Así que ahora ya sabes lo de mi escarceo amoroso. Fue breve y amargo, y tanto mejor.
El amor es una mentira; el amor de cualquier forma y magnitud excepto, tal vez, el amor de un bebé por su madre. Ese es real, al menos hasta que la leche se seca.
Así que me había liberado del amor de las mujeres hermosas e hice lo posible por deshacerme de él con rapidez. No me costó trabajo despistar a Hacker y Shamit en su intento de perseguirme por la profundidad del bosque. Ya no tenía de qué preocuparme, me había quitado de encima el peso de dos corazones, el suyo y el mío, y corrí con tal facilidad por los matorrales esquivando los troncos de los árboles antediluvianos y saltando de rama en rama, de árbol en árbol, que rápidamente perdí a mis perseguidores por completo.
Lo sensato habría sido que abandonase la zona en aquel momento, bajo la protección de la oscuridad, pero no pude hacerlo. Había oído demasiados comentarios tentadores sobre lo que iba a ocurrir en la explanada de Josué al amanecer: si había entendido bien, Cawley había hablado de la quema de algún arzobispo junto con una serie de animales sodomíticos que, aparentemente, habían sido declarados culpables según la ley sagrada por haber permitido de un modo pasivo que se realizaran tales perversiones con ellos. Un espectáculo como aquel seguramente atraería a una cantidad considerable de humanos, entre los cuales esperaba poder ocultarme mientras me educaba en sus maneras.
Pasé el resto de la noche en un árbol situado a una cierta distancia de la arboleda en la que había conocido a la pobre Caroline. Me recosté a lo largo de una rama y me quedé dormido con el crujido de la madera antigua y con el suave murmullo del viento entre las hojas. Me despertó un atronador sonido de tambores; salté de mi cama, me tomé un momento para agradecer al árbol su hospitalidad meando sobre él con vigorosidad y envenenando a los pequeños advenedizos de su alrededor que podrían haber competido por compartir la tierra de los árboles más viejos. Entonces seguí el sonido de los tambores, que procedía del exterior del bosque. A medida que disminuía la cantidad de árboles, me di cuenta de que había salido del bosque muy cerca del borde de una ladera de roca, en cuyo fondo se extendía un amplio campo lleno de barro iluminado por una luz de color violeta grisáceo que brillaba sin cesar, como atraída por el vigoroso sonido del tambor. De repente el sol apareció y vi que un gran número de personas se congregaba en aquella explanada, y que muchas de ellas se levantaban del neblinoso suelo en el que habían pasado la noche como parientes de Lázaro, estirándose, bostezando, rascándose y alzando sus rostros hacia el cielo radiante.
Todavía no podía mezclarme con ellos, por supuesto, ya que estaba desmido. Verían la curiosa forma de mis pies y, lo que es más importante, mis colas. Me metería en problemas. Pero con un poco de barro para cubrirme los pies y unas cuantas prendas que ponerme, esperaba poder pasar por cualquier humano que se hubiera quemado de un modo tan calamitoso como yo. Así que lo único que necesitaba para aventurarme a bajar a la explanada y tener mi primer encuentro con la humanidad era ropa.
Me serví de la penumbra del neblinoso amanecer para descender la pendiente con cautela, moviéndome de roca en roca a medida que me acercaba a la explanada. Me escurrí tras una piedra dos veces más alta y tres más ancha que yo para ocultarme tras su sombra y descubrí que aquel lugar ya estaba ocupado no por una, sino por dos personas. Yacían tendidos, pero no estaban interesados en examinar la longitud de la roca.
Eran muy jóvenes, tanto como para estar listos para el amor a aquellas horas tan tempranas y mostrarse indiferentes ante las incomodidades de su escondite: los sucios trozos de piedra, la hierba mojada por el rocío.
