Cero

Indecisa, no, temblorosa, me había colado en una fiesta que tenía lugar en el comedor privado de un hotel. El ambiente en el interior también era invernal, pero a nadie entre las mujeres con elegantes vestidos y los hombres de levita que pululaban por la larga sala de tonalidad oscura parecía importarle el frío, por lo que disponía para mí sola de la estufa recubierta de azulejos que estaba en un rincón. Abracé el grueso armatoste que se alzaba hasta el techo (habría preferido las llamas rugientes de una chimenea, pero me encontraba allí, en un lugar donde las habitaciones se calientan con estufas) y entonces me restregué mejillas y palmas para devolverles un poco de calor. Cuando hube entrado en calor, o estaba más serena, me aventuré a cruzar la sala desde el extremo en que me hallaba. Desde una ventana, a través del grueso lienzo de copos de nieve que caían silenciosos iluminados desde el fondo por un aro de luz lunar, contemplé allá abajo la hilera de trineos y coches de caballos, los cocheros arrebujados en ásperas mantas que dormitaban en los pescantes, los rígidos animales moteados por la nieve y con las cabezas gachas. Oí las campanas de una iglesia cercana que daban las diez. Varios invitados se habían agrupado cerca del enorme aparador de roble al lado de la ventana. Volviéndome a medias, presté oído a su conversación, casi toda ella en una lengua que yo desconocía (estaba en un país que había visitado una sola vez, hace trece años), pero de alguna manera, y sin que me preguntara cómo era posible tal cosa, sus palabras tenían sentido para mí. Hablaban con vehemencia acerca de una mujer y un hombre, un retazo de información que me apresuré a mejorar suponiendo, ¿por qué no?, que estaban casados. Entonces, con idéntica vehemencia, los contertulios se refirieron a una mujer y dos hombres, por lo que, sin dudar de que la mujer era la misma, supuse que si el primer hombre era su marido, el segundo debía de ser su amante, y me reconvine a mí misma por imaginar unas cosas tan convencionales. Pero tanto si se trataba de una mujer y un hombre como de la mujer y dos hombres, yo seguía sin comprender por qué estaban hablando de ellos. Si todos estaban familiarizados con lo que les había sucedido, desde luego no habría ninguna necesidad de volver a contarlo. Pero tal vez los invitados hablaban así adrede, a fin de que no se les entendiera demasiado bien porque, pongamos por caso, la mujer y el hombre, o ambos hombres, si había dos, también estaban presentes en la fiesta. Esta posibilidad hizo que se me ocurriera mirar una tras otra a las mujeres que estaban en la sala, todas ellas con peinados ondulantes y, en la medida en que puedo juzgar el gusto indumentario de aquella época, vestidas con elegancia, para ver si una de ellas destacaba de las demás. En cuanto las miré con esa intención, la vi, y me pregunté por qué no había reparado antes en ella. Ya no estaba en su primera juventud, como entonces decía la gente de una mujer atractiva que había rebasado los treinta años; de estatura mediana, tenía la espalda recta, una masa de cabello rubio ceniza en la que introducía nerviosamente algunas hebras huidizas, y su belleza no era excepcional. Pero cuanto más la observaba, más convincente me parecía. Podía ser, tenía que serlo, la mujer de la que estaban hablando. Cuando deambulaba por la sala, siempre estaba rodeada de gente; cuando hablaba, siempre la escuchaban. Me pareció entender su nombre, que o bien era Helena o bien Maryna, y, suponiendo que identificar a la pareja o el trío me ayudaría a descifrar la historia y que no había mejor comienzo que darles nombres, decidí llamarla Maryna. Entonces busqué a los dos hombres. En primer lugar, rastreé en busca de uno al que pudiera considerarse el marido. Si fuera un marido que la adorase, como imaginaba que tendría aquella Helena, quiero decir Maryna, lo encontraría cerca de ella, sin que ninguna otra persona le distrajese nunca durante largo rato. Y, en efecto, al no apartar la vista de Maryna, llegué a tener la seguridad de que era ella quien daba la fiesta, o bien que la daban en su honor; la vi acompañada de un hombre de facciones y figura angulosas, el cabello delgado y sedoso peinado hacia atrás, que dejaba al descubierto la noble frente alta y muy arqueada, el cual asentía con expresión afable a cuanto ella decía. Pensé que debía de ser el marido. Ahora tenía que encontrar al otro hombre, quien, si era el amante (o, lo que era igual de interesante, resultaba no serlo), probablemente sería más joven que el aristócrata de aspecto amable. Si el marido rondaba los treinta y cinco años, uno o dos menos que su esposa, aunque, desde luego, parecía mucho mayor que ella, supuse que el joven andaría por los veinticinco. Era bastante guapo, evidenciaba la inseguridad de la juventud o, más probablemente, de la posición social inferior, y su indumentaria era un poco recargada. Podría ser… veamos, un periodista prometedor o un abogado. Entre los diversos asistentes a la fiesta que respondían a esa descripción, el que me atrajo más era un individuo corpulento y con gafas que, en el momento en que me fijé en él, se estaba tomando confianzas con la doncella que colocaba las mejores cubertería de plata y cristalería sobre una espaciosa mesa en el otro extremo de la sala. Vi que le susurraba al oído, le tocaba el hombro, jugueteaba con su trenza. Pensé que sería divertido que aquel hombre fuese el candidato a amante de mi belleza rubio ceniza: no un soltero inhibido, sino un libertino empedernido. Es él, tiene que serlo, decidí con alegre certidumbre, al tiempo que también decidía mantener otro joven en reserva para el papel, un hombre esbelto, con chaleco amarillo, un tanto wertheriano, por si me convencía de que un pretendiente más casto, o por lo menos más circunspecto, armonizaría mejor con las identidades de los otros dos. Entonces dirigí mi atención a otro grupo de invitados, aunque tras unos minutos de atenta y disimulada escucha, no logré informarme más de la historia sobre la que también ellos discutían. Era de esperar que, a aquellas alturas, oiría ya los nombres de los dos caballeros, o por lo menos el del marido, pero ninguno de los que se dirigían al hombre que ahora no estaba lejos de mí en el grupo apiñado en torno a la mujer (yo estaba segura de que era su marido) pronunciaba jamás su nombre de pila, y así, fortalecida por el inesperado regalo de su nombre (sí, sabía que podría ser Helena, pero había decidido que sería, o debería ser, Maryna), resolví descubrir el nombre del caballero con o sin pistas auditivas. ¿Cómo podría llamarse el marido? Adam. Jan. Zygmunt. Intenté pensar en el nombre que mejor le cuadraría, pues cada persona tiene un nombre así, en general el nombre que le han puesto. Finalmente, oí que alguien le llamaba… Karol. No puedo explicar por qué razón ese nombre no me satisfizo; tal vez, enojada porque no era capaz de desentrañar la historia, me limitaba a descargar mi frustración sobre aquel hombre de rostro alargado, pálido y armonioso cuyos padres le pusieron un nombre tan eufónico. Así pues, aunque no tenía duda alguna de lo que había oído, no podía afirmar que estaba insegura, como me sucediera con el nombre de su esposa (Maryna o Helena), determiné que no podía llamarse Karol, que había entendido mal su nombre, y me permití bautizarlo de nuevo con el nombre de Bogdan. Sé que éste no es un nombre tan atractivo como Karol en la lengua en que escribo, pero me propongo acostumbrarme a él y confío en que resistirá bien. Acto seguido me volví en mi mente hacia el otro hombre, tal como lo concebía, el cual se había dejado caer en un sofá de piel para escribir algo en un cuaderno (parecía demasiado largo para ser el texto de una cita con la doncella). Segura de que aún no había oído su nombre, pues no había captado nada que me permitiera entenderlo bien o mal, en este caso tenía que ser arbitraria, y decidí aventurarme y convertirle en Richard, tal como aquellas gentes llamaban a Richard: Ryszard. A su sustituto del chaleco amarillo —ahora yo actuaba con rapidez— le pondría el nombre de Tadeusz. Aunque empezaba a pensar que no me serviría de nada, por lo menos en ese papel, parecía más fácil ponerle nombre ahora, mientras me hallaba en vena denominadora. Entonces presté de nuevo atención a lo que decían, tratando de captar el hilo del relato que, de una manera cada vez más audible, inquietaba a la mayoría de los asistentes a la cena. Por lo menos adiviné que no se trataba de que la mujer estuviera a punto de abandonar a su marido e irse con el otro hombre. De eso estaba segura, aunque el invitado que escribía sentado en el sofá fuese de hecho el amante de la mujer rubio ceniza. Yo sabía que en la fiesta tenía que haber cierto número de aventuras románticas y de adulterios, como sucede en toda sala llena de personas ataviadas con estilos airosos y atractivos que son amigos, colegas, parientes. Pero esto, aunque es precisamente lo que una espera cuando se dispone a escribir un relato acerca de una mujer y un hombre, o una mujer y dos hombres, no era lo que esa noche causaba la agitación de los invitados. Oí decir: Pero tiene el deber de quedarse aquí. Es irresponsable y sin ningún… y: Pero toda idea noble parece alocada. Al fin y al cabo, ella… y, en tono firme: Que Dios los proteja, esto último dicho por una anciana que se tocaba con un sombrero de terciopelo malva, y que al finalizar la frase se santiguó. No era aquélla precisamente la manera en que la gente habla de una aventura sentimental. Pero, como sucede con ciertas aventuras sentimentales, tenía el sello de la temeridad, y parecía dividir a los invitados en censores y partidarios en idéntica proporción. Y si al principio la historia parecía concernir sólo a la mujer y el hombre (Maryna y Bogdan) o a la mujer y los dos hombres (Maryna, Bogdan y Ryszard), a veces parecía incluir a más personas que esas dos o tres, pues oí que algunos de los invitados que permanecían en pie aquí y allá, sus copas de vino caliente con especias en una mano mientras gesticulaban con la otra, decían nosotros (y no sólo ellos), y empecé a oír otros nombres, Bárbara y Aleksander, Julian y Wanda, que no parecían hallarse entre los circunstantes sino formar parte del relato, ser incluso conspiradores. Tal vez ahora estaba yo actuando con una rapidez excesiva. Pero, con conspiración o sin ella, la idea de la conspiración acudió con naturalidad a mi mente, puesto que aquellas personas, pese a su boato y sus comodidades, no habían hecho nada mejor que nacer en un país sometido durante décadas a los decretos punitivos en diverso grado de una triple ocupación extranjera, de manera que muchas acciones ordinarias, es decir, aquello que en mi país se consideraría un ejercicio ordinario de la libertad, habrían tenido allí el carácter de una conspiración. E incluso si lo que habían hecho o planeaban hacer resultara ser legal, yo había llegado a comprender que otros, y no sólo unos pocos, tenían papeles en esta historia de la mujer y el hombre o la mujer y los dos hombres (ya conocéis sus nombres), incluidos algunos de los que estaban cerca y seguían discutiendo sobre si era moralmente «correcto» o no. No sé por qué he puesto esta palabra entre comillas, pues no ha sido tan sólo porque es la palabra que he oído pronunciar; debe de ser porque en el tiempo en que vivo esta palabra se emplea con mucha menos confianza, incluso como pidiendo disculpas, a menos que seas un intolerante satisfecho de ti mismo o un vengador letal, mientras que gran parte de la fascinación que ejercen esas personas y su época, es que sabían, o creían saber, qué significaba lo moralmente «correcto» o no. En efecto, se habrían sentido completamente desnudos sin su «correcto» e «incorrecto», su «bien» y «mal», conceptos que siguen una vida después de la muerte quejumbrosa y mustia en mi propio tiempo, tanto como sus, ahora completamente desacreditados, «civilizado» y «bárbaro», «noble» y «plebeyo», sus, ahora incomprensibles, «abnegado» y «egoísta»… perdonadme las comillas (no tardaré en dejar de usarlas), tan sólo me propongo dar el apropiado relieve mordaz y profundo a estas palabras. Y pensé que esto podría explicar, por lo menos en parte, mi presencia en aquella sala, pues me conmovía la manera en que ellos eran dueños de esas palabras y, en virtud de ellas, se consideraban obligados a actuar de determinadas maneras. Yo sólo percibía ardor y sinceridad en las expresiones pronunciadas en voz baja: deberíamos, no deberían, ¿cómo puede…? (él o ella o ellos), yo en su lugar, ella aún no tiene el derecho, pero el honor exige… Disfrutaba con la repetición. ¿Me atreveré a decir que me sentía en armonía con ellos? Casi era así. Esas temidas palabras, temidas por otros, no por mí, parecían caricias. Gratamente entumecida, me sentía transportada por su música… hasta que oí a un hombre calvo y con barbita puntiaguda, que, con una aspereza de tono como yo no había percibido hasta entonces, observó: Claro que pueden, si ella quiere. Él es rico. Eso era un fragmento de realidad. Al margen de lo que estuvieran debatiendo, parecía requerir dinero, y mucho. Además, parecía más que posible que ninguno de los presentes fuese verdaderamente rico, aunque uno de ellos poseyera un título nobiliario (el hombre al que yo había decidido considerar el marido), y todo el mundo luciera signos de una prosperidad convencional. Una prueba más de su categoría era que con regularidad pronunciaban ciertas frases de sus conversaciones en una lengua extranjera que hablo bien. Sabía que en aquella época, y en la zona del mundo en que habitaban, tanto la pequeña aristocracia rural como las personas con profesiones liberales solían hablar en la lengua de la orientadora y lejana Francia. Y en el mismo momento en que yo reconocía el alivio que comporta escuchar francés de vez en cuando, oí que la mujer del cabello rubio ceniza, mi Maryna, exclamaba: ¡Oh, no hablemos más en francés! Era una lástima, porque ella había estado hablando el francés más vibrante de todos ellos. El tono de su voz era profundo, y descansaba de un modo delicioso en las vocales finales. Y se movía de la misma manera que hablaba, con un ritmo distinto al de los demás: hacía una pausa al final de cada gesto garboso, cada ágil giro de su cuerpo que ya no era esbelto, cuando iba, como para recibir el homenaje de los demás, de un grupo de invitados a otro. Pero en ocasiones parecía irritada, y me daba cuenta, no sé si alguien más se percataba, de que a veces parecía fatigada. Me pregunté si habría estado enferma recientemente. No sonreía con frecuencia, excepto al niño (no he mencionado que había un pequeño en la sala) de mirada tierna y cabello tan rubio que parecía blanco como la harina, del que hube de suponer que era hijo de Maryna. Se parecía tanto a ella que no tenía ningún rasgo del hombre al que yo había elegido como su marido, el que he llamado Bogdan, lo cual me hizo dudar de que me hubiera decantado por el hombre apropiado. Pero a menudo sucede que uno se parece a uno de los padres mientras es niño, y luego, de adulto, se parece al otro padre de la misma manera exclusiva, en vez de mostrar una mezcla peculiar e ingeniosa de ambos. El chiquillo intentaba atraer la atención de Maryna. ¿Dónde estaba su niñera? ¿No era tarde para que un niño de su edad, unos siete años, estuviera todavía