Dos

Dios también es actor.

Tras aparecer durante innumerables temporadas con un variado y anticuado vestuario, y animar muchas tragedias y unas pocas comedias; multiforme, aunque suele interpretar papeles masculinos, y siempre escultural, imperioso, últimamente (estamos en la segunda mitad del siglo XIX) ha sido objeto de algunas críticas adversas, aunque no en número suficiente todavía como para cerrar el espectáculo. Su nombre querido y familiar sigue espumeando en los labios de todos. Su participación aún concede a cualquier drama una importancia incuestionable.

El viento que se alza, las constelaciones pulsátiles, la tierra que gira, los seres humanos que engendran (¡pronto habrá más de ellos caminando sobre el suelo que yaciendo debajo!), la historia que se complica, gentes de piel oscura que gimen, gente pálida (los favoritos de Dios) que sueñan con conquistas y huidas. Deltas y estuarios de gente. Él los orienta hacia el oeste, donde hay más espacio en espera de que lo llenen. Son las once de la mañana, hora de Europa. Dios no viste hoy las regias prendas ni el atuendo campesino que estila a menudo. Hoy Dios es el Jefe de Oficina, y lleva un traje de tres piezas, de estambre, camisa blanca almidonada, protectores de los puños, corbata de lazo y (también Dios quiere ser moderno) masca tabaco. Los tonos dominantes del decorado son el amarillo y el marrón: la rubia madera de Su sillón giratorio y la mesa inmensa; los lisos accesorios metálicos de la mesa, cuyos cajones están llenos a rebosar de papeles, el metal gastado y algo mellado de la lámpara con pie en forma de S, de la escupidera cercana. Con los codos sobre la mesa, en la que se amontonan rimeros de libros de contabilidad, Dios ha estado consultando informes sobre la población, boletines económicos, mediciones de fincas. Ahora hace una anotación en uno de los libros.

Historias que se fusionan. Obstáculos que se tambalean. Familias que se separan. Noticias que llegan. Dios, el Agente de Viajes ha despachado mensajeros a todas partes para proclamar la llamada de un Nuevo Mundo donde los pobres se hacen ricos y todo el mundo es igual ante la ley, donde las calles están pavimentadas con oro (esto dicho a los campesinos analfabetos) y la tierra se regala (lo mismo) o se vende barata (esto último dicho a los que saben leer). Los pueblos empiezan a quedarse vacíos, los más valientes o más desesperados parten primero. Hordas de hombres sin tierras se dirigen a la costa (Bremerhaven, Hamburgo, Amberes, Le Havre, Southampton, Liverpool), y se entregan para que carguen con ellos las bodegas de apestosos barcos. Desde las incrustaciones en la tierra que son las ciudades, yacentes bajo el dosel de la noche con sus luces encendidas, el aumento de las partidas es menos visible, aunque constante. Dios mira los horarios de embarque. Se agradece a Sí mismo que hayan quedado lejos los horrores de la travesía atlántica, cuando los barcos de esclavos cubrían su parte más larga, entre la costa africana y las Antillas: sólo van aquellos que realmente quieren ir. Además, y gracias también, cada vez es más seguro cruzar el Atlántico, aunque cinco de Sus fieles monjas franciscanas perecieron el año pasado, cuando el Deutschland, poco después de haber partido de Bremerhaven rumbo a Norteamérica, navegó frente a la traicionera costa de Kent. Y más rápido: con los nuevos vapores sólo se tarda ocho días. Por descontado, Dios aguarda con ilusión el día en que la gente pueda desplazarse a través de los océanos en mucho menos tiempo, y finalmente, e incluso con mayor rapidez, por el cielo. A Dios le gusta la velocidad tanto como a cualquier persona de piel pálida. Ahora todo se acelera, se mueve más rápido, lo cual tal vez sea bueno, dado que la población ha aumentado tanto.

Dios manifiesta que está impaciente, lo cual no significa que esté realmente impaciente. Está… actuando. (Pertenece a una clase de grandes actores, la de los que no sienten o intentan no sentir nada, mantenerse distantes, impasibles. En contraste con Maryna, que es sensible a todo y está muy nerviosa). Pero la gente a la que Dios, el Primer Motor, está ahuyentando hacia nuevos destinos está impaciente de veras, impaciente por partir hacia lugares considerados como libres de estorbos heredados, lugares que no han de ser preservados sino que ellos mismos se ofrecen sin cesar para que los rehagan, para prescindir de las expectativas del pasado, para empezar de nuevo con una carga más liviana. Cuanto más rápido vayan, más ligera será su carga.

Y Dios instiga a todo esto, este anhelo de novedad, de vacío, de carencia de pasado, este sueño de transformar la vida en puro futuro. Tal vez no tenga alternativa, aunque, al actuar así, el Astro Dios firma su propia sentencia de muerte como actor, como el mayor de los astros. Ya no tendrá garantizado el papel principal en cualquier drama importante presenciado por el público más codiciado y educado. A partir de ahora, y en el mejor de los casos, tendrá papeles pequeños, excepto en rincones pintorescos cuyos habitantes no hayan visto jamás una obra teatral en la que Él no figure. Todo este desplazamiento del público de un lugar a otro significará el final de Su carrera.

¿Sabe esto Dios? Probablemente lo sepa, pero no por ello va a detenerse: forma parte de una compañía de actores.

Dios escupe.

En mayo de 1876, cuando Maryna Zalezowska tenía aún treinta y cinco años y estaba en el pináculo de su gloria, canceló los compromisos restantes de la temporada en el Teatro Imperial de Varsovia y sus compromisos como artista invitada en el Teatro Polski de Cracovia, el Teatro Wielki de Poznan, el Teatro Conde Skarbek de Lwów, y escapó a ciento doce kilómetros al sur de Cracovia, su ciudad natal, donde, en diciembre de 1875, tuvo lugar la fiesta en el comedor privado del hotel Saski, al pueblo montañés de Zakopane, en el que solía pasar un mes a fines del verano. La acompañaron su marido, Bogdan Dembowski, su hijo de siete años, Piotr, su hermana viuda, Józefina, el pintor Jakub Goldberg, el jeune premier Tadeusz Bulanda y el matrimonio formado por el maestro de escuela Julian Solski y su esposa Wanda. Hasta tal punto desagradó la noticia a su público que un periódico de Varsovia se desquitó anunciando que la actriz se retiraba antes de tiempo, cosa que el Teatro Imperial (con el que ella había firmado un contrato vitalicio) se apresuró a desmentir. Dos críticos crueles sugirieron que había llegado el momento de reconocer que la actriz más célebre de Polonia había dejado un poco atrás la flor de la vida. Los admiradores, en particular sus ardientes seguidores entre los estudiantes universitarios, estaban preocupados, temiendo que hubiera caído gravemente enferma. El año anterior, Maryna había sufrido un acceso de fiebre tifoidea y, aunque sólo permaneció dos semanas en cama, no volvió a actuar durante varios meses. Se rumoreaba que la fiebre fue tan alta que había perdido totalmente el cabello. Y, en efecto, lo había perdido, pero le había crecido de nuevo. Se rumoreaba que la fiebre fue tan alta que había perdido totalmente el cabello. Y, en efecto, lo había perdido, pero le había crecido de nuevo.

Los amigos que no estaban informados se preguntaban de qué se trataba en esta ocasión. La debilidad pulmonar era endémica en la gran familia de Maryna. La tuberculosis se llevó a su padre a los cuarenta años, y más adelante acabó con dos hermanas; y el año pasado, su hermano predilecto, que había sido un actor muy conocido y cuya pretensión a la fama no tenía ahora otro fundamento que el hecho de ser hermano de Maryna, había contraído la enfermedad. El médico de Stefan en Cracovia, su amigo Henryk Tyszynski, había confiado en enviarle con los demás para que inhalase el aire puro de la montaña, pero el enfermo estaba demasiado débil para soportar el arduo viaje, dos días de traqueteo por estrechos caminos llenos de baches en la carreta de un campesino. ¿Y era posible que ahora Maryna estuviera…? ¿Le había tocado el turno de contraer la…? «Nada de eso», decía ella, con el ceño fruncido. «Mis pulmones están sanos. Tengo la salud de una osa».

Esto último era cierto… y Maryna, que desde mucho tiempo atrás tendía a refundir sus insatisfacciones en un ideal de salud, se había dedicado a volverse aún más saludable. Como cualquier ciudad populosa, Varsovia era insalubre. La vida de actriz era insalubre, agotadora, llena de inquietudes degradantes. Cada vez más, en lugar de asumir que si conseguía disponer de tiempo para viajar debería emplearlo en formarse, visitando los teatros y museos de una gran capital, Viena o incluso París, o practicar las costumbres mundanas en un lugar de temporada como Baden-Baden o Carlsbad, Maryna, con sus seres queridos y más íntimos a remolque, prefería la sencillez purificadora de la vida rústica tal como la vivían los privilegiados. El aliciente de Zakopane, entre muchos otros pueblos candidatos, era su situación especialmente encantadora entre los majestuosos picos de los Tatras, que constituían la frontera meridional de Polonia y eran sus únicas alturas, así como las peculiares costumbres y el jugoso dialecto de sus atezados habitantes, que a las gentes de la ciudad les parecían tan exóticos como si fuesen pieles rojas. En una fiesta veraniega, contemplaron a los ágiles mocetones de las tierras altas que bailaban con un oso pardo amaestrado y con cadenas. Trabaron amistad con el bardo del pueblo; sí, en Zakopane aún había un bardo, encargado de recordar mal y recitar melodiosamente las luchas intestinas y las desdichadas historias de amor del pasado. En los cinco años en que Maryna y Bogdan habían pasado allí parte del verano, se deleitaron con su creciente apego al pueblo y a sus mesurados y rústicos habitantes, y habían hablado de retirarse allí para siempre algún día, con un grupo de amigos, y dedicarse a las artes y la vida sana. En la pizarra limpia del Zakopane aislado y cortésmente salvaje, inscribirían su propia visión de una comunidad ideal.

