Nueve

—Verá usted, querida Marina… Confío en que no se preocupará del «Madame Marina» y el «señor Booth» ahora que estamos a solas y yo exhausto, saciado de aplausos y tan bebido como necesito estarlo… Debo decirle que no he aprobado su gesto de esta noche, cuando ha ido al frente del escenario y me ha tocado. No tengo nada que objetar a que me mire continuamente, haciendo caso omiso de los demás presentes en la sala de justicia. Ambos estamos de acuerdo en que el discurso se dirige a Shylock. La clemencia tiene esta cualidad, que no se fuerza, sino que cae del cielo como la suave lluvia. No, eso no es cierto, pero no es de lo que se trata, lo que quiero decir es, es… Porcia intenta convencer a Shylock, y así conmoverle. Él no se conmueve fácilmente. Tiene demasiados motivos de queja. El desgraciado individuo puede conmover a Porcia, pero ella nunca debería tocar a Shylock, aunque sólo le toque el hombro. Ni el hombro ni ninguna otra parte. ¡No hay que tocarle! Shylock sufre. [Mira fijamente el vaso que tiene en la mano]. Y el sufrimiento le vuelve a uno muy… irritable. [Alza la vista]. Supongo que usted quiso mostrar que Porcia es muy femenina bajo su toga roja de abogada, muy femenina, y por lo tanto sabe, sin necesidad de que se lo digan, que el ogro tiene sentidos, afectos, pasiones, heridas. Pero ese gesto es neciamente sentimental. [Sacude la cabeza]. Tiene usted un sentimentalismo monstruoso, señora, ¿nunca se lo habían dicho? Por mi parte prefiero los gestos amplios y airados. Lo cual no significa que no la toque a usted antes de que termine la velada, si bebo un poco más. No me diga que está casada o que ya no es joven o algo por el estilo. Tiene trece años menos que yo, a menos que mienta acerca de su edad, como lo hace toda mujer atractiva que puede hacerlo sin temor a que no la crean, pero dejemos eso, lo de tocarnos y el resto, para más tarde, cuando se nos antoje. [Se acerca a la chimenea]. De momento sólo insistiré en que beba conmigo. ¿No opone una resistencia de gran dama? Una señal excelente. Excelente. Pero que asienta y sonría, con esa sonrisa infaliblemente seductora, y se toque el encantador cabello, no es suficiente. Quiero oír un claro: «Sí, Edwin. Sí… Edwin». ¡Bravo! Bien hecho. [Apura el licor]. ¡Y «bien hecho» a ti, Ned! [Deja el vaso vacío sobre la repisa]. De niño me llamaban Ned, pero usted no puede llamarme así, no cuando acaba de empezar a llamarme Edwin. Ned sería demasiado íntimo, ¿no le parece? Y tanto usted como yo nos arreglamos mejor con unas modestas dosis de intimidad. Somos actores. [Pone el pie derecho en el guardafuego]. ¿Desearía ser de nuevo una niña, Marina? Ah, usted tampoco. Eso es algo que tenemos en común. Aunque sospecho que usted y yo no tenemos mucho en común, aparte de ser actores. Le concedo que eso es bastante. ¿No es cierto, Marina? ¿Me escucha con una atención completa, Marina? Observo que, azorada, su mirada vaga, digamos, al busto de Shakespeare que está encima de la estantería. Siga mirándolo. Encontrará un retrato o un busto de Shakespeare en cada sala de esta casa. ¿Quiere que se lo baje? [Se dirige a la estantería]. ¿No? Creo que preferiría mucho más mirarme a mí. [Da unas palmaditas a la cabeza del busto de Shakespeare]. Actuar, Marina, es lo que usted y yo hacemos. Esta noche hemos actuado ante el público. Tolerablemente bien, podría añadir. Y, sin público, seguiremos actuando entre nosotros, ¿de acuerdo? Pero, por supuesto, seremos de una sinceridad perfecta. [Hace una reverencia teatral]. ¿A quién interpretaré? Creo, déjeme ver, creo que encarnaré a Edwin Booth. Qué idea tan sobresaliente. Parece un individuo mucho más interesante que Shylock, y tan desdichado como éste. Famoso y desdichado, meditativo, espléndidamente dotado para interpretar papeles trágicos. Sin embargo, no me considere demasiado tiránico, preferiría… esta noche… que usted no interpretara a Marina Zalenska. [Saca una botella de whisky de un armario]. ¿Podría considerar la posibilidad? Sólo para seguirme la corriente. Sin duda tiene usted varios otros yoes en su repertorio. Creo realmente que es muy divertido que durante los diez últimos años todo el mundo haya convenido en que la actriz más grande en el mundo de habla inglesa es una polaca. Una polaca con acento. Sí, Marina. Ya nadie menciona su acento, eso forma parte de su magia, pero lo cierto es que resulta la mar de evidente. Ah, por el amor de Dios, no haga ese mohín, mujer. No negaré que, con acento y todo, su dicción es mejor que la de la mayoría que tiene el inglés como lengua materna. ¿Otro vaso? Estupendo. Siento curiosidad por ver si le hará efecto. [La rodea]. Es usted encantadora, Marina Zalenska. O bien soy del todo sincero o bien sólo quiero halagarla. ¿Qué le parece? O ninguna de las dos cosas. Tal vez soy un loro. [Grazna como un loro]. No se alarme. Mi padre lo hacía a veces, entre bastidores. Sonreía tontamente, chillaba y graznaba. Poco antes de salir a escena y volverse al instante noble, elocuente