Cuatro

Hoboken, Nueva Jersey

Estados Unidos de América

9 de agosto de 1876

Querido amigo:

Sí, una carta. Y estabas pensando: «El continente la ha devorado». Una carta que he compuesto durante días en la cabeza, aunque es mucho lo que he absorbido para recordarlo todo. ¿Y qué es lo primero que pasa por mi mente? Aquellos últimos momentos en Varsovia. Tu cara ceñuda en la estación del ferrocarril. No veo a la multitud, no oigo la serenata de canciones patrióticas que me dan los estudiantes. Veo la tristeza de mi amigo. ¡Mi querido amigo! No vamos a perdernos el uno al otro, te lo prometo. Te tengo mucho afecto y siempre te lo tendré. Pero ¿te he echado de menos? Te seré sincera, ¿con quién puedo serlo si no es contigo? No, todavía no. Me alivió ver que te encorvabas, que te dabas la vuelta y abandonabas el andén antes de que el tren partiera. Otra carga que desaparecía: tu tristeza. Querías enrolarme en tu melancolía, tu convicción de que no es posible iniciar de nuevo la vida, de que todos somos prisioneros de aquello en lo que nos hemos convertido. Pero no acepto tal cosa, Henryk. Puedo cambiar, lo sé. Ya no soy «la misma persona». Dirás que es una ilusión de actriz, de una persona acostumbrada a cambiar de personajes y que se pone las prendas de otra. Pues bien, ¡te mostraré que eso puede hacerse sin necesidad de estar sobre un escenario!

¿Fuiste entonces a emborracharte? Claro que sí. ¿Te dijiste «mi Maryna me ha abandonado para siempre»? Claro que sí. Pero no es para siempre, aunque quién sabe cuándo volveremos a vernos. Tu aflicción por mi partida hace que te parezca más necesaria que nunca, exagerarás mis encantos en tu recuerdo y olvidarás la desdicha que mi presencia en tu vida, y el penoso afecto que me tienes, te ha causado. Me sigues en tu mente: ahora está en el tren, está en el barco, ahora ha llegado a América, ha iniciado esa nueva vida en un escenario que no puedo imaginar. Me ha olvidado. Al cabo de algún tiempo, te sentirás enojado. Tal vez lo estés ahora. Te sentirás mayor, y entonces pensarás: «También ella está envejeciendo. Pronto habrá dejado por completo de ser bella». Este pensamiento te procurará algún placer.

Así pues, si ello te consuela, imagíname cuando el tren partía de la estación: cierro la puerta del compartimento, me quito los guantes y el sombrero, vierto agua de la jarra y me cubro el rostro con un paño húmedo, lo cual me echa a perder el maquillaje y revela los círculos hinchados bajo los ojos y las arrugas que se extienden desde la nariz a la boca, y entonces me dejo caer en el asiento, temblorosa, sin saber si echarme a reír o llorar. ¡Todas esas despedidas! ¿Te diste cuenta de lo cerca que estuvieron de hacerme perder el dominio de mí misma? Los lloros de los actores jóvenes reunidos en el escenario vacío del Teatro Imperial la tarde en que fui a decirles adiós, el asedio de los admiradores que reprobaban mi decisión en la entrada de artistas cuando, en el crepúsculo, abandoné el teatro, en la acera ante nuestro domicilio en los tres últimos días y luego, puesto que no pude evitar que los periódicos publicaran la hora de nuestra partida, la procesión de estudiantes universitarios que, entre gritos y cánticos, acompañaron al coche hasta la estación, y la corona de cintas blancas y rojas con la dedicatoria: «A Maryna Zalezowska, de la juventud polaca» y que me entregaron cuando subí al tren. «Quieren que me sienta culpable», le dije a Bogdan. «No», replicó él, ya sabes lo amable que puede llegar a ser, «quieren que te sientas amada». ¿Pero no se trata de lo mismo?, me pregunté.

¡No veo por qué han de hacerme sentir culpable porque me marcho!

Cuando llegamos a Bremen, y no estábamos más que al comienzo del viaje, tenía la sensación de que ya había envejecido un año. Disponíamos de dos días antes de que zarpara el Donau, dos días sin nada que hacer, y yo sólo deseaba descansar. Pero no creas que estaba enferma, y no tenía dolores de cabeza, ni uno solo. Me sentía débil porque algo brotaba de mí, o porque me preparaba para un esfuerzo final. «Tú misma te has sentenciado», me dijiste en Zakopane. «Ahora te sientes obligada a llevarlo a cabo». No, Henryk. Impulsada, te lo concedo; obligada, jamás. Pero me preguntaba si, al final, vacilaría. Tal vez aún pensaba que alguien me detendría. Tal vez eso sea lo que siempre he pensado. Tantos lo han intentado… tantos, tú entre ellos, recordándome quién soy, esta Madame Maryna que es tan importante, tan necesaria para ellos. O para el teatro. O para Polonia. ¡Cuando todo lo que desea es convertirse en nadie!

En Bremen tuve que soportar una última despedida. Un último intento de detenerme. Él esperaba en el hotel Cordelia, él, de quien sólo puedo hablar contigo. ¡Y con flores! No uno de esos admiradores que remolonean en los vestíbulos, en general hombres jóvenes con gorra de estudiante que tartamudeaban y me tendían sus ramos de flores, sino un anciano de semblante desabrido y con sombrero de fieltro. Eso es todo lo que vi mientras Bogdan, que desconoce el aspecto que tiene, interceptaba las flores. Hasta que habló («Bienvenida a Bremen», fue todo lo que dijo) no le reconocí. ¿Cómo es posible tal cosa, Henryk, cómo? Él no ha cambiado tanto.

Miré atrás, pero él había desaparecido. Piotr estaba a mis espaldas, con Wanda, Yo temblaba, debía de haber palidecido, sé que la voz me había enronquecido cuando me reuní con Bogdan en la recepción. Allí había cartas de Julian para Wanda, de Julian y Ryszard para nosotros, la última franqueada en Nueva York, de su hermana, que llegaría aquella tarde, para Bogdan (insistía en ir a despedirnos). Para mí había una carta de la Sociedad Shakespeariana de Bremen solicitando el honor de mi presencia en una lectura de Julio César que llevarían a cabo unos jóvenes y prometedores actores… y una nota del hombre con sombrero de fieltro. Éste había leído en un periódico alemán que me iba a América, y decía haber viajado desde Berlín para ver a Piotr. Sin duda no le discutiría el derecho a despedirse de su hijo.

Puedes imaginar el temor que me causaba la perspectiva de ese encuentro, pero —también sabes esto de mí— temía más ser una cobarde. Dejé una nota en la recepción, como él me había pedido, fijando la cita para la tarde siguiente en el paseo cercano, a lo largo del Weser. Le dije a Bogdan, que había hecho cuanto pudo por consolar a la pobre Izabela, que me iba a dar un paseo con el muchacho, y a Piotr le dije que iba a ver a un viejo amigo de su abuela. (¡No me acuses de abrir viejas heridas, Henryk!). Él llegó tarde, por supuesto, y sin decir una sola palabra se abalanzó sobre el niño y lo abrazó, lo apretó contra su vieja chaqueta y, como es natural, Piotr empezó a gritar. Le dije a la doncella que lo llevara de regreso al hotel, y Heinrich no puso ninguna objeción. No se despidió, no le dirigió una mirada cariñosa y paternal… sigue siendo un bruto, Henryk, este tieso y triste vejestorio. Entonces seguimos andando, pero resultó imposible conversar. «¿Qué?», decía una y otra vez. «¿¿Qué??». «¿Es que te has vuelto un poco sordo?», le pregunté. «¿¿Qué??». Fuimos al café de la Altmannshöhe y nos sentamos en la terraza, frente al agua. Le dije de inmediato que no permitiría que me hiciera reproches. «¡Hacerte reproches!», gritó él. «¿Por qué haría tal cosa?». Le dije que tampoco permitiría que me gritara. «Es que no oigo mi voz», replicó en un tono quejumbroso. «Puedes observar que no oigo bien». Y entonces me habló de sus últimos años en Berlín y de la mujer con quien vive, que tiene cáncer de estómago. «Pronto estaré completamente solo. Bald ganz allein, der alte Zalezowski». ¿También él me acusaba de abandonarle? Le pregunté si necesitaba dinero, y esto le provocó una extravagante muestra de indignación, lo cual significa que al final aceptó el dinero que le ofrecía. Y, en efecto, trató de hacer mella en mi resolución. Primero evocó los peligros de una travesía oceánica, como si yo los desconociera, y entonces me recordó el ataque que el año pasado sufrió el Mosel, barco hermano de nuestro Donau. ¿Recuerdas haber leído lo ocurrido? La bomba estalló antes de tiempo, poco antes de zarpar de Bremerhaven, y causó ochenta y nueve muertos y cincuenta heridos entre pasajeros y tripulantes. Entonces, con toda seriedad, predijo que no me gustaría América: allí no hay ningún respeto por la cultura, el teatro tal como nosotros lo conocemos no significa nada para ellos, lo único que quieren son diversiones plebeyas, y así por el estilo, tras lo cual le aseguré que no iba a América en busca de lo que dejaba en Europa… au contraire! Por último, afirmó que yo no tenía ningún derecho a privarle de la posibilidad de ver a su hijo, ¡como si alguna vez hubiera mostrado el menor interés por ese muchacho! Débiles invectivas fueron éstas, sin un ápice de la fuerza de antaño. Tenía una tos seca y no dejaba de pasarse los dedos por el cabello rojizo. No creo que creyera en serio que podría detenerme. Tan sólo deseaba exhibirse. Quería mi conmiseración, y era digno de lástima, pero no me apiadé. Por fin me había librado de él.