Una parte de su atractivo estribaba en la dificultad de llegar allí. El invierno hacía que los caminos fuesen impracticables durante meses, e incluso cuando, con la llegada de mayo, el viaje era factible, el único medio de transporte era un vehículo del pueblo. No se trataba de la familiar y sencilla carreta habitual en los campos circundantes, sino un largo carromato de madera con una lona extendida sobre un armazón de avellano arqueado, como una carreta de gitanos… no, más bien como las de esos grabados y oleografías del Oeste norteamericano. En el principal mercado de alimentos de Cracovia era posible encontrar algunas de esas carretas, conducidas por lugareños de Zakopane que iban una vez por semana a la ciudad; una vez descargados los cuartos de carnero, las chaquetas de piel de oveja y los quesos de oveja ahumados que tenían el diámetro de troncos con complicadas incisiones en la corteza, regresaban de vacío a la aldea.

El simple hecho de partir era ya una aventura. Pasaban de la luz del alba al interior oscuro y acre de la carreta, el carretero tendía galantemente a Madame Maryna su chaqueta de piel de oveja, para que la usara como almohada, y, acurrucados entre las flexibles valijas, charlaban y hacían muecas de placer mientras el montañés se calaba el sombrero de ala ancha y apremiaba a los dos percherones para que emprendieran la marcha, abandonaran la ciudad y avanzaran por la planicie al sur de Cracovia. Sus huesos protestaban. Una rebuscada cruz al lado del camino, un santuario o, mejor todavía, una de las pequeñas capillas marianas en un cruce de caminos, proporcionaba una excusa para bajar de la carreta y estirar las piernas, mientras el carretero se arrodillaba y musitaba unas plegarias. Entonces la carreta emprendía el ascenso de las colinas de Beskid y, cuando no había más que colinas, los caballos iban al paso. Se tomaban un descanso para comer a toda prisa los alimentos traídos de Cracovia y llegaban al pueblo cuando caía la tarde. El carretero se había encargado de que sus anfitriones campesinos les dieran de cenar, y antes de que hubiera anochecido estaban profundamente dormidos, las mujeres en cabañas y los hombres en establos. A las tres de la madrugada, en plena noche, subían de nuevo a la crujiente carreta para emprender la segunda mitad del viaje, en la que (tras el largo y desapacible trecho cuesta abajo, casi todo al trote) había un muy ansiado alto antes de mediodía en la única población de la ruta, Nowy Targ, donde podían lavarse, tomar una copiosa comida y beber el execrable vino del tabernero judío. Saciados, aunque no tardarían en estar hambrientos de nuevo, regresaban a la carreta, que seguía avanzando por prados verdeantes y bordeados por un arroyo de rápida corriente. Más allá, por delante, alzándose en un cielo cada vez más azul, se veía la muralla de caliza y granito de los Tatras, coronada por el doble pico del monte Giewont. Los viajeros mascaban queso seco y jamón ahumado adquiridos en Nowy Targ cuando el valle se estrechó y la carreta inició su última y accidentada ascensión. Los que preferían caminar un trecho detrás de la carreta, y Maryna siempre se contaba entre ellos, se veían invariablemente recompensados por un atisbo, entre los bosquecillos de pinos y abetos negros, de un oso, un lobo o un ciervo, o un intercambio de saludos al lado del camino, que los ponía a todos en un grato pie de igualdad («¡Bendito sea el nombre de Jesús!». «¡Por los siglos de los siglos, amén!»), con un pastor que llevaba una larga capa blanca y el tocado distintivo masculino, un sombrero de fieltro negro que tenía fijada una pluma de águila y que se quitaba al ver con beneplácito a las personas de categoría procedentes de la gran ciudad. Pasarían otras tres horas antes de que llegaran al valle superior, a unos novecientos metros de altura, donde anidaba el pueblo, y los fatigados caballos, que ansiaban el hogar y sumirse en un sueño equino, avanzaban con mayor rapidez. Si tenían suerte, el sol aún se estaría poniendo cuando entraran chacoloteando en el pueblo para emprender la vida rural tomada de prestado.

Durante unas semanas, hasta un mes entero, ocupaban una cabaña baja y cuadrada de cuatro habitaciones, dos de las cuales servirían como dormitorios: las mujeres y Piotr dormían en una habitación y los hombres en la otra. Como todas las viviendas de Zakopane, la cabaña era una ingeniosa escultura de troncos de abeto (en la región abundaban los bosques de abetos) con los extremos ensamblados a cola de milano, mientras que los escasos muebles, unas pesadas sillas, mesas y camas con cabecera de listones, eran de alerce rosado, una madera más cara. Poco después de su llegada, abrían las ventanas de cristales empañados para airear las estancias que hedían a ajo, distribuían en armarios y ganchos clavados en la pared sus mínimas posesiones (llevar el menor equipaje posible también formaba parte de la aventura) y ya estaban preparados para disfrutar de su libertad sin trabas. Al principio, para la gente de ciudad la vida campestre es un delicioso espacio en blanco, un tiempo desprovisto por completo de trabajo y de los hábitos y obligaciones habituales. ¿No estaban de vacaciones? Claro que sí. ¿Les proporcionaba esta circunstancia más tiempo para dedicarlo a sí mismos? No. Las absorbentes y compulsivas costumbres del ciudadano en el campo llenaban la jornada entera. Éstas consistían en comer, hacer ejercicio, hablar, leer, jugar y, por supuesto, el mantenimiento de la casa, pues otro aspecto de la aventura consistía en prescindir de la servidumbre. Los hombres barrían, partían leños y recogían el agua para el baño y la colada. Lavar la ropa, golpearla y tenderla era tarea femenina. «Nuestro falansterio», decía Maryna, mencionando el nombre del edificio principal en la comunidad ideal imaginada por el gran Fourier. Sólo la cocina quedaba en manos de la propietaria de la cabaña, la señora Bachleda, una viuda entrada en años que se mudaba a la casa de la familia de su hermana durante la lucrativa estancia de los forasteros. El día se organizaba alrededor de las copiosas comidas. Durante el desayuno, consistente en leche agria y pan negro, se repartían las tareas y planeaban excursiones. A última hora de la mañana, el grupo en pleno emprendía un paseo por el valle, provistos de pan negro, queso de oveja, ajo crudo y arándanos, para comer en el campo. Por las noches, tras la cena, que consistía en sopa de col picada en salmuera, carnero y patatas hervidas, se dedicaban a leer en voz alta. Shakespeare. ¿Qué lectura podría ser más saludable?

Dada la consideración que tenían para con el prójimo, Maryna y Bogdan no podrían haberse contentado con ser unos simples veraneantes, y habían extendido un tácito contrato de benevolencia con el pueblo que iba más allá de la inyección de metálico que su presencia anual aportaba a una economía casi de subsistencia. Maryna y sus amigos no desconocían que, por saludable que Zakopane fuese para ellos, la salud de los dos mil habitantes de la localidad dejaba mucho que desear. Por suerte, uno de los amigos que habían acompañado a Maryna en su viaje a Zakopane era el fiel Henryk, el cual no tardó en pasar allí más tiempo que ella: durante tres meses un colega se encargaba de su consultorio en Cracovia, y él trataba a los lugareños sin cobrarles. Al principio, los habitantes del lugar se mostraban suspicaces, pues no veían impedimento alguno en una dentadura totalmente cariada, el bocio o el raquitismo, como tampoco nada antinatural en el fallecimiento de niños o en el hecho de que cualquier persona mayor de treinta y cinco años enfermara. Su discursito sobre los principios de la higiene era para ellos monsergas de ciudad… hasta que vieron la cantidad de vidas que se salvaron gracias a su ayuda (y a los alimentos que había traído de Cracovia) el segundo verano que el médico estuvo allí, en 1873, cuando hubo una epidemia de cólera. Y sólo él, entre el grupo de amigos de Maryna, entendía la mayor parte de lo que decían los montañeses de los Tatras, incluso cuando hablaban con rapidez, pues su dialecto contenía decenas de palabras para nombrar las cosas corrientes totalmente distintas a sus equivalentes en el polaco oficial. Su preceptor, un paciente agradecido, era el párroco del pueblo.