y melodioso. ¿Qué le estaba diciendo? Ah, sí, ellos decían: «Es la persona más encantadora que jamás he conocido». ¿No le preocupa eso jamás, Marina? ¿No se pregunta nunca qué debe de haberse hecho a sí misma, en nombre de Dios, para que la encuentren tan encantadora? [Le besa la mano]. Probablemente sepa que no tuve éxito con la interpretación de Romeo y pronto lo eliminé de mi repertorio. En cuanto a Benedick… ¡jamás fui un buen Benedick! Jamás podía ser lo bastante ligero. Hay algo en mí que me mantiene apegado a la tierra, y nunca podré superarlo y emprender el vuelo. Ah, bueno. Debemos hacer lo que mejor hacemos. ¿No está de acuerdo? Lo que más me gusta es encarnar a personajes malvados. Es una lástima que no figure Ricardo III en la gira. [Se contorsiona, se vuelve deforme]. Ése fue el primero de los grandes papeles de mi padre. Y usted ha sido Lady Anne, aunque todavía no conmigo, ¡ay!, la dama que no puede resistirse a Ricardito el Giboso cuando hace el papel de amante. [Se endereza]. Dígame, ¿es usted tanto más joven que yo? ¡No se ruborice, mujer! ¿Cree que aquí estamos en el escenario? ¿Y bien? Su secreto estará a salvo conmigo. Veo que titubea. Veo que quiere complacerme. Eso había pensado. Bueno, veo que aún tiene siete años menos que yo, y con muy buen aspecto, algo esencial para una mujer. ¿Soy demasiado sardónico? ¿Tiene necesidad de algún bálsamo? Todos los actores necesitan que los halaguen. ¿Quién sabría esto mejor que Edwin Booth? Veamos, ¿qué podría decirle para complacerla que también sea cierto? Ah, sí. [La señala con un dedo]. Camina bien. Esta noche me ha gustado su manera de andar. No olvida que la obra está ambientada en Venecia. Porcia camina como si pisara mármol. No lo olvidaré, lo cual significa que lo robaré. A partir de ahora, Shylock también caminará sobre mármol. [Se desplaza por la sala. Su manera de andar se vuelve afectada. Se detiene. Ríe]. Como ve, aún estoy trabajando el papel al cabo de tantos años. Cuando mi padre tenía que interpretar el papel de Shylock, iba por ahí mascullando en hebreo. O algo que sonaba como el hebreo. Cierta vez, cuando interpretaba a Shylock en Atlanta, entró en el mejor restaurante de esa ciudad, pidió jamón y verdura y cuando el camarero se lo sirvió, arrojó el plato al suelo, gritó: «¡Impuro! ¡Puaf! ¡Impuro! ¡Puaf!» y salió enfurecido del local. Por mi parte, como soy la encarnación de la racionalidad, no pienso en Shylock ni un solo instante cuando no estoy en el escenario con la túnica marrón oscuro de judío y el fláccido sombrero amarillo leonado, sosteniendo con la mano derecha el nudoso bastón. [Le tiende la mano]. Tampoco pienso como Otelo, excepto cuando me he embadurnado de hollín para convertirme en el Moro. Ni siquiera como Ricardo III, por más que me guste el papel. Y lo mismo digo con respecto a Richelieu. Hamlet… quizá. Podríamos decir que tengo una debilidad por Hamlet. No porque todo el mundo crea que me parezco a Hamlet. ¿Yo me parezco a Hamlet? Como diría mi padre, ¡puaf! De todos modos, Hamlet me recuerda algo que hay en mí. Quizá sea que Hamlet es actor. Sí, Marina, en eso se resume todo. Está actuando. Parece ser una cosa, ¿y qué hay por debajo de esa apariencia? Nada. Nada. Nada. El traje negro como la tinta que lleva en la corte, en la segunda escena. Ese tenaz y aparatoso duelo por su padre. A todo el mundo se le muere el padre, como le recuerda Gertrudis, y tiene razón. ¿Por qué te parece tan particular? Y Hamlet grita, está gritando, ¿sabe?, ¿Parece, señora? No, lo es; no sé lo que es «parece». Pero sabe lo que es «parece». No sabe nada más. Ése es su problema. Hamlet daría cualquier cosa, lo que fuese, por no ser actor, pero está condenado a serlo. ¡Condenado a ser actor! Espera a abrirse paso por entre la apariencia y la actuación, y sólo ser, pero al otro lado de la apariencia no hay nada, Marina, salvo la muerte. Salvo la Muerte. [Mira a su alrededor en la sala]. Estoy buscando mi calavera de Yorick. ¿Es posible que se me haya extraviado? ¡Yorick! Quiero decir, ¡Philo! ¿Dónde estás? ¿Qué has hecho con esa calavera? [Abre el escritorio de tapa rodadera. Arroja unos papeles al suelo]. ¡Un accesorio, un accesorio! ¡Mi reino por un accesorio! Mi última frase habría sido mucho más resonante si pudiera haber blandido una calavera. Salvo la muerte. Salvo la Muerte. ¿Ha oído la M mayúscula en la segunda «muerte»? De tales detalles están hechas las grandes interpretaciones. Pero estoy seguro de que la ha oído, Marina. ¿Qué mejor público que usted podría tener un trágico abrumado? [Le tiende la mano]. Mi princesita. Mi reina polaca. Ha consentido amablemente en hacer compañía a Ned mientras éste se da a la bebida. Sabe que es del todo inofensivo, dado que está tan borracho, de modo que su virtud está a salvo. Aunque sea una respetable mujer casada, no tan joven, etcétera. Pero tenga cuidado con el viejo Ned. Es un tipo astuto. [Hace una pirueta]. Puede que sólo finja estar bebido. Tal vez sólo esté trastornado y, en