Y no obstante… entonces supe que le había querido de veras. Quizá nunca he amado tanto a nadie. Le quise con esa parte de mí que quería ser alguien, alguien que hiciera grandes cosas en este mundo.

Ni siquiera aquel espectro digno de compasión pudo aguar el júbilo que sentía cuando subía a bordo del barco.

Es cierto que hubo peligros durante la travesía, pero no los que mencionó Heinrich. El mar estuvo en calma, nuestro alojamiento era cómodo, aunque el barco parecía pequeño, y supongo que realmente es pequeño; lo construyeron hace casi diez años. Pero entonces te encuentras con el servilismo alemán, cuya finalidad es hacer que no te fijes en el gusto alemán por dar órdenes. El capitán nos adulaba y mimaba tanto (se había enterado de que soy una actriz famosa y Bogdan es conde) que parecía como si la vacilante reputación de la flota propiedad de la Norddeutsche Lloyd dependiera de nuestra aprobación. Al principio me irritaba la monotonía de la vida en un trasatlántico, tan regalada y sometida a una reglamentación estricta. L’indolence n’est pas mon fort. Pero un largo viaje por mar tiene su magia especial, a la que acabé por rendirme. Eso me volvió del todo insociable, incluso con los miembros de nuestro grupo, y sobre todo durante la cena, con su obligatoria conversación ligera mientras un trío de cuerda toca piezas de Bizet y Wagner. Prefería conversar con el mar, que me recuerda el enorme vacío del universo.

Una y otra vez me sentía atraída a la cubierta superior, donde me apoyaba en la regala y contemplaba el agua agitada. Cerca del barco era de un verde sucio, y más lejos tenía el color del peltre bruñido. A veces veía otros barcos, pero estaban a mucha distancia. Incluso cuando los miraba durante largo tiempo no parecían moverse, como si estuvieran atornillados en el horizonte, mientras que nuestro pequeño y chirriante Donau era un veloz proyectil de vapor y hierro que surcaba el océano. Nuestra arriesgada empresa empezó a armonizar en mi mente con el inexorable impulso de la nave a través del agua, con la aturdidora conciencia de que era yo quien nos había puesto a todos en movimiento: ¡ahora no había manera de parar! Sólo puedo decirte a ti estas cosas, Henryk. Me obsesionaba la idea de que podría arrojarme al mar. Podría haberlo hecho, quién sabe. Pero la locura de otra persona me hizo volver a mis cabales.

Era la cuarta noche de la travesía, alrededor de las ocho. Habíamos terminado de cenar una hora antes y yo había acompañado a Piotr al camarote que comparte con Wanda, a fin de prepararlo para acostarse y arroparlo, y había regresado a nuestro camarote, donde Bogdan me aguardaba sentado, con un cigarro sin encender en la mano. Recuerdo que me incliné para mirar con él, a través de la portilla, la luna que acababa de salir, mientras nos acordábamos los dos, riendo, de algo fatuo que el capitán había dicho a la mesa acerca de la luna y la melancolía (ya había colgado mi capa, guardado los anillos, el collar y los pendientes y sacado la bata) cuando el barco pareció tambalearse como un viejo caballo trotón con los corvejones hechos cisco. Entonces el movimiento cesó por completo bajo nuestros pies, y aquella quietud repentina era amenazante. Oímos gritos en el pasillo; Bogdan me dijo que iría a la cubierta para ver qué sucedía, y me apresuré a seguirle. El barco se había detenido. La tripulación corría de un lado a otro, unos largaban velas, otros bajaban un bote salvavidas por el costado. Bogdan me buscó para darme la noticia. El segundo oficial había divisado a alguien en el agua. Un grumete había encontrado un par de botas cortas de horma grande y con cordones junto a la barandilla de estribor. Uno de los primeros pasajeros que se había dado prisa por salir a cubierta, un inglés que se sentaba a nuestra mesa, recordaba el calzado: un caballero no se pone botas cortas para cenar, excepto tal vez un americano. Así pues, no había duda de quién era el que faltaba. La gente se apiñaba a nuestro alrededor, preguntándonos si habíamos conversado recientemente con él, lo cual podría verter luz sobre el trágico accidente. ¡Nada de eso! Su plaza estaba en una mesa contigua, y desde las presentaciones de la primera noche nunca habíamos hablado. Viajaba solo, y era un joven alto, de ojos azul claro, estrábico, con gafas de montura metálica y semblante serio. La primera noche que se sentó a cenar observé que el frac que llevaba era de una talla inferior a la suya. Desde luego, no me había fijado en las botas inapropiadas del pobre muchacho. Todos permanecimos en silencio junto a la barandilla y vimos cómo el pequeño bote se movía alrededor del barco, trazando unos círculos cada vez más anchos. Aún había luz en el cielo, pero el color del mar era negro. El capitán, desde el puente, gritaba sus instrucciones, a través de un megáfono, a los marineros del bote. Los marineros agitaban sus antorchas y gritaban al agua. Entonces también nosotros nos pusimos a gritar, pues el cielo se estaba oscureciendo, pronto el color del mar engulliría al del cielo y ya resultaba difícil distinguir al mar del cielo. Pero el americano no reapareció en la superficie del agua. Al cabo de otra media hora, el capitán ordenó que regresara el bote, la máquina volvió a ponerse en marcha y el barco siguió adelante.

Por supuesto, es posible que fuese un accidente, que el pasajero ansiara la paz de la cubierta tras la tediosa cena, que junto a la barandilla, como era americano y joven, poco más que un muchacho, se hubiera quitado las botas con despreocupación para estirar los dedos de los pies y notar las húmedas tablas bajo las plantas enfundadas en calcetines (¡Piotr podría haber hecho eso; yo misma podría haberlo hecho cuando nadie me veía!) y entonces, al divisar algo grande y plateado, una ballena, pensaría entusiasmado, se hubiese inclinado por encima de la borda y cuando el mar se agitó de improviso y el barco osciló…

Pero no sucedió eso, ¿verdad? De todos modos, tal vez él no había tenido la intención de hacerlo, tal vez sólo salió a dar una vuelta bajo el cielo nocturno, del todo sereno, sin que en su mente hubiera mucho más que los habituales y soportables presagios y pesares. Y entonces, como me sucedía a mí, le hipnotizara la seducción del mar. De repente, caer le pareció muy fácil. ¿Pero qué podría haberle hecho abandonar la seguridad de tener los pies firmes sobre la cubierta y el pecho apoyado en la barandilla, mientras la frente y las mejillas recibían la húmeda y acariciante brisa, para arrojarse al vacío, agitando las extremidades y con el corazón detenido, hacia el golpe con el agua helada; ceder el aire de una profunda inhalación con la boca abierta por un muro de agua que sepultaría su cara, le inundaría la garganta, le envolvería caderas y piernas y le arrastraría lejos del barco? ¿Qué fracaso de la imaginación le hizo arrojarse por encima de la borda? ¿O qué desesperación juvenil? Pero siempre hay algo que nos atrae de un modo inexorable. ¿Quién o qué le esperaba cuando el barco atracó en Nueva York? ¿Un negocio familiar al que no quería integrarse? ¿Una prometida con la que ya no deseaba casarse? ¿Una madre de cuyas cariñosas atenciones volvería a ser un esclavo? ¡Cómo me habría gustado poder explicarle que no tenía que ser aquello que se creía sentenciado a ser! ¿Pues no es por eso por lo que una persona piensa en poner fin a su vida?

