Seis

Pasas, papá, patata, prisma.

—¿Disculpa? —dijo Jakub.

—Pasas, papá, patata, prisma. No tienes que decirlas todas. Prisma es la única que cuenta, la que proporciona a la boca una expresión simpática. Pero es una ayuda coger carrerilla con pasas, papá, patata. ¿Están listos?

La fotógrafa había colocado la cámara cerca del roble de hoja perenne, detrás de la casa.

—Listos —dijo Maryna, desde seis metros de distancia, las manos descansando sobre los hombros de Piotr.

Bogdan, Julian y Wanda se habían situado a su derecha. A la izquierda estaban Danuta, Cyprian y sus hijitas, cada una con un conejillo en los brazos.

La fotógrafa se echó atrás el sombrero español que aseguraba con una correa en el mentón, se cubrió con el paño negro y reapareció al cabo de un momento.

—¿No podrían buscar unas cajas para que se suban los de la segunda fila?

—Aniela, trae algo para que tú y los otros estéis más altos —dijo Maryna en polaco, sin volver la cabeza.

—Echaré una mano —se ofreció Ryszard—. En el establo hay lo que necesitamos.

Las niñas soltaron sus conejillos y se escabulleron tras ellos. Piotr corrió al establo y regresó con Ryszard y Aniela, encima de la carretilla llena de cubos de leche. Barbara, Aleksander, Ryszard, Jakub y Aniela volvieron a ocupar sus lugares en la segunda fila.

—¿Recuerdan lo que les he dicho?

—Piotr, pasas, papá, patata, prisma —gritó Piotr—. Piotr, pasas, papá…

—Excelente, jovencito. Ahora, si lograras que tu padre y sus amigos lo dijeran… —Eliza Withington miró al grupo con circunspección—. Los ojos bien abiertos, eso es. Ahora me gustaría ver una expresión simpática. Les alegrará mucho tener este recuerdo de ustedes en los años venideros.

Y así será. Y la luz impetuosa de la cálida tarde de marzo se convertirá en la elegancia de color sepia del ayer. Entonces éramos así. Jóvenes y de aspecto inocente. Y tan pintorescos. Maryna apenas reconocible con su atuendo de colona, un vestido de calicó oscuro, con larga sobrefalda, el cabello con raya en el centro y recogido en un prieto moño en la nuca. Bogdan con su pulcra chaqueta de pana y pantalones de lana, las perneras metidas en las botas altas, unas Wellington nuevas. Piotr con camisa a cuadros y pantalones cortos de dril, el cabello rubio abruptamente cortado al nivel de las orejas y peinado a un lado, como un chiquillo americano. ¡Y mirad, Ryszard con sombrero de ala ancha! «Los pantalones eran rojos», le dirá Ryszard a su esposa (su segunda esposa), mientras manosea la foto y contempla su expresión de antaño. «Y la camisa de franela se abrochaba con un corchete, era mi camisa favorita. ¿A que no adivinas cuánto me costó todo mi atuendo? ¡Un dólar!». Aniela recordará la emoción de ponerse el delantal con pechera blanca que Maryna le comprara la semana anterior.

—Nos parece que tenemos una expresión simpática —dijo Bogdan—. Pero usted es la fotógrafa.

—Más simpática sería mejor. Con un poquito de ensoñación, si comprende lo que quiero decir. Una expresión que de ordinario no le pediría a una familia campesina, pero ustedes son distintos a las demás personas que he observado en esta comunidad —dejó su lugar detrás de la cámara y se acercó a Danuta—. ¿Me permite? —y le enderezó la toca. Entonces regresó a la cámara para examinarlos de nuevo—. O si no, pues tal vez son ustedes demasiados, una expresión más natural. No quiero decir demasiado relajada, sino casi un poco distraída, como si se lo estuvieran pasando bien. A veces uno puede parecer demasiado serio, siempre lo digo. ¿De qué país dicen que proceden?

—De Polonia —respondió Bogdan.

—¡Válgame Dios! ¿Y son todos de Polonia?

—Todos —dijo Jakub.

—Bueno, es extraordinario, ¿no les parece?, la gente de lugares tan diversos que quiere venir a América. Quiero decir que una nunca pensaría en ir a Polonia, que está muy cerca de Rusia, ¿verdad?

—Muy cerca —corroboró Cyprian.

—Y Rusia es vasta, ¿verdad?, como América. Pero estoy segura de que su país también es enormemente interesante. Debe de ser maravilloso ver y fotografiar todos esos países pequeños. Tal vez algún día iré a Europa, todavía estoy a tiempo. Iría en mi carreta, lo mismo que aquí, pararía donde me viniera en gana y haría las fotografías que quisiera. ¿Creen que la gente se reiría de mí? ¿Quién es ese pajarraco de California?, dirían. No importa. Los asustaré con la mirada. Oh —se rió, señalando a Maryna—. La he visto sonreír.

El retrato de su comunidad había sido idea de Maryna, cuando vio el anuncio en el semanario Gazette de Anaheim:

Señora Eliza Withington

Artista fotográfico

¡Ambrotipos y daguerrotipos Excelsior!

Habiéndose perfeccionado en el arte, la señora Withington

no puede dejar de satisfacer.

Permanecerá en Anaheim durante una semana en el

Hotel Planters, habitación n.° 9.

No deje de visitarla. Precios razonables.

Parecidos garantizados.

«Asegure la sombra antes de que la materia se desvanezca».

Maryna envió a Ryszard al pueblo para que visitara a la señora Withington y le preguntara si podría ir a hacer una fotografía de catorce personas, tres niños incluidos. Ryszard aprovechó la ocasión para pasar una hora de intimidad con su maestra de escuela y luego fue al hotel. En una carreta, cerca de la entrada, la que tenía un cartel que representaba una cámara sobre su trípode, se sentaba una señora robusta y entrada en años, con un sombrero Stetson y un gabán ulster de alpaca negra.

—Usted sólo puede ser la ilustre señora Withington —le dijo Ryszard, quitándose el sombrero nuevo—. No esperaba encontrarla en la calle tomando el sol.

Él le explicó su encargo, y ella le explicó que le resultaba tedioso esperar a los posibles clientes en la habitación.

—Vivo por la luz y para la luz —le dijo, y accedió a ir a la granja con su estudio ambulante a la mañana siguiente.

A los colonos polacos les extasió aquel espécimen de feminidad norteamericana independiente, pero sólo pudieron mirar mientras ella descargaba una caja tras otra, sostenía las frágiles placas de cristal y los paquetes y frascos de sustancias químicas, el trípode con sus patas dobladas y atadas y «la mascota», como llamaba a su cámara de cajón Filadelfia; montaba la tienda oscura en la que dispuso las sales y emulsiones y colocaba los depósitos para sensibilizar y revelar las placas; desataba y desplegaba el trípode y montaba la cámara. Tan sólo les pidió agua para llenar el depósito en el que limpió las placas de vidrio de doce por veinte centímetros, y rechazó todos los ofrecimientos de ayuda de los hombres. Pero se alegró cuando Julian le dijo que había sido profesor de química en Polonia antes de convertirse en agricultor en América. «Ah, sí —dijo la señora Withington—, la fotografía es química. No es otra cosa, ¿verdad?». Le invitó a mirar dentro de la atestada tienda oscura mientras aplicaba las sales fotosensibles a una lámina de cristal y entonces la revestía con el colodión mojado, y obtenía la recompensa de que Julian le hiciera unas preguntas inteligentes sobre la superioridad del colodión con respecto al procesado de la albúmina sobre cristal, junto con una respetuosa preocupación por las propiedades explosivas del principal ingrediente del colodión, la celulosa nitratada («Sí, la llamamos algodón pólvora», dijo ella alegremente). Jakub recibió permiso para reunirse con ellos cuando hizo saber que, además de agricultor, era pintor. «Claro, la fotografía también es pintura», observó ella. «Es pintar con luz». Y le dijo a Jakub que su par de nuevas lentes Morrison producirían un parecido muy superior al que podría conseguir cualquier pintor.

Aunque había un lugar en el Norte al que llamaba hogar (Ione City, un pueblecito de las Sierras), donde tenía un estudio de retratos, durante varios meses al año iba por ahí en su carreta, buscando escarpas y gargantas dignas de ser fotografiadas, curiosas formaciones rocosas y altos cactus. Costeaba su vida itinerante deteniéndose en los pueblos para ofrecer sus servicios.

—Las bodas y los funerales son los mejores —observó. Y puesto que Anaheim le había decepcionado en ambos aspectos, proseguiría su camino después de haberles hecho la fotografía.

Les dijo que había viajado innumerables veces por todo el Estado.

—¿Sola? —exclamó Barbara.

—¿No tiene miedo, señora Withington? —inquirió Danuta—. Yo estaría muy asustada.

—¡Jamás!

—Pero sin duda estaría más segura si le acompañara un ayudante —dijo Ryszard.

—Tengo mi Colt y sé cómo usarlo —replicó ella, dándose unas palmadas en la cadera.

Una vez tomada la fotografía, la invitaron a comer con ellos. Ella les dijo que nunca se sentía más feliz que cuando subía a la carreta y seguía adelante.

—Poseo un alma inquieta, y toda la paciencia de que soy capaz la empleo en mezclar las sales y el colodión, preparar las placas y concentrar mi mente en la persona antes de fijar su imagen. Lo bueno de esto es que cada día tengo algo nuevo que mirar a través de la lente.

Sin embargo, aceptó su invitación de entrar en la casa para tomar un vaso de té. («No tendrán un poco de whisky, ¿verdad? Claro que no, ustedes beben vodka, como los rusos»; «Diga más bien que los rusos beben vodka como nosotros», replicó Cyprian) y, una vez instalada con el vaso y una botella de whisky en el sofá de la sala, pareció inclinada a quedarse y charlar.

—Me dirijo en particular a la señora que adoptó una postura tan elegante cuando yo estaba a punto de exponer la primera placa —Maryna sonrió de nuevo—, y que sonríe de una manera tan encantadora cuando quiere. Desde luego, pocas personas desean que les hagan un retrato en el que aparezcan sonriendo. En las pinturas de los grandes maestros sólo sonríen los payasos y los bobos. Una fotografía debe mostrarnos en nuestra esencia, tal como intentamos ser, como desearíamos que nos recordaran, lo cual implica serenidad.

—Los perros sonríen, señora Withington. El mismo señor Darwin extrae de eso alguna conclusión.

—Muy cierto, pero ¿qué quiere decir el perro con su sonrisa? ¿Es feliz la criatura? ¿O sólo intenta entretener a su amo? Es posible que finja.

—¿Qué quiere decir la gente cuando sonríe? —replicó Ryszard—. A lo mejor todos fingimos.

—Creo que nosotros… —terció Wanda.

—Por favor, Wanda —la interrumpió Julian—, limítate a escuchar.

—Y entonces mantener quietos los músculos de la cara, retener la sonrisa, puesto que la cámara no puede tomar la imagen ¡así! —chasqueó los dedos— producirá inevitablemente una expresión que parece falsa, o algo peor. Cuando revele el negativo, el fotógrafo tal vez descubra que, en vez de sonreír, la persona retratada parece a punto de llorar.

—O ambas cosas —dijo Maryna.

—Usted ha posado para el fotógrafo muchas veces, ¿no es cierto?

Maryna asintió.

—Ya me lo parecía. Un instante antes de que destapara la lente, ha arqueado un ápice las cejas, alargando así el óvalo de las mejillas. Me gustan las personas que saben lo que hacen. ¿Ha actuado alguna vez en el teatro?

—Así es, señora Withington.

—Pero diría que no se ha dedicado a la comedia, señora Zawa… Zawen… Perdone, me resulta demasiado difícil pronunciar sus nombres polacos. Estoy segura de que tenía un aspecto muy majestuoso y serio y que cuando sonreía el público lo consideraba un regalo, un regalo especial para ellos. Tengo esa sensación cuando me sonríe.