consecuencia, sea un poquito, nada más que un poquito, peligroso. Como Hamlet, también él es astuto. Finge que no está actuando y da lecciones de actuación a los demás. Di tu parlamento, por favor, como te lo he recitado, como brincando en la lengua. ¿No cree que sus instrucciones a los actores son bastante evidentes? Mucho. Acomoda la acción a la palabra, la palabra a la acción. ¡Vamos, si es tan banal como Polonio! ¿Dónde está el fuego? ¿Dónde está la temeridad? Tal vez debería interpretar a Hamlet de puntillas, toda la obra de principio a fin, como mi padre interpretó cierta vez a Lear en Buffalo. O susurrando, como interpretó en una ocasión a Yago en Filadelfia. Claro que mi padre estaba loco o borracho o ambas cosas. No es fácil decidirse por una de ellas. Como yo, ¿es eso lo que está pensando, Marina? ¿No lo es? Ah. Creía que iba a ser sincera con su viejo amigo Ned. [Se sienta junto a ella en el diván]. ¿Pero está Hamlet loco? Ha corrido mucha tinta sobre ese particular. Yo diría que Hamlet debe ser considerado loco porque sólo un loco pensaría en disfrazarse de loco, cuando hay tantos otros disfraces entre los que elegir. Pero tal vez no, tal vez no haya tantos disfraces entre los que elegir. Supongamos que el de loco es el único disponible, qué le parece, Marina, en cuyo caso la elección de Hamlet tiene perfecto sentido. Un excelente, racional, encantador… príncipe de Dinamarca, siempre lo digo. Una pizca desdichado, es cierto. En realidad, muy desdichado. Pero si ser desdichado equivaliera a estar loco, entonces todos estaríamos locos. [Se quita los zapatos y se restriega los pies]. ¿La estoy aburriendo? Espero que no, porque ahora llego a su papel. [Se pone en pie de un salto]. Pero Ofelia sí que enloquece, por lo que no es interesante. Delira acerca de las flores. Hamlet no se portó bien con ella. Pobre chica. Hamlet hundió su hoja en el vientre del padre de Ofelia. Bueno, su madre le estaba poniendo nervioso. Y él creyó que había una rata detrás de la cortina. [Toma el atizador de la chimenea y lo blande como una espada]. Y entonces se arrojó al agua. ¿Comprende lo que es la locura, Marina? No lo creo. Apostaría a que es muy experta en tener a raya sus pesares. No del todo, claro. ¿Me equivoco? Un poquito, sólo un poquito de sufrimiento. Ah, ustedes los europeos. Ustedes inventaron la tragedia, por lo que creen que tienen su monopolio. Y nosotros, los americanos, todos somos optimistas ingenuos. Muy bien. En este mismo momento noto un acceso de optimismo ingenuo. ¡Qué placentero! Ahhhhhh… ¿Otro whisky, Marina? ¿Sabe? La única vez que le he visto hacer que Ofelia parezca loca de veras fue la semana pasada en Providencia, cuando, algo fuera de lo corriente en usted, estaba distraída, puede que por mi culpa, pues estaba a su lado entre bastidores, haciendo rechinar los dientes, y usted salió a escena en el cuarto acto con las manos vacías y, sin la menor turbación, procedió a distribuir su ramo a Gertrudis, Claudio y Laertes. Unas flores invisibles. Mi padre lo habría apreciado. [Se sirve un vaso]. ¿Le he dicho que mi padre graznaba como un loro? Recuerdo un Hamlet en Natchez, cuando, durante la escena de la locura de Ofelia, una voz fuera del escenario empezó a cacarear como un gallo y, ciertamente, era mi padre, encaramado en lo alto de una alta escala en los bastidores. [Cacarea]. De esta manera. Así pues, querida Ofelia, mire a su alrededor cuando enloquezca. Puede ser contagioso. Mi madre se preocupaba mucho cuando mi padre viajaba, y a los catorce años me hizo ir con él para que le hiciera de guardarropa y acompañante. ¡No para que aprendiera a actuar, nada de eso! Johnny tenía que ser el actor, el heredero. Mi padre decía que yo debería ser ebanista, y por eso fue para mí una gran señal cuando me invitó a comer Shakespeare con él una noche, en Waterbury. Pensé que era amargo. A él le parecía delicioso. Unas páginas de Lear. Mientras que Hamlet, estábamos hablando de Hamlet, era un príncipe que esperaba, y esperaba correctamente, ser su heredero. [Vuelve a la chimenea]. ¿No cree usted que el loco es el padre de Hamlet? Me parece que hay que estar completamente loco para convertirse en fantasma y volver para aparecerse a su hijo. Pero por lo menos Hamlet no tenía un hermano que pudiera volver y aparecérsele. ¿Sabe? Después de que Johnny pegara el tiro, saltó desde el palco presidencial al escenario y gritó su réplica. Sic semper, ya sabe. Y se rompió la pierna. [Se acerca cojeando a la mesa]. Estoy a punto de tomar otro trago, Marina. ¿Sí? Una señal de que se acercaba el paroxismo del apetito de mi padre por el licor era su empleo de cierto gesto, así [hiende el aire con la mano derecha por encima de la cabeza], y si yo trataba de impedirle que bebiera, lo cual formaba parte de mi trabajo, hacía ese gesto ominoso y gritaba: «¡Váyase, joven, váyase! Por Dios, señor. Le haré embarcar en un buque de guerra, señor». Pura necedad, como puede ver. No podía hacerse nada por detenerle. Sólo desvestirle