se había acostumbrado a ser dos personas. Una de ellas era un hombre bondadoso, inquieto, bastante juvenil a los veinticinco años, mientras que el otro… en el otro, indiferente, temerario, manipulador, florecía el temperamento de un hombre mucho mayor. El primer yo se sorprendía siempre ante la prueba de su propia inteligencia; nunca dejaba de asombrarle, estremecerle de emoción, cuando las palabras, la elocuencia, las ideas, las observaciones salían volando de su boca como pájaros. El segundo estaba condenado a no encontrar a nadie lo bastante inteligente, y cuanto veía planteaba un desafío a sus habilidades de observación y descripción, dado que estaba tan espesa y ciegamente empapado en sí mismo («el mundo» no es un escritor).
El primer yo era un polaco inseguro y juvenil que aspiraba a ser un hombre de mundo. El segundo, en los más ocultos recovecos de su corazón, se consideraba distinto a todos los demás seres humanos. Ryszard era una de esas personas extremadamente inteligentes que se hacen escritores porque no pueden imaginar un uso mejor para su lucidez, su sensación de ser distinto de los demás, pero sabía que esa inteligencia también podía ser un impedimento: ¿qué valía puede llegar a tener un novelista si cada persona con la que se encuentra le parece ridícula o patética? Para ser un gran escritor hay que creer en el prójimo, lo cual significa que uno debe adaptar sin descanso sus expectativas acerca de la gente. Ryszard jamás podría desdeñar en demasía a una mujer por ser menos inteligente que él, puesto que la estupidez era una cualidad que abundaba entre todos sus conocidos, incluida Maryna (cuya inteligencia le parecía… cautivadora). Y, a pesar de lo que le había dicho a Julian, se habría sentido agraviado si, allá en Polonia, todo el mundo no le hubiera creído enamorado de ella. A los vivos deseos, fáciles objetos de burla, de un hombre joven por una famosa actriz, el hombre que siempre conocía el juego de los otros, el escritor, daba su ferviente asentimiento. Le parecía que ser humillado por el amor era digno, que incluso le mejoraba.
El amor, un voluptuoso sacrificio del juicio. El amor, ese sentimiento que varía de forma, que cambia tanto en ausencia como en presencia del ser amado. La variedad de sus sentimientos hacia Maryna encantaba a Ryszard. Un día era lujuria, pura lujuria. Sólo podía evocar su nuca blanca y suave, la curva de sus senos, la carnosidad rosada de su lengua. Al día siguiente era fascinación. Ella es el ser más interesante al que he conocido jamás. Otro día era sólo (¡sólo!) su belleza. Si ella no tuviera exactamente ese aspecto, ese rostro, si no hiciera esos gestos, si no tuviera ese timbre de voz, si no fuese tan alta, si no llevara esas prendas de vestir suaves y sedosamente expresivas, jamás habría podido tallar una marca perenne en mi corazón. Y a veces, con frecuencia, se decía que no, que era admiración. Ella tenía un gran talento y un alma grande; era sincera, al contrario que yo.
Sabía que Maryna aprobaría su simpatía por los pasajeros de la clase económica, y cuando, dos días después, bajó una vez más a la bodega (era deliciosamente incapaz de decir si lo hacía porque Maryna querría que lo hiciera o porque tenía que experimentar de nuevo, pero más fríamente, aquella consternación) también recogió un material más que suficiente para su artículo sobre el viaje, gracias a las conversaciones que logró entablar con una docena de aletargados o perplejos emigrantes. (El viejo que recitaba pasajes del Libro de la Revelación y explicaba que Dios había decretado que antes del fin de los tiempos todos los habitantes del mundo fuesen a «Hamérica»… Ryszard lo utilizaría para un cuento). Transcurrieron dos días antes de que el olor de los alimentos putrefactos y los excusados atascados por las heces desapareciera de su olfato.
Ese hedor permanecía aún en sus fosas nasales cuando el capitán del Germanic hizo un aparte con él para reconvenirle por sus incursiones, diciéndole que, si bien era cierto que no podía prohibir la «comunicación» entre los pasajeros de primera y los de la clase económica, tenía instrucciones de la compañía para que recomendara encarecidamente la abstención de tales visitas. «Por razones de salud», le dijo. Era un hombre corpulento, un auténtico monstruo marino en el que este lenguaje remilgado parecía fuera de lugar, se decía Ryszard, pues suponía que el capitán se estaba refiriendo al desdichado comercio carnal que tenía lugar abajo. Pero no, resultó tratarse de una inconveniencia más inmediata: si los funcionarios de Sanidad neoyorquinos que examinarían a los pasajeros de la clase económica en busca de indicios de enfermedades contagiosas o infecciosas descubrían que, durante la travesía, algunos pasajeros de primera clase habían efectuado visitas a la bodega, también esos pasajeros podrían ser sometidos a cuarentena.