—Es usted muy perceptiva, señora Withington. ¿Va mucho al teatro?

—¡No, qué va, en Ione City no hay ningún teatro! Ni siquiera en los tiempos en que era un campamento minero, aún no era Ione City, los mineros la llamaban Chinche y Congelación, nunca fue lo bastante rica. Pero hace sólo veinticinco años que me vine, desde Nueva York, donde iba a ver todas las obras y tenía mis actores favoritos y álbumes llenos de recortes acerca de ellos. Estaba segura de que echaría de menos todo eso cuando mi marido hizo caso del canto de sirena del oro y le seguí hasta California. Pero cuando me quedé sola, después de que él muriese en un accidente, se cayó desde lo alto de un risco, pobre hombre, y me propuse dominar el arte helio-gráfico, lo más solicitado entonces eran fotos de hombres que mostraban puñados de pepitas de oro o cercaban con estacas el perímetro de su explotación minera, y a todo el mundo le parecía muy original que una mujer se ofreciera como fotógrafa, y todavía más peculiar si era una fotógrafa itinerante que ha de transportar de un lado a otro tanta caja pesada, pero yo sabía que era fuerte (en realidad, quería ser agrimensora, pero entonces aún no permitían que las mujeres se dedicaran a eso), bueno, entonces no añoré el teatro en absoluto. Aprecio que una persona sea ella misma porque no sabe ser de otra manera. Permítanme que les hable de alguien a quien fotografié recientemente en mis viajes y cuyo destino fuera de lo corriente ha hecho que sea tan natural como un paisaje —miró a su alrededor—. ¿Cuánto tiempo han dicho que llevan en California?

—Hace ya seis meses —respondió Bogdan.

—¿Y en todo ese tiempo nadie les ha mencionado a una mujer notable, Eulalia Pérez de Guillen? Todo el mundo la conoce. ¿No? Hace mucho fue la propietaria del territorio que hoy es Pasadena, pero no es famosa por eso, sino porque en diciembre pasado celebró los ciento cuarenta y un años. Sí, está allá, en el Valle de San Gabriel, viviendo con uno de sus biznietos, pues sus hijos y nietos han muerto hace tiempo, pero ¿qué puede esperar alguien que vio la luz por primera vez en 1735? Ése es el año en que nació, y ha vuelto para asistir a la iglesia de Mission, como lo hiciera hace ciento veinticinco años, cuando era una niña. El año pasado le hice un hermoso ambrotipo en el jardín de Mission. ¿Se la imaginan? Diminuta y encorvada, la boca sin dientes por dentro y llena de surcos por fuera, y casi calva… a su edad, se habría dicho que era como un arbusto en ese viejo jardín. Pero estaba inquieta como una ternera, ni siquiera sabía cómo ponerse seria como lo hace la gente cuando posa ante la cámara, y no pude resistirme a fotografiar su sonrisa bonachona.

Quelle horreur —dijo Bogdan.

—Esa mujer no sabe cómo morirse —comentó Ryszard.

—Es una inspiración para todos nosotros —dijo la señora Withington, apurando su bebida—. Bueno, debo irme. Espero estar en Palm Springs dentro de unos días, y desde ahí iré al desierto para fotografiar unas rocas. Luego me esperan en Los Ángeles. Allí un colega mío tiene un estudio donde sacaré los positivos y los montaré. Tengo previsto pasar de nuevo por Anaheim dentro de tres semanas, y si no les gusta la fotografía, no tienen que pagarme. Pero sé que les gustará. Todos ustedes tienen unas caras muy interesantes.

—¿Habíais visto alguna vez a una persona semejante? —inquirió Ryszard—. Sólo en América es posible encontrar a una mujer así, convencida de que las mujeres no se diferencian de los hombres, que se pasa la vida dando órdenes al prójimo. ¡Es un hombre! Ese pelo rojizo, el sombrero masculino, el Cok en la pistolera, el whisky por la mañana y todas esas opiniones exuberantes. ¡Maravilloso, sencillamente maravilloso!

—Me ha gustado —dijo Maryna—. Es valiente.

—A mí me ha gustado eso que ha dicho sobre la mujer que nació en 1735 —comentó Barbara.

—Me gustaría ver la partida de nacimiento —dijo Julian—. No me he creído una sola palabra. Nadie vive tanto tiempo.

—¿Crees, mamá…?

Maryna tomó a Piotr del brazo y lo atrajo a su regazo.

—Desde luego, es muy posible que sea una buena fotógrafa —concedió Ryszard.

—No cabe duda de que es un buen tema para pintarlo —manifestó Jakub—. Me gustaría hacerle su retrato, pero parece ser la última persona que permanecería en la misma posición el tiempo necesario para un pintor.

—«¡Oh, no, válgame Dios!» —exclamó Cyprian, imitando el acento nasal de la anciana—. «No me gusta posar, soy una persona muy inquieta».

Maryna se echó a reír.

—Será bonito tener una imagen de las niñas tal como eran de pequeñas —comentó Danuta.

La fotografía los transportó a todos al futuro, cuando sus años jóvenes sólo serían un recuerdo. La fotografía era una prueba (Maryna enviaría una de las copias que había encargado a su madre, otra a Henryk, otra a la hermana de Bogdan), una prueba de que estaban realmente allí, viviendo su esforzada nueva vida; y para ellos, un día sería una reliquia de esa vida en sus inicios más duros y rudos o, si su empresa no triunfaba (al cabo de seis meses en la nueva Brook Farm la colonia había tenido unos gastos de quince mil dólares y casi ningún ingreso), de lo que habían intentado.

—Me pregunto si tendré un sobresalto cuando me vea en la fotografía —le dijo Maryna a Bogdan cuando se quedaron a solas—. Ya no pienso nunca en mi aspecto, ahora que no estoy obligada a preocuparme por tener la mejor apariencia.

Bogdan le aseguró que no parecía distinta (falso), que estaba tan hermosa como siempre (también falso). Pero estas palabras no consolaron a Maryna. Posar, hacerlo ahora, le había dejado un extraño resabio.

—Cuando era actriz me parecía natural que me fotografiaran, con la indumentaria de uno de mis papeles. Sabía lo que debía hacer ante la cámara, y el aspecto que quería tener. Hoy posaba en un vacío, fingiendo que ofrecía algo, jugando a ser fotografiada.

Era imposible sentirse sincera mientras fotografiaban a una, e igualmente imposible sentirse la misma persona tras haber cambiado de nombre.

El hijito de Maryna fue el primero en adoptar un nuevo nombre. Un día de febrero anunció que era Peter, como le llamaban en la escuela. Maryna, sobresaltada por la firmeza de la infantil voz de tiple, replicó que eso era del todo imposible, puesto que le habían bautizado como Piotr y, además, ¿qué patriótico niño polaco desearía llevar un nombre alemán?

—No es alemán, mamá. ¡Es americano!

—Pueden llamarte como quieran, pero tu nombre es Piotr.

—Estás equivocada, mamá. ¡Peter es un nombre americano!

—Esta discusión ha terminado, Piotr.

—No voy a responderte ni obedecer cuando me llames Piotr —gimió él, y corrió a la cocina para arrojarse en brazos de Aniela.

Y lo decía en serio, pues la gente que vivía en una tubería de desagüe ante la que pasaba a diario camino de la escuela le había ordenado que se cambiara el nombre; eran muy pequeños, no mayores que su mano, toda una familia de ellos, con muchos niños, y él solía detenerse a charlar con ellos, y le contaban relatos y decían lo que debería hacer. Un día pasó Miguel a caballo (Miguel era el muchacho más fuerte de la clase e iba a clase montado en su propio poni) y, al verle acuclillado al lado de la tubería de desagüe y hablando hacia su interior, desmontó y se agachó junto a él. Su compañero de clase polaco había hablado a Miguel de la minúscula familia que vivía allí, y también que su nombre verdadero era Peter. Esto creó un vínculo entre ellos, y ahora eran amigos íntimos. Así pues, tenía que mantenerse fiel a lo que había dicho, por más que temiera enojar a su madre, sobre todo desde que ésta ya no era guapa.

Salió de inmediato vencedor en lo más esencial de su lucha: Maryna dejó de llamarle por su nombre para dirigirse a él. Podía decirle «cariño» o «pequeñín» (él respondía con docilidad a las palabras cariñosas), pero la inhibición la irritaba, y sospechaba que, a sus espaldas, Aniela ya había cedido a la acometida de Piotr a favor de su nuevo nombre. Esta situación se prolongó durante dos meses. Entonces, una mañana, cuando el pequeño se disponía a salir para ir a la escuela, Maryna le detuvo.

—Ven aquí un momento.

—¡No puedo, llegaré tarde!

—Obedéceme.

Ella le hizo una seña para que se sentara a la mesa del comedor.

—¿Qué quieres, mamá? —Maryna se sentó delante de él y empezó a recoger los grasientos platos del desayuno y colocarlos en una pila—. ¡Van a castigarme por llegar tarde, mamá!

Ella se puso las manos en el regazo y se aclaró la garganta.

—De acuerdo, me rindo.

No tuvo necesidad de darle explicaciones. Al cabo de un minuto de silencio, el niño sacó su pizarra de la cartera escolar y la puso sobre la mesa.

—¿Ahora no quieres ir a la escuela? —le preguntó su madre en voz baja.

Él sacó un trozo de tiza y lo colocó encima de la pizarra.

—Y les diré a tu padrastro y a los demás… lo que hemos decidido.

El pequeño empujó la pizarra hacia ella sobre la mesa. Maryna escribió su nuevo nombre en grandes letras y se la devolvió. Él hizo un solemne gesto de asentimiento, guardó la pizarra en la cartera y partió hacia la escuela.

Poco después de que Piotr se convirtiera en Peter, también heredó una habitación propia. Con los dos nuevos edificios levantados por albañiles indios, ahora había alojamientos independientes para Cyprian, Danuta y sus hijas, así como para Barbara y Aleksander. Cada pareja contaba con su propia chimenea, y Julian había construido un horno al aire libre con los ladrillos de adobe sobrantes, pero todos seguían comiendo juntos en el comedor de la casa de Maryna y Bogdan o en una larga mesa en el patio. Puesto que carecían por completo de radicalismo comunitario, los amigos habían rechazado en seguida el llamamiento de Fourier para la abolición del matrimonio (el inmaduro sueño de un soltero recalcitrante, observó Aleksander, quien estaba satisfactoriamente casado), pero habían acordado que preservar el sentimiento familiar no requería la perpetuación de la lúgubre comida en familia. Y necesitaban reunirse tras la dispersión de sus intereses y tareas a lo largo de la jornada: acostumbrados a conversar hasta altas horas de la noche, como lo habían hecho los polacos cultos una generación tras otra, se resistían a seguir el horario de los campesinos, aun cuando ello significara menos energía para el trabajo del día siguiente.

Todavía estaban lejos de alcanzar una combinación ideal entre esfuerzo mental y físico, pero por lo menos la casa principal contaba ahora con una biblioteca (habían desempaquetado los últimos libros, disponiéndolos en la estantería recién construida) y un piano en condiciones, con tapa y patas metálicas, que Maryna había mandado traer de San Francisco (costaba una fortuna, setecientos dólares). No hay vehículo de la nostalgia tan potente como la música: no habían sido conscientes de lo mucho que añoraban Polonia hasta que empezaron a tocar juntos después de la cena. Habían anhelado música, la música de los compositores polacos, una canción de Kurpinski, un vals de Oginski, sobre todo el arte puramente expresivo de Chopin. Pero estas composiciones sonaban de un modo distinto en su puesto de avanzada en el extremo de la vastedad norteamericana, en la sublimidad del Nuevo Mundo. Las polonesas y mazurcas de Chopin, célebres en el mundo entero como símbolo musical de la lucha polaca por la independencia del dominio extranjero, parecían ahora una revelación involuntaria del aspecto patético del patriotismo. Sus nocturnos, con su alentador flujo de estados anímicos sin límites, parecían lastrados con la tristeza del exilio y la nostalgia del país natal.