y limpiarle el vómito. [Alza el vaso]. Por ti, viejo topo. Era un gran actor. Debe usted creerme, Marina. Grande de veras. Asombró a Londres en su papel de Ricardo III cuando tenía veintiún años, y fue saludado como el rival y sucesor de Kean. Y pocos años después hizo su debut en Nueva York con el mismo papel. Mi padre como el malvado jorobado formó parte de mi vida desde la primera infancia. Salía al escenario por la izquierda, en medio de una tormenta de atronadores aplausos. Lo primero que uno veía era su pie alzado que salía de los bastidores, seguido por el resto del cuerpo, la cabeza gacha. Cruzaba lentamente el escenario hasta las candilejas, tocando distraídamente con el pie la espada que mantenía separada del cuerpo sujetándola por el tahalí. Han pasado cuarenta años y todavía oigo el sonido de la espada y percibo el extraño silencio de tres mil personas esperando a que él abra la boca. Ha llegado el invierno de nuestro descontento… Supongo que el estilo interpretativo de mi padre era ampuloso y afectado. Desde luego, hoy se le consideraría así, según nuestros criterios. Nadie le llamaba introspectivo e intelectual, como me lo llaman a mí. [Se ríe]. Obedecía a sus terrores. Reconocía al diablo que había en su interior. Mi padre había jurado no comer jamás carne, «carne muerta» la llamaba, y cierta vez que rompió esa regla, hizo penitencia llenándose los zapatos de guisantes secos, y luego les puso unas suelas de plomo y emprendió con ellos el pesado camino a pie entre Baltimore y Washington. Creía ser malo. Sabía, a intervalos lo sabía, que estaba loco. «¡No sé leer! ¡Soy un huerfanito! ¡No sé leer! ¡Llevadme al manicomio!», gritó cierta vez en medio de una representación de Lear en el Wieting de Syracuse. Se lo llevaron del escenario a empujones, entre la rechifla del público. Pero esa clase de arranques en el escenario eran infrecuentes. Oh, ¿qué ven mis ojos? ¡Todavía estoy descalzo! [Vuelve a calzarse]. Cotorreo sobre mi padre porque me duele mucho hablar de mi hermano. Cuando hablo de Johnny me echo a llorar. [Alza la mano con gesto imperativo]. Todavía no. Espere. «Matar a un rey, ésa es la gran hazaña», declamaba Johnny. «Ya veréis, pronto el apellido Booth será conocido en todas partes». Creía que era una pose de Johnny. ¿Cómo se puede tomar en serio a un actor? Es todo melodrama, vanidad, jactancia. Un actor siempre trata de hacerse interesante. Primero ha de ser interesante para sí mismo. Luego para el prójimo. ¿Se considera usted interesante, Marina? [Desvía la vista del vaso]. Amenazas, augurios… y sólo oímos lo que queremos oír. ¿Le hizo caso la esposa de Lincoln cuando el Gran Emancipador le contó el sueño que había tenido, en el que iba a la deriva, solo, por un río oscuro? No, se fueron al teatro. [Se ríe]. A Johnny ya se le admiraba mucho. Quién sabe si no habría tenido más éxito que yo, incluso que mi padre, si no hubiera… si hubiese vivido. Era maravilloso en los papeles románticos. Romeo, todos ellos. Los malvados no eran para él, Ricardo III, Yago y el señor escocés, o los grandes ilusos, como Hamlet y Otelo. Recibía cada semana centenares de cartas de mujeres y muchachas enamoradas, por no mencionar las misivas de las mujeres lo bastante afortunadas para que él les concediera sus favores. [Empieza a llorar]. Johnny quería ser amado. [Se saca un pañuelo bordado]. Si lloro ahora, ¿pensará usted que éstas son lágrimas de actor? Lo son, usted lo sabe. ¿No tiene ojos el actor? ¿No sangre si le pincha? Yo estaba actuando en el Teatro Boston cuando sucedió. Primero se creyó que era una conspiración de la familia, y detuvieron a Junius, mi hermano mayor, pero no tardaron en dejarle libre. A mí no me detuvieron, pero la policía vigilaba mis movimientos. Todos los Booth recibieron amenazas de muerte. [Se mira las manos]. Johnny y yo nos peleábamos como demonios sobre política, porque yo estaba a favor de la Unión y la abolición de la esclavitud. Había votado dos veces a Lincoln. Johnny creía haber matado a un tirano. Esperaba que le aclamaran como a un héroe. Su muerte fue atrozmente dolorosa. Y los Booth siempre serán su familia. ¿Qué es un actor comparado con un regida, no, el asesino de un santo? ¿Por qué no me lincharon? Yo estaba dispuesto. Cuando, muchos años después, alguien intentó asesinarme (y no fue alguien que odiaba el teatro, sino un amante del teatro, un lunático fascinado por el teatro, dijeron los periódicos) ya no estaba dispuesto. Histriomanía, creo que se llama esa clase de locura. Conoce usted la historia, ¿verdad? ¿No? [Vuelve a sentarse]. Sucedió en Chicago, en el McVicker, durante la representación de El rey Ricardo II. Un tal Mark Gray y su pistola estaban en la segunda galería. Yo estaba en el escenario, en una mazmorra del castillo de Pomfret, recitando el último soliloquio del joven rey.

Estoy ideando cómo podría comparar

esta prisión donde vivo con el mundo;

pero, como el mundo es populoso

y yo soy la única criatura en la prisión,

no puedo hacerlo.