levantado? Estos interrogantes me recordaron lo mínimo que era mi conocimiento de sus vidas fuera de aquella sala grande y gélida. Al observarlos en una fiesta, donde su forma de actuar sólo podría considerarse como un buen comportamiento, en un estado de atractiva viveza, no podía saber, por ejemplo, si la velada acabaría con los maridos y las esposas en una amplia cama, dos camas juntas o dos camas separadas por un desfiladero alfombrado o una puerta cerrada. Mi suposición, si tuviera que conjeturar, era que Maryna no compartía el dormitorio con Bogdan, siguiendo la costumbre de la familia de éste, no la suya. Y yo todavía era incapaz de determinar el hecho o el proyecto cuya corrección o cuyo error discutían los invitados, o así me lo parecía, incluso mientras recibía una racha de nuevas pistas (ahora eran ellos los que hablaban demasiado rápido) que también pondré entre comillas, pero sólo para recordarlas, palabras como «abandonar a su público», «símbolo nacional», «crisis nerviosa», «algo irrevocable», «noble salvaje» y «Nipu». Sí, Nipu. Resulta que cierta vez leí, en una traducción francesa, el libro titulado Las aventuras del señor Nicolás Sapiencia, en el que se describe la estancia de Sapiencia en una comunidad ideal y aislada por completo, en realidad una isla, llamada Nipu. Pero no podía haber esperado que ninguno de los presentes evocara ese clásico de su literatura nacional, escrito exactamente un siglo antes de la época en que los invitados estaban reunidos en el comedor privado del hotel y yo pensaba en ellos. Su relato de la vida en una sociedad perfecta, ingenuamente influido por Voltaire y Rousseau, reflejaba todas las peregrinas ilusiones de una época pasada. Sin duda aquellas personas se sentirían muy alejadas de unos puntos de vista tan ilustrados, e ilustrados con I mayúscula. Pensé que la historia de su país, implacablemente desmembrado, podría haberlos inmunizado a toda fe en la perfectibilidad humana o en una sociedad ideal. (Y curados para siempre de esa otra enorme ilusión que en varios idiomas se escribe con E mayúscula: como afirmó cierta vez su más grande poeta, la amarga experiencia había enseñado a su país que «la palabra de los europeos no tenía ningún valor político). Esta nación, atacada por un enemigo formidable, tenía de su parte todos los libros, todos los periódicos, todas las lenguas elocuentes de Europa; y de este ejército de palabras no salía una sola acción». Sin embargo, allí estaban ellos, en aquella sala suntuosa con vigas en el techo y alfombras persas en el suelo, en el centro de una antigua y magnífica ciudad, evocando a Nipu, ese severo proyecto de una vida desguarnecida, regida por una cortesía rústica y perfecta. Empecé a preguntarme si había tropezado con un aquelarre de románticos tardíos (la época romántica había quedado atrás mucho antes), y temí por ellos, por las ilusiones que todavía pudieran acariciar. Pero lo más probable era que fuesen tan sólo patriotas caracterizados por una grandilocuencia fuera de lo corriente. Tal vez debería mencionar que había oído varias veces la palabra patria, pero ni siquiera una sola vez la expresión el Cristo entre las naciones, como solían llamar a su nación martirizada los patriotas de su tiempo. Yo sabía que el recuerdo de la injusticia influía en todo sentimiento entre aquellas personas, cuyo país había desaparecido del mapa de Europa. Consternada por el letal aumento del nacionalismo y los sentimientos tribales en mi propio tiempo, en particular (sólo puedes estar en un sitio a la vez) por el sino de una pequeña nación europea, cuya unión se había conseguido entrelazando sus diversas tribus y que, a pesar de ello, había sido destruida con impunidad, con la aquiescencia o connivencia de las grandes potencias europeas (me había pasado casi tres años en la asediada Sarajevo), me pregunté si ellos estarían tan exhaustos como yo lo estaba por la cuestión nacional y por la traición, por el engaño de Europa. Pero ¿qué podía significar llamar a alguien (tenía que ser la mujer de cabello rubio ceniza, la mujer a la que yo había decidido poner el nombre de Maryna) un símbolo nacional? Si daba por sentado que el aprecio tan evidente en que la tenían no era debido a que fuese la hija o la viuda de alguien sino a sus logros personales, ¿cuáles podían ser éstos? Yo no podía escribir de nuevo la historia: tenía que reconocer que probablemente una mujer de su época y su país que era conocida y admirada por un amplio público se dedicaría al arte escénico. Por entonces, sólo ocho años después del nacimiento de la heroína suprema de mi más temprana infancia, Maria Sklodowska, la futura Madame Curie, apenas existía otra carrera envidiable al alcance de una mujer (no iba a ser aya, maestra o prostituta). Era demasiado mayor para ser bailarina. Es cierto que podría haber sido cantante. Pero habría sido más ilustre, y a la sazón más patriótico, que fuese, como yo estaba segura de que lo era, actriz. Y esto explicaría por qué los demás veían belleza donde lo más que había era atractivo; los hábiles gestos, la mirada imponente, la manera en que a veces rumiaba algo y decidía plantarse, sin que sufriera por ello castigo alguno. Quiero decir, que tenía todo el aspecto de una actriz. Y me dije que debía dedicar un espacio mayor a lo evidente: que, en general, la gente tiene el aspecto de lo que es. Había estado observando a otro hombre, al que decidí llamar Henryk, un hombre delgado y repantigado en un sillón, que había bebido demasiado. Con su perilla, su postura descuidada y su mirada melancólica, era como el médico en una obra de Chejov, y ésa podría muy bien ser su profesión, puesto que en aquella época había una buena oportunidad de encontrar un médico en cualquier círculo de personas cultas. Y si mi Maryna era, en efecto, actriz, podía contar con que entre los reunidos habría más gente de teatro, digamos el actor principal en su obra actualmente en cartel (elegí al hombre alto y sin barba de voz resonante que había empezado, yo no entendía por qué, a intimidar a Tadeusz), aunque la presencia de otras actrices, por lo menos de la generación de Maryna, parecía menos cierta (serían rivales). Lo más probable era que encontrase al director general del principal teatro de la ciudad, cuya temporada ella animaba cada año con sus apariciones como artista invitada. Y Maryna no habría dejado de tener entre sus amigos a un crítico teatral, uno en el que siempre pudiera depositar su confianza y que le haría las críticas reverentes que ella se había merecido (era un pretendiente de antaño, al que rechazó con tacto). Además, como corresponde a una reunión mundana, alguien debería ser banquero y tendría que haber un juez… Tal vez estaba yo avanzando demasiado rápido. Volví al lado de la estufa y, aspirando hondo, apliqué las manos a los calientes azulejos verde oscuro, aunque en realidad ahora no tenía ni pizca de frío, y entonces me acerqué a la ventana y contemplé la noche. La nieve entreverada de granizo matraqueaba en los cristales. Cuando me di la vuelta para mirar a los invitados, un hombre robusto y con impertinentes decía: Escuchad. Casi nadie dejó de hablar. Mes enfants!, vociferó, así es como suena el granizo. ¡No como guisantes secos que se dejan caer sobre un timbal! Maryna sonrió. Yo sonreí también, por una razón diferente. (No me importaba la constatación de que había estado en lo cierto): así pues, me encontraba entre gente de teatro. Decidí que aquel hombre debía de ser el director escénico, puesto que se preocupaba por los efectos, y le puse el nombre de Czeslaw, en honor a mi poeta vivo preferido. Vamos, pues, a por el resto del reparto, me dije con renovada confianza. Puesto