Podrían haber suspirado sin cesar, de haber estado dispuestos a ceder a la tristeza. Era más fácil, más íntimo, proyectarla hacia aquellos a los que habían dejado atrás.

«¿Suspiraste, Henryk, al recibir la fotografía? La veo colgada en la pared de tu consultorio, por encima de la mesa, en un bonito marco de nogal. ¿Al examinar minuciosamente nuestros semblantes y las exóticas prendas de vestir, como debes de haberlo hecho, no te has imaginado, ni siquiera por un momento, en la fotografía? ¿No lamentas no habernos acompañado? A estas alturas el sol te habría evaporado toda esa melancolía. Aún puedes ser uno de los nuestros, querido amigo. ¡Ven!». Y más adelante, en la misma carta: «No, nunca me duele la cabeza en California. Es increíble cómo la transforma a una sentirse bien, totalmente bien. Pero cada uno se siente de un modo distinto. ¡No te he dicho que algunos incluso tenemos nuevos nombres! Piotr sólo responde si le llaman Peter, la gente del pueblo llama Bob-Dan a Bogdan, Ryszard ha consentido en que le llamen Richard y Jakub está coqueteando con Jake. Todos nos sentimos vigorizados, y en este aspecto mi precioso pequeño se lleva la palma. El nuevo Piotr, el Piotr que ahora se llama Peter, Peter tout court, es un muchacho diferente, más alto, más fuerte, menos temeroso. Ha hecho amigos. Sabe montar a pelo, como lo hacen los indios y los mexicanos. Una joven del pueblo le da lecciones de piano. ¡No le reconocerías, Henryk! ¡Tal vez todos deberíamos cambiar de nombre!».

¿Cómo podía quejarse, incluso a Henryk? ¿Decirle que no habían cambiado en absoluto, para ir a mejor? Cyprian y Aleksander parecían un tanto deprimidos por los quehaceres y las inquietudes, y Julian, aunque tan impulsivo como siempre, seguía persiguiendo a la pobre Wanda. ¿Decirle que ella añoraba las amistades femeninas? Wanda sólo podía despertar su conmiseración, y Maryna se había dado cuenta de lo poco que le gustaban Danuta y Barbara, que tenían la suerte de estar casadas con maridos amables, mucho mejores que ellas; también ellos eran muy, muy… ¿cómo podría decirlo de un modo cortés?… manejables. ¿Decirle que ella estaba en contra de la misma condición de vivir en pareja, exceptuado su propio matrimonio? Solamente el importuno e inteligente Ryszard y el bondadoso Jakub, sus dos solteros, no le atacaban los nervios… y el querido Bogdan, desde luego, pese a lo tenso que estaba y lo excesivamente solícito que era. ¿Decirle que temía volverse estúpida, a falta de suficiente estímulo mental, y que cada vez le resultaba más difícil reunir la paciencia incluso más esencial en una comunidad que en un matrimonio? No, no le diría nada de esto.

Eso sí, le dijo a Henryk que le echaba de menos.

La lealtad a un grupo cuya empresa corre peligro era una virtud arraigada en su vida profesional. Aceptas el papel principal en una nueva obra, vas a los ensayos y entonces comprendes que, pese a tus esfuerzos y los ajenos, las cosas no salen bien, la obra no es tan buena como habías creído; pero tampoco es mala, y nadie comprende mejor que tú sus virtudes, la quieres como querrías a un hijo ingrato, y te dices que, tal vez, al final saldrá bien: todo el mundo se esfuerza mucho por salvarla, se han hecho cortes e introducido variaciones en el texto, se ha planeado una puesta en escena más animada y el pintor de decorados tiene una nueva idea para el último acto, por lo que sería erróneo abandonar las esperanzas. Y así cierras filas con tus compañeros de actuación y defiendes la obra, o más bien la alabas ante todo el mundo fuera de tu comunidad de esfuerzo. Dices que todo está bien, y a menudo no hay insinceridad en tus palabras. Crees en lo que estás haciendo. Debes creer en ello.

No podía saber si los demás se quejaban en sus cartas. Sólo sabía hasta qué punto dependía de ella que conservaran la armonía y siguieran llenos de estímulo y pensando en el futuro. Maryna aceptaba esa responsabilidad, pues tenía unos poderes a los que no podía renunciar. La suya era una presencia transformadora, iluminada por el resplandor crepuscular de todos los papeles heroicos y expresivos que había representado. La mujer que manejaba la mantequera, horneaba el pan y orientaba a Aniela en la preparación de la cena antaño se había encaminado, majestuosa y valiente, al cadalso donde sería decapitada por orden de su prima la reina Isabel de Inglaterra, había aguardado llena de piedad las manos estranguladoras del enloquecido Otelo, se había apresurado a ponerse un áspid en el seno al conocer la muerte de Marco Antonio, había expirado en un dormitorio solitario, como una cortesana reformada, despojada incluso de sus queridas camelias. Había hecho todas esas cosas definitivas de una manera majestuosa, conmovedora, irresistible. No podía tener exactamente el aspecto que había tenido en Polonia, pero el trabajo duro y vulgar no había cambiado su modo de caminar ni de volver la cabeza para escuchar ni de mantenerse en silencio ni, lo más atractivo de todo, de hablar. En la vibrante voz de violoncelo con que les instaba a reconvenir con más energía a los vecinos cuyo ganado había devorado su cosecha invernal de cebada, oían las cadencias de la voz que había proclamado la excelencia de la misericordia con Shylock, negado la llegada del alba al fugitivo Romeo, delirado con el sueño culpable de Lady Macbeth y el lascivo deseo que de su hijastro tenía Fedra. Transcurriría largo tiempo antes de que se disiparan esas auras de nobleza tan arraigadas.

Una reina que ha abdicado siempre será una reina para aquellos que la conocieron en el trono. Pero Maryna había jurado que en California no daría explicaciones de quién había sido, y la persona que era ahora, una inmigrante, no necesitaba ninguna explicación. Su llegada (su manera de vestir, su nacionalidad, su ineptitud) había causado cierta sensación, pero al cabo de seis meses, que es un largo periodo de tiempo en California, cuya abundancia permitía una rapidez de cambio incluso mayor que la del resto de América, su presencia se tomaba con una naturalidad casi absoluta. La impresión más intensa de singularidad que Maryna podía causarles a los lugareños tenía lugar cuando, en compañía de su marido y sus amigos, asistía a la misa dominical en Saint Boniface, con la extremada elegancia de siempre, tocada con un sombrero nuevo.

Ya no eran los intrusos más recientes, sino casi residentes veteranos. Ahora había incluso chinos, que habían instalado lavanderías y trabajaban en los campos, así como más familias con nombres norteamericanos, es decir, nombres de pequeños propietarios rurales británicos. En febrero, una comunidad de veintisiete adultos y diecinueve niños, que había elegido el nombre de Societas Edenica, se estableció en un rancho de cuarenta hectáreas al norte de Anaheim. En el pueblo se chismorreaba acerca de singulares disposiciones para dormir, extraños ejercicios calisténicos en grupo y una dieta repulsivamente frugal. Y parecía ser que todas estas novedosas restricciones estaban destinadas a generar santidad y salud. Los edificios que levantaron eran redondos, supuestamente para promover una mejor circulación del aire. Puesto que el círculo era la perfección en cuanto a la forma, la salud era perfección, la única alcanzable, en cuerpo y alma. El alcohol y el tabaco estaban prohibidos, así como la carne, así como cualquier alimento tocado por el fuego, todo aquello que no habría sido comido en el jardín del Edén. Su dirigente, el doctor Lorenz, predicaba que nuestra condición de seres caídos no es nada más que el alejamiento de la vida saludable de nuestros primeros padres. Adán y Eva, ya sabéis lo que eso significa, decían los lugareños, quienes, siempre que encontraban pretextos para entrar en la propiedad de la colonia, se sentían frustrados al no tropezar nunca con nadie desnudo como en el Edén.

Esa aventura de practicar la vida ideal no era en absoluto del agrado de Maryna y Bogdan, pero la consideración militante por la salud que tenían en Edenica ejercía cierto atractivo al menos en dos miembros de su propia comunidad nada doctrinaria. Danuta y Cyprian habían prescindido de la carne antes de que llegaran los edenistas, y en fecha más reciente habían solicitado que les cocinaran sus alimentos por separado, sin sal, y que les sirvieran cuencos con manzana rallada, almendras picadas y uvas machacadas en cada comida, mientras los demás insistían en dificultar sus digestiones con grasos estofados y untuosos asados.

Puesto que la comida es un acicate de la camaradería, los demás tenían la sensación de que, al someterse a unas renuncias tan severas, Danuta y Cyprian habían roto algún convenio tácito con la comunidad.

—Supongo que pronto comeréis puré de bellotas, como los indios —dijo Aleksander.

J’apprécie votre sarcasme —replicó Cyprian en un tono desabrido.

—Haya paz, amigos —terció Jakub—. Como dicen en Roma, vivi e lascia vivere.

Pero Danuta y Cyprian se negaron a considerarse ridiculizados, y siguieron importunando a los demás con sus nuevos rigores dietéticos. Danuta enseñó a Aniela a preparar un postre del que Maryna estaba segura que procedía del repertorio culinario de Edenica, una especie de natillas de harina y agua aromatizadas con zumo de fresa.

—Delicioso, ¿no es cierto? —inquirió Danuta.

—Yo diría que es tan bueno como el bizcocho shoofly —dijo Wanda.

—¿De veras? —replicó Julian—. No es tan bueno como ese bizcocho, Wanda. ¿Estás segura?

—Del todo incomible —dijo Aleksander—. Pero como ves, mon cher Cyprian, me lo estoy comiendo.

Habían reunido entre todos energías, recursos, esperanzas, una idea relajada de la cortesía y la realización de su potencial. Estaban seguros, Bogdan lo estaba, de que no era inverosímil suponer que la granja no tardaría en dar beneficios. No habían abandonado la empresa cuando era dura de veras, en los primeros meses, y ya las tareas que les habían parecido intimidantes, desde ordeñar a las vacas hasta ocuparse del viñedo, se habían vuelto rutinarias. Las vides dormidas habían empezado a dar señales de vida, y los colonos habían removido la tierra para que las raíces se aireasen. Dado lo tarde que llegaron el otoño anterior, sólo habían encontrado un comprador de la cosecha de su viñedo (habían vendido las uvas por doscientos dólares), pero había motivos para pensar que aquel año les iría mucho mejor. Sin el acicate de su propia incompetencia, ahora tenían una apreciación burlona de la lentitud del ciclo agrícola.

Las cosas eran muy diferentes para los artistas del grupo: Jakub, que había completado una serie de pinturas de temas indios en los últimos meses, y Ryszard, cuya pluma había obtenido unos ingresos adicionales para la colonia (colaboraba con los dos tercios del dinero que ganaba por sus artículos sobre América, que ahora se publicaban en Polonia recopilados en un libro), había reunido suficientes relatos para hacer otro libro, y casi terminado una novela ambientada en un campamento minero de las Sierras y había empezado a pensar en una novela larga que transcurriría en la antigua Roma, en tiempos de las persecuciones cristianas bajo Nerón. Cuando no escribía, iba a cazar (la mayoría consumidora de carne aún dependía de sus incursiones) y recientemente había adquirido un caballo mexicano para su uso personal, por el que había pagado ocho dólares. En realidad, había pagado más de la cuenta, pues aquella clase de caballo podía conseguirse en Los Ángeles por cinco dólares, mientras que un caballo estadounidense, apropiado para el trabajo o para tirar de un carruaje, costaba en cualquier parte entre ochenta y trescientos dólares.