Aunque yo estaba agazapado a no más de tres pasos de donde ellos yacían, ni la chica, quien a juzgar por sus finas ropas era una gran ladrona o provenía de una familia rica, ni su amante, quien era un mal ladrón o provenía de una familia pobre, repararon en mi presencia. Estaban demasiado ocupados despojándose de todo símbolo exterior de fortuna y familia y jugando, iguales en su desnudez, al feliz juego de encajar sus cuerpos parte a parte.
Encontraron enseguida el mejor modo de hacerlo. Sus risas dieron paso a susurros y solemnidad, como si su común acuerdo tuviera algo de sagrado; como si casando su carne de aquel modo estuviesen llevando a cabo algún rito sagrado.
Su pasión me irritó, sobre todo porque me veía obligado a presenciar aquello inmediatamente después de mi fracaso con Caroline. Dicho esto, quiero decir que no tenía intención alguna de matarlos; solo quería la ropa del joven para cubrir las pruebas de mi procedencia. Pero estaban utilizando su ropa y la de ella para yacer más cómodamente sobre el suelo irregular, y enseguida resultó obvio que no tenían la intención de terminar pronto. Si quería la ropa, tendría que sacarla de debajo de aquella pareja.
Repté hacia ellos con las manos extendidas y con la esperanza, lo juro, de ser capaz de robar la ropa mientras sus cuerpos estaban pegados y de marcharme antes de…
No importa. El caso es que no ocurrió del modo en que lo planeé. Ahora que lo pienso, nada ha ocurrido nunca así: nada en toda mi existencia ha salido del modo en que yo quería.
La chica, de una belleza estúpida, susurró algo al oído del joven y los dos rodaron lejos de la protección de la roca que nos ocultaba a los tres, y también lejos de la ropa que yo quería. No les di tiempo de volver a rodar, sino que despacio y con mucho cuidado, para no atraer su atención, empecé a tirar de ella hacia mí. En aquel momento la chica hizo lo que sin duda le había susurrado que quería hacer. Lo hizo rodar de nuevo y se puso a horcajadas sobre él, para obtener placer. Al hacerlo, su mirada se topó conmigo y abrió la boca para gritar, pero antes de que el sonido emergiera de su garganta recordó que estaba escondida.
Por suerte tenía debajo a su heroico compañero quien, al notar que algo no iba bien por la repentina tensión de los músculos de ella, abrió los ojos y miró directamente hacia mí.
Incluso entonces, si hubiera podido robar las ropas del muchacho y escapar, lo habría hecho. Pero no; nada en mi vida ha sido fácil y este pequeño asunto no era una excepción. El heroico idiota, buscando sin duda la eterna devoción de la joven, se escurrió bajo el cuerpo de ella e intentó alcanzar el cuchillo que había entre su ropa.
—¡No! —dije yo.
Lo hice. Lo juro por lo más profano: le advertí con aquella única palabra.
Pero, por supuesto, él no escuchó. Estaba ante su amada dama y tenía que ser valiente, costara lo que costara.
Sacó el cuchillo de su vaina; era pequeño y grueso, como su erecta virilidad.
Incluso entonces dije:
—No hay necesidad de luchar. Solo quiero tu camisa y tus pantalones.
—Bueno, pues no puedes llevártelos.
—Ten cuidado, Martin —le advirtió la chica, mirándome—. No es humano.
—Sí que lo es —respondió su amado, pinchándome con el cuchillo—. Simplemente está quemado, eso es todo.
—¡No, Martin! ¡Mira! ¡Tiene colas! ¡Tiene dos colas!
Aparentemente el héroe había pasado por alto ese detalle, así que lo ayudé alzándolas a ambos lados de mi cabeza, con las puntas señalándolo directamente a él.
—Jesús, protégeme —dijo y, antes de que su coraje le fallara, me atacó.
Para mi sorpresa, hundió aquel pequeño cuchillo suyo en mi pecho, hasta la empuñadura, y luego lo giró mientras lo sacaba. Me dolió y grité, lo cual solo provocó sus risas.
