California. Santa Ana, el río; Heim, el hogar. Anaheim. Alemanes. Pobres inmigrantes alemanes de San Francisco que fueron al sur hace veinte años para colonizar, trabajar en el campo, prosperar. Impasibles y frugales vecinos alemanes. Sorprendidos al ver que somos tantos, y que no todos estamos emparentados, a compartir una pequeña casa en las afueras de su pueblo. Nos preguntan cuántas armas tenemos. Nos preguntan si somos una secta religiosa. Nos preguntan si nuestros hombres pueden echar una mano para cavar una nueva acequia. Nos preguntan si Piotr asistirá a la escuela o si se quedará en casa para ayudar en las faenas agrícolas. ¡Pues claro que irá a la escuela! La casa, de triviales tablas de plátano en vez de ladrillos de adobe, es, en efecto, demasiado pequeña (¿en qué estarían pensando Julian y Ryszard?), con los suelos de todas las habitaciones, excepto la cocina, alfombrados, cosa que, según parece, es una costumbre americana. Sí, estamos aquí para iniciar una nueva vida juntos, sí. Pero con todo este vacío adyacente (América no es nada si no es espaciosa) es absurdo que estemos tan hacinados…
Por el Este abarcan el extraordinario panorama de la sierra de Santa Ana, y más al norte y el este se alzan las montañas de San Bernardino. En la parte trasera y los costados de la casa hay alerces americanos, laureles de California, higueras y un roble perenne. Más allá hay un campo de alta hierba donde los montones de heno y maíz se secan al sol, y un viñedo que se extiende casi hasta perderse de vista. Todo lo que se aleja de la casa es espléndido, pero los paisajes más cercanos son decepcionantes. El jardín vallado delante de la casa, con sus cipreses, la áspera hierba y las rosas diseminadas, parecía, como dijo Maryna, un pequeño cementerio mal cuidado.
—¿Un cementerio, mamá? ¿Un cementerio de veras?
—Oh, Piotr —dijo ella, riendo—, no debes prestar atención a todo lo que digo.
Pero todos ellos prestaban atención, esperaban a que les diera pie, a que les recordara lo que tenían que hacer, los abrumara, los tranquilizara con su firme resolución. Era su certidumbre, incrementada por su capacidad de ensimismamiento, y su impaciencia al ver las ocasionales recaídas de sus compañeros en la pusilanimidad, la exasperación que le producían sus fragilidades y que apenas podía ocultar, el hecho de que jamás estaba del todo satisfecha con sus esfuerzos, y sobre todo sus silencios, sus silencios admirables e intimidantes, su tendencia a mantenerse al margen de la charla general, de no responder a la observación trivial o a los convencionalismos sociales o a una pregunta innecesaria (pues a eso se reducía en última instancia), probablemente sin oír siquiera lo que habían dicho, era todo esto, en fin, lo que los estimulaba a complacerla, les hacía sentir que no querrían estar en ningún lugar del mundo salvo allí con ella, llevando a la práctica la idea que ella tuvo.
Pero ¿cómo crear la familia utópica en un escenario tan restringido y mezquino? En primer lugar, conformándose con lo que tenía y aguantando, habilidades que Maryna había dominado durante los primeros años de gira con la compañía de Heinrich por las pequeñas ciudades de Polonia (aquellos teatros tan limitados, aquellos alojamientos destartalados), y las incomodidades presentes no tardarían en disiparse. Sí, aseguró Maryna a todo el mundo la mañana después de su llegada, habría una segunda casa, de adobe: ella y Bogdan se informarían en el pueblo acerca de trabajadores mexicanos que les ayudaran a construirla. Entretanto… Danuta, Cyprian y sus hijas debían ocupar el dormitorio más grande, ella y Bogdan el segundo dormitorio y Wanda y Julian la más pequeña de las tres habitaciones. Piotr dormiría en el sofá de la sala; Aniela en una cama plegable que ocuparía un receso de la cocina. Barbara y Aleksander aceptaron la asignación de una cabaña que servía de almacén no lejos del corral. Tablas, escalas, barriles de clavos, cubos de pintura, tornos, martillos y sierra fueron a parar al establo. Maryna deseaba poder dormir a solas en el establo, sólo durante los primeros días. El espacio que codiciaba, separado por completo de los animales, los aperos de labranza y el henil, estaba cómodamente provisto de mantas, sillas de montar, esteras y cráneos de coyote…, pero no, no podía hacerle eso a Bogdan. Nuestros dos solteros, Ryszard y Jakub, en el establo.
Tras dejar la tarea de deshacer el equipaje y el cuidado de los tres niños en manos de Aniela, la familia que alquilaba la finca a los recién llegados se la mostró, y al final de la primera jornada tuvieron la sensación de haber tomado posesión del terreno con todos sus sentidos. Su olfato fue objeto del asalto de fuertes olores a establo y plantas, pisaron la tierra bien regada, y deslizando los dedos por los espléndidos viñedos cargados de uvas de Mission, se arrodillaron al borde de una acequia y sumergieron las manos en el agua. Inmediatamente después del viñedo la naturaleza presentaba un aspecto más protegido y áspero: una vasta y adusta llanura salpicada de cactus y matorrales, sumida en el silencio. Contemplaron el cielo intensamente azul y, mientras el sol se cernía cada vez más cerca de la cima de la montaña, al sentir la necesidad de absorber con tranquilidad su exceso de nuevas impresiones, sin otro pensamiento previo que el inmediato a tomar asiento y contemplar el techo o salir a dar un paseo por un frondoso parque, se separaron y uno tras otro se desperdigaron por el desierto.
Ningún panorama, ni siquiera la marisma selvática del istmo de Panamá, había parecido a ninguno de ellos tan formidable y extraño, y no los transportaban a su través, recibiéndolo como un paisaje, sino que caminaban por él, sobre él, pues todo era pálida superficie, el cielo tan alto y el suelo tan llano, y nunca se habían sentido tan erectos, tan verticales, la piel azotada por el cálido viento de Santa Ana, el oído mecido por el sonido curiosamente intruso de sus propias pisadas. Al detenerse, oían el siseo de las delgadas criaturas que tenían el mismo color que el suelo del desierto y se escabullían por la guijarrosa superficie. Deslizantes criaturas con colmillos (¡una serpiente!), pero allá abajo, alejándose velozmente. Aquí apenas hay algo que esté cerca de cualquier otra cosa: esos centinelas desgarbados y trenzados, las plantas de la yuca, y ramos de lanzas inclinadas, las pitas, y las chumberas achaparradas, todos tan ampliamente espaciados, tan poco parecidos unos a otros, sin que nada tuviera que ver con nada más. Cada uno solo, casa uno separado. La sensación de peligro que no se podía reprimir del todo (¿era eso un escorpión?) aceleraba sus pasos durante un rato, como si pensaran que pronto llegarían a alguna parte. En la límpida atmósfera las montañas parecían engañosamente cercanas. ¡Y qué minúsculo, cuando se volvían un momento para ver cuánto se habían alejado, su pequeño mundo verde! Siguieron caminando, sumidos en la brillantez de sus sensaciones, anduvieron y anduvieron, y las montañas no estuvieron más cerca. Ya hacía largo rato que sus temores habían desaparecido. La pureza del panorama, su desolación inexorable, parecían al principio una amenaza, luego un estímulo, acto seguido un aturdimiento y luego una clase distinta de acicate. Había comenzado su verdadera iniciación en el nihilismo seductor del desierto. El paisaje insonoro, inodoro y monocromo, tan rigurosamente carente de signos de vida humana, surtía en todos ellos el mismo efecto: una impresión embriagadora de soledad, que poco a poco cedía el paso a una aceptación más activa de la experiencia de estar solo. Todos sentían un anhelo similar al de Maryna, el de estar solos, solos de veras (¿y si yo, y si ella, y si él…?), y se permitían imaginar la desaparición, sin drama, sin culpa, de los más cercanos a ellos, que también estaban en algún lugar de los alrededores. ¿Y acaso imaginar no es desear? El abandono a la marchitez del sentimiento fue rápido, pero perdió interés casi con idéntica rapidez, cuando algo, un temor más profundo, les hizo renunciar a él, purificados, enmendados, y entonces llegó el momento de darse la vuelta y regresar a la tierra húmeda donde sus vidas transcurrirían ajenas a la árida sequedad.
Sólo uno de los caminantes, que deambulaba presa del mismo aturdimiento, con la mente en blanco, no había cedido a la progresiva disminución de aquella fantasía deliciosa y subversiva, pues, a pesar de las advertencias que Ryszard y Julian les hicieran sobre lo desaconsejable que era acercarse a los cactus, Wanda no había podido reprimir su curiosidad. Le intrigaba saber qué sentiría al tocar una de aquellas plantas, y eligió la almohadilla en apariencia suave del cactus llamado cola de castor. «No tiene ninguna púa», se quejó. «¿Cómo iba a saber que tendría esas horribles…?», añadió gimiendo. «¿Pero las dos manos, Wanda? ¿Tenías que tocarlo con las dos manos?». Julian no podía estar más irritado. La había llevado al porche, con las pinzas y una vela. «A nadie más que a ti se le ocurriría tocar un cactus con…». Permanecía tras ella, estremecido y suspirando, sujetándola por los hombros mientras Jakub y Danuta dedicaban una hora entera a extraer los centenares de minúsculas agujas peludas clavadas en sus dedos y palmas. Cuando oyeron el inequívoco grito de alguien cercano que se imponía a los lamentos de Wanda, al principio todos pensaron que era otro desastre causado por un cactus. «¡Madame! ¡Madame!». Maryna corrió en ayuda de la muchacha, pero sólo se trataba de las tres enormes berenjenas de color morado con las que Aniela había tropezado, yacentes como gruesas bombas arrojadas detrás de la casa, y que había tratado de recoger, sólo para descubrir que cada una estaba fuertemente fijada al suelo pedregoso. Con su cuchillo de caza, Ryszard cortó la enredadera que parecía un cordel y las liberó.