Era un caballo de tres años, gris moteado, bastante alto y fuerte, y avieso como la mayoría de los caballos salvajes. Desoyendo el consejo de sus vecinos, Ryszard no le había recortado las largas crines y los espolones demasiado crecidos: lo que quería era un caballo salvaje que fuese dócil para él. Al principio Ryszard sólo podía dominar al animal cuando prácticamente lo estrangulaba con el lazo, pero un mes de paciente esfuerzo, en cuyo transcurso el caballo aprendió a tolerar primero que lo acariciase sin darle de comer, y luego mientras lo limpiaba y cepillaba, lo había convertido en el animal más sensible y animoso que su dueño podía desear. Ryszard engatusó a Maryna para que fuese al establo y le viera ensillar a Diego, como había llamado al caballo, y colocarle la brida en el hirsuto hocico.

—¿Cuántas páginas has escrito esta mañana?

—Veintitrés. Las últimas veintitrés páginas de La pequeña cabaña. He terminado la novela.

—Bravo.

—La he dejado lista, y es buena, Maryna, de veras. ¿Y qué crees tú que me ha espoleado a trabajar tan bien?

—Ah, quieres que adivine lo que sé —respondió Maryna—. ¿La ambición?

—Siempre he sido ambicioso. La ambición es una de las cuatro pasiones afectivas según… ¿se atreverá uno todavía a invocar su nombre?… Monsieur Fourier. No, Maryna, no es la ambición.

—¿La amistad? —propuso ella, sonriente—. ¿La amistad que me tienes?

—¡Por Dios, Maryna!

—¿El sentimiento de la vida en familia? —dijo ella, dando unas palmadas a las erizadas crines del caballo salvaje.

—Es la pasión que no has mencionado —replicó él—. Porque la has olvidado —añadió audazmente.

—No la he olvidado.

—¡Porque no te dejaré olvidarla!

—Y porque espero que por fin consientas en que remita ese encaprichamiento. Eso debería ser aquí más fácil.

—Entonces crees que sólo estoy enamorado de la actriz.

—No, no me tengo en tan poco.

Maryna exhaló un suspiro y se apoyó en la cabeza del caballo.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Ryszard dulcemente.

—¿Ahora? Voy a decepcionarte. Pensaba en mi hijo.

«Maryna, Maryna», empezaba la carta que Ryszard le había deslizado en el bolsillo. «La conversación de ayer en el establo. ¿Qué debes de pensar de mí? Ryszard el herido de amor, Ryszard el grafómano… Te acoso con mis esperanzas, estoy demasiado concentrado en mis escritos. Incluso Jakub, tras haber pasado largo tiempo ante el caballete, lo dejará para recoger paladas de estiércol en el establo, mientras que yo me encierro para escribir, galopo con mi escopeta (lo que cual no es precisamente trabajo para mí). Tú has propuesto que ésta es una etapa de objetivos comunes, y yo me mantengo al margen.

»Es evidente que no estoy hecho para la vida agrícola. ¿Has nacido tú para eso, Maryna? ¿Para ser una materialista, siempre ligada a las rutinas del arado y de sacar provecho del campo? ¿Era el destino de alguno de nosotros ser agricultor? Confieso que me entran ganas de llorar cuando veo a Bogdan sembrando maíz o podando los sarmientos, su rostro de expresión fácilmente cambiadiza, con la sonrisa sarcástica siempre a punto, ahora con el frunce severo del esfuerzo. Y tú cerca, tu traslúcida mancha de insatisfacción brillando al sol de California. ¿Purifica nuestras almas el trabajo físico, como predican los escritores rusos? Creíamos que estábamos eligiendo la libertad, el ocio y el cultivo de nosotros mismos, pero nos hemos entregado a un día tras otro de repetitivas tareas agrícolas. Y siempre será así, Maryna, e incluso cuando la vida aquí no sea tan ardua, cuando la granja rinda beneficios y podamos emplear a braceros locales para que hagan la mayor parte del trabajo… ¿es ésa la vida que habíamos imaginado? Pues no es descanso lo que queremos, Maryna. ¿Quieres de veras descansar?

»La gente como nosotros no debería instalarse en este país, y mucho menos en un pueblo, pues sin duda todos son como nuestro prosaico Anaheim, y no en Nueva York ni tampoco en San Francisco: cualquiera de nuestras ciudades europeas de tamaño mediano es más bonita y más civilizada de lo que jamás será cualquier ciudad americana. No, uno debe viajar continuamente para obtener lo mejor que este país puede ofrecer. Como lo hace un cazador, aquí, donde la caza es mucho más que un pasatiempo, es una necesidad, no sólo práctica sino también espiritual, una experiencia de libertad única en su género. Más allá de los límites de lo que aquí se denomina civilización, donde la tierra se divide y constituye propiedad privada, se extiende el territorio que sólo puede ser frecuentado por quienes poseen las habilidades del cazador. Comienza poco más allá de nuestro río. Allí todo existe a una escala que no puedes imaginar, los ciervos son el doble de grandes que los de Polonia, el oso pardo americano es más grande, más fuerte, más feroz que todas las variedades europeas de oso. Y el cielo, Maryna, el cielo es incluso más negro, está más cuajado de estrellas que en nuestro valle, y uno tiene sueños y visiones cuya realidad duplica la de la vida real. Ah, no te lo voy a ocultar, he tomado un mejunje amargo hecho de estramonio que utilizan los indios para sus ceremonias sagradas. Pero no hace falta ninguna droga para zambullirte en un estado de ánimo báquico. Al final de una jornada pasada con mis compañeros de caza de rudas facciones, cuando trinchamos nuestra pieza y entonces nos recostamos alrededor de una fogata para darnos un festín de carne rosada y humeante, me siento en salvaje unión con todo lo creado. Y luego, en ese estado de encantamiento propio de la saciedad, entro a gatas en mi tienda, una lona colgada de unas ramas bajas con espacio suficiente para una sola persona (podría haber espacio para dos), y al estar solo (¡ay!), como tras tomar una dosis de láudano, me sumo de inmediato en el sueño.

»Te he contemplado cuando estabas arrobada ante una puesta de sol que era como un incendio visto desde nuestro valle, y de noche frente al ondulante gran Pacífico tras un galope a la costa. Te prometo una emoción no menos honda en las altas y peligrosas montañas. Cuando estés conmigo, seremos los personajes de alguna ópera romántica, yo cantaré el papel de barítono de un bandolero alpino y tú mi enamorada mezzosoprano, una princesa que atraviesa la montaña camino de un matrimonio de Estado sin amor, a la que he rescatado del alud en el que todos los miembros de su séquito han perecido. Y si quieres, podríamos ir más lejos, podríamos descender al otro lado, al territorio pálido y desierto donde imperan los cactus de diez y doce metros de altura. Un país lunar, Maryna, con verbena de arena que cubre de rosa el suelo desértico. Y cuando anocheciera, cabalgaríamos a toda velocidad para adelantarnos a las estrellas.

»No tengo intención de presentarte a ninguno de mis compañeros, a no ser que así lo desees, pero si los conoces no te llevarás una decepción. Su vida, siempre al borde del peligro y libre de una convivencia trivial, ha engendrado una casta notable de solitarios. No te recordarán a nuestros pastores de Zakopane que, durante los largos meses a solas en los altos Tatras, permanecen refugiados en la seguridad de un lugar ancestral, de la familia, de la religión. El norteamericano es alguien que siempre lo deja todo detrás. Y el vacío que esto crea en su alma también le deja asombrado.

»Pienso en un colono intruso llamado Jack Goodyear (¿no te gusta este nombre americano?), en cuya vivienda me he alojado varias veces durante mis viajes más largos a las montañas. Aunque por naturaleza es poco inclinado al trabajo mental, su estilo de vida a lo Robinson Crusoe ha fomentado en él un conmovedor hábito de introspección. Recuerdo haber descansado cierta vez sobre las tablas desnudas dentro de la pequeña choza de Jack. Era noche cerrada, llevábamos largo rato sin que ninguno de los dos dijera palabra y él acababa de echar al fuego otro haz de laurel seco. Entonces, sin ningún prolegómeno, rompió el silencio para decirme que a veces tenía la sensación de que existían dos Jacks: uno que talaba árboles, cazaba al oso pardo, cuidaba de su colmenar, colocaba un nuevo tejado en su cabaña, llevaba al interior una colmena fuera de uso para utilizarla como silla, cocinaba su harina de maíz y la rociaba de miel; y el otro (“por Dios”, decía una y otra vez, interrumpiéndose, “por Dios”), el otro que no hacía nada más que contemplar al primero. Dos Jacks, dos Ryszards, dos Bogdans, no tengo duda. Y dos Marynas, estoy seguro. Dime que no tienes la sensación de que estás actuando en el teatro. Dime que no hay una Maryna que amasa el pan, lava la ropa en la redonda tina de madera, desherba las parcelas plantadas con verduras, y la otra, hermosamente erguida como sólo tú lo haces, que se contempla a sí misma con asombro e incredulidad. Dímelo. No te creeré.

Cabalga conmigo, Maryna…

22 de marzo. Visita al dentista, Herr Schmidt. No es un incompetente. Me ha extraído el molar superior izquierdo. Agitado cuando me desperté. ¿Dije algo mientras estaba inconsciente bajo el éter? Tenía un dulce sueño acerca de________________. Pero seguramente habría hablado en polaco, por lo que no me habrían entendido. Aunque, ¿y si no hubiera hecho más que pronunciar su nombre?

23 de marzo. Piel de color cobrizo. Pómulos. Pensamientos impuros.

24 de marzo. M. no ve hasta qué extremos debo luchar contra mi inercia natural. Su tendencia al esfuerzo ha sido una buena influencia sobre mí. Lo que me hace fuerte es ser fuerte por ella.

25 de marzo. Una fotógrafa ambulante, anciana y muy divertida ha tomado nuestra imagen para la eternidad en una húmeda lámina de cristal. Esa mujer le ha gustado a M. Pensé que era una distracción para la comunidad, mas para M. parece haber sido una especie de presagio, o de remordimiento… como si diéramos el primer paso hacia la aceptación del fracaso definitivo de nuestra colonia, asegurándonos de que tendremos en nuestro poder una imagen de lo que somos ahora.

26 de marzo. Siempre me ha horrorizado destacar o parecer diferente de los demás. Acosado por los escrúpulos, no he hecho nada escandaloso. Tan sólo he sido obstinado, distraído. Únicamente en el teatro me sentía libre para prestar atención a cuanto sucedía a mi alrededor. Mientras contemplaba una obra, en compañía de los actores, descubría en mi interior unos estados de conciencia casi ocultos. Pensaba que jamás me casaría. Amaba, pero nunca quería seducir. Entonces todo resultó posible con M. Ella me fascinó. Me necesitaba. Las brasas remolonas de mis emociones se inflamaron. ¿Puede el amor cimentarse en la adoración?, me pregunté. Y mi corazón respondió que sí.

27 de marzo. Nada más habitual para mí que apoyar a M. en cualquier cosa que ha querido hacer. Durante largo tiempo pensé que su deseo de venir a América era un capricho. Peor aún, temía que fuese un acto de desesperación, en absoluto meditado. Así pues, mi tarea consistía en hacer que significara algo, una cosa u otra. Le he oído repetir como un loro, casi frase por frase, mis ideas a Henryk, acerca de cómo sería posible adaptar las nobles ideas de Fourier a nuestra empresa. Supongo que no le importaba que yo estuviera escuchando. Que una actriz no sea la autora de la obra no hace el papel menos suyo. Las ardillas de tierra han causado estragos en la parcela de las alcachofas.

