A comienzos de enero, cuando por fin Bogdan se reunió con ella en el hotel Clarendon de Nueva York, Maryna no tuvo otra alternativa que creerse lo que él le contó. Bogdan no tenía la menor tendencia a fabular. Como él mismo observó, casi nunca sentía el prurito de contar cualquier clase de historia.
—Y mi temor… —cortó la palabra antes de que pudiera florecer—. Me preocupaba que te murieses de aburrimiento y frustración en Anaheim.
—En absoluto —replicó él—. Siempre surge algo para llenar el vacío.
—Pobre Bogdan —su sonrisa era animada, afectuosa. Estaban uno al lado del otro en la otomana. Ella le puso la mano alrededor de la nuca.
—Vamos, no tienes que apenarte por mí. Debes creerme.
—Haz que te crea —dijo ella, y apoyó la cabeza en su hombro—. ¿Si doy crédito a todo lo que me cuentas, me considerarás crédula o tan sólo demasiado cariñosa?
—¿Demasiado cariñosa? —replicó él, y, tomándole la mano, se la llevó a la mejilla—. Nada me gustaría más. Entonces puedo estar seguro de que, a pesar de que no te creas mi aventura, no dejarás de creer en mí.
—Prosigue —musitó ella.
—Fue Ben Dreyfus, lo recuerdas, ¿verdad?, quien me contó hace unos años que había oído hablar de un extravagante culto en Sonora, cada uno de cuyos miembros se encargaba de diseñar una máquina capaz de viajar por el cielo. No un globo lleno de aire caliente, a merced de la acción interna del viento, sino una aeronave navegable que podría alzarse del suelo por su propia energía y, una vez en el aire, avanzar en cualquier dirección deseada. Se decía que algunas de esas máquinas semejantes a pájaros habían llegado a despegar del suelo antes de estrellarse. Cuando Dreyfus trató de informarse más, le dijeron que el grupo se había disuelto y su dirigente, un alemán llamado Christian von Roebling, había emigrado al sur, a Montoya Beach, cerca de Carpintería. Parecía ser que Von Roebling seguía empeñado en el proyecto, puesto que un amigo de Dreyfus que, en agosto, llegó en vapor a San Francisco juró haber visto algo que, desde luego, no era un globo, a gran altura sobre la costa, cerca de Carpintería, atravesando una nube. Puesto que, según dice Dreyfus, no puede transcurrir mucho tiempo antes de que existan máquinas voladoras autopropulsadas, supuso que valdría la pena ver hasta dónde han llegado esos temerarios, pensando en una posible inversión, y… se ha portado tan bien, incluso me ha prestado dinero para pagar las deudas por la compra de maquinaria y suministros de las que no te hablé, que me ofrecí a abordar a Von Roebling en su nombre. De modo que, una vez recuperado del accidente, subí por la costa… ¿recuerdas aquella semana durante la que no tuvimos ningún contacto? Tú estabas en Virginia City, haciendo llorar a los mineros y bajando por un pozo a las entrañas de una colina que contiene un tesoro. Y yo… yo iba en pos de un Dédalo charlatán que podía llevarme por los aires.
—¡Lo que yo hice no encerraba peligro alguno! —exclamó Maryna—. ¡Ten cuidado, Bogdan!
—Vamos, Maryna, ¿cuándo no tengo cuidado? Tomé una habitación en la fonda del pueblo, charlé con la gente en las tabernas, donde nadie había oído hablar de Roebling, y vagué por las dunas, contemplando el cielo azul. Al cabo de unos días, estaba a punto de abandonar, y fui al colmado a fin de aprovisionarme para el viaje de regreso. Sólo había otro cliente, un hombre de cabello entrecano con unos anteojos tan grandes como un antifaz de bandido, que estaba comprando… creo que eran barriles de clavos. Al oír un fuerte acento alemán, me presenté. El hombre me dijo que se llamaba Dellschau, o algo parecido, pero sospeché que había encontrado a Von Roebling. Salí con él de la tienda y le dije en alemán que mis intereses científicos me habían puesto en conocimiento del proyecto que dirigía, y le pedí permiso para estar presente la próxima vez que alguien tratara de enviar su máquina al aire. Él guardó silencio durante largo rato. Confiaba en que fuese una de esas personas reservadas que en realidad anhelan tanto como temen la intrusión ajena. Pero entonces me hizo saber, en un inglés atroz e intermitente, que mi curiosidad podría tener unas consecuencias muy desagradables —«¡Bogdan!», exclamó Maryna—, porque si esa phantastisch historia tuviera algo de verdad, esa Blödsinn que he oído acerca de los «aeros» y de un Aeroclub, como él mismo dijo, yo no había mencionado tales palabras, sin duda comprendería que ver una de tales máquinas de cerca, y no digamos observar una de ellas en vuelo, estaría streng verboten a todo el mundo excepto los verdaderos miembros del club. Su consejo, me dijo, y lo repitió, era que abandonase la ciudad schnell.
—Pero no lo hiciste.
—Claro que no.
—¿Y llegaste a ver algo?
—No en el aire, pero cierta vez, ya bien entrada la noche, paseaba por la playa a la luz de la luna y allí, a cierta distancia por delante de mí, había un objeto oscuro que al principio tomé por un balancín de canoa varado. Tenía forma de canoa, pero era mucho mayor que una de esas embarcaciones, con cuatro alas, dos a cada lado, una especie de cesto en la parte más ancha, donde se sentarían un par de aeronautas, y unas hélices fijadas a proa y popa.
—He hecho unos dibujos de ese aparato, mamá.
—¡No estuviste allí, Peter!
—No, pero lo sé todo de esa nave y… ¡te lo enseñaré!
El muchacho corrió al otro dormitorio de la suite y regresó con una carpeta de gran tamaño. Bogdan extendió los dibujos a sus pies.
—Qué colores tan bonitos —comentó Maryna.
—¡Esto es ciencia, mamá!
—Sí, son muy precisos —dijo Bogdan—. La parte correspondiente a la navegación parecía clara… las hélices y, mira, esto es el timón. Pero nada de lo que pude ver me dio la menor pista de cuál es la fuerza motriz del aparato. Ninguna máquina a vapor, lo cual significa máquina, caldera y un peso considerable de agua y combustible, sería lo bastante pequeña y ligera. Pero si no se trata de vapor, ¿qué es? ¿Qué pueden haber ideado capaz de alzar del suelo algo más pesado que el aire?
—Es un dragón —dijo Peter—. Tienen un dragón doméstico que lanza la máquina al aire con la cola.
—¡Peter!
—No soy infantil, mamá. Sólo soy divertido.
—Quería acercarme más —siguió diciendo Bogdan—, pero entonces vi que se aproximaban cuatro hombres con antorchas, y uno de ellos era Von Roebling. Iban armados, así que decidí regresar al pueblo.
—Armas —dijo Peter—. Todos tenían armas. ¿También en Nueva York todo el mundo va armado?
—¡No, cariño! —exclamó Maryna—. Ya no estamos en el Salvaje Oeste. Ahora sé bueno y vete a leer a la otra sala.
—Pensé que te haría reír —dijo Peter—, pero como no te divierto, creo que iré en busca de Aniela o la señorita Collingridge.
El muchacho salió, dando un portazo. Maryna frunció el ceño.
—¿Y entonces?
—Al amanecer, cuando fui al mismo sitio, el aparato había desaparecido.
Maryna pensó que tal vez Bogdan se había inventado todo aquello. Quizá también pensaba que debía entretenerla.
—Debes de considerar ridículo que un hombre que ha sufrido una caída de caballo reciente confíe en que lo alcen a centenares de metros en el aire, en un fantástico aparato que posiblemente no podrá mantenerse en alto mucho tiempo.
Ante este recordatorio del accidente, al que ella no dio crédito cuando él se lo comunicó por primera vez, Maryna le preguntó de nuevo hasta qué punto se había lesionado en septiembre.
—¿Quieres conocer la naturaleza exacta de mis heridas? ¿Por qué? ¿Acaso tengo cicatrices o parezco incapacitado? —se puso en pie—. Ya te lo he dicho. No merece la pena repetirlo.
—Lo siento —dijo ella en voz baja, y, tras una pausa de silencio, añadió—: ¿Le dijiste a Von Roebling que habías visto su máquina?
—Claro que no, pero no tardaré en regresar a California y es posible que intente hablar con él de nuevo.
—Y si esos… esos aeros vuelan de veras, ¿te asociarás con Dreyfus como inversionista?
—Desde luego que no —respondió Bogdan. Se sentó de nuevo a su lado y le tomó la mano—. Si este año dedicado a la empresa agrícola me ha enseñado una lección es que jamás seré un hombre de negocios. El único miembro de la familia que ganará dinero en el futuro previsible eres tú, cariño mío.
El dinero era el motivo de que no se hubieran reunido en cuanto Maryna decidió romper con Ryszard. El dinero… y la negativa de Ryszard a marcharse de San Francisco, con la excusa de que esperaba que le convocaran como testigo en el juicio de Hanks. Los asuntos de Bogdan en Anaheim aún no estaban concluidos, y habría sido una necedad liquidarlo todo apresuradamente a fin de reunirse con Maryna en octubre, cuando daría comienzo la temporada en el Teatro California, cuando él y Peter aún tenían un hogar en el sur de California. No sólo habría sido necio sino también ruinosamente costoso. Tal vez pareciera indecoroso quejarse por tener que economizar y hacer sacrificios, como Maryna se quejaba cada día a Warnock, cuando ella ganaba mil dólares a la semana, mucho más, como el viejo y querido capitán Znaniecki había considerado apropiado recordarle, de lo que la mayoría de los trabajadores de América ganaban en un año. Claro que la mayoría de la gente no tenía los gastos y las responsabilidades de Maryna. Por lo menos podía enviarle a Bogdan cierta cantidad para pagar las deudas que él había acumulado en Anaheim; acudir en ayuda de la familia encabezada por Cyprian y Danuta, carentes de recursos, desilusionados con la vida que llevaban en Edénica y deseosos de regresar a Varsovia (ella les costeó los pasajes); pagar en su totalidad, como lo exigían el honor y la indignación, la escandalosa multa de cinco mil rublos impuesta por el Teatro Imperial por haber incumplido su contrato (Maryna rogó al director, ¡un amigo de otro tiempo!, que le prorrogara otro año la excedencia, pero él se lo negó). Y ante ella se alzaba el obstáculo que representaba el desembolso de su viaje a Nueva York, un mes y medio de alojamiento en un hotel hasta que volviera a cobrar un salario cuando se iniciara la temporada a mediados de diciembre (Warnock le adelantaría el dinero para el hotel, pero no cabía esperar que costease los alojamientos de Bogdan, Peter y Aniela, y ella ya habría pagado el de la señorita Collingridge); y, el más elevado de todos los gastos que debía prever, los vestidos. Había podido arreglárselas en San Francisco. Los vestidos para Adrienne y Julieta figuraban entre los que ella trajo de Polonia, mientras que para el de Marguerite Gautier había pedido prestado dinero al capitán Znaniecki y contratado a una costurera, y se había provisto de un vestuario aceptable. Pero la temporada teatral de Nueva York empezaría con La dama de las camelias, y los cinco vestidos utilizados en la obra tenían que ser suntuosos de veras. En Nueva York, y Maryna no necesitaba que se lo explicaran, se esperaba mucho de la indumentaria de la actriz principal. Incluso más que en París, observó Warnock.
Pero sin duda en París la publicidad no habría sido tan vulgar. El trabajo de Warnock en ese aspecto (las carteleras que anunciaban el debut en Nueva York de «la condesa Zalenska del Teatro Imperial Ruso de Varsovia») le había producido escalofríos. La condesa Zalenska… ¿quién diablos era ésa? ¿Y por qué tenía que incluir el término «ruso» en el nombre del teatro? Pero Bogdan, cuando vio el anuncio, se limitó a reírse. «Que veux-tu, ma chère, esto es América. ¿Por qué habrían de tener desde el principio una comprensión perfecta de los extranjeros? Warnock cree que puedes hacerle ganar una fortuna, pero al mismo tiempo se siente aprensivo. Créeme, Maryna, pronto se dará cuenta de que no necesita unir ese inútil título mío a tu nuevo y encantador nombre».
Ella notó que la invadía la condescendiente serenidad de Bogdan. Éste no había cambiado demasiado: sí, había llegado bronceado por la vida al aire libre, algo más grueso, y había adquirido el hábito de morderse las uñas, pero en conjunto seguía siendo el mismo. Se mostró amable, muy amable, al fingir desinterés por el paradero de Ryszard. Maryna le dio la noticia de que su amigo había tenido la mala suerte de ver que un hombre le pegaba un tiro a otro en la calle, y había tenido que permanecer en San Francisco a fin de ser testigo en el juicio del asesino, tras lo cual regresaría a Polonia. Rebosante de pensamientos que no podía compartir, Maryna dejó, agradecida, que la discreta reserva de Bogdan la aliviara primero y luego le devolviera el equilibrio, pues había estado muy nerviosa antes de que él llegara. Durante todo un mes, su única relación tranquila fue la sostenida con el maniquí de alambre y tela sobre el que confeccionaba los nuevos vestidos de Marguerite Gautier. Había discutido con la costurera por el magnífico vestido de baile para el cuarto acto y el atuendo que llevaría al morir (un camisón de muselina blanca de la India) en el quinto acto. Todo el mundo la ponía nerviosa.
La noche del estreno se sintió muy agitada. Parecía lógico que tuviera cierto pánico escénico, pero no se trataba sólo de eso, y no remitía. Cínica y desesperada en el primer acto, inquieta, vulnerable y, finalmente, aceptando el amor de Armand en el segundo acto… sabía que simulaba el patetismo y la alegría de Marguerite Gautier tan bien como siempre lo había hecho. Lo que la ponía tan nerviosa era que el argumento no le daba ocasión de mostrar la emoción de la cólera. Finalmente, en el tercer acto, tuvo una oportunidad de exteriorizarla. Marguerita, feliz hasta el delirio, vive con su amado Armand en el campo, en las afueras de París. Por la mañana él ha ido a la ciudad a fin de realizar una breve gestión, y ella se ha quedado sola en la soleada estancia que da al jardín, vestida con una bata de cachemira de color rosa como la flor del melocotón, guarnecida con una cascada de encaje en la parte delantera y un estrecho volante en la inferior, vuelos de encaje en los codos y lechuguilla de encaje en el cuello, y un bolsillo también de encaje y forma de concha en el lado izquierdo, adornado con una escarapela rosa, que sería especialmente alabado por varios críticos. Su doncella, Nanine, acaba de anunciarle la llegada de un caballero que desea hablar con ella. Marguerite, creyendo que se trata de su abogado (sin que Armand lo sepa, ha puesto a la venta todo el contenido de su magnífica casa en París), ha dicho que le haga pasar. Por supuesto, no es el abogado.
Mademoiselle Marguerite Gautier? Un hombre entrado en años y de grave porte ha aparecido en la puerta de la derecha, al fondo del escenario, y ha pasado junto al canario vivo con el que el director de escena, entusiasta del realismo escénico, ha considerado apropiado equipar el decorado. Así me llamo, dijo Maryna. ¿Con quién tengo el honor de hablar? El canario empezó a piar. Con Monsieur Duval. Pío, pío. Se habría dicho que había dos pájaros en la jaula. Monsieur Duval? Pío, pío, pío. Sí, señora, el padre de Armand. Maryna tenía que pronunciar la siguiente frase en un tono de inquietud pero sin perder la calma… ¿cómo iba a calmarse si el detestable pájaro no dejaba de piar? Armand no está aquí, monsieur. Pío, pío, pío, pío. Lo sé. Es con usted con quien deseo hablar. Sea usted tan amable de escuchar lo que he de decirle. ¿Escuchar? ¿Cómo podía ella escuchar nada? Mi hijo se está arruinando por usted. Pío, pipipi, pirrrripipí, pío, pío. Tras haberlo soportado hasta el límite de su resistencia, Maryna se acercó a la parte trasera del decorado, descolgó la jaula, la arrojó por la ventana con parteluz abierta y entonces se dio la vuelta y se deslizó por el suelo inclinado del escenario para acudir a su cita con la angustia abrumadora.
Temía haber escandalizado a algunos miembros del público (¡sin duda no todo el mundo pensaría que su acción formaba parte de la obra!), pero se tranquilizó al cabo de un cuarto de hora, cuando Marguerite por fin se percata de que el padre de Armand jamás aceptará el amor puro y abnegado que siente por éste, y entonces Maryna oyó multiplicarse en la sala los sollozos de los espectadores y el apuntador arrojó el libreto al suelo y corrió a un ángulo de los bastidores para sonarse a discreción. Por desgracia, uno de los críticos se negó a olvidarse por completo del incidente, y al día siguiente la crítica del Sun mencionaba «una originalísima exhibición del temperamento fogoso característico de las actrices más grandes, la defenestración de un ruidoso canario». A Maryna le consternó ver el incidente relatado en letras de molde. ¡Los críticos! ¡Sólo desean burlarse y encontrar defectos! Pero se enfureció todavía más con su joven secretaria y profesora de dicción, de una docilidad implacable, la cual efectuó una vehemente incursión en su camerino en cuanto hubo finalizado la representación. «El pájaro ya no canta, Madame Marina. ¡Estoy segura de que ha sufrido una conmoción cerebral!». La señorita Collingridge detestaba lo que Maryna le había hecho al canario.
Maryna llegó a sospechar que la señorita Collingridge muy bien podría haber sido la promotora de la visita amonestadora que recibió a la noche siguiente, la de un par de palurdos de la Sociedad Americana para la Prevención de la Crueldad hacia los Animales, quienes llamaron a la puerta de su camerino media hora antes de que comenzara la función y le pidieron que les presentara al canario ileso y piando. Maryna los despidió con brusquedad, diciéndoles que los pájaros y demás animales quedaban al cuidado de su secretaria, a la que localizarían preguntando a su empresario, tercera puerta a la izquierda pasillo abajo. Confiaba en que el canario cantase.
Durante varios días Maryna tuvo la impresión de que deseaba enviar a la señorita Collingridge de regreso a San Francisco. ¿No había nadie con quien pudiera contar, que le diese apoyo y simpatía?
Pero entonces, la segunda semana, poco antes de Navidad, cuando representaba Adrienne Lecouvreur, cuyo título Warnock le convenció que debería reducir definitivamente a Adrienne («¿Adrienne Lecouvreur interpretada por la condesa Marina Zalenska? Demasiadas palabras extranjeras para pedirles incluso a los neoyorquinos que las ingieran». «Insiste usted en irritarme, señor Warnock. No existe ninguna condesa Zalenska, la condesa Dembowska, sí. Es el nombre de mi marido. Pero la actriz cuyo éxito usted ha aceptado tan amablemente fomentar es lisa y llanamente, como dicen ustedes, los americanos, Marina Zalenska». «De acuerdo», replicó Warnock), cuando iniciaba la representación de Adrienne, Maryna recibió noticias de Bogdan, que viajaba hacia el este junto con Peter y Aniela. Bogdan la estimuló mucho, y ella tenía necesidad de estímulo, porque la tercera semana de su temporada en Nueva York interpretaría Romeo y Julieta y Como gustéis. Era cierto que La dama de las camelias y Adrienne no habían recibido más que panegíricos. El Herald: «Se ha ganado todos los corazones»; el Times: «Éxito popular, triunfo artístico»; el Tribune: «Es una gran actriz»; el Sun: «La actriz más grande desde Rachel»; el World: «No se lo pierdan». No importaba. Maryna siempre podía fracasar con Shakespeare.
—Veo que no sólo has actuado como era de esperar, sino que los críticos han hecho lo mismo —comentó Bogdan—. Una buena colección de elogios entusiastas.
—Unas frases con las que Warnock llenará los nuevos carteles —replicó sombríamente Maryna.
—Olvídate de Warnock.
—Por desgracia, no puedo olvidarle. Dirige mi vida. Pero dime una sola cosa, ¿lo he hecho tan bien como en Polonia?
—Creo que mejor. Como bien sabes, querida, te creces con los obstáculos.
—¿Y mi inglés?
Él se echó a reír.
—No soy el más indicado… para tranquilizarte sobre ese particular, debes consultar a la indispensable señorita Collingridge.
—Te ammo, Arrmando —replicó la profesora de dicción. Entonces, al ver la expresión de horror en el semblante de Maryna y la sonrisa de Bogdan, tuvo el gesto caritativo de añadir—: Pero no siempre.
Bogdan le aportaba apoyo y armonía. Aprobaba, divertido, aquella incorporación al séquito de Maryna, un nuevo espécimen de feminidad norteamericana espontánea y asexual. Y a la señorita Collingridge le gustó Bogdan, la impresionó, y lo mejor de todo fue que de inmediato y sin ningún esfuerzo se hizo amiga de Peter. El único miembro de la familia que Maryna acababa de reconstituir que se sentía fuera de lugar era Aniela, su rostro pálido y granujiento fruncido por los celos. ¿Era otra servidora o una amiga de Madame aquella mujer americana que tenía tantos sombreros distintos? En cuanto a las incursiones fuera de la comunidad de habla polaca en Anaheim, Aniela había aprendido a contar hasta veinte y decir con su melodiosa vocecita ése, medio, más, bueno, gracias, es demasiado caro, adiós. En Nueva York, y gracias a la enseñanza de la amable señorita Collingridge ya había aprendido a decir algunas frases útiles como: Madame está ocupada, Madame está descansando, Por favor, deje las flores ahí, le daré a Madame su mensaje. Y eso era sólo el comienzo. Aniela tenía que aceptar a la señorita Collingridge. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Todo vuelve a ser como es debido —le dijo Maryna a Bogdan cuando estaban acostados en la gran cama de la suite del hotel Clarendon—. Te tengo a ti, si puedes soportarme, tengo a Peter, tengo el escenario…
—¿Es ése el orden verdadero? —murmuró él.