que aún tenía que identificar a todas las mujeres restantes, observé que seis de ellas podían ser las esposas del actor principal, el director del teatro, el crítico, el banquero, el juez y el director escénico. Supuse que el desgreñado doctor, porque debía de ser médico, dado que se parecía al Astrov de El tío Vania, no sólo era soltero sino que no podía dejar de serlo. (Y también necesitaba que mi Ryszard careciera de esposa, a fin de coquetear y languidecer mejor, aunque sospechaba que, cuando fuese mucho mayor, no sólo pertenecería a la clase de los hombres que se casan, sino a la de los que se casan tres veces). Entonces, volviendo a las demás mujeres, me detuve un momento, preguntándome si no habría juzgado mal a Maryna. Si tenía demasiado éxito para conservar a una antigua tutora a su lado, aunque todavía no era lo bastante mayor para no sentirse amenazada por las jóvenes, de todos modos podría haber incluido a una actriz más joven en su círculo de amistades; y no tardé en encontrarla, una mujer pálida y delicada, con un gran medallón sobre el pecho, que se echaba hacia atrás una y otra vez el cabello castaño rojizo con un gesto muy similar al de Maryna. Ah, y una de las mujeres podía ser un familiar, y, en efecto, una que a mi parecer tenía un parecido con Bogdan lo bastante notable para ser su hermana estaba hablando en aquel momento con el médico, inclinada sobre el sillón; creo que se había dado cuenta de que estaba un poco bebido. También me pregunté si encontraría a un judío, quien podría ser un joven pintor llamado Jakub que había vuelto al país recientemente, tras pasarse un par de años en Roma dedicado a la frecuentación de la sociedad artística cosmopolita. Pero que yo supiera, allí había un solo pintor, y no era judío: un hombre de unos treinta años llamado Michal, que caminaba con rigidez, porque a los dieciocho perdió una pierna en el Levantamiento. Finalmente, y por el momento, me pareció que en una fiesta de aquella envergadura y composición debería haber por lo menos un par de extranjeros, pero por más que examinara minuciosamente a los invitados, sólo encontré a uno en el que ya había reparado, un hombre rechoncho, de barba poblada y con un diamante en la corbata, con quien algunas personas que estaban en pie cerca de otra alta ventana habían hablado en alemán. Podría ser un empresario que estaba a punto de contratar a la joven protegida de Maryna para interpretar pequeños papeles en su teatro de Viena. Esto último, que era de Viena, lo conjeturé al reconocer su acento, pues mi memoria tiene buen oído, a pesar de que nunca he aprendido a hablar o entender el alemán correctamente. Por supuesto, no me maravilló que todos ellos tuviesen una capacidad lingüística tan destacada; hasta el día de hoy, las personas instruidas de este país, reintegrado al mapa de Europa hace tan sólo ochenta años, son notables políglotas. Pero yo, que sólo domino lenguas romances (chapurreo el alemán, conozco los nombres de veinte clases de pescado en japonés, tengo un conocimiento muy ligero del bosnio y apenas entiendo una palabra de la lengua del país donde se encuentra esta sala), yo, como he dicho, de alguna manera me las arreglé para comprender lo que realmente decían, pues en el supuesto de que tuviera razón, quiero decir acerca de quién era actriz, quién director escénico y así sucesivamente, eso no me ayudaba gran cosa a deshacer el nudo de su discusión sobre si lo que la mujer, Maryna, y el hombre, Bogdan, o los dos hombres, Bogdan y Ryszard, hacían o se proponían hacer, estaba bien o mal. (Como veis, he prescindido de mis muletillas, las comillas). Pero incluso quienes afirmaban que estaba mal, parecían templar su juicio al referirse a Maryna. Era evidente que todos la admiraban mucho, no sólo su marido y el hombre (Ryszard, posiblemente Tadeusz) que tal vez era su amante o tal vez no. Yo no tenía ninguna duda de que todos los hombres y varias de las mujeres debían de estar por lo menos un poco enamorados de Maryna. Pero era más, o menos, que amor. Ella les embelesaba. Me pregunté si podría embelesarme, en caso de que perteneciera a su círculo y no fuese tan sólo alguien que observa, tratando de entenderlos. Pensé que tenía tiempo para ocuparme de sus sentimientos, de su historia y de los míos propios. Parecían infatigables, y me prometí serlo también, en consideración a ellos. Sin embargo, esto no me liberó de mi impaciencia. Estaba a la espera de un alivio rápido: oír algo, una frase que me proporcionara el quid y el sentido de su preocupación. Pensé que tal vez los había escuchado con una avidez excesiva, me dije que quizá no se trataba de escuchar con más atención sino de reflexionar en lo que ya había oído. (La expresión crisis de nervios había empezado a vibrar en mi cabeza). Tal vez debería irme sin más. (¿Y qué decir de abandona a su público?). Tal vez sólo si bajaba la escalera, salía al exterior, me enfrentaba a la ventisca y caminaba durante un rato (o me limitaba a quedarme en un ventisquero cerca de los cocheros sentados en los pescantes, junto a los pacientes caballos) lograría comprender lo que les absorbía. También tenía que admitir que anhelaba una ráfaga de aire fresco. Al entrar en la sala, a ninguno de los invitados había parecido molestarle el frío, pero ahora no parecía importarles que hiciera demasiado calor. Las campanas de la iglesia cercana tañeron once veces, y oí el eco lejano, mal sincronizado, desde otras iglesias de la ciudad. Una mujer gruesa y de cara rojiza, con un delantal rojo que casi armonizaba con el color de su tez, entró con un haz de leña en los brazos y, rozándome, abrió la portezuela de la estufa y alimentó el fuego. Me pregunté si el humero tiraba tan bien como debería, sabiendo que no cabía esperar nada mejor de los quemadores de gas, alimentados de un modo irregular y, en consecuencia, en aquel entonces, antes de que llegara el gas natural, siempre con escapes y chisporroteantes; pero, por inevitable que sea el hecho de que yo, nacida en los tiempos del neón y el halógeno, aprecie el aspecto que tiene el ambiente iluminado con luz de gas, al contrario que todos los demás presentes en la sala no estaba acostumbrada a ese olor acre. Y, por supuesto, muchos de los hombres estaban fumando. Ryszard, que había estado dibujando caricaturas de los invitados para entretener al niño adormilado al que yo suponía hijo de Maryna, aspiraba el humo de una pipa de espuma de mar tallada con primor, exactamente la clase de fetiche que una podía esperar que poseyera un joven inseguro y ambicioso. Varios hombres de más edad habían encendido puros de Virginia, y Maryna, ahora acomodada en un gran sillón de orejas, sostenía un largo cigarrillo turco en su lánguida mano, precisamente el tipo de acto un tanto escandaloso que se le consentiría a una célebre actriz. Incluso, si le gustara, podría usar pantalones como George Sand, y puedo imaginarla a la perfección como Rosalinda; sería una espléndida Rosalinda, aunque algo mayor para el papel, si bien es cierto que la edad nunca ha detenido a ninguna actriz famosa. También podía ver a Maryna en el papel de Nora o el de Hedda Gabler, en aquellos tiempos del predominio de Ibsen… pero tal vez ella no querría interpretar a Hedda, de la misma manera que no estaría dispuesta a interpretar el papel de Lady Macbeth, lo cual significaría que, en realidad, no era una gran actriz, pues ésta jamás teme interpretar a los monstruos. Confié en que la nobleza de pensamiento o el amor propio no hubieran menoscabado su capacidad artística. Estaba hablando con el empresario vienes, que sonreía cautamente, y otros se habían acercado a escucharles. Mi Tadeusz, que por fin se había