Aquello era demasiado: el cuchillo podía soportarlo, incluso cuando lo giró, pero ¿que se riera? ¿De mí? Ah, no. Aquello alcanzaba un imperdonable nivel de insulto. Alargué la mano y cogí la hoja, sujetándola con todas mis fuerzas. Aunque estaba resbaladiza a causa de mi sangre, no tuve más que girarla bruscamente para que él la soltara: fácil como quitarle un caramelo a un niño.
Miré el pequeño cuchillo y lo lancé lejos. El muchacho parecía desconcertado.
—No necesito eso para matarte. Ni siquiera necesito mis propias manos. Mis colas pueden estrangularos a los dos mientras yo me muerdo las uñas.
Al oír esto, el muchacho se arrodilló con sensatez y, con mayor sensatez aun, se puso a suplicar:
—¡Por favor, señor, tenga piedad! —decía—. Ahora veo lo equivocado de mi comportamiento, ¡de verdad! ¡Ambos lo vemos! No deberíamos habernos puesto a fornicar. ¡Y en fiesta de guardar!
—¿Por qué hoy es fiesta de guardar?
—El nuevo arzobispo ha declarado este día festivo para celebrar las grandes hogueras que se encenderán a las ocho y que reducirán a cenizas a veintinueve pecadores, incluido…
—El anterior arzobispo —adiviné.
—Es mi padre —intervino la chica y, tal vez en señal de respeto tardío hacia su progenitor, hizo lo posible por cubrir su desnudez.
—No te molestes —le dije—. No podrías interesarme menos.
—Todos los demonios son sodomitas, ¿verdad? Eso es lo que dice mi padre.
—Bueno, pues está equivocado. ¿Y cómo es que un hombre de Dios tiene una hija?
—Tiene muchos hijos. Yo solo soy su favorita. —Se distrajo brevemente, como recordando sus indulgencias—. ¿Tú no eres sodomita?
—No. Mi alma perdió a su única y verdadera compañera hace apenas unas horas, en aquel bosque. Pasarán días, o tal vez incluso una semana, antes de que recupere el apetito para mirar a otra mujer.
—Mi padre haría que los niños te cortaran en pedazos. Eso es lo que hizo con el último demonio que vino aquí.
—¿Niños?
—Sí. Chiquillos de tres y cuatro años. Les dio cuchillos pequeños y les dijo que habría dulces para el que fuese más cruel.
—Es una especie de innovador, ¿no?
—Huy, es un genio. Y el papa lo adora. Espera que pronto lo asciendan a un alto cargo en Roma. Yo estoy deseando que eso ocurra, así me puedo ir con él.
—¿Entonces no deberías estar en misa rezando por alguna intercesión divina, en lugar de esconderte detrás de una roca con…? —Miré al muchacho mientras buscaba una palabra adecuada de desprecio, pero antes de que pudiera acabar mi frase, el muy idiota se abalanzó sobre mí, con la cabeza agachada, y me golpeó en el estómago. Era rápido, he de admitirlo. Me sorprendió con la guardia baja y su embestida me tiró al suelo.
Antes de que pudiera levantarme, clavó su rodilla en la herida que me había infligido con aquel cuchillito suyo.
Me hizo daño, bastante daño, y mi grito de dolor le provocó carcajadas.
—¿Esto te duele, demonio de pacotilla? —alardeó—. Entonces ¿qué tal esto? —Dirigió el pie directamente a mi cara y me la pisó mientras yo seguía gritando. Se estaba divirtiendo. Mientras tanto, la chica había empezado a proferir caóticas súplicas a cualquier agente celestial que pudiera interceder por ella:
—Por favor, ángeles de misericordia, madre virgen, mártires del Cielo, dadme vuestra protección. Oh Dios que estás en los Cielos, perdona mis pecados, te lo ruego, no quiero arder en el Infierno.
—¡Cállate! —le chillé desde debajo de la rodilla de su amado.
Pero ella continuó:
—Rezaré diez mil avemarías; pagaré a cien flageladores para que vayan de rodillas a Roma. Viviré en celibato si eso es lo que quieres de mí. Pero por favor, no dejes que muera y que esta abominación se lleve mi alma.