Mientras preparaban jubilosos la primera comida de su nueva vida (las berenjenas, asadas sobre el fuego encendido en el patio, más las provisiones compradas en el pueblo), el cielo, intensamente luminoso, se fue oscureciendo hasta dar paso a la noche, una negrura punteada por unas estrellas más brillantes que las que jamás habían visto en Zakopane. Jakub dijo que eran estrellas engastadas en ébano. Danuta y Cyprian entraron en la casa, él en busca de uno de los telescopios que Bogdan había traído de Polonia, y Danuta para acostar a las pequeñas. Piotr, sintiéndose abandonado y, al mismo tiempo, satisfecho porque no le obligaban también a acostarse, se apostó en el porche y practicó la respuesta al aullido del coyote. Pronto los mosquitos de grueso abdomen les obligaron a entrar, unos insectos capaces de picar a través de las prendas de vestir y hacer que aquella primera noche en la cama (y luego durante semanas) fuese un tormento. Pero incluso sin los mosquitos difícilmente podrían haber dormido bien cuando estaban tan excitados por su propia valentía, y la intensidad de sus sueños los despertaba a intervalos. Julian soñaba con las manos ensangrentadas de Wanda, Ryszard con su cuchillo, Aniela con una madre a la que nunca había conocido y que se parecía a la imagen de la Virgen María que estaba en la capilla del orfanato; soñaba a menudo con su madre. Piotr soñaba con muertos que salían arrastrándose de sus tumbas y asediaban la casa. Bogdan que Maryna le había dejado para irse con Ryszard, y Maryna soñaba con Edwin Booth, al que por fin había visto, hacía sólo una semana. Sólo unas horas después de que el Constitution atracara en la bahía de San Francisco, Maryna se enteró de que el gran Booth actuaba allí, en el Teatro California, y el mismo día vio su interpretación de Shylock y dos días después la de Marco Antonio. No se sintió decepcionada, sino que lloró de admiración. En su sueño, el actor se inclina hacia ella y le cubre la mejilla con la palma de la mano. Le está diciendo una cosa triste, acerca de algo que no tiene remedio, alguien que ha muerto. Ella quiere tocarle el hombro, un hombro que también está triste. Entonces los dos van a lomos de un caballo, cabalgando uno al lado del otro, pero el caballo de ella tiene algo raro, es demasiado pequeño, de un tamaño minúsculo, y sus pies rozan el suelo. Él va vestido con el atuendo oriental que le caracterizaba como viejo Shylock, incluso lleva el blando gorro amarillo del réprobo y los zapatos rojos y puntiagudos, aunque en realidad es Marco Antonio. Desmontan cerca de una cholla gigantesca. Entonces él arroja su gorro al suelo y, para horror de Maryna, aferra un brazo espinoso del cactus con una mano desnuda y se levanta con la agilidad de un joven. ¡No hagas eso!, le grita ella, pero el actor sigue trepando. ¿No le martirizan esas espantosas agujas? ¡Baja, por favor!, grita Maryna, llorando y atemorizada. Él se ríe. ¿Era todavía Booth? Se parecía un poco a Stefan. Pero no, no puede tratarse de su hermano, que está allá en Polonia, no, que está muerto. Sujetándose del brazo más alto de la cholla, Booth inicia el gran discurso de reproche e incitación, declamando hacia el cielo y luego a ella, cuando llega a:
Oh, ahora lloras y percibo que sientes
el golpe de la piedad. Éstas son lágrimas de misericordia.
Pero hay algo nuevo, no, extraño, no, familiar, en las palabras que surgen de su boca como un torrente. Ella le había entendido a la perfección en San Francisco, y ahora le entendía, aunque el discurso no sonaba como en el teatro. ¿Podría deberse a que lo decía en latín? Antonio era romano. Pero Shakespeare era inglés. Entonces, ¿es así como suena el inglés? En ese caso, todo su estudio y su práctica habían sido vanos. Eso era lo que le preocupaba cuando despertó y, riendo para sus adentros, se dio cuenta de que había soñado con Edwin Booth actuando en polaco.
Uno de los motivos por los que Julian y Ryszard habían elegido aquel lugar era su cercanía a una comunidad (y de lengua alemana, por añadidura, de modo que no habría ninguna barrera de lenguaje) de campesinos de primera generación, quienes en el pasado no sabían más que ellos acerca de las uvas, las vacas, el arado y la acequia.
Sólo veinte años atrás los fértiles campos y el próspero pueblo eran cuatrocientas ochenta y cinco hectáreas de tierra baldía, arenosa, una simple esquina de un enorme rancho cuyo propietario mexicano, convencido de que aquellos terrenos eran incapaces de mantener a una cabra, se alegró de venderlos. Fue necesario que llegaran los inmigrantes europeos, a quienes el desierto no sólo les era ajeno sino que también constituía una especie de error, rectificable mediante la introducción de agua, para que surgiera la idea de que California meridional, con un clima más o menos similar al de Italia, tenía que ser propicio para el cultivo de la vid.
La tierra que alquilaron con el dinero de Bogdan había sido trabajada por sus dueños (ahora establecidos en un rancho en las estribaciones de las montañas) hasta el mismo día de su llegada, a primeros de octubre, cuando ya estaba próximo el final del ciclo de la uva, cuya mayor parte había sido ya recogida y vendida. Parecía un momento afortunado para comenzar su vida allí y tomarse con tranquilidad la administración de la finca.
Se negaron a aceptar que su inexperiencia era un obstáculo insuperable. Todo lo que necesitaban era diligencia, vigor y… humildad. Maryna se levantaba todos los días a las seis y media de la mañana y al instante empuñaba la escoba. ¡Ah, Henryk, si pudieras ver ahora a tu Desdémona, tu Margarita Gautier, tu Lady Anne, tu princesa de Eboli!
Atrapada entre dos inclinaciones, distribuir tareas a todos e imponer el principio de que el trabajo era en su totalidad voluntario, Maryna decidió limitarse a dar ejemplo. Le gustaba barrer: los briosos movimientos de la escoba armonizaban con sus pensamientos. Y desvainar judías, cosa que le agradaba hacer en el porche, sentada en un sillón de ramas de manzanita: esa tarea que no requería ningún esfuerzo mental se beneficiaba de las profundas y calmantes reservas de vacuidad de las que ella había hecho buen uso como actriz. No echaba de menos el escenario. No echaba de menos a nadie. Bogdan trabajaba en el viñedo con Jakub, Aleksander y Cyprian. Ryszard estaba en alguna parte, escribiendo. Barbara y Wanda habían ido al pueblo para comprar el pan y la carne. Danuta estaba con sus hijitas. Piotr llegó corriendo para mostrarle un lagarto muerto que había encontrado. Aniela y él iban a enterrarlo en el patio, con una pequeña cruz. Maryna les oyó reír. La chica era una excelente compañera de juegos, ella misma era una niña. Si Kamila hubiera vivido, ahora tendría dieciséis años, la edad de Aniela. Sólo podía imaginar a la pequeña balbuceante en su regazo, en el calor de su regazo, jugueteando con las judías desvainadas en el cuenco… una hija de dieciséis años. El recuerdo aún le dolía. No echaba de menos a su madre ni a su hermana, a su buen H. ni a su mal H. (como llamaba a Henryk y Heinrich), ni siquiera a Stefan. Sólo a la hija que había perdido.
¡Pero debía terminar con el duelo! ¡Vivir en el presente! ¡Al sol! Absorbía la luz, y pensó que podría llegar a sentir que la luz deslumbradora del desierto le impermeabilizaba la piel, secaba las lágrimas vertidas y las que estaban por verter. Era casi palpable el retroceso de la enorme inquietud con la que se había debatido durante tantos años, y el acceso de vitalidad, liberada de la necesidad de economizarla para sus actuaciones. Los esfuerzos que había abandonado —estar en el escenario o (en aquella confusión que era su vida) recuperándose de la actuación o preparándose para ella— le habían parecido tan inevitables, tan constrictivos… Y ella se había liberado bruscamente, sólo convencida a medias de la necesidad de lo que estaba haciendo. Ahora era esta nueva vida, este nuevo paisaje y su horizonte, lo que ya le parecía completo. Qué fácil había sido, al fin y al cabo. ¿Estás escuchando, Henryk? Cambiar tu vida: es tan fácil como quitarte un guante.
Nadie se escabullía, todo el mundo estaba ansioso por hacer algo útil. Wanda le dijo a Julian que, en su opinión, había que pintar la casa de nuevo. Había varias hectáreas de viñedo con los racimos pendientes de recoger, y los sarmientos, una vez desnudos, necesitaban que los fertilizaran. La pausa en la secuencia implacable del año agrícola era sólo relativa. Aleksander construyó un espantapájaros vestido de soldado ruso y lo colocó en el viñedo. Al cabo de unos días Bogdan y Jakub empezaron a recoger la uva restante. Pero acababan de llegar, aún se estaban instalando, y el espléndido tiempo parecía una invitación a mezclar el esfuerzo con la mejora de uno mismo. Julian se puso a explicar a cuantos querían escucharle la química de la fabricación del vino. Danuta ayudaba a Barbara en los ejercicios de su manual de frases inglesas. Aleksander reunía una colección de minerales, Jakub había plantado su caballete. Ryszard, tras las horas matinales dedicadas a la escritura, ofrecía lecciones de equitación con la yegua alazana. Se tendían en las hamacas que Cyprian había fijado de un árbol a otro y leían novelas y libros de viajes; cuando llegaba el crepúsculo alzaban el rostro al cielo rosado y contemplaban el cielo, las nubes y la vastedad enmarcada por las montañas que se iban oscureciendo al unísono, hasta que aparecía la broncínea luna otoñal, que trazaba un arco por encima de las montañas e iluminaba de nuevo las nubes; una noche surgió más grande y más rojiza, con la oscura huella de un pulgar: Julian les había advertido que habría un eclipse de luna, y todos lo esperaban. No había nada que igualara a permanecer inmóviles, y cabalgar, al principio despacio y luego, una vez adquirida la confianza en las libertades que permite la alta silla de montar mexicana, al galope por el desierto, a veces hasta las estribaciones de las montañas y en ocasiones hasta el océano, que estaba unos veinte kilómetros al oeste.