La parte del contrato que correspondía a los lugareños (a la que ellos no habían asentido de una manera consciente) consistía en no cambiar, y sus cosmopolitas visitantes creían que podían prestar su ayuda para que aquellas gentes se mantuviesen tal como eran. Bogdan tenía la idea de fundar una sociedad folclórica, y Ryszard de aprender el dialecto a fin de transcribir los cuentos de hadas y relatos de caza que constituían el repertorio del bardo local. Henryk planeaba la creación de un museo científico que mostraría, para edificación de los lugareños, las glorias de la fortaleza alpina que se alzaba por encima de ellos, tales como la impresionante variedad de especies de musgo que había recogido en el curso de sus ascensiones entre las rocas. Maryna se inclinaba por instalar una escuela de encaje para las muchachas del pueblo, con la que contribuirían a financiar la tambaleante economía y ayudarían a preservar un oficio de la región cuya pervivencia peligraba. El verano anterior una anciana tuerta, que tenía fama de ser la mejor encajera de Zakopane, había dado lecciones a Maryna, la cual también había intentado la talla de madera, para regocijo de las lugareñas.

Hasta entonces la dificultad del acceso había protegido al pueblo, sus arcaicas costumbres y la uniformidad del comportamiento de la gente, así como las ricas tradiciones de la recitación oral. Parecía como si las caras hubieran salido de unos pocos moldes, de la misma manera que sólo había un puñado de apellidos. El pueblo todavía contaba solamente con una calle enfangada, una iglesia de madera y un cementerio. ¡Una auténtica comunidad! Pero Maryna y sus amigos no eran los únicos forasteros. Aún no existía ningún chalet (imitaciones recargadas de las sencillas cabañas de madera de los montañeses) ni sanatorios de tuberculosos (aún faltaba una década para que Zakopane consiguiera la categoría oficial de localidad balnearia) y tardarían trece años en tender el enlace ferroviario con Cracovia que garantizaría el acceso al pueblo durante todo el año. No obstante, estaba a punto de ponerse de moda como centro de veraneo porque la actriz más famosa de Polonia y su marido iban allí de vacaciones. La primera vez que lo hicieron, la única posibilidad de quedarse en Zakopane era dormir y comer en la cabaña de un montañés. Dos veranos después, cuando invitaron a Ryszard a acompañarlos, el pueblo tenía una sola fonda mal administrada y dos casas de campo cercanas donde servían unas comidas monótonas y caras y un vino detestable. Y había un puñado de turistas que se alojaban en la fonda y frecuentaban los restaurantes.

Las ocupaciones de aquellos turistas no podían ser más distintas del saludable régimen que Maryna estaba siguiendo. Cada día, al margen del tiempo que hiciese, empezaba con un baño en el arroyo que corría detrás de la cabaña, seguido por un paseo solitario antes del desayuno. La actriz vagaba por los prados húmedos, arrancaba setas desconocidas que crecían en troncos putrefactos y se atrevía a comerlos allí mismo, recitaba fragmentos de Shakespeare a las cabras. Agotó un amplio repertorio de manías, adoptadas con entusiasmo y luego abandonadas. Algunas tenían que ver con la dieta: durante días sólo consumió leche de oveja, y luego nada más que sopa de col picada y encurtida. También hacía ejercicios de respiración, basándose en un libro del profesor Liebermeister, así como ejercicios mentales. Cada día se estiraba sobre la hierba y permanecía inmóvil y concentrada en un recuerdo feliz. ¡Cualquier recuerdo feliz! Era el comienzo de la época de los «pensamientos positivos», que los especialistas en la manipulación del yo predicaban a los hombres, a fin de convertirlos en unos vendedores de sí mismos más vigorosos, y los médicos prescribían a las mujeres, sobre todo a las que padecían «de los nervios» o de «neurastenia»… cuando no se limitaban a prescribir a las mujeres que no pensaran en absoluto. Se suponía que pensar (al igual que la vida urbana) era malo para la salud, especialmente la femenina.

Pero Henryk no era así, se diferenciaba de los demás médicos. Podía decir: «Confía en que surtan efecto los poderes curativos del aire puro de Zakopane», pues Henryk creía mucho en las virtudes del aire, pero no decía: «Descansa, ten un bloqueo mental, limítate a tus labores femeninas, como la de hacer encajes». No había nadie con quien a Maryna le gustase tanto hablar como con Henryk. Ojalá él no estuviera enamorado de una manera tan patente. Una cosa era que los jóvenes como Ryszard y Tadeusz se enamorasen de ella, no se le ocultaba la capacidad de una actriz que estaba en boga para inspirar tales amartelamientos precipitados y perfectamente sinceros, aunque superficiales; pero que aquel hombre mayor, inteligente y melancólico, suspirase con un amor inconfesado era penoso para ella. Deseó que estornudara.

—¡Estornude, Henryk!

—¿Perdone?

—Me gusta oírle estornudar. Eso me ayuda a encontrarle ridículo.

—Es que soy ridículo.

Maryna estornudó.

—¿Ve usted lo bien que lo hago?

Corría el mes de septiembre y estaban sentados en una soleada habitación de la cabaña que Henryk había alquilado durante el verano. Con una mesa, dos sillas y un banco de alerce, las paredes desnudas excepto por una hilera de imágenes toscamente pintadas sobre cristal que representaban pastores y bandidos, pintadas por pastores y bandidos locales, apenas era una sala, y mucho menos un consultorio. Sólo el armario lleno de instrumentos, escalpelos, fórceps, catéteres, sierras quirúrgicas, espéculos, un microscopio, un estetoscopio, frascos cerrados con tapones y libros de medicina con los ángulos de las páginas doblados, una modesta selección de su bien provisto consultorio de Cracovia, confirmaba su profesión.

—¿Me está diciendo que se ha resfriado? Eso no me extrañaría nada, puesto que insiste en andar descalza por la hierba y bañarse al amanecer en un arroyo helado.

—No… —empezó a toser— estoy resfriada.

—Claro que no.

Él se acercó al banco en el que Maryna estaba sentada y extendió una mano abierta.

—Ah, el aire puro de Zakopane —dijo Maryna al tiempo que le ofrecía la delicada muñeca.

En pie ante ella, Henryk cerró los ojos. Transcurrió un minuto. Con la mano libre, Maryna tomó la bandeja de frambuesas que estaba en el extremo del banco y se comió tres lentamente. Había pasado otro minuto.

—¡Henryk!

El médico abrió los ojos y sonrió maliciosamente.

—Me gusta tomarle el pulso.

—Ya lo he observado.

—Para poder tranquilizarla… —le dejó la mano sobre el regazo— diciéndole lo sana que se encuentra.

—Basta, Henryk. Tome una frambuesa.

—¿Y sus dolores de cabeza?

—Siempre me duele la cabeza.

—¿Incluso en Zakopane?

—Lo único que he de hacer es relajarme. Como usted sabe, cuando trabajo demasiado no suelo tener un dolor de cabeza fuerte.

Él había vuelto a la mesa.

—Y, no obstante, su instinto acierta cuando le dice que busque refugio aquí siempre que pueda librarse del tumulto de Varsovia y de las giras.

—¡Menudo refugio! —exclamó ella—. Admítalo, amigo mío, éste ya no es precisamente el pueblo por descubrir que era cuando llegamos aquí hace cuatro años.

—Cuando usted llegó, querida Maryna. Recuerde, por favor, que ha sido usted la primera persona muy conocida que vino aquí y sigue haciéndolo cada verano. Yo me limité a seguirla.

—No, usted no —replicó ella—. Me refiero a todos los demás.

Henryk ladeó la cabeza, con el índice en el barbado mentón, y contempló a través de la ventana el sugestivo panorama del Giewont y la lejana cima del Kasprowy.

—¿Qué espera usted?, puesto que cada vez que viene con Bogdan algunas personas más descubren las bellezas del lugar. Son ustedes los principales pobladores del pueblo.

—Bueno, por lo menos son mis amigos. Pero ahora hay personas a las que no conozco en esa fonda a la que llaman hotel que ha abierto el viejo Czarniak. ¡Un hotel en Zakopane!

—A donde usted va, todo el mundo la sigue —replicó él, sonriendo.

—Y los extranjeros… No me diga que están aquí por mí. Ingleses, alabado sea Dios —Maryna hizo una pausa y entonces, dando un giro dramático a sus palabras, añadió—: Si ha de haber turistas, que sean ingleses. Por lo menos no tenemos ningún alemán.

—Espere y verá —replicó Henryk—. Ya vendrán.

La estancia de aquel año fue diferente. En primer lugar, habían llegado mucho antes, y no estaban de vacaciones. Bogdan había propuesto que reunieran a todos los involucrados en el plan… su plan; no había sido difícil persuadir a Bogdan de nuevo. Maryna pensaba que deberían invitar a unos pocos amigos, aquellos que titubeaban. Ryszard y los demás de los que ella ya sabía que podía contar con ellos no tenían necesidad de acudir.