28 de marzo. M. todavía trata a P. como si fuese un bebé. Las actrices son madres testarudas, sofocantes y descuidadas. Ahora él le pide lecciones de piano. Sería más aconsejable fomentar su interés por la ingeniería. El chico ya es demasiado excitable, y a menos que sea un futuro virtuoso del piano, cosa que no tengo motivos para creer probable, la pasión por la música no hará más que reforzar sus tendencias mórbidas y afeminadas. Tal vez M. tendrá menos entusiasmo por esas lecciones cuando se dé cuenta de que la profesora de piano, la bonita hija del secretario del ayuntamiento, Herr Reiser, es ya objeto de la despreocupada lujuria de Ryszard.

29 de marzo. M. y Ryszard son iguales en muchos aspectos. Comprendo, y supongo que envidio, a la actriz, que está autorizada a pavonearse so pretexto de ser otra persona. Me siento más crítico con el escritor, quien se siente encargado de decirle al mundo lo que piensa. Pero no puedo evitar la admiración que me causa la confianza que tiene en sí mismo y la búsqueda alegre, casi norteamericana, de su propia felicidad.

30 de marzo. El defecto de llevar un diario es que anoto sobre todo lo que me enoja. Esta noche podría escribir todo un sermón sobre lo desagradable que es un matrimonio sin amor. A Wanda le ha dado por llevar el cabello recogido atrás y con un flequillo rizado (le dernier cri, al parecer, entre las damas del pueblo) y Julian es implacable con ella.

31 de marzo. Intento no irritarme. M. no puede imaginar que me resulta criticable en ciertos aspectos. Cree que soy un espejo admirador. Tal vez ésa sea su idea, la idea que se hace la actriz, de un buen matrimonio. Pero sé que mi mezcolanza de sentimientos es lo que me hace apropiado para ella. Sólo yo me percato de que su mal comportamiento es malo, sólo yo veo su vulnerabilidad, su consternación, sólo yo sé que, en realidad, ella no quiere que la posea nadie.

1.° de abril. Tras pasar una jornada en los campos me siento optimista. La mayor parte de los injertos que hicimos el mes pasado han arraigado, las vides han florecido, han salido las uvas y las hojas que las protegen. El suelo arenoso es, en efecto, fructífero, y trabajamos con más pericia que nunca. Ramón, 17 años. Mis sentidos son aquí más agudos. No puedo controlar lo que siento. No puedo controlar las reverberaciones en mi carne y mi corazón. Pero sí que puedo dominar mis actos. No traicionaré a M.

2 de abril. Jacinto, 25 años. Pelo rizado. Una cicatriz en el antebrazo derecho. Dientes blancos. Una mano encallecida dentro de la camisa abierta en parte. La cuerva de su pecho. Ahí en pie.

3 de abril. Esta tarde he cabalgado con Ryszard a un poblado indio en las estribaciones de Santa Ana. Jaurías de niños flacuchos salían corriendo de las tiendas y unas pocas chozas de adobe gris y tejados de tallos de tule… una impresión de lastimera pobreza. Un anciano ordenó a unas mujeres que nos sirvieran cuencos de gachas de bellota y ese pan negro como el azabache que hacen con harina de bellota. El postre fue tuna, el fruto rojo de la chumbera, y la bebida sidra. Durante el camino de regreso, Ryszard y yo discutimos acerca de si la insensibilidad de los indios es una prueba de su inferioridad. Sostuve que cuanto más siente uno, más superior es desde el punto de vista racial, cultural. Él me acusó de tener los peores prejuicios causados por la ignorancia. Estoy seguro de que se dijo a sí mismo: es natural que un Dembowski piense así. A pesar de todo, Ryszard me gusta. Es inteligente, tiene una naturaleza saludable. Es una suerte para mí que no pueda ofrecer a M. la fidelidad que ella requiere, o ni siquiera se percate de que a ella le molesta su coqueteo con la maestra de escuela de P. y Fräulein Reiser.

4 de abril. Destellos de esperanza, como destellos de deseo. Un nuevo comienzo. ¿Cuánto debe uno abandonar por el privilegio de «empezar de nuevo»? Durante más de cincuenta años los europeos han dicho: «Si las cosas no salen bien, siempre podemos ir a América». Amantes cuya unión no era aceptable socialmente, huyendo de la prohibición de sus familias, artistas incapaces de obtener el público que merece su obra, revolucionarios oprimidos por la inutilidad del esfuerzo revolucionario… ¡A América! América reparará la enormidad de los agravios cometidos en Europa o, sencillamente, le hará a uno olvidar lo que quería, lo sustituirá por otros deseos.

5 de abril. Staszek, Józek. El pastorcillo que me dio la pluma. El nieto de la señora Bachleda. Nunca había previsto que California sería un nuevo teatro de tentaciones. Lo cierto es que pensé que dejaba esos anhelos a mis espaldas en nuestro desdichado país. En cambio es como si mis debilidades hubieran volado por delante de mí. Mientras explorábamos Nueva York, descendíamos por la costa californiana, nos divertíamos en San Francisco y entonces veníamos aquí en tren, esos fantasmas reencarnados del deseo comprometedor ya me estaban aguardando. Y con ellos una voz serena, firme, que dice, como nunca lo hiciera en Polonia, ¿por qué no? Estás en el extranjero, nadie sabe quién eres realmente. Esto es América, donde nada es permanente. Nada tiene unas consecuencias fijas, inalterables. Todo se mueve, cambia, es derribado, se mezcla.

6 de abril. Esta mañana pasmado ante una escena idílica de camaradería que parecía salida de la sección del Cálamo de Hojas de hierba de Whitman. Joaquín, 19 años. Camisa de algodón holgada, pantalones hechos con la piel de un gamo. Sentado en un tocón, tocando una especie de pequeña arpa de una sola cuerda a la que llaman chiote. Muñecas nervudas, anchas manos. A su lado, en el suelo, con las piernas separadas, la cabeza apoyada con despreocupación en el muslo de Joaquín, otro chico, no mayor de quince años, cantaba. Creo que se llama Doroteo. Cejas espesas y rectas sobre unos grandes párpados. Sus labios gordezuelos y en movimiento. Cuando le pedí que me tradujera la canción, se ruborizó.

A la sombra del magnolio soñaba contigo.

Cuando desperté y vi que te habías ido,

Lloré hasta dormirme de nuevo.

Entonces fui yo quien se ruborizó. Quería acariciarle la pierna desde la rodilla a la ingle.

7 de abril. Ha pasado un año y medio desde que M. me propuso venir a América. Nos han dicho que han finalizado las lluvias primaverales y que el tiempo será seco hasta noviembre. Momentos de intensas dudas cuando pienso en el dinero (la mayor parte mío, pero también de Aleksander, el legado de su tía) que se desliza entre mis dedos. Soy el único que piensa en el dinero, y soy el menos preparado, por mi educación y mi temperamento, para pensar en él. Los demás también deben de estar preocupados, pero no se atreven a expresarlo, como si al hacerlo pusieran en tela de juicio mi competencia. De todos modos, hay motivos para el optimismo. Yo no había comprendido a fondo el alcance de la depresión en la industria del vino, que llegó a su punto más bajo hace dos años. Las uvas se vendieron a ocho dólares la tonelada, y a veces se alimentaba con ellas a los cerdos. Pero los precios están subiendo, y no tardarán en llegar al nivel que tenían antes de 1873, alrededor de 25 dólares la tonelada. Este otoño o el siguiente podríamos ganar varios miles de dólares.

8 de abril. Sueño con Francisco. Su mano en la perilla de hierro de la silla de montar. Es natural que uno se sienta atraído por la belleza. M. era tan hermosa…

9 de abril. Esta mañana he ido al pueblo para herrar a un caballo y comprar grano para el ganado. Me ha vuelto a sorprender lo feos, lo mezquinamente utilitarios que son los edificios. Uno puede imaginar con facilidad a cualquiera de ellos derribado. Conversación sobre el riego con ese idiota de Kohler.

10 de abril. Carecer de pasado es una experiencia humillante. Nadie sabe, y si lo supiera no le importaría, quién fue mi abuelo. ¿El general qué? Tal vez hayan oído hablar de Pulaski, pero eso se debe a que vino a América, o de Chopin, debido a que vivió en Francia. En Polonia me congratulaba de que el sentido de mi dignidad no procediera de mi nombre o mi categoría. Yo era demasiado distinto de mi familia, tenía mejores ideales, otras debilidades. Pero me sentía orgulloso de ser polaco. Y ese orgullo, como la misma condición de polaco, aquí no sólo no viene al caso, sino que es un obstáculo, pues nos convierte en anticuados.

Cuando llegamos, la mayoría de nosotros nos sentimos decepcionados porque nuestros vecinos eran sólo extranjeros, en vez de verdaderos americanos. Sin embargo, cuanto más conozco a los habitantes del pueblo, me doy cuenta de que, pese a que siguen hablando en alemán, realmente son americanos. Lo europeo, indolente, anticuado, no tiene cabida aquí. Y parece más fácil de lo que habría pensado que alguien procedente de Europa se haga americano. Los mexicanos pobres siempre serán humildes extranjeros para estos flamantes americanos, mientras que los pocos mexicanos ricos me recuerdan a nuestra nobleza rural polaca: son valerosos, altivos, extravagantes, hospitalarios, ceremoniosos, perezosos… y están destinados a que los estadounidenses, con su implacable carácter práctico y su pasión por el trabajo, los empujen a un lado. El declive de la vieja California es inevitable.

11 de abril. Me llamo Billy, dice el chico de pelo color zanahoria en el rodeo. ¿Y tú cómo te llamas? Dientes blancos, una cicatriz en la frente. Bob-Dan, le digo. Me alegro de conocerte, Bob. Relinchos y corcoveos de los caballos. Imprecaciones de los vaqueros mexicanos que clavan sus estribos de madera en los costados de sus potros cerriles. Mugidos del ganado, derribados, inmovilizados, marcados con el hierro al rojo vivo. No, Bob no, le digo. Primero Bob y luego Dan. Él me llama Bobby.

12 de abril. Creo que nunca me he sentido tan saludable, tan satisfecho de mí mismo, reducido a una sencillez tan grata, como esta mañana, con una temperatura de 29,5 °C a las diez de la mañana, empuñando la horquilla para arrojar desde el altillo el heno que comerán los caballos. Por la tarde leo los Études sur le vin de Pasteur.

13 de abril. He decidido tener una franca conversación con Dreyfus, el único judío de Anaheim, que yo sepa, y, cosa que no es sorprendente, la persona más inteligente del pueblo. Dice que sólo hay una manera de hacer que nuestra empresa progrese, y es crear nuestra propia compañía vinícola. O nos expandimos o perecemos.

14 de abril. Deseo prohibido, que se esfuerza por liberarse en el medio extranjero. La maldición del deseo. Pero no es en modo alguno desconcertante el hecho de que esos muchachos me atraigan con tanta intensidad y al mismo tiempo esté totalmente enamorado de M. Amarla es lo único que me estabiliza.

15 de abril. Una respuesta sería plantar otras variedades de uva. De una sola especie de uva, traída aquí por los padres españoles que fundaron las misiones, se hacen muchas clases de vino. Los licores, el coñac y la angélica, la rutilante angélica, el oporto, el jerez y otros vinos dulces, por desiguales que sean, son aceptables: la uva criolla está henchida de azúcar con todo este sol. Pero los vinos secos, el riesling, el clarete, demasiado bajos en ácido, son insípidos, están como evaporados. Sin embargo, todo el mundo los bebe, y no sólo en California. Las compañías vinícolas de aquí venden mucho más en la costa occidental, e incluso exportan a Europa. Es del todo posible que el vino llegue a ser un producto americano, con un criterio americano de excelencia, del mismo modo que la felicidad está destinada a ser americana, con un criterio americano de lo que es ser feliz.

16 de abril. ¿Somos unos necios por haber venido aquí? No se puede excluir la posibilidad. ¿Soy un necio? ¿Un marido complaciente que mira a otro lado mientras otro hombre corteja a su mujer? Pero ella no me dejará por él. Ryszard no es el hombre apropiado para ella. No soy un necio.