Algunos pasajeros permanecimos un rato en cubierta, confiando todavía en avistar algo en el agua, como si volver al interior del barco significara aceptar la muerte de aquel hombre. A la mañana siguiente, durante el desayuno, la gente apenas hablaba de otra cosa. Todos estaban de acuerdo en que el joven vestía mal, algunos habían observado que su comportamiento era extraño, y se llegó a la conclusión de que no debía de haber estado en su sano juicio. Bogdan parecía muy afectado. Piotr, que había estado escuchando con el semblante muy serio, me preguntó en un susurro: «¿Por qué se quitó las botas?». Al ver que no le respondía (el suicidio no es algo que una desee que un niño se imagine con claridad), manifestó que el americano se había descalzado porque debía de ser un buen nadador, por lo que existía la posibilidad, ¿no era cierto?, de que aún estuviera nadando. Aquella tarde el capitán llevó a cabo un servicio fúnebre en el salón. Me pidió que recitara algo y yo, pensando que debería ser un poema alemán, puesto que estábamos en un barco alemán, me lancé un tanto aturdida a recitar:

Vorüber die stöhnende Klage

Elysiums Freudengelage

Ersäufen jedwedes Ach—

Elysiums Leben

Ewige Wonne, ewiges Schweben,

Durch lachende Fluren ein flötender Bach

y así sucesivamente, sin duda recuerdas el «Elysium» de Schiller. Pero al llegar a Hier mangelt der Name dem trauernden Leide, «aquí el dolor del luto carece de nombre», no pude seguir reteniendo las lágrimas. Pedí a la muchacha campesina que he traído con nosotros para que nos ayude en las tareas domésticas que cantara un himno a la Virgen. Esta chica, Aniela, canta de maravilla. Cuánto me entristece recordar a ese joven al que no llegué a conocer…

Debo interrumpirme ahora.

10 de agosto

Puedo continuar. ¿Te he alarmado, querido amigo? No te preocupes por mí, porque soy muy fuerte. Ya sabes que tengo estas fantasías alocadas. Imaginar vivamente lo que otros sienten forma parte de mi naturaleza.

¿Qué más te diré sobre la travesía en el Donau? Que comí copiosamente, que aspiré hondo y a menudo el aire marino, que esperé el final de la travesía. Al contrario que otros miembros de nuestro grupo, no me hago ninguna ilusión sobre los viajes. A fin de combatir los pensamientos ociosos o mórbidos, me dediqué al estudio de otro manual de gramática inglesa y leí. Sumirme en un libro es un gran consuelo. Bogdan tiene sus libros sobre agricultura, pero disfrutaba demasiado del viaje para que le apeteciera enfrascarse en los preparativos de las tareas que nos aguardaban cuando finalizara. Incluso una noche me dijo que casi deseaba que ese momento no llegara jamás, que el barco siguiera navegando eternamente. Piotr, que parecía también encantado, apenas abría su precioso volumen ilustrado de Fenimore Cooper, los conocidos relatos de nobles indios que se retiran ante el ataque de la civilización han cedido el paso a la realidad exótica del vapor que avanza por el océano bajo las estrellas. Hacía preguntas a todo el mundo sobre el funcionamiento de la máquina del barco y los nombres de las constelaciones. El primer maquinista, del que se convirtió en su mascota, le llevó al cuarto de calderas. Bogdan, haciendo gala de una adorable solicitud paterna, pasó horas con Piotr examinando un atlas de astronomía tomado en préstamo de la biblioteca del capitán. Y yo tenía el volumen que me diste como regalo de despedida, La expresión de las emociones en el hombre y los animales, y me satisfizo comprobar que mis conocimientos de inglés me permitían salir airosa del reto que supone esa lectura. Desde luego, como bien sabías, la exposición que el señor Darwin hace de la manera tan similar a la nuestra en que los animales expresan temor, odio, alegría, orgullo y todo lo demás iba a interesarme. Y comprendo el motivo de que a él le atrajera este tema, pues el hecho de que seamos tan parecidos a los animales es una prueba más de su idea de que descendemos de ellos. ¡Bueno, quizá sea cierto! De haber leído el libro en tierra, esa posibilidad me habría repugnado, pero leerlo en el mar, donde los seres humanos parecemos insignificantes, no parecemos tener la menor importancia, me hizo receptiva a las blasfemias del señor Darwin. ¡Tu libro me apasionó, Henryk!

Sí, acepto que los animales se parecen a los humanos, se nos parecen hasta el exceso. Son como actores anticuados, con unas maneras de expresar lo que sienten demasiado predecibles. En realidad, el libro del señor Darwin es un manual de actuación exagerada. ¡Ay de los actores que consulten esta obra, pues en ella encontrarán la confirmación de todos sus malos hábitos! El buen actor recelará de la señal facial evidente, el amplio gesto, por naturales que puedan ser. Lo que más conmueve al público es cierta manera de mantenerse a distancia, una especie de dignidad en medio del infortunio. Me apresuro a añadir que esto no tiene nada en común con la notoria renuencia de los ingleses a exteriorizar sus sentimientos, pues incluso el señor Darwin, empeñado en demostrar que el lenguaje de las emociones es universal, ha de admitir que sus compatriotas se encogen de hombros con mucha menos frecuencia y energía de lo que lo hacen los franceses o los italianos y que los hombres casi nunca lloran, mientras que en Polonia, y ciertamente en la mayor parte de los países continentales, los hombres vierten lágrimas fácil y libremente.

Y creo que existe una diferencia irreductible entre los seres humanos y los animales. La idea del señor Darwin de que hay una manera natural de expresar cada emoción da por sentado que cada emoción es nítida. Eso puede ser cierto en el caso de mi primo el mono y mon semblable el perro, pero ¿acaso no somos capaces los humanos de experimentar, dejando al margen los momentos de emergencia, por lo menos dos emociones a la vez? ¿No sientes unas emociones contradictorias, mi querido amigo, acerca de mi partida? ¿Te muerdes el labio, alzas las cejas, contraes los músculos de la aflicción alrededor de los ojos? No, probablemente no hay nada que observar en tu rostro. ¿Estoy diciendo entonces que eres un buen actor, Henryk? Tal vez eso sea lo que hago. Nada a observar en tu cuerpo, aparte del paso más lento… excepto cuando bebes. Y perdóname si te intimido, pero ¿estás bebiendo tanto como de costumbre? ¿Más?

Ah, pero dirás que eso que sientes por la querida Maryna y el abandono de que te ha hecho objeto no es una emoción. ¡Es una pasión! Exactamente, querido amigo. Y el señor Darwin no describe pasiones sino sólo reacciones. Todo lo que las emociones parecen significar para este inglés es lo que sentimos cuando nos cogen desprevenidos, por sorpresa. Alguien a quien al principio no reconozco pero que tengo motivos para temer acecha en un lugar concurrido donde no espero encontrarme con nadie, como, sí, el vestíbulo de un hotel en una ciudad extranjera. O alguien de quien sé que está furioso conmigo (nunca te he hablado de este incidente) irrumpe en un sitio donde me siento totalmente segura cuando estoy a solas, como mi camerino. Me sobresalto y, por supuesto, siento temor. Separo los labios, se me dilatan las pupilas, alzo las cejas, el corazón me late con violencia, el rostro palidece, el vello de la piel se yergue y los músculos superficiales se estremecen, se me seca la boca y la voz se me vuelve ronca o confusa, y no tengo el menor control sobre todas estas reacciones. Cuando el estímulo se retira, recupero la serenidad. ¿Pero qué decir de esos sentimientos dolorosos retenidos durante largo tiempo que parecen haber sido dominados y entonces, sin ninguna advertencia, inundan el alma? ¿Dónde está la añoranza del amor no correspondido? ¿Qué decir de los celos? ¿Y del remordimiento? ¡Oh, sí, el remordimiento! ¿Y la inquietud, la inquietud por todo y por nada? ¡El repertorio del señor Darwin parece muy británico!