—¡Oh, Bogdan! —exclamó ella, y le besó ardientemente en la boca.
En contraste con la escena, donde el adulterio de una mujer nunca dejaba de recibir su castigo, en la vida real, como Maryna observaba agradecida, no tenía que ser un melodrama. La vida era un buen rato sumergida en el agua caliente de la bañera, la vida era un masaje con glicerina y los cuidados del pedicuro, la vida era no estar nunca ociosa, arrojar un canario por la ventana de un decorado, hacer llorar a los desconocidos. La vida era una serena charla con Bogdan acerca de Peter.
—¿No sería mejor que fuese a un internado antes de que yo parta de gira? Ésa no es vida para un niño.
—Creo que debería estar con nosotros durante la gira y por lo menos todo el verano. La señorita Collingridge y yo le daremos lecciones. Es demasiado pronto para que vuelva a separarse de ti.
—Está enfurecido conmigo.
Ella le daba barritas de caramelo con franjas tricolores, y Peter las tiraba. Ella le hacía regalos, y el muchacho los rompía. Ella le leía, y él le pedía que lo dejara.
Bogdan no le respondió.
—Ayer me dijo que quiere a Aniela más que a mí.
—Está enfadado contigo porque te fuiste. Y, puesto que es un niño, no tiene que ocultar sus sentimientos.
—Pero ahora puedo compensarle. Lo olvidará. ¿Crees que lo olvidará? No es posible que siga con ese enfado.
—Creo que no seguirá enfadado —dijo Bogdan.
—Le he prometido que nunca volveré a abandonarle.
—Excelente promesa —replicó Bogdan.
«Podrías haber venido, Henryk. Por lo que a mí respecta, querido amigo, ya no tenías ninguna excusa, una vez estuve en Nueva York, que se encuentra mucho más cerca de nuestra vieja Europa. A Bogdan le habría gustado que estuvieras allí, puesto que él no pudo estar presente. (Me satisface decirte que ahora está conmigo). Pero… passons. Y así por fin he debutado en Nueva York. Naturalmente (permíteme que yo misma me ponga laureles) ha sido un éxito. Me he demostrado de una vez por todas que con una voluntad lo bastante fuerte es posible superar cualquier obstáculo. El teatro está siempre lleno (para las noches de gala se subastan las localidades), la prensa está encantada conmigo, las mujeres me aman. Y sin embargo, ¿te sorprenderá saberlo?, el enojo me consume. ¿O es acaso tristeza? Y es que estoy completamente sola en estos momentos de triunfo, no puedo engañarme al respecto. ¿Dónde está Polonia? ¿Dónde están mis amigos? ¿Dónde está la comunidad de amigos en la que creí? Por supuesto, todos los polacos que he conocido aquí asistieron al estreno, pero de los verdaderos amigos el único presente era Jakub, quien, como sabes, vive en Nueva York desde hace seis meses. ¿Y qué ha sido de nuestro espléndido artista? Ha encontrado empleo como ilustrador en una revista popular, Frank Leslie’s Magazine, y se pasa los días sentado a una mesa, al lado de otros ilustradores. Dice que confía en pintar un poco “al margen”. Qué lástima. Y Jakub ha oído decir a un amigo de Cracovia que recientemente Wanda ha intentado de nuevo suicidarse. ¿Por qué no me has informado de ello? ¡Es horrible! Sé que los débiles siempre lograrán perjudicarse si eso es lo que quieren hacer de veras, pero aun así…».
Maryna había mencionado la fuerza de voluntad, como solía hacer cuando escribía a Henryk (había en ello un reproche, tanto como una jactancia), pero tal vez la voluntad no era más que otro nombre del deseo. Quería llevar aquella vida, cualquiera que fuese el coste: la soledad, la euforia; la aprobación casi amorosa de innumerables personas a las que nunca conocería o de las que tendría un conocimiento mínimo; sus propias insatisfacciones, dolorosas y vigorizantes. Se habría sentido desolada si las críticas no hubieran sido cantos de alabanza. Si Maryna debía creer lo que escribían sobre ella, su manera de actuar era todo lo contrario del estilo declamatorio. En Nueva York, su «sencillez», su «sutileza», su «arte delicado y refinado», su «absoluta naturalidad» parecían muy originales. Pero ella no daba crédito a lo que leía, sobre todo cuando no consistía en más que elogios, y por unas virtudes del todo antitéticas. Desde luego, no había nada natural en esa naturalidad, que fraguaba para cada papel mediante un millar de pequeños juicios y decisiones. Sabía que era mucho lo que podía improvisarse. Aceptaba que su voz seguía siendo potente, pero su ausencia del escenario durante un año había debilitado la exactitud del control de la respiración. Le parecía que a veces sus palabras carecían de garra. Tenía que variar todavía más la fluidez de ciertos pasajes. Pero cuando hubiera corregido todo esto, como sucedería al actuar ocho veces por semana (y el domingo Maryna fue al teatro con varias horas de antelación para trabajar en el escenario vacío), ¿no correría el riesgo de que sus efectos vocales fuesen demasiado amplios?
Temía que esos sentimientos renacientes de fingido dominio le impulsaban a exagerar su papel. Una cosa es mantener la expresividad sin interrupción, y en eso consiste actuar; y otra muy distinta que el actor, ya sea por vulgaridad, ya por un conocimiento defectuoso de sí mismo, se exceda. Maryna le confesó a Bogdan: «Daría diez años de mi vida por sentarme una sola vez entre el público y verme actuar, para saber así lo que debo evitar».
La autoridad en el escenario equivale a la capacidad de proyectar de una manera continua, fluida, penetrante, la esencia de un personaje. En la vida real hay muchos momentos de relajación, en los que una persona no trasluce nada, muchos gestos no esenciales, pero en el teatro los personajes revelan su esencia en todo momento. (Cualquier otra cosa sería trivial, desenfocada; rezumaría en vez de señalar y conformar). Representar un papel es mostrar los elementos marcados, sostenidos, de una persona. Los esenciales son gestos que se repiten. Si soy mala, lo soy siempre. Ahí están mis miradas de soslayo, mis fruncimientos de ceño, y, si quien actúa es un varón, esa manera de mostrar los dientes. Al pensar en el sufrimiento que estoy a punto de infligir a mis crédulas víctimas, me estremezco visiblemente. O bien soy buena (como lo son las mujeres). Observad, estoy sonriendo, miro con ternura, me inclino adelante para socorrer, o hacia atrás, retrocediendo penosamente del avance bestial de «ése contra el que carezco de fuerzas para defenderme».
Todo el mundo estaba de acuerdo en que era así como se debía actuar. El público no puede equivocarse acerca de los personajes: a éste hay que amarle, de ése hay que compadecerse, a aquél hay que despreciarle. ¿Pero mostrar la esencia debe significar la exageración de los signos que permiten reconocerla? Si una pudiera tener el valor de no ser tan insistente desde el principio, ¿no actuaría mejor, con más veracidad? ¿De un modo más fascinante? Cada noche, cuando salía al escenario, Maryna se prometía: «Retendré algo. No dejaré que me interpreten del todo». Más contradicciones, se ordenaba, incluso a riesgo de resultar confusa. La pasión debía más bien arder como un fuego sin llama.
¿Y mi propia esencia?, se preguntaba Maryna. ¿Qué mostraría si me interpretara a mí misma?
Pero un actor no ha de tener ninguna esencia. Tal vez tener esencia sería un obstáculo. Lo que el autor necesita es sólo una máscara.
Cuando trataban de analizar algo inefable que ella aportaba a sus papeles, los críticos recurrían a términos como «sutil» y «aristocrático». La presentación de la actriz que había encantado en San Francisco resultó insuficiente en Nueva York. En California, Maryna había extasiado a muchos reporteros al relatarles sus difíciles comienzos, cuando ir de gira por las provincias polacas significaba actuar en escuelas de equitación y graneros tan a menudo como en los teatros. Allí, en Nueva York, se interesaban más por sus ideas acerca del teatro, mientras éstas fuesen edificantes. ¿Pero qué esperanzas podía ella tener de corregir cualquiera de los impúdicos malentendidos que acosan la transferencia a una gran carrera a otro país? Cada actor (o cantante o músico o bailarín) ha recibido una educación, tiene mentores, una genealogía artística, así como una genealogía moral; pero la de Maryna Zalezowska, dotada de nombres igualmente impronunciables, allí no significaba nada. El suyo era un talento huérfano. ¿Y cómo explicar en América el claro sentido de tener una misión, nutrido por el hábito de entregarse a unos sueños imposibles? «Nosotros los polacos somos un pueblo muy teatral», declaró con ánimo de resumir a la nueva hornada de periodistas que le hacían preguntas.
En Polonia, Maryna había representado las aspiraciones de una nación. Allí sólo podía representar el arte, o la cultura, que muchos temían y consideraban frívolo, esnob o moralmente desequilibrador. Bogdan, sonriente, señaló que los norteamericanos parecían necesitar una constante garantía de que el arte no era sólo arte sino que estaba al servicio de un propósito superior, moral o saludablemente cívico.
Para sus primeras entrevistas con la prensa neoyorquina, dispuso de una traducción al inglés, efectuada por Ryszard, de uno de los tributos que más le habían satisfecho, publicado por la revista de teatro Antrakt de Varsovia. «En cada uno de los papeles que interpreta, Zalezowska es plenamente sensible a los tiempos en que vive, de la misma manera que la música de Verdi suspira, llora, sufre, ama y grita en el idioma de toda la humanidad. Así como Verdi es el supremo compositor de la época, Zalezowska es la más grande de sus actrices». Pero Maryna sospechaba que en Nueva York no tendría sentido para nadie que un crítico de Polonia la hubiera comparado con Verdi, por la universalidad de su registro expresivo, no por su papel como portadora de las aspiraciones de su país. Los norteamericanos podrían pensar que ese comentario significaba tan sólo que el genio de Maryna no era sutil, que era simplemente operístico.
En vez de utilizar esa crítica elogiosa, Maryna declaró a los periodistas:
—No me imaginan ustedes con un álbum de recortes, ¿no es cierto, caballeros? ¡Yo, que casi nunca leo las críticas y ni siquiera he pensado en conservar lo que han escrito acerca de mí!
Así había conquistado a los críticos, incluido el temible William Winter, del Tribune, el crítico teatral más poderoso del país. Era cierto que Winter no se había resistido a deplorar, aunque sin acritud, la elección de la pieza inaugural que había efectuado Madame Zalenska. «¿Era realmente necesario que esta artista exquisita (¡y además condesa, nada menos!) iniciara la conquista de nuestros corazones representando a esa criatura de pulmones frágiles y virtud todavía más frágil?». Por supuesto, a renglón seguido Winter la perdonaba. De semejante censura no había habido ni un atisbo en la vieja y querida ciudad de San Francisco ni en la ventosa Virginia City, y Warnock tuvo que explicarle a Maryna que en el Oeste había más amplitud de miras (era menos rígido, decían algunos) que en la América oriental («¡Recuerde que es todo un continente y que somos cincuenta millones de habitantes!»), sobre todo en la zona central del país la gente podía emocionarse «un poco» con la virtud de las mujeres retratadas sobre el escenario, con lo cual quería decir que Maryna debería volverse insensible al «considerable» sermoneo acerca de que la archiconocida obra de Dumas, con todo su notorio éxito, planteaba una amenaza contra la moral pública.
Por fortuna, no todos los críticos se preocupaban de si su nuevo ídolo había degradado su arte al interpretar el papel de una mujer caída. La influyente Jeannette Gilder, del Herald, que se había convertido en una incondicional de Maryna, se interesaba más por los atavíos de la cortesana —un interés, comentó Bogdan, que uno no podría haber inferido de los gustos indumentarios de la señorita Gilder, que usaba cuello alto, corbata, sombrero hongo y chaqueta de caballero. «El vestido deja los brazos desnudos, y los cubren unos guantes de cabritilla con doce botones, de color crema, que llegan hasta el codo, y desde ahí hasta el hombro están rodeados por una cinta de terciopelo sujeta por medio de una aguja adornada con una piedra preciosa», detallaba la señorita Gilder en su descripción de la pasmosa entrada de Marguerite Gautier en el primer acto. ¿Y no era divertido, siguió diciendo Bogdan, que las prendas que Maryna llevaba en La dama de las camelias eran, entre todos sus vestidos, las más copiadas tanto por quienes la censuraban como por las mujeres elegantes?
Fue Bogdan quien primero le señaló (Maryna le dijo que ella sería la última persona que se percataría de ello) que las damas de Nueva York empezaban a imitar su porte, sus gestos y sus estilos de peinado (como en el primer acto de La dama de las camelias, en el que llevaba el cabello muy alto, con bucles y cintas), y los sombreros Zalenska hicieron su aparición en las tiendas más elegantes, así como los guantes y los broches Zalenska y el «Agua polaca», una nueva agua de colonia, en cuya etiqueta había un retrato oval de Maryna superpuesto a una escena de salón con un hombre joven al piano que tenía cabellera larga y el rostro sensible y tísico característicos de Chopin. Fotografías de la actriz vestida como La dama de las camelias se exponían en los escaparates de las farmacias y se vendían en los estancos. Los periódicos publicaban a diario la relación de compromisos sociales de Madame Zalenska. Maryna aún no había recuperado el peso que perdiera, y si estaba demasiado enflaquecida corría el riesgo de que no le sentara bien el tan admirado vestido de noche con miriñaque, de seda azul como el plumaje de un ave y cola de terciopelo verde oscuro, cuyo talle se ceñía al cuerpo. Pero la obsesionaban las fotografías de la nueva primera actriz que reinaba en París, Sarah Bernhardt, la del rostro de pájaro y la silueta muy esbelta. Aprestándose a una futura rivalidad, Maryna se prometió que seguiría por debajo de su peso normal.
Tras actuar un mes en el Teatro Quinta Avenida y dedicar otra semana a descartar unas prendas y adquirir otras para su guardarropa teatral, que ahora llenaba dos docenas de baúles al cuidado de una costurera alemana, Maryna se embarcó hacia la conquista de América y se presentó con compañías de repertorio en todo el país excepto el Lejano Oeste. En Filadelfia, el principal crítico teatral de la ciudad admiró, según le dijo Warnock, «la cruz y la diadema de brillantes que debían valer cuarenta mil dólares» (naturalmente, eran de bisutería) que ahora llevaba en el cuarto acto de La dama de las camelias. El error, que Maryna achacó a Warnock, había sido representar la obra de Dumas durante una sola semana en el renombrado Teatro Arch Street. Maryna se llevó una decepción en Filadelfia. Los públicos de Baltimore y Washington, donde también ofreció Como gustéis y Romeo y Julieta, se mostraron más apropiadamente seducidos. Entonces un vapor la llevó costa arriba, hasta donde, como le había dicho Warnock, actuaría (representando sólo a Rosalinda y Julieta) ante el público más culto del país, en uno de los teatros más venerables. («El Museo de Boston, ¿señor Warnock? ¿Es tan corriente que en América llamen museo a un teatro?». «Sólo en Boston, mi querida señora»). Su nuevo amigo, William Winter, neoyorquino militante, se mostró más escéptico con respecto a la decantada capital de la América más seria. Ni siquiera Boston, aseguró en broma a Maryna, podría plantearle el desafío de unos públicos como los que llenaban los teatros de Londres en la época de David Garrick, los cuales conocían tan a fondo las obras de Shakespeare, que un actor que mutilara un texto, pronunciara mal una palabra o incluso errase en la entonación corría el riesgo de que desde la platea y la galería le silbaran y corrigieran ruidosamente. Pero concedió que Boston, en efecto, estaba lleno de buenos conocedores de Shakespeare. Maryna aguardó confiada el desafío. Puesto que, arrullada por los elogios, y a pesar de su vigilancia, dedicaba menos tiempo a revisar su inglés, la conmoción fue todavía mayor el día siguiente al de su estreno en el Museo de Boston, en el papel de una Rosalinda que le parecía la mejor que había interpretado jamás, cuando leyó en el Evening Transcript que su eminente crítico teatral consideraba su acento encantador, sobre todo en los pasajes románticos de Como gustéis, pero un obstáculo para cumplir con las exigencias del gracejo shakespeariano.
—Es cierto, ¿verdad? —le preguntó quejumbrosa a la señorita Collingridge, a quien convocó de inmediato a su suite del hotel Langham para una sesión de adiestramiento lingüístico—. ¿Desde cuándo cometo errores de dicción?
La joven le enumeró los distintos errores que había cometido en Filadelfia, Washington y Baltimore. El problema del sonido th y la pronunciación demasiado fuerte de la erre.
El canto del ruiseñor, no el de la alondra,
Atravesó la oquedad de tu oído temeroso.
La pronunciación de esas erres había sido lo peor de todo.
—¿Cómo puedes soportarme, querida Mildred?
—Te ammo, Arrmando.
—Basta, Mildred, te he comprendido.
¡Ojalá la única frustración de Maryna fuese la de mantener su inglés lo bastante bien afinado para hacer justicia a Shakespeare!
En Toronto las cosas le fueron mejor. Los públicos de Buffalo y Pittsburgh reconocieron estar encantados con aquel nuevo y exótico adorno de la escena norteamericana. Puesto que Maryna había cometido el error de decirle a Warnock que ella nunca tardaba más de dos días en memorizar un nuevo papel, sólo tres días antes de que llegaran a Cincinnati le informó de que no sólo figuraba como intérprete de Adrienne y Como gustéis, sino también de East Lynne, la tarde del sábado. Maryna, enfurecida, le recordó que le había dicho que nunca se rebajaría a actuar en Bestia Lynne, como ella llamaba a la obra («Soy una artista, señor Warnock —exclamó—, ¡no un mercader de lágrimas!»), pero allí estaba, en el segundo mes de la gira, tras haber sucumbido a las súplicas y la insistencia de Warnock, representándola en Cincinnati, Louisville, Savannah, Augusta, Memphis y Saint Louis. Por supuesto, Warnock había estado en lo cierto cuando le aseguró que «era dinero en el banco». «¿Es qué?». «Quiero decir que al público le encanta». «¿Porque quieren llorar?». «Bueno, sí, a la gente le gusta llorar en el teatro, casi tanto como les gusta reír, y ¿qué tiene eso de malo, querida señora? Pero lo que más les gusta es ver una gran actuación. ¡Y eso es lo suyo!».
Ningún ejercicio de habilidad histriónica satisfacía más al público que el proporcionado por un argumento que requería que el personaje principal se marchara de la escena y volviera a aparecer discretamente, disfrazado por conveniencia o transformado por el sufrimiento en otra persona, cuya verdadera identidad, evidente para todos los que habían pagado por ver la obra, no percibe ninguno de los que están sobre el escenario. Tal es el papel estelar en East Lynne, en realidad dos papeles. Uno es el de Lady Isabel, ingenua y crédula, que abandona al marido que la ama y a sus hijos debido a la influencia maligna de un astuto libertino. El otro papel es el de la pecadora arrepentida, envejecida prematuramente por la tortura del arrepentimiento, la cual entra de nuevo en su casa como institutriz de cabello gris y con anteojos, «Madame Vine», para cuidar de sus propios hijos. Sus lamentos, cuando el más pequeño de los tres, que sólo era un bebé cuando ella se marchó, muere en sus brazos («¡Oh, Willie, mi hijo, muerto, muerto, muerto! ¡Y no ha llegado a saber quién soy, nunca me ha llamado madre!»), provocaban una explosión de pesar en el público. Y las lágrimas brotaban de nuevo cuando ella, agonizante, prescinde del incógnito y pide perdón a su marido («borra de tu memoria lo que soy, piensa en mí, si puedes, como la muchacha inocente y confiada a la que hiciste tu esposa»), recibe el perdón y le implora que no castigue a los dos hijos que quedan por el desamparo del que ella les hizo objeto: «Sé amable y cariñoso con Lucy y el pequeño Archie», se susurra ásperamente. «¡No permitas que el pecado de su madre recaiga sobre ellos!».
¡Jamás, jamás!, exclamaba el actor que interpretaba a Archibald en aquella compañía de repertorio… en América había docenas de Archibalds, pero habría una sola Isabel, la mejor, la más atrozmente triste, como Maryna aprendió a interpretarla. Él inclinó la cabeza. Ella vio caspa en el cuello de su chaqueta. Le embargaba un dolor inextinguible, y se preguntaba qué estaba haciendo mientras, poco a poco, se entregaba a las emociones indestructibles y el descarado patetismo de East Lynne.
Maryna buscaba la tranquilidad en la terrible vorágine que la envolvía.