17 de abril. Nací hace treinta y cinco años, lo cual hace que hoy sea mi cumpleaños a l’américaine. Nuestra costumbre de celebrar los cumpleaños el día onomástico es aquí impensable, y no sólo porque éste no es un país católico, con un calendario religioso que guarda como algo precioso los relatos y las tradiciones más antiguos. Lo más importante en América es el calendario personal, el viaje personal. Mi cumpleaños, mi vida, mi felicidad.

18 de abril. Dos chicos indios que juegan a la pídola. Uno de cabello negro como las crines de un caballo y los dientes limados. 36,1 °C, y aún no estamos en verano. Debería hacerme con un libro sobre la crianza de los cerdos, y otro sobre apicultura y la manera de hacer hidromiel. Tras hablar con la gente del pueblo, llego a la conclusión de que ésas son las tareas que requieren menos trabajo y aportan más beneficio: los cerdos y las abejas. Aquí el hidromiel es muy popular, pero no lo hacen bien. Julian y yo hemos preparado un poco y parecía muy bueno. De todos modos, no estará mal disponer de recetas adecuadas.

19 de abril. Llegué demasiado tarde a su vida para alimentar la fantasía de moldearla. No tenía aspiraciones de cambiarla. La quería exactamente tal como era. Era un segundo marido ideal. El marido de una gran actriz… ése era un papel que yo sabía representar. Quería que ella contara conmigo como alguien seguro e indiscutible, y ahora descubro que también yo cuento con ella de la misma manera. Pero jamás he penetrado en los recovecos más profundos de su corazón. Es curiosa la confianza que tengo en que M. nunca me abandonará.

20 de abril. Juan María, Doroteo, Jesús.

21 de abril. Ryszard me ha propuesto llevarnos, sólo a M. y a mí, a un viaje de dos días a las montañas San Bernardino. Le he dicho a M. que no puedo abandonar el trabajo que estoy haciendo con Aleksander en el establo, pero que ella debería ir. Sin duda, Ryszard habrá contado con mi negativa.

22 de abril. M. ha partido antes del alba con Ryszard y un asistente, el viejo Salvador. Ryszard iba armado con su fusil Henry de catorce disparos, un revólver y un cuchillo de caza. Salvador llevaba armas suficientes para dos bandidos. M. también cargó con un arma. A la hora de cenar todos parecían alicaídos, al no tener a nadie ante quien actuar. La más inquieta era Aniela, la cual no cesaba de preguntar cómo podía Madame dormir al aire libre. P. preguntó si la ausencia de su madre significaba que podía quedarse levantado hasta altas horas y practicar el piano. La casa daba una impresión de vacío, y alrededor de medianoche salimos a dar un largo paseo. Lejos de la finca, en la inmensidad y la franqueza del elemento natural, bajo el ilimitado cielo nocturno, tuve súbita conciencia de la falsedad de las relaciones humanas. Mi amor por M. me pareció una gran mentira, como son falsos sus sentimientos hacia mí, su hijo y los miembros de la colonia. Nuestra vida semiprimitiva y semibucólica es una mentira, nuestra nostalgia de Polonia es mentira, el matrimonio es mentira, la manera en que está constituida la sociedad no es más que un conjunto de mentiras. Pero no veo qué puedo hacer con este conocimiento. ¿Romper con la sociedad y convertirme en revolucionario? Soy demasiado escéptico. ¿Abandonar a M. y realizar mis vergonzosos deseos? No puedo imaginar la vida sin ella. Al volver a casa y sentarme a escribir esto, pienso una vez más: la casa está vacía.

23 de abril. Han vuelto esta noche. M. exuberante, con muchas anécdotas que contar. Tiene una herida de mal aspecto, y el culpable no ha sido algún animal salvaje sino una taza de té hirviendo. Toda la palma derecha es una ampolla supurante. No creo que haya caído en la cuenta de que está enamorada de Ryszard, pero si hubiera algo entre ellos, ¿cómo podría yo saberlo jamás? Mi mujer es actriz.

Cuando viajaban hacia el Este, en dirección a las montañas, sus caballos cruzaron el blanco lecho arenoso del río de Anaheim, cuyo caudal variaba según la estación y a veces desaparecía. Después de habérselo suplicado tanto, a Ryszard le asombraba que Maryna hubiera accedido a acompañarle en la excursión. Ahora él la sorprendería al mostrarle que no había supuesto que ella le concedería algo más que su presencia. La virtud cardenal del cazador era la paciencia: no insistiría en su cortejo ni tampoco le señalaría lo que estaban viendo. Desde la posición ventajosa del silencio, eso parecería una intrusión, como si ella no pudiera ver por sí misma el rebaño de cabras de Angora, los faisanes posados en los cactus, los antílopes en las colinas, la bandada de tórtolas de color rosa que revoloteaban en lo alto. Le avergonzaba su torrente de palabras siempre a punto. Las palabras eran fáciles, salían volando de su boca y lo llenaban todo de luz. No había ninguna necesidad de hablar.

Hacia el mediodía se detuvieron en una alta estribación de las montañas San Benardino. Salvador señaló un gran roble negro en el borde del valle estrecho y cerrado y le gritó algo a Ryszard en español.

Él sacudió la cabeza.

—No quiero oírlo —replicó, en el mismo idioma.

Salvador se santiguó, desmontó, ató los caballos y empezó a recoger ramas secas para encender una fogata.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Maryna.

—Que el verano pasado capturaron aquí a un cuatrero.

—¿Aquí mismo?

—Sí.

—¿Y qué le ocurrió?

Salvador había encendido el fuego y estaba disponiendo los utensilios de hojalata (cacerola, tetera, platos, tazas) para preparar una comida ligera.

—Lo lincharon.

—Lo colgaron de ese árbol.

—Me temo que sí.

Maryna gimió y se acercó a la fogata. Ryszard la siguió, sacó una manta de su silla de montar y la extendió en el suelo para que se sentaran.

—No voy a preguntarte si estás cansada.

—Gracias.

—¿Preferirías no haber venido?

—Deja de preocuparte por si me alegro de estar aquí, Ryszard. Y contigo. Me alegro, Ryszard.

—Ahora sé que me quieres. Has pronunciado mi nombre dos veces.

—Sí, como lo haces tú —replicó ella, riendo—. ¡Maryna, Maryna!

Él creyó que el corazón iba a estallarle de dicha.

—¿Eres feliz, Maryna? —le preguntó dulcemente.

No era el momento de explicarle a Ryszard su nuevo acuerdo consigo misma respecto a la felicidad y la satisfacción. La felicidad dependía de que una no se sintiera atrapada en su existencia individual, un recipiente que tiene escrito tu nombre. Tienes que olvidarte de ti misma, de tu recipiente. Tienes que adherirte a lo que te saca de ti misma, lo que amplía el mundo. Las alegrías de la vista, por ejemplo… recordaba su desbordante placer la primera vez que visitó un museo: fue con Heinrich, quien la había llevado a Viena, cuando ella tenía diecinueve años y una extremada necesidad de iniciación. Era una adolescente. Una de las ventajas de ser mujer y adulta era que tenía menos necesidad de compartir aquellos brillantes momentos en los que salía de sí misma. Pero no había olvidado, aunque Ryszard parecía creerlo así, las delicias de la mano, la boca y la piel.

Salvador les ofreció platos con galletas secas y tasajo, y tazones de té japonés endulzado con miel.

Ryszard hizo una mueca, dejó su taza sobre la manta y sacudió la mano quemada. Vio que Maryna seguía sujetando la suya.

—¿No lo encuentras demasiado caliente?

Maryna hizo un gesto de asentimiento y sonrió.

—No estoy segura de que no te quiera.

Él sintió como si le hubiera traspasado el corazón. Tomó su taza, que aún estaba intolerablemente caliente, y se apresuró a dejarla.

—¡Deja el té, Maryna!

—Tal vez sí —siguió diciendo ella—. Tal vez podría. Pero, claro, me siento culpable cuando quiero a quien no debo querer.

—¡Déjame verte la mano, Maryna!

—Cuando tenía nueve años, poco después de que mi padre muriese —posó la taza y se estremeció— me internaron en un convento durante un año.

—La mano.

Ella extendió la mano, la palma hacia arriba. Tenía un color rojo oscuro.

—¡Salvador! —gritó Ryszard.

—¿Señor?

—¡Idiota! ¡Idiota! —se puso en pie de un salto y tomó el tarro de miel—. ¿Me dejarás que te aplique esto? —vio que ella tenía lágrimas en los ojos—. ¡Oh, Maryna! —se inclinó sobre su palma, la sopló y le aplicó la miel—. ¿Te duele menos?

Cuando alzó la vista, los ojos de ella estaban secos y brillantes.

—Allí tuve una maestra, la hermana Felicyta, y comprendí que la quería más que a mi madre, más que a nadie en el mundo. Así pues, me esforcé por no mirarla nunca a la cara. Ella creía que era tímida, o muy piadosa, siempre con los ojos bajos, y en realidad ardía en deseos de besar su hermoso rostro.

—Déjame que te bese, Maryna.

—No lo hagas.

—¿Entonces nunca te tendré entre mis brazos? ¿Nunca?

—¡Nunca! ¿Quién sabe lo que eso significa? Lo que sé es que la perspectiva de hallarme en un… de tener que ocultarme, de tener que elegir, me resulta insoportable. Necesito una vida sencilla.

—El matrimonio te parece sencillo.

—¡No, no es tan sencillo! Bogdan no es sencillo, pero supongo que con su complejidad ya tengo suficiente.

Permanecieron sentados un rato en silencio.

—¿Maryna?

Ella se levantó.

—Quisiera seguir adelante.

Una vez montados a caballo, al ver que ella utilizaba la mano izquierda para sujetar las riendas, mientras mantenía la derecha, envuelta en un pañuelo, cerca del pecho, Ryszard le tomó las riendas y dirigió ambos caballos por una pedregosa barranca y una empinada cuesta llena de zarzas. Ella decía algo a sus espaldas acerca de un tormento peculiar que dificultaba la vida de Bogdan. Éste no sabía quién era en el fondo, pero no podría explicar en qué se basaba para decir tal cosa. Entonces se entabló una especie de discusión, que era lo último que Ryszard deseaba que sucediera, sobre todo después de que prácticamente le hubiera prometido que un día sería suya.

—Si mi abuelo hubiera sido oficial de Estado Mayor de Napoleón y mi esposa la heroína nacional de mi país —le había dicho Ryszard frívolamente, volviendo la cabeza—, supongo que podría cavilar acerca de mi identidad.

—No te estás mostrando tan inteligente como de costumbre —replicó ella con frialdad.

Pero pareció perdonarle cuando el trecho de terreno escabroso quedó atrás y ella tomó de nuevo las riendas con la mano izquierda y cabalgaron juntos durante un rato, alzando los rostros al sol brillante y el cielo de un azul impecable en el que flotaban las manchas blancas de unas pocas nubes, mientras Ryszard meditaba en sus motivos de satisfacción y la sorprendente lección que acababa de darle Maryna sobre la manera de soportar el dolor.

Al anochecer acamparon al otro lado de la montaña. El inquieto Salvador les sirvió carne de cerdo salada y pan en los platos de hojalata, y una vez más farfulló sus excusas.

—Perdóneme, señora, se lo ruego. Mil disculpas —dijo que tenía las manos tan encallecidas que no había notado lo calientes que estaban las tazas—. ¡Ahora no está caliente, señora, está frío!

Ryszard le tradujo a Maryna estas palabras sin especificar el género.

—Espero que no se refiera a la carne —dijo ella, riendo.