—Le agradezco su interés —le dijo Ryszard.
Estaban en el salón fumador, adonde era de esperar que se trasladaran todos los hombres después de la comida (las esposas e hijas disponían del Tocador de Señoras para sus charlas informales), y donde Ryszard se había excusado de la obligación de intervenir en la conversación cortés y se sentaba un poco aparte, pipa en mano, observando, escuchando. Los hombres, enrojecidos por la bebida, hablaban sobre todo de acciones y porcentajes (Ryszard entendía muy poco de lo que estaban diciendo) o contaban anécdotas de sus hazañas sexuales (se preguntó cuál de ellos había estado con Nora), mientras que él… él cultivaba una indulgencia elemental y una jovial indiferencia. Pensó que en aquel barco había recorrido una gran distancia. Tenía la sensación de que no habían transcurrido muchas millas náuticas sino muchos años desde que era un joven inexperto que subió a bordo en Liverpool. Con qué rapidez viaja la inteligencia. No hay nada en el mundo que viaje más rápido.
Hacia el final de la travesía hubo un periodo de mal tiempo (una jornada de vientos muy fuertes) y, como si sólo necesitara ese desafío, Julian decidió que se había recuperado del mareo y podía reanudar la vida cotidiana a bordo.
—Me siento del todo renovado —le dijo a Ryszard—. Como si hubiera seguido una cura.
Estaban juntos en la barandilla, por encima del mar ahora en calma, y Julian advertía a Ryszard de ciertas diferencias entre el inglés británico y el norteamericano («Se usan distintas expresiones para denominar el despacho de billetes, el equipaje, la estación de tren…») cuando la joven de Filadelfia salió a la cubierta.
—¡Ah, está usted aquí! Le he buscado por todas partes.
—Ajá —dijo Julian.
La joven llegó a su lado.
—Buenos días, señorita —le dijo Julian—. Hace un día precioso, ¿verdad? Qué pena que esta deliciosa travesía esté a punto de concluir.
—¿La quieres? —inquirió Ryszard en polaco—. Es tuya.
—¿Qué dice usted? —preguntó la joven—. Mi mamá dice que no es cortés decir algo que los demás no pueden entender.
—Le estoy diciendo al profesor Solski que me ha encontrado usted tan encantador que está muy deseosa de conocer a tantos caballeros polacos como le sea posible.
—¿Cómo puede decir semejante cosa, señor Krool? ¡Vamos, es una mentira!
—Discúlpame —dijo Julian—. Discúlpeme, señorita —y se alejó.
—¡Qué atrevido es usted! —exclamó la joven—. Ahora su amigo se ha ido. Si quería que le conociera, ése no era el modo de plantearlo. Por Dios, creo que estaba incluso más azorado que yo —hizo una pausa y entonces sacudió un dedo ante Ryszard—. Ah, es usted muy, pero que muy atrevido. ¿Acaso trataba de azorar a su amigo?
—Sí, para estar a solas con usted.
—Pues sólo podemos estar a solas un minuto. He de volver en seguida al camarote y ayudar a mamá a elegir el vestido que se pondrá para el banquete de despedida de esta noche. Pero le he traído esto.
Le tendió un pequeño álbum de felpa roja con los bordes dorados.
—¿Un regalo? —dijo Ryszard—. ¿Tiene un regalo para mí, adorable muchacha?
—¡Oh, no, es mío! —exclamó ella—. Es mi posesión más preciada, a excepción de…
Se interrumpió, avergonzada. La lista de sus posesiones preciadas era bastante larga.
—De todos modos, quiere enseñarme su posesión más preciada, y eso demuestra que le gusto. ¿Qué es esto?
—¡Mi libro de autógrafos! —respondió ella en un tono triunfal—. Y el hecho de que se lo enseñe no significa nada en absoluto. Se lo enseño a todos mis conocidos y a cada persona con la que trabo relación, aunque sólo me guste un poco.