En Chicago, donde actuó en la Ópera de Hooley durante diez días, la colonia polaca de la ciudad, la más numerosa de América y en constante expansión, la importunó con ramos de flores, regalos y súplicas. El domingo, tras asistir a la misa solemne en St. Stanislaw con Bogdan y un interminable almuerzo organizado por Monseñor Klimowski, Maryna ofreció un programa en el salón social adjunto a la iglesia (la recaudación se distribuiría entre los feligreses necesitados) en el que recitó poemas de Mickiewicz, pasajes del Mazepa de Slowacki y algunos de sus famosos monumentos shakespearianos: el discurso de Porcia sobre la clemencia, la escena de la locura de Ofelia, el delirio sonambúlico de la dama escocesa. Recitar a Shakespeare en polaco le hacía sentirse totalmente libre de inquietud. Hombres ásperos y desaliñados y mujeres con los ojos enrojecidos con pañuelo en la cabeza se acercaban para besarle las manos.
Viajar tanto y actuar de una misma manera en cada nuevo lugar hace que el mundo se empequeñezca. Una nueva ciudad se reducía al tamaño y el mobiliario de su camerino, la mayor o menor incompetencia de los actores de la compañía de repertorio, la seguridad de ver a Bogdan en su sitio (entre bastidores, como él prefería, o en un palco, como Maryna solía insistirle que hiciera, donde ella podía verle mejor desde el escenario), y el calor que su marido le daba al asegurarle que todo había salido bien.
Cuando era una joven actriz en la compañía de Heinrich, Maryna creyó haber experimentado al máximo las penalidades que comportaba ir de gira. Pero en América apenas se reconocía la necesidad que una tenía de tomarse un respiro: los americanos habían inventado la gira continua, una representación tras otra, con sólo uno o dos días entre una ciudad y la siguiente. Sentada en el compartimiento del tren, Maryna escuchaba las palabras de sus papeles en el traqueteo de las ruedas. Bogdan leía, y seguía leyendo cuando, tras detenerse en algún lugar desolado, los desviaban a un apartadero para esperar durante una hora o más a que pasaran por su lado unos trenes más privilegiados. Peter miraba a través de la ventanilla, farfullando consigo mismo, mientras Maryna se levantaba y se sentaba, se sentaba y volvía a levantarse. Como cierta vez había interrumpido al pequeño, sabía que era mejor no hacerlo.
—¿Veintiocho qué, cariño?
—¡Me lo estás estropeando, mamá!
—Por Dios, Peter, ¿qué te estropeo?
—Estaba sumando los números de los vagones de carga. Había un 1 y un 9 y un 8 y un 7 y un 3 y entonces tú…
—Perdona. Sigue contando.
—¡Mamá!
—¿Qué he hecho ahora?
—Tengo que esperar otro tren.
A menudo no dormía lo suficiente, pero su resistencia era extraordinaria. Podía dormir en cualquier parte y despertarse despejada al cabo de una hora.
Warnock esperaba que se quejara.
—Como ve, no me quejo, señor Warnock —le dijo Maryna en plena noche, cuando tomaban el té en el extremo de su vagón, en algún lugar del gélido Wisconsin. Había dado dos representaciones en la Gran Opera de Milwaukee e iba a dar tres en la Academia de Música de Kansas City. Se habían detenido en un patio de carga, y el tren llevaba más de una hora avanzando un poco y retrocediendo, chirriando y estremeciéndose—. Estos espantosos viajes en tren que duran toda la noche, los hoteluchos en los que últimamente nos hemos alojado yo y mi familia, los terribles actores con los que me veo obligada a actuar. Ésta es la primera gira americana de Marina Zalenska, y tengo mucho que aprender. Sólo le digo, y escúcheme, por favor, pues no lo repetiré, que esto no volverá a ocurrir.
En Polonia, una tenía la sensación de que trazaba círculos: todo era familiar y centrífugo, estaba saturado. En América, el campo, cada vez más espacioso y de límites imprecisos, se extendía en todas las direcciones. Maryna, en constante movimiento de un lugar desconocido a otro, nunca se había sentido tan concentrada, tan robusta, tan impermeable a su entorno. Actuar la blindaba con sus estímulos y sus insatisfacciones. La Julieta y la Rosalinda de Shakespeare; Adrienne y Marguerite Gautier, incluso la desdichada Lady Isabel de East Lynne… ¡qué cómoda estaba en su compañía! En ocasiones penetraban en sus sueños y hablaban entre ellas. Maryna quería consolarlas, pero los personajes lograban consolarla a ella. A menudo le parecía suficiente no tener más pensamientos que los de ellas.
Entretanto, cierto tema de conversación seguía inabordado, alguno atisbado a intervalos se mantenía oculto. Maryna recordaba aquella vez, tres años atrás, en que se le cayó el cabello, durante el ataque de fiebre tifoidea, y descubrió con asombro dos manchas de color rosa oscuro en la parte posterior de la cabeza, una bajo la coronilla y la otra por encima de la nuca. Sosteniendo un espejo en el ángulo correcto, contempló con repulsión el reflejo de las marcas de nacimiento en el gran espejo del camerino, a sus espaldas. Pero sólo el peluquero y la ayuda de cámara le vieron el cuero cabelludo, que no tardó en cubrirse de una primera capa de vello ocultador, y entonces volvió a crecer toda la masa de cabello y fue improbable que volviera a ver de nuevo su cuero cabelludo desprovisto de pelo.
Una ve, una comprende, algo inquietante, algo de aspecto desagradable se hace visible… y entonces desaparece, y no tiene ningún sentido perseguirlo, insistir en lo que ya no está ahí, a la vista. Con qué facilidad un conocimiento turbador se convierte en un conocimiento inútil.
Si Maryna y Bogdan daban por sentado que, durante su larga separación el año anterior, habían buscado el afecto de otros seres, como era necesario, no iban a imponerse mutuamente el relato de lo que sabían sin necesidad de contárselo. El amor, el amor del matrimonio, estaba lleno de silencios generosos. Cada cual sería generoso con el otro.
Maryna creía saber lo que la unía de un modo tan irrevocable a aquel hombre. Era lo bastante discreto para que ella pudiera sentirse todavía libre.
¿Pero no era presuntuoso suponer que Bogdan siempre estaría a su lado, asistiendo a cada representación? En Polonia era el conde Dembowski, patriota y experto en teatro. En América era un hombre con un papel en lugar de una ocupación: estar junto a su mujer en el centro ardiente de la gloria de ella.
—Estoy preocupada por ti, cariño. La maldición de mi carrera es que requiere que esté pensando siempre en mí misma. Te agradezco tanto tu presencia, tu apoyo, tu amor…
—¿Estás preocupada por mí? —replicó Bogdan—. No lo creo —¿iba ahora hacerle reproches? No—. Me estás pidiendo que te tranquilice.
—Supongo que así es —dijo Maryna, apaciguada y aliviada.
En el punto más occidental de la gira de Maryna (una semana en la Opera Boyd de Omaha), Bogdan la dejó y regresó al sur de California. La finalidad que manifestó fue la búsqueda de una finca para comprarla, un hogar al que pudieran retirarse cada vez que Maryna no estaba de gira. Ella suponía que Bogdan regresaría a Carpinteria a fin de investigar el misterioso Aeroclub y, conociendo a Bogdan, estaba segura de que una vez hubiera obtenido permiso para presenciar un vuelo, no tardaría en convertirse en aeronauta.
—Si algo te ocurriera —le dijo Maryna—, sería insoportable para mí. Pero debes hacer lo que creas conveniente.
A Bogdan le resultaba imposible tranquilizarla por carta mientras ella viajaba continuamente, y habían convenido en que sólo se enviarían telegramas en caso de emergencia. La gira finalizaría en junio, con una semana en Brooklyn, en el Teatro del Parque, con La dama de las camelias, Adrienne y Romeo y Julieta. Tenían pasajes para el S. S. Europa que zarparía a comienzos de julio. Si todo iba bien, por entonces Bogdan se habría reunido con ella en Nueva York.
Por supuesto, quería que ella se preocupara, tal era su derecho como marido. Como Maryna tenía el deber, por su arte y su cordura, de no preocuparse demasiado.
En realidad, prefería que Bogdan no le contara sus planes; lo menos que podía hacer era concederle el derecho a tener por su parte alguna aventura secreta. Él quería su credulidad. Sí, era posible, volaban. Y, con toda seguridad, se estrellaban.
No, mamá, no puedo quedarme más tiempo. No se ha modificado el plan de que, al cabo de una semana, yo iría a Zakopane. El médico que cuidó de Stefan y que es un gran amigo mío, el doctor Tyszynski, así se llama, y al que debo visitar mientras esté aquí… no, ya no vive en Cracovia. No lo entiendo, mamá, ¿quieres que me sienta incómoda? El hotel me parece perfecto. Es mucho mejor así, y es tanto lo que tenemos que hacer. El triunfal recibimiento de que he sido objeto… es una ironía, mamá. Esta visita es puramente privada, ya lo sabes. Todo el mundo me asedia. ¿Por qué? Te garantizo que mis admiradores dejarán de importunaros a ti y a Józefina en cuanto me marche. Tal vez escriba una «Carta desde América» para Antrakt mientras siga aquí esta semana. ¿Qué te parece, Bogdan? No, jamás tendré en Cracovia la serenidad de ánimo que necesito. La escribiré en Zakopane. ¿En Varsovia? ¿Por qué habría de ir a Varsovia, mamá? Ni pensarlo. Si mis amigos de Varsovia quieren verme, pueden tomar el tren hasta Cracovia. Y es que estoy profundamente molesta con la administración del Teatro Imperial. Sí, consideraba a su director un amigo, hasta que descubrí que no era más que otro burócrata vengativo. ¿No estás de acuerdo, Bogdan? Nunca hemos tomado en consideración esa posibilidad. Armaría un escándalo, y necesito tranquilidad. Por más que desee saludar a mis antiguos colegas y, sobre todo, por más que lamente no ver a Tadeusz en el escenario principal del Teatro Imperial, no iré a Varsovia. ¿Pedir que vuelvan a admitirme? ¿Te has vuelto loca, mamá? Desde luego, sigo ofendida, pero no es ése el motivo por el que me quedo en América. Siempre planeamos venir a pasar los meses de julio y agosto, visitar a los parientes y recibir visitas de los amigos. Bogdan debería partir de inmediato hacia Poznan para visitar varias fincas de los Dembowski, lamentablemente tiene que discutir con su hermano los asuntos de la herencia. Es exasperante que no hayamos podido volver a verla por tan poco tiempo. ¡Habíamos zarpado de Nueva York, estábamos en alta mar! Bogdan está desolado. Era una mujer extraordinaria, Józefina. Nada moderna, muy irreverente. Ya no se encuentran mujeres así en Polonia. ¿Sabes, Bogdan? Mi madre tiene un pretendiente, si puedo expresarlo de una manera tan cortés. ¿Todo sigue siempre, eternamente igual en este país? ¡Tiene casi ochenta años! Glinski, el panadero de la calle Florianska, un patán con una cabezota en forma de cúpula y harina en el bigote. Puedo tener la seguridad de que lo encontraré todavía ahí cuando vaya por la mañana temprano para pasar una hora con le petit. ¿Que soy así? Pues no pretendo serlo. Supongo que eso no hace ningún daño. Él deja que Peter le acompañe a la panadería y se entretenga. Sí, mamá, ahora se llama Peter. No, de veras, también es un nombre americano, pero estoy segura de que te permitirá que le llames Piotr. ¿Por qué te sorprende que no haya olvidado el polaco, mamá? Tiene que hablar con Aniela. ¿Mi secretaria? ¿Te han hablado de ella Aniela o Peter? Es americana. No sabe nada de polaco. Claro que podría aprender, pero ¿por qué habría de hacerlo? ¡Es América, mamá! Aniela se entusiasmó cuando le dije que venía con nosotros y la señorita Collingridge regresaba a California para pasar allí dos meses. Pero hallarse de nuevo en Polonia no parece conmoverla en absoluto. Tal vez se deba a que no tiene familia. Este terrible dolor en el corazón. No, hablo conmigo misma, mamá. Créeme, Henryk, la mayor satisfacción que preveo obtener de esta visita es la de verte. Bogdan, querido Bogdan, ¿estás seguro de que no quieres que vaya contigo a Wielkopolska? A Ignacy no le importaría. Deja de intentar persuadirme de que vaya a Varsovia, mamá. Sí, hubo una penalización. Ya te lo he dicho. Cada teatro tiene una lista de multas que imponen a los actores por toda clase de faltas. ¡Claro que nunca me habían multado antes, mamá! Diez mil rublos, mamá. Sí, diez mil. Eso es lo que cuesta comprar mi libertad. Ah, ahora lo comprendes. He distribuido todos los regalos que compré para mis hermanos y sus familias, Henryk, he dejado a Peter al cuidado de mi madre y Józefina, todo el mundo le mima. No, Peter, no puedes venir conmigo a Zakopane, pero Aniela se queda contigo. No, mamá no se va por mucho tiempo, volverá dentro de una semana más o menos. No quiero comer la tarta de manzana, mamá. Ya he comido suficiente, muchas gracias. Mamá, tengo… ¡tengo treinta y ocho años! Bogdan, adivina lo que Aniela ha dicho esta mañana antes de que me marchara del piso de la calle Poselska. Aquí no hay tantas cosas que hacer como en América. ¡Ciertamente ella está menos ocupada! Y yo también, por desgracia. Henryk, deberías haber estado en la estación de ferrocarril cuando llegamos a Bremen. La muchedumbre, las flores, las canciones. Igual que cuando me fui. Estaba muy conmovida. No podía saber lo que sentiría al regresar a casa, Bogdan, ¿y tú? Toda la aventura americana podría parecerme ahora como un viaje a la luna, pero no es así, Bogdan, no lo es. La adulación de los americanos es superficial, mientras que la adulación de los polacos tiene una profundidad que… ya sabes qué es lo que quiero decir. La entrevista, sí. Sólo una. Tome asiento, por favor. ¿Tomará café? Dispongo únicamente de una hora. Sí, me siento del todo feliz en América. Por supuesto, allí se piensa de una manera muy distinta acerca del teatro. No, tienen algunos actores excelentes. Supongo que no ha oído nunca hablar de Edwin Booth. ¡Naturalmente que me propongo actuar de nuevo en Polonia! Siempre seré ante todo una patriota y una actriz polaca. No obstante, como artista moderna que soy, quiero que mucha gente vea mi arte. Me parece del todo natural actuar en inglés, y planeo una temporada en Londres el año que viene. Gracias a los milagros del transporte moderno, es posible llevar tu arte a cualquier lugar. Jamás me intimidarán las grandes distancias. A este respecto, me he convertido en toda una norteamericana. ¿Has de marcharte ahora, Bogdan? Quédate unos pocos días más. ¡Qué pequeña parece, Bogdan, nuestra vieja y bonita Cracovia! Nada ha cambiado. ¡Nada! Sé que es absurdo, Henryk, pero temía ir a Zakopane. Temo encontrarlo cambiado. Ya sabes lo que ocurre cuando regresas a alguna parte tras una larga ausencia. Aunque se trate de un lugar del que huiste, quieres encontrarlo exactamente tal como era cuando lo abandonaste. Los mismos cuadros feos colgados en la pared, el mismo perro adormilado bajo la mesa, el mismo par de perros de porcelana sobre la repisa de la chimenea, los mismos clásicos encuadernados en piel y sin leer en la estantería, el mismo jilguero discordante que canta en la ventana. El viene a Cracovia, Bogdan. Como le gusta tomarme el pelo, me escribe diciéndome que no puede garantizarme que Zakopane no haya seguido cambiando. Oh, querido. Esas arrugas en tu cara, Henryk. Voy a echarme a llorar. No, no se trata de las arrugas, eso ya lo sabes. Es porque estás aquí. Y el cabello te ha encanecido. ¿Y por qué te tiembla la mano? Déjame que vuelva a abrazarte, Henryk, mi querido amigo. Debería haber ido a Zakopane, perdóname. Debería haber desviado la vista al pasar ante los chalets que levanta la gente adinerada de Cracovia. Podría haber dicho que ya no reconozco nuestro Zakopane, pero no me habrías creído. Ya sabes cómo exagero. No has olvidado que tu Maryna es actriz, ¿verdad? Déjame que vuelva a besarte las mejillas. Es cierto, no quiero que nada de lo que dejé haya cambiado, ¿y por qué no habría de ser así? No he estado tanto tiempo ausente. Sólo dos años. ¡No puedes decir que dos años son una eternidad! ¿Quién es ahora el histrión? ¿Te ríes de mí, Henryk? Sí, desde luego, quiero que aquellos a los que dejé atrás me encuentren cambiada, mejorada. ¿Bien? Sí, sí, más fuerte. Sí. Por primera vez en mi vida, comprendo lo que significa ser única. Ser única pero no estar sola, ¿comprendes? No, no te he dejado para siempre, mi queridísimo amigo. Es sólo que… ¿qué significa ser la más grande actriz polaca? ¿Recuerdas cuándo la cima de mi ambición consistía en ser mejor que Gabriela Ebert? Ahora, naturalmente, quiero ser mejor que Sarah Bernhardt. ¿Pero soy, en efecto, mejor que Sarah Bernhardt? Jamás lo descubriré si me quedo en Polonia. Necesito pruebas severas, desafíos, misterio. Necesito no sentirme en casa. Eso es lo que me da fortaleza, ahora lo sé. Necesito salir volando de mí misma, puedes comprenderlo, Henryk. Y no me refiero sólo a estar en el escenario, representando y transformando. Pues, ¿qué es la actuación? Actuar, y, naturalmente, esto sólo puedo decírtelo a ti, Henryk, es tergiversar. ¿El teatro? Fingimiento y necia patraña. No, no me siento desilusionada, al contrario. Grupos de estudiantes me dan serenatas en la calle, bajo la ventana de mi habitación de hotel. Cada día hay montones de flores frescas junto a la entrada. ¡El otro día oí que Peter le decía a mi madre que lo que le gusta de las obras teatrales es que en ellas la gente no muere de veras, sino que tan sólo lo finge! Por favor, Jarek, aparta a Peter de mamá y Józefina y llévale a cabalgar. No debe pasarse el día entero en el piso o la panadería. Necesita ejercicio, necesita el aire libre. Y después de que abandonara nuestro falansterio (¡no te burles, Henryk!) vinieron tiempos difíciles, pero no pude pedirle a Bogdan que me ayudara, pues él ya tenía bastantes problemas con la granja. Vendí lo que pude, empeñé joyas y prendas de encaje, y a veces ni siquiera tenía dinero para comprar una libra de té y un poco de azúcar, y me acostaba con el estómago vacío. Pero la pobreza era lo menos duro, porque después de una alegría inesperada también llegaba la angustia abrumadora. Soy más fuerte por lo que he sacrificado. Perdóname por no decirte más que esto. Tengo la sensación de que hablar de ello, incluso contigo, sería la mayor de todas las deslealtades hacia Bogdan. ¿Sabes? ¿Él… él habló contigo cuando regresó? No, claro que no lo haría. Estaba segura de que sería un ejemplo de discreción y dignidad. ¿Nunca habló de mí? ¿Ni una sola vez? Eso se debe a lo enfadado que está conmigo. Entonces, Henryk, ¿cómo lo supiste? ¿Pero por qué te lo pregunto? Me conoces mejor que nadie. Soy un monstruo, he desperdiciado el amor, soy una mala madre, miento a todo el mundo, yo misma incluida. No, no quiero que me absuelvas, Henryk. No, no, supongo que sí quiero que lo hagas. ¿Sí? ¿No te parezco tan monstruosa? Voy a apoyar la cabeza en tu hombro, y tú me rodearás con el brazo. Qué agradable sensación. ¿Cómo estás, Henryk mío, mi amigo más querido? No hago más que hablar de mí misma. Bogdan debe ir a enfrentarse con sus díscolos parientes, debe llorar ante la tumba de su abuela. Era una mujer feroz, a la que yo admiraba y temía. Para Bogdan era toute tendresse. Volverá y pasaremos algún tiempo en París antes de zarpar de Cherburgo a fines de agosto, y durante todo septiembre haré audiciones de los actores para la compañía que estoy formando para la gira de otoño e invierno, que comienza con una temporada de un mes y medio en Nueva York. Krystyna, querida, déjame que te vea. Pues claro que podemos trabajar juntas durante unos días en tu Ofelia. Nada me dará más placer. Ven al hotel mañana por la tarde. Muy bien, muy bien. Esa manera de caminar sin garbo. Me gusta. Incluso puedes tropezar cuando le ofrezcas el ramillete a Gertrudis. No temas ser audaz. Puedes probar cualquier efecto, siempre que no lo mantengas durante demasiado tiempo. Haz tuyo el papel, no te dejes eclipsar por mi manera de retratarla. Cuando la gran Rachel se presentó en Londres con el papel de la dama escocesa (¡deja de mirarme como si no supieras a quién me refiero cuando menciono a la dama escocesa!) y le dijeron que la señora Siddons, la gran actriz que tenían ellos, ya había agotado todas las ideas posibles para representar la escena del sonambulismo, Rachel replicó: «No todas las ideas, sin duda. Yo tengo la intención de lamerme la mano». Tu capricho más extravagante, Krystyna. ¡Tambaléate, Krystyna! Así, muy bien. Tienes mucho talento, pero eres tímida. Una actriz debe pegar un tiro de vez en cuando. Incluso Ofelia no es sólo una víctima. Ten cuidado con las réplicas débiles, las acciones débiles, las salidas débiles. No