librado del verboso actor principal —oí sus últimas palabras: pura locura (el actor) y nada es irrevocable (Tadeusz)—, estaba ahora al lado del sillón de Maryna, con los pulgares en los ojales de su chaleco amarillo: un gesto que no podía ser menos wertheriano, pero ¿quién iba a hacerle reproches por apartarse de su actitud habitual, por ser feliz, por tener confianza en sí mismo, tan sólo porque estaba junto a ella? Ryszard, a poca distancia, había vuelto a sacar su cuaderno de notas. Ella alzó los ojos y le preguntó: ¿Qué estás escribiendo? Él se apresuró a guardarse el cuaderno en el bolsillo y respondió: Una descripción de ti. La incluiré en una novela —sacudió la cabeza— si alguna vez encuentro el tiempo necesario, con todo lo que tenemos que hacer ahora, para escribir una novela. El hombre al que yo había atribuido la profesión de crítico de arte le dio unas palmadas en la espalda. Una razón más, joven, para no embarcarse en esta locura, dijo jovialmente. Pero Maryna ya había bajado los ojos y se dirigía al empresario con una serenidad controlada. Oh, eso no vale, de ninguna manera, le dijo. Cada vez más veía a la mujer imperiosa, que no tenía necesidad de persuadir, cuya palabra era ley. Recordé la primera vez que vi a una diva de cerca, de esto hacía más de treinta años. Hacía poco que yo vivía en Nueva York, era muy pobre y un pretendiente rico me llevó a comer al Lutèce, donde, poco después de que hubieran aparecido las primeras exquisiteces en mi plato, galvanizó mi atención la mujer de aspecto familiar (ahora que pienso en ello), de pómulos altos, el cabello negro como ala de cuervo y la boca de labios carnosos y pintados de rojo que comía a la mesa vecina con un hombre entrado en años al que decía alzando la voz: «Mire, señor Bing. [Pausa]. O hacemos las cosas a la manera de la Callas o no las hacemos en absoluto». Y el señor Bing en cuestión guardó silencio durante varios minutos… lo mismo que yo. Ahora sabía que Maryna, mi Maryna, debía de haber tenido momentos similares a los de la Callas, si era lo que yo creía que era, aunque no esa noche, supuse, cuando estaba entre amigos, cuando habría preferido engatusar. Pero veía que la irritación ensanchaba sus ojos gris azulado. ¡Cuánto debía de anhelar, creo que estaba empezando a conocerla, cuánto debía de anhelar levantarse del sillón, desconcertándolos a todos, y abandonar la sala! Huir, marcharse, no sólo para tomar un poco de aire fresco, como yo quería hacer, pues no me habría importado escabullirme durante un cuarto de hora, aunque me golpeara el granizo, y eso que normalmente el frío me molesta (crecí en el sur de Arizona y el sur de California). Pero no me atrevía a marcharme, por temor a que, en cuanto abandonara la sala, dijeran algo que me lo aclararía todo. Y vi que aquél no era el momento más apropiado para salir a la calle nevada. En el extremo de la larga mesa, el encargado del comedor hacía una discreta señal a Bogdan, mientras sus cuatro subalternos se inclinaban casi al mismo tiempo para encender los cuatro candelabros de plata de tres brazos. Maryna se levantó, alisó la parte delantera de su túnica verde salvia con una mano mientras apagaba el cigarrillo con la otra. Queridos amigos, les dijo. Habéis esperado tanto, habéis sido tan pacientes… Miró disimuladamente a Bogdan. , dijo él. Añadiendo un gesto indolente y tierno a la vez al juego de expresiones maritales que cruzó por su semblante, la tomó del brazo. ¡Cómo me regocijaba de no haberme escabullido cuando lo deseaba, sino que me mantuve en mi puesto! Confiaba en que, una vez los invitados estuvieran cenando, los fragmentos de conversación que acertara a captar se unirían y por fin comprendería qué era lo que les preocupaba. Incluso me parecía posible que cada persona que se volvía, se levantaba, se quedaba atrás, se acercaba poco a poco a la larga mesa en un extremo de la sala en el primer piso del hotel (en mi país es el segundo piso) estaba enterada de ese hecho o plan cuya corrección o desacierto discutían todavía, teniendo en cuenta que, por muchos que fuesen los que al final acabaran por descubrir que conocían el asunto, en cualquier cosa emprendida por tan sólo dos personas, una de ellas es más responsable que la otra (aunque nadie está totalmente libre de responsabilidad, dondequiera que hay consentimiento hay responsabilidad), y con, digamos veinte —en realidad, había contado veintisiete personas en la sala—, no sólo una persona sería más responsable que las demás, sino que alguien tendría que estar al timón, por mucho que esa persona, si era una mujer, en aquella época probablemente habría rechazado la condición de líder. De todos modos, queda por explicar por qué alguien sigue a otro. O algo que es tan desconcertante, por qué alguien se niega a seguir. (Escribir produce la sensación de ir detrás y dirigir al mismo tiempo). Observé cómo los presentes obedecían la tan esperada orden de sentarse para que les sirvieran. No me importaba limitarme a observar, escuchar, nunca me importa, sobre todo en las fiestas; aunque imaginaba que, si los invitados a esta fiesta pudieran percibir mi presencia, la intrusión de una forastera tan exótica, me habrían hecho sitio a la mesa. (Nunca pasó por mi mente la posibilidad de que me echaran a la calle nevada). Como ni me habían invitado ni me veían, podía mirarlos tanto como quisiera: un ejemplo de malos modales que normalmente no puedo practicar porque lo más probable es que los observados me miren a su vez. De niña, y como les ocurre a muchos niños solitarios, a menudo deseaba ser invisible para observar mejor, quiero decir para no ser observada. Pero en ocasiones también jugaba a no ver en absoluto. Recuerdo que, hacia los trece años, después de que la familia se mudara de Tucson a Los Angeles, esa manera de deambular con los ojos cerrados cuando estaba sola o nadie me observaba en la nueva casa se convirtió en mi diversión predilecta. (El riesgo más memorable en ese remedo de la ceguera tuvo lugar cuando, yendo al baño en plena noche, se produjo un terremoto). Me gusta la sensación de verme reducida a mis propios recursos, de no tener que hacer nada más que arreglármelas. Ya era hora, murmuró el juez con irritación a su mujer. Ella sonrió y se llevó dos dedos a los labios. ¿Habrá helado?, preguntó el pequeño. Los invitados se acercaban a la mesa, Ryszard avanzando de lado, impaciente por ver lo cerca de Maryna que estaba su plaza, con Tadeusz pisándole los talones, pero fue Ryszard, que apretó el paso, quien llegó a la mesa primero. Le vi buscar la tarjeta con su nombre, y su sonrisa me indicó que no estaba insatisfecho. Una vez los invitados hubieron ocupado todas las sillas, cuando todavía estaban desplegando las servilletas almidonadas que se mantenían sobre la mesa en posición vertical, el pelotón de camareros empezó a distribuir las delicias del primer plato. También yo había avanzado y estaba sentada con las piernas cruzadas en el alféizar de una alta ventana en aquel extremo de la sala, y mientras trataba de absorber algunas de las primeras palabras dichas a la mesa, tenía que silenciar otras en mi cabeza: «sopa de acedera», «carp à la juive», «solé au gratin», «carne de jabalí con salsa de cerezas»… las comillas sólo tienen la finalidad de señalar aquello para cuya descripción ahora carezco de paciencia; pensé que tendría mucho tiempo para hacerlo, una vez hubiera entendido la historia. Aunque sabía que les habían hecho esperar (lo mismo que a mí, de otra manera), me sorprendió un tanto que todos se pusieran a comer sin más. ¿Acaso esperaba que bendijeran la comida? Supongo que sí. Y en realidad, una sola persona, la feúcha hermana de Bogdan, musitó