Tras viajar a Cracovia y recuperar a Piotr (dos años atrás Maryna había enviado al niño lejos de Varsovia, donde el lenguaje de la enseñanza escolar era el ruso, para que viviera con su madre en Cracovia, donde el gobierno austriaco, más indulgente, permitía la escolarización en polaco), Maryna y Bogdan pasaron las tardes de toda una semana en el piso de Stefan, a menudo con la asistencia de Henryk, quien se mostraba cautelosamente tranquilizador. Ahora Stefan tenía que guardar cama gran parte de la jornada. La mañana siguiente al día de su llegada, el mismo Bogdan fue a la plaza del mercado para cerrar el trato con uno de los montañeses que sin duda estarían allí holgazaneando tras haber vendido su carga de carnero y queso. Rostros familiares se apiñaron a su alrededor, ofreciéndole sus servicios y carretas. Bogdan eligió a un tipo alto, de lacio cabello negro, que hablaba de una manera algo más inteligible que los demás, y, con su cómica mezcolanza de polaco culto y dialecto montañés, le pidió que le dijera a la anciana viuda cuya cabaña habían alquilado el pasado septiembre que la arreglase para la llegada de él mismo con su mujer, su hijastro y cinco personas más. El hombre, un tal Jedrek, debía estar preparado para llevarlos al pueblo al cabo de una semana. El montañés respondió que sería un honor inolvidable transportar en su carreta al conde, la condesa y su grupo.

Sólo habían estado allí en verano, cuando las montañas por encima de la línea de árboles carecían de nieve y las flores habían desaparecido de los prados. Ahora las altas montañas estaban todavía cubiertas de nieve (los inviernos son largos y duros en los Tatras), pero cuando la carreta avanzaba junto a los prados verdes alfombrados de flores de azafrán moradas, moradas con un toque de azul oscuro, los pasajeros de Jedrek tenían que admitir que aquello era la primavera. Maryna llegó al pueblo animada, pero no tardó en ponerse nerviosa, unas sensaciones que identificó como la euforia que sigue a la toma de una gran decisión y la inquietud que sucede a las familiares incomodidades del viaje. Estaba segura de que no podía tratarse de un dolor de cabeza, aunque el aturdimiento y la inútil energía que ahora experimentaba no se diferenciaban de lo que sentía a veces tres o cuatro horas antes de que empezara a dolerle la cabeza. No, no podía tratarse de eso, pero mientras admiraba con Bogdan la puesta de sol, debía admitir que había algo extraño en su visión, la cual se había llenado de deslumbramientos, zigzags, fluctuaciones y rociadas luminosas, el sol parecía hervir y ella ya no podía negar la pulsación en la sien derecha y la presión en la nuca. Ella, que jamás había cancelado una representación debido a un dolor de cabeza, estuvo postrada durante veinticuatro horas, tendida en el penumbroso dormitorio, con una toalla enrollada fuertemente a la cabeza, sumida en un profundo estupor. Piotr entraba y salía de puntillas, le preguntaba cuándo iba a levantarse y evidenciaba la necesidad de que le consolara, y ella se esforzó por mantener al niño a su lado durante un rato. Las molestias no aumentaban si le daba palmaditas en el cabello y le besaba la mano con los ojos cerrados. Cada vez que los abría, Piotr parecía muy pequeño y alejado, como Bogdan, que estaba acurrucado junto a la cama y le preguntaba de nuevo qué podría traerle; ambos parecían tener rejillas en el rostro. Había bastantes caras que la miraban desde los nudos oscuros en las vigas del techo y que parecían estar a escasa altura por encima de la cama, acercándose a ella, trémulas, titilantes. Lo único que quería era que la dejasen en paz, vomitar, dormir.

El dolor de cabeza que le sobrevino más adelante, durante su estancia, fue suave en comparación con aquél, uno de los peores que recordaba Maryna. Pero después de que se hubiera recuperado, se sentía muy inquieta. Pasaba largas noches de insomnio en las que contemplaba las sombras en la pared (mantenía encendida una lámpara de petróleo) y tenía el oído atento a la respiración adenoidea de Piotr, los ronquidos de Józefina, la tos de Wanda, los ladridos de un perro pastor. Cada noche, en un momento determinado, Piotr se metía en la cama para decirle que tenía que ir a la letrina y ella debía acompañarle, porque en el patio vivía una horrible bruja que se parecía a la anciana señora Bachleda. Y cuando regresaban al dormitorio, el niño quería meterse de nuevo en la cama de Maryna, a quien explicaba que, de lo contrario, la bruja intentaría matarle mientras dormía. Inútil era que Maryna dijera a Piotr que era demasiado mayor para tener unos temores tan infantiles. Pero pronto, al oír la ruidosa respiración indicadora del sueño, podía llevar al niño a su colchón y salir de nuevo para contemplar la negrura salpicada de estrellas. Finalmente, pocas horas antes del amanecer, le llegaba a ella el turno de dormir y también de tener sueños extraños, que su madre era un pájaro, que Bogdan tenía un cuchillo y se hería con él, que algo terrible colgaba de un árbol.

A menudo estaba fatigada, y en ocasiones se sentía «peligrosamente bien», como ella misma decía, pues un acceso excepcional de energía o jovialidad podía ser una señal de que al día siguiente tendría uno de sus incapacitantes dolores de cabeza. Los pensamientos extravagantes, el impulso incontrolable de reír o cantar o silbar o bailar… pagaría por todo ello. Convencida de que los dolores de cabeza se debían a la reducción del esfuerzo, daba unos paseos más vigorosos que nunca, y parecía como si hubiera reunido a sus amigos en torno a ella con la principal finalidad de abandonarlos.

Caminaba en parte para cansarse, y no necesitaba compañía. Bogdan le ayudaba a vestirse, le ponía las botas con ternura y la observaba hasta que ella desaparecía en dirección sudoeste. Desde el pueblo al alto prado que conducía al monte Giewont había unos siete kilómetros. Desde allí, cruzaba al bosque y seguía el sendero por donde llegaba, sin aliento, a un altiplano todavía a mayor altura, con hierba, arbustos enanos y flores alpinas. Como un veleidoso homenaje al asesinato de Adrienne Lecouvreur mediante el regalo de unas flores envenenadas, arrancó unas cuantas edelweiss, besó las flores inodoras y alzó la cara al sol. Le habría gustado subir a la cima del Giewont, como hiciera en veranos anteriores con Bogdan, unos amigos y un guía del pueblo. Pero, temerosa de las oscuras fantasías que se apretujaban en su mente, no se atrevió a intentarlo sola. Incluso para aventurarse por las estribaciones a través de las extensiones de nieve en fusión y subir un trecho de las cuestas, quería que Bogdan, sólo él, la acompañara.

El paso de Bogdan era más rápido que el de Maryna, y a ésta no le importaba caminar detrás de él. Así podía sentirse acompañada y sola al mismo tiempo, pero a veces, cuando veía algo que a él podría pasarle desapercibido, tenía que llamarle para que acudiera a su lado. Un cuervo en un árbol, la silueta de una cabaña, una cruz en una colina, un grupo de gamuzas o cabras monteses en un peñasco cercano, el águila que se abalanzaba sobre una marmota infortunada.

—Espera —le gritaba—, ¿has visto eso? —o bien—: Quiero enseñarte algo.

—¿Qué?

—Allá arriba.

Él miraba en la dirección que Maryna señalaba.

—Desde aquí. Anda, ven aquí.

Él recorría la mitad de la distancia y volvía a mirar.

—No, tiene que ser aquí.

Maryna le tomaba del brazo y le llevaba al lugar donde ella se había detenido para admirar algo, de modo que él pusiera su pie enfundado en la bota precisamente… allí. Entonces, en pie a su lado, ella observaba a su marido mientras éste veía lo que ella había visto y, consideradamente, sin moverse durante un minuto para demostrar que lo había visto de veras.

«Estoy hecha una tirana», se decía a veces Maryna. «Pero a él no parece importarle. Es tan amable, tan paciente, tan buen marido…». En eso estribaba la verdadera libertad, la auténtica satisfacción del matrimonio, ¿no era cierto? En que podías pedirle a alguien, plantearle a alguien la exigencia legítima de que viese lo mismo que tú veías. Exactamente lo que tú veías.

De una carta que Maryna confió a uno de los montañeses que partían hacia el mercado de Cracovia, para que la enviara por correo en cuanto llegase:

¿Qué has estado haciendo, pensando, planeando, Ryszard? Dada la buena opinión que sueles tener de ti mismo, tal vez no debería confesarte que todos nosotros te hemos echado a faltar. Pero no te engrías demasiado, porque esta añoranza podría deberse a que nos hemos quedado sin nuestras ocupaciones habituales. Primero nevó durante dos días (¡sí, nieve en mayo!), y ahora llevamos tres días de fría lluvia, por lo que Bogdan, yo y los amigos no hemos tenido más remedio que resolvernos a permanecer en casa. Y ahora recuerdo lo que sentía de niña en una gran familia cuando me negaban el permiso para salir, pues, encerrados de esta manera, nos hemos cansado de todos los temas de conversación, incluso del que más ocupa nuestras mentes y a pesar del extremo interés de lo que Bogdan nos ha contado acerca de una colonia en uno de los estados de Nueva Inglaterra, llamada Brook Farm. Muy bien, dirás entonces, divertíos. ¡Pues lo hemos hecho! He inventado farsas para los que querían ejercitar sus habilidades dramáticas (no habría sido justo que yo participara), Bogdan ha derrotado a Jakub y Julian al ajedrez, hemos compuesto canciones tanto alegres como tristes (Tadeusz está aprendiendo a tocar el gesle, ese instrumento parecido al violín que hemos oído en los campamentos de pastores), nos hemos recitado mutuamente a Mickiewicz y llegado al final de Como gustéis y La noche de Reyes. Y, sí, la lluvia continúa.