digas eso, Henryk. Volveré pronto. Hombre, para ver cómo te las arreglas sin mí. Henryk, Henryk. ¿No puedo bromear contigo? ¿Debo ser adusta? Otro tono, Henryk. Ah. Me lo preguntarás, no podrás refrenarte. Entonces recibirás la respuesta: supongo que no echo de menos a ninguno de ellos. Estoy demasiado ocupada. A veces echo de menos a Bogdan, lo cual podría parecer extraño, puesto que casi siempre está conmigo. ¿No lo encuentras raro? En efecto. ¿El marido perfecto? ¿Distanteinteligenteindulgente? Ahora me recuerdas a Ryszard. Eso es algo que él podría decir. Pero tú no puedes ofenderme, mi querido Henryk. ¿Sabes?, no estoy tan ensimismada como aparento. Me preocupa que Bogdan no esté lo bastante ocupado. Lo que más le gusta es California, y está en negociaciones para adquirir una finca situada en un bello cañón, en las montañas de Santa Ana, un lugar donde estaremos todos juntos cuando yo no actúe. Por descontado, siempre estaré actuando. Una actriz de éxito en América lleva a cabo doscientas cincuenta y hasta trescientas actuaciones al año. Muy útil. Supongo que no es tanto una secretaria como una especie de institutriz, y Peter la adora. ¿Has pensado en casarte de nuevo, Józefina? Comprendo por qué abandonaste la escena, no eres lo bastante vana o egoísta para ser actriz, y es muy loable que te quedes con mamá, pero también debes pensar en ti misma. No pongas esa cara, Józefina. Puede que el matrimonio no siempre sea la mejor solución para una mujer, pero tú, mi querida hermana con arrugas en la encantadora frente, tú necesitas entregarte a alguien. Mejor que sea a alguna causa o servicio ideales, como lo hace Henryk. Deberías haber sido maestra. Sí, es un hombre fascinante, un alma noble. Y qué admirable es su misión médica en Zakopane. Y podrías… Ah, cuando te ruborizas pareces incluso más bonita, Józefina. Tengo una idea para ti, Henryk, pero aún no puedo decírtela. Haré que lo pienses por ti mismo. Sí, en América las giras son exigentes, y pueden durar hasta ocho meses. Pero una actriz principal siempre goza de su razón de placeres, en general placeres infantiles: hacer escapadas, soñar despierta, fingir, tener rabietas. ¿Significa tu sonrisa, Henryk, que me considerabas totalmente incapaz de lucidez? Y que esperas, esperas que sea ardiente, dominante, veleidosa, que esté ávida de afecto; y tendré a mano una familia elegida e indulgente: los demás actores, mi tiránico representante, la señorita Collingridge, la encargada del guardarropa… y Bogdan estará conmigo parte del año, aunque no puedo esperar de él que se limite a acompañarme en mis viajes. En California tiene sus aventuras que son sólo suyas. ¿Ha formado alguna clase de vínculo? No me ha hablado de ninguno, por lo que le estoy agradecida, pero fuera lo que fuese, o sigue siendo, él todavía quiere que vivamos juntos. Peter, mamá está hablando con el tío Henryk. Sí, tú y Aniela podéis ir a la panadería. No, mamá, no me quedaré a cenar. Bogdan regresa mañana. Dentro de unos días iremos a Poznan y pasaremos una semana con la hermana de Bogdan. Él es mi ángel de la guarda, Henryk. Sí, ya sé que no es eso lo que has preguntado. No sé si le amo, pero le quiero, le necesito, me siento bien con él. No me hace sentir inquieta. Nunca me aburro con él. Confío en amarle. Ah, eres muy severo conmigo, Henryk, pero tienes razón, por supuesto. Ya te dije que soy una mala persona, que no amo a nadie. No, no me siento abrumada por el amor de los demás. ¡Qué idea! Pero no deberías seguir preocupándote por mí. Eres demasiado amable conmigo, Henryk. Demasiado amable. Déjame llorar. Lo estropeo todo. No hago feliz a nadie. Estás sacudiendo la cabeza, pero no puedo consolarme, Henryk. No, no actúo. ¿Te digo lo que es actuar, Henryk? Actuar es tergiversar. El arte del actor consiste en explotar el drama de un autor a fin de mostrar su capacidad de atraer y falsear. El actor es como un falsificador. Hay noticias, Bogdan. Tadeusz y Krystyna van a casarse. No me importa que la gente se comporte de un modo predecible, ¿y a ti? Estaban destinados el uno al otro. Confío en que la tontuela no esté a punto de abandonar su carrera para casarse. Tiene talento, más que Tadeusz. Y seré la madrina de su primer hijo. Oh, Bogdan, qué atroz es ser viejo. Detesto envejecer. Dices eso porque eres tan amable, y me quieres, pero sé qué aspecto tengo. Mi hermosa Cracovia. Las ciudades americanas son de una fealdad indescriptible, Józefina. Tan feas, tan… irrespetuosas. Pero la tierra, la tierra, las montañas, los desiertos, las praderas, y los ríos impetuosos, son más grandiosos, más estimulantes y más desconcertantes que todas las fantasías que tenemos en Europa sobre América. No puedes imaginarte lo… lo heroica que es California meridional. Confío en que la veas algún día, Henryk. Allí respiras de una manera diferente. El océano, el desierto, en toda su sublime neutralidad, dan otra idea de cómo se puede vivir. Aspiras hondo y tienes la sensación de que puedes hacer cualquier cosa que te propongas. No, mamá, no estoy enferma. Sólo necesito pasar un día tranquila. Demasiadas fiestas y lágrimas y entrevistas. Me han hablado de propuestas inminentes para mi regreso a la escena polaca que no seré capaz de rechazar, incluida la dirección de un teatro propio. ¿Por qué no me siento bien aquí, Bogdan? ¿Será porque pienso continuamente en Stefan? Ahora recuerdo por qué quise abandonar Polonia. Fue porque, porque… no, no sé por qué. Ni siquiera ahora. Lo único que sé es que me siento muy inquieta. Un teatro propio. Un teatro polaco. ¿Hay algo más deseable para mí que eso? He vuelto para pavonearme y ser admirada, para asegurarme de que todavía me quieren y añoran, para que todo el mundo me ruegue que vuelva, y no me procura placer alguno, en absoluto. No recuerdo haberte visto tan contenta, Barbara. ¿Piensas a veces en nuestro bosque de Arden? ¡Qué sueño tan encantador fue! ¡Y qué resolución la nuestra! Estoy muy orgullosa de nosotros. Vamos a comprar un terreno en Santiago Canyon, Aleksander. El rancho Hunnecott, debes de recordarlo. Tenemos que reunimos todos allí el próximo verano, cuando la casa esté terminada. Bogdan quiere criar ganado, pero dispondremos de personal apropiado, no te pediremos que alimentes a los caballos ni ordeñes a las cabras. ¡Te lo prometo! Será maravilloso. Vosotros dos y Danuta, Cyprian, las niñas y… Oh, no me lo recuerdes. No puedo dejar de pensar en ello. ¡Y no había nadie que la detuviera! Es horrible, horrible. Pues claro que invitaríamos a Julian, pero ya sabes que él no iría. Y Jakub, desde Nueva York. ¿Ryszard? Ni que decir tiene, ¿verdad, Bogdan? ¿Sigue viviendo en el mismo sitio, en Varsovia? ¿Ginebra? ¿Desde cuándo? ¿Por qué Ginebra? No, no hemos tenido noticias suyas recientes. Y tú vendrás también, Henryk. No a California, eso no es para ti. Este año tendré mi propia compañía y una gira nacional mucho más larga. En América «administran» a un actor principal, como si fuese un negocio, y el administrador, llamado manager, le acompaña en la gira. Y viajarás con nosotros como médico de la compañía. Siempre hay alguien que cae enfermo. Oh, es una idea tan encantadora. Piensa en ello, Henryk. Tal vez invite también a Józefina. Mi hermana es una mujer notable, ¿no estás de acuerdo, Henryk? ¿Nostalgia, Aleksander? ¿De Polonia? Los senderos de los Tatras, bordeados de abetos, las calles de Cracovia, en cuyas aceras se alinean los castaños… ¿nostalgia de esta clase de cosas? No, creo que no son ésas las sensaciones que experimento hacia mi vida pasada. No, Henryk, nada me volverá nostálgica. Me he fortalecido contra el pasado. América es ideal para ello. ¡América, América!, replicas tú… por cierto, prefiero este tono. Si supones que encuentro en mi nuevo país cualquier cosa que quiera encontrar en él, estás en lo cierto, Henryk. América también es ideal para eso. ¿Y has hecho tú solo esos panecillos, Peter, cariño? Están exquisitos. El otro día me enteré de algo muy interesante, Bogdan. Según Henryk, hasta hace poco la nostalgia se consideraba una enfermedad grave, a veces fatal. Se consideraba que el otoño era la estación más peligrosa, y la profesión militar vulnerable de manera especial. Prácticamente cualquier cosa, una carta de amor, un cuadro, una canción, una cucharada de las sabrosas gachas que uno tomaba en su infancia, unas pocas sílabas de la región natal oídas en la calle, podía provocar el inicio de la enfermedad. Los historiales que él ha leído han sido publicados en revistas médicas francesas, pero parece improbable que sólo los franceses pudieran morirse por su apego al pasado. Convinimos en que los polacos deben de haber sido incluso más susceptibles a esa enfermedad, de la misma manera que los americanos han destacado por su capacidad de liberarse del pasado. Sí, es delicioso, mamá. No, mamá, no quiero una chuleta de cerdo ni coliflor con migas de pan y mantequilla. (¡Dios mío!). No, mamá, no estoy demasiado delgada. La actriz más admirada hoy en Europa, la reina de la escena francesa, no pesa más de… ¡es igual, no importa! ¿Tienes alguna idea, por pequeña que sea, de quién soy, mamá? Le formulé a él la misma pregunta, Bogdan. Probablemente, el declive de esa enfermedad es uno de los muchos beneficios del progreso de la civilización: de la máquina de vapor, el telégrafo y el correo regular. Pero ya conoces a Henryk (el optimismo es ajeno a su naturaleza, y además no pude prescindir de la observación mordaz), dice que, a su modo de ver, el declive de ese sentimiento en su horma letal no hace más que augurar la aparición de una enfermedad nueva, la incapacidad de sentir apego por nada. Claro que a veces pienso en Ryszard, Henryk. A ver, doctor, ¿podrías recetarme algo contra el dolor? ¿O es la insensibilidad? No sólo fui egoísta. Me entró pánico. Él me dejaba sin respiración. Me sentía demasiado dividida. ¿Sabes, Bogdan? Henryk me dijo ayer, ya sabes lo áspero que puede llegar a ser, que Polonia te ama, Polonia te necesita. Pero tú ya no necesitas a Polonia. ¿Qué puedo decirle? Hay dos clases de personas, Henryk. Las que, como tú, mi querido amigo, sólo se encuentran bien allí donde todo es comprensible, familiar, y las de la raza a la que yo pertenezco, que se sienten atrapadas, alicaídas e irritables cuando están en casa, lo cual no impide que sea una ardiente patriota. Lo que más admiro de Józefina, Henryk, es que sea tan magnánima, tan desprendida. ¡Oh, Bogdan, cómo es posible que Ignacy sea tan intransigente! Debe de ser terrible para ti. Ahora nos merecemos unas cortas vacaciones. Me alegro de haber hecho el esfuerzo y acompañado a Henryk de regreso a Zakopane. ¿Iban a echarse atrás un par de curtidos californianos meridionales ante la perspectiva de dos días de viaje en carreta? ¿No deberíamos regocijarnos del progreso que ha llegado al pueblo, empezando por el nuevo dispensario de Henryk, equipado con semejante esplendidez? Sigue siendo nuestro tosco, acre y deliciosamente aislado Zakopane, y hemos participado en banquetes, qué banquetes, y caminado, qué paseos, hemos subido más de lo que nos habíamos propuesto para abarcar un panorama familiar, y los montañeses nos han dado la bienvenida más cordial. Sé que creías que nos quedaríamos en el pueblo hasta el domingo, pero así sólo haríamos más desdichado a Henryk, pues si prolongásemos nuestra estancia luego nos añoraría más. La frente y el cabello de Józefina… ¿No te parece encantadora, Henryk? Estás ciego, amigo mío. ¿Dónde estamos? En Zakopane, pero yo no quería venir a Zakopane. Estamos en Cracovia, pero yo no quería estar en Cracovia. Peter, abraza, a tu abuela, tus tías, tíos y primos. ¡Claro que puedes despedirte del señor Glinski! Sé que me considerarás una caprichosa imperdonable, Bogdan, cariño, pero no quiero quedarme tanto tiempo como habíamos planeado. Marchémonos ya a París. Necesito vestidos, sí, días y días de pruebas. Y cada noche iremos al teatro. Es posible que ella actúe en la Comédie-Française. Sé que la odiaré y, al mismo tiempo, me enamoraré de ella. Siento ya una punzada de dolor cuando pienso en las sonoras vocales de Racine tal como ella debe de pronunciarlas, y los majestuosos parlamentos. Tal vez no disfrutaría viendo sus interpretaciones de Adrienne Lecouvreur o La dama de las camelias, pero su Hernani y su Fedra… me gustaría más que nada en el mundo. Mientras ella no sepa que estoy entre el público. Claro que volveré el próximo verano, mamá. Y tú y Józefina vendréis a vivir con nosotros en América, cuando Bogdan y yo tengamos nuestro rancho. ¿Que eres demasiado mayor? No seas ridícula, mamá. Ah, Polonia. No seas un amor perdido. Sé mi fuerza, sé mi orgullo, mi escudo con el que salgo al mundo. Oh, Ryszard, tus manos, tu boca, ton sexe. ¿Aún está todo bien, Bogdan? Para mí, sí. Me siento resignada y, al mismo tiempo, triunfante, Henryk. ¿Quién habría pensado que las cosas serían así?
Abandonaron Polonia a fines de julio, y viajaron a París, donde Maryna pasó tres semanas dedicada a la confección de una docena de nuevos vestidos, posando para su retrato y yendo al teatro (vio a Sarah Bernhardt en el papel de Doña Sol, en Hernani, de Víctor Hugo, y luego fue al camerino y presentó gentilmente sus respetos a su magnífica rival), visitó las galerías y la Exposition Universelle. El 20 de agosto zarparon de Cherburgo y, tras una semana de navegación, llegaron a la otra orilla, todavía en el último mes del maloliente verano neoyorquino. Volvieron a alojarse en el distrito de los teatros, frente a Union Square. La suite del hotel Clarendon se llenó de flores, que en seguida se marchitaron bajo el calor bochornoso y lacerante. Maryna había encontrado el hotel más conveniente para ella, donde siempre se alojaría cuando actuara en Nueva York, y, durante su segunda gira nacional, acumularía otras inclinaciones inflexibles. Aquellas personas cuya profesión les obliga a ser itinerantes quieren que les saluden y agasajen con confianza y familiaridad en las pausas más largas de sus recorridos. Alojarse en la misma habitación, cenar temprano en el mismo restaurante… el placer radica en tener que decidir lo menos posible.
Si a Maryna le había embargado la felicidad al regresar a América, en cuanto el barco atracó fue incapaz de reprimir un acceso de decepción (se sentía defraudada por su imaginación). Pero tanto si se trataba de frustración porque nunca la comprendían de veras o de impaciencia con todo el mundo porque eran tan americanos, es decir, tan pintorescos, divertidos, serios y complacientes (¿los había imaginado de otro modo?), la decepción, la frustración y la impaciencia quedaron sofocadas en cuanto inició las audiciones de actores para su compañía. Sentirse bien, equilibrada, le bastaba para entrar en un teatro cada mañana y ponerse al frente de los actores, el teatro donde iniciaría la temporada de un mes y medio a principios de octubre. Al salir a primera hora de la tarde, se sentía debilitada por la luz solar, el calor y la muchedumbre engreída y obstinada. Tenía que recordarse a sí misma que aquello no era América sino sólo Nueva York, tan vanidosa y sudorosa, tan apretada y llena. El hogar, la parte de su nuevo país al que a Maryna le parecía imaginable considerar su hogar, no estaba en Nueva York, donde comienza la América del inmigrante, sino donde América llega al siguiente océano y finaliza en sus orillas. Bogdan necesitaba California, el final, el último comienzo, y ella también.
Para su segunda temporada neoyorquina en el Teatro Quinta Avenida, Maryna repitió, cosechando incluso más aplausos, los papeles de Adrienne, Marguerite Gautier y Julieta, y en las dos últimas semanas consiguió un nuevo triunfo con el papel principal de Frou-Frou, otra obra francesa muy estimada sobre el precio del adulterio. ¿El argumento? ¡Ah, el argumento! La vivaz e inmadura Gilberte de Sartorys, apodada Frou-Frou, ha albergado en su casa a su hermana retraída y soltera, Louise, un dechado de virtud femenina que, inevitablemente, llega a sustituir a la mimada e infantil esposa en el afecto de su hijito y su marido, tras lo cual, imaginándose traicionada por su hermana, Frou-Frou se fuga con el canallesco pretendiente anterior, quien nunca ha dejado de asediarla, y regresa varios años después, arrepentida y mortalmente debilitada: su marido la perdona y se le permite abrazar a su hijo antes de morir.
—Creo que no es tan lacrimógena como East Lynne —dijo Maryna—. ¿Sí o no?
—East Lynne es inglesa y Frou-Frou francesa —respondió Bogdan—. El público americano llora más generosamente por el destino de las mujeres desacreditadas que son extranjeras.
—Y que son ricas y tienen títulos —observó la señorita Collingridge.
—Dime que esta pieza no es tan mala, Bogdan.
—¿Cómo puedo decirte eso? Mira cómo terminan ambas, tú tendida y a punto de expirar en el salón de nobles proporciones del hogar que, de una manera tan necia y criminal, has abandonado. Tus últimas palabras en East Lynne, y ya todos nos las sabemos de memoria, son: Ah, ¿es esto la muerte? ¡Qué duro es partir! ¡Adiós, querido Archibald! ¡Mi marido que fuiste, y amado ahora en la muerte, como jamás amé antes! ¡Adiós, hasta la eternidad! ¡Piensa en mi de vez en cuando, conserva para mí un rinconcito en tu corazón… para tu pobre… descarriada… perdida Isabel! Telón.
—Mohoso, supongo —dijo Maryna, riéndose.
—Ah, ¿es esto la muerte? —terció Peter.
—Tú no tienes que interrumpir —le dijo Maryna, abrazándole.
—Piensa en mí de vez en cuando, conserva para mí un rinconcito en tu corazón —declamó la señorita Collingridge.
—¡Tú también! —exclamó Maryna.
—Mientras que en Frou-Frou —siguió diciendo Bogdan—, aunque es posible utilizar el mismo sofá, con otra tapicería, puedes decir: Ah, es muy duro morir ahora. No, no te aflijas por mí. Les dicen esto a tus apenados marido, hermana y padre, los cuales tienen instrucciones de sollozar con la cara cubierta por el pañuelo, a fin de que el público pueda concentrar mejor su atención en ti. Creía morir sola, abandonada por todos y desesperada, y en cambio muero en paz, rodeada de mis seres queridos, feliz, sin sufrimiento, serenamente…
—¡Basta ya! —gritó Maryna.
—Y hay una música suave y ruidosos llantos que acompañan tus últimas palabras: Todos perdonáis, ¿no es cierto?, a Frou-Frou, ¡a la pobre Frou-Frou! Telón. Bueno, dime, ¿no se trata de la misma obra?
—Es la misma obra.
—¿Pero por qué tiene que morir Frou-Frou? —preguntó Peter—. Podría levantarse de repente y decir: «He cambiado de idea».
—Eso sí que sería distinto —dijo Maryna, besándole el cabello.
—Entonces ella podría ir a California, subir a una aeronave y decir: «Tratad de agarrarme si podéis».
—Este final me gusta mucho más —dijo la señorita Collingridge.
—A mí también —dijo Maryna—. Sí, me estoy volviendo totalmente americana. Sería para mí muy preferible que tuviera un final feliz.
—Imposible —dijo Bogdan. El programa era imposible—. Te matarás.
En su primera gira Maryna se había visto limitada a actuar en teatros que tenían compañía propia, de los que había menos que una década atrás. Con su propia compañía, formada por trece mujeres y doce hombres, podía actuar dondequiera que hubiese un teatro, y en toda ciudad americana había un teatro, muchos de ellos llamados Teatro de la Ópera a fin de que parecieran más respetables, aunque en ellos no se representaba jamás una ópera.
Sólo en el estado de Nueva York, Warnock la había contratado para una o dos funciones en Poughkeepsie, Kingston, Hudson, Albany, Utica, Syracuse, Elmira, Troy, Ithaca, Rochester y Buffalo.
Después de la semana en Boston, esta vez en el Teatro Globe, hubo una serie de representaciones en Lowell, Lawrence, Haverhill, Fall River, Holyoke, Brockton, Worcester, Northampton y Springfield.
En Pennsylvania, entre la semana de Filadelfia y los cuatro días en Pittsburgh, una sola representación en cada una de las poblaciones de Bradford, Warren, Scranton, Erie, Wilkes-Barre, Easton, Oil City… «Oil City. Un nombre fuera de lo corriente para una localidad en la zona oriental de América, si no me equivoco», murmuró Bogdan.
En Ohio…
—Kalamazoo —dijo Peter—. Debe de ser un nombre indio.
—Mi hijastro me recuerda —siguió diciendo Bogdan— que en Michigan todos los compromisos de Madame son para una sola noche. Kalamazoo, Muskegon, Grand Rapids, Saginaw, Battle Creek, Ann Arbor, Bay City, Detroit. Ocho ciudades en diez días.