Aquello era demasiado. Tal vez yo no fuese la cosa más adorable que aquella chica hubiese visto, pero ¿«abominación»? No, aquello sí que no.
Enfurecido, agarré el pie del joven y lo alcé en el aire de modo que lo tiré de espaldas al suelo con todas mis fuerzas. Oí un golpe cuando su cabeza chocó contra la piedra y me puse rápidamente en pie, dispuesto a enzarzarme de nuevo con él, pero no fue necesario: su cuerpo se deslizaba por la superficie rocosa y un reguero de sangre procedente de la parte posterior de su cabeza se extendía desde el lugar donde se había golpeado contra la piedra. Tenía los ojos abiertos, pero no nos veía; ni a mí, ni a su amada, ni ninguna otra cosa de este mundo.
Recogí con rapidez su ropa del suelo antes de que su cadáver llegase hasta ella y la manchase de sangre.
La chica había parado de suplicar y miraba fijamente al muchacho muerto.
—Ha sido un accidente —le dije—. No tenía la intención de…
Abrió la boca.
—No grites —le advertí.
Ella chilló. Santo Dios, cómo chillaba. Fue un milagro que los pájaros no cayesen del cielo, abatidos por aquel grito. No traté de detenerla; habría acabado matándola a ella también y era demasiado adorable, incluso en su estado histérico, para perder su joven vida.
Me vestí con la ropa del muchacho muerto lo más rápido que pude. Apestaba a humanidad, a duda, a lujuria, a estupidez; todo aquello estaba impregnado en los hilos de su camisa. Y no quiero ni hablar del hedor que desprendían sus pantalones. Aun así, era más corpulento que yo, lo cual me resultó útil. Pude enroscar mis colas y meterlas dentro de los pantalones, como si cada una fuese una nalga, de modo que quedaban perfectamente ocultas. Mientras que su ropa me quedaba demasiado grande, sus botas me quedaban demasiado pequeñas, así que me vi obligado a dejarlas allí e ir descalzo. Mis pies eran reconociblemente demoníacos, escamosos y con tres garras, pero tendría que correr el riesgo de que me descubrieran.
Huelga decir que la chica seguía chillando aunque yo no había hecho nada para asustarla, aparte de mi comentario sin importancia acerca de estrangularla con mi cola y de aplastar accidentalmente el cráneo de su novio. Aquel estruendo solamente cesó cuando me aproximé a ella.
—Si me torturas… —Tengo que…
—Mi padre enviará asesinos para que te persigan de vuelta al Infierno. Te crucificarán cabeza abajo y te asarán a fuego lento.
—No me asustan los clavos —respondí— ni las llamas. Y los asesinos de tu padre no me encontrarán en el Infierno, así que no los envíes a buscarme allí. Lo único que conseguirán es que se los coman vivos, o algo peor.
—¿Qué es peor que ser devorado vivo? —preguntó la chica con los ojos muy abiertos, no por el miedo sino por la curiosidad.
Su pregunta puso a prueba mi memoria: cuando era niño era capaz de recitar de un tirón los cuarenta y siete tormentos en orden ascendente de agonía a tal velocidad y de un modo tan correcto que me habían considerado una especie de prodigio. Pero ahora apenas podía recordar más de una docena de agonías de la lista.
—Hazme caso —respondí—, existen cosas mucho peores que ser devorado. Y si quieres evitar que los inocentes sufran, mantén la boca cerrada y haz como si nunca me hubieses visto.
Me observó con la brillante inteligencia de un gusano. Decidí no malgastar más tiempo con ella, así que cogí su ropa del suelo.
—Me llevo esto —le dije.
—Moriré congelada.
—No, no morirás. El sol empieza a calentar.
—Pero seguiré estando desnuda.
—Sí, lo estarás. Y a menos que quieras caminar entre la multitud de ahí abajo en ese estado, te quedarás aquí, sin que te vean, hasta que alguien te encuentre.
—Nadie me encontrará aquí.