Adivina lo que hemos hecho hoy. Nos hemos visto reducidos a entretenernos matando moscas. ¡De veras! Esta mañana he encontrado, entre los juguetes de Piotr, dos arcos minúsculos. Julian ha hecho unas flechas con cerillas, insertando una aguja en un extremo, y nos hemos turnado para apuntar a las moscas amodorradas que adornan las paredes de madera de la sala de estar. Cuando una de las víctimas caía a nuestros pies, aplaudíamos. ¿Qué dirías de semejante ocupación para Julieta o María Estuardo?

Sin embargo, no creas que si te invito a reunirte con nosotros es porque me aburro. Estamos seguros de que nos quedaremos aquí por lo menos otras dos semanas, y en ese periodo el tiempo mejorará y podremos hablar mucho. Creo que, dado que ahora Julian parece comprometido del todo e impaciente, también tú deberías estar aquí, para que podamos arreglar algunos detalles del nuevo plan en el que tienes un papel principal. Y puedes tranquilizar a Wanda, que está angustiada ante su inminente separación, diciéndole que vigilarás a su marido y no permitirás que corteje ningún peligro innecesario, ¡aunque, como os conozco a los dos, creo que debería ser al revés! Así pues, considérate invitado, si (sí, hay una condición) me das tu palabra en una cuestión delicada. «¿Qué querrá la querida Maryna de mí que no le concedería de buena gana?», estarás pensando. Ya sé que tienes un corazón sensible, pero también sé otra cosa acerca de ti. ¿Me perdonarás mi franqueza? Debes prometerme que te portarás como un caballero con las muchachas del pueblo. Sí, Ryszard, conozco tus malos hábitos. ¡Pero no en Zakopane, te lo ruego! Eres mi invitado. Es posible que vuelva aquí, tengo un compromiso con estas gentes. ¿Nos comprendemos mutuamente, amigo mío? ¿Sí? Entonces ven, querido Ryszard.

Desazonado al recibir la carta de Maryna, y decidido a hacer cualquier cosa que ella le pidiera, al día siguiente Ryszard partió de Varsovia. Cuando llegó a Cracovia, visitó a Henryk a fin de que éste le ayudara a organizar su viaje al pueblo. Henryk no sólo le acompañó al mercado para echarle una mano y buscar a un carretero digno de confianza, sino que decidió impulsivamente que también él iría. Sin duda el estado de Stefan no empeoraría demasiado si él se ausentaba sólo por diez días. Si la misma Maryna había invitado a Ryszard, ¿cómo iba a quedarse él al margen?

Ryszard se alojó en la cabaña del bardo, en parte para proseguir la tarea que iniciara el verano anterior, la de compilar los relatos del anciano, y en parte para librarse de la mirada vigilante de Maryna si, a pesar de sus mejores intenciones, se rendía a los encantos de una de las desaseadas lugareñas.

—Ah, la vida en comunidad —le dijo Henryk a Bogdan cuando éste le indicó que le esperaba un colchón en el dormitorio de los hombres—. Por favor, no se ofenda si me alojo en el establecimiento de Czarniak.

—¿El hotel? —replicó Bogdan—. No lo dirá en serio. Confío en que lleve un desinfectante en su maletín de médico para el colchón que le darán ahí.

Excepto cuando le avisaban por alguna emergencia médica (un parto de nalgas, una pierna rota, un apéndice perforado), Henryk estaba casi siempre en la cabaña, al alcance de Maryna, entreteniendo a Piotr. El muchacho le parecía inteligente, por lo que decidió enseñarle las nuevas doctrinas de la evolución.

—Si yo estuviera en tu lugar —le dijo un día a Piotr— me lo pensaría dos veces antes de decirles a los sacerdotes de la escuela que un amigo de tu ilustre madre ha mencionado siquiera el nombre de ese gran inglés, el señor Darwin.

—Pero no puedo decírselo —replicó el niño—. Mamá dice que no volveré más a la escuela.

—¿Y sabes por qué no vas a volver?

—Creo que sí —dijo Piotr.

—¿Por qué?

—Porque nos vamos en un barco.

—¿Y qué harás en el barco?

—¡Veré ballenas!

—¿Qué clase de animal es ése?

—Un mamífero.

—Excelente.

—¡Henryk! —exclamó Ryszard, quien acababa de acercarse despacio—. No le llene al chico la cabeza con hechos inútiles. Cuéntele cuentos. Estimule su imaginación. Hágale ser audaz.

—Sí, me gustaría un cuento —dijo Piotr—. Cuéntame uno sobre una bruja y cómo la matan, frita, en una estufa. Y entonces ella…

—Tú deberías contar los cuentos —observó Ryszard.

—Yo también conozco cuentos —dijo Henryk—, pero no me hacen ser audaz.

Estaba cada vez más silenciosa, ella que siempre había sido tan habladora. ¡Cómo querían complacerla los que se habían reunido allí!

Maryna observaba a Tadeusz y Ryszard, que la miraban con adoración. Se decía que ojalá estuviera enamorada, porque estar perdidamente enamorada hace que aflore lo mejor de uno. Pero cuando el matrimonio pone fin a esa posibilidad, es una liberación. El amor da fortaleza a los hombres, y confianza en sí mismos. En cambio, debilita a las mujeres.

Pero la amistad… eso era distinto. Los amigos te dan fortaleza. ¿Cómo se las arreglaría ella sin Henryk? Estaban en el bosque, sentados en el tocón de un abeto cerca de un agrupamiento de arbustos cuajados de bayas. Piotr jugaba cerca de ellos, con un arco y flechas de tamaño normal.

—Los bosques nunca me han gustado —decía Henryk—, pero ahora empiezan a agradarme. Lo único que he de hacer es imaginar que cada árbol es un congénere inmovilizado en este sombrío bosque, enraizado aquí, agitando las hojas. ¡Socorro, socorro!, grita el árbol, estoy…

—No sea patético, querido Henryk.

—¿Por qué no? Me estoy divirtiendo.

—Sea patético, querido Henryk.

—Muy bien, ¿dónde estaba? Ah, sí, mis árboles. Ellos no son lo que el bosque de Birnam a Dunsinane. Y entonces los talan, lo cual no es la liberación en la que pensaban. Pruebe esto.

Maryna tomó el frasco de vodka que el médico le tendía.

—Imagine —dijo ella al cabo de un rato— lo que significa tener el convencimiento de que hay algo que tu destino ha dispuesto, que debes obedecer a tu estrella, al margen de lo que piensen los demás.

—Habla como si estuviera completamente sola, Maryna, pero lo que me sorprende es la firmeza con que ha decidido llevar a otros con usted.

—Es imposible representar obras dramáticas sin otras personas.

—La verdad es que pensaba en Zakopane. Le irrita la imposibilidad de conservar el Zakopane que descubrió, pero ha de saber que no puede permanecer tal como era. Y creo que no debería mantenerse estancado. Aquí la vida de la gente es dura, pero no son una tribu de indios norteamericanos nómadas, sino un asentamiento de pastores cercado, que está en Europa y cuyos míseros medios de vida van menguando. La tierra siempre ha sido demasiado pobre para practicar una agricultura seria y, como usted sabe, ¿no es cierto?, la mina de hierro cerrará dentro de pocos años. ¿Cómo vivirán si no venden sus humildes adornos, sus chucherías de madera, sus montañas, los paisajes y el aire puro?

—¿Cree de veras que no me importa…?

—Y, como he hecho notar a menudo —siguió diciendo él, acaloradamente—, usted, apoyada por el querido e indispensable Bogdan, puso todo esto en marcha, aunque de todas formas tenía que suceder. ¿Cómo no iba a oír hablar de Zakopane cada vez más gente? Usted quería rodearse de otras personas, su comunidad.

—Me considera una ingenua.

Él sacudió la cabeza.

—Cree que soy pretenciosa.

Henryk se echó a reír.

—Ser pretenciosa no tiene nada de malo, Maryna. Confieso que yo mismo tengo ese adorable defecto. Es una especialidad polaca, como el idealismo. Pero creo, desde luego, que no debería confundir a un grupo de costumbres espartanas que vive bajo el mismo techo con un falansterio.

—Sé que no le gusta Fourier.

—No es que su sabio utópico me guste o me disguste. Sé algo de la naturaleza humana, qué le vamos a hacer. A un médico le sería difícil evitarlo.

—¿Y cree que podría ser la actriz que soy sin saber algo de la naturaleza humana?

—No se enfade conmigo —Henryk exhaló un suspiro—. Puede que esté celoso, porque… no puedo formar parte de su grupo. He de quedarme aquí.