Me disparó dos veces, y sobreviví porque había cambiado mi gesto habitual. Al decir no puedo hacerlo siempre me cubría un momento la cara con las manos, pero esa vez, obedeciendo a un impulso, me levanté. [Se levanta]. ¿Y qué sucedió después de que el pobre tipo fallara el disparo? Oh, aquélla fue una buena representación. El gran trágico —es decir, yo, Marina, su humilde servidor— avanzó con calma hacia las candilejas y, señalando al loco, pidió que lo prendieran pero que no le hicieran daño, salió un momento del escenario para tranquilizar a su esposa, quien, hallándose como de costumbre entre bastidores, se había puesto histérica, regresó y, serenamente, finalizó su actuación. [Se ríe]. Mi sang froid fue objeto de gran admiración. ¿Quién podía saber que el corazón me saltaba en el pecho como un león? ¿Y que siguió golpeándome en el pecho hasta que hubo pasado otro día con su noche? Había sido muy valiente, o lo había parecido. Pero incluso en ese aspecto el tiro me salió por la culata, porque varios periódicos afirmaron que había amañado aquel atentado contra mi vida a fin de tener más publicidad para mi semana de actuaciones. Un truco publicitario. ¡Santo Dios! Pero una sociedad en la que todo está a la venta y cada ocasión digna se barnumiza tiene que terminar convirtiendo en cínico a todo el mundo. Supongo que la única manera de convencer al público de que no había contratado a un lunático para que disparase contra mí habría sido que me hiriese de gravedad, o mejor todavía que me hubiese matado. Así podrían hablar alegremente de la trágica maldición de la familia Booth y todo lo demás. [Se sirve otro trago]. Más tarde hice que extrajeran del decorado donde se había incrustado una de las balas, que me pasó casi rozando la cabeza, y la montaran en un cartucho de oro con la inscripción «Para Edwin Booth, de Mark Gray», y la llevo como un amuleto pendiente de la cadena del reloj. ¿Quiere ver la siniestra reliquia? [Se saca el reloj de bolsillo]. Diablos, se ha hecho tarde. No es que esté cansado. Su presencia, Marina, me ha… reanimado por completo. ¿Me vio por primera vez, cuándo ha dicho, en el California, hace trece años? Entonces era mucho mejor. Mucho mejor. Le gusta admirar, ¿no es cierto? A mí también. Bebamos por Henry Irving. No, está equivocada. Es un actor muy bueno. Es posible incluso que su Hamlet sea mejor que el mío. [Alza el vaso]. ¿No beberá por Irving? Por Dios, que leal es usted, mujer. Casi me siento conmovido. No diré que mi Hamlet carezca de mérito. La verdad es que tengo el mérito de haber introducido una bonita innovación escénica para el perturbado danés. Cuando me preparaba para interpretar a Hamlet en el Winter Garden compré una espada con piedras preciosas incrustadas en la empuñadura, me la llevé a casa y la colgué al pie de la cama. Me pasé la noche levantándome y encendiendo cerillas para verla, cambiando su posición, hasta que se me ocurrió que —¡Protegednos, ángeles y ministros de la gracia!— la espada era en realidad una cruz y, con la empuñadura alzada, se podía usar para proteger a Hamlet contra el espectro de su padre. Por supuesto, un exceso de originalidad destruirá a Shakespeare, pero un poquito, sólo un poquito de originalidad, como usted podría decir, querida Marina… he sido un príncipe de Dinamarca original y loco de veras. Cuentan que la señora de David Garrick se acercó a Kean y le dijo: «Davy hacía una cosa maravillosa en la escena del gabinete de Hamlet y usted no la hace. Volcaba una silla cuando veía al espectro». Kean lo intentó. Cuando vio al fantasma se levantó, puso el talón bajo la pata de la silla y la derribó. Pero nunca pudo hacerlo bien. Pensaba: «¿Es esto correcto?». ¡Fatal! [Vuelca una silla]. Como ve, uno no puede repetir nada. Puedo volcar una silla hasta el día del Juicio, y jamás lo haré como lo hacía Garrick. [Derriba otra silla]. ¿Le gustaría intentarlo? Tal vez una mujer podría hacer ahora el gesto. ¿Por qué Ofelia, traspasada de dolor, no podría volcar una silla? Dese prisa, Marina, si quiere robarme la idea. Ahora todo va más rápido. Es la vida moderna. Nunca me acostumbraré a ello, claro que no tengo necesidad de acostumbrarme. Ni usted tampoco. Recuerdo un director teatral de California, cuando yo era muy joven, cuya idea de hacer un ensayo consistía en gritar a la compañía: «¡Deprisa! ¡Esto no va sobre ruedas! ¡Más brío! ¡Más brío! ¡No esperéis las entradas!». Me gustaría verle ensayando Hamlet. Con Hamlet tienes que ir despacio. Oh… qué… canalla… y palurdo esclavo… soy. Fue la debilidad lo que me hizo volver al escenario. Tras la… calamidad, y dado el odio justificado hacia cualquiera que se llamase Booth, decidí abandonar el teatro para siempre. Mi retiro duró menos de seis meses. Tenía que ganarme la vida. Los amigos decían que le debía mi regreso al arte dramático. Se insinuaba de mí que era un cobarde. Y quería dar a la gente algo más en lo que pensar cuando oyeran el nombre de Booth. Volví aquí, al Winter Garden, en el papel de Hamlet. Guardé todas las pertenencias de Johnny durante cinco años. Por entonces había inaugurado mi locura, mi templo del arte dramático. Por supuesto, aquí jamás tendremos un teatro nacional, como en Francia, pero podríamos tener un teatro dirigido por un actor serio, en el que los valores artísticos primaran sobre el punto de vista comercial. Ja. Ya