La víspera de su largo viaje a California, Cyprian fue a Washington para pasar un día en el Departamento de Agricultura, donde recogió una caja de folletos sobre viticultura en el sur del Estado. Era evidente que sería juicioso seguir los pasos de los colonos de Anaheim, pues el pueblo fue fundado como una colonia vitivinícola. Pero Bogdan pensaba que sus diecinueve hectáreas, más del doble del territorio que explotó cada una de las cincuenta familias originales, también debían incluir cuatro hectáreas de naranjos y dos de olivos. Si tenían un solo cultivo comercial, una plaga o un corto periodo de frío podría arruinarlos. Con una diversidad de cosechas, siempre florecería alguna.
Mientras los hombres debatían el orden de sus proyectos desde la casa al límite de la finca y de una hamaca a otra, las únicas tareas que no era posible retrasar (alimentar a los animales y a ellos mismos) recaían en las mujeres. Nadie podía salir para llenar los pesebres de las vacas con heno y avena o echar grano a las gallinas o llevar cebada, maíz y trébol a los caballos, y mucho menos visitar a los vecinos productores de vino para ofrecerles sus uvas, hasta haber engullido un buen desayuno que los dejara satisfechos. Unos querían té, otros café, otros leche o chocolate caliente o sopa con vino; todos querían huevos, cocinados de tres o cuatro maneras diferentes, cuando los había, pues las gallinas estaban acostumbradas a ponerlos en cualquier parte y a menudo los perros extraviados encontraban primero los huevos. La boca se les hacía agua y las tripas se aprestaban a la labor, las suyas semejantes a las de los animales, sólo que tenían gustos individuales, una historia y la carga de la veleidad.
Preparar las comidas del grupo ocupaba gran parte de la jornada de las mujeres. Ninguna de ellas tenía mucha experiencia en cocinar, sobre todo Aniela, quien resultó ser tan inepta para las tareas domésticas como le advirtieran a Maryna. Farfullaban a espaldas de ésta, pero se desvivían por hacer cualquier cosa que ella les pidiera. Wanda, cuyas manos vendadas le impidieron ser útil durante la primera semana, se echó a llorar cuando le dijeron que no la necesitaban en la cocina. Danuta se dedicó a dar la comida por separado a los tres niños. Barbara se encargó de reponer el café, el té, el azúcar, el tocino, la harina y otros artículos básicos (invariablemente calculaba mal la cantidad que necesitaban), así como de comprar la mayor parte de los comestibles, hasta que comieran sólo las verduras que ellos mismos cultivaran, bebieran su propio vino, asaran sus aves (cada uno intentó perseguir a una gallina o un pavo con un hacha, y regresó con las manos vacías a la cocina). Su cazador, Ryszard, partía al amanecer a caballo hacia las estribaciones de las montañas, y traía conejos y codornices. Si Maryna estaba en la cocina, él se quedaba allí y, cuando nadie miraba, le deslizaba una hoja de papel en el bolsillo del delantal… un poema, o un fragmento de relato. Uno de ellos decía tan sólo: «¿Puedo contarte mi sueño?». En Polonia había aceptado con naturalidad las atenciones de Ryszard, que formaban parte de un paisaje de atenciones halagadoras, pero allí, cuando se esforzaba por dominar la confección del panqueque y la tortilla, le aturdían. Cierta vez, alzó la vista y vio que él había regresado y estaba en el umbral, mirándola. Con un gesto casi teatral, enjugándose el sudor de la frente con el antebrazo desnudo, le sonrió burlonamente. «Entra y echa una mano o vete al establo y escribe», le dijo.
Transcurriría algún tiempo antes de que Aniela pudiera encargarse de hacer la comida. La muchacha también estaba cerca de ella, anhelando complacerla con desesperación, pues no podía hacer nada que satisficiera a Maryna salvo cantar los himnos a la Virgen y a Polonia. Pero ya había demasiada gente en la cocina y Aniela no hacía más que estorbar. Maryna la enviaba amablemente a jugar con Piotr y las niñas. Entonces Barbara, sin que nadie se lo pidiera, tomó el relevo del canto. Había aprendido una canción, una sola, en inglés, Suwannee River, y la cantaba una y otra vez. Lo que exasperaba a Maryna no era el ridículo acento de Barbara, o por lo menos eso sólo le irritaba un poco, sino la misma canción. Allí estaban, en la zona más occidental de América, y Barbara aullaba con su voz discordante acerca de un río del este, o tal vez del sur (Maryna no sabía con certeza dónde estaba), que ella, Barbara, nunca había visto y nunca vería. Cierto que Maryna no conocía ninguna canción acerca del imponente Océano Pacífico y mucho menos sobre el río Santa Ana, para proponerle a Barbara que la cantara. Eso no le impedía considerar aquella canción una impertinencia, una falta de respeto por el lugar donde se hallaban, por el mismo dios de la Geografía.
¿Dónde estaban?
Estaban muy lejos, desde luego, pero… ¿lejos de dónde? Sería una simpleza, incluso una falta de elegancia, decir que se hallaban lejos de Europa, de Polonia. Además, eso sería cierto con respecto a cualquier lugar de América donde se hallaran. Era mejor que se considerasen lejos de algún lugar de América, por ejemplo, la única ciudad auténtica del Estado (la mayor al oeste del Mississippi), con trescientos mil habitantes, teatros florecientes y un grupo de emigrantes polacos, en su mayoría familias que huyeron tras las fracasadas insurrecciones de 1830 y 1863. Sí, estaban lejos de San Francisco. Aquel pequeño Anaheim, con la mitad de los habitantes de Zakopane, no era nada. Sin embargo, difícilmente se le podría considerar primitivo, como tampoco en el sentido que ellos daban a la palabra: un lugar donde la gente se había reunido desde tiempo inmemorial para vivir. Aquél era un lugar elegido, sacado de la nada, se estaba desarrollando con entusiasmo, era moderno.
Y todo esto parecía muy norteamericano, tal como los recién llegados entendían su nuevo país, aun cuando a veces tuvieran la sensación de que no estaban realmente en América. Hablaban polaco entre ellos y alemán con sus vecinos, lo cual era sin duda una comodidad para aquellos que, como Aleksander, tenían dificultades para aprender el inglés, aunque parecía extraño haber recorrido tanta distancia y seguir conversando en el idioma demasiado familiar de uno de sus conquistadores. Pero, como señaló Bogdan, eso también era América, un país peculiar, tal vez el más peculiar de todos, que daba la bienvenida a todas las nacionalidades europeas y (observó Ryszard, que había iniciado el estudio del español) el inglés tampoco era el lenguaje de los nativos de California.
Habían imaginado una comuna agrícola soñolienta, y se encontraron con una ciudad en miniatura de presuntuosas calles trazadas en cuadrícula y llena de energías comerciales. Era el final de la cosecha, y atestaban las calles aquellos que habían recolectado y pisado las uvas. Algunos eran los mexicanos que realizaban la mayor parte de los trabajos humildes en el pueblo y vivían en su propio villorrio, cerca del pueblo. La mayoría eran indios cahuilla, que no solían bajar de las agrestes montañas de San Bernardino, excepto para la cosecha, y acampaban más allá de la valla viviente formada por sauces que rodeaba al pueblo y que dormían en tiendas o en montones de pieles sin curtir, bajo el cielo nocturno. Los mexicanos y los indios rivalizaban por ver quién bebía más, y los primeros se separaban al terminar esos concursos; algunos deambulaban y lanzaban ruidosos cumplidos a las muchachas alemanas que aún estaban en la calle, acompañados de sus cejijuntos padres y hermanos, y otros encendían una fogata en medio de la calle Lemon y bailaban el bolero, observados por los indios a un lado y los alemanes al otro. Entonces los alemanes iban a acostarse y dejaban las calles a los juerguistas braceros de los viñedos.
Cuando Maryna y Bogdan fueron al ayuntamiento para presentarse al alcalde, Rudolf Luedke, éste les aseguró que semejante alboroto era del todo excepcional, que Anaheim era una comunidad respetable, de familias muy trabajadoras y temerosas de Dios, al contrario que la ciudad infernal a cincuenta kilómetros de distancia, cuyos habitantes anárquicos y consumidores de tequila se divertían azuzando a los perros para que se abalanzaran contra un oso cautivo y se peleaban a navajazos (hasta fecha reciente su promedio había sido de un asesinato al día, casi todos impunes) y, en ciertas casas, diversiones que uno no podía mencionar en presencia de una dama… lo cual le recordó a Maryna que Ryszard le había dado a entender lo mucho que había disfrutado de sus viajes ocasionales a Los Ángeles cuando él y Julian llegaron a Anaheim. Herr Luedke los llevó a ver los canales de riego (interrumpiendo el flujo de alemán para utilizar la palabra española, zanjas) que se entrelazaban en el pueblo, y comentó que el agua siempre salía de sus canales y cubría las calles, lo cual hizo observar a Bogdan que esa necesidad de mantenimiento y reparación constantes de los canales debía de ser un gran incentivo para que la ciudadanía tuviera unos hábitos regulares. «Exactamente», dijo el alcalde, y les mostró las iglesias, el club atlético y la Compañía del Agua, una sala que había sido utilizada como escuela del pueblo, así como el edificio escolar que ahora tenía la comunidad, que constaba de dos aulas, y al que asistiría Piotr. Los llevó a su casa para que conocieran a Frau Luedke, quien les presentó a sus hijas, les sirvió café y schnapps y los invitó a formar parte de la Liga Cultural de Anaheim, que se reunía en el hotel Planters de la avenida Lincoln la noche del primer miércoles de cada mes. Maryna no mencionó que había sido actriz.