—Pero si quisiera, podría, cuando nosotros…

—No, soy demasiado viejo.

—¡Qué tontería! ¿Qué edad tiene? ¿Cincuenta años? ¡Ni siquiera cincuenta!

—Maryna…

—¿Cree que yo no me siento vieja? Pero eso me impide…

—No puedo, Maryna —replicó él, alzando una mano—. No puedo.

El tiempo se volvió más cálido, y los miembros del grupo, con excepción de Henryk y Ryszard, habían pasado la tarde en el bosque y ahora estaban reunidos en el exterior, delante de la cabaña, mientras la luz solar iba declinando. Gratamente fatigados, y tras haber hablado por los codos, aguardaban con impaciencia la cena a base de sopa y dos clases de setas, una marrón y delicadamente arrugada que habían encontrado aquel mismo día en un bosque de abetos y la sabrosa de color naranja oscuro y encurtida, la rydz, que recogieron en sus excursiones al bosque el pasado septiembre. Bogdan había tendido sobre la hierba una vía para que Piotr jugara con sus trenes de madera. Sentada a una mesita, sobre la que estaba la lámpara de petróleo que Tadeusz le había encendido, Maryna escribía una carta. La luna en cuarto creciente y un par de planetas habían aparecido en el pálido cielo. Wanda estaba cambiando los botones de una camisa de lino bordada que había comprado para Julian. Józefina y Julian sostenían una discusión susurrada y debida a un juego de naipes. Jakub dibujaba a los jugadores. El ulular de un búho precedió a los balidos de alguna oveja extraviada, mientras desde el interior de la cabaña les llegaba el sonido siseante de la mantequilla que la señora Bachleda freía en una tosca sartén… ¡un ruido delicioso!

Henryk, que se les había acercado paseando, se sirvió un poco de arrack. Se sentó en la silla sobrante de las que rodeaban la mesa de los jugadores e intentó concentrarse en la lectura de un libro. Ryszard, que había decidido pasar su día en el bosque con su casero (matar animales en compañía de otro hombre era la manera más agradable de mantenerse alejado de las tentaciones a las que había aludido Maryna), llegó el último. Había colocado una silla a la mesa de Maryna y, tras sacar su cuaderno de notas, escribía un cuento de caza que el viejo le había contado después de que abatieran al segundo zorro.

Bogdan paseaba de un lado a otro.

—No he hecho nada agotador, pero estoy cansado —comentó.

Henryk cerró el libro con brusquedad.

—¿Se encuentra usted mal?

—No, no lo creo.

¿Ha probado hoy alguna seta rara?

—Yo sí —terció Tadeusz.

—¿Y cómo se siente, joven?

—¡No podría estar mejor!

—Porque no hay que comer cualquier cosa que parezca atractiva en un bosque.

—Eso lo sabe todo el mundo —musitó Bogdan—. Pero si alguien hubiera sido imprudente, esta semana contamos con un médico entre nosotros.

—Si yo estuviera en su lugar —replicó Henryk—, confiaría tan poco en los médicos como en las setas —jugueteaba con el vaso vacío—. ¿Quieren que les cuente un relato aleccionador sobre ambos? —se echó a reír—. Es un relato terrible.

Ryszard alzó los ojos del cuaderno de notas.

—Probablemente nunca han oído hablar de Schobert. Ya nadie toca sus composiciones, que escribió para clavicordio —hizo una pausa—. Vivió en París, y fue famoso en toda Europa.

—¿No se refiere a Schubert? —inquirió Wanda.

—No le responda —dijo Julian.

—Me temo que es Schobert —corroboró Henryk.

El médico se puso en pie, encendió lentamente la pipa y se abrochó la chaqueta, como si se marchara de paseo.

—De modo que por fin va a contarnos un relato —dijo Ryszard.

—Bueno, éste es del todo desagradable —Henryk se sentó de nuevo—. No sé por qué se me ha ocurrido contárselo.

—No nos tome el pelo, Henryk —dijo Maryna.

Henryk golpeó la pipa contra la suela de una bota.

—Pudiera ser que esté un poco sediento —comentó.

Józefina le trajo la botella de arrack, y él echó un sorbo.

—Valor —le dijo Maryna.

Henryk miró a los oyentes que aguardaban con expectación y sonrió.

—Pues bien, parece ser que ese hombre, un hombre valioso, un artista admirable, era muy aficionado a las setas, y había organizado una excursión al campo, creo que al bosque de Saint-Germain-en-Laye, en fin, no importa, con su mujer, el mayor de sus dos hijos pequeños y cuatro amigos, entre ellos un médico. Llegaron en dos carruajes al borde del bosque, bajaron y echaron a andar. Schobert se puso a buscar setas, y en el transcurso de la jornada recogió un cesto entero de setas que le parecieron selectas. Al caer la tarde, el grupo fue a Marly, a una posada donde conocían a Schobert, y pidieron que les preparasen una cena a la que ellos contribuirían con las setas. El cocinero de la posada echó un vistazo a las setas, aseguró a los clientes que no eran comestibles y se negó incluso a tocarlas. Schobert ordenó al cocinero que hiciera lo que le había pedido. Uno de los amigos planteó la posibilidad de que realmente no fuesen comestibles, a lo que el amigo médico replicó que eso era una tontería. Molesto por la obstinación del cocinero, aunque, naturalmente, eran ellos los obstinados, se marcharon y fueron a una posada en el Bois de Boulogne, donde el encargado del comedor también se negó a prepararles las setas. Más obstinados que nunca, pues el médico insistía en que las setas eran buenas, también abandonaron aquella posada.

—Encaminándose al desastre —murmuró Ryszard.

—Había anochecido y todos admitieron que estaban muy hambrientos, por lo que regresaron a París, a la casa de Schobert. Y éste dio las setas a la sirvienta para que hiciera la cena…

—¡Oh! —exclamó Wanda.

—… y los siete, incluido el doctor que afirmaba saberlo todo de las setas, así como la sirvienta, que debió de mordisquear una seta mientras cocinaba, y el perro, que debió de rogarle a la sirvienta una pizca, se envenenaron. Puesto que sufrieron a la vez los efectos del veneno, no les ayudó nadie hasta el mediodía siguiente, un miércoles, cuando un discípulo de Schobert, que llegó a la casa para tomar su lección, los encontró a todos contorsionándose y agonizantes en el suelo de tablas. No se pudo hacer nada por ellos. El niño, que tenía cinco años, fue el primero en morir. Schobert sobrevivió hasta el viernes. Su mujer no murió hasta el lunes siguiente. Dos de los amigos vivieron hasta diez días más. De la pequeña familia de Schobert sólo quedó el niño de tres años, al que no habían llevado de excursión y que estaba durmiendo cuando todos regresaron.

Piotr se echó a reír ruidosamente.

—Ve adentro y lávate las manos, Piotr —le dijo Bogdan.

El niño siguió empujando sus trenes.

—¡Pum! —exclamó—. Es un choque de trenes.

—¡Piotr!

—Qué relato tan horrible —dijo Jakub, que había permanecido en pie junto a la puerta con colgaderos de la cabaña—. Sólo tenían que haber hecho caso del cocinero en la primera posada y del encargado del comedor en la segunda.

—¿Servidores? —exclamó Ryszard—. ¿Quién no se sentía entonces superior a los sirvientes? Es un relato perfecto del ancien régime.

—Figuraos, poner semejante fe en un médico —dijo Henryk.

—Figuraos un médico con tal seguridad de que era un experto en setas —replicó Ryszard.

—Pero era Schobert el aficionado a las setas —observó Bogdan—. La culpa fue de Schobert. Era el cabeza de familia, estaba al frente de la excursión.

—Pero un médico… —dijo Wanda—, un hombre de ciencia.

—Aunque supongo que debería proteger las ilusiones de mi mujer acerca de los hombres de ciencia —intervino Julian—, lo cierto es que ambos son igualmente culpables.

—No, quien ha de cargar con la responsabilidad es Schobert —dijo Józefina—. Nadie quería contradecirle. Pensad en la fuerza de su personalidad. Un gran músico, un hombre al que todo el mundo admiraba…

—¿Y tú qué opinas? —preguntó Tadeusz, el primero en sentirse incómodo porque Maryna no participaba en la conversación. Ella sacudió la cabeza—. Si alguien dijera que las setas que hemos recogido son venenosas pero usted quisiera comerlas…

—Seguramente no me seguirías.

—Tal vez lo haría.

—¡Bravo! —exclamó Henryk.

Todos miraron con expectación a Maryna.