sabe usted cuánto duró el Teatro Booth. O bien era un idiota para los negocios o bien una empresa así no podía salir bien en América. O ambas cosas. Sí, ambas cosas. [Toma unos troncos de la canasta de la leña]. Y una noche, a altas horas, con un carpintero del teatro cuya ayuda solicité, tiré todas las ropas de Johnny, sus libros, sus recuerdos, hasta la última prenda de su guardarropa teatral (algunas de las cuales había heredado de nuestro padre) a un horno rugiente que estaba en el sótano del Teatro Booth. Allí estaban los diarios de Johnny y numerosos paquetes de cartas, las de cada uno de ellos con una caligrafía femenina distinta, y bien atados con cordeles. [Echa los troncos al fuego]. Las mujeres amaban a Johnny. La manera en que la cabeza y el cuello se alzaban por encima de sus hombros era realmente hermosa, y la palidez marfileña de su piel, la negrura de su espeso cabello, los pesados párpados de sus ojos brillantes, la plenitud de su boca… [Aviva el fuego con el atizador]. Hay algo oriental en los Booth. Mi padre se jactaba de que somos en parte judíos, pues su abuelo, John Booth, fue un orfebre judío cuyos antepasados, llamados Beth, fueron expulsados de Portugal. Eso me gusta, incluso podría ser cierto. [Se vuelve para mirar a Marina]. Mi padre era demasiado bajo, como yo. Era patizambo. Ese cuadro de ahí es su retrato. No, no alce los ojos para mirarlo. [Lo descuelga de la pared y lo lleva al lugar donde Maryna está sentada]. Los labios de mi padre formaban una línea recta, no la curva que se ve aquí. Decían que su bella nariz aquilina era la mejor de sus facciones, pero cuando yo tenía diez años y aún estaba en casa, en la granja cerca de Baltimore, con mi madre y mis hermanos, mi padre se peleó con el encargado de un establo de Charleston, donde actuaba. [Cuelga de nuevo el cuadro. Vuelve a la chimenea. Se apoya en la repisa]. Como ve, el otro le rompió a mi padre el puente de la nariz. William Winter sitúa la deformidad por debajo, hacia la punta, pero ya sabe usted lo precisos que son los críticos. Cri-cri, los llamaba mi hermana Edwina cuando era pequeña, remedando a los grillos. «No te preocupes por los cri-cri, papá». No son mejores que el público. Halagar al público, despreciar al público. No. Hay que odiar al público. Supongo que debería estar agradecido por la manera en que acogieron mi regreso en… 1865. Pues no lo estoy. Pueden lamerte la cara, lloran y babean… Apuesto a que East Lynne ha hecho correr más lágrimas que la Guerra Civil… y entonces te decapitan. [Escupe en el fuego]. ¿Sienten lo que parecen estar sintiendo? En ese caso son idiotas de veras. Tanta más razón para que el actor no se preocupe por su sinceridad. Confío en estar inspirado de vez en cuando, pero desde luego no «sentir» mi papel. ¡Qué idea! Sea como fuere, uno no puede repetir interminablemente sus propias alturas de inspiración sin experimentar el impulso de los gestos destructivos. Cierta vez, logré orinar mientras estaba en pie en la tumba de Ofelia sin que nadie lo viera excepto mi atónito Laertes. En otra ocasión, cuando yacía moribundo en brazos de Horacio, cuando él me decía Buenas noches, dulce príncipe con la mejilla contra la mía en actitud de duelo, le murmuré obscenidades al oído y vi que palidecía. Pero eso es lo que hago con los hombres. Con las mujeres soy muy caballeroso y protector. [Se sienta ante Maryna y saca un cigarro del humidificador que está sobre la mesita al lado de su silla]. ¿Quiere probar uno? ¿Está segura? ¿Cuántos ha fumado en su vida? [Enciende el cigarro]. No más de uno, ¿eh? Pero ésa no es base suficiente para tener una opinión. A todo hay que acostumbrarse, a los placeres tanto como a los pesares. [Deja caer el cigarro sobre la alfombra]. No, no, no se preocupe. [Se pone en pie de un salto]. No pretendo incendiar la casa. [Arroja el cigarro a la chimenea]. Me siento un poco mareado. Sí, me sentaré. [Toma asiento a su lado]. ¿No teme usted al viejo Ned? Es inofensivo, como puede ver. El querido, viejo y borracho Ned. [Le toma la mano]. No hay peligro de que nuestro tête-à-tête a altas horas de la noche pueda convertirse en un corps-à-corps. Ah, la he hecho sonreír. ¿Es por mi absurdo francés? Estoy tratando de impresionarla. Ustedes, los europeos, nacen hablando francés, ¿no es cierto? Pero, claro, nosotros tenemos a Shakespeare. Shakespeare nos hace virtuosos. Su rey Enrique VIII dice: «Hablar bien es una clase de buena acción». Shakespeare casi podría hacerme virtuoso. Qué vulgar sería yo sin él. Casi puedo ascender a un plano mejor con sus palabras. Pero entonces pienso que esta manera de verme a mí mismo en Shakespeare ha arruinado al Bardo. Lo he envenenado. He matado a Shakespeare. Y acto seguido me digo: No, maníaco, ¿qué estás diciendo? [Se da una palmada en la frente]. No eres tú, sino Shakespeare. Él es demasiado bueno para nosotros. ¿Qué puede significar ahora para nosotros, en América, el paraíso de las palabras? ¿De qué le sirve a una democracia lo hermoso y lo noble en el arte? De nada, nada en absoluto. Lo que importa es que he tenido un enorme éxito. He conseguido montones de dinero, y lo he invertido con la mayor rapidez posible en diversas empresas alocadas, como mi teatro. He estado hundido hasta las cejas en las arenas movedizas del favor popular y he gastado mi vida en sueños. Ahora, Marina, tiene