finalmente algo para sí misma antes de alzar el tenedor. Estoy segura de que decía una oración. Aunque confiaba en que no se hubieran cansado de discutir, por el momento la suntuosa comida parecía desviarlos a todos del asunto. Lo que yo observaba era la gama del comportamiento a la mesa, desde el melindroso al voraz, punteado por pintorescos comentarios acerca de la comida e incluso la tormenta de nieve. ¡El tiempo no, por Dios! Volved, nobles idealistas a quienes he evocado para que vengáis desde el pasado. Desde luego, no todo el mundo se limitaba a comer. Vi que el doctor prefería mucho más el champaña y el vino húngaro que los segundos platos («pavo relleno de nueces», «urogallo y perdices al horno»…). Y la joven actriz, que nunca apartaba los ojos del rostro nacarado y terso de Maryna, masticaba con lentitud; apenas faltaba nada de su plato. Como ella, como la mayoría de los invitados, me resultaba difícil no hacer de Maryna el centro de mi atención. Me pregunté qué edad tendría en realidad; al fin y al cabo, era actriz. Si esto sucediera ahora, habría dicho que rondaba los cuarenta y cinco años (el amplio pecho y la prominente mandíbula, los movimientos juiciosos, el voluminoso vestido). Pero, como sabemos que en aquella época hasta la gente acomodada envejecía con mayor rapidez, y que todo el que no era pobre sufría, según nuestros criterios, de exceso de peso, no le pongo más de treinta y cinco. No he mencionado que desde el principio he estado jugando a adivinar las edades de los reunidos en la sala. Puesto que Ryszard parecía muy avanzado en la treintena, debía de tener veinticinco años, y así sucesivamente. Al emprender un viaje al pasado, esperaba encontrarme con algunas frustraciones (la enorme estufa que ocultaba el fuego en lugar de una chimenea que llegara a la cintura y con las llamas a la vista) y unos cuantos ajustes (para calcular la edad de cualquier persona mediada la veintena, deducir diez años), así como las evidentes compensaciones e iluminaciones. La conversación había pasado de las observaciones graciosas acerca de la comida a un torrente de alabanzas por la actuación de Maryna aquella noche. Ella aceptó los cumplidos con una modestia que parecía tan inflexible como encantadora. Qué espléndido ha sido, dijo Ryszard, el rostro radiante de admiración. Te has superado a ti misma, de veras, si es posible tal cosa, dijo el joven pintor. Siempre lo hace, puntualizó el actor principal, benevolente, reprobador. Desligándose de estos apetitos húmedos, Maryna permanecía muy quieta en su silla y apenas parecía respirar, con un pañuelo de batista aplicado a la mejilla izquierda. È sempre brava confió el doctor al perplejo camarero que le llenaba de nuevo la copa. Tras una pausa en la conversación, durante la que los comensales se dedicaron de nuevo a comer, mientras que yo, naturalmente, esperaba que siguiera algo más, el crítico se levantó, un poco tambaleante, con una copa de vodka en la mano. Por usted, Madame. Todas las copas, excepto la de Maryna, se alzaron. Por el triunfo de esta noche. El doctor se acercó la copa a los labios. ¡Espera, no tan rápido, Henryk!, exclamó el crítico con fingida severidad. ¿No ves que no he terminado todavía? Rezongando, el doctor colocó de nuevo el brazo en la posición de brindis. El crítico se aclaró la garganta, y entonces salmodió: Y por ese arte sublime y patriótico al que usted honra con su belleza y su genio. Por el teatro. Maryna hizo un gesto de asentimiento, a él y a los demás, frunció los labios y entonces susurró algo al empresario, que se sentaba a su derecha. Eso no ha sido justo, eso no es un brindis, sino tres, dijo alegremente el doctor. ¡Tres brindis, tres infusiones de este excelente vodka! Llamó a uno de los camareros. Y no es que no suscriba con todo mi corazón, querida Maryna, los sentimientos recién expresados, dijo mientras le llenaban la copa. Entonces la alzó una vez más: Por su actuación de mañana. Y tomó el licor de un solo trago. Entonces Bogdan, que estaba en el otro extremo de la mesa, se puso en pie. Puesto que no deseo contrariar a nuestro sediento amigo, me limitaré a un solo brindis. Alzó la copa: Un brindis por la amistad. ¡Bravo, bravo!, exclamó Ryszard. , dijo Bogdan, y por nuestra cofradía. Cofradía, pensé. ¿Qué significa eso? Mirad, también él lo está haciendo, había gritado el doctor, con la copa de vodka ya en los labios y bebiendo con tal avidez que derramó un poco de licor sobre su camisa de lino. ¡No puede evitarlo!, gritó el juez, riendo. ¿Quién, yo?, inquirió el doctor, limpiándose la boca. Todos se rieron excepto Maryna y Bogdan. Me refiero, siguió diciendo Bogdan seriamente, a lo que podemos lograr juntos. Estas palabras fueron recibidas con aplausos. ¡Bravo, bravo!, exclamó Tadeusz. Estoy preparada. Hubo un silencio presidido por el desconcierto, durante el que todo el mundo se volvió hacia Maryna. Ella tomó su copa y se la aplicó a la frente. Entonces, sin levantarse, la alzó por encima de su cabeza. La verdad es que tengo un solo brindis que ofrecer, no tres que pretenden ser uno. Miró a Bogdan sonriente, con una expresión de afecto. Bebo por uno… dividido en tres, que algún día será uno. Pausa dramática. Por nuestro país natal. Todos rompieron en aplausos. Brava, dijo el pintor. Todos los brindis, cuyo efecto principal era, al parecer, empapar a los comensales en melancolía, satisficieron a los reunidos. El niño (¿Piotr? ¿Román?) se levantó de su silla para acercarse de puntillas a Maryna y susurrarle algo que no pude oír. Ella sacudió la cabeza, y lamento informar que pareció un poco malhumorada. El pequeño regresó a su lugar, al lado de la hermana de Bogdan, quien lo sentó en su regazo, y se quedó dormido, la cabeza apoyada en el cuello de la mujer. No capté gran cosa de la difusa conversación que siguió. Ojalá pudiera decir que tenía ganas de pensar, por lo que había cerrado los ojos para subir el siguiente peldaño en la oscuridad. Me has dado tanto en lo que reflexionar, dijo una voz taciturna. Naturalmente, quiero ensanchar mis horizontes, dijo una voz armoniosa. ¿Sin recelos, ninguno en absoluto?, inquirió una voz cáustica y segura de sí misma. Cómo te admiro, dijo una voz triste. Irrevocable, oí de nuevo, y abrí los ojos. Esto último debía de haberlo dicho el doctor, que tenía la cabeza entre las manos. ¿Me había perdido algo? Absurdos pensamientos habían empezado a asaltarme la mente. Al oír la voz de alguien que se desvanecía (fue lo único que retuve)… junto con mi hermano de leche, Marek, su hijo, e identificar al hablante como el hombre de mejillas carnosas y sin afeitar sentado junto a la esposa del banquero, pensé: ¡qué ávido bebé debiste de ser con la boca en el seno de esa mujer de campo! La cena me parecía interminable, y ni siquiera había tratado de seguir la trama gastronómica, suponiendo que era una cena en tres actos, à la française, y que, cuando lo deseara, podría echar un vistazo a uno de los pequeños menús escritos a mano que estaban sobre la mesa delante de cada silla, como programas de teatro, para ver cuánto quedaba todavía. Como si hubiera leído mi mente, aunque yo estaba allí para leer la suya, Bogdan murmuró: No tenemos que comer así. Yo, por lo menos, sería feliz con una comida sencilla. Confié en que los postres no tardaran en llegar. Bogdan había dejado los cubiertos. Quo vadis?, dijo el juez. ¿Adónde vas? Ryszard sonrió y sacó su cuaderno de notas. Adónde, sí. Y cómo, dijo el banquero. Es preciso pensar en todo minuciosamente. No hay motivo para apresurarse. Hubo un momento de silencio, como si, en efecto, todos estuvieran reflexionando. Entonces oí, en una voz de cadencia uniforme, algo que decía más o menos:

Desde las montañas, con sus terribles y pesadas cruces a cuestas,

Vieron allá, a lo lejos, la tierra prometida.

Vieron la luz azul que inundaba el valle,

Hacia el que su tribu se encaminaba…

y que había entonado la anciana del sombrero malva. Necesitamos un piano, dijo el director escénico, interrumpiéndola. Ya no puedo escuchar este poema si no es con música de fondo de Chopin. La anciana, de la que yo no había decidido si era la esposa de alguien o una tía soltera, tal vez la de Bogdan, pareció ofendida. Por favor, prosiga, le dijo la joven actriz, Krystyna, me había olvidado de mencionar que le encontré un nombre apropiado. Precisamente tenía intención de hacer eso, dijo la anciana en tono áspero. ¿Cómo sigue la letra? ¿Cómo sigue?, replicó el joven pintor. Lo sabe usted muy bien. Y prosiguió en su resonante voz de barítono:

¡Y sin embargo jamás llegarán!

Jamás tomarán parte en el festín de la vida,

Y tal vez serán olvidados para siempre.

Era un buen recitador. Exactamente, dijo la anciana. Entonces sucedió algo un tanto confuso. Maryna alzó los brazos y, en su cálida voz de contralto, declamó:

Como las olas avanzan hacia la pedregosa orilla,

Así nuestros minutos corren hacia su final;

Cada uno en lugar del que le ha precedido.

En sucesivo afán, todos pugnan por avanzar.

Y por unos instantes no me di cuenta de que estaba recitando en inglés. No puedo decir lo que al principio creí estar oyendo, puesto que no me habría sorprendido oír cualquier lengua hablada en aquella reunión (cualquiera excepto el ruso, la lengua del más odiado de los opresores de la nación). ¿Otra lengua extranjera que desconozco pero que, de alguna manera, aquella noche era capaz de comprender? Entretanto, la joven actriz había tenido un arranque y recitaba:

Así pues, imagina conmigo cómo podemos volar,

Adónde ir y qué llevar con nosotros.

Y no trates de asumir tu transformación,

De soportar tus pesares y dejarme de lado, pues

Por este cielo al que nuestros pesares hacen palidecer,

Di lo que puedas, y te acompañaré.