—Pero yo no soy tan testaruda —dijo ella—. Jamás insistiría en comer unas setas de las que alguien dijese que eran venenosas —hizo una pausa—. ¿Por quién me tomáis? (¿Por quién la tomaban? Era su reina). Ah, mis queridos amigos…

Maryna no tenía deseos de quedarse más allá de principios de junio, cuando llegarían los primeros veraneantes. Los hombres pasaron las últimas horas en el pueblo, comprando mantas de piel de oveja y media docena de las robustas hachas a las que los montañeses daban el doble uso de herramienta y arma. Una vez de regreso en Cracovia, Maryna visitó a Stefan, el cual había empalidecido y adelgazado de un modo alarmante, antes de proseguir el viaje, con Bogdan, Piotr, Ryszard y Tadeusz, hacia Varsovia. Allí Tadeusz recibió la noticia de que por fin le habían ofrecido un contrato en el Teatro Imperial, y Maryna, al ver lo mucho que él temía decepcionarla, le aconsejó calurosamente que lo aceptara y abandonase toda idea de unirse a ellos. Hizo a Tadeusz el honor de acompañarle cuando firmó el contrato, y se quedó allí para tener una sosegada conversación acerca de sus propios planes con el inquieto y amable gerente del Imperial, quien no estaba dispuesto a aceptar más de un año de ausencia. Bogdan estaba muy ocupado, reuniendo el dinero necesario para su gran aventura, y esto proporcionó al detective asignado para seguirle una nueva lista de nombres para que otros detectives siguieran a aquellas personas, las que acudían al piso para ver la vivienda y el mobiliario que Bogdan había puesto a la venta.

Sin embargo, apenas habían transcurrido quince días cuando regresaron apresuradamente a Cracovia, pues Stefan, separado desde hacía tiempo de su esposa, era ahora incapaz de cuidarse por sí mismo y había ido al piso de su madre. La noche de su llegada Stefan cerró los ojos y, exhalando un profundo suspiro, entró en coma. Maryna se arrodilló al lado de la cama, le rozó la frente con los labios y lloró silenciosamente. El rostro húmedo sobre la almohada era misteriosamente juvenil, huesudo, como la primera vez que ella le vio en el escenario sin que reconociera al amado amigo de Don Carlos y su perverso padre; el rostro del joven espléndidamente apuesto al que ella adoró de pequeña. ¡Era increíble pensar que le había llegado la hora de la muerte!

En la carta que escribió a Ryszard le decía que su madre estaba postrada de dolor, pero la acompañaban Adam, Józefina, Andrzej y el pequeño Jarek. «Henryk, que nunca nos abandonó, hizo cuanto pudo, pero no había manera de detener a mi querido y testarudo hermano. Le tuve toda la noche en mis brazos, notando su cuerpo seco y liviano como la leña menuda, mientras le brotaba sangre de la boca, y entonces se extinguió».

La muerte de Stefan señaló también el adiós de Maryna a su familia.

También Bogdan había hecho una visita de despedida. Su familia era de ricos terratenientes que vivían en grandes posesiones al oeste de Polonia, bajo el gobierno prusiano. Maryna había estado una vez en la finca principal de los Dembowski, en 1870, después de que hubiera aceptado la propuesta matrimonial de Bogdan, pero no se alojaron allí, pues Ignacy, el hermano mayor de Bogdan y el cabeza de familia, se negó incluso a recibirla, mientras le decía a Bogdan que él, naturalmente, siempre sería recibido con los brazos abiertos. Se instalaron en una fonda cercana.

Antes de marcharse, al cabo de dos días, Bogdan llevó a Maryna a la enorme casa solariega con columnas blancas, para presentarle a su abuela, quien le había hecho saber que ella, por descontado, no se oponía a su matrimonio. Bogdan, apretando la mano de su esposa, la llevó de sala en sala con suelos de madera pulimentada y reluciente (ella recordaba su brillo) como si fuesen niños traviesos que huyeran de un adulto presa de justa ira, o niños castigados que huyeran de un adulto tiránico y feroz como un ogro, tanto temía él encontrarse con su hermano en una de las grandes salas parcamente amuebladas.

Bogdan se apresuraba, jadeante, y parecía haber recaído en la inquietante vulnerabilidad que tenía en aquella casa donde pasó su infancia. Maryna no quería sentirse como una niña. Para no sentirse jamás como una niña, entre otras cosas, se había convertido en actriz.

Llegaron a la sala de estar de la abuela, en uno de los pisos superiores. Bogdan dobló una rodilla al tiempo que le besaba la mano, y entonces hincó ambas rodillas en el suelo para dejar que la abuela le abrazara la cabeza mientras detrás de él Maryna hacía una reverencia que con toda evidencia no era escénica y, a su vez, besaba la mano de la anciana. Entonces él las dejó a solas.

Maryna nunca había conocido a nadie como la abuela de Bogdan. Nacida en 1791, el año anterior al Segundo Reparto, cuando el último rey de Polonia, Stanislaw August Poniatowski, todavía ocupaba el trono, era una superviviente de una época lejana en la que hubo una mayor libertad de pensamiento. Pensaba que sus nietos, con la posible excepción de Bogdan, eran unos necios. Sobre todo Ignacy, el mayor, le explicó a Maryna, brillantes los húmedos ojos mientras hablaba con un ritmo rápido.

—Es un presuntuoso, ma chère, no tiene vuelta de hoja. Un terrible presuntuoso, y no esperes que se ablande y cambie de actitud. El bienestar de su hermano menor no cuenta nada para él en comparación con una vana idea de la dignidad de su familia. ¿Es a esto a lo que ha llegado nuestra audaz y viril nobleza rural polaca? ¡Repugnante! Apenas puedo creer que esté emparentada con ese necio mojigato y adorador de la Madre de Dios. Pero ya ves, mon enfant. Son los tiempos modernos. Que voulez-vous? Y él mismo se considera un hijo de la Iglesia. Hasta donde alcanzo a entender, Jesús veía con buenos ojos el amor fraternal. Ahora se ve el auténtico rostro de nuestra ridícula religión. ¿No debería regocijarse un cristiano de que haya llegado una mujer tan llena de perfecciones y encantadora como tú para hacer feliz a su hermano? Mais non. Espero que, en efecto, le hagas feliz. ¿Sabes a qué me refiero al decir feliz?

A Maryna le sorprendió más el desdén por la religión que mostraba la anciana (nunca había oído a nadie despotricar contra la Iglesia) que la pregunta impertinente que le había formulado al final de su diatriba. Bogdan le había mencionado lo que se decía de su abuela, que durante su largo y conflictivo matrimonio con el hombre de la espada, el general Dembowski, había tenido muchos amantes. Maryna consideró que tenía derecho a no responder, y logró que sus mejillas adquiriesen un rubor decoroso, recatado: podía ruborizarse con tanta facilidad como llorar, por medio de una orden interna. Pero la anciana no iba a apartarse de su propósito.

—¿Y bien? —inquirió.

Maryna cedió.

—Lo intento, por supuesto.

—Ah, lo intentas.

Esta vez Maryna no estaba dispuesta a responder.

—Intentarlo es una parte muy pequeña de la cuestión, ma chère. La atracción existe o no. Habría pensado que tú, como actriz, lo sabrías todo de estas cosas. No irás a decirme que las actrices no merecen en modo alguno su interesante reputación. ¿Sólo un poco? Vamos, mujer… —mostró las encías desdentadas—, me desilusionas.

—No quiero desilusionarla —replicó cariñosamente Maryna.

—¡Estupendo! Porque hay algo que me preocupa de Bogdan. C’est un sérieux. Trop sérieux peut-être. Desde luego, es demasiado inteligente para creer que está obligado a rebajarse ante unos sacerdotes ignorantes que farfullan en un latín bárbaro. Al contrario que Ignacy, Bogdan tiene cabeza, tiene las cualidades de un espíritu libre, y por eso te ha elegido. Pero de todos modos, me preocupa. Nunca ha cedido a la frivolidad como su hermano y todos los demás jóvenes de su círculo. Y la castidad, ma fille, es uno de los grandes vicios. ¡Tener veintiocho años y no saber nada todavía de las mujeres! Tienes una gran responsabilidad. Ése es el único defecto que le reprocho, pero tú has llegado para corregirlo, a menos, claro, cosa que explicaría el misterio, pues hay hombres así, como debes de saber, ya que te dedicas al teatro, que…

—Me quiere de veras —la interrumpió Maryna, al sentir una punzada de inquietud—. Y yo le quiero.

—Veo que mi franqueza te desagrada.

—Tal vez, pero me honra usted con su confianza. Sin duda no me diría estas cosas si no creyera que amo a Bogdan y me propongo hacer cuanto esté en mi mano para ser una buena esposa.

—Muy bien dicho, mon enfant. Una evasión encantadora. Bueno, no voy a insistir en este particular. Sólo quiero que me prometas que no le abandonarás cuando deje de hacerte feliz… porque lo hará, tienes un espíritu inquieto y él no es hombre que sepa poseer totalmente a una mujer… o cuando te enamores de otro.

—Se lo prometo —dijo Maryna con seriedad. Se hincó de rodillas e inclinó la cabeza.

La anciana se echó a reír.

—¡Levántate, levántate! No estás en un escenario. Como es natural, tu promesa no vale nada —extendió una mano huesuda y la tomó del brazo— pero de todos modos esperaré que la cumplas.

Grand-mère?

Bogdan estaba en la puerta.

Oui, mon garçon, entre. He terminado con tu mujer, y puedes llevártela sabiendo que me satisface plenamente. Tal vez sea demasiado buena para ti. Podéis visitarme una vez al año y, rappelle-toi, sólo cuando tu hermano esté de viaje. Os escribiré una carta para deciros cuándo podéis venir.