—Ah —dijo Ryszard, con fingida consternación.
—Ha de mirar el interior. Contiene poemas que me han escrito. Cada señorita tiene uno de estos álbumes.
Ryszard pasó las páginas de color azul como los huevos del petirrojo, salmón, gris, rosa, ante y turquesa.
—«Sé buena, querida niña, y tolera a quien será inteligente». ¿Quién escribió esto?
—Mi padre.
—¿Está usted de acuerdo?
—¡Señor Karool, qué preguntas más tontas que hace!
—Llámeme Richard. ¿Y esto?
—¿Qué?
¡Cómo gozaba recitando, con su ridículo acento polaco!:
—«En la tempestad de la vida / Cuando necesites un paraguas / Que te lo sostenga / Un joven bien guapo» —¡si Maryna pudiera verle!—. ¿Quién es el autor?
—Mi mejor amiga, Abigail. Fuimos juntas a la academia de la señorita Ogilvy. Ella me adelantaba un curso, pero ahora está casada.
—¿Lo cual significa que la envidia usted?
—Puede que sí y puede que no. ¡Ésa es una pregunta muy íntima!
—No tan íntima como yo puedo serlo.
—No debe usted seguir por ese camino, señor Kreel. Y escriba algo en mi libro, ¿no me dijo que era escritor? Si escribe algo aquí, entonces jamás le olvidaré.
—¿Debo escribir algo para que me recuerde? ¿No me recordaría siempre si la siguiera a Filadelfia?
—¡Va usted a Filadelfia!
—Para ver la Exposición del Centenario, por supuesto. Usted me dijo que debería verla.
—Pero yo…
—Y será mi guía —la atrajo hacia sí: ¿por qué no?, al día siguiente desembarcarían en Nueva York—. La estrecho contra mi corazón. No me diga que debemos separarnos, o encontraré una…
Y también ella huyó. Adiós, señorita Filadelfia.
Las aguas fueron reduciéndose, aparecieron islas, un remolcador, y entonces la isla, Manhattan, un viento cálido y húmedo y las gaviotas, los cormoranes, los halcones que volaban trazando círculos mientras el Germanic avanzaba río arriba, hasta que, estremeciéndose, chocaba con los amortiguadores del muelle de la Estrella Blanca en la calle Veintitrés. A su derecha, el implacable carácter contra naturam de una ciudad moderna, una ciudad dedicada a refundir todas las relaciones en las de comprador y vendedor. Una ciudad próspera, una ciudad adonde la gente deseaba emigrar, a cualquier coste, cualesquiera que fuesen los oprobios.
Todavía estaban trasladando a los pasajeros de la clase económica desde el Germanic a la barcaza que los llevaría río abajo al castillo de Clinton, el antiguo fuerte en la parte inferior de Manhattan, donde serían interrogados y examinados, cuando los funcionarios de aduanas que habían subido a bordo para entrevistar a los pasajeros de primera clase e inspeccionar sus equipajes hubieran terminado con ellos y les dieran la bienvenida a América. Ryszard y Julian bajaron a la calle, de la que se alzaba vapor, y subieron a un coche de alquiler para ir a su hotel.
El volumen del establecimiento asombró incluso a Julian. Desde Liverpool, y por telegrama, había reservado una habitación doble en el hotel Central… por el nombre.
—Parece un banco —comentó Ryszard.
Una vez se registraron en recepción (en un país libre, como señaló Julian, uno no necesitaba ningún documento de identidad), y tras preguntar al empleado dónde podía comprar sellos para enviar su rimero de cartas («Dáselas a él», le susurró Julian. «Las franqueará y añadirá el importe en la factura»), le preguntó si aquel tiempo era normal.
—¿Se refiere a la ola de calor? —respondió el empleado—. No es un tiempo tan caluroso como puede llegar a serlo. En julio no. No, señor. Esto no es nada. ¡Deberían volver el mes próximo!