—El jefe Saginaw y su mujer Detroit acampan junto a Bay City bajo la glorieta de Ann Arbor después de la batalla de Battle Creek antes de que embarquen en una balsa y bajen por los rápidos de Gran Rapids y regresen a Kalamazoooooo —dijo Peter.
—Te has dejado Muskegon —observó la señorita Collingridge.
—Pero no se olvidarán de llevarse a su hijo pequeño, llamado Muskegon.
—Perfecto —dijo la señorita Collingridge.
—¿Corriendo por el país —Bogdan dobló el mapa— y durmiendo, si es que hay tiempo para dormir, durante semanas seguidas en una diferente e incómoda cama de hotel cada noche? ¿Quiere usted matar a su primera actriz, señor Warnock? Habrá que eliminar de su programa estos compromisos de una sola actuación que se siguen implacablemente unos a otros.
—¿Está de broma, mi querido señor? Las actuaciones de una sola noche son las que aportan mayores beneficios en toda la gira.
Maryna afirmó que ella estaba por encima de la batalla y dispuesta a hacer todos los esfuerzos necesarios. Bogdan seguía indignado, Warnock estaba frenético. A su modo de ver, la gira se vendría abajo a menos que…
Bogdan tuvo que admitir que la solución de Warnock era más inteligente.
—¿Nuestro propio vagón privado? —inquirió Maryna—. ¿Es eso habitual en América?
En absoluto. La suya sería la primera compañía que efectuara el recorrido del circuito teatral en un medio reservado hasta entonces a los magnates del ferrocarril y los presidentes víctimas de atentados. A Maryna le gustaba formar parte de la ola que anunciaba el futuro. A Warnock le gustaba la atención que su medio de transporte recibiría por parte de la prensa. En cada una de las ciudades visitadas, invitaban a los periodistas a subir al vagón y maravillarse del techo en forma de triforio, de doble altura, con pinturas al fresco de tema acuático (Moisés entre los juncos, Narciso ante el espejo de su estanque, el rey Arturo en su falúa funeraria, los interiores en nogal negro esculpido, las cortinas de terciopelo en las ventanas, las lámparas de gas y los aditamentos metálicos chapados en plata, la alfombra persa y el piano vertical en el salón de Madame, la piel de cebra que servía de alfombra, el espejo móvil de cuerpo entero con marco dorado y el retrato de tamaño natural que representaba a la actriz a caballo y con atuendo del Oeste, en su dormitorio). Además de una amplia suite con su propio vestidor y aseo para Madame y su marido, había un acogedor despacho y un dormitorio adjunto para el representante de Maryna, sendos dormitorios para el hijo y la secretaria de Madame y dos hileras de cómodas literas para los actores, la doncella personal de Madame y la encargada del vestuario («los aposentos de las damas y los caballeros separados de noche por una mampara en medio del vagón»), que se plegaba durante el día para colocar los sillones y el mobiliario de comedor. En el extremo del vagón había tres lavabos, una cocina y armarios para las prendas de vestir y la ropa de cama. Warnock puso en conocimiento de los periodistas que el nuevo diseño interior y equipamiento del antiguo Coche Cama Wagner, de veintiún metros de longitud, había costado nueve mil dólares. En el exterior, dentro de unos óvalos pintados de color burdeos a ambos lados del vagón, se anunciaba en caligrafía cursiva y dorada: COMPAÑÍA TEATRAL ZALENSKA. HARRY H. WARNOCK, REPRESENTANTE. A Warnock le gustaba mencionar que la H. del segundo nombre se refería a Hannibal. El nombre del vagón, su nuevo nombre, era Polonia.
La adquisición de un vagón privado y de un segundo vagón para el equipaje, con alojamiento para su hábil equipo formado por personas de color (cocinero, dos camareros y un mozo de cuerda) y espacio ingeniosamente dividido para almacenar los vestidos y telones de fondo, posibilitó que Warnock incluso aumentara las representaciones de una sola función.
¡Ya no era necesario hacer el equipaje y deshacerlo! Dormían y comían en el tren durante semanas seguidas, en las que a diario o cada dos días había una nueva ciudad, un nuevo teatro.
Al llegar, Maryna y Warnock iban directamente al teatro, donde Bogdan y el resto de la compañía no tardaban en reunirse con ellos, Warnock para comprobar la recaudación de taquilla y hablar con los tramoyistas acerca de los problemas técnicos que podrían presentar sus telones de fondo si los bastidores eran demasiado bajos o el espacio de las alas menor del requerido: la mitad de la abertura del proscenio, Maryna para tomar posesión del camerino de la primera actriz y clavar el itinerario al lado del espejo, de modo que recordara el nombre de la ciudad, del teatro y del director escénico. Por la tarde podría ser necesario un breve ensayo, si la función de la noche no se había representado durante una semana o más tiempo, y había que destinar tiempo a las conversaciones de cortesía con una delegación de amantes del teatro locales, un poeta con chalina, una joven dama ansiosa de actuar acompañada por su mamá, el director del periódico de la ciudad y la presidenta del capítulo local de la Unión de Mujeres Cristianas en Pro de la Abstinencia. Entonces volvía al camerino para maquillarse y vestirse, salía al escenario, actuaba, recibía a las eminencias de la población en el salón de descanso, elegía algunas flores de los numerosos ramos y, a medianoche, regresaba a la estación de ferrocarril, donde el Polonia y el vagón de equipajes estaban enganchados al final de cualquier tren que se dirigiera a la ciudad donde ellos tenían el siguiente compromiso.
Ganarse la vida exclusivamente por medio de las giras, sin un teatro fijo donde las obras se ensayaran y mantuvieran en cartel, significaba que Maryna nunca podría desplegar un gran repertorio en inglés. (¡En el Teatro Imperial de Varsovia había representado cincuenta y seis papeles!). No obstante, con seis obras ensayadas del todo, la Compañía Teatral Zalenska ofrecía ya más que la mayoría de los primeros actores que en América iban de un lado al otro del país. En efecto, algunos actores decidían ir de gira, un año tras otro, con sólo su papel más popular, se volvían menos ambiciosos y más despectivos hacia su público. Pero un actor siempre desconfía del público, y con razón. (¡Si el público supiera que los actores le están juzgando!). Aturdidos por la fatiga y aliviados porque han finalizado los esfuerzos de la noche, los actores que se miran en los espejos de sus camerinos mientras se embadurnan el cutis de crema para eliminar el maquillaje también emiten veredictos sobre el público que ha ido a verlos. ¿Atentos? ¿Estúpidos? ¿Impasibles? No es posible hacer nada contra la estupidez, pero Maryna tenía sus argucias para dominar, corregir, despertar a un público impasible (como acercarse más al borde del proscenio, mirar al público, aumentar tanto el volumen como el vibrato de su voz) o silenciar a un público que no cesa de toser. Las toses revelan que el público desearía estar en otra parte. (En un recital, nadie tose durante los primeros diez minutos o los bises).
Las salas no siempre estaban llenas, y los motivos podían ser el mal tiempo, una publicidad deficiente, la codicia de los administradores del local que habían subido demasiado el precio de la localidad o el escándalo orquestado por unas obras a las que se juzgaba ofensivamente extranjeras o demasiado asociadas a Nueva York. «Que Nueva York tenga sus tragedias de alcoba. En Ohio nos ocuparemos de cosas más elevadas», finalizaba una carta al director del periódico de Lima, cuya autora instaba a boicotear a la Compañía Teatral Zalenska que actuaba en el Teatro Faurot con La dama de las camelias. La firmaba «Una madre americana». El crítico de Terre Haute mencionó la «elegancia femenina» de Maryna en el papel de Marguerite Gautier, y a continuación le reprochó que «gracias a ella hiciera que una vida de pecado pareciese tiernamente atractiva».
Maryna se negó en redondo a programar unas actuaciones adicionales y propiciatorias de East Lynne en Ohio e Indiana, y Warnock, confiando en desviar la atención del público, anunció que Madame Zalenska había perdido «la cruz y la diadema de brillantes de Marguerite Gautier, cuyo valor es de cuarenta mil dólares», aunque él había telegrafiado de inmediato al mejor joyero de París, y el correo que transportaba una cruz y una diadema de brillantes todavía más valiosas ya había subido a bordo del siguiente vapor en Cherburgo, pero hasta que el tesoro llegara a Indiana, él, Harry H. Warnock, no podía responder del estado de ánimo de la primera actriz. Maryna protestó, diciéndole que la había hecho parecer ridícula. Warnock replicó que no era así en absoluto, pues el público americano espera de una actriz famosa que pierda sus joyas por lo menos una vez al año.
—¿Sólo su bisutería o también sus joyas auténticas?
—Madame Marina —dijo él, resoplando con impaciencia—, una gran estrella siempre es descuidada con sus objetos de valor.
—¿Quién le ha dicho semejante tontería, señor Warnock?
—Lo demostró P. T. Barnum hace veinte años…
—Naturalmente —Maryna exhaló un suspiro histriónico—. He oído hablar de ese Barnum.
—… cuando trajo a Jenny Lind. El Ruiseñor Sueco, como la llamaba P. T., y era un puro genio, perdió todas sus joyas tres veces durante la gira.
Y Warnock tenía razón. Después de que divulgara la anécdota de las joyas, cada vez que representaban La dama de las camelias los teatros siempre se llenaban.
También fue necesario soportar otras cosas. Después de siete llamadas a escena que siguieron a una Dama de las camelias acelerada en la Academia de Música de Fort Wayne, el hombre obeso, con el amarillento peluquín torcido, abriéndose paso entre la multitud de admiradores provistos de regalos que llenaban el salón de descanso (que ya le habían obligado a aceptar una estatuilla de bronce de Hiawatha, los discursos completos de Ulysses S. Grant y una caja de música, depositada sobre una mesa cercana y a la que daban cuerda una y otra vez para que tocara Carnaval en Venecia…) aquel hombre insistió en que Maryna aceptara el regalo de su propio querido, gordo y resollante doguillo inglés de color champaña.
—No son joyas, Madame Zee, pero apuesto a que la hará feliz durante cierto tiempo.
—Oh, un doguillo hembra, la llamaré Pulga —dijo Maryna, sonriente. Aquella noche estaba fatigada, incluso irritable.
—¿Usted perdone?
Inesperadamente, Maryna, a la que sólo le gustaban los perros grandes, y sin aparatos respiratorios defectuosos, le hizo prometer a Warnock que no regalaría a Pulga. Otra de las máximas de Warnock era: «Todas las actrices famosas tienen perros pequeños como mascotas», y en ésta se mostraba inflexible. Pero a la señorita Collingridge, que cuidaría del minúsculo perro, se le permitió cambiarle el nombre por el de Indiana.
En Jacksonville regalaron a Maryna un par de crías de caimán, de color verde lima.
—No es necesario que se quede con estos bichos —le dijo Warnock.
La señorita Collingridge ya les había buscado una jaula más grande y vaciaba con delicadeza tarros con insectos, caracoles y trozos sangrantes de carne cruda en sus bocas abiertas.
—Ah, pero me los quedaré —replicó Maryna—. Ya les he puesto nombres polacos. Ésta es Kasia, y su compañero se llama Klemens. La señorita Collingridge me asegura que son unas criaturas simpáticas, cuyos dientecillos blancos aún no están lo bastante afilados para causar mucho daño.
—Me está tomando el pelo, Madame Marina.
—¿Cómo se le ocurre semejante cosa? ¿No ha oído decir que Sarah Bernhardt tiene, como animales domésticos, un cachorro de león, un leopardo, un loro y un mono?
—Sarah Bernhardt es una actriz francesa, Madame Marina. Usted es una actriz americana.
—Eso es cierto, señor Warnock, o debería decir que es bastante cierto. Sin embargo, si no estuviera condenada a vivir en un vagón de ferrocarril, ya habría adquirido un…
—De acuerdo —dijo Warnock—. Quédese con los caimanes.
Cuando Warnock le hizo posar con Kasia y Klemens para que los fotografiaran, anunciando a los reporteros que los caimanes eran un regalo que le habían hecho a Madame Zalenska en Nueva Orleans, Maryna, que no era una aficionada cuando se trataba de realzar la falsedad, quiso conocer el motivo.
—Porque Nueva Orleáns suena mejor que Jacksonville.
—¿Mejor? ¿En qué sentido, señor Warnock?
—Es un nombre más romántico, más extranjero.
—¿Y eso es bueno en América? Tenga paciencia conmigo. Sólo trato de comprender.
—Unas veces sí y otras no.
—Naturalmente. Entonces anuncie que me los ha dado clandestinamente en Nueva Orleáns una adivina criolla de noventa años para alejar un maleficio que vio suspendido sobre mi cabeza. Y que, aunque me reí de la profecía de la vieja bruja, después de que un trozo de tubería de plomo cayera de entre las alas del escenario y no me alcanzara por un par de centímetros durante los aplausos por mi interpretación de Romeo y Julieta en Nashville, me siento más segura con estas siniestras criaturas en mi gabinete que sin ellas.
—¡Por fin lo ve claro! —exclamó Warnock—. Veo, querida señora, que lo ha entendido usted… todo.
—Siempre lo he entendido, señor Warnock. Tan sólo no he estado de acuerdo. Eso es todo.
Antes de que comenzara la representación de Como gustéis en la Ópera Schultz de Zanesville, Ohio, un profesor llamado Steele Craven dio una conferencia sobre «Shakespeare y el espíritu cómico». En la Ópera Doheny de Council Bluffs, Iowa, un programa de variedades (un ventrílocuo, un acróbata en monociclo, perros bailarines) precedió a Romeo y Julieta en el proscenio de seis metros de anchura. En la Ópera Chatterton de Springfield, Illinois, antes de Frou-Frou hubo un espectáculo minstrel de veinte minutos, titulado Eliza huye por el hielo. En la Academia de Música Owen, en Charleston, Carolina del Sur, ofrecieron Adrienne seguida de «un popurrí de piezas breves de Bellini, Meyerbeer y Wagner». En la Ópera Pillot de Houston, un artista de variedades preparó al público para ver East Lynne. El hombre se llamaba Tadeo («pero me llaman Tapón»). Murch. Maryna, entre bastidores, le oyó hablar y hablar… «Tapón porque de pequeño era muy bajito. Murch porque mi papá se llamaba Murch. Doodleball Murch. Ahora bien, se llamaba Doodleball porque…». Bogdan perdió los estribos. O Warnock se aseguraba de que no se programaría nada, absolutamente nada, antes de la actuación de la Compañía Teatral Zalenska, o Madame cancelaría el resto de la gira.
Otro beneficio concedido por la cómoda dualidad del matrimonio: puesto que Bogdan había hecho suyas la indignidad y la consternación que ella sentía, Maryna era libre de adoptar una postura distinta, más indulgente. Ahora le tocaba a ella decir: «Pero ¿qué esperas, querido? Esto es América. Necesitan tener la certeza de que se están divirtiendo. Pero también los toscos artesanos gozan de lo que les ofrezco».
En la Ópera Ming de Helena, Montana, una señora llamada Aubertine Woodward De Kay tocó en honor de Maryna la mazurca de Chopin opus 7, número 1 y la polonesa en La bemol mayor antes de que se alzara el telón para la representación que de La dama de las camelias hizo la Compañía Teatral Zalenska, y luego ofreció un banquete a toda la compañía en la mansión De Kay. Era tan ingenuo, tan bienintencionado. «Mis remilgos europeos se desmoronan», pensó Maryna. «Complacer me hace feliz».
Su repertorio incluía ahora otros tres papeles de Shakespeare que había interpretado en Polonia: la Viola de Noche de Reyes, la Beatriz de Mucho ruido y pocas nueces (¡cuánto le gustaban esos relatos de parejas que no armonizan o se pelean en los que todo se arregla al final!) y la Hermione de Un cuento de invierno, obra en la que Peter interpretaba el pequeño papel de Mamillius, el malhadado hijo de Hermione. Sabía que Peter debería estar en el internado, pero todavía no soportaba la idea de separarse de él. Y tenía que permitir la marcha de Bogdan.
—Te envidio, yo no sabría llevar una doble vida —le dijo Maryna, sin mirarle a los ojos—. He pagado demasiado sólo por llevar ésta.
—No me iré —dijo él.
—Nada de eso, quiero que vayas. No me faltará empleo precisamente mientras estés ausente.
Se sentía como una heroína, y le sorprendió que algunas personas la considerasen melancólica.
—Parecía usted un poco triste cuando entré —aventuró la maternal reportera del Memphis Daily Avalanche.
—¿Qué semblante polaco carece de un toque de tristeza? —replicó Maryna—. Pero sólo me siento triste cuando no está mi marido. Siempre estamos juntos, pero últimamente ha tenido que ir a California durante unos meses, por negocios, y le añoro mucho.
La fecha del telegrama era el 23 de febrero de 1879:
VON ROEBLING ACCEDE A QUE OBSERVE EL VUELO STOP NO BUSCO PERMISO PARA SUBIR
¿Qué estaba haciendo Bogdan? Maryna confiaba en que no la alarmara, ella no le había pedido que la tranquilizase.
El segundo telegrama llegó ocho días después.
TIEMPO EN EL AIRE DIEZ MINUTOS STOP ESPECTÁCULO INCOMPARABLE
¿Espectáculo desde el suelo? ¿Espectáculo desde el aire? ¿Pero cómo podía creer ella nada de lo que decía Bogdan? Ella se habría preocupado mucho más de no haber sido por las seis representaciones de una sola noche en Missouri y cinco en Kentucky. Ahora su repertorio consistía en nueve obras, cinco de ellas de Shakespeare, que había interpretado en treinta y cuatro teatros tan sólo en los dos últimos meses. Decidió añadir Cimbelino cuando llegaron a Nebraska, durante el viaje de regreso a través del Oeste Medio. Ella descubrió que Cimbelino era una de las obras más populares del Bardo en América. Al público le encantaba el torrente de reconciliaciones que al final inunda tanto al maligno candidato a seductor de la virtuosa Imogen como a su colérico y fácilmente engañado marido.
Los maridos siempre tienen razón. La esposa culpable debe morir. Si ha sido realmente infiel, debe morir de veras. Si se sospecha por error de ella que ha sido infiel, entonces debe fingir que muere… y esperar, todo el tiempo que sea necesario, a que el hombre neciamente encolerizado entre en razón y la perdone.
Por supuesto, eso ya no era cierto. En los tiempos modernos el marido no siempre tiene razón, pero se sigue esperando de la mujer que declare la patética dependencia de su marido.
«¡Bogdan! ¡Marido! Yace conmigo. Abrázame. Caliéntame. Añoro sumirme en el sueño contigo».
Otro telegrama, fechado el 17 de marzo de 1879:
MARYNA MARYNA MARYNA STOP TODO ESTÁ INTACTO STOP HAY AGUA POR TODAS PARTES
Luego, silencio. ¿Se había vuelto loco? ¿Desaparecería para siempre?
«Pero, por supuesto, puedo vivir sin él, mientras siga de gira. Estas giras me mantienen en equilibrio. El movimiento, la agitación y la conciencia de la obligación alejan los malos pensamientos, silencian las inclinaciones absurdas.
»¡Marido! ¡Amigo! Haz lo que debas hacer, pero no me atormentes. No soy tan fuerte. Todavía no».
—Cada aparato se construye según un principio distinto —le informó Bogdan cuando regresó—. Éste se llamaba Aero Corazón. A veces tan sólo Corazón.
—¿Se llamaba? Entonces se estrelló.
—No me has entendido, Maryna. Ascendió por el aire, casi vertical, pues el rasgo distintivo de ese aeroplano es que carece de alas. Subió verticalmente, sin deslizarse hacia fuera, hasta unos treinta metros. ¡Y allí se cernió durante diez asombrosos y sublimes minutos!
—Cuéntame más —le pidió ella.
—Ah, Maryna, qué estúpido me siento. ¿Qué le estoy haciendo a nuestro matrimonio? Estoy poseído.
—No, no lo estás. Lo único que haces es contarme un cuento.
—¡Yo no cuento cuentos!
—Claro que sí —replicó ella, riendo quedamente.
—¿Qué quieres saber?
—El aspecto que tiene.
—Es como una campana gigantesca, con la cabina totalmente cerrada y una hélice enorme, de anchas aspas, que sobresale del techo y que, cuando se pone en movimiento, es como una peonza. Te he dicho que no tiene alas, ¿verdad? Sí, claro que te lo he dicho. La fuerza propulsora la aporta algo que los inventores llaman «compresores de aire», un tubo a través del cual se expulsa aire comprimido por debajo del aparato. Los compresores y la hélice hacen subir al aparato hasta una altura previamente determinada, donde se detiene, y entonces vuela horizontalmente, aunque eso no fue posible esta vez, en la dirección establecida. Juan María y José aseguran que puede alcanzar ciento treinta kilómetros por hora.
—Creía que los inventores eran todos alemanes.
—Casi todos.
—Y tus amigos mexicanos sobrevivieron, ilesos, cuando el aero cayó. Me lo habrías dicho, si hubieran muerto o…
—Sí, el Corazón está magníficamente preparado para una catástrofe. Un globo que triplica su tamaño, llamado compensador, se infla rápidamente para retrasar un descenso demasiado repentino, y por debajo de la nave salen unas patas elásticas que amortiguan el golpe del aterrizaje.
—¿Pero no subiste con ellos?