A Maryna le enfureció que la familia de Bogdan no la considerase una esposa digna por… ¿por qué? ¿Porque era viuda? No podían saber que Heinrich no fue capaz de casarse con ella o que no había muerto. Cuando tomó la decisión de regresar a Prusia, con la salud deteriorada, le hizo la promesa, una promesa que ella creía sincera, de que no volvería a entrar jamás en su vida. ¿Porque tenía un hijo? ¿Podía ser tanta su ruindad como para sospechar que el difunto señor Zalezowski, su marido, no era el padre de Piotr? ¡Pero lo era! No, Maryna estaba convencida de que el motivo era que Ignacy desaprobaba la pasión por el teatro que siempre había tenido su hermano menor. Por muy gratificante que fuese el hecho de que la condesa viuda Dembowska no compartiera el desdén de la familia por la actriz, Maryna sabía que hasta que la aceptara el hermano mayor jamás sería aceptada por los demás. Suponía que la distinguida anciana tenía alguna influencia sobre Ignacy, pero o bien no la tenía o bien no se dignaba usarla, y Maryna nunca había vuelto a verla. Cada vez que la abuela llamaba a Bogdan para su visita anual, Maryna estaba a mitad de la temporada teatral en Varsovia o se encontraba de gira.

Nunca la habían aceptado. Finalmente se ganó el cariño de Izabela, la hermana soltera de Bogdan, pero la oposición de Ignacy no hizo más que endurecerse con el paso del tiempo, y Bogdan dejó de relacionarse por completo con su hermano, y el orgullo le exigió incluso que rechazara, de los ingresos que le aportaban las diversas propiedades de la familia, la parte que le correspondía de la finca administrada por Ignacy. Pero Bogdan no tenía ahora más alternativa que pedir una asignación adecuada de ese dinero. Escribió a Ignacy explicándole la razón de su inminente llegada. Era una inversión, le decía, una inversión excelente. También escribió a la abuela y le solicitó permiso para hacerle una visita no programada. Maryna le dijo que también ella deseaba despedirse de la abuela.

En cuanto llegaron, y una vez se hubieron instalado en sus habitaciones de la posada, Bogdan y Maryna alquilaron un carruaje y se dirigieron a la casa solariega. El mayordomo informó a Bogdan de que el conde le recibiría al cabo de una hora en la administración de la finca, y que la condesa viuda se hallaba en la biblioteca.

La encontraron envuelta en chales, sentada en un sillón alto y hondo, leyendo.

—Aquí estás —le dijo a Bogdan. Llevaba una toca de encaje blanco, y el colorete le avivaba el rostro arrugado y nudoso—. No sé si llegas tarde o temprano. Supongo que tarde.

—No pensé que… —farfulló Bogdan.

—Pero no demasiado tarde.

A su lado, sobre una mesa baja, había una copa alta con un líquido espeso y blanco que Maryna no pudo identificar hasta que les sirvieron, a ella y su marido, unas copas similares: era cerveza caliente con nata, en la que flotaban delgados trozos de queso blanco.

A votre santé, mes chers —murmuró la anciana, y se llevó la copa a la boca hundida. Entonces, mirando a Maryna, frunció el ceño.

—Estás de luto.

—Por mi hermano —respondió Maryna, y, recordando el estilo de manifestación impertinente propio de la condesa viuda, añadió—: Mi hermano preferido.

—¿Y qué edad tenía? Debía de ser muy joven.

—No, tenía cuarenta y ocho años.

—¡Joven!

—Sabíamos que Stefan estaba muy enfermo y era improbable que se recuperase, aunque, naturalmente, una nunca está preparada para…

—Cierto, una nunca está preparada para nada. Ah oui. Pero la muerte de una persona siempre es una liberación para otra. Al contrario de lo que suele decirse, la vie est longue. Figurez-vous, no me refiero a mí misma. La vida es muy larga incluso para quienes no alcanzan una longevidad espectacular. Alors, mes enfants —miró solamente a Bogdan—, he aquí lo que tengo que deciros: me gusta vuestra locura, çela vous convient. ¿Pero puedo preguntaros por qué?

—Hay muchas razones —respondió Bogdan.

—Sí, muchas —dijo Maryna.

—Me figuro que demasiadas. Bueno, descubriréis la auténtica sur la route.

De repente la cabeza le cayó adelante, como si se hubiera dormido o…

—¿Bogdan? —susurró Maryna.

—¡Sí! —exclamó la anciana, con los ojos abiertos—, una larga vida es tiempo completamente perdido para la mayoría de la gente, pues se les acaba pronto el entusiasmo o los sueños y todavía tienen todos esos años por delante. Ahora bien, empezar de nuevo, eso sí que es algo interesante, algo fuera de lo corriente. A menos que, como suele hacer la gente, acabéis por convertir vuestra nueva vida en la anterior.

—Creo que eso es poco probable —dijo Bogdan.

—No te estás volviendo más inteligente —replicó su abuela—. ¿Qué clase de libros lees ahora?

—Libros prácticos —dijo Bogdan—. Libros sobre ganadería, viticultura, carpintería, administración de los terrenos…

—Qué pena.

—Lee poesía conmigo —terció Maryna—. Leemos juntos a Shakespeare.

—No le defiendas. Es un idiota. Tú misma no eres tan inteligente, por lo menos no lo eras cuando nos conocimos hace seis años, y ahora eres más inteligente que él.

Bogdan se inclinó y besó tiernamente a su abuela en la mejilla. Una mano diminuta y contorsionada por la artritis se alzó y le dio unas palmaditas en la coronilla.

—Es el único al que quiero —le dijo a Maryna.

—Lo sé, y usted es la única persona por quien le aflige marcharse.

—¡Tonterías!

Bonne-maman! —exclamó Bogdan.

Pas de sentiment, je te le défends. Alors, mes chers imbéciles, es hora de que os marchéis. No nos veremos nunca más.

—¡Pero volveré!

—Y yo me habré ido —abrió la mano derecha, se miró la palma y entonces la alzó lentamente—. Os doy la bendición de una atea, hijos míos —Maryna inclinó la cabeza—. Bis! Bis! —exclamó la anciana alegremente—. Y también un consejo, ¿de acuerdo? Jamás hagáis nada por desesperación. Y, écoutez-moi bien, ¡no inventéis demasiadas razones para lo que habéis decidido hacer!

«Todo el mundo se pregunta por qué nos marchamos», se dijo Maryna. «Que se lo pregunten, que inventen. ¿No dicen siempre mentiras acerca de mí? También yo puedo mentir. No le debo a nadie ninguna explicación».

Pero los demás necesitan razones, o eso se dicen a sí mismos.

—Porque es mi esposa y debo cuidar de ella. Porque puedo demostrarle a mi hermano que soy un hombre práctico, un viril hijo de la tierra, no sólo un amante del teatro y director de un periódico patriótico que fue cerrado rápidamente por las autoridades. Porque no soporto que la policía me siga siempre.

—Porque soy curioso, ésa es mi profesión, es lo que debe ser un periodista, porque quiero viajar, porque estoy enamorado de ella, porque soy joven, porque amo este país, porque necesito huir de este país, porque me encanta cazar, porque Nina dice que está embarazada y espera de mí que me case con ella, porque he leído tantos libros sobre esa tierra, Fenimore Cooper y Mayne Reid y los demás, porque pretendo escribir una gran cantidad de libros, porque…

—Porque es mi madre y me ha prometido llevarme a la Exposición del Centenario, sea eso lo que fuere.

—Porque yo, una muchacha sencilla, seré su doncella. Porque, entre todas las demás candidatas en el orfanato, todas más bonitas y más hábiles en la cocina y la costura, me eligió a mí.

—Porque allí es donde está naciendo el futuro.

—Porque mi marido quiere ir.

—Porque tal vez ni siquiera allí pueda ser sólo polaco, pero no seré sólo judío.

—Porque quiero vivir en un país libre.

—Porque allí la vida será mejor para los niños.

—Porque es una aventura.

—Porque la gente debería vivir en armonía, como dice Fourier, aunque —debe de ser muy edificante, a juzgar por todo lo que he oído decir— confieso que cada vez que intento leer su artículo sobre el trabajo como la clave de la felicidad humana los ojos me empiezan a…

—¡Entonces olvídate de Fourier! —exclamó Maryna—. Shakespeare. Piensa en Shakespeare.

—Pero en Shakespeare está todo.

—Exactamente. Como en América. América nació para significarlo todo.

Y con la voz declamatoria de una actriz al viejo estilo, una voz que pretende ser oída hasta en la última fila de la galería más alta:

—Deprisa, deprisa. Hordas de gente te adelantan. La historia pasa rugiendo por tu lado, convirtiéndose en geografía: una tierra llana hasta donde alcanza a imaginarla la mente. Carreteros en carromatos cubiertos azotan a los caballos para que avancen, como si pudieran alcanzar a los trenes que ahora unen ambas costas… ¡hay una tempestad de escupitajos!

Y así partieron hacia América.