Siguieron a los dos botones negros que se apresuraron a cargar con el baúl y las maletas, cruzaron el enorme vestíbulo, con sus diversas zonas aromáticas de latón pulimentado, madera aceitada y tabaco de mascar, echaron un vistazo al cavernoso comedor, donde cuatro veces al día los clientes entraban para comer (Ryszard observó que, al parecer, el calor autorizaba a los hombres a sentarse a la mesa en mangas de camisa, y Julian le explicó que, como en el barco, en los hoteles norteamericanos las comidas no se cobran por separado y su coste está incluido en el precio de la habitación), llegaron a su inmensa habitación con un bonito pero, como les informó su epidermis, inútil ventilador pendiente del techo, y decidieron salir de inmediato a dar un paseo. Cuando salieron de nuevo a la calle, Ryszard, que había estado ocupado observando, juzgando, llegando a conclusiones desde el momento en que desembarcaron dos horas antes, tuvo su epifanía. Tal vez fue la visión del cartel cuando salieron del hotel. Broadway. ¡Estaban en Broadway! Su ágil mente avanzó con más lentitud, y todo lo que pudo pensar fue: «Estoy aquí, realmente estoy aquí».
En el barco, aquel microcosmos cruel, Ryszard no estaba en ninguna parte y, por lo tanto, podía sentir que estaba en todas partes, que su conciencia reinaba sobre el entorno. Recorres tu mundo, mientras se mueve por una superficie de absoluta uniformidad, de un extremo al otro. El mundo es pequeño, puedes metértelo en el bolsillo. Eso es lo hermoso de viajar en barco.
Pero ahora estaba en alguna parte. No se quedó atónito cuando el destino era San Petersburgo o Viena (aunque durante mucho tiempo había atesorado en la cabeza imágenes de esas ciudades que para él eran míticas), no se asombró la primera vez por la pura presencia real del lugar donde se hallaba, y le pareció tal como lo había imaginado. Era Nueva York la causante de aquel hechizo, o tal vez era América, Hamérica, mítica en exceso por el aflujo de sueños, de expectativas, de temores que ninguna realidad podía sustentar, pues en Europa todo el mundo tiene opiniones sobre este país, les fascina América, imaginan que es idílico o bárbaro y, al margen de cómo lo conciban, siempre es una especie de solución. Y entretanto, en lo más hondo, uno no está del todo convencido de que realmente exista. ¡Pero existe!
Sorprenderte de que algo exista realmente significa que parece del todo irreal. Lo real es aquello de lo que no te maravillas, no te desconcierta: no es más que la tierra seca que rodea tu pequeño charco de conciencia. ¡Que sea real, que sea real!, deseó Ryszard.
Aquella noche volvieron a pie casi hasta el extremo inferior de la isla. Caía la noche, pero las calles seguían llenas de gente, los tenderos y empleados cedían el paso a la gente dedicada a la diversión, que incluía a una multitud de prostitutas callejeras. Pasearon por Union Square, contemplaron a las personas bien vestidas que iban a los teatros, echaron un vistazo al interior de un bar de Bleecker Street, donde había mujeres semidesnudas en el regazo de hombres en mangas de camisa, inclinados hacia atrás en sus sillas («Esto es lo que, curiosamente, los americanos llaman un saloon, y también una tasca», le dijo Julian); pasaron por calles donde los inquilinos de los pisos, que se sofocaban, habían sacado jergones y tablas a las salidas de incendios y las aceras para dormir… Ryszard guardaba silencio; Julian comentó que un barrio pobre de Nueva York no era lo mismo que un barrio pobre de Liverpool, porque aquí la gente tenía esperanza («Los barcos no zarpan cada semana de Nueva York llenos de gente pobre que emigra a Liverpool», comentó). Pero a Ryszard no le importaba, apenas prestaba oído a las trivialidades de Julian. Escuchaba la voz en su propia cabeza extrañamente vacía. «Estoy aquí. ¿Adónde creí que iba? Estoy aquí».
Existe… pero entonces, ¿y tú?
Tienes las cosas que haces, claro, tu manera de comportarte. Si eres un hombre, dondequiera que vayas, siempre puedes buscar relaciones sexuales. Si, hombre o mujer, tiendes a una clase de diversión más exótica, como el arte, puedes pasar el tiempo examinando las instituciones locales, aunque sólo sea para deplorar su insuficiencia. Si eres periodista, o escritor de narraciones que juega a ser periodista, querrás empaparte de la miseria del lugar. El implacable servilismo de los camareros negros en el restaurante del hotel, que exclaman: «¡Sí, señor! ¡Sí, señor!» cada vez que pides algo, confirmaba su impresión de que las personas más corteses de Nueva York son las que proceden de África, a las que trajeron aquí encadenadas, mientras que quienes daban la sensación de ser amenazantes eran europeos que habían decidido emigrar hacía muy poco. Iba allá donde le habían advertido que no se aventurase: el valle de tugurios y chabolas que comenzaba pocas calles al oeste de Central Park, calles secundarias, oscuras y temibles tales como Bayard, Sullivan y West Houston, incluso el infame callejón de los Traperos y el de la Botella, donde vivían los más pobres y desdichados y, por lo tanto, los más peligrosos. El riesgo de que le robaran la cartera era el menor de los peligros que, según le habían dicho, correría. Se diría que había desembarcado en una isla de caníbales.