Hablando de la mentalidad británica, debo mencionar el otro libro en inglés que me llevé para leer en el barco, una novela, no reciente ni mucho menos, titulada Villette. Es el retrato de una mujer joven que tiene elevados principios y pocas expectativas. Ya sabes que siempre simpatizo con esa clase de personajes. Me gustan las mujeres heroicas y estoy a la espera de un dramaturgo que represente el heroísmo de las mujeres en la vida moderna, mujeres que no son bellas, que no son de buena cuna, pero que se esfuerzan por ser independientes. Incluso imaginé la posibilidad de adaptar una novela a la escena. Sería un papel fascinante (¡un respiro de las actrices y las reinas!) que podría gustarme interpretar. Ése no fue el motivo por el que me dieron el libro, un regalo de despedida de una colega del Imperial que pasó su infancia en Inglaterra. Le pareció que me interesaría una escena en la que la heroína ve a Rachel actuando en Londres. Avancé tenazmente en la lectura (¡la señorita Brontë tiene un vocabulario mayor que el del señor Darwin!), totalmente embelesada por el personaje de Lucy Snowe, una chica poco atractiva y que se conoce a sí misma, llena de pasión oculta, hasta que por fin llegué al capítulo donde la llevan al teatro. Imagina mi consternación cuando descubrí que a la heroína, con la que tanto había simpatizado, Rachel no le gusta en absoluto. Aunque el poder de Rachel le encanta y subyuga (¿y a quién no?), la mujer apasionada a la que ve en el escenario también le repele. ¡En realidad la desaprueba! Juzga que la expresividad de la emperatriz de la escena es excesiva, nada femenina, rebelde… ¡satánica!

¿No te parece raro que ver a una gran actriz pudiera despertar semejante animosidad y temor? En Polonia, como en Francia, a una actriz se le podría censurar que prodigara sus favores sexuales, pero no que fuese demasiado apasionada. Tal vez el teatro significa algo en Polonia que no puede significar en ninguna otra parte, ni siquiera en la tierra del divino Shakespeare. ¿Por qué no se limitó Lucy Snowe a gozar de la obra? ¿Por qué no deseó sumirse en el éxtasis? ¿Por qué se sintió amenazada por la pasión de Rachel? Y, no obstante, la novela que ha escrito la señorita Brontë es muy apasionada. Tal vez la autora se querellaba consigo misma. Temía que sus propias pasiones trastornaran su vida. No deseaba cambiar ni que la cambiaran.

Pero ya ves, dondequiera que vaya, imagino mi propia tarea (y la resistencia que se le opone, tanto desde dentro como desde fuera). A una mujer le es más difícil imaginar una vida distinta a la que le ha sido impuesta. Los hombres lo tenéis mucho más fácil. Se os alaba por ser temerarios, audaces, aventureros, por ser independientes. Numerosas voces internas le dicen a la mujer que se comporte con prudencia, amable, timoratamente. Y sé que es mucho lo que hay que temer. No supongas, mi querido amigo, que he perdido el sentido de la realidad. Cada vez que soy valiente, estoy actuando. Pero eso es todo lo que se necesita para ser valiente, ¿no te parece? La apariencia de valentía, su representación. Como sé que no soy valiente, no lo soy en absoluto, eso me estimula para actuar como si lo fuese.

En nuestro país nadie acusaría de demoníaca, sí, demoníaca, y de exaltar la figura de una rebelde a una actriz que hace alarde de sus sentimientos en el escenario; esto es un moralismo al que no estoy acostumbrada. En Polonia apreciamos mucho la idea de la rebelión, del espíritu insurgente, ¿no es cierto? Aprecio mi propia rebeldía, pues soy consciente de lo mucho que me atrae ceder, satisfacer servilmente las expectativas ajenas. ¡Cómo me enfrento a esa parte mayor de mí misma que es un espíritu conquistado, ansioso de obedecer, mayor, sin duda, porque soy mujer y me han educado para el servilismo! Ésta es una de las cosas que me hicieron sentir la atracción del escenario. Mis papeles me ejercitaron en confianza y en desafío. Actuar era un programa para vencer a la esclava que había en mi interior.

Imagina, pues, lo que significa para mí abandonar la escena, donde tengo permiso para actuar con arrogancia. No creas que no es un sacrificio. He estado unida a la escena durante casi veinte años. Tal vez un día en California (incluso ahora, ya en América, me emociona escribir CALIFORNIA) junto al arroyo detrás de nuestra pequeña cabaña y para diversión de la colonia y algunas doncellas indias, representaré una escena de una de mis obras favoritas. Sí, lo confieso, me he traído algunos de mis trajes (los de Julieta, Rosalinda, Porcia, Adrienne). Sin duda me sentiré muy ridícula al ponerme uno de ellos tras un día de vigoroso trabajo en nuestros campos, bajo el cielo azul, o en las colinas, a lomo de un caballo, con un fusil en bandolera. ¡Qué artificial me parecerá entonces todo esto! Aun así, si alguna vez siento la tentación de volver al teatro, podré recordar lo que he sabido sobre los recelos que las grandes actrices inspiran a los anglosajones. ¡Gracias a Dios no he venido a América para actuar en el escenario!

12 de agosto

Pero debes de estar pensando que no te he dicho nada acerca de América. Bien, puedo decirte algo de Nueva York, ciudad sobre la que todo el mundo insiste en que ahora está tan inundada de inmigrantes que es casi una extensión de Europa, ¡no tiene nada de América! Como has visto al comienzo de esta carta ya demasiado larga, no residimos en la isla de Manhattan. Puesto que Bogdan pensó que el alojamiento para todos nosotros en un hotel aceptable sería un despilfarro de nuestros fondos, pedimos consejo al capitán del barco, quien nos recomendó una fonda, cómoda y no muy cara, cerca del lugar donde están los muelles de la línea Norddeutsche Lloyd, en el otro lado del río Hudson. ¡Aquí, en esta localidad ribereña, cuyo encantador nombre indio significa tabaco de pipa, y con el panorama de Manhattan a la vista, nos encontramos en otro de los treinta y ocho estados!

Cada mañana los más intrépidos de nosotros embarcamos en el transbordador y dedicamos el día a explorar la ciudad, y digo los más intrépidos porque los que cruzan el río son ahora un grupo más reducido. Manhattan se ha revelado intimidante para la mayoría de nuestros apacibles compañeros, los cuales sólo piensan en seguir adelante y en la pastoral que nos aguarda. Wanda se siente completamente perdida sin Julian. Aleksander, aunque es infatigable, tiene la desventaja de no saber inglés. Danuta y Cyprian deben atender a las necesidades de sus dos hijitas. Sólo Jakub, que va a todas partes con su cuaderno de dibujo, casi se ha instalado aquí como en un hogar. Temo que lamentará marcharse tan pronto, pero le he prometido que California será un tema no menos rico para el artista. También yo lo lamentaré un poco. Un actor suele ser además un ávido espectador, y ningún espectáculo podría ser más encantador que el que vemos representado, en todas las lenguas conocidas, sobre este tosco escenario. Están representadas todas las razas, naciones y tribus del mundo, por lo menos entre las clases más pobres, y la mayoría de la gente parece ser muy pobre cuando te aventuras más allá de las arterias principales. No me sorprende descubrir que la ciudad es tan fea, pero no había esperado ver tantos pobres y vagabundos. Nos dicen que los pobres son más numerosos que hace algunos años, no sólo porque cada vez hay más inmigrantes, la mayoría de los cuales llegan sin nada, sino también porque (el hermano de Bogdan le hizo unas tremendas advertencias al respecto) la economía aún no se ha recuperado de la gran crisis («pánico», lo llaman aquí) de hace tres años. Los puestos de trabajo, sobre todo los humildes, escasean, y los salarios siguen bajando. ¡Pero es evidente que esto no disuade a nadie de venir aquí, con la esperanza de que lleguen mejores tiempos!

Anoche Bogdan y yo decidimos hacer una escapada los dos solos y cenamos en Delmonico’s, un restaurante con la reputación de ser el mejor de la ciudad. Puedo afirmar que aquí los potentados se alimentan tan bien y sus movimientos son tan suaves como los de Viena y París. En el exterior, todo es desasosiego y ruido. Carros, carruajes, omnibuses, coches de punto, tranvías y peatones que se empujan unos a otros hacen que cada cruce de calles sea una aventura. Todos los edificios están cubiertos de carteles y hay unos hombres contratados para que sean quioscos ambulantes, festoneados de anuncios por delante y detrás, e incluso sobre la cabeza, mientras que otros ponen hojas volantes en las manos de los transeúntes o las arrojan a puñados al interior de los tranvías. Los limpiabotas llaman a los clientes desde sus pequeñas plataformas, los buhoneros gritan desde sus carretones, y bandas de música, sobre todo alemanas, te ensordecen con sus trompas y tubas. Me sorprendió ver tantos alemanes, más numerosos incluso que los irlandeses e italianos, cada una de cuyas nacionalidades tiene su propio barrio. Aquí hay mucha miseria y pobreza, Henryk. Y delincuencia: continuamente nos advierten que no nos aventuremos por los lugares donde viven los pobres, pues es muy grande el peligro de que las bandas de matones nos ataquen y roben. Jakub es, entre todos nosotros, el que más se atreve a explorar estas zonas pululantes de la ciudad, y ya ha llenado cinco álbumes con esbozos. Ayer se pasó la tarde en el barrio de los judíos, judíos pobres, por supuesto, que tienen un aspecto muy parecido al de sus correligionarios de Cracovia, y los hombres de barbas oscuras con casquete en la cabeza todavía llevan abrigo negro con este calor atroz.

Esto último me trae a la mente mi única queja. Jamás había conocido un calor semejante. Piotr tiene una erupción. La hija menor de Danuta no cesa de llorar. El calor hace que me sienta vestida en exceso (supongo que lo estoy), aunque no tanto como las mujeres de aquí, que todavía llevan tontillo para ahuecar la falda y, como Danuta, Wanda, Barbara y yo hemos observado, nos miran con envidia (así lo imagino) nuestras esbeltas faldas. Naturalmente, tras desembarcar del transbordador, caminamos mucho. Ayer, cuando paseábamos por Broadway, que es la calle principal de la ciudad, una mujer corpulenta que llevaba un enorme aro negro bajo la pesada falda negra se desplomó en la acera ante nuestros ojos. Pensé que estaba gravemente enferma, pero no, un paseante dijo que eso sucede con frecuencia en agosto, y un cochero desenganchó el cubo de agua de su caballo y sin ninguna ceremonia roció la cara de la mujer desvanecida, tras lo cual le ayudaron a levantarse y ella, sin la menor señal de azoramiento, prosiguió su camino. Sé que es imprudente permanecer tanto tiempo al sol, pero no tenemos hotel en el que refugiarnos. Si Piotr se saliera con la suya, a cada hora nos protegeríamos en una heladería. Aquí el helado, que hacen los italianos, es delicioso. Al chico también le gusta una golosina india que venden en la calle, pequeñas masas informes, ligeras y secas, que se consiguen haciendo estallar granos de maíz blanco, así como los cacahuetes marrones enfundados en una vaina blanda y de color claro, pero estos últimos me resultan del todo indigestos. Aquí la gente toma más agua que vino con las comidas, y tanto en invierno como en verano beben el agua muy fría: el vaso está lleno de trocitos de hielo en forma de cubos. Estoy segura de que esto te parecerá completamente nocivo. Hoy varios de nosotros, buscando en vano un lugar fresco, hemos ido al vasto parque recién terminado al norte de la ciudad. Lo llaman Central Park, aunque no hay en él gran cosa que sea central. A decir verdad, tampoco tiene mucho de parque, no te imagines algo como un parque nuevo en Cracovia y mucho menos nuestro majestuoso y frondoso Planty, pues la mayor parte de los árboles son todavía demasiado jóvenes para dar sombra.

La comunidad polaca es pequeña, pues son muchos más los compatriotas que se han instalado al oeste, en Chicago. Bogdan ha visitado a algunos de los dirigentes, los cuales le han manifestado su deseo de organizar una recepción en mi honor. Creo que debo rehusar, por más que lamente decepcionarlos. Quieren dar la bienvenida a la persona que he dejado de ser. Pero la actriz que fue no puede reprimir su curiosidad por el teatro, y agosto, aparte de ser el mes más caluroso, es también el comienzo de la temporada. En realidad, de acuerdo con la ruda advertencia que me hiciera Heinrich, aquí el teatro parece significar algo distinto a lo que significa chez nous, en Viena y París. El público espera entretenimiento, no sublimidad, y lo que más le entretiene es lo afectado y lo extravagante. Teníamos intención de ver La Grande-Duchesse, de Offenbach, que se representa en uno de los escenarios más grandes que hay aquí, hasta que supimos que la interpretaba la Compañía de Ópera Juvenil Mexicana, y que la prima donna, la señorita Carmen Morón, es una niña de ocho años. ¿Te imaginas oír la frase de la duquesa, «Dites-lui qu’on la remarqué» (¿existe una canción de amor más cautivadora?) entonada con la voz chillona de una chiquilla? Tal vez sea algo apropiado para Piotr, aunque supongo que a él le habría gustado más el programa de otro teatro, en el que figuraban George France y sus perros, Don Caesar y Bruno, la Compañía Hensell de Cantores Alpinos, Jenny Turnour y la Reina del Trapecio, y un Herr Cline que baila un pas de deux con su abuela en la cuerda floja. Lamentablemente, no hay obras de Shakespeare en ninguno de los teatros, aunque me han asegurado que en América no se representa a ningún dramaturgo tan a menudo como a Shakespeare. Aparte de las farsas y los melodramas, a los que no parece que merezca la pena aventurarse ni siquiera por curiosidad, hay una sola comedia ligera, inglesa, naturalmente, titulada Nuestro primo americano, que goza de una imparable popularidad en todo el país desde hace doce años, porque ésa es la obra que contemplaba el presidente Lincoln desde un palco con su esposa y varios miembros de su gobierno cuando fue asesinado… a manos de un actor trastornado, como recordarás. Las obras dignas son casi todas ellas en inglés o francés pero, aunque el público neoyorquino adora a Wagner, no hay el menor interés por los grandes dramaturgos alemanes. Si quieres ver algo de Schiller has de ir a uno de los teatros en lengua alemana, donde lo verás representado por una compañía de segunda fila de Munich o Berlín que está de gira, y, como es impensable presentar una obra de Krasinski o Slowacki o Fredro en inglés y no hay suficientes polacos en Nueva York para mantener un teatro en lengua polaca, nuestros sublimes dramaturgos siguen aquí totalmente desconocidos.

Me habría encantado ver a uno de los eminentes actores norteamericanos cuya reputación ha llegado a Europa, pero ahora no actúa ninguno de ellos. Fuimos al magnífico teatro propiedad de uno de esos actores, Edwin Booth (su hermano menor fue quien asesinó al señor Lincoln), que ha iniciado la temporada con Sardanápalo, un drama de Lord Byron. Parece mezquino observar que la manera de actuar daba poco juego a la imaginación (¡tu señor Darwin lo habría aprobado!), dado que han convertido la obra en un enorme e ingenioso espectáculo. Música alta, un decorado imponente, un centenar de actores pululando por el inmenso escenario: eso es lo que aprecia la mayoría del público de aquí. Además de una docena de actores en los papeles principales, el «ballet italiano» del segundo acto estaba formado por… un momento, que miro el programa… «¡cuatro bailarines de primera clase, ocho corifeas, seis bailarinas, noventa y nueve figurantes, veintidós muchachos negros, doce coristas femeninas, ocho masculinos y cuarenta y ocho comparsas femeninas!». Imagínate toda esa gente retozando mientras la maquinaria del escenario produce los efectos más sorprendentes: toda una escena puede alzarse del suelo o bajar y desaparecer de la vista. El último acto terminó con una asombrosa conflagración que el público apreció tanto como nosotros.

Aquí lo más grande es lo mejor, un prejuicio que tal vez no sea más erróneo que el de pensar que lo más antiguo es mejor. El teatro de Booth, con un aforo de casi dos mil personas y espacio para varios centenares más de pie, dista de ser el de mayor tamaño. Éste sigue siendo el Steinway Hall, donde, como nos han informado con solemnidad, Antón Rubinstein llevó a cabo su debut en América. Tratando de impresionar a Bogdan, me abstuve de mencionar, con toda naturalidad, que el gran pianista era un invitado habitual en nuestras veladas de los viernes en Varsovia. Ahora pienso que, a pesar de su jactancia porque tienen lo más grande y lo mejor de todo, en lo que respecta al arte los norteamericanos, de una manera sorprendente, carecen de una patriótica confianza en sí mismos. Es falso afirmar que el público sólo anhela diversiones plebeyas, pero se da por sentado que las actuaciones de calidad proceden de ultramar. Aquí los actores extranjeros tienen mucho éxito y, si son franceses o italianos, se espera de ellos que actúen en sus propios idiomas, los cuales nadie comprende. Hace unos veinte años, Rachel triunfó con Adrienne Lecouvreur en el mayor teatro de la ciudad, el Metropolitan, y diez años atrás Ristori hizo una gira de mucho éxito y muy lucrativa por todo el país. Al pensar en ello ahora, confieso sentir una punzada de envidia. Pero no, no llegues a la conclusión de que sueño con reanudar aquí mi carrera. ¿En qué lengua? Nadie querría escuchar nuestro idioma, y el otro, en el que me he adiestrado para actuar, el alemán, también se considera apropiado tan sólo para el público de inmigrantes.

No voy a quejarme de una obra titulada El poderoso dólar que vimos en el Teatro Wallack y con la que terminamos nuestro repaso de lo que se hace en los escenarios de aquí. En Gilmore’s Garden oímos un concierto de Madame Pappenheim, la soprano Emilie Pappenheim. Bogdan y yo la encontramos menos interesante que su público, que era muy entusiasta y aplaudía cada uno de sus trinos. En una galería de arte francés, la de Michel Knoedler, vimos una sala llena de cuadros insípidos, y en la Sociedad Histórica de Nueva York (aquí no hay ningún museo digno de mención) encontramos unos bajorrelieves de mármol procedentes del palacio de Sardanápalo, una grata sorpresa tras haber visto su reproducción en cartón piedra en la obra de Byron. Llevamos a Piotr con nosotros a todas partes, y ver la ciudad a través de sus ojos me evita ser demasiado exigente: al chico todo le encanta. No puedo decir lo mismo de la otra criatura bajo mi custodia; me refiero a Aniela, nuestra doncella, a quien todo le resulta incomprensible. Le dijeron que iba a América, pero Varsovia debía de ser una América para ella (nunca había salido de su pueblo), tras lo cual se encontró en un tren (por primera vez en su vida), en un hotel de una ciudad extranjera, en un hotel sobre el agua, como ella llamaba a nuestro vapor, y ahora aquí. Cuando camino le oigo una y otra vez el estribillo: «Oh, Madame! Oh, Madame!». Imagíname con mi pequeño a un lado y esta chica regordeta de rostro caballuno en el otro, los dos aferrándome las manos, llenos de aprensión y asombro. Tuviste un atisbo de ella en la estación y, ya que conoces cuánto aprecio la belleza en todas sus formas, quizá te sorprenda que la contratara. También sorprendí a todo el mundo en el orfanato de Szymanów al elegirla entre seis chicas educadas allí a las que seleccionaron para que las entrevistara. Una de las monjas hizo un aparte conmigo para advertirme que estaba cometiendo un error, que la habilidad de Aniela en costura y cocina era muy inferior a la de las otras. ¿Por qué me quedé entonces con ella? Pues bien, sin duda sonreirás: fue por su voz. Cuando le pregunté si sabía cantar, se me quedó mirando boquiabierta, y acto seguido, sin cerrar primero la boca (pero cerrando los ojos con fuerza) cantó dos himnos latinos y «Dios salve a Polonia», uno tras otro. Sé que parece cómico, pero su manera de cantar hizo que se me saltaran las lágrimas. Me di cuenta de que la muchacha, de sólo dieciséis años, tenía un carácter dulce, y Danuta y Wanda le enseñarán a cocinar y coser. ¡A decir verdad, también yo necesito unas lecciones! Toda mujer puede aprender a llevar una casa, pero ¿quién pensaría en enseñarle a esta chiquilla a cantar?

Pero veo que tendré que enseñarle todo lo demás, en primer lugar a no tener miedo del mundo y luego a no temerme. Antes de que saliéramos de Varsovia le pregunté si tenía cuanto necesitaba para su nueva vida, la cual intenté describirle, sin demasiado éxito. Como si fuese un examen en el que no debería fallar, exclamó: «¡Oh, sí, Madame, lo tengo todo!». Cuando emprendimos la travesía descubrí que sólo tenía un vestido, un pañuelo, una camisa raída y una chaqueta de velludillo. El propietario de la fonda de Hoboken nos ha aconsejado que le compremos ropa antes de partir hacia California, pues los precios de las tiendas grandes están todos rebajados debido al «pánico» que antes he mencionado. Así pues, imagínate a tu Desdémona yendo ayer de tienda en tienda, trabada en seria conversación con los dependientes acerca de una chaqueta, una falda, un vestido camisero y unas prendas interiores prácticas. Aquí la tienda más importante es A. T. Stewart, un palacio de hierro fundido que ocupa toda una manzana de casas y del que se dice que es el más grande del mundo. Pero yo prefiero un bazar más pequeño, Macy’s, que acaba de inaugurar un departamento de prendas para chicos cuyo juicioso surtido de géneros decepcionó terriblemente a Piotr. ¡Éste esperaba que le comprara un tocado de plumas y un taparrabos apaches, y no hubo manera de consolarle durante el resto del día!

15 de agosto

Piotr me ha perdonado por decepcionarle: ayer visitamos la Exposición del Centenario.

El viaje en sí fue todo un espectáculo, tanto dentro del tren como al mirar por las ventanillas, pues parece ser que los vagones de los trenes norteamericanos, incluso los llamados de primera clase, no están divididos en compartimentos. Durante unas dos horas y media permanecimos en la íntima proximidad de un número determinado de desconocidos sudorosos, y ellos en la nuestra, no menos sudorosos mientras tratábamos de conservar algún jirón de la inútil dignidad del Viejo Mundo. La mayoría de los pasajeros viajaban en famille y llevaban cestos de comida y bebida, cuyo afable ofrecimiento, tanto si lo aceptábamos como si no, les daba derecho a ser amistosos… cosa que, en América, significa hacer preguntas. De qué país procedíamos, si íbamos a la Exposición del Centenario y lo que queríamos ver. «Es demasiado grande para verlo todo», nos decían una y otra vez. Sólo éramos siete, pues Barbara y Aleksander, cuando se enteraron de que Filadelfia se encuentra al sur y era probable que hiciera todavía más calor, se quedaron en Hoboken. Nada pudo persuadirlos de que compartieran con nosotros la excursión esperada con tanto entusiasmo. Danuta y Cyprian pudieron venir porque no iban a dejar a sus hijitas con Aniela, pero Danuta ha querido asegurarse de que no sufrirán tanto cuando lleguemos a California. ¡Sufrir! Aunque les recuerdo que California es famosa por su clima templado e ideal, me preocupa que no hayan comprendido lo ardua que puede ser nuestra vida allí, al menos durante los primeros meses.

Filadelfia, lo que hemos podido ver de la ciudad entre la estación y los terrenos de la Exposición en las afueras, es más antigua, más bonita y más limpia que Manhattan. ¡Eché en falta el tumulto de Manhattan! Pero bastante gente, como podría corroborar el más ávido conocedor de las multitudes, nos aguardaba en la Exposición, que ya ha recibido varios millones de visitantes desde que se inauguró en mayo.

Era imposible ver todas las cosas interesantes en un solo día. ¡Imagínate, Henryk, la construcción más grande del mundo, el edificio principal de la Exposición, una colosal estructura de madera, hierro y vidrio cinco veces más larga y diez veces más ancha que el Donau! Imagínate… pero sin duda has leído acerca de ello en nuestros periódicos o en la prensa alemana. Creo que habrás podido leer lo que Ryszard ha escrito al respecto, pues sé que prometió a la Gazeta Polska por lo menos un artículo sobre el Centenario. Pero como hemos sabido por la carta que nos aguardaba en el hotel de Bremen, nuestro despreocupado y joven periodista no ha estado en Filadelfia. Decía en su carta que se sentía demasiado impaciente por partir y que, en vez de escribir sobre esa ciudad, basándose en el viaje transcontinental, lo haría sobre temas como el de que, cinco años después del Gran Incendio, Chicago ha resurgido de sus cenizas. Y cuando llegó a los territorios occidentales, por fin vio indios de carne y hueso, aunque sólo fuese en un penoso desfile, huyendo de las invencibles tropas gubernamentales que protegen a los pioneros. Eso me hizo sonreír, pues Chicago, donde Ryszard debió de pasar tan sólo unas horas, ya debe de estar completamente reconstruida. ¡En América cinco años es mucho tiempo, Henryk! Y la batalla más reciente con los indios, a comienzos de este verano, terminó con la ignominiosa derrota de la caballería y la muerte de su jefe, el general Custer. Como Ryszard tiene una imaginación tan poderosa, tal vez incluso más necesaria para un periodista que para un actor, ¡no me sorprendería si me dijeras que ha enviado un artículo sobre la Exposición del Centenario!

Dado que ya debes de saber algo acerca de las maravillas que hay aquí, sólo mencionaré lo que es divertido y está hecho a una escala extravagante. (¡Como ves, ya me estoy volviendo norteamericana!). Imagina una catedral de seis metros de altura hecha de azúcar de caña hilada rodeada de figuras históricas de caramelo, un jarrón de chocolate macizo que pesa cien kilos y la réplica a mitad de tamaño de la tumba de George Washington, que a intervalos regulares, y esto encantó a Piotr, se alza de entre los muertos y recibe el saludo de los soldados de juguete que montan guardia. Mi atracción favorita fue el Georama: un diorama enorme, con un detallismo extraordinario, de París y Jerusalén, ah, y una casa japonesa que, por desgracia, carecía de muebles.

No tuvimos tiempo para visitar el Pabellón de la Biblia, la Casa de Troncos de Nueva Inglaterra, el edificio del Café Turco y el dedicado a los adelantos en Pompas Fúnebres (¡no, Henryk, no me invento nada de esto!), entre los edificios de menor tamaño, pero pasamos con rapidez por la Galería Fotográfica y el Pabellón Femenino, donde nos perdimos la escena diaria de una mujer de doscientos noventa kilos que rompe la silla al sentarse, pero contemplamos maravillados la enorme estatua de una Iolanthe dormida tallada en mantequilla por una mujer de Arkansas. ¿Mantequilla? ¿Con este calor? ¡Sí, y es mantequilla fresca, pues ella la esculpe de nuevo cada día! Entonces tuvimos que dedicar por lo menos un par de horas para los objetos indios exhibidos en el edificio del gobierno. Además de muestras de su cerámica, armas y utensilios, estaban sus características tiendas, llamadas wigwams, así como figuras de cera de indios célebres por su arrojo, a tamaño natural y con todo su atuendo. Esto permitió a Piotr ver lo que tanto anhelaba: pipas de la paz y hachas de guerra. La pobre criatura quería que le asegurase una y otra vez que se trataba de objetos auténticos, es decir, que no eran trajes y utilería teatrales. Me sorprendió el moldeado de los rostros: los ojos negros, pequeños y crueles, el áspero y desgreñado cabello y las grandes bocas de aspecto animal estaban claramente destinadas a inspirar odio hacia el indio como si fuese un demonio horrible. Aquí no se encuentra ni rastro de esa reverencia hacia la raza india que asimilamos en los libros de aventuras de nuestra infancia.

Habrás oído hablar de los nuevos y asombrosos inventos: una máquina que parece un puercoespín para estampar letras sobre papel blanco, otra que puede hacer muchas copias de una sola página producida por la máquina de escribir, y una cajita que envía la voz humana por un hilo eléctrico. Acerca de este instrumento para oír a grandes distancias, el teléfono, nos dijeron que su inventor confía en mejorar la audibilidad de lo que se transmite: aunque de vez en cuando una frase llega con una nitidez sorprendente, en general sólo las vocales se reproducen fielmente, mientras que las consonantes son irreconocibles. Pero sin duda lo perfeccionarán. Y qué beneficio tan grande para la humanidad cuando, gracias a este instrumento, todo el mundo pueda recibir en su propia casa, como sucede con el suministro de gas, una ópera italiana, una obra de Shakespeare, un debate en el Congreso o un sermón de su predicador favorito. Las posibilidades para la instrucción pública son ilimitadas. Piensa en las personas que no pueden adquirir localidades de teatro y que podrán escuchar la representación por teléfono. No obstante, me preocupan las consecuencias de este invento, dada la pereza humana, pues nada puede sustituir a la experiencia de entrar en un templo del arte dramático, sentarse entre los demás espectadores y ver la actuación de un gran actor. Cuando haya un teléfono en cada hogar, ¿todavía habrá alguien que vaya al teatro?

Entre los muchos monumentos que se encuentran en el recinto de la Exposición, te habría divertido en especial la Fuente del Centenario, construida por la Unión Católica de América en Pro de la Abstinencia Total. (¡Considera las perspectivas de semejante asociación en Polonia!). En medio de una enorme taza se alza una inmensa estatua de Moisés en un rudo pedestal de granito, y rodean la taza las estatuas de mármol de destacados católicos norteamericanos cuyos nombres y acciones desconozco, por supuesto, con una fuente de agua potable en la base de cada estatua. ¿Apaga la sed en esta fuente pura y nunca más volverás a desear el alcohol? ¿Cómo no iba a pensar en ti, mi querido amigo? Un asistente nos dijo que, por desgracia, había sido imposible terminar la fuente antes de que se inaugurase la Exposición. Nunca se me habría ocurrido pensar que faltaba algo. ¿Todavía más fuentes para estimular la sobriedad?

Tan dispuesta estaba a hacer mío ese amor de los norteamericanos por los logros excéntricos que no identifiqué otro monumento también claramente inacabado, o más bien una parte de algo inacabado. El gobierno francés ha enviado a la Exposición un antebrazo gigantesco cuya mano invencible aferra una antorcha. Está hueco, y en el interior una escalera conduce a una galería debajo de la antorcha. Me disponía a imaginar esa escultura, hecha de cobre y hierro, sobre un pedestal en el centro de la ciudad de Filadelfia, y casi me llevé una decepción cuando me dijeron que habrá toda una figura unida al heroico brazo, la misma Libertad, un Coloso moderno que están fabricando en París y que (como el de la antigua Rodas) un día será colocado en el puerto de Nueva York para dar la bienvenida a los inmigrantes. ¿Cómo sabe una jamás en este país lo que está terminado y lo que está tan sólo en construcción?

17 de agosto

Cae la tarde y prosigo esta carta a la sombra de un olmo detrás de nuestra fonda en Hoboken, tras haber pasado un día vigorizante en la ciudad. Fuimos directamente desde el transbordador a la central de Correos y, como había esperado, encontramos allí más cartas de Julian y Ryszard. Tras pasar dos semanas en la parte meridional del estado, encontraron un terreno con una casa y establos, cerca de una pequeña colonia de viñedos. Ryszard propone permanecer un mes en las inmediaciones de nuestro nuevo hogar. Desea aislarse para escribir unos relatos así como disfrutar de la vida al aire libre en compañía de indios y mexicanos. Poco antes de nuestra llegada, partirá de nuevo hacia el norte. Julian prefiere esperarnos en San Francisco, donde hay una animada comunidad polaca. Bogdan y yo hemos pasado el resto de la mañana preparando el viaje. Mañana irá de nuevo con Piotr a Filadelfia, pues el niño ha pedido con insistencia otra visita a la Exposición. Al día siguiente partiremos en el Colón rumbo a Panamá. Allí cruzaremos el istmo en tren y abordaremos otro barco, que nos llevará a San Francisco, donde no espero demorarme (a menos, como parece posible, que Edwin Booth actúe allí) sino que, una vez reunido todo nuestro grupo, tomaremos de inmediato el tren hacia el sur.

Puesto que estos barcos no son modernos vapores de hierro sino que se propulsan con una rueda de paletas, el viaje durará más de un mes. Te preguntarás por qué no tomamos el tren transcontinental y llegamos en una semana. Pues bien, no hago más que ceder a los deseos de mis queridos marido e hijo. Piotr me rogó que no le privase de la oportunidad de vivir en un barco de madera, Bogdan, como te dije, se ha enamorado del viaje marítimo y en cuanto a mí… la verdad es que me gustó bastante la idea de saborear los contornos del continente. No permitas, querido amigo, que lo que te he contado acerca de mi romántica aventura con el mar te vuelva aprensivo. Tu Rusalka… ¿te he dicho alguna vez que Rusalka era una de mis canciones favoritas en mi primera infancia?… espera ilusionada llevar una larga vida en tierra.

Aspinwall, Panamá

9 de septiembre

Apresuradamente. El comienzo de nuestro viaje fue un fracaso. El Colón era muy pequeño (habríamos estado más cómodos durmiendo en tiendas de campaña en la cubierta que en los fétidos y minúsculos camarotes situados debajo) y lo mantenían con una desvergonzada negligencia. Al cabo de dos días en el mar, estalló el tubo de vapor principal: ¡tardamos el doble de tiempo en regresar lentamente a los muelles de Hoboken! Puedes imaginarte la consternación de nuestro grupo y los reproches de Danuta y Cyprian, quienes ansían llegar con la mayor rapidez posible. Parece ser que algunos de los otros también querían tomar el tren, pero nadie tuvo el valor de llevarme la contraria. Debería sentirme un poco culpable, y es posible que me sienta así… no, creo que no. Ya sabes cuánto detesto cambiar de idea, prescindir de algo una vez he decidido hacerlo. Estábamos comprometidos a ir por vía marítima.

Cada día memorizo por lo menos veinte nuevas palabras inglesas. Seaworthy, que significa «en condiciones de navegar»: ¿no es una palabra encantadora?

Tras una breve espera en Hoboken partimos de nuevo en otro vapor con rueda de paletas, más grande y mejor equipado, el Crescent City. El viaje transcurrió sin incidentes. Al ponerse el sol, los pasajeros se reunían en cubierta para cantar al unísono canciones populares, tales como Darling, I Am Growing old e In the Sweet Bye and Bye. Unirse a ellos relajaba los nervios. Hasta los últimos días, cuando el barco viró al este para pasar entre Cuba y Haití, nunca perdimos de vista uno de los estados norteamericanos.

Esta mañana hemos desembarcado en el puerto que se encuentra en el lado caribe del istmo, en una islita cubierta de arena que mide más o menos un kilómetro de largo y está unida al continente por la vía férrea sobre un terraplén. Esperaba encontrarme con una ciudad, pero es un pueblo de una sola calle, o más bien una larga hilera de casas que en su mayor parte son tiendas cuyos propietarios, de aspecto rufianesco, llevan todos sombreros de paja aplanados y unos trajes que parecen pijamas blancos, y cuya fealdad es inefable. En cuanto al calor, olvídate de mis quejas anteriores, pues esto supera todo lo que hemos soportado antes. N’en parlons plus!, y una no tiene más remedio que aguantarse. Llovió durante algún tiempo, y nos vimos obligados a refugiarnos en una siniestra tabernucha, donde una vieja negra borracha nos informó de que aquí la temporada lluviosa, que empieza en abril, ¡dura nueve meses! De momento ha cesado de llover, y hemos salido para acomodarnos en las sillas mojadas de lo que pretende ser un café. Todo está empapado. El aire está cargado de humedad. Los escarabajos (los hay por doquier) están mojados. Tal es el grado de humedad que si exprimiera mi blusa aumentaría los charcos a mis pies. Las mujeres, rollizas y de piel oscura, hermosas con sus prendas malva y rojo, se pasean arriba y abajo ante nuestra tímida mirada. Y los buitres también se pasean y aletean por ahí con total impunidad: debido a que se comen a las ratas muertas y los desperdicios que todo el mundo arroja a la calle, está prohibido abatirlos. No sé dónde se han metido los demás pasajeros. Bogdan y Cyprian han ido en busca de agua y frutas tropicales para el viaje de cuatro horas en tren a través de las marismas y la jungla hasta el otro lado del istmo.

Imagíname, pues, tomando un vaso de té perfumado con ron, sentada a una mesa oxidada y mirando, impaciente y divertida, a las personas que están a mi cargo. Wanda, sentada ante mí, suspira audiblemente. Barbara y Aleksander, con las cabezas gachas, están demasiado fatigados incluso para quejarse. Danuta ha ido a alguna parte con las niñas, que tienen diarrea. Jakub y Piotr están en otra mesa, ambos dibujando. Jakub dice que esto es el paraíso para un pintor… ¡ahora deseará quedarse en Panamá! Piotr está dibujando un mapa: acaba de anunciar que, cuando sea mayor, abrirá un canal navegable a través del istmo. Ya me parece adulto, Henryk. Te asombraría ver cuánto le ha cambiado este viaje, es menos infantil, ya todo un hombrecito. Ahora es él quien toma a Aniela de la mano e intenta consolarla. La pobre chica está aterrada. Nuestros amigos son más estoicos, pero sé que les sorprende lo exótico que es todo esto. ¡Barbara acaba de preguntar con voz trémula si hay muchos africanos en California! Voy a transcribirte lo que están diciendo en este mismo momento:

Piotr (levantándose de un salto): «¡No, indios!».

Barbara: «¿Pero no son negros?».

Piotr: «¡No, rojos!».

Aleksander: «No seas tonta, Barbara».

Wanda: «¡Estoy llena de picaduras de mosquito!».

Jakub: «Y no te olvides de los amarillos».

Barbara: «¡Amarillos!».

Jakub: «Sí, chinos. Y los hombres llevan una larga trenza a la espalda».

Aniela (gimiendo): «Oh, Madame, ¿vamos a China? ¡Usted no me dijo que iríamos a China!».

Ahora tendré que hacer todo lo posible por tranquilizarla.

Más tarde

He comprado una sombrilla y unas sandalias. Tengo ampollas. He visto a Bogdan y Cyprian muy lejos, viniendo hacia nosotras con los brazos cargados de cosas. Ha empezado a llover de nuevo. Las niñas de Danuta lloran. Una espantosa cucaracha gigante de color marrón cruza la mesa. Wanda grita. El propietario del café se ríe de ella. ¡Cucaracha!, grita y se abalanza sobre la mesa blandiendo una toalla. Mi primera palabra de español. Ha echado a volar, Henryk. Son cucarachas volantes, Henryk.

El tren está a punto de partir.

11 de septiembre

a bordo del Constitution

Te he escrito una carta, Henryk, de auténticas proporciones norteamericanas.

Y ahora no se me ocurre nada que decir.

La costa de México es… No, no querrás que te haga descripciones de guía turística.

¿Pero soy yo, tu Maryna, quien te escribe? Me jacté ante ti de mi deseo de cambio, pero no estaba preparada para el cambio a que ya me ha sometido el viaje. Estoy sumida en el ocio. Los rigores y las distracciones del viaje son mi único tema. Comprendo por qué se aconseja a los neurasténicos que viajen. Ya apenas pienso en mí misma. Tan sólo hay cuestiones prácticas. Mi vida interior se ha evaporado por completo. Polonia, el escenario, parecen muy lejanos.

La próxima vez que te escriba lo haré desde California. ¿Te lo imaginas, Henryk?

Tuya,

M.