Maryna estuvo tan encantada como una niña con la cama que le hizo Salvador, de ramas de manzanita y ceanoto partidas en trozos muy pequeños y, encima, capas de musgo oscuro y satinados helechos. Salvador permaneció armado junto al fuego, velando el sueño de Maryna (aseguró una vez más a Ryszard que ninguna serpiente de cascabel podría deslizarse sobre el lazo de crin de caballo que había colocado en círculo alrededor de ella), y Ryszard abandonó el campamento para pasear entre los árboles iluminados por la luna y fumar en pipa. Pensar en Maryna dormida, bajo su protección, en la vastedad de la naturaleza, bajo el ilimitado cielo nocturno, era la realización de una vieja fantasía (ellos eran dos delgadas flechas que atravesaban la infinitud del universo) y le embargaba una exquisita sensación de triunfo. Amaba y era amado, ahora estaba seguro de ello. Se había levantado el viento, y el bosque silencioso parecía vibrar y susurrar. Entonces aquel momento en que sus sentidos estaban aguzados reveló, para su consternación, el sonido de bellotas maduras que se desprendían de sus cascabillos y hacían crujir las ramas mientras se precipitaban al suelo. También podría ser la sigilosa aproximación del Ursus horribilis, a punto de abalanzarse desde detrás del árbol y degollarle con sus garras antes de que pudiera proferir un grito. Y se había dejado el fusil junto a la fogata. Atenazado por el temor, todos sus sentidos le dieron una información nueva. Podía incluso detectar, entre las fragancias del bosque el lejano olor de una mofeta. Y los ruidos, el ulular de los búhos y otro sonido levemente susurrante, y entonces… bendito silencio, al que él saludó con profundo alivio y gratitud, como si hubiera recibido un mensaje tranquilizador de la misma naturaleza. Todo estaba bien, todo estaría bien. Y no era que albergase alguna fantasía de invulnerabilidad, pues era demasiado racional para eso, pero nada podría frustrar la intensa sensación de bienestar y aprobación de sí mismo que experimentaba. Se dijo que aunque su vida finalizara en aquel momento, seguiría pensando: «¡Dios mío, qué viaje he hecho!».

24 de abril. Hoy M. me dice que nuestra comunidad es como un matrimonio, y de repente me pongo en guardia. Y añade, riendo: «No me refiero a nuestro matrimonio, sino a uno madurado por los compromisos, las decepciones y una constante buena voluntad… ¡como es evidente, tampoco estoy pensando en Julian y Wanda! Un matrimonio que es como un caballo dócil, cuya continuidad indefinida desalienta a los cónyuges, pero cuya ruptura les es imposible imaginar». Es un destello de la antigua M., la que más me gusta: inquieta, mordaz, autocrítica, autocrática.

25 de abril. Cuán americano parece que aquí las vides sean verdaderos arbustos… Los habitantes de la zona lo consideran de lo más eficaz: no tienen que molestarse con espalderas, etcétera. Pero lo único que puedo pensar es que no hay apoyo mutuo, asimiento, interpenetración. Cada vid está sola, esforzándose por superar a sus vecinas.

26 de abril. Si encontrara un buen libro sobre el secado de las uvas para hacer pasas, podría aportar unos millares de dólares a nuestras arcas. Esta tarde Julian y yo hemos visitado dos casas de secado en el pueblo, y en ambas se hace un trabajo deficiente. Con todo, las uvas locales son mucho mejores para pasas que para hacer vino y, además, las pasas se venden mucho mejor. Gardiner me dijo que había vendido las pasas de ocho hectáreas por ocho mil dólares. Los ojos marrones y brillantes de Jacinto.

27 de abril. Podríamos intentar una mayor diversificación. Aceitunas y naranjas, por supuesto, y limones, granadas, manzanas, peras, ciruelas… todo esto da buenos beneficios. Higos también, cuyas cabezas se venden sueltas, en vez de unidas en una larga ristra, como en Polonia. Parece que el suelo es demasiado seco para cultivar plátanos, y si bien las sandías crecen muy bien, son del todo inútiles… demasiado baratas. Aquí la gente también planta mucho tabaco, pero sobre todo para su consumo personal. La sericultura es escasa: aunque los gusanos de seda crecen con rapidez y los capullos son magníficos, me han dicho que es «demasiado trabajo» para los americanos.

28 de abril. En Polonia pensaba que era lo que tenía que ser. América significa que uno puede luchar con el destino.

29 de abril. Nos hemos despertado en plena noche, porque la cama se movía por el suelo. Un «pequeño» terremoto, según los lugareños, y al parecer algo muy corriente en el sur de California, aunque es el primero que notamos. Tanto M. como P. dijeron que les había gustado, y ella afirmó que había sido advertida en su sueño. ¡Nada más despertar oyó la llamada de trompeta desde la torre de Saint Mary! Ahora P. alienta la esperanza de experimentar un gran terremoto, como el de hace veinte años, antes de que llegaran los colonos a Anaheim.

30 de abril. A nuestra yegua la ha picado una serpiente cascabel, pero parece que se recuperará. En cuanto a mí, me he sentido agraviado. M. sabe que no quería esto. Y ahora lo quiero más que ella. Le dije cáusticamente que quizá tiene ciertas dudas sobre su propia sinceridad, y ella, con su tono más adorable y tierno, me replica preguntando de qué sirve la sinceridad sin cordura. Me siento apaciguado, pero no del todo. Ella creía afirmar la libertad y la pureza, no una familia y el trabajo doméstico. No creo que quisiera realmente un hogar.

1.° de mayo. Que no me sienta libre para satisfacer mi deseo sin duda no se debe sólo a que aliento el deseo de otra persona. Incluso en cuestiones sensuales, sigo siendo un aficionado, un diletante.

2 de mayo. La semana pasada, cerca de Temescal, un bracero indio entró en el excusado cuando lo estaba usando la mujer del ranchero y, según ella, intentó atacarla, aunque sus gritos hicieron que llegara ayuda antes de que pudiera suceder «lo peor». El airado marido ató al pobre nombre y lo castró allí mismo. Entonces lo dejó abandonado en el establo, donde por la noche murió. Hoy nos hemos enterado del incidente. Parece odioso pensar que no teníamos que haber oído ese horroroso relato.

3 de mayo. Jakub me informa de los crímenes cometidos aquí contra los indios. Parece ser que hicieron de ellos esclavos después de la fiebre del oro, y que siguieron siéndolo hasta hace unos cinco años. Jakub actúa como si fuese el único de nosotros que tiene sentimientos morales.

4 de mayo. Puede fracasar, pero yo no debo fracasar. No debo fallarle a M. No producimos la mayor parte de lo que necesitamos. No vendemos la mayor parte de lo que producimos.

5 de mayo. 37’2 °C. El éxito implacable de estos californianos me pone nervioso. A mí me inculcaron una apreciación característicamente polaca de la nobleza del fracaso. (Triunfar parece vulgar, etcétera). Una plaga de langosta se ha abatido sobre nuestros campos.

6 de mayo. Wanda parece encontrarse mal y se ha levantado de la mesa al comienzo de la cena. Julian ha dicho que tiene fiebre. Todos estamos preocupados. Como era de esperar, Danuta ha propuesto un cambio de dieta, recordándonos que cuando una de sus pequeñas cayó enferma, la alimentó sólo con fruta y grano germinado, y al cabo de dos días la fiebre desapareció.

7 de mayo. Cyprian me ha llevado a ver al doctor Lorenz. Delgado, pálido, de cejas espesas que se proyectan por encima de los ojos penetrantes, una barba patriarcal y una voz potente, resonante. Es el auténtico modelo del líder de una secta religiosa. Cada miembro de la comunidad tiene el título de Trabajador en el Jardín de Dios, pero he observado que, entre sus actividades cotidianas, no figura el trabajo agrícola (del rancho se ocupan por entero braceros mexicanos), lo cual puede explicar por qué los colonos sienten la necesidad de varias horas de enérgico ejercicio después de las plegarias matutinas. He visitado la casa de los hombres y la casa más pequeña donde se alojan los niños. Esos edificios, como el destinado a las mujeres, son perfectamente redondos. A esposas y maridos se les permite pasar juntos la noche del sábado. Me explicaron los principios de la dieta edénica, y nos invitaron a compartir una repugnante comida a base de sémola de trigo y cebada muy molida, con zumo de fruta para beber.

8 de mayo. M. me dice que Ryszard le ha preguntado a Julian por qué éste y Wanda no han tenido un hijo. Según Julian, parece ser que ella no puede tenerlos. M. está pensando en montar una escuela de trabajos manuales para las niñas indias.

9 de mayo. Los pobladores de Anaheim vinieron aquí para mejorar la calidad de vida que tenían en San Francisco. Nosotros lo hicimos por una circunstancia fortuita, y vivimos peor que en Polonia. Si nuestra comunidad fracasa, no será debido al carácter poco práctico de los proyectos utópicos, sino porque habremos renunciado a demasiadas cosas gratificantes. Queríamos crear una vida, no un medio de vida; ganar dinero no era, nunca podría serlo, nuestro principal incentivo. Es irritante saber que, si abandonamos la empresa, nuestros vecinos dirán que se ha debido a que no hemos trabajado con suficiente ahínco, que, después de la siembra, esperábamos sentarnos en el porche o tendernos en hamacas y dejar que los cultivos crecieran. Eso no es cierto. En todo caso, trabajamos más duro que ellos, pero estamos distraídos, carecemos de un sentido común que en ellos es natural.

10 de mayo. He cabalgado solo hasta Desembarcadero de Anaheim, unos cuarenta y dos kilómetros entre ida y vuelta, y tras ese ejercicio me siento mucho más fuerte. Había una extensión de playa llena de fragmentos de pirita (el oro de los tontos, la llaman aquí) y llené una bolsa de ese mineral para P.

11 de mayo. Otros han fracasado antes que nosotros. Brook Farm. La colonia fourierista que Kalikst Wolski fundó en La Reunión, Texas. Estábamos informados de ello. La verdad es que, cuando estábamos trazando los planes para nuestra emigración, leí el triste relato de su empresa que hizo Wolski, publicado después de que él y sus amigos hubieran regresado a Polonia. Pero incluso ahora creo que acertamos al no desalentarnos porque otro grupo fracasó en su intento de mantener, aquí, en América, una comunidad cooperativa al estilo de Fourier. Si todo el mundo fuese tan prudente, nada sucedería jamás. Sería como perder la fe en el matrimonio debido al ejemplo que dan Wanda y Julian. Uno tiene derecho a decir que su matrimonio será diferente.

12 de mayo. Tal vez nuestra empresa parecerá muy polaca. Conozco la reputación que tenemos en el extranjero entre quienes se solidarizan con la trágica historia de nuestra nación. Que carecemos de sabiduría política… sólo hay que ver nuestras insurrecciones, que jamás tuvieron la menor posibilidad de éxito. Que somos crédulos… Napoleón no tuvo ninguna dificultad en convencernos de que las legiones de nuestra nación debían derramar su sangre por él; en 1812 le bastó con agitar el Águila Blanca ante nuestras narices, y hacia Rusia cabalgamos, mi abuelo en primera línea. Que nuestra tendencia al entusiasmo es infantil, incapacitante y, desde luego, incompatible con la buena administración, la inteligencia, la disciplina, la moderación y otras cualidades necesarias en la inminente y gigantesca lucha de todas las naciones por la supervivencia en una era de industrialización y militarismo. Que siempre se puede contar con nuestra gallardía y nuestros actos de valor personal, pero que nuestra nobleza encierra cierto engreimiento. La acusación que más duele: que somos una nación de diletantes.

13 de mayo. Polonia está llena de monumentos. Conmemoramos el pasado porque el pasado es un destino. Somos pesimistas por naturaleza, y creemos que lo sucedido volverá a suceder. Tal vez ésa sea la definición de un optimista: alguien que niega el poder del pasado. Aquí el pasado apenas tiene importancia; el presente no reafirma el pasado, sino que lo sustituye y cancela. La debilidad de cualquier vínculo con el pasado es quizá lo más sorprendente de los americanos. Les hace parecer superficiales, triviales, pero les proporciona una gran fuerza y confianza en sí mismos. No se sienten empequeñecidos por nada.