—Sí que lo harán —le aseguré—, porque yo se lo diré, dentro de media hora más o menos, cuando esté al otro lado de la explanada.
—Prométemelo —dijo.
—Los demonios no hacemos promesas. Y si las hacemos, no las cumplimos.
—Tan solo esta vez. Hazlo por mí.
—Muy bien, lo prometo. Quédate aquí y alguien vendrá a buscarte dentro de un rato con esto. —Le mostré el vestido del que con tanto gusto se había despojado unos pocos minutos antes—. Mientras tanto, ¿por qué no haces algo bueno por tu alma y recitas algunas oraciones a tus mártires y a tus ángeles?
Para mi asombro, se arrodilló de inmediato, juntó las manos, cerró los ojos y comenzó a hacer exactamente lo que yo le había sugerido.
—¡Oh, ángeles, escuchadme! Mi alma está en peligro…
La dejé allí y, vestido con mis prendas robadas, salí de detrás de la roca y descendí la pendiente hacia la explanada.
Así que ya sabes cómo llegué a la Tierra. No es una historia agradable, pero es cierta palabra por palabra.
¿Estás satisfecho ahora? ¿Has obtenido suficientes confesiones de mí? He admitido hasta un parricidio; te he contado cómo me enamoré y lo rápida y trágicamente que me fueron arrebatados mis sueños de adoración por Caroline. Y te he contado cómo me contuve para no matar a la hija del arzobispo, aunque estoy seguro de que la mayoría de los de mi calaña la habrían masacrado sin demora. Y habrían tenido sus razones, por cierto. Pero tú no necesitas oír esto, ya te he contado suficiente. Tampoco tienes por qué saber lo del arzobispo y las hogueras de la explanada de Josué. Créeme, no te agradaría. ¿Que por qué no? Pues porque supone una imagen muy poco halagüeña de los de tu especie.
Por otro lado… Tal vez eso sea lo que debería contarte. Sí, ¿por qué no? Tú me has obligado a revelar los defectos de mi alma; tal vez deberías oír la cruda realidad sobre tu propia gente. Y antes de que protestes y me digas que estoy hablando de una época lejana, cuando tu especie era mucho más bruta y cruel que ahora, párate a pensar.
Ten en cuenta cuántos genocidios se están llevando a cabo mientras tú lees esto, cuántos pueblos, tribus, incluso naciones están siendo eliminadas. Bien. Ahora escucha y te hablaré de los gloriosos horrores de la explanada de Josué. Me toca a mí.
A medida que descendía la pendiente, observé el panorama que me ofrecía la explanada: había cientos de personas reunidas para el encendido de la hoguera de las ocho en punto, mantenida a raya por una hilera de soldados que apuntaban con sus alabardas a la multitud, dispuestos a rajar desde el ombligo hasta el cuello a cualquiera tan estúpido como para intentar presenciar la escena más de cerca. En el gran espacio abierto, los soldados custodiaban un semicírculo de pilas de madera cuyos constructores habían elevado hasta duplicar su propia altura. En la media luna se distinguían tres pilas por las cruces invertidas que las coronaban.
Frente a esta macabra formación había dos tribunas, la mayor de las cuales era una sencilla construcción parecida a un tramo de escaleras altas y profundas y ya estaba repleta de caballeros y damas temerosos de Dios que sin duda habían pagado por el privilegio de contemplar las ejecuciones tan cómodamente. La otra construcción era mucho más pequeña, estaba cubierta de terciopelo rojo y coronada por un palio del mismo material cuyo fin era el de proteger del viento o la lluvia a quienes se sentaran allí. Sobre el palio se alzaba una gran cruz para que no cupiera duda de que se trataba de los asientos del nuevo arzobispo y su séquito.
Sin embargo, cuando llegué a la base de la ladera, ya no podía ver nada. ¿Por qué? Porque, aunque me fastidia admitirlo, mi estatura era menor que la de los campesinos que me rodeaban. No solo mi visión quedó bloqueada, sino también mi sentido del olfato. Estaba apretujado por todas partes por mugrientos cuerpos infestados de pulgas; sus alientos eran nauseabundos y sus flatulencias, a cuyas fuentes me encontraba desgraciadamente más próximo que la mayoría, poco menos que tóxicas.