—Te dije que no lo haría, Maryna.
—Y no lo hiciste.
—Estuve a punto de pedir que me llevaran, pero temía no ser capaz de dominar mi temor. Sabía tanto como ellos que el aterrizaje sería suave, desilusionante, en absoluto fatal. Sin embargo, no hay ninguna seguridad de que así sea. Se trata de una aventura, ¿no es cierto? Tiene flores en el pelo pero carece de rostro.
—¿Cómo dices, Bogdan?
—Ah, y Dreyfus está interesado de veras. Creo que podré conseguir que Von Roebling se reúna con él. Y entonces habré cumplido mi misión. Maryna, Maryna… ¡por favor, no sacudas así la cabeza!
Warnock no lo entendía. ¿Abandonar América porque, la más americana de las razones, era «hora de seguir adelante»?
—Pero acaba usted de empezar en América. Aquí puede amasar una fortuna. Todo el mundo la quiere.
¿Pero de qué manera un hombre como Warnock podría entender el atractivo que tiene Londres para quien adora de veras a Shakespeare? ¡Ser actriz en Inglaterra, no sólo en inglés! En Inglaterra ella florecería, iría más allá de todo lo logrado en aquella segunda e incluso más triunfal gira americana.
—No, no lo conseguirá —le dijo Warnock.
Como el desconcertado y enojado Warnock seguía prediciendo que la empresa londinense de Maryna sería un fracaso, ella se puso en manos de Edward Dudley Brownlow, el representante inglés. El 1 de mayo de 1879 llevó a cabo su debut en Londres con La dama de las camelias. La obra tenía un título absurdo en inglés, Camille, pero no lo utilizaron porque el Lord Chamberlain había prohibido su representación. Maryna siempre había reverenciado Inglaterra no sólo como la tierra de Shakespeare sino también como el lugar de nacimiento de todas las libertades cívicas, por lo que se asombró al saber que en Londres existía un censor del gobierno, lo mismo que en Varsovia. No, no era lo mismo que en Varsovia, si la censura inglesa era tan poco rigurosa que podían burlarla con sólo cambiar el título de la pieza. Y a Maryna le gustaba bastante el nuevo título, Heartsease, «serenidad de ánimo», que parecía gratamente desprovisto de sentido en relación con el argumento. Por ello se llevó una decepción cuando Brownlow le informó de que heartsease no era más que el nombre de otra flor. ¡Sin duda aquel Lord Chamberlain no podría obligar a la dama de las camelias a morir en el quinto año en una cama cubierta de… pensamientos!
Había preferido La dama de las camelias a una obra de Shakespeare por la misma razón por la que debutó en América con Adrienne Lecouvreur: su acento importaría menos en una obra francesa. La nueva máscara a través de la que había aprendido a producir los sonidos ingleses en América, con la mandíbula un poco relajada, tenía que ser tensada en Londres, con la ayuda de la señorita Collingridge. Examinaron de nuevo las divisiones entre sílabas, a fin de que fuesen más tajantes, las consonantes producidas en el fondo de la boca pasaron adelante, y los labios se adelgazaron.
—Los ingleses son tan esnobs que les encanta encontrar defectuosos nuestros acentos americanos —observó la señorita Collingridge—. Sobre todo ponen objeciones a lo que ellos llaman entonación monótona de los actores americanos.
—¡Monótona! —exclamó Maryna—. ¿Desde cuándo mi entonación es monótona?
La actriz no podía admitir que los ingleses le parecían intimidantes. Se había acostumbrado a la manera de hablar americana, tan suelta de lengua, a su locuacidad, su insistencia en lo familiar. En América, a nadie le interesaba el destino trágico de Polonia, pero de todos modos hacían que se sintiese bien recibida. En Inglaterra, tanto los periodistas con el cuello de la camisa sucio como los personajes de alcurnia con los que cenaba daban por sentado que ella querría aburrirlos hablándoles de Polonia, mientras ella confiaba en entablar una conversación en inglés sobre la temporada teatral londinense, sobre los señores Disraeli y Gladstone, sobre el tiempo.
Maryna había previsto que a los ingleses no se les conquistaba con tanta rapidez como a los americanos. No había supuesto que no se les podía conquistar en absoluto, excepto con ciertas condiciones. Había apostado consigo misma que si sólo la mitad de las críticas publicadas en los periódicos londinenses mencionaban su acento «encantador» o «delicioso», ella conseguiría transferir a Inglaterra su carrera, con el triunfo incluido. Todas las críticas fueron halagadoras. No hubo crítico que no mencionara su acento.
Recibió elogios, pero no la aceptaron. Al contrario que los americanos, los ingleses no sabían qué hacer con los extranjeros que iban en busca de algo. (Permitirles que se hicieran ingleses no era una opción). Y ella, Marina Zalenska, era doblemente extranjera: una polaca de América.
A fines de mayo, cuando finalizó la temporada en el Teatro Court (Heartsease, Romeo y Julieta, Como gustéis), fue con Bogdan y la señorita Collingridge a ver, y posiblemente admirar, a la célebre pareja romántica formada por Ellen Terry y Henry Irving, en el teatro de Irving, el Lyceum. Maryna, que había estado dispuesta a inclinar la cabeza ante aquellos nuevos dioses de la escena inglesa, casi se llevó una decepción, como le dijo a Bogdan, al descubrir que ella era tan buena como la Terry a la que contempló tan de cerca aquella noche, en el papel estelar de la obra anticuada y siempre popular de Bulwer-Lytton La dama de Lyon; y en cuanto al gran Henry Irving, en el papel del héroe de baja cuna, con su manera de andar arrastrando los pies y su voz débil y gutural le pareció totalmente inferior, en elegancia y claridad en el habla, a Edwin Booth.
Por lo menos Maryna tuvo la satisfacción de saber que, si no le hubiera estado prohibida la carrera teatral en Inglaterra debido a su decisión de entregarse en cuerpo y alma a actuar en inglés, habría podido rivalizar con Terry. Pero no podía competir con Sarah Bernhardt, quien estaba a punto de llegar y actuaría en el Gaiety en francés.
El día en que la Bernhardt y la Comédie-Française representaron Fedra, con entusiastas aclamaciones, Maryna partió para hacer una gira veraniega por las provincias inglesas. Allí ofreció sus papeles de Rosalinda y Julieta, así como los de Ofelia y Viola, que Brownlow estaba deseoso de presentar en otra temporada londinense, en otoño; pero Maryna no deseaba quedarse más tiempo, tratando de lograr una aprobación más persistente. Se preguntó sombríamente si habría agotado el cupo de hazañas imposibles que ella podría hacer realidad. Aun cuando fuese así, seguiría quedando lo casi imposible, lo que tan sólo era muy difícil.
Había necesitado aquella estancia en Inglaterra para comprender cuánto más fácil era (¿acaso no había sido fácil?) tener éxito en América: todo un país cuyos habitantes creían en la voluntad.
En una cena que Lady Wolsington dio en su honor, colocaron a Maryna junto al formidable novelista y crítico de teatro americano Henry James, quien recientemente se había instalado en Londres, y el señor James le preguntó si le gustaría reunirse con él el martes siguiente para tomar el té en el Café Royal, donde, añadió con sinuosa franqueza, confiaba en que a ella no le pareciera en absoluto agresivo si… titubeó, al tiempo que se acariciaba la sedosa barba recortada con sumo esmero; ya había titubeado varias veces desde que se sentaron a la mesa con superficie de mármol.
—¿Si qué, querido señor James?
—Si le confieso que estoy muy interesado, si no fascinado de veras, no podría decirlo de otro modo, como novelista y, permítame que le confíe una de mis esperanzas más acariciadas, como futuro dramaturgo, fascinado por la actriz como tipo contemporáneo. No me refiero a la actriz como alguien que tiene una expresividad fuera de lo corriente, una expresividad que hasta cierto punto va unida a la disposición de correr riesgos, por muy necesarios que tales factores, la expresividad, la audacia, sean para su arte, sino la actriz, la actriz contemporánea, como la encarnación más brillante del éxito femenino.
El señor James hablaba recalcando mucho las palabras, unas veces al comienzo y generalmente al final de sus frases a menudo tortuosas.
—No tengo la sensación de haber tenido un éxito completo en Londres —le dijo Maryna—. Por lo menos no tanto como había esperado, aunque le estoy muy agradecida por su amistoso artículo.
—Ah, debe dar usted una oportunidad a los ingleses, mi querida Madame Zalenska. Me temo que nuestra franqueza yanqui le ha perjudicado. Pese a lo reducidas que son estas apretadas islas, aquí hay mucha superficie, se dice una cosa mientras se quiere decir otra, son cautos, pueden ser suspicaces, no son aficionados a hacer grandes esfuerzos, se diría de ellos que son un tanto lentos más que demasiado listos, se… ¿cómo decirlo?, se retienen. Pero predigo que todo esto cambiará.
Sin duda el señor James quería ser amable.
—Inglaterra no es tan vaga y amortiguadora como América —afirmó, precisamente lo que estaba siendo, aunque de la manera más simpática, aquel hombre con tendencia a la obesidad, verboso y de manifiesta brillantez.
Dio ánimos a Maryna diciéndole que era inútil insistir en las diferencias entre Inglaterra y América, y le invitó a que las considerase a ambas como «una totalidad anglosajona». ¿Había visitado el señor James recientemente Nueva York, su ciudad natal? ¿Había estado alguna vez en California? Seguro que no.
—… una gran totalidad anglosajona, destinada a una fusión tan grande que la insistencia en diferencias entre una y otra es ocioso y pedante —decía James—, y esa fusión será tanto más rápida cuanto más la dé uno por sentado y trate la vida de ambos países como continua o más o menos intercambiable.
Intercambiable quizá para un americano, pensó Maryna. O para esta clase de americano, pues el señor James, por su acento, sus titubeos, su rigidez, su cortesía inquietante y opaca, le parecía totalmente inglés. Tal vez para un escritor…
—Dos capítulos del mismo libro —entonó James, como si le leyera la mente.
—O dos actos del mismo drama.
—Exactamente —convino James.
Pero no, no para los actores. Ella podría convertirse en una actriz americana, pero jamás en una actriz inglesa.
Reconoció la vieja tonada americana, que combinaba la férrea voluntad con la disposición a dar las cosas por sentado. Al fin y al cabo, Henry James era muy americano. Se las había ingeniado para tener a su disposición una considerable reserva de voluntad.
Un actor inglés siempre podía ir a América, y muchos lo habían hecho. El padre de Edwin Booth, Junius Brutus Booth, que en su juventud actuó con Edmund Kean, y rivalizó con él en la escena londinense, abandonó a su esposa y su hijo para irse con una florista de Bow Street y huyó con ella a América, donde crearía una nueva familia, tendría diez hijos y sería uno de los grandes actores americanos. Es impensable que un actor americano huyese a Inglaterra y tuviera allí una carrera igualmente ilustre. Nadie esperaba que se quedaran en Inglaterra los americanos aclamados por los críticos londinenses, como lo fue, una generación atrás, Charlotte Cushman por sus papeles de Porcia, Beatriz, Lady Macbeth y Romeo (el de Julieta lo interpretaba su hermana).
A fines de agosto, Maryna y Bogdan regresaron a América tras un rápido viaje a Cracovia. Un fracaso es un fracaso sólo si se reconoce como tal. Dijeron a la multitud de periodistas sudorosos que se daban empujones y gritaban en el embarcadero de la línea Estrella Blanca que el público inglés la había acogido con beneplácito. Sí, dijo ella, haciendo un gesto de asentimiento, había tenido la tentación de quedarse en Londres. («¡No, no, por favor, caballeros, no he dicho que abandono la escena en América!»). Pero era cierto que le llenaba de alegría estar de nuevo en América.
América no era sólo otro país. Si bien el injusto curso de la historia había determinado que un polaco no pudiera ser ciudadano de Polonia, sino sólo de Rusia o Austria o Prusia, el curso justo de la historia mundial había creado a América. Maryna siempre sería polaca, eso era inmutable, y tampoco ella desearía que fuese de otro modo. Pero, si lo deseaba, también podía ser americana.
Se puso a planear de inmediato la siguiente temporada neoyorquina y otra gira nacional. Incapaz de perdonar a Warnock por haber estado en lo cierto una vez más, Maryna, tras consultarlo con Bogdan, decidió contratar a un nuevo y entusiasta representante, que respondía al «delicioso» nombre de Ariel N. Peabody.
—Incluso más delicioso de lo que pensábamos —le informó Maryna a Bogdan—. Al recordar lo satisfecho que el señor Warnock estaba de su segundo nombre, pensé que tal vez al señor Peabody le gustaría que le preguntase por el suyo. «¿La N, dice usted?», preguntó él —Maryna ladeó la cabeza como lo hiciera Peabody; la imitación de su voz era extraordinaria—. «Ah, puede que esto le divierta, Madame Marina. Significa —hizo una pausa— quiere decir —un gesto ceremonioso, una inclinación de cabeza— quiere decir “Nada”».
—América nunca decepciona —observó Bogdan.
—Nomen, omen. Tal vez revelará que no tiene nada que ver con el señor Warnock. Basta de farsantes, me gusta esta palabra, de joyas perdidas, de perritos falderos, de caimanes, de relatos inverosímiles… nada de todo eso.
—Yo no estaría tan seguro —dijo Bogdan—, pero una Marina Zalenska no necesita un Ariel Nada Peabody que le diga lo que ha de hacer.
«Su éxito ha ido en aumento como una avalancha», anunció el Norfolk Public Ledger. Siguió sumando papeles de Shakespeare, empezando, en 1880, con Medida por medida, al año siguiente, El mercader de Venecia y, finalmente, «la obra escocesa». En cuanto a ser una primera actriz al estilo americano: al finalizar la tercera gira nacional, Maryna creía que dominaba a fondo ese papel.
El papel consistía en desplazarte en tu propio piso sobre ruedas, suntuosamente amueblado, un vagón de ferrocarril privado con grabados al agua fuerte en los cristales de las ventanillas góticas, colgaduras de terciopelo, macetas con palmas, una pequeña biblioteca, un gabinete lo bastante amplio para contener un tocador de caoba y una cama con dosel, mientras los demás actores y tu personal ocupan un segundo coche cama particular; tener un doguillo llamado Indiana; tener una gran acuarela de tu mascota que adorna una pared del salón de tu vagón privado; necesitar la suite más grande y lujosa en los hoteles donde te alojas, los mejores hoteles, y los alimentos más delicados; escribir notas en papel de hilo con un blasón grabado en relieve, las habituales palabras de agradecimiento a quienes han procurado entretenerte o complacerte de otro modo, amables palabras para las deslumbradas mujeres lo bastante valientes para solicitar una entrevista («No puedes imaginarte cuántas jóvenes me escriben a diario pidiéndome consejo sobre la manera de emprender esta profesión, pero ¿cómo puedo estimularlas cuando en América no existen apenas teatros permanentes?»). El papel consiste en codearse con otras leyendas vivientes: Longfellow es tu amigo especial, Tennyson te ha recibido en Londres y Oscar Wilde te ha saludado ofreciéndote un ramo de lirios blancos y te ha anunciado que escribirá una obra para ti. Consiste en no ser convencional, aunque no tan poco convencional como Oscar Wilde: tu particular desafío de la convención (eres una dama y fumas) es la clase de cosas que la gente desea saber de ti. Consiste en ser descuidada con respecto a las posesiones, ser incapaz de tirar nada, adquirir objetos continuamente: al volver del viaje a París («y una breve visita a su Polonia natal») el verano siguiente, desembarcaste con sesenta y cinco piezas de equipaje, según contaron los periodistas neoyorquinos. Consiste en tener muchas residencias: «Pronto ella y su marido, el conde Dembowski, irán a pasar un mes a su rancho al sur de California. La casa principal, cuya construcción finalizó en fecha reciente, fue diseñada por un amigo de Madame Zalenska, el eminente arquitecto y amante del Teatro Stanford White».
En Polonia se te permitía practicar las artes de la complacencia para contigo misma, pero se esperaba de ti que fueses sincera y también que tuvieras ideales. La gente te respetaba por ello. En América se esperaba de ti que exhibieras las confusiones de la vehemencia interior, que expresaras opiniones que nadie tenía que tomarse seriamente, que tuvieras debilidades excéntricas y necesidades extravagantes, que exhibieras tu fuerza de voluntad, la amplitud de tus apetencias, la extensión de tu amor propio, todo ello cosas excelentes.
Cuando paseas en tu berlina privada (Boston, Filadelfia, Chicago), obedeces al impulso de detenerte ante una librería, de donde sales con una docena de obras poéticas encuadernadas en la vitela, el tafilete y la piel de becerro jaspeada de la máxima calidad. Los periodistas informan de que todos sus gustos son exquisitos. Dicen que gasta el dinero regiamente a diestra y siniestra, con la liberalidad de una princesa. Al mismo tiempo, se esperaba de ti que fueses astuta con respecto al dinero y una negociadora implacable, pero también caritativa (te acosan los inmigrantes polacos indigentes, con unas cartas desgarradoras), irreprochable, es decir, respetable, candidata a la vida hogareña y madre abnegada. Una mujer siempre debe declarar que su familia le importa más que su profesión.
Por supuesto, su verdadera familia era la compañía teatral, cuyos miembros, siempre cambiantes, eran cada vez más diestros, gracias al tenaz y flexible adiestramiento de Maryna.
—Se levanta el telón, debes cautivar al público —en ese momento ella podía tomar la muñeca del actor—. Míralo fijamente y entonces embelésalo con la voz. Haz un uso total del diafragma, ¿de acuerdo? —en ese momento ella gritaba—. ¡No chilles ni desvaríes!
Examinaba con ellos los trucos y las trampas del oficio teatral. Les explicaba que morir no debe ser ni rápido ni demasiado prolongado. Les instruía en las técnicas de toser, perder el sentido y rezar. A un actor que tenía el hábito de sufrir entre bastidores debido al pánico escénico mucho antes de su salida a escena, le prescribió «la salida del camerino en el último momento».
—No temáis volveros hacia el fondo del escenario —les advertía—. El rostro puede decir demasiado, pero ante la espalda el público puede interpretar lo que necesita, no más.
Y también:
—No mováis la cabeza al hablar. Eso hace que el cuello pierda fuerza.
Y también:
—No dejéis que la voz descienda. La voz debe ir hacia fuera, pero a otro actor. Vuestra voz se dirige demasiado al público.
A intervalos regulares llegaban paquetes de jengibre natural desde el Chinatown de San Francisco, de modo que Maryna pudiera imbuir en todos los méritos de su compañía los méritos de las frecuentes infusiones de té de jengibre: según ella, tomarlo muy caliente y luego comer las finas rodajas de jengibre que quedaban en el fondo de la taza resolvía casi todos los problemas de la voz. Señalaba que mientras el temor y la inquietud volvían a los hombres más térmicos («¡Térmicos!», exclamaba apreciativamente la señorita Collingridge), por lo que debían prestar atención a las manchas de sudor que aparecen en la parte superior de la indumentaria, las mismas emociones hacen que las mujeres sientan frío, por lo que ellas deben arroparse bien antes de la representación y durante los entreactos.
—Pero, Madame —le dijo Warren Bancroft (su Romeo, Benedick y Orlando, y su Armand Duval y Maurice durante la segunda temporada de la compañía)—. Yo siempre me siento frío como el hielo cuando tengo pánico escénico.
Ella respondió que eso era una tontería.
—Actuar nunca debe ser fácil —comentaba, recalcando la palabra «fácil»—. Eso significa que os habéis olvidado de vosotros mismos, os habéis olvidado de dónde estáis. Jamás, jamás debéis olvidar que estáis en un escenario y, en consecuencia, siempre tendréis miedo. Tienes miedo, pero eres un conquistador. Cuando estás en un escenario, sea cual sea tu papel, eres un conquistador. Cuando estás en un escenario, debes tener la sensación de que eres muy alto. Todo debe enderezarse y contraerse alrededor del miedo. Incluso cuando te embarga el pesar, que es cóncavo, sigues siendo una línea. Y esa línea va directamente a la última hilera de la galería más alta. ¡Mantén la línea! Sé una fuente de luz. Eres una vela. Mantén la espalda recta, no dejes que el cuello se te hunda en los hombros. Nota la llama que se alza desde lo alto de tu cabeza.
De Abner Dixey, despedido tras la primera temporada (había interpretado a Jaques en Como gustéis y Malvolio en Noche de Reyes e, incluso de una manera más inexpresiva, al capitán Levison, el libertino intrigante de East Lynne), se limitó a decir: «No transformaba nada. Un actor transforma».
—La mayor parte de las reglas para comportarse como es debido en el escenario —les decía— también son aplicables a la vida real, excepto —añadía, sonriendo de una manera alegre y críptica— cuando no lo son.
Una de tales reglas es: no reconozcas jamás un contratiempo. Cierta vez, durante una representación de Medida por medida, en la Ópera Taylor de Trenton, el actor que interpretaba a Claudio, el hermano, que ha sido condenado a muerte, al arrojarse a los pies de Isabella para implorarle que acepte la abyecta petición de Angelo (el precio de perdonarle la vida), derribó el banco de la prisión y, manteniendo la misma vehemencia que exigía la desdichada situación de Claudio, alzó diestramente el banco. Cuando cayó el telón tras la última de las numerosas llamadas a escena que Maryna había compartido generosamente con el joven actor, recién contratado por la compañía, la actriz le dijo en voz muy baja: «No intentes jamás solucionar un accidente durante la representación. Eso sólo sirve para que el público se fije en lo ocurrido».