14 de mayo. Hacia las cinco de esta tarde, Wanda ha intentado ahorcarse en el establo. No logró afianzar bien la soga en la viga, y ésta debe de haberla sostenido sólo un instante después de que saltara de la escala, pero la caída apretó el lazo, y se habría asfixiado en unos minutos de no ser porque Jakub, que estaba arriba, en su aguilera, oyó el estrépito y llegó a tiempo de retirar la escala, deshacer el nudo corredizo y correr en busca de ayuda. La llevamos inconsciente a nuestra casa, y yo cabalgué al pueblo en busca de Higgins, quien ha preparado un emplasto para los moratones del cuello, le ha ensalmado el brazo roto y le ha administrado hidrato de doral. Son las dos de la madrugada y Higgins acaba de marcharse. Por descontado, ella deberá quedarse aquí varios días. M. está todavía con ella. Julian pasará la noche en la vivienda de Aleksander y Barbara. Ha dado un espectáculo fuera de la casa, llorando y diciendo a gritos que también iba a matarse, que era lo único que satisfaría a todo el mundo, sólo que él no fallaría. Pero ahora, según Barbara, se limita a permanecer sentado con la cabeza entre las manos. M. le ha prohibido acercarse a Wanda.

15 de mayo. Wanda sigue con grandes dolores, incapaz de comer y hasta de beber. Higgins, que hoy la ha visitado, dice que presenta una buena evolución, y nos insta a hacerle guardar cama durante algunos días. Nadie sabe qué hacer. Julian está contrito, pero ¿cuánto durará eso? «Sé que no soy inteligente», ha sido todo lo que ella ha logrado decirme en un áspero susurro. Todo esto es muy lamentable, pero también sórdido y degradante. Le ha rogado a M. que permita a Julian visitarla.

16 de mayo. Tenemos casi tantos motivos como Julian para sentir remordimientos. Vivir en comunidad significa asumir la responsabilidad por los demás, no sólo por uno mismo y su familia. Todo el mundo desaprobaba el trato que Julian le daba a Wanda. Como comunidad, deberíamos haberle parado los pies.

17 de mayo. Wanda ha vuelto con Julian. Después de que abandonara la casa, M. estuvo a punto de llorar. Ahora está encolerizada. Le recuerdo que nadie puede saber lo que sucede en la intimidad de un matrimonio.

18 de mayo. Puesto que Julian y Wanda ya no comen con nosotros, M. le ha pedido a Aniela que les lleve la comida. Esta noche, cuando los hemos visitado, Wanda ha mencionado un ataque de nervios, probablemente debido al intenso trabajo, y Julian se ha mostrado de acuerdo con esa explicación.

19 de mayo. Julian y Wanda regresarán a Polonia a comienzos del próximo mes. Lo que ha sucedido es tan espantoso que nadie se atreve a pedirles que se queden, aunque bien sabe Dios que es improbable que su relación mejore cuando estén en casa. Julian tendrá un nuevo motivo para culpar a Wanda, de que han dejado a sus amigos, abandonado la gran empresa, renunciado a América, que la debilidad de su mujer le ha desacreditado. M. está muy triste. Es posible que Jakub se quede con su casa. Ryszard prefiere permanecer en el establo. Nada más ha cambiado, pero todo ha cambiado, lo noto. Vamos a fracasar.

20 de mayo. No tengo ganas de escribir nada esta noche.

21 de mayo. Hoy no.

22 de mayo. Se supone que en América todo es posible. Y es cierto que aquí todo es posible, cosa que favorece la inventiva y el talento que tienen los americanos para la profanación. América ha cumplido con su parte del trato. El fallo, el fracaso, es nuestro.

23 de mayo. La cena de hoy presidida por la causticidad. Barbara mencionó haber oído decirle a un vecino que en Edénica hay una niña enferma que se está muriendo lentamente de hambre debido a la dieta de manzana rallada, arroz y agua de cebada, y que no han llamado a un médico para que la examine. Danuta y Cyprian insisten en que hay una campaña orquestada para vilipendiar a la colonia.

24 de mayo. Aleksander y yo hemos talado un árbol muerto cerca del establo. En mi extremo de la sierra de través, perdí el ritmo y la hoja se torció. En América es difícil pensar que el fracaso tiene su nobleza.

25 de mayo. No esperes a ser un sol poniente. (He leído esta máxima en alguna parte). Los prudentes abandonan los asuntos antes de que éstos los abandonen a ellos. Las personas juiciosas saben convertir cada final en un triunfo.

26 de mayo. No puede ser tan sólo que carezcamos de experiencia: tampoco la tenían los alemanes que vinieron para cultivar la vid veinte años atrás, y que se dedicaban a las profesiones más dispares: un grabador, un cervecero, un armero, un carpintero, un hotelero, un herrero, el propietario de una mercería, un sombrerero, dos músicos y dos relojeros. Sin duda nosotros no éramos menos capaces de aprender lo necesario para que nuestra empresa tuviera éxito. Pero el objetivo principal que tenían ellos era el de triunfar como agricultores. Nosotros estábamos dispuestos a ser agricultores a fin de llevar una tranquila vida rural.

27 de mayo. Discusión con Danuta y Cyprian. Las autoridades del pueblo se han llevado a la pequeña de Edénica, y hay una acusación formal contra Lorenz por haber puesto en peligro la vida de una niña. Tiene que presentarse en el juzgado del pueblo el próximo lunes. Danuta y Cyprian nos aseguran que lo absolverán. M. especialmente encantadora esta noche. Ahora duerme.

28 de mayo. Esta mañana he cabalgado a las montañas y he regresado al anochecer. Unos ochenta kilómetros. No me he sentido cansado en absoluto.

29 de mayo. Reunión para decidir lo que vamos a hacer. Danuta y Cyprian quieren continuar. Jakub dice que está dispuesto a seguir adelante y, pase lo que pase, desea quedarse en América. Barbara está muy acongojada por una carta de su madre (su padre está enfermo y es de temer que no viva mucho más), pero ella y Aleksander no consideran la posibilidad de regresar a casa, puesto que probablemente no llegarían a tiempo a Varsovia. Aleksander ya me ha asegurado que el desaliento que ha expresado acerca de nuestras perspectivas no significa que lamente haberse unido a la empresa, y deseo creerle. Acordamos continuar hasta octubre y la vendimia, y ver si podemos vender las uvas a buen precio. M. dice que podría conseguir algún dinero para mantenernos hasta que la granja produzca beneficios, volviendo al escenario durante algún tiempo.

30 de mayo. 36,1 °C a mediodía. No quisiera pensar que estoy apremiando a M. para que vuelva al escenario, que busco una excusa para abandonar nuestra vida aquí, a la que llamaremos una aventura, un interludio. Y entonces me digo que ella quiere hacerlo de veras.

31 de mayo. Supongo que merece la pena anotar que han retirado las acusaciones contra Lorenz. Parece ser que la comunidad ha ofrecido una importante suma para ayudar a la construcción de la nueva escuela. He visto a Doroteo admirando un sombrero de paja en el escaparate de una tienda del pueblo. Me ha mostrado todo su capital, quince centavos —ha dicho que el sombrero cuesta «un real», que en la jerga californiana (?) significa veinticinco centavos— y me ha pedido que se lo comprara. Sentimiento de vergüenza.

1.° de junio. Esta mañana, en la estación, nos hemos despedido de Julian y Wanda. Mañana, en San Francisco, tomarán el expreso transcontinental. Dentro de diez días su barco zarpará de Nueva York rumbo a Bremerhaven.

2 de junio. Estoy acosado por preguntas inútiles. ¿Qué nos impulsa a seguir una dirección en la vida y no otra? ¿Por qué ha sido inevitable que viajáramos a California y no a otro lugar? He encontrado a Doroteo en la cocina, tratando de hacerse entender por Aniela. Ha preguntado si necesitamos otro bracero para trabajar en el campo. Llevaba puesto el sombrero.

3 de junio. Un día de ocio y conversaciones acerca de nuestro futuro. Barbara ha recibido otra carta de su madre: su padre ha muerto.

4 de junio. Después de la cena, Barbara y Aleksander han hecho un aparte conmigo. Han decidido regresar a Polonia en una fecha todavía indeterminada de este verano.

5 de junio. Danuta y Cyprian han anunciado su intención de permanecer en California: se trasladarán a Edénica. M. los ha reconvenido en vano. Es imposible discutir con el fanatismo. Es evidente que esta locura se ha estado preparando durante largo tiempo. Y la ridícula comunidad de Lorenz tiene mejores posibilidades de sobrevivir que las que ha tenido la nuestra. Tal vez no hemos sido lo bastante radicales o excéntricos. Ay, Doroteo.

6 de junio. Mirando hacia atrás, es fácil decir que estábamos destinados a fracasar; éramos ingenuos, deberíamos haberlo sabido: unos intelectuales europeos que creyeron que podrían ser pioneros, etcétera. No somos los primeros ni seguramente los últimos que creen en la posibilidad de una vida mejor, tal vez en territorio extranjero, donde, según le han dicho a uno, se empieza de nuevo. Los incapaces de todo idealismo nos cubrirán de desdén. Pero no hay nada vergonzoso en apostar por lo mejor de nuestra naturaleza. Si nadie volviera a sentirse jamás como nosotros, este mundo sería más pobre.

7 de junio. Hoy Jakub ha partido hacia Nueva York. Como regalo de despedida nos ha dado a M. y a mí tres pinturas que considera las mejores que ha hecho aquí. Un pequeño retrato de dos caras tristes, una mujer joven y un hombre barbudo: Jessica y Shylock. Un retrato de cuerpo entero de M. sentada, leyendo. Una escena en Los Nietos: una mujer mexicana, con un montón de niños pequeños junto a sus rodillas, que cuelga largas tiras de tasajo de una especie de tendedero fijado a dos eucaliptos. Las pinturas son espléndidas. M. está deprimida por la marcha de Jakub.

9 de junio. M. y Aniela se dedican con ahínco a limpiar la casa. Dice que se siente muy serena. He de hablar con August y Beate Fischer.

12 de junio. Esta tarde M., Ryszard y yo hemos ido a Desembarcadero de Anaheim para comer rodaballo recién pescado en la taberna y ver la puesta de sol en el océano. Ya sin el deseo de obtener algo de este hermoso escenario, casi nos hemos sentido como cuando llegamos, eufóricos y apreciativos. La víspera de nuestra partida, nos comportamos como recién llegados o futuros turistas. Tan definitivo, vasto e indiferente parecía el Pacífico, que daba la sensación de que uno no podía ir más lejos, que no había otra alternativa que volver atrás, desandar los pasos dados. Pero, naturalmente, eso es una ilusión.

13 de junio. Lo que M. quería no era una nueva vida, sino un nuevo yo. Nuestra comunidad ha sido un instrumento para eso, y ahora ella está decidida a volver al escenario. Dice que no quiere pensar en volver a Polonia hasta que haya mostrado al público americano lo que es capaz de hacer, y me reta a que le cite todos los obstáculos que se interponen entre ella y el estrellato en América.

15 de junio. M. se está preparando para ir a San Francisco. En cuanto se haya instalado, P. y Aniela se reunirán con ella.

16 de junio. Los Fischer, que conocen perfectamente las mejoras que hemos hecho en la finca, incluidas dos nuevas viviendas, dicen que están dispuestos a comprarnos la granja por dos mil dólares menos de lo que les pagué por ella en diciembre. Me quedaré para buscar otras ofertas.

17 de junio. ¿Había comprendido de veras alguno de nosotros la volatilidad económica que hay en este país? ¿O la cantidad de trabajo que hace falta para explotar una granja? Tal vez deberíamos haber ido a los Mares del Sur.