Como escritor que era, la mente de Ryszard se asemejaba a un espacio en blanco perpetuamente disponible. Julian tenía el consuelo de sus intereses, la ciencia, las invenciones, el progreso. Lo que veía durante sus viajes ilustraba o aumentaba lo que ya sabía. Dos días después de su llegada, Julian fue solo a ver la Exposición del Centenario, donde se exhibían los más recientes prodigios de la inventiva norteamericana (¡el teléfono, la máquina de escribir, la máquina de mimeografiar!) y regresó tras pasar un día en Filadelfia encantado de lo que había visto. En cuanto a Ryszard, a pesar de que su periódico quería un informe de primera mano sobre aquel aniversario nacional y la feria mundial, se había escabullido: no podía soportar otra serie de explicaciones de Julian sobre lo moderno y lo juicioso. Era Nueva York, su crudeza, su irreverencia, lo que atraía a Ryszard. Incluso sospechaba que podría haberse sentido más a sus anchas en la ciudad de treinta años atrás, la que Dickens había vituperado, cuando aún se veía deambular a los cerdos por las calzadas de adoquines. De los tres artículos que envió a la Gazeta Polska antes de que partieran hacia otro lugar («La vida en un gran vapor trasatlántico», «Nueva York: primera impresión» y «Los modales norteamericanos»), el segundo y el tercero estaban llenos de vividas descripciones y una juiciosa admiración por las energías de la ciudad.
Como viajero, Ryszard tenía una ventaja sobre Julian: su gusto por la diversión sexual. En alta mar, casualmente y por primera vez en su vida, había tenido un atisbo de lo abyecta que podía ser la prostitución, y decidió eliminar ese inquietante conocimiento por medio de una alegre visita a un burdel en tierra. La velada terminó de una manera memorable con otro cliente en el salón del establecimiento, en Washington Square, donde, al bajar tras haber pasado una hora con una voluptuosa mujer llamada Marianne, se detuvo a tomar una copa de champaña mientras experimentaba la transformación gradual, bajo el estímulo del placer, de la idea sombría que había llenado su mente por otra más agradable.
—No puedo situar su acento —le dijo el hombre, afablemente.
—Soy periodista, de Polonia —se presentó Ryszard.
—¡También yo soy periodista! —no era la profesión que Ryszard habría supuesto para aquel hombre mayor, de aspecto agradable, con el rostro arrugado y el cuerpo de un deportista—. ¿Ha venido para escribir sobre Estados Unidos? —Ryszard asintió—. Entonces debería leer mis libros. No puedo evitar recomendárselos.
—Quiero leer tantos libros sobre América como pueda.
—¡Estupendo! ¡Así se habla! Los temas pueden parecerle un poco limitados. Quiero decir que no soy Tockvil…
—¿Quién? —inquirió Ryszard.
—Tockvil, ya sabe, ese francés que vino aquí, debe de hacer casi cincuenta años.
—Entiendo.
—Pero, verá usted, en mis libros aprenderá cosas de las que la mayoría de los extranjeros no saben nada. El año pasado salió uno, Las sociedades comunales de los Estados Unidos, y hace tres años California: para la salud, el placer y la residencia, y…
—Pero esto es, esto es —Ryszard extrajo jovialmente la palabra de su vocabulario pasivo— singular, señor…
—Charles Nordhoff —tendió la mano y Ryszard se la estrechó con entusiasmo.
—Richard Kierul —«Dios mío», se dijo Ryszard. «Me estoy cambiando el nombre. En América realmente voy a llamarme Richard»—. Es peculiar —repitió—, porque California es adonde voy y espero permanecer allí algún tiempo. Y estoy muy interesado en las comunidades que viven de acuerdo con una norma superior, de cooperación mutua —hizo una pausa—. En fin, supongo que eso es lo que significa sociedad comunal.