El pánico se apoderó de mí, como una serpiente abriéndose camino a través de mi columna, desde mis entrañas hasta mi cerebro, y mis pensamientos se convirtieron en excremento. Comencé a agitarme con violencia y se me escapó el sonido que mi madre emitía en sus pesadillas más profundas, tan estridente como el llanto de un bebé, y que abrió grietas en el barro bajo mis pies.
El ruido atrajo inevitablemente la indeseada atención de aquellos a mi alrededor que sabían de dónde había salido. La gente se apartó de mí. Sus ojos, en los que hasta entonces solamente había atisbado el brillo apagado de la ignorancia y la endogamia, ahora relucían con un terror supersticioso.
—¡Mirad, la tierra se agrieta bajo sus pies! —aulló una mujer.
—¡Sus pies! ¡Santo Dios, mirad sus pies! —chilló otra.
El barro había disfrazado un poco mis pies, aunque no lo suficiente para ocultar la verdad.
—¡No es humano!
—¡Del Infierno! ¡Es del Infierno!
Una oleada de terror se apoderó inmediatamente de la multitud. Mientras la mujer que había comenzado aquel escándalo chillaba las mismas palabras una y otra vez («¡Un demonio! ¡Un demonio! ¡Un demonio!…»), los demás farfullaban oraciones y se hacían cruces en un desesperado intento por protegerse de mí.
Aproveché el terror que los embargaba para soltar otro de los gritos de pesadilla de mamá, tan estridente que la sangre manaba copiosamente de los oídos de muchos de los que me rodeaban, y para salir corriendo deliberadamente hacia la mujer que había comenzado todo aquello. Todavía gritaba «¡Un demonio! ¡Un demonio! ¡Un demonio!» cuando la alcancé. La agarré por el cuello y la tiré al suelo, puse mi zarpa cubierta de barro sobre su cara para hacerla callar y sí, asfixiarla al mismo tiempo. Había malgastado mucho aliento con sus acusaciones, por lo que la vida se le apagó en menos de un minuto.
Cumplida la misión, me dirigí a la multitud soltando el último de mis chillidos revienta oídos. La muchedumbre se apartaba a mi paso. Con la cabeza gacha no podía ver hacia dónde corría, pero estaba seguro de que, si lo hacía más o menos en línea recta, acabaría alcanzando el final de la multitud y tendría el camino abierto. Creí que lo había conseguido cuando los gritos de la muchedumbre se acallaron de repente. Alcé la vista: la gente no había desaparecido de mi alrededor porque hubiese llegado al final de la multitud, sino porque dos soldados con cascos y armaduras se habían acercado hasta mí y me apuntaban con sus alabardas directamente. Resbalé hasta detenerme, salpicado de barro de arriba abajo, a tan solo unos centímetros de las puntas de sus armas, mientras el grito de mamá flaqueaba hasta desvanecerse por completo.
El más grande de los dos soldados, que era fácilmente medio metro más alto que su compañero, levantó la visera de su casco para verme mejor. Sus rasgos denotaban una estupidez algo menor que los de la muchedumbre que me rodeaba. La única luz que titilaba en sus ojos era alimentada por la certeza de que podía atravesarme de una sola estocada y dejarme inmóvil en el suelo para permitir que la chusma hiciese lo peor que se les ocurriese.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Jakabok Botch —le respondí—. Y por favor, créame…
—¿Eres un demonio?
Una oleada de acusaciones surgió de la multitud. Había asesinado a una mujer inocente, a quien había mandado al Infierno; y había emitido sonidos que habían dejado sordas a algunas personas.
—¡Callaos todos! —gritó el soldado.
El ruido se atenuó y el soldado repitió su pregunta. No parecía tener mucho sentido negar lo que resultaría demasiado evidente solo con que me obligase a despojarme de mi ropa. Así que lo admití.