Unos días después las celebraciones alcanzaron su punto culminante con la llegada del circo Stappenbeck de Los Ángeles. Por la tarde un desfile de criaturas enjauladas y sin enjaular invadió la calle Orange: un elefante que llevaba una tambaleante torre en el lomo, dos osos, un escuálido «león de montaña», monos y loros. Piotr se sintió decepcionado cuando Ryszard le dijo que el león de montaña no tenía nada de león, sino que era un puma. «Creía que había leones auténticos en California», dijo el muchacho, haciendo un mohín. Y la colección de tristes animales de Friedrich Stappenbeck no podía impresionar a quienes vivían entre animales en libertad, a los que consideraban sus espíritus afines. Pero los indios, y todos los demás, se entusiasmaron con lo que los seres humanos hacían bajo la carpa: los pirófagos, los malabaristas con cuchillos, los contorsionistas, el mago, el payaso vestido de Tío Sam, la mujer diminuta que se lanzaba al vacío en su trapecio y el forzudo, un joven de aspecto adusto con una negra pelambrera y las piernas como troncos, por quien el público tenía un interés especial porque había nacido y se había criado en la región. Los indios no reconocieron como uno de los suyos a aquel vástago de una india cahuilla que abandonó las montañas y trabajó como lavandera en el rancho que tenía una familia en las estribaciones (murió cuando él era pequeño) y un vaquero que pasó algún tiempo en el rancho domando caballos. Pero los habitantes del pueblo le recordaban bien, como un solitario y un perturbador, aunque nadie podía acusarle de ninguna fechoría. Su verdadero nombre, U-wa-ka, había muerto con su madre, y en el pueblo y las estribaciones de las montañas le conocían como Cuello Grande. Dos años atrás desapareció sin dejar rastro, y desde entonces no habían tenido noticias suyas. Y allí estaba de nuevo, dos palmos más alto, con un cordón de ante alrededor del enorme cuello y un nuevo nombre: Zambo, el Hércules americano. Era capaz de cargar con seis hombres alrededor de la pista, tres en cada hombro. Podía enfrentarse a dos contendientes, fuera cual fuese su envergadura (surgió entre el público media docena de voluntarios) y arrojarlos al suelo. Y estaba en el centro de la gran despedida circense, con todos los animales haciendo piruetas, obedientes al restallido del látigo de Stappenbeck, y Matilda, el Ángel Aéreo, como se anunciaba a la artista del trapecio, se mantenía en equilibrio en lo alto de un poste de diez metros de altura acarreado por el exultante Zambo, mientras que un órgano de vapor sobre ruedas que habían empujado hasta la pista, con el Tío Sam al teclado, emitía una secuencia de silbidos discordantes que se aproximaban a la vieja y entrañable tonada Yankee Doodle. Los americanos gritaron «¡Hurra!», los alemanes «Hoch!», los mexicanos «¡Viva!», y los indios cahuilla gritaron de alegría.
—Cuéntame un cuento, mamá.
—Érase una vez…
—No, no esa clase de cuento. Quiero decir un cuento de verdad.
—¿Qué es un cuento de verdad?
—Uno con osos y gente a la que matan. Y todos lloran.
—¡Piotr! ¿Por qué debería llorar todo el mundo?
—Porque van a morir.
—¡Piotr!
—¡Pero si es cierto! Cuando te lo pregunté me dijiste que era cierto. Y el tío Stefan se murió y te vi llorar. Y he oído decir a Cyprian que la mula parece enferma. Y si todo el mundo va a morir, entonces tú podrías morirte un día y…
—¡Piotr, cariño! ¡Te prometo que no me moriré antes de que pase mucho tiempo! No debes pensar en eso.
—Pero lo hago. Cuando pienso en algo, no puedo parar. Está aquí, en mi cabeza, y me habla continuamente.
—Escúchame, Piotr. Aquí no hay que temer. Y ya no me voy a ninguna parte. Todo eso se terminó.
—Pero tengo miedo.
—¿Miedo de qué?
—De que me voy a morir. Por eso necesito un tomahawk.
—Oh, mi pequeño Piotr, ¿para qué te servirá eso?
—Bueno, puedo matarlos también. Todos tienen armas.
Y eso era cierto. Todos los hombres tenían armas, y las llevaban encima.
La mañana siguiente a la función circense, llegó al pueblo la asombrosa noticia que sólo confirma la opinión que los habitantes tenían de Los Ángeles y de todo cuanto llegaba de allí. Stappenbeck había sido asesinado y Matilda raptada, y el asesino y raptor era el forzudo, Zambo. El espectáculo había terminado, el público se había ido y los artistas se dirigían a los carromatos donde dormían para cambiarse sus abigarradas prendas por ropa de trabajo para la larga noche dedicada a desmontar la carpa y cargarlo todo en los carros. Oyeron los gritos de ayuda de Stappenbeck y corrieron a la carpa. El propietario del circo se retorcía tendido boca arriba, al lado de la jaula de los monos. Zambo, a horcajadas sobre él, gritaba: «¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!», y Matilda sollozaba en las sombras. El trío de minstrels (cantores cómicos que se tiznaban la cara e imitaban a los negros) se abalanzaron sobre él y le golpearon con sus matracas de hueso. Zambo los arrojó a un lado con un movimiento del hombro, y ellos cayeron sobre el serrín, ilesos, al lado del moribundo. Entonces Zambo tomó en brazos a la trapecista y desapareció corriendo en la oscuridad de la noche.
El contorsionista trató de levantar a Stappenbeck, cuyo cabello estaba empapado de sangre. Lo llevaron a la casa del alcalde, y vivió lo suficiente para maldecir a su asesino y mencionar el motivo del crimen. Había sorprendido a Zambo desvalijando el cofre donde guardaba la recaudación de la taquilla. Luedke consultó con el sheriff y al amanecer reunieron a un pelotón y lo enviaron en pos del fugitivo.
¿Adónde se habría dirigido a pie Zambo? El malabarista y el pirófago manifestaron que a menudo había comentado que abandonaría el circo y se iría a vivir a las montañas de Santa Ana. ¿Pero Zambo era un ladrón? No. Stappenbeck le había odiado, aunque el único delito del muchacho había sido el de volverse demasiado blando con Matilda, que era la sobrina de Stappenbeck (el mago dijo que era su hija adoptiva). El propietario del circo azotaba a Zambo sin ningún motivo, y el pobre forzudo jamás había alzado un dedo contra su atormentador, ni siquiera había retrocedido ni gritado jamás. El payaso vestido de Tío Sam dijo que los indios no sentían el dolor como los blancos.
Para los habitantes del pueblo, que no tenían ningún motivo para dudar del testimonio de un moribundo, la fuga de Zambo con Matilda demostraba la culpabilidad del mestizo. El robo, luego el asesinato y, para rematarlo todo, el secuestro de una mujer blanca… un típico delito indio. El sheriff confiaba en encontrar a Zambo y la mujer. Stappenbeck había sido el único miembro del circo que poseía un arma.
Maryna, Bogdan, Piotr y los demás los vieron cabalgar: hombres severos, con fusiles Sharp y Winchesters, galopando hacia el desierto.
¡Un argumento para Ryszard! Empezó a escribir el relato (su versión sería una historia de amor) aquella misma tarde. Mantenía la edad de Zambo, dieciséis años, pero reducía la de Matilda en una década, dejándola en trece, y les dio nuevos nombres: Orso y Jenny. La amada de su forzudo era una criatura angelical a punto de convertirse en mujer y en modo alguno emparentada con el propietario del circo, que recibía el nombre de Brandt. A la hora de la cena, Ryszard, como informó a sus compañeros, lo tenía todo excepto el final.
—Pero no está terminado —protestó cuando le rogaron que se lo leyera.
—Tampoco es lo que ha ocurrido de veras —replicó Bogdan—. No sabemos si los hombres del sheriff lo han encontrado.
Ryszard fue al establo, en busca del manuscrito, y leyó el relato en voz alta.
Anaheim en toda su vigorosa originalidad: vaqueros montados en mustangs resoplantes, agricultores procedentes de lejanos caseríos que atan a un poste el caballo de su coche ligero; bellezas locales, señoritas de negras trenzas que viven en Los Nietos, las esposas de los agricultores que llenan la tienda de sombreros y telas para comprar rollos de calicó y zaraza y examinar los patrones de los libros sobre modas; chismorreo, coqueteo, jactancia, regateo; el murmullo de la expectación ante la llegada del circo. El desfile de la colección de animales salvajes por la calle Orange. La introducción del voluminoso forzudo y la pequeña trapecista. El bestial rencor de Orso domado por el amor inconfesable. Los estallidos de celos y furor de Brandt. La firmeza de Orso durante las terribles palizas, su manera de aguantar los malos tratos, temeroso de que le separen de su querida Jen. La función bajo la carpa. Las demostraciones de fortaleza de Orso. El garbo y el atrevimiento de Jenny. La admiración del público. Y después de la función: los dos jóvenes sentados en un banco, en un rincón de la carpa a oscuras. Las pudorosas expresiones de conmiseración de Jenny ante las brutalidades de que es objeto su camarada del circo. Orso hablando de su ensoñación, en la que abandona el circo y se lleva a Jenny para gozar una vida libre y hermosa en las montañas de Santa Ana. La cabecita de Jenny apoyada en el gigantesco pecho de Orso; las manazas de éste aferrando el borde del banco. Suspiros. Más suspiros. Las primeras confesiones de sus verdaderos sentimientos mutuos. Las manos de Orso que se extienden vacilantes para tocar el cabello de Jenny. Brandt, en las sombras, los acecha y entonces se abalanza contra ellos. Orso no ofrece resistencia y se deja azotar con el látigo. Brandt se vuelve hacia Jenny y, por primera vez, alza el látigo para azotarla. Orso lo derriba al suelo. La cabeza de Brandt golpea el ángulo de la jaula de los monos. Orso toma a Jenny en brazos. Huyen en la noche, a través del desierto, hacia las estribaciones de las montañas, seguidos por los hombres del sheriff. Unas pocas horas de casto sueño. Los terrores de Jenny. La tierna protección de Orso. Prosiguen su huida por las montañas azules. Frío, animales salvajes, hambre, agotamiento…
Ryszard alzó los ojos de las cuartillas.