Desde luego, es más difícil hacer caso omiso de determinados accidentes, como cuando, en una representación de Macbeth en el Teatro McVicker de Chicago («¡Naturalmente, era la obra escocesa!»), al intentar estúpidamente su entrada de sonámbula con los ojos cerrados, Maryna tropezó y se rompió un tendón del tobillo. Prosiguió la escena hasta el final sin un murmullo, una muleta o una alteración de su paso.
Tus correcciones son penetrantes, maternales, justas. Tu ejemplo es luminoso.
Los miembros de tu compañía te responden con adulación, temor y una entrega perfecta e inquieta.
Te pavoneas, los asombras. Estás en el cenit. Ahora tienes la sensación de que tus poderes son ilimitados.
Llenaban los teatros y encantaban al público en Colorado. Y tras la última representación, al cabo de una semana en la Gran Ópera de Tabor, en Denver (Julieta, como se titulaba Romeo y Julieta en el programa de la compañía, Adrienne, La dama de las camelias, Un cuento de invierno), Peabody organizó una cena tardía con licor a discreción para la compañía en el salón vacío de su hotel. Cuando Maryna se reunió con ellos, la mayoría de los hombres, y no sólo los hombres, estaban jovialmente bebidos, y la coqueta Laura Fitch, que interpretaba a la malvada reina de Inglaterra en Cimbelino, a Audrey en Como gustéis y a Paulina en Un cuento de invierno estaba sobre la mesa, terminando de recitar:
Aún demasiado jóvenes para saber
Lo que significa padecer,
Nuestra madre nos dijo un día
Que padre en la tumba frío tenía.
Durante largo tiempo la velamos
Y viéndola allí muerta sollozamos;
Y ahora de la mano vamos juntas,
Dos huérfanas desde Suiza a la ventura.
—Ejem —dijo James Bridger, el nuevo Mercutio en Romeo y Julieta, Touchstone en Como gustéis y el fiel Gastón en La dama de las camelias, que estaba enamorado de Laura—. A ver, ¿dónde está mi escenario?
Saltó con la agilidad de Mercutio al mostrador del bar y, llevándose la mano al pecho, voceó:
¡He arruinado mi salud al luchar por la riqueza!
Dijo el banquero en un tono lastimero…
—¡Oh! —y saltó al suelo.
Al ver a Maryna, todos adoptaron una seriedad culpable e infantil.
—¡Por favor! ¡No os interrumpáis por mí!
—Sólo estábamos bromeando, Madame, y recitándonos unos a otros versos burlescos —dijo Cornelia Scudder, la joven actriz a la que Maryna había confiado los papeles de Celia en Como gustéis, Perdita en Un cuento de invierno, Hero en Mucho ruido y pocas nueces y Louise, la hermana virtuosa en Frou-Frou.
—Entonces insisto en que sigáis —a Maryna le gustaba Cornelia. Deslizó la mirada de un rostro a otro—. ¿Nadie quiere actuar para mí? ¿Nadie quiere hacerme reír? —sonrió de nuevo al ver su desconcierto—. Muy bien —añadió, asintiendo gravemente—. Entonces he de actuar para vosotros. Algo que os parecerá de interés especial, por lo menos así lo creo, aunque sea en polaco.
Maryna empezó en un tono susurrante. Su voz modulada se volvió ronca y luego líquida. Al principio su recitación estaba llena de vacilaciones, reveladoras del profundo sentimiento que embargaba al personaje, un sentimiento amoroso, un sentimiento de amargura, insegura de lo que deseaba expresar. Entonces, adquiriendo impulso, pasó a una cadena más alta, burlona. Las frases, rapsódicas y murmuradas, contenían sonidos ásperos y cortantes, una risa ligera, alocada, y luego sollozos y lamentos. Con la mirada perdida, bajó el tono de voz, las palabras entrecortadas por la aflicción, y finalizó con una vibrante oleada sonora que indicaba renovada esperanza y determinación.
Presa del magnetismo de la actriz, los actores la contemplaban en silencio. La señorita Collingridge, sentada frente a Maryna, escribió algo en un papel y lo pasó por encima de la mesa. Maryna frunció el ceño. Finalmente alguien se atrevió a hablar.
—Extraordinario —musitó Horace Petrie, su nuevo Póstumo en Cimbelino, Angelo en Medida por medida y Banquo en Macbeth.
—Chiss —emitió Mabel Hawley, quien siempre interpretaba papeles de sirvienta (la nodriza de Julieta, Nanine en La dama de las camelias y Joyce en East Lynne), pero a la que, para acallar su descontento casi desbordante, también se le concedía el papel de la princesa de Bouillon en Adrienne.
—Sea lo que fuere, Madame, me ha atravesado como un arpón —comentó Harry Kellogg, robusto y con bucles, que interpretaba al príncipe de Bouillon en Adrienne, Henri de Sartorys en Frou-Frou, Leontes en Un cuento de invierno y el duque en Como gustéis. Procedía de una familia de balleneros de New Bedford, Massachusetts.
—¿Era un poema, Madame? —inquirió Mabel—. ¿Un monólogo de una antigua tragedia polaca?
Maryna sonrió y encendió un cigarrillo.
—¿Qué era, Madame? ¿Qué era? —preguntó Charles Whiffen, su Iachimo en Cimbelino, Claudio en Medida por medida, Orsino en Noche de Reyes y Archibald Carlyle, el marido agraviado de East Lynne.
—Yo sólo… —empezó a decir, mientras desplegaba ociosamente la nota de la señorita Collingridge. Decía: «Ha recitado el alfabeto polaco. Dos veces». Maryna se echó a reír.
—¡Díganoslo! ¿Qué era, Madame?
—Díselo, Mildred. ¿Qué he recitado?
—Una plegaria —respondió la joven, en tono desafiante. Estaba ruborizada.
—Exacto —dijo Maryna—. La plegaria de una actriz. En mi triste y devoto país hay una plegaria para todo.
La señorita Collingridge sonrió.
—Oye, Mildred, has estado estudiando polaco a mis espaldas, ¿no es cierto? —le dijo Maryna a la mañana siguiente, en el tren con destino a Leadville, donde por la noche representarían Frou-Frou. Ataviada con un vestido ligero provisto de encajes, estaba recostada en una chaise longue, sacudiendo un cigarrillo con ademán perezoso. La señorita Collingridge hizo un gesto negativo con la cabeza—. En ese caso, si no te conociera tan bien, diría que eres completamente diabólica.
—Eso es lo más amable que ha dicho jamás de mí, Madame Marina.
—¿Y cómo ha estado, mi alfabeto?
—En inglés decimos: «¿Y cómo ha estado mi alfabeto?».
—Tomo nota —dijo Maryna—. ¿Y el alfabeto?
—Magnífico —respondió la señorita Collingridge, y exhaló un suspiro.
Maryna nunca podía entender por qué en América las artes eran tan sospechosas, incluso para muchas personas cultas, y había tanta antipatía hacia el teatro. Una mujer que le presentaron en el vestíbulo del hotel Plankinton de Milwaukee se jactó de que ella nunca había puesto los pies en un teatro. «Cuando veo una entrada de teatro, cruzo al otro lado de la calle». Sin embargo, el número de mujeres jóvenes que creían (o lo creían sus madres) haber nacido para la escena en cada ciudad americana era interminable.
Una o dos de ellas podrían llegar a convertirse en actrices. Ninguna de las que veía, y Maryna deseaba ser magnánima, sería jamás una estrella.
Autoridad, idiosincrasia, suavidad… eso es lo propio de una estrella. Y una voz inolvidable. Una podía hacerlo absolutamente todo con la voz, una vez sabía qué notas era preciso acentuar y cuáles debían permanecer a la sombra. El control de la respiración te proporciona ahora lo que necesitas: unas frases inconsútiles, una brillante gama de colores, sutiles variaciones de timbre, la sacudida de un grito o un susurro cristalino o una pausa inesperada. Tu voz se eleva sin esfuerzo, sin apresuramiento y pura, encanta a todo el público que guarda un silencio reverente. ¿Quién no se sentía mejorado de inmediato por la noble súplica de Isabella?
Pero el hombre, el hombre orgulloso,
Revestido de pequeña y breve autoridad,
Ignorando aquello de lo que está más cierto,
Su esencia quebradiza, como mono enojado,
Ante el cielo tan fantásticos ardides realiza
Que hace llorar a los ángeles…
Una podía hacer que cada miembro del público se volviera reflexivo, profundo, aunque sólo fuese por un momento. O bien, con he aquí el olor de la sangre… todavía y un leve movimiento de los dedos en el extremo de un brazo bien torneado y apretado con grave gesto contra el costado mientras contempla la mano paralizada por la culpa (no hay necesidad de olerla ni lamerla ni mantenerla sobre la llama de tu vela) y gimiendo, suspirando, resonando como una campana con Todos los perfumes de Arabia no volverían fragante esta… manita. ¡Oh, oh, oh!, podía estremecer, y estremecía, el corazón de cada espectador.
A veces Maryna supervisaba el ensayo de un actor en un nuevo papel desde medianoche hasta las cinco de la madrugada, se levantaba y tenía su primera cita a las nueve, seguía con las actividades del día y actuaba por la noche. Nunca parecía fatigada. Cuando le preguntaban, como sucedía a menudo, por sus secretos de belleza, al principio replicaba: «Una vida feliz… mi marido y mi hijo, mis amigos, mi trabajo en el teatro, una cantidad de sueño razonable y buen jabón y agua». En América era habitual que una estrella afirmara que, por debajo de la envoltura de los privilegios, era igual que todo el mundo, algo que todo el mundo, con sólo una ligera idea de cuáles eran esos privilegios, sabía que no era cierto. Las admiradoras de Maryna estaban más contentas cuando empezaba por «endosarles» algo que podían comprar: cremas de belleza de Harriet Hubbard Ayer y loción para el cabello Angel Star.
Deseaba encontrar una crema o loción que le gustara, sobre todo desde que, a regañadientes, había empezado a usar el nuevo maquillaje con base de grasa. El nuevo maquillaje, estandarizado como tantas otras cosas de la vida moderna, se vendía en forma de barritas cilíndricas, cada una numerada y etiquetada. Se aplicaba con más rapidez que el maquillaje seco, y era más seguro, si una daba crédito al rumor de que ciertas sustancias químicas utilizadas en la preparación de algunos de los polvos, tales como el bismuto y el plomo rojo y blanco, eran en verdad venenosas. (Ojalá fuese posible utilizar tanto el maquillaje seco como el húmedo, de la misma manera que los vapores que cruzaban el Atlántico, expulsando humo por sus grandes chimeneas, también tenían, por si fallaban las máquinas, un juego completo de velas). Y Maryna también tenía que resignarse a la iluminación áspera y nada favorecedora. Inodora, segura (¿es la seguridad tan importante?), más brillante (sí, mucho más brillante): lo que asombraba en la calle era un desastre en el teatro. La luz de gas, densa y suave, con todas las manchas y motas que contenía, proporcionaba la necesaria ilusión a muchas escenas, que ahora la luz eléctrica revelaba en toda su mala calidad. Ella había oído decir que Henry Irving y Ellen Terry se habían negado a sustituir jamás el gas por la electricidad en el Lyceum. Pero en América nadie podía rechazar los imperativos de un progreso a menudo desagradable. La luz de gas era obsoleta, y no había más que hablar. La parcialidad americana hacia lo nuevo decretaba que cuanto existe puede ser mejorado. O debería ser sustituido. Maryna pronto olvidó si, con fecha 7 de mayo de 1882, había firmado una carta que publicaron muchas revistas bajo el encabezamiento «Tributo de Madame Zalenska a una invención americana» sólo por la suma que le pagaron o si durante algún tiempo había usado realmente aquel producto nuevo y divertido.
Muy señor mío:
En octubre pasado, cuando me encontraba en Topeka, Kansas, adquirí varias cajas de sus Tabletas de Fieltro (Pulimentador de dientes ideal) y las uso desde entonces. De buena gana añado mi testimonio a muchos otros acerca de su valor, y creo que este invento acabará por sustituir casi totalmente al cepillo de cerdas. Tan sólo temo que en algún momento se me agoten las Tabletas en un lugar donde no las pueda conseguir.
Suya afectísima,
Marina Zalenska
Resultaba más difícil (¿les ocurre siempre a los grandes actores?) recordar la diferencia entre lo que decía y lo que pensaba. Tras haber saludado a su amigo, el señor Longfellow, como el poeta más grande de América (interrumpió una gira para recitar El naufragio del Hesperus en su funeral), Bogdan se atrevió a reprenderla.
—¡No puedes creer en serio que Longfellow es tan buen poeta como Walt Whitman! —exclamó.
—Yo… no lo sé —replicó Maryna—. ¿Crees que me estoy volviendo estúpida, Bogdan? Es muy posible. ¿O tan sólo muy convencional? Eso no me gustaría nada.
Por fin le pidieron que actuara con Edwin Booth, en una representación benéfica de Hamlet en la Metropolitan Opera de Nueva York. Maryna cantó las canciones de Ofelia acompañada por la música que Moniuszko compusiera para ella cuando interpretó a Ofelia en Varsovia, muchos años atrás. «¡Ah, mi padre es un espectro!», gritó Booth cuando Maryna llamó a la puerta de su camerino una hora antes de que se alzara el telón. Quería mostrarle la preciosa partitura original. El actor estaba sentado en la oscuridad, vestido ya para actuar, bebiendo. Ella apenas podía distinguir su rostro enjuto y pretencioso. El camerino olía a orines. Maryna había oído decir muchas veces que aquel hombre había nacido pensativo y triste, que su juventud, volcada en el servicio a un padre tiránico y caprichoso, había sido incómoda y que nunca se había recuperado de la muerte de su joven y muy amada esposa al cabo de tres años de matrimonio, seguida, poco después, por la infame hazaña de su hermano menor, John Wilkes Booth. Ella tenía sus propias razones para estar melancólica, pero ninguna de ellas podía compararse con las del actor. No volvió a abusar de su soledad.
Se sentía serena, y confiaba en que no se debiera tan sólo a que envejecía. Cada noche, después de haberse maquillado y vestido, seleccionaba una escena y se dedicaba a pulir la memorización de las réplicas. Entonces se sentía lúcida, concentrada, inquieta. En su camerino, entre uno y otro acto, con un kimono escarlata y magenta sobre el vestido (regalo del embajador japonés en Washington, un admirador), una bufanda de lana en el cuello para mantener calientes los músculos de la fonación, un cigarrillo en una pequeña abrazadera de oro fijada a un anillo que ponía en el meñique, Maryna reflexionaba, en el regazo una tabla faldera con unos naipes apenas mayores que uñas de pulgar… hasta que la llamada del traspunte le hacía interrumpir el juego.
Cuando una juega al solitario no hace trampas, pero tampoco acepta todas las manos que se sirve, sino que reparte las cartas una y otra vez hasta ver una mano (digamos con dos reyes y por lo menos un as) que le da mayores posibilidades de ganar. A veces pensaba o planeaba algo o recordaba, por ejemplo, a Ryszard. Con frecuencia se trataba tan sólo del deseo sedoso, insidioso, de jugar a otro juego. Había recibido noticias de Ryszard. Éste se había casado. Henryk fue el primero en escribirle al respecto, y luego lo hicieron los demás. Ella sintió la llamarada candente de los celos. (Sí, había sido lo bastante vana para suponer que él jamás amaría a otra). El remordimiento parecía vaciarle las entrañas, y entonces la ira la dejó helada. (No se le ocurrió pensar que él se había casado sin amor). Se sirvió las cartas, y perdió. Si pierdes, te ves obligada a jugar de nuevo. Te dices que sólo será un juego más. Pero aunque ganes, todavía querrás jugar de nuevo.
—Deseo hablar con Madame Zalenska y sus hijos —dijo la mujer alta y demacrada que apareció en la entrada del vagón de Maryna.
Una hora atrás se habían detenido en el patio de maniobras de la estación de Lexington, Kentucky, donde pasarían dos noches, y lo extraño era cómo la mujer había burlado la vigilancia de Melville, su avisado mozo de cuerda, quien tenía órdenes de no dejar pasar a nadie excepto los miembros de la compañía. Las mujeres jóvenes que rondaban la entrada de artistas o deambulaban por la acera frente al hotel (si Maryna estaba en su ciudad para actuar durante una semana), confiando en tener un atisbo de su ídolo, incluso se aventuraban a veces hasta los recintos más oscuros de la estación. Pero Maryna vio que aquella mujer no era una aspirante a actriz.
—¿En qué puedo servirla? —le preguntó al tiempo que se incorporaba.
—¿Es usted Madame Zalenska y… —sus ojos azul claro exploraron la larga mesa a la que Bogdan, la señorita Collingridge, Peabody y media docena de actores acababan de sentarse a cenar con Maryna—… son éstos sus hijos?
Maurice Barrymore, de treinta y cinco años (un actor inglés dotado y aspirante a dramaturgo que había sido el Romeo, el Orlando, el Claudio, el Maurice y el Armand Duval de Maryna durante varias temporadas) y Francis McGivern, de sesenta años (su fray Laurence, Angelo, Michonnet y padre de Armand) se echaron a reír.
—¡Silencio, jovencitos, u os daré una zurra y os enviaré a la cama sin cenar! —dijo Maryna—. Como todos sabemos que una gran actriz carece de edad, le agradezco el cumplido, señora…
—Señora Wenton.
—… pero lamentablemente tengo un solo hijo, y está lejos de aquí, en un pensionado cerca de Boston.
—Me refiero a su compañía. Éstos también son sus hijos, los hijos de su alma, y su salvación depende por entero de usted.
—¿A cuánto dirías que asciende la población de lunáticos religiosos en América? —le murmuró Bogdan a la señorita Collingridge.
—¿Por qué susurra, señor? Debería usted escuchar lo que le estoy diciendo a su madre.
—No soy actor, señora, por lo que tal vez mi alma esté exenta de peligro inmediato. Y desafío a quien sea que interprete como filial mi relación con esta dama.
Eben Stopford, el Carlos el Luchador de Como gustéis y el Porter de Macbeth, golpeó la mesa con la palma de su enorme manaza.
—Veo que se está burlando de mí.
—¿Quiere que acompañe a esta señora a la salida, Madame Marina?
—No, no, Eben. No te preocupes.
La señora Wenton sonrió exultante, y entonces se acercó a la mesa y miró fijamente a Maryna.
—Permítame que hablemos… una conversación en privado. Aquel a quien más amo me ha enviado a usted en misión sagrada.
—Una conversación en privado. Muy bien. Pero invitaré a reunirse con nosotras al caballero que ha dicho que no es actor.
En el saloncito situado en el extremo del vagón, Bogdan tomó una revista de la mesa de lectura y, cejijunto, se acomodó en un sofá, las piernas cruzadas. Maryna ofreció asiento a la intrusa delante de ella, en el sillón al lado de la estantería. Melville, a quien Maryna decidió no reprocharle que hubiera incumplido su deber de centinela, les trajo café. La inoportuna invitada hizo un gesto de rechazo con la mano, contempló boquiabierta cómo Maryna insertaba algo en un corto tubo dorado que se ponía entre los labios, se inclinaba adelante cuando Bogdan se levantó y encendió una cerilla, cuya llama acercó a la punta del delgado cilindro, y se retrepaba, apoyando la muñeca en la funda protectora que cubría el brazo de la butaca.
—¿Nunca había visto a una dama fumar un cigarrillo?
—¡No!
—Pues ahora lo ve —le dijo Maryna—. Sea tan amable de dominar su asombro y decirme qué quiere de mí, o permítame regresar al comedor.
—¿Puedo empezar ya? ¿Me escuchará?
—Puede usted empezar, señora Fenton.
—Wenton. No sé si podré, con ese humo que le sale de la nariz y la boca.
—Sí que puede. Inténtelo.
—Anoche bajó mi hijo del mundo superior y se me apareció. Mi hijito, que sólo tenía tres años cuando se ahogó en el estanque cerca de nuestra casa, y tenía estrellas en los ojos. «Madre —me dijo—, vete a ver a Madame Zalenska y dile que el suelo del escenario no es más que una rejilla bajo la que están las llamas del infierno. Adviértele, madre, de que si sigue difundiendo malos ejemplos, no habrá misericordia para ella. Un día dará un paso, un solo paso, y el suelo cederá ruidosamente bajo sus pies y caerá al rugiente abismo, y los demás actores con ella».
La señora Wenton miró a Maryna con los ojos húmedos e implorantes.
—Siento lo de su hijo. ¿Cuándo sucedió el terrible accidente?
—Hace muchos años, pero él siempre está conmigo. «Madre —me dijo anoche—, por el bien de la humanidad, vete a ver a Madame Zalenska y ruégale que se salve y salve también a las muchas almas a las que arrastra hacia la corrupción».
—Maryna, no…
—¿Corrupción? Yo no corrompo a nadie.
—¡Sí! —y la intrusa se embarcó en una diatriba contra las obras en las que intervenía Maryna, en particular Adrienne, un argumento que glorifica el escenario; La dama de las camelias, que es la historia de una cortesana, y Frou-Frou, la historia de una mujer frívola que abandona a su marido y su hijito—. Las tres —concluyó—, infernales ideas de autores franceses.