—Sí, y ha habido muchas de ellas, en Texas, Pennsylvania y California, en todas partes, aunque, desde luego, al final no funcionan. Pero eso es lo característico de este país. Lo intentamos todo, somos un país de idealistas. ¿O no tiene usted esa impresión?
—Confieso que hasta ahora no he visto gran cosa de ese idealismo —respondió Ryszard.
—¿No? Bueno, no ha visto la auténtica América. Salga de Nueva York. Aquí nadie tiene interés por nada salvo por el dinero. Vaya al oeste. Vaya a California. Es el paraíso. Todo el mundo quiere ir allá.
—¿No parece muy norteamericano —le dijo a Julian, a quien contó este encuentro, aunque no su entorno, cuando regresó al hotel— que América tenga su América, su mejor destino adonde todos sueñan con ir?
Sólo cuando fijó con Julian la fecha de su partida, Ryszard comprendió que había superado la conmoción y el asombro. Ya no se maravillaba; todo era completamente real. De hecho, gracias a esa operación que una mente aguda tiene siempre preparada para dominar el asombro, había llegado a la conclusión de que aquello que le sorprendía por su singularidad no era tan original: aquel Arca de Noé llena de refugiados de todos los diluvios, de todos los desastres sobre la tierra, ya la tercera entre las más grandes ciudades del mundo conocido, no iba a ser la única de su clase. Dondequiera que haya promesa, habrá esta fealdad, esta vitalidad, este descontento, así como esta complacencia. El domingo, el tercer día de su estancia, Ryszard fue a una iglesia de Brooklyn para escuchar a su eminente ministro, el autor de un volumen recientemente publicado y muy vendido, titulado Las abominaciones de la sociedad moderna, quien predicaba un sermón sobre la inhumanidad e impiedad de Nueva York. Tales denuncias le parecieron a Ryszard de la misma clase que la jactancia sobre los extremos del clima. Tenemos el país más grande y la metrópolis más pecadora. Seguro que no. Un tráfico que impide la movilidad, remolinos de papeles desechados, solares en construcción, edificios feos llenos de letreros de tiendas y publicidad, caras de todos los colores y formas, esta sucesión interminable de llegadas, de edificación, de partidas… pronto el mundo estará lleno de ciudades como ésta.
Una semana después de su llegada, se marcharon en el tren que cruzaba el país. Para completar su artículo sobre el viaje trasatlántico, Ryszard había pasado unas horas en el castillo de Clinton, observando la cola de pasajeros de clase económica que aguardaban su destino en el enorme vestíbulo y, entre los letreros que, con severos caracteres, informaban a los emigrantes de quiénes eran bien recibidos y quiénes probablemente serían excluidos, vio un mensaje más invitador:
¡ATENCIÓN!
¡A CALIFORNIA!
EL PARAÍSO DEL TRABAJADOR.
UN CLIMA SALUDABLE. SUELO FÉRTIL.
INVIERNOS SUAVES. NO SE PIERDE EL TIEMPO.
NI PLAGAS NI INSECTOS NOCIVOS.
Así rezaba el cartel con el dibujo de una gigantesca cornucopia de la que salía una policroma cascada de frutas, verduras, pescados, arados, casas y personas. Volvió a verlo en el vestíbulo también atestado de la estación de ferrocarril, y se lo señaló a Julian, mientras buscaban el andén del que saldría su tren. Pasarían siete días y siete noches en el tren, el cual efectuaba muchas paradas, y ninguna, excepto la de Chicago, durante más de una o dos horas. Ryszard estaba encantado con la perspectiva, pero Julian mucho menos, pues se había enterado de que ahora era posible viajar incluso más rápido. El tren expreso, inaugurado el primero de junio, que hacía pocas paradas y corría a la inimaginable velocidad de ochenta a casi cien kilómetros por hora, sólo tardaba tres días y tres noches en llegar a San Francisco. Ése era el tren que, según Julian, deberían tomar, pero Ryszard se opuso.
—Hay mucho que ver —le dijo a su amigo—. Tengo necesidad de ver.
Ryszard se había negado a cambiar los billetes.
—No se pierde el tiempo —musitó Julian, señalando el cartel con un movimiento de la cabeza.
—¡El paraíso del trabajador! —exclamó Ryszard—. Anímate, camarada.
—Bueno, por lo menos… de acuerdo. Ni plagas ni insectos nocivos —canturreó Julian, sonriente—. ¡Atención! ¡A California! —entonaron jovialmente al unísono.