—Y ahí me he quedado.
—Muy interesante —dijo Bogdan—. Es vívido, y bastante conmovedor.
Ryszard no se atrevió a preguntarle a Maryna qué opinaba. Escribir un relato de amor y leerlo en voz alta en su presencia, ante Bogdan y los demás, ya le parecía suficiente audacia. Esquivaba la mirada burlona de Julian.
—Un pequeño detalle —dijo Julian—. Las montañas de aquí… supongo que podrías decir que son azules.
—Y eso hago… ¡científico! —replicó Ryszard con brusquedad—. Por el mero hecho de escribir la palabra «azules» hago que sean azules, eso es lo que hace el escritor, y tú, mi esclavo lector, tienes que verlas azules.
—Pero no son…
—Así como el pintor —siguió diciendo Ryszard, exultante—, si cree que las montañas son azules, debe ponerlas así ante tus ojos, tiene que crear un color con sus pigmentos, al cual quizá, aunque no importe lo que digamos, llamaríamos azul…
—O violeta o lavanda o malva —terció alegremente Jakub.
—¿Y cómo terminará? —quiso saber Cyprian.
—Supongo que de un modo desgarrador —respondió Ryszard—. O bien lento, con más penalidades y sufrimientos hasta que, finalmente, se refugien en la cueva de un puma y se tiendan para perecer abrazados, a causa del hambre y la intemperie; o bien allegro, allegro feroce, dándoles caza en uno de esos desfiladeros, al borde de un barranco. Deberías verlo ahora —añadió en silencio «Maryna»—, el chaparral ahí arriba aún está verde: lo que los delata serían las lentejuelas de la raída blusa rosa y las mallas de Jenny que destellan al sol. Cuando los hombres se les acercan, el Ángel Aéreo toma a Orso de la mano y ambos saltan al profundo barranco en cuyo fondo encuentran la muerte.
—Oh —suspiró Barbara.
—Detesto los finales desdichados —dijo Wanda.
—Ah, la voz de la lectora inculta —comentó Julian.
—En realidad —dijo Ryszard, tan azorado como los demás por el inveterado desdén con que Julian trataba a su mujer—, también yo tengo dudas acerca del doble suicidio —desde la caballerosidad, pasó a una pizca de inspiración—: Sí, tal vez no deberían capturarlos.
—Sí, sí —dijo Wanda.
—¿Puedes creer a esta mujer? —inquirió Julian.
—Podrían eludir a los hombres del sheriff y permanecer en las montañas. Las montañas azules como un cardenal, Julian. La bella y la bestia instalándose en un remoto cañón por el que nadie se aventura excepto el más intrépido cazador de pieles.
—¿Pero cómo se alimentan, se calientan, se defienden contra los animales salvajes? —le preguntó Aleksander.
—Es indio —replicó Cyprian—. Conoce bien esas cosas.
—Es medio indio —musitó Jakub.
—Pero Jenny no lo es —dijo Danuta.
—No prescindas de un final desdichado si así el relato parece más veraz —dijo Bogdan.
—¡Lectores, lectores! —exclamó Ryszard—. Sólo quiero contar una buena historia. ¿Qué es más veraz? ¿Qué os hace sentir menos tristes? ¡No carguéis los hombros de este soñador con demasiadas responsabilidades! ¡Se diría que el final por el que me decida podría influir en lo que realmente les suceda a los pobres desgraciados!
Pero eso precisamente era lo que empezaba a sentir, y así, respetando el sentimiento supersticioso, Ryszard consultó con una de las adivinas mexicanas acerca del destino de la pareja. Su predicción (que los perseguirían y matarían) lo decidió por él, y el final del relato casi se escribió solo.
Divisaban a Orso subiendo por una cuesta empinada con Jenny en brazos; las armas escupían fuego y atronaban, y el sonido reverberaba en los muros del cañón. Una bala penetraba en la cabeza de Jenny, y Orso parecía caer. Los hombres del sheriff lo encontraban en el suelo, aullando de aflicción, la cabeza de Jenny acunada en sus brazos; el lazo volaba hacia Orso y siseaba alrededor de su cuello, y entonces ellos…
¡No, no! Fuera con los hombres del sheriff. Tenía que salvar a los jóvenes. Inventaría a un viejo colono intruso que vivía en una soledad implacable (hacía años que no veía a nadie en aquella formidable parte de la montaña), que les permitiría sentarse ante su fogata y se revelaría tan generoso y benigno como el propietario del circo había sido cruel. Estaban aterrados, y él los confortaría. Tenían hambre, y él los alimentaría. Removió las cenizas para atizar el fuego, puso en la parrilla una estupenda pierna de venado y mientras los veía comer (tal vez en el pasado había sido padre) los ojos se le llenaban de lágrimas. «Desde entonces los tres han vivido juntos», decía la última línea del relato. Esto es América, pensó Ryszard, donde el final sensiblero se aprecia tanto como una carnicería jubilosa e impulsada por unos sentimientos santurrones. Dos días después, cuando los hombres del sheriff dieron con los fugitivos y abrieron fuego, alcanzando a Matilda en la espina dorsal (quedaría paralítica para el resto de su vida), y luego colgaron a Zambo, Ryszard no se arrepintió del desenlace que había elegido. ¿Qué sentido tiene convertir hechos reales en relatos si no puedes cambiarlo todo, y sobre todo el final?
¿Y qué sentido tiene contar relatos si no es el de fomentar el anhelo que alberga todo el mundo de una vida alternativa?
Además, Ryszard carecía del estado de ánimo apropiado para contar el relato de un amor imposible que resulta ser… imposible. Escribir es hacer juegos de manos: Ryszard quería mostrar que el amor imposible es posible. Su propio amor por Maryna se había convertido en un relato interminable e inacabado que revisaba sin cesar, embellecía, afinaba, y buscaba unas maneras más elocuentes de describirse a sí mismo. Allí estaba, viviendo al lado de ella pero sin atreverse a una aproximación menos pueril, por temor a un rechazo definitivo. Sospechaba que ella contaba con sus atenciones, sus cargantes atenciones, que lamentaría ver a su pretendiente, con su ardor y su paciencia infinita, limitándose a la resignación. Pero el papel era más difícil de representar sin el decorado donde había sido ideado. No había camerinos (a él le había encantado contemplarla mientras ella se miraba al espejo) ni pasillos iluminados por humeantes lámparas de gas ni carruajes con las cortinillas corridas. En los burdeles de Los Ángeles había espejos, los había en San Francisco, y no sólo en los teatros, pero ¿de qué le serviría a un pueblo como Anaheim, que miraba hacia fuera, el juego seductor entre las superficies y lo que hay detrás de ellas? En su nueva vida no había espejos, sino sólo panoramas.
Él podría haberse sentido menos humillado si únicamente hubiera tenido que soportar la presencia de un marido, pero convivir con cuatro parejas (todas las cuales, incluso la penosa que formaban Julian y Wanda, parecían unidas de una manera tan irrevocable) le hacía sentirse más alejado de Maryna de lo que jamás había estado. (Para afirmar la diferencia que establecía su calidad de soltero, persuadió a Jakub de que le acompañara a Los Ángeles para pasarse una semana frecuentando las casas de lenocinio). Ya no solían estar juntos, excepto durante las lecciones de equitación. Él contaba las aventuras en solitario que había tenido cuando los dos llegaron en agosto, aquellos días en que acampaba más allá de las zonas pobladas y se dedicaba a la exploración. ¿No habría desviación posible del redil conyugal? ¿Ninguna absorción de nueva energía erótica? «Cabalga conmigo», le decía Ryszard. «Déjame que te enseñe las montañas». «Pronto, pronto», murmuraba Maryna. Él había soñado con protegerla, pero no había nada de lo que protegerla. A menos que Bogdan desapareciese de alguna manera. En los relatos nada es imposible. Bogdan podría caerse de un caballo y romperse el cuello, y entonces ella comprendería…
Maryna desmontó y, sin ninguna ceremonia, le tiró del cuello de la camisa. Aquel viaje a una vacuidad liberadora para la que Ryszard se ofrecía como acompañante, llamémosla el desierto sin sombras, llamémosla las montañas deshabitadas… ella ya estaba allí.
—Oh, Maryna —gimió él—. ¿No hay esperanza para nosotros?
—¿Nosotros?
Él inclinó la cabeza.
—Yo.
—Creo que hay esperanza para ti —dijo ella.
—¿Y tú, Maryna? ¡Tan empeñada en llegar a ser póstuma! ¿De veras has cambiado tanto? ¿Es posible, Maryna?
—Más que posible.
—¿Y esto —abarcó con un gesto del brazo la tierra que los rodeaba— es la única pasión que ahora te atrae?
Ella no le respondió.