—Sí —dije, levantando los brazos a modo de rendición—, soy un demonio, pero estoy aquí porque me engañaron.
—Huy, qué lástima —se mofó el soldado—, al pobre y pequeño demonio lo han engañado.
Me azuzó con la punta de su alabarda señalando la mancha de sangre que había en el lugar en que el propietario original de mi ropa me había apuñalado. No era más que una herida menor, pero la insistencia del soldado la hizo sangrar de nuevo. Me negué a emitir ni un solo sonido de queja. Había escuchado hablar a los amigos torturadores de papá G. y sabía que nada les satisfacía más que oír los chillidos y súplicas de aquellos cuyas terminaciones nerviosas se encontraban bajo sus gubias y sus hierros de marcar.
El único problema que suponía mi silencio era que inspiraba al soldado a inventar más técnicas para obtener alguna respuesta. Empujó la hoja de la alabarda más adentro mientras la giraba. El flujo de sangre aumentó considerablemente, pero yo seguía negándome a pronunciar una sola súplica de misericordia.
Una vez más, el soldado clavó y giró su arma; una vez más salió sangre; y una vez más permanecí en silencio. Para entonces mi cuerpo había empezado a agitarse con violencia mientras yo luchaba por reprimir la necesidad de gritar. Parte de la muchedumbre, la mayoría mujeres, arpías de veinte años o menos, se tomaron estos espasmos como una prueba de que me encontraba bastante deteriorado y ya no suponía una amenaza para ellas, por lo que se aproximaron y me agarraron de la ropa para arrancármela.
—¡Déjanos verte, demonio! —gritaba una de ellas agarrándome por la parte posterior del cuello de la camisa y tirando de él.
Las cicatrices de las quemaduras de la parte delantera de mi cuerpo no se distinguían prácticamente de las del cuerpo de un hombre; pero mi intacta espalda dio paso a la evidencia, con su despliegue de escamas amarillo y bermellón y las minúsculas púas negras que recorrían mi columna hasta la base de mi cráneo.
La visión de mis escamas y mis púas provocó gritos de repugnancia entre la gente. El soldado me puso la punta de la alabarda en la garganta y me pinchó con la fuerza suficiente para que de allí también manase sangre.
—¡Mátalo! —gritó alguien entre la multitud—. ¡Córtale la cabeza!
El grito que pedía mi ejecución enseguida se extendió y estoy seguro de que el soldado me habría rajado la garganta en aquel mismo instante si su compañero, el de menor estatura, no se hubiera acercado junto a él para susurrarle algo. Lo que le dijo aparentemente surtió efecto, porque mi torturador levantó la mano armada y gritó a la muchedumbre:
—¡Silencio! ¡Callaos todos! ¡He dicho que os calléis, u os arrestaremos a todos y cada uno de vosotros!
La amenaza hizo maravillas. Todos los hombres y mujeres del malicioso círculo que me rodeaba cerraron la boca.
—Eso está mejor —dijo el soldado—. Ahora tenéis que retroceder y dejarnos algo de espacio aquí, porque vamos a llevar a este demonio ante su excelencia ilustrísima el arzobispo, quien decidirá el modo en que esta criatura será ejecutada.
El otro soldado, con el rostro oculto, dio un leve codazo a mi torturador, quien escuchó durante un momento y a continuación respondió a su camarada, en voz alta para que yo lo oyera:
—Es lo que pretendo —dijo—. ¡Sé lo que hago!
Entonces se dirigió de nuevo a la muchedumbre:
—Arresto formalmente a este demonio en nombre de su excelencia el arzobispo. Si cualquiera de vosotros se interpone en nuestro camino estará contradiciendo directamente la voluntad de su excelencia y, por tanto, la del mismísimo Dios. ¿Habéis entendido? Seréis condenados al fuego eterno del Infierno si intentáis evitar que llevemos a esta criatura ante el arzobispo.