usted un panorama de mi mente. [Se levanta]. Soy mejor. No, puedo mantenerme en pie. Tengo una hija adulta, Marina. Usted tiene un hijo en la universidad. Confío en que no quiera convertirse en actor. No permita que florezca el árbol del talento. Tálelo, mujer. Tálelo. [Empieza a tambalearse]. No, estoy bien. No piensa regresar a Polonia, ¿verdad? Uno no debe volver jamás. Jamás. No, no… sólo necesito apoyarme en algo. [Se acerca a la repisa]. ¡He aquí un buen tema! ¿Puede ser una mujer una gran actriz? Y Ned opina: no puede serlo mientras desee ser un dechado de feminidad. Hay algo suave, apaciguador en usted, Marina. Tal vez lo tengan todas las grandes actrices, con la posible excepción de la Bernhardt, no ponga esa cara, mujer, salvo que sus esfuerzos por parecer suave parecen trivialmente teatrales. ¡Leones domésticos, por el amor de Dios! Dormir en un ataúd forrado de satén. Aunque no creo que haga semejante cosa. Pero ella dice que lo hace. No, un gran actor es turbulento, no suele ser afable, está muy… enojado. ¿Dónde está su vena colérica, Marina? [Toma el atizador y lo sostiene en actitud amenazante]. No hay nada peligroso en usted, Marina. No ha aceptado su catástrofe, ha jugado con ella, ha regateado con ella, ha vendido su alma a fin de poder pensar de vez en cuando que es feliz. Sí, ha vendido su alma, Marina. Qué perceptivo eres, Edwin. [Agita el atizador]. Por supuesto, no es en eso en lo que está pensando. Cree que la ataco. Y es cierto. Ése es el derecho de alguien que ha aceptado su catástrofe. [Deja el atizador en su sitio]. Ah, Marina, debería enseñarle a maldecir. Eso podría imprimir carácter a esas facciones serenas. [Empieza a pasear de un lado a otro]. No tema tanto el fracaso, Marina. Le hace bien al alma. Señor, qué profesión tan corrupta la nuestra. Creemos sustentar lo bello y lo cierto, y nos limitamos a propagar la vanidad y las mentiras. Ah, ahora le parece que mi postura es terriblemente americana. Pues bien, soy americano, como lo es usted ahora, oh, abdicada reina polaca, y si no tiene cuidado, las realidades de la vieja Nueva Inglaterra también se le impondrán. Ni siquiera observará que se le ha torcido el juicio, y se volverá melancólica y reprobadora. Sin embargo, le gusta California, lo cual es una buena señal en una europea, por lo que tal vez se libre de lo que acabo de pronosticarle. Dudo de que alguna vez acepte la invitación a visitarla en su rancho. Ya no tengo el temperamento necesario para ir a California. He de estar encerrado, contenido, urbanizado. Hábleme del marido que tiene allí. Cuando vino durante la semana que estuvimos en Missouri, su relación fue encantadora. [Toma una pequeña fotografía que está encima de la mesa]. Aquí hay otra foto. La madre de Edwina, Mary. Mi primera esposa era un ángel. Ya sabe usted lo que es un ángel: una mujer que sólo piensa en su marido. Mi segunda mujer enloqueció. En los últimos años de su desdichada vida estaba segura de que yo tenía otra esposa en alguna parte, con la que era feliz de veras. ¡Ojalá la hubiera tenido! Mi padre tuvo dos mujeres. Aquella a la que abandonó en Inglaterra y nuestra madre. [Deja la fotografía]. ¿Le gustan los finales felices, Marina? Yo estoy totalmente en contra. Sí, en efecto. Probablemente le guste la manera en que El rey Lear estuvo mutilado durante cien años en Inglaterra y América, con el Loco prohibido, un romance entre Edgar y Cordelia y ésta y Lear libres de seguir viviendo. Una de las pocas cosas de las que estoy orgulloso es que puse fin a esa situación. No me gustan los finales felices, en absoluto, pero sólo porque no existen. [Se sienta. Toma la mano de Maryna]. El último acto tiene que ser un desengaño, ¿no le parece? Como sucede en la vida. Envejecer es un desengaño. Morir, si uno tiene suerte, es un desengaño. ¿Quién culpará a una obra porque no finaliza con el tono más alto? Hamlet no puede terminar con las palabras que pronuncia Hamlet al morir, ¿no cree usted, Marina? Tiene que llegar Fortinbrás y separar al público del lamentable sino de Hamlet. Entonces podemos llorarle, si queremos. O no. [Vuelve a levantarse]. Es tarde, ¿le parece esto un desengaño? Es casi medianoche. ¿Qué temo? ¿A mí mismo? No hay nadie más que yo, como dice el rey Ricardito cuando los espectros le persiguen en el campo de Bosworth. No deseo que se marche, Marina. ¡Hemos oído las campanadas a medianoche, maese Shallow!… Pero un americano jamás las ha oído. En Polonia debe de haber oído las campanadas a medianoche, Marina. En América no hay tales campanadas. ¡Me gustaría pasar un día, un solo día, sin pensar en una frase de Shakespeare! Es hora del último trago, el del desengaño. [Se sirve más whisky]. No es cierto que siempre estén pasando por mi mente frases de Shakespeare. Transcurren días enteros en los que, cuando no hablo y recito, no pienso en nada. Bebo, duermo, paseo, parezco malhumorado. Déme la mano, Marina. No, tengo una idea mejor. Cierre los ojos, Marina. No tema. ¡Y presto, abracadabra y todos los demás gritos de prestidigitador! Abra los ojos. ¡Aquí está la calavera! [La muestra]. Mi calavera de Yorick. No es el cráneo de un desgraciado corriente, Marina, excavado en una fosa común y vendido a un teatro. Es la calavera de un criminal. Incluso conozco su nombre. Philo Perkins. Ahorcado por robar un caballo. Nada de misericordia que cae