—¿Pero no es posible que te estés engañando acerca de lo que quieres realmente? ¿No te sientes nunca encallada? El paisaje es hermoso, es nuestro Arden, pero no cambia. ¿No te sientes nunca impaciente con todos, Julian, la pobre Wanda, Danuta, Aleksander, Cyprian, Barbara, incluso Jakub…? No, no voy a excluirme. ¿Cómo puedes aguantarnos?
—¿Nos?
—Y la aspereza animal y humana, las pesadas botas con barro incrustado, la piel enrojecida de tus manos y los diviesos de Aniela, que abriste con la hoja calentada de una navaja (te estaba observando, ¿dónde aprendiste a hacer eso?)… todo ello es impropio de ti. El estiércol, la exudación, la sequedad… tú estás hecha para el terciopelo. Y los odios raciales que se agitan en estos nuevos californianos, por debajo de la adaptación de su codicia. Aquí imperan la insensibilidad y el vacío, y nos volverá insensibles y vacíos, Maryna. Espera. No vuelvas a decir «¿nos?», incluso a ti te volverá insensible y vacía.
—Siento que me consideres cruel, Ryszard, pero no me importa estar vacía.
—¿Nunca sientes lástima de ti misma?
—La sentía en Polonia. Ahora ni siquiera comprendo el motivo. ¿Pero aquí? No, jamás. Sin duda te das cuenta de que me encuentro perfectamente bien despojada de todo aquello que me hacía diferente, tanto para los demás como para mí misma. Ahora creerás en serio que soy cruel, pero me hace reír.
Ausencias: lujo, reliquias, penumbra, pasillos, la propia biografía. ¿Cómo podía ella explicárselo a Ryszard? Allí cada relato surgía independiente, sin raíces en largas genealogías de inquietud y de obligación. El repentino descenso en el volumen de los significados en la nueva vida actuaba en ella como un enrarecimiento del oxígeno. Se sentía mareada. Y, sin embargo, todo era muy familiar. Los grupos amansados por unas tareas habituales y difíciles y una dirección impetuosa eran el elemento natural de Maryna: el impulso comunal es fuerte entre la gente de teatro. Y aquella vida recién arraigada apenas difería de la vida de los actores que van de gira. Todavía les costaba hacer bien algunas de las tareas más sencillas de la vida campestre, pero eso no era de extrañar, pues se habían preparado apresuradamente, repasando sus papeles de agricultores en el último momento, fuera del escenario. Durante algún tiempo los «estudiarían entre bastidores», como dicen los actores, hasta que hubieran dominado sus papeles.
Por la noche, dejando valientemente de lado los músculos estirados, las espaldas doloridas, las espinillas rasguñadas, las dolorosas quemaduras del sol, se reunían en la sala de estar para examinar con detenimiento los folletos de Washington y los libros sobre agricultura que habían traído de Polonia, y hablar de fertilizantes y de vallas, la plantación de un naranjal, la reparación del gallinero y la contratación de unos cuantos braceros indios o chinos para que los ayudaran. Bogdan iba de un lado a otro, resumiendo sus planes para los nuevos edificios. Hablaba con frases rápidas, comiéndose palabras, con un vaso de té casi vacío en la mano, dentro del que tintineaba una cucharilla. Una mano que Maryna apenas reconocía, con la uña del pulgar renegrida y la gruesa vena que se extendía desde el bronceado nudillo a la muñeca; un Bogdan al que antes no había conocido, que ya no estaba del todo concentrado en ella, haciéndolo todo por ella, que se sumía en lo colectivo… por ella.
Se esperaba de todos que participaran en esas reuniones. En realidad, las mujeres, con excepción de Maryna, apenas hablaban, como si dieran por sentado que no tenían nada que decir, o que las iban a criticar, o que tomar decisiones era tarea de los hombres. La vida agrícola organizaba a las mujeres para una nueva docilidad, dictaba a todos nuevos menús de incompetencia. Y saber lo que pensaban de ellos sus vecinos, que eran gente bien nacida mimada y poco práctica, les hacía vacilar en pedir ayuda. Herr Kohler les había enviado a uno de sus jóvenes campesinos mexicanos, para que les enseñara a cuidar del viñedo, cuyo ciclo empezaba de nuevo. Los hombres le miraron sombríamente mientras él les demostraba la manera de podar los brotes grandes, aplicar fertilizante y apelmazar la tierra contra la base de los sarmientos. Kohler, quien les vendía leche, nata y mantequilla, tuvo la amabilidad de decirle a Pancho que también les diera lecciones de ordeño; pero ninguna de las mujeres tenía unas manos lo bastante fuertes ni la técnica adecuada, y les parecía que torturaban a las vacas. Al cabo de unos días empezaron a comprar la leche en otra granja cercana.
No era propio del carácter de Maryna ser jamás caritativa consigo misma ni indulgente con los demás. ¡Pero qué mezquino parecía bajo aquel sol implacable impacientarse porque Barbara y Danuta se mostraban poco dispuestas a trabajar como lecheras!
La fatiga y la monotonía de las tareas comunitarias sólo parecían aumentar su sensación de inmenso bienestar físico. Más ausencias: palabras, exageración de las propias cualidades para conseguir un efecto dramático, energías amorosas. Ausencias sanadoras. Presencias carnales. El penetrante hedor del estiércol fresco y su propio sudor. Jadear ante la cocina de carbón, en el taburete del ordeño, detrás de la carretilla de mano, y las armonías de la fatiga colectiva exhalada al final de la jornada, en silencio, a la mesa del comedor. Todas las sonoridades reducidas a esto: el sonido de la respiración, sólo la respiración, la de ellos, la suya. Maryna nunca se había sentido tan unida a los demás como entonces, sintiéndose encerrada en un cubículo de respiración ruidosa; nunca se había sentido tan optimista acerca de la vida que se esforzaban por construir. Era fácil decir que no duraría. Todo matrimonio, toda comunidad es una utopía fracasada. La utopía no es una clase de lugar sino una clase de tiempo, todos esos momentos demasiado breves en los que uno no desearía estar en ninguna otra parte. ¿Existe un instinto, un instinto muy antiguo, de respirar al unísono? Ésa es la utopía definitiva. En la raíz del deseo de unión sexual se encuentra el deseo de respirar más profundamente, todavía más profundamente, más rápido… pero siempre juntos.
En noviembre Maryna y Bogdan recibieron una carta de Bruno Halek, un compatriota que llevaba casi veinte años viviendo en San Francisco, anciano astuto e impertinente, de profesión indeterminada y con toda evidencia acomodado. Había trabado amistad con Ryszard y Julian cuando visitaron San Francisco por primera vez, en julio, y cuando los demás llegaron en septiembre, les hizo de cicerone.
Halek preguntaba si podría visitar a sus amigos en el pueblo renano productor de vino en el desierto, y decía que llevaba algún tiempo sin estirar las piernas. No se le habría ocurrido emprender un viaje tan largo si el único medio de transporte para un hombre corpulento como él fuese todavía aquel lento vapor de paleta (¡tres días comiendo tasajo y alubias sancochadas!) que llegaba al puerto cerca de Los Angeles, y sólo podía recorrer en ferrocarril los últimos cincuenta kilómetros. Les contaba que cuando los alemanes fueron al sur, en 1859 (entonces conoció a algunos de ellos, unos zoquetes que trabajaban con ahínco; sería divertido verlos ahora), su barco pasó Los Ángeles de largo y ancló a tres millas frente a la costa donde fundarían Anaheim, y llevaron a los colonos en botes de remos hasta una corta distancia de la orilla, donde un grupo de indios contratados por aquel par de listos alemanes de la compañía vinícola de Los Angeles, algunas de cuyas acciones había comprado la gente de San Francisco, los esperaban con el agua hasta la cintura, pobres diablos, y entonces hubo que cargar a cada hombre, mujer y niño alemán en los hombros de un indio que lo llevó a tierra. Pero esos días épicos pertenecían al pasado (¡aunque a Halek le gustaría ver si incluso el guerrero indio más fornido tenía fuerza suficiente para cargar con él!), y puesto que ahora había enlace ferroviario hasta Los Ángeles, estaba deseoso de emprender el viaje, y no es que quisiera abusar de ellos, no le gustaba dormir en una tienda de campaña o una cabaña de troncos y tenía intención de alojarse en un hotel, pero si la querida Madame Maryna se lo permitía, iría… aunque sólo fuese, añadía jovialmente, para probar el vino.
¿Y podía traerles alguna cosa de San Francisco?
De ninguna manera su invitado iba a alojarse en el hotel Planters. Maryna y Bogdan dieron instrucciones de que retirasen el sofá de la sala y lo sustituyeran por una cama. Durante la visita de Halek, Piotr dormiría en la cocina con Aniela. Aunque Maryna despreciaba su deseo de impresionar a Halek (o más bien no decepcionarle), estaba convencida de que participar en el esfuerzo de dar a su nuevo hogar el mayor atractivo posible reforzaría el amor propio de todos, y tomó la llegada del invitado como la ocasión para estimular a los demás a que emprendieran ciertas tareas pospuestas durante largo tiempo. Era preciso reparar el gallinero (sin duda su corpulento invitado desearía cuatro huevos para desayunar); pintar de nuevo la casa, pulimentar los muebles, desembalar más libros; dejaron de lado las faenas agrícolas y todo el grupo se dispuso a dejar la casa en condiciones de recibir visitas. Tenían que surtir adecuadamente la despensa, y disponer del buen aguardiente y la tequila que se podían conseguir en el caserío mexicano (seguramente Halek torcería el gesto ante la profusión de cervezas alemanas que había en Anaheim). Entonces, al cabo de una semana, Maryna encargó a Danuta y Barbara que se encargaran de disponer el oleandro cortado en bonitos cestos cahuilla y, en compañía de Bogdan, se dirigió a la estación en el coche ligero. Su visitante bajó del tren, incluso más corpulento de lo que ellos recordaban y más voluminoso aún debido a los paquetes atados con cordel marrón que llevaba bajo los brazos y que contenían periódicos de Polonia, libros, pañuelos y estuches de perfumes para las mujeres, una mantilla de encaje para Maryna, soldaditos de plomo para Piotr, muñecas y caramelos para las pequeñas.