Su voz radiante tembló y se detuvo. Si estáis familiarizados con Como gustéis, habréis reconocido los versos (naturalmente, ella sería Celia con respecto a la Rosalinda de Maryna), aunque apenas eran inteligibles, pues tenía un acento incluso más marcado que el de Maryna. Ella, Maryna, no parecía complacida. He destrozado el glorioso inglés de Shakespeare, le oí que le decía al crítico teatral, que se sentaba a su izquierda. En absoluto, replicó él, lo ha empleado de un modo muy bello. No es cierto, dijo ella con brusquedad. Y tenía razón. Confié en que lo harían mejor cuando hablaran más en inglés, como sospeché que iban a hacer, si había entendido algo de lo que estaban hablando. Indudablemente, seguirán hablando en inglés con acento, como lo hace tanta gente en mi país, como lo hicieron mis bisabuelos (maternos) y mis abuelos (paternos), aunque, por supuesto, sus hijos no lo harán, pues debería mencionar, y por qué no aquí, que mis cuatro abuelos nacieron en este país (es decir, un país que había dejado de existir unos ochenta años antes), que de hecho nacieron alrededor del mismo año en que emprendí el viaje en mi mente para cohabitar en esta sala con sus conversaciones de antaño, aunque las personas que engendraron a la pareja que me engendró fueron muy distintas de estas gentes, aldeanos pobres y sencillos con ocupaciones como las de buhonero, fondista, leñador, estudioso del Talmud. Tras dar por sentado que allí nadie era judío, confié, y éste era un nuevo pensamiento, en que ninguno de ellos haría algún comentario antisemita; no lo oí, y de alguna manera intuí que, en todo caso, eran filosemitas. Que aquél era el país que mis antepasados habían decidido abandonar en la tercera clase de un barco, apenas me vincula a estas personas, si bien es concebible que pueda hacer resonar en mi mente el nombre de su país, que pueda atraerme a una sala de aquí en vez de otro lugar. Puesto que había intentado evocar una sala de hotel de la misma época en Sarajevo, y no lo logré, y tenía que aceptar el ambiente en el que había aterrizado. Pero el pasado es el mayor de todos los países, y hay una razón que estimula el deseo de situar relatos en el pasado: casi todo lo bueno parece localizado en el pasado, y quizá sea una ilusión, pero siento nostalgia por todas y cada una de las épocas anteriores a mi nacimiento; y una está libre de las inhibiciones modernas, tal vez porque no tiene ninguna responsabilidad por el pasado, y a veces me siento absolutamente avergonzada del tiempo en que vivo. Y este pasado también será el presente, porque estuve en el comedor privado del hotel, esparciendo semillas de predicción. Allí estaba fuera de lugar, era una presencia extraña, aunque me hubiera inclinado mucho para oír, no lo habría entendido todo, pero incluso lo que entendí mal será una clase de verdad, aunque sólo sea acerca de la época en la que vivo, en vez de aquella en la que se desarrolló la historia de esas gentes. Siempre debemos exigirnos más a nosotros mismos, oí decir con severidad a Maryna. Siempre. ¿O estoy hablando sólo por mí misma? Ah, ese comentario era cautivador. Siento debilidad por las personas serias y tenaces. Si pensara en Maryna como personaje de una novela, me habría gustado que tuviera algo de Dorothea Brooke (recuerdo la primera vez que leí Middlemarch: acababa de cumplir los dieciocho, y cuando había leído un tercio del libro me eché a llorar al darme cuenta de que no sólo yo era Dorothea, sino que, pocos meses antes, me había casado con el señor Casaubon), y sin embargo no veía rasgo alguno de sumisión ni modestia en la mujer de cabello rubio ceniza y ojos gris azulado de mirada franca e intensa. Querría hacer el bien al prójimo, pero jamás la seducirían para que se olvidase de sí misma. Para alguien cuya ambición era actuar en el escenario, ser mujer no suponía un obstáculo: había llevado una vida competitiva, y había ganado. Pero pensé que yo podría tolerar una vanidad y un egoísmo considerables siempre que ella conservara el deseo de mejorarse a sí misma, cosa que supuse que haría, mientras estudiaba el contraste entre las expresiones de impaciencia y vigilancia excesiva que cruzaban por su rostro y la manera peculiar que tenía de permanecer muy quieta. Resulta curioso pensar que alguien podría haberme descrito, cómodamente instalada en el ancho hueco de la ventana, como la estoy describiendo a ella. De hecho, soy bastante impulsiva (me casé con el señor Casaubon diez días después de conocerle) y tengo cierto gusto por los riesgos, pero también tiendo a la larga, prolongada actitud de acurrucarme en un rincón que es el producto de preocuparme por los deberes (tardé nueve años en decidir que tenía el derecho, el derecho moral, de divorciarme del señor Casaubon), por lo que me resultaba fácil ser indulgente hacia aquellas personas sumidas en su cena, en su debate sobre lo que algunos de ellos iban a hacer. Y también era fácil que me exasperasen. Ninguno se agitaba nervioso. Yo no había observado ninguna actividad disimulada por debajo de la mesa. Ninguno se había amodorrado, con excepción, naturalmente, del niño hecho un ovillo en el regazo de otra mujer, restregándose los ojos, en vez de estar en casa bien arropado en su cama. Debía de ser hijo único, y su madre habría querido que aquella noche estuviera cerca de ella, aunque yo no había visto que le prestara la menor atención durante las dos últimas horas sentada a la mesa. A pesar de sus accesos de agitación acerca del tema que los absorbía, me daban una sensación de sosiego excesivo. ¿A qué podría atribuir su inmovilidad? ¿A la comida demasiado hecha con la que incitaban continuamente a los comensales? ¿A la perenne futilidad de las clases pensantes? ¿A la pesadez de la última parte del siglo XIX? ¿A mi propia renuencia a imaginar algo más animado? Es cierto que aún había tiempo para que tuviera lugar algún acontecimiento extraordinario. Alguien podría sufrir un ataque al corazón o golpear a su vecino en la cabeza o sollozar y gemir o arrojar una copa de vino a la cara de un ofensor, pero todo esto parecía tan improbable como que yo abandonara mi asiento en la ventana para bailar sobre la mesa o escupir en la sopa o acariciar una rodilla o morderle a alguien un tobillo. Sofocantes pensamientos: necesitaba un poco de aire. A una señal de Bogdan, uno de los camareros abrió la ventana en el otro extremo de la sala, donde yo había estado al acecho cuando llegué. Oí una erupción de gritos y relinchos de caballos procedentes de la calle. Era poco más de la una, según las campanas de las iglesias (y, sí, también según mi reloj; he admitido que me estaba inquietando). No había ido al teatro a las siete de la tarde para asistir a la función de aquella noche y, naturalmente, me decía que ojalá lo hubiera hecho, como los reunidos, algunos de los cuales también debían de estar inquietos. Pero nadie se levantaría hasta que Maryna lo hiciera. Casi había dejado de esperar que su discusión sobre lo moralmente correcto o no de lo que estaban hablando alcanzara aquella noche su punto álgido, por mucho tiempo que permanecieran a la mesa y yo estuviera cerca, contemplándolos, escuchándolos, pensando en ellos, pues está en la naturaleza de tales debates, el debate sobre lo correcto y lo erróneo, que siempre puedas sentir recelos y a la mañana siguiente pienses de distinta manera, que al rememorar la conversación de la velada quizá exclames: ¡qué necia he sido al decir tal cosa o convenir en tal otra! ¿Me hallaba bajo alguna influencia o acaso estaba aturdida o era irreflexiva, con el termostato moral apagado? Así pues, a la mañana siguiente piensas lo contrario (tal vez piensas lo contrario precisamente a aquello por lo que has discutido la noche anterior, y ha sido preciso que creases esa opinión a fin de hacer lugar a la nueva, la mejor), tienes algo así como una resaca moral, pero te sientes serena porque sabes que estás en la senda correcta, al tiempo que sospechas con inquietud que mañana aún podrías pensar algo diferente; y entretanto, se aproxima el tiempo para tomar la decisión que estás sopesando, la línea de conducta que puedes seguir o no. Puede ser ahora mismo. Entonces Maryna se levantó, sacó un cigarrillo de su pitillera con adornos dorados y se encaminó como deslizándose al centro de la sala. Los demás se levantaron, y supuse que todos iban ya a marcharse, pero sólo Ryszard besó efusivamente la mano de Maryna, y entonces fue de una mujer a otra, aplicando los labios a la muñeca de cada una de ellas. Supuse que se proponía coronar la velada con una visita a su burdel preferido. Entonces se despidieron el director del teatro y su mujer, seguidos por el banquero, el juez y sus esposas respectivas, luego el actor principal, el director escénico y algunos más. Los restantes no parecían a punto de marcharse. El doctor abrió la botella de Tokay que estaba sobre el aparador. Al niño, Piotr (ese nombre le puse tardíamente), a quien habían despertado y preparado para la partida, le hicieron sentarse a esperar en el sillón de orejas. Maryna se recostó con una atractiva exhibición de languidez contra el respaldo de la silla, rodeada por Bogdan, Tadeusz, la joven actriz, el empresario, la hermana de Bogdan, el doctor y el pintor cojo. Aquélla era la última oportunidad para que la conversación se completara y la decisión que habían tomado quedase patente. Bueno, como es natural, dijo Maryna, subrayando sus palabras con una risa, no siempre estoy de acuerdo conmigo misma. Era un pensamiento alentador. Siguieron hablando en voz queda, y yo seguí prestando atención. De niña, aunque admitía que tenía buenas condiciones para aprender, estaba segura de que no era «inteligente de veras» (no hagáis caso de las comillas, por favor), tal como entendía el significado de esa expresión por los libros, por las biografías, y tampoco había nadie a mi alrededor que pareciera «inteligente de veras» (repito la petición que os he hecho antes). Sin embargo, estaba convencida de que podría hacer cualquier cosa que me propusiera (iba a ser química, como Madame Curie), de que la constancia y tener más interés que los demás por lo que era importante me llevarían a donde quisiera ir. Y así, ahora, pensé que si escuchaba, observaba y reflexionaba, tomándome todo el tiempo que necesitara, la historia de aquellas personas me hablaría, aunque no puedo explicar cómo sabía tal cosa. Hay tantas historias que contar, que resulta difícil decir por qué es una en vez de otra, debe de ser porque con esta historia sientes que puedes contar muchas historias, que una necesidad se desprenderá de ella. Comprendo que me estoy explicando mal. No puedo explicarme. Tiene que ser algo parecido a enamorarte. Aquello que, fuera lo que fuese, explica por qué has elegido esta historia (desde luego, puede extraer savia de alguna aflicción o anhelo infantil) no ha explicado gran cosa. Un relato, me refiero a un relato largo, una novela, es como un viaje alrededor del mundo en ochenta días: apenas puedes acordarte del principio cuando llegas al final. Pero incluso un largo viaje debe empezar en alguna parte, digamos en una sala. Cada uno de nosotros lleva una sala en su interior, que espera ser amueblada y poblada, y si escuchas con atención, tal vez necesites silenciarlo todo en tu propia sala, puedes oír los sonidos de esa otra sala dentro de tu cabeza. Puedes oír la crepitación del fuego o el tictac del reloj o (si la ventana está abierta) el grito de un cochero o el petardeo de una moto en el callejón. O puede que no oigas nada de esto, si la sala está llena de voces. Personas estridentes o de maneras suaves tal vez estén sentadas a la mesa para cenar, diciendo algo que no entiendes del todo, confiemos que no se deba a que la televisión está encendida y a todo volumen, pero captas el meollo. Primero serán sólo frases, o un nombre, o un susurro apremiante, o un grito. Si hay gritos, no, chillidos, y ves algo parecido a una cama, puedes esperar que no se trata de una cámara de tortura, sino, más bien, una habitación donde una mujer está dando a luz, aunque esos sonidos también son insoportables. Puedes esperar que te encuentras entre personas magnánimas, la pasión es un sentimiento hermoso, como también lo es la comprensión, llegar a entender algo, que es una pasión, que también es un viaje. Los sirvientes traían sus abrigos a Maryna y los demás. Ahora estaban preparados para marcharse. Con un estremecimiento de expectación, decidí seguirlos al exterior, al mundo.