—¿No le satisface que esas tres mujeres desdichadas, Adrienne, Marguerite y la pobre Gilberte, mueran al final de la obra? Aunque sean tan malas como usted dice, ¿no reciben suficiente castigo?
—Pero antes de que sean castigadas, usted, Madame Zalenska, con su arte, las ha hecho parecer muy atractivas.
—¿Entonces también yo debería ser castigada? ¿Es eso lo que me está diciendo?
—Maryna, déjame que…
—No, Bogdan, quiero oír todo lo que tiene que decirme la señora Wenton. Quiero comprenderla.
—No hay nada que comprender, Madame Zalenska. He venido en nombre de la moralidad y la religión.
—¿Qué religión, si puedo preguntárselo?
—Soy evangelista. Pertenezco a todas las religiones.
—¿De veras? En América hay tantas clases de iglesias e incluso, según me han dicho, familias cada uno de cuyos miembros pertenece a una iglesia diferente. ¿Y usted cree en todas ellas, Madame Wenton? Es extraordinario. Yo sólo pertenezco a una, la católica romana, y sigo sus preceptos de caridad y amor.
—Doy gracias al cielo porque la mía no es la Iglesia de Roma, pero todos nosotros, romanos o no, conocemos la diferencia entre el bien y el mal. Dios le ha dado a usted talento. Un hermoso talento. ¿Por qué no lo usa para el bien? ¿Por qué presenta unas obras tan inmorales?
—Sin duda no considerará usted inmoral a Shakespeare.
—¡Otro hermoso talento mal utilizado! No en su totalidad, pero sí, ¡la obra de Shakespeare está llena de indecencias! La lujuria, que se hace pasar por amor, es el tema de Romeo y Julieta y de El sueño de una noche de verano con todas esas parejas que duermen juntas en el suelo, mientras que en Como gustéis y Noche de Reyes aparece una mujer que ¡hace cabriolas en el escenario con las piernas enfundadas en mallas! Y hay brujería en el drama con una esposa que incita a su marido a matar al rey, después de que las brujas profeticen a…
—Por favor, no lo diga —le pidió Maryna.
—¿Decir qué?
—¿Qué obras le gustaría que representara, señora Wenton? Tal vez El misterio de la Pasión.
—¿Es ésa otra vulgar obra francesa? Por el título se…
—No, no, es una obra religiosa que se interpreta en Austria. Su tema son los sufrimientos de Cristo.
—Escúcheme, Madame Zalenska. Tiene una gran presencia, una gran voz. Hay algo que se expresa a través de usted. Es un don femenino. Sea una mujer en un estrado en vez de una criatura pintada sobre un escenario, fingiendo ser alguien que no es. Podría hablar desde el corazón. ¡Debería ser predicadora!
—¿Y qué sería de mi arte?
—¡El arte es un engaño! El mayor engaño del mundo, como la fama.
—¿Y el dinero?
—El dinero no es un engaño sino una trampa.
—Una delicada distinción —dijo Maryna—. Pero la verdad es que no puedo imaginar que una persona americana considere el dinero un puro y simple engaño.
—¿Por qué critica a este gran país que ha sido tan amable con usted?
—¡Ah! —exclamó Maryna. Apagó el cigarrillo y se levantó—. Tiene usted razón. Era una crítica, en efecto, incluso una crítica fácil y nada original, ¿quién no ha denunciado la romántica actitud de los americanos hacia el dinero?, pero tengo derecho, el derecho totalmente americano, a criticar así a mi país de adopción, pues como quizá usted sepa, mi marido y yo este año, siete después de nuestra llegada, nos hemos convertido en ciudadanos americanos. Y créame, tampoco yo creo que el dinero sea un engaño.
—Maryna, es hora… —le dijo Bogdan.
—Sí. Sí. ¿Puedo preguntarle, señora Wenton, si va con frecuencia al teatro?
—Me veo obligada a ir —miraba a Maryna con la cabeza erguida y algo inclinada hacia atrás— para comprobar el progreso de la infamia.
—Entonces sin duda querrá ver la obra que estoy estudiando ahora y que presentaré el sábado en Louisville en el Teatro Macauley. Contiene una escena en la que un joven marido se excita muchísimo al ver a su esposa, que baila una ardiente tarantella y sacude la pandereta delante de él.
La señora Wenton se apresuró a levantarse.
—Tal vez le gustaría que se la baile ahora.
—Insiste usted en su actitud infernal.
—Insisto.
—Mi hijo estará muy decepcionado. «Madre —me dirá—, no has logrado salvar a Madame Zalenska». Confío en que no esté enfadado conmigo —se había dado la vuelta para salir, pero antes de hacerlo se volvió de nuevo hacia la actriz—. Recuerde que las puertas del infierno están abiertas.
—«¡Ah, si el señor Lincoln no hubiese caído en cualquier parte excepto en las mismas puertas del infierno!» —declamó Maryna—. Me han dicho que, después de hallar su trágico fin en el Teatro Ford, todos los teatros cerraron durante semanas, mientras en los servicios religiosos del domingo los clérigos del norte, desde sus pulpitos, lanzaban el juicio de Dios contra mi diabólica profesión.
—Puesto que he nacido y me he criado en Kentucky, no vierto ninguna lágrima por la defunción de ese ateo, el señor Lincoln. De todos modos, un teatro es un mal sitio para morir.
—No me importaría morir en un teatro —replicó Maryna—. A decir verdad, lamentaría morir en cualquier otra parte.
—Rezaré por usted, pobre alma descarriada.
—Ah, señora Wenton, ¿qué puede hacer una con las personas como usted? Usted y la gente de su clase echarán por tierra las posibilidades de que el teatro llegue a ser en este país algo más que un entretenimiento superficial. Ustedes… ¡ustedes arruinarán América!
—En cualquier caso —dijo Bogdan, arrojando la revista al suelo—, nos ha arruinado usted la cena. ¡Vamos, Maryna! ¡Vamos!
3 de diciembre. La obra con la tarantella. Contorsiones de lujuria. Incursión de una fanática religiosa. Patéticas amenazas y diatribas. Fuego del infierno. Condenación. M. discutidora, fascinada.
4 de diciembre. Barrunto la razón por la que a M. le estimula esta obra. Es Frou-Frou al revés. La infantil esposa mimada sólo ha fingido ser infantil y tonta, porque así es como a su marido le gusta que sea, pero resulta que es muy inteligente. No abandona a su familia para tener una relación ilícita. El problema: le hacen percatarse de que se ha casado con un hombre indigno de ella. El marido es el culpable, y no le perdona. Ninguna indicación al público de que el hecho de irse a vivir sola (¡para descubrir quién es!) pueda resultar un desastre. La obra le perdona su abandono del hogar y de los hijos. ¡Tres hijos, como en East Lynne!
5 de diciembre. Si se prohíbe el deseo, se hinchará y saldrá a borbollones. La luna es más pequeña que la nube que la cubre. La última estancia en California. Recostado. Murmullo del arroyo. Sonrisas nerviosas y consentidores de vello suave y color cobrizo… Las cosas soñadas adquirían una definición muy nítida. Me entristecí, como si las hubiera perdido. Deseo ensuciado. Empecé a soñar con M. No puedo abandonarla. Jamás, jamás, jamás, jamás.
6 de diciembre. El este y el oeste. Seguridad y temeridad. El hogar y el peligro. El amor y la lujuria. ¿Incluir a Juan María en la compañía como mozo de cuerda o camarero? ¿Es eso lo que quiero?
7 de diciembre. Probablemente sea un error hacer en Louisville la prueba experimental de nuestra ya notoria nueva obra del viejo mundo. Le dije a M. que en Kentucky una esposa no puede abandonar a su marido y tres hijos. Kentucky jamás lo permitirá. Tendrá que quedarse y arreglárselas como pueda. La mirada de M. Como mínimo, deberíamos cambiar el título. Los americanos lo interpretan todo al pie de la letra, y el público podría creer que se trata de una obra infantil. El sábado siguiente, la acera ante el Teatro Macauley llena de cochecitos de bebé. Y Maurice cree que ponerle a la esposa un nombre escandinavo ayudará al público a entenderla. Sugiere Thora. Thora y su marido, ¿Torvald? Un poco demasiado escandinavo, ¿no?
8 de diciembre. Por supuesto, el problema es el final. ¿Aceptarán los americanos la idea de que una mujer abandone a su marido y sus hijos no porque es malvada sino porque es seria? No es probable. Le pregunto a M. si no sería mejor que la obra terminara con la reconciliación de esposa y marido. El parece arrepentido de veras, y ella puede darle otra oportunidad. Y si ella insiste en marcharse, que salga de casa en una helada noche de invierno parece muy inverosímil. Debe de ser casi medianoche. ¿Adónde iría a tales horas? ¿A un hotel, si es que hay un hotel en ese pueblecito? ¿No es todo esto más bien melodramático? ¿No podría ella esperar hasta la mañana?
9 de diciembre. Le digo que creía que le gustaban los finales felices. «¿Es que no ves por qué quiere ella marcharse?», replica M. Le digo que lo veo perfectamente. Todo el mundo sueña con romper las cadenas del matrimonio y empezar de nuevo. «Sí —dice M—, pero yo no sueño ya con eso. ¿Y tú, Bogdan?». «¿Quieres que responda a ese interrogante?», replico. «Creía que estábamos hablando del modo de finalizar esta obra». «Marido, marido —dice M—, siempre pensamos en nosotros mismos cuando hablamos de cualquier otra cosa. Sí, responde». «Entonces, ¿por qué no es posible cambiar el final?», le pregunto. «Yo no me marcho».
11 de diciembre. M. acepta a regañadientes. Nora (no, ¡Thora!) pensará en marcharse, pero no lo hará. Perdonará a su marido. Si las cosas van bien aquí, podemos restaurar el auténtico final cuando la estrenemos en Nueva York.
12 de diciembre. Anoche estrenamos Thora. M. magnífica. Maurice muy aceptable en el papel del obtuso marido. Público deplorable. Críticas airadas, incluso con el final feliz. Tal como me temía. Ofensa a la moral cristiana y la familia americana. Y la tarantella, claro.
De la Thora de Henrik Ibsen, con Marina Zalenska en el papel estelar, sólo hubo una representación en Louisville, Kentucky.
Mientras Maryna seguía buscando otra obra nueva, Maurice Barrymore dijo que había decidido escribir una para ella que no podría fracasar, sobre el tema del que ella había hablado a menudo y de una manera tan conmovedora en su presencia: el martirio de Polonia bajo los opresores rusos. El título era Nadjezda, tomado de uno de los papeles que estaba creando para Maryna: una bella polaca cuyo marido ha sido encarcelado por los rusos debido a su participación en el Levantamiento de 1863. El príncipe Zabouroff, jefe de policía, convence a Nadjezda de que ceda a su lujuria a cambio de la promesa de que liberará a su marido, pero Zabouroff ordena que lo ejecuten y devuelve el cadáver acribillado por las balas a Nadjezda. Esta consagra a su hijita a la venganza, toma veneno, cae sobre el cadáver de su marido y muere. Y Maryna interpretaría también a la hermosa hija, Nadine, quien, ya adulta, venga las muertes de sus padres. Zabouroff, siempre disoluto y rapaz, ha invitado a Nadine a su despacho una noche a altas horas. Cuando se abalanza sobre la muchacha, ella logra clavarle un cuchillo que ha tomado de una mesa cercana, dispuesta para su cena íntima. Al final de la obra Nadine toma veneno y muere en brazos de su amado (el papel que Barrymore escribió para sí mismo) al descubrir que es hijo del hombre al que ella ha matado.
Maryna no podía negarse a interpretar la obra. Era el regalo que le hacía Maurice, y éste era un actor espléndido. Ella le tenía mucho afecto. Ojalá el afecto que él le tenía no hubiera inspirado aquella sensiblera caricatura del patriotismo polaco, el sufrimiento polaco, la hidalguía polaca. Por ejemplo, cuando, antes de huir, Nadine coloca dos velas a los lados de la cabeza de Zabouroff y reza una breve plegaria… ¡Maurice, por favor!
—¿Sensiblero? Vaya. Lo que quería decir es que ella se arrepiente de su violencia, ¿comprende? Yo diría que el gesto piadoso es conmovedor, Madame Marina. ¿No le parece?
—No sé, Maurice. Esto es sentimentalismo, no piedad. Nadine puede estar consternada por su propia violencia, pero no arrepentirse. El jefe de la policía zarista merece morir.
Tras unas pocas representaciones en Baltimore, en febrero de 1884 Maryna estrenó Nadjezda en el Teatro Star de Nueva York y actuó más de cincuenta veces durante la gira nacional de primavera y verano.
Al año siguiente, cuando Maryna no siguió interpretando Nadjezda, el tramposo autor envió el texto a Sarah Bernhardt, diciéndole que sería para él un gran honor que leyera su obra. A duras penas tuvo el valor de afirmar que había creado los dos personajes principales pensando en ella.
Y a la Bernhardt debió de gustarle un poco la obra, puesto que la pasó a Victorien Sardou, su dramaturgo habitual y amante: dos años después, la actriz actuó en París, en una obra de Sardou que recordaba demasiado a Nadjezda. Desde luego, Sardou había introducido algunos cambios que denotaban pericia. Un relato que abarcaba más de veinte años había sido comprimido a la acción que tenía lugar entre el final de la mañana de un día y el amanecer siguiente. El fracasado Levantamiento polaco de 1863 había sido convertido en un fracasado alzamiento republicano en Roma a fines del siglo XVIII, la noble esposa polaca en una impetuosa cantante de ópera italiana, y el marido que aguarda la ejecución en un amante ardoroso y pintor. En vez de madre e hija y dos suicidios, había una sola heroína, la cantante, la cual, tras conseguir la libertad de su amante (eso cree ella) y matar al maligno jefe de policía, sube al tejado de un castillo a orillas del Tíber para ver la ejecución fingida que le ha sido prometida, descubre que ha presenciado una ejecución verdadera, salta al vacío y muere.
A Maryna no le conmovió la aflicción de Maurice. Era cierto que ella había abandonado Nadjezda, pero no debería haberle enviado la obra a la Bernhardt. Había recibido su justo castigo.
Aunque al parecer Sardou había conservado las absurdas velas a los lados de la cabeza del jefe de policía muerto, Maryna tenía la sensación de que había mejorado mucho la obra de Maurice. En realidad, ahora que los protagonistas ya no eran patriotas polacos, Maryna empezó a codiciarla. Peabody escribió a Sardou proponiéndole unas condiciones para que Maryna adquiriese los derechos de su obra en América. Antes de que ella pudiera considerar seriamente si iba a portarse de un modo tan abominable con Maurice, Sardou telegrafió su cortés rechazo. ¿Pudo haber sospechado que Maurice se proponía demandarle por plagio? Lo más probable era que la Bernhardt hubiese impuesto su veto. Jamás aceptaría que el papel, entre todos los escritos para ella, que había tenido más éxito pasara a manos de Marina Zalenska.
Desconocedor de la traición que había proyectado Maryna, y desestimada su demanda, el infortunado autor de Nadjezda sugirió plagiar de nuevo su propia obra y convertir la Tosca de Sardou en una historia de la Guerra Civil. Lydia, no, Annabelle, la bella esposa de un espía de la Unión que ha sido sentenciado a muerte por un tribunal militar en Georgia, ruega a un general confederado que salve la vida a su marido. El lascivo general Donnard, que había sido su pretendiente, le hace una oferta despreciable, la cual, sin embargo, no tiene intención de mantener. En el invernadero de la mansión neoclásica de Donnard, George, el jovial mayordomo, ha encendido los relucientes candelabros de plata sobre la mesa dispuesta para una cena a altas horas de la noche, con ostras y champaña, mientras el señor de George aguarda la llegada de la encantadora suplicante que ingenuamente imagina…
¡Ni hablar, Maurice! Ni hablar. Fue Bogdan quien vetó esa idea, y Maryna volvió a interpretar las obras cuyo triunfo ya era seguro.
—Escucha esto, Bogdan. «La actriz más grande de la escena americana es polaca. Realmente, Madame Zalenska no tiene ninguna rival viva, excepto Sarah Bernhardt, a quien», ¡escucha!, «a quien, a mi modo de ver, en general supera».
—¿Quién ha escrito eso? No será William Winter…
—En absoluto —Maryna se echó a reír y entonces imitó la voz chillona de Winter—. «Los americanos deben permanecer unidos en su férrea determinación de impedir un uso inmoral del teatro que se realiza so capa de un propósito serio. Me refiero a la moda de presentar repugnantes “obras problemáticas”». ¡Cómo detestaba nuestro empeño en presentar una obra de Ibsen! ¿Recuerdas?
—¿Esa mujer que nunca deja de adorarte, Jeannette Gilder?
—¡Ni siquiera ella! Un crítico de Theatre a quien no he visto jamás.
—Entonces lo has conseguido, Maryna. Has ganado.
—Ahora sólo falta que me crea lo que leo.
Al año siguiente haría una gira nacional con Edwin Booth: sería la Ofelia de su Hamlet, la Desdémona de su Otelo, la Porcia de su Shylock, y en Richelieu, un drama de Bulwer-Lytton con el que Booth había tenido un éxito sólo superado por su Hamlet, interpretaría a Julie de Mortemar, la indefensa pupila del cardenal. ¡Otra víctima femenina!
—Pobre Maryna —dijo Bogdan—. La tensión que semejante vida causa a su credulidad. Críticos obsequiosos, que quizá no se atrevan a hacer otra cosa más que alabarla. Un marido insincero, que quizá no se atreva a decirle la verdad, pero que sin embargo ha tratado de hacer saber, sin decirlo… lo que dicho sin ambages sería demasiado rudo.
—Si quieres dejarme, deberías hacerlo —replicó Maryna—. Ahora soy lo bastante fuerte.
—¿Hago la maleta, me quito la alianza de boda y te la tiendo bruscamente, abro la puerta, cierro de un portazo y salgo a la noche nevada?
—Ésa no es la única clase de vida que podrías llevar.
—Lo mismo podría decirse de mucha gente —dijo Bogdan.
—Pero, Bogdan, ahora te lo estoy diciendo a ti.
—Crees que soy un cobarde.
—No, creo que me amas. Con un amor de marido… amistad… pero, como ambos sabemos, hay otras clases de amor —tendió una mano mientras terminaba de recogerse el cabello en la parte posterior de la cabeza. Él le pasó la caja de bastoncitos de maquillaje—. Espero que me creas si te digo que siempre deseo que encuentres lo que necesitas.
—No lo haré.
—¿No?
—Estoy demasiado formado, soy de una pieza, estoy acabado. Tú eres mi América. Todavía tú. Cuando estaba… allí… no puedes imaginarte cuánto te echaba de menos.
—Y no puedes imaginar, querido Bogdan, porque yo misma no lo he comprendido, cuánto te quiero. ¿Te gustaría que intentara de nuevo abandonar el escenario?
—¡Maryna!
—Lo haría por ti.
—Maryna, cariño, te prohíbo que pienses siquiera en la posibilidad de hacer semejante sacrificio por mí.
—No sé si sería un sacrificio tan grande —se estaba embadurnando la frente y las mejillas con una fina capa de mantequilla de cacao—. Como dices, he ganado… aunque esa palabra no me gusta. Sólo me queda seguir adelante, repetirme, procurando no volverme vulgar ni rancia. ¿En qué clase de monstruo me habré convertido cuando haya hecho veinte giras nacionales? ¿Treinta? ¿Cuarenta? —soltó una risa juvenil—. ¿Cuándo incluso yo me haya resignado a interpretar el papel del aya de Julieta? ¡No, jamás podré resignarme a ser el aya! Preferiría interpretar a una de las brujas de Macbeth.
—¡Maryna!
—Me encanta escandalizarte, Bogdan —le dijo ella en el más gangoso de los tonos—. Macbeth. Lo diré de nuevo. Macbeth. ¿Crees que nos fulminará un rayo?
—Siempre puedes encantarme, Maryna. Me encantas hasta desquiciarme. Subí de veras en el aero con Juan María y José. He seguido volando con ellos.
—Así lo creía. Qué valiente eres.
Ella se levantó y le tocó la cara.
—Qué amable eres —dijo Bogdan—. Creí que desaparecería dentro de mí mismo. Tal vez confiaba en que el aparato se desplomaría y estrellaría contra el suelo.
—Pero no ocurrió, mi querido Bogdan —le besó en los labios, y él la abrazó—. Y ya ves, ningún rayo. Aunque habría sido delicioso morir juntos ahora. El estrépito, el fuego, las cenizas.
—¡Maryna!
—Y ahora, puesto que has logrado hacerme llorar, debes abandonar mi pequeño reino, ¿Cómo voy a ponerme el maquillaje si estoy bajo una llovizna de reconciliaciones? Vete, amor mío. ¡Vete! —su sonrisa era radiante—. Y asegúrate —entreabrió la boca y contempló el techo, al notar la punzada del recuerdo—, asegúrate de correr el pestillo para que no entre ningún intruso inoportuno.
Maryna tomó asiento y se contempló en el espejo. Sin duda lloraba porque era tan feliz, a menos que una vida feliz sea imposible, y lo máximo que puede conseguir un ser humano sea alcanzar una vida heroica. La felicidad se presenta en muchas formas, haber vivido por el arte es un privilegio, una bendición, y las mujeres tienen talento para renunciar a la satisfacción sexual. Oyó el ruido de la puerta del camerino al cerrarse. Prestó atención, hasta que oyó el sonido del pestillo.