La advertencia del soldado fue comprendida con claridad por la plebe, que habría cortado en pedazos mi cadáver ejecutado y habría conservado los trozos como recuerdo si se lo hubieran permitido. En lugar de eso, guardaron silencio; los padres cubrían la boca de sus hijos por miedo a que alguno de ellos emitiese un sonido, aunque fuese inocente.
Con un absurdo orgullo por su pequeña demostración de poder, el soldado miró de nuevo a su camarada. Los dos hombres intercambiaron un gesto con la cabeza y el segundo soldado sacó su espada (que seguramente había robado, ya que tenía un tamaño y una belleza excepcionales) y se colocó detrás de mí, azuzándome con la punta justo sobre el nacimiento de mis colas. No hizo falta que me ordenara que me moviese; avancé a trompicones siguiendo al otro soldado, quien caminó de espaldas durante unos metros apuntando todavía hacia mi cuello. El único sonido que procedía de la multitud era el de sus pies arrastrándose para dejarnos sitio a mí y a mis captores. Con aire de suficiencia y satisfecho de que sus amenazas hubieran amansado y convencido a la chusma de que no tenían nada que temer, mi torturador se volvió y siguió avanzando, para dirigir la salida de nuestro pequeño grupo de entre la multitud.
Caminaba confiado, como un hombre que sabe adónde se dirige. Pero no lo sabía, porque cuando la cantidad de gente empezó a mermar comprobé que habíamos salido al otro lado de la explanada de Josué, donde había otra pendiente, mucho más suave que la que yo había descendido y coronada por un bosque tan denso como el del lado opuesto.
Fue entonces, cuando nuestro líder se detuvo a considerar su error, cuando noté que el soldado que me seguía me azuzaba varias veces no para hacerme daño, sino para atraer mi atención. Me volví. El soldado se había levantado la visera lo justo para que pudiera ver un poco de su rostro. Entonces, bajando la espada hasta que la punta casi rozó el barro, señaló con la cabeza hacia la pendiente.
Capté el mensaje. Por tercera vez aquel día eché a correr y solo me detuve para atizar a mi torturador con la alabarda, con tal fuerza que perdió el equilibrio y se cayó al barro, despatarrado.
Entonces me fui, atravesé el tramo que quedaba de explanada y subí la pendiente en dirección a los árboles.
Se oyó una salva de gritos procedente de la multitud que había dejado atrás, pero acallada por la voz de mi salvador, que ordenaba al vulgo que retrocediera.
—¡Esto es asunto del arzobispo —les gritaba—, no vuestro! ¡Alejaos, todos!
Finalmente, cuando me encontraba a unas zancadas de lo alto de la pendiente, miré atrás y descubrí que sus órdenes habían sido acatadas por la mayoría de la muchedumbre, pero no por toda. Varios hombres y mujeres me perseguían colina arriba, aunque todavía iban varios metros por detrás de los dos soldados.
Alcancé los árboles sin que nadie me atrapara y me zambullí en la capa de maleza. Los pájaros, despavoridos, soltaron chillidos de advertencia mientras abandonaban las ramas situadas sobre mi cabeza para internarse en las profundidades del bosque, mientras que los roedores y las serpientes que vivían bajo la maleza encontraron otros refugios por su cuenta. Incluso los jabalíes huyeron chillando.
Ya tan solo se oía el sonido de mi respiración, ahogada y dolorida, y el barullo de los arbustos que arrancaba cuando se interponían en mi camino.
Pero ya había corrido demasiado desde la noche anterior, y no había comido ni bebido siquiera un poco de agua de lluvia durante todo aquel tiempo. Ahora estaba aturdido y la escena que se extendía ante mí corría serio peligro de desvanecerse. No podía correr más; era hora de enfrentarme a mis perseguidores.
Lo hice en un pequeño claro entre los árboles, iluminado por el brillante cielo. Corrí mis últimos pasos a través de la hierba salpicada de flores y apoyé mi dolorido cuerpo contra un árbol tan viejo que seguramente habría brotado el día que remitió el