como la suave lluvia, etcétera para él. Pues bien, cuando el pobre tipo subió al patíbulo y le preguntaron por su última voluntad, ¿sabe cuál fue? Pues que luego, como probablemente la cabeza ya casi estaría arrancada del cuello, ¿por qué no hacían el favor de cortarla, descarnarla y limpiarla bien y enviar la calavera como un regalo, con sus cumplidos, al gran trágico Junius Brutus Booth? Sí, al cuatrero le encantaba el teatro, y admiraba en particular a mi padre, cuyas actuaciones iba a ver siempre que podía. Así que los verdugos cumplieron amablemente con su voluntad, y esta cosa grisácea fue la calavera de Yorick de mi padre durante muchos años, y luego la heredé. ¡Y la gente dice que los americanos no nos interesamos de veras por el teatro serio! Bien, bien, bien… [Deja la calavera en el centro de la alfombra y retrocede para contemplarla]. ¿Estoy sufriendo? Oigo que la gente susurra a mis espaldas. Pobre Edwin Booth. Pobre Edwin Booth. Y no quiero decepcionarlos. Así que sufro. Es mi papel. Toda una vida pareciendo malhumorado, atormentado, acosado por la aflicción. Sería el peor de los monstruos si no sufriera. Pero no me importaría ser el peor de los monstruos. La muerte de Mary. La muerte de… Johnny. Tal vez no sufrí lo más mínimo. Sólo me adelgacé mucho, como una página de un libro. Si uno puede decir que está sufriendo, en realidad no sufre, Marina. Usted es actriz. [Pone una lámpara junto a la calavera]. A veces creo que me estoy convirtiendo en mi padre, que todos esos procesos que cada vez me hacen más parecido a mi padre están adquiriendo fuerza y velocidad, y corren hacia el borde, como una cascada, y entonces me arrojarán al agua turbia y oscura y me ahogaré en mi locura. Excepto que moriré antes. Estoy seguro de ello. Aun cuando el Eterno haya fijado su regla contra el suicidio… Estoy actuando, Marina. Debe de haberse dado cuenta. El travieso Ned. Apenas dice una sola palabra en serio. No me suicidaré. Tengo demasiado miedo. Mi padre estaba solo cuando murió, completamente solo. Yo tenía ya diecinueve años. Me había dejado en San Francisco. En Nueva Orleans subió a bordo de un barco fluvial que recorría el Mississippi con destino a Cincinnati. El quinto día de la travesía, cayó al agua, así. [Cae al suelo]. No, no ayude a levantarme. He perdido la noción normal del tiempo y los acontecimientos, y vivo envuelto en una bruma. Me dicen que soy mejor de lo que he sido jamás. Eso no puede ser cierto, ¿eh, Philo? [Se incorpora con dificultad]. Pero creo que esta noche hemos sido muy buenos. Y usted ha consentido en venir al club conmigo. Puedo invitar a una dama respetable a venir a mi casa porque vivo en un club de actores. Pero es mi casa, como usted sabe, y está usted en mis aposentos privados. ¿Me permite que le toque la cara? Le tocaré la cara tanto si le gusta como si no. Veo que le gusta. Es usted tremendamente atractiva, Marina. [Hipo]. Ya le he dicho que no soy ningún Romeo. [Más hipo]. Es mucho el sufrimiento que puedes soportar, y entonces llega el momento de la comedia del deseo. O no. ¿Se ha cortejado alguna vez a una mujer de esta manera? ¿Se ha ganado alguna vez a una mujer de esta manera? A veces desearía haber tenido tiempo para aprender los nombres de las constelaciones de la misma manera que he memorizado los grandes papeles del Bardo. Cuando uno cae en la oscuridad, Marina, le resulta difícil imaginar que, una vez se haya ido, la luz seguirá existiendo. Sí, una vez comprendemos, lo comprendemos de veras, que vamos a morir, la astronomía es el único consuelo. Contemple el teatro celestial, Marina. [Abre la ventana]. Tengamos frío. Está nevando. Usted querrá regresar pronto al Clarendon. Mire las estrellas, Marina. Y los árboles, y las luces en la avenida. ¿Tiene frío? ¿Necesita a alguien que la caliente? Venga al dormitorio, Marina. Le mostraré un secreto. Tengo un retrato de Johnny enmarcado junto a mi cama. Puede acostarse conmigo. Tal vez no esté demasiado borracho para hacerle el amor. [Maryna se levanta]. Sí, apóyese en mí. No, qué diablos, yo me apoyaré en usted. Espere, espere. Tal vez se pregunte cómo sé tantas cosas de usted. Porque he actuado con usted, mujer. He visto cómo finge. No hay nada más revelador que eso. Para mí, está tan desnuda como si fuese mi mujer. Y soy su marido en el mundo del arte. Su viejo marido. Su marido decrépito, demente. Su marido rechoncho, de labios delgados, cabello lacio, loco…

—Basta, Edwin —le dijo ella—. Querido Edwin.

—Ah, la misericordia de una mujer, totalmente inmerecida. La acepto muy agradecido. La solicitud generosa, bienintencionada, incomprensiva de una mujer para que cese.

—Basta, Edwin.

—Cesaré. En realidad, ahora me gustaría comentar con usted cierto aspecto de la obra, si no le importa. Es después de que usted entre, y Porcia me dice… quiero decir que es el momento en que Shylock le dice a usted, a Porcia… quiero decir, Marina, que, a mi modo de ver, podemos mejorar ese momento. Tal vez, no estoy seguro, usted pueda tocarme. No soy del todo contrario a cierta variación en ese punto. No me ciño tanto a la tradición. Y detesto por completo la repetición vacía. Pero odio la improvisación. Un actor no puede limitarse a inventar. ¿Nos prometemos mutuamente, aquí y ahora, que siempre que vayamos a hacer algo nuevo nos lo diremos primero? Tenemos una larga gira por delante.