—Estoy famélico —dijo Halek al entrar en la casa.
Aleksander se echó a reír.
—Nosotros también estamos siempre hambrientos.
—¡Eso es porque trabajáis demasiado! —exclamó Halek—. Yo estoy hambriento —se dio una palmada en el vientre inmenso— porque tengo hambre.
Y entonces emitió un sonido que parecía a medias un ladrido y a medias un gruñido.
—Recuerdo eso —dijo Piotr, encantado. Ver a los leones marinos que rugían sobre las rocas desde la terraza del casino en lo alto de un risco en las afueras de San Francisco era un placer obligatorio para todos los visitantes de la ciudad—. Yo sé imitar al coyote, señor Halek. Escuche.
Era la oportunidad de mostrarle el lugar al visitante. Lo primero es lo primero, y le llevaron a ver el sistema de riego de Anaheim.
—Ya veo —dijo él, con una alegre risita—. Un pueblo renano con canales holandeses. Aquí estamos en Holanda.
Le mostraron sus dos vacas, sus tres irascibles caballos de silla y la mula enfermiza. Él les preguntó cómo se llevaban con los vecinos.
—No los vemos mucho —dijo Cyprian.
—Era de esperar —replicó Halek—. ¿Qué tienen ustedes en común con esos avarientos agricultores y tenderos? Al contrario que la leyenda difundida por aquel periodista, Nordhoff, otro alemán, que vino aquí hace unos años y escribió muchas tonterías sobre Anaheim, como ustedes saben nunca ha habido nada «comunal» en este pueblo.
Tenía razón, desde luego, y los colonos polacos, con la cabeza llena de las teorías de Fourier y Brook Farm, se sintieron decepcionados. Un agrimensor que trabajaba para dos alemanes propietarios de viñedos y una compañía vinícola en Los Ángeles, y que querían ampliar su negocio, reclutó a los compatriotas de aquel par en San Francisco. Con el dinero aportado por los cincuenta inversores, adquirieron un terreno y lo adecuaron para levantar un pueblo. Contrataron trabajadores chinos y mexicanos para que cavaran las zanjas de riego, braceros mexicanos para plantar las vides, braceros indios para construir las casas de adobe en las que vivirían las cincuenta familias. Cuando llegaron dos años después las casas y los viñedos los estaban esperando. Al principio la sociedad era la propietaria de todo, pero al cabo de pocos años, cuando empezó a haber beneficios, la cooperativa fue disuelta y cada uno de los pobladores originales recuperó su inversión y se convirtió en propietario de su propia finca. Anaheim nunca había sido, ni siquiera al principio, un experimento de vida comunal.
—Ahora usted, Madame Maryna, usted y el querido conde Dembowski y sus amigos, con su irrefrenable idealismo polaco, han decidido convertir la leyenda en realidad. Y por ello me quito el sombrero. Pero le imploro que no se olvide del escenario, todavía afligido por la partida de su reina. Supongo que, tras prolongar esta aventura alrededor de un año, no consideraría usted de nuevo…
—¡No! ¡Usted también! No habría esperado tener que soportar los mismos reproches en América, ni siquiera de un paisano. No, amigo mío, esto no es ninguna aventura. Es una nueva vida, la vida que quiero llevar. No echo de menos el escenario.
—¿No añora las comodidades a las que estaba acostumbrada, Madame Maryna?
Ella le espetó en inglés:
Sí, ahora me hallo en Arden, necia de mí; en casa me encontraba
en un lugar mejor; pero los viajeros deben conformarse.
—¿Perdone?
—Shakespeare, señor Halek. Como gustéis.
—Y me gusta, por cierto, y ése es el motivo…
—¡Pero le estoy tomando el pelo, señor Halek! Repito: no echo de menos el escenario.
—Es usted muy valiente —comentó él.
Estaba encantado, verdaderamente encantado de ver a sus amigos tan esbeltos y sanos. Sin duda ello se debía al ejercicio que hacían y que, dado el perímetro de su abdomen, a él, por desgracia, le estaba vedado, si bien admitía que incluso cuando era joven y delgado, sí, en otro tiempo estuvo delgado, dijo mirando a Wanda (gran parte de lo que decía iba dirigido a Wanda, quien parecía asombrada de que Halek coqueteara con ella), pero delgado y todo nada le gustaba más que haraganear. Comer, hablar y jugar al ajedrez (cantaba mientras estudiaba la próxima jugada) eran sus pasatiempos favoritos.
—Lo que me seduce es vuestra pequeña y rústica Atenas —les dijo—. No vuestra pequeña Esparta.
Les gustaba deleitarle con relatos de su ineptitud, y en realidad Halek les hacía sentirse como campesinos curtidos.
—Me gusta el panorama —comentó desde la hamaca que habían reforzado especialmente el día después de su llegada—, y también los animales, mientras se mantengan a distancia.
Le desconcertaba tanto el joven y encantador tejón que Ryszard había capturado y convertido en mascota como un escorpión gigante, aterrador de veras, que se escabullía por el patio.
—Confieso que temo tanto a los animales como un judío al agua —les dijo, y volviéndose hacia Jakub—: Espero no haberte ofendido.
Para su primera celebración de Acción de Gracias sin pavo (Piotr se echó a llorar y el pájaro chillón se salvó). Maryna puso en la mesa el mantel blanco adamascado que había traído de Polonia y se permitió mantenerse al margen de las tareas culinarias. Todas las demás mujeres trabajaron en la cocina, y Halek las sorprendió ofreciéndose a preparar el postre.
—¿Cómo creéis que un viejo solterón como yo conseguiría jamás lo que quiere si no pudiera arreglárselas por sí mismo?
Les dijo que el bizcocho relleno se llamaba (una expresión inglesa más) un shoofly, y que shoo equivalía a la voz «¡ox!», que en este caso no se usaba para espantar a los pájaros sino a las moscas («¡ox, mosca, ox, mosca, ox, mosca!», exclamó Piotr), porque uno tenía que espantar a las moscas atraídas por la melaza y el azúcar moreno que contenía el bizcocho.
—Ox, mosca, ox, mosca…
—Basta, Piotr —le ordenó Maryna.
—Dulce por dentro —canturreó Halek—. Relleno de dulzura. Es imposible mantener alejadas a las moscas.
—Está muy sabroso —dijo Wanda—. Le estaría muy agradecida si me anotara la receta.
—Sí, hágalo, señor Halek —terció Julian—. Eso le tendrá la cabeza ocupada al menos durante una semana.
Después de tomar el postre, cuando no quedaba más que las migas sobre el mantel, los platos pegajosos y las tazas de café vacías, Bogdan recordó que se habían olvidado del ritual con el que debería comenzar aquella cena, la más norteamericana de todas.
—Doy gracias porque estamos aquí juntos. ¿Quién hablará a continuación?
—Piotr, cariño —dijo Maryna—, dinos qué es lo que agradeces.
—Que soy más alto —replicó él alegremente—. ¿No soy ahora más alto, mamá?
—Sí, cariño, sí. Ven aquí y siéntate en el regazo de mamá.
—Doy las gracias a los Estados Unidos de América —dijo Ryszard—, un país lo bastante loco para declarar que la búsqueda de la felicidad es un derecho inalienable.
—Yo doy gracias porque las niñas están sanas —declaró Danuta.
—Amén a eso —dijo Cyprian.
—Barbara y yo damos gracias a Maryna y Bogdan por la idea que tuvieron de venir aquí y por su generosidad —manifestó Aleksander.
—Amigos —murmuró Maryna, abrazando a Piotr y con el rostro en su cabello—. Queridos amigos.
—Quiero sentarme en mi silla, mamá.
Le tocó el turno a Jakub:
—Yo doy gracias por el sueño americano de la igualdad para todos sus ciudadanos, por muy lejos que deba ir ese sueño hasta que se haga realidad.
—Yo doy gracias al señor Halek por el postre —dijo Wanda.
—Podéis tener la seguridad de que mi mujer rebajará el tono —comentó Julian—. Supongo que yo debería dar gracias porque en América el divorcio es legal.
—¡No hagas eso, Julian, te lo ruego! —exclamó Jakub.
—¡Aniela! —gritó Maryna.
—Y yo doy las gracias a la señora Solski por su generoso cumplido —dijo Halek, sonriente. La muchacha salió de la cocina.
—Aniela —le dijo Maryna en un tono furioso—, estamos dando las gracias por los favores que hemos recibido del cielo.
—¿Favores del cielo, Madame? ¿Es que he hecho algo malo?
Julian se cubrió el rostro con las manos, y entonces alzó los ojos e hizo una mueca.
—Te pido disculpas, Maryna. No quería decir lo que he dicho. Lo siento.
—No es sólo a Maryna a quien debes una disculpa —dijo Bogdan.
—Maridos —rugió Halek—. ¡Maridos!
—¿Se han terminado los favores del cielo, Madame? ¿Puedo volver a la cocina?
—Y yo iré contigo, muchacha —le dijo Halek—, y podrás decirme por qué favores del cielo estás agradecida.
Por supuesto, había cortejado descaradamente a Aniela tanto como a la pobre Wanda (lo cual enfurecía a Julian), pero al día siguiente tuvo su justo castigo. Cuando se sacó el pene erecto en la cocina y se abalanzó contra Aniela, ésta echó a correr y él salió caminando pesadamente tras ella, con los pantalones desabrochados, hasta el campo que se extendía más allá del establo, donde sufrió un resbalón y cayó a una acequia. Aniela se detuvo a cierta distancia y contempló asombrada el pene que oscilaba en el agua. La ancha acequia sólo tenía medio metro de profundidad, pero Halek, casi tendido boca arriba, era incapaz de enderezarse. «¡Dame la mano, chiquilla!». Estaba más empapado que un león marino. «¡Tu adorable mano!». Convencida de que ella tenía la culpa del accidente y que la castigarían (por haber sido atractiva para el gordo o por haber huido de sus atenciones, lo cual le hizo caer al agua, no estaba segura de cuál era el motivo: sólo sabía que se sentía culpable, lo cual significaba que debía de haber hecho algo malo), Aniela se volvió y echó a correr de regreso a la cocina.
Los ladridos del perro, un animal extraviado al que habían adoptado y al que Bogdan, para asombro de sus vecinos alemanes, había puesto el nombre de Metternich, hicieron que Ryszard y Jakub acudieran al rescate de Halek.
—Soy un viejo pícaro —farfulló, después de que le hubieran sacado del agua—. ¿Qué pensará ahora de mí, Madame Maryna? ¿Podrá perdonarme?
Ella le perdonó. A Maryna le resultaba fácil perdonar a Halek sus salaces bufonadas: tenía una obesidad ridícula y regresaría a San Francisco al cabo de unos días. Más difícil le resultó perdonarle cuando, una hora después de haberle despedido en la estación, descubrió que su alegre amigo era cleptómano. A Bogdan le habían desaparecido las manoplas que se había traído de Polonia, a Julian su brújula, a Wanda su libro de recetas, a Danuta y Cyprian el cáliz bautismal de su hija mayor, a Jakub un volumen de poemas de Heine, a Barbara y Aleksander una botella de vodka de casis, a Ryszard un cinturón de cuero del que pendían garras de oso y cascabeles de serpiente que había comprado a un trampero cahuilla durante uno de sus viajes a las montañas San Bernardino. Halek se llevó incluso el rompecabezas favorito de Piotr, el de La Locomotora Despedazada. Sólo Aniela se libró de la rapiña, a menos que se contara el tarro de azúcar que Halek robó de la cocina. Y Maryna perdió un collar que hacía juego con unos pendientes de plata oxidada: elegantes mujeres polacas habían llevado esas joyas de duelo, como se las llamaba, tras el fallido Levantamiento de 1863. Eran un regalo de la abuela de Bogdan, y figuraban entre sus posesiones más preciadas.
La indignación de Bogdan por el robo del collar y los pendientes mitigó su propia tristeza.
—No te apenes por las joyas, corazón mío. Es posible que el viejo Halek las aprecie incluso más que yo. Hace tanto que vive en América…
—Eres demasiado generosa —replicó Bogdan en un tono glacial—. Esto no es natural.
—Es él quien ha sido demasiado generoso, más de lo que su propia naturaleza podría tolerar.
—Comparas esas chucherías que compró con…
—Oh, Bogdan, no pensemos en ello. Uno debería estar siempre dispuesto a prescindir de las cosas.
Poseer cosas era una técnica de consolación. Los cepillos con reverso de plata, el mantel y las servilletas adamascados, los cuatro grandes baúles que contenían un millar de libros (¿dónde podrían ponerlos?), las partituras con canciones de Moniuszko y Chopin que nadie había tocado en el piano vertical del salón (estaba desafinado sin remedio), los trajes que ella nunca volvería a ponerse… todo cuanto habían traído consigo que carecía de valor puramente práctico significaba un deseo de mantenerse fiel a la vida que llevaban antaño, y la necesidad de consolarse por haberla abandonado. ¿Pero por qué necesitaría ella que la consolaran?
Maryna no añoraba los sombríos infortunios polacos ni siquiera el cielo plomizo, aunque el afamado clima del sur de California, que para ellos parecía consistir en la ausencia de clima, no dejaba de sorprenderle. Allí sólo parecía haber dos estaciones: un verano caluroso y seco, seguido por una larga primavera templada a la que llamaban invierno. No dejaban de esperar algo más, una violencia de la naturaleza, un obstáculo. A aquellas alturas, si estuvieran en Polonia, campos y montañas, iglesias y teatros se hallarían bajo el amplio cielo húmedo y gris del auténtico invierno (la carretera de Zakopane, una vez más, sería intransitable), mientras que los días azules y las noches estrelladas de la Tierra del Sol auguraban un tránsito cada vez más fácil desde un lugar a otro, una vida a otra.
La salud es una promesa de más futuro, mientras que las posesiones refuerzan los vínculos con el pasado. A cada día que pasaba Maryna se sentía más fuerte, más en forma, que era lo que los estimulantes libros acerca de California garantizaban a quien hiciera el viaje, se instalara allí y llenara la tierra vacía. Al comienzo hubo oro; ahora había salud. California otorgaba salud; California le alentaba a uno para que llevara una vida más saludable. Pero estarás más fuerte, más en forma, cuando haya remitido el furor de la necesidad; cuando la necesidad ceda el paso a una indiferencia relajante y vigorosa, cuando te sientas agradecido sencillamente por vivir, por vivir de nuevo. Como lo estás cuando acabas de despertar, en esos momentos desequilibrados en los que el cuerpo empieza a recibir la luz y pasta en un soto de sensaciones prístinas, todavía empapado de sueño mientras la mente, al tiempo que se desenreda de un sueño (cuya trama divergía de un modo tan alarmante o cómico de la vida que realmente recuerdas haber vivido), la mente flota libre.
No es que no sepas dónde estás, o para qué te has instalado ahí. La cabeza de Bogdan, con el cabello revuelto, está en la almohada contigua, se dijo Maryna. Y está ese sonido: el hombre amado rechina los dientes cuando duerme. Podría ser Heinrich con la boca abierta y los agudos ronquidos, o Ryszard, que se restregaría los ojos y buscaría las gafas sobre la mesilla de noche, o cualquiera de una docena de otros hombres, aunque no lo es. Y durante este momento, este momento tan sólo, ni siquiera importaría, pues mientras miras a tu alrededor, tus sentimientos hacia tu compañero de cama y el mobiliario del dormitorio son aquiescentes por igual, están igualmente anestesiados. La cama metálica con las cuatro bolas de cobre que rematan cada esquina; el sencillo armario ropero con la puerta alabeada; los lemas de la pared, E PLURIBUS UNUM, hecho con cuentas, y HOGAR DULCE HOGAR, bordado en lana y adornado con flores de cabello humano… todo ello parece apropiado, impersonal y no elegido, como el decorado de una habitación de hotel en la que alguien se ha retirado para escribir un libro o tener una aventura amorosa clandestina: un lugar perfecto para la transformación.
Pero qué ingobernable es el impulso de añadir algunos toques personales, de mejorar las cosas, de ampliar la zona de la posesión. Desde el principio había estado claro que debían crear más espacio para ellos mismos y los demás. Al construir una pequeña vivienda de adobe para Danuta, Cyprian y las niñas, y luego otra para Wanda y Julian, donde pudieran enfrentarse a sus conflictos sin que nadie los oyera, y al renovar el suelo y las paredes de la cabaña que ocupaban Aleksander y Barbara, dispondrían de un auténtico falansterio. Por supuesto, sería necio invertir más dinero en una propiedad alquilada, cuya opción de compra no tendría efecto hasta que llevaran seis meses viviendo en ella. Tal vez el dueño estaría dispuesto a vendérsela en seguida.
Como la novia que, ante el altar junto al novio, se da cuenta de que, si bien ama a ese hombre y quiere casarse con él, el matrimonio no va a durar, resultará haber sido un error, es consciente de ello antes de que su dedo reciba la alianza, antes de que su boca forme las palabras «sí, quiero», pero es más fácil para ella prescindir de ese conocimiento previo y seguir adelante con la ceremonia, Maryna pensó que era una frivolidad obstaculizar lo que había sido concebido con tanto ardor y emprendido con tanto tesón. Tenía que llevar a cabo su proyecto, porque todo había conducido a ello. ¿Dónde podría estar si no era allí? Y el escepticismo puede coincidir con la confianza. Con tantas esperanzas y esfuerzos formadores del carácter, ¿cómo no iba a tener éxito? La esperanza y el esfuerzo, al igual que el deseo, eran valores en sí mismos. Aunque fracasara su comunidad, seguiría siendo un éxito.
Como si fuese un amuleto de la suerte, Ryszard llevó consigo su tintero de mármol verde mar para utilizarlo en la ceremonia. Después de que Bogdan firmara la escritura de compra y entregara el sobre que contenía los cuatro mil dólares al propietario de la granja en presencia de Herr Luedke, el secretario del ayuntamiento y la maestra de Piotr (una guapa Gretchen de San Francisco de la que con toda evidencia Ryszard se había encaprichado), regresaron a casa para celebrarlo. Maryna miró a Bogdan con inmensa ternura.
—Oye, Wanda, ¿no puedes esperar hasta que todos estemos sentados? —susurró Julian.
—¡Estofado de carne y cebolla! —exclamó Aleksander, sirviéndose una gran porción del cuenco que Aniela pasaba alrededor de la mesa.
—No es estofado de carne y cebolla, es guisado —puntualizó Piotr—. Lo he comido después de la escuela en casa de Joaquín.
—Vamos a celebrar el día de hoy hablando en inglés —dijo Maryna.
Quien evita la ambición
Y ama vivir bajo el sol,
Buscando el alimento que come
Y satisfecho con lo que obtiene,
cantó. Y, como si le hubiera dado el pie, Ryszard intervino con el estribillo del coro:
Ven acá, ven acá, ven acá.
Aquí no verá
Enemigo alguno
Más que el invierno y el mal tiempo.
—Bravo —dijo Maryna. Bogdan frunció el ceño. En el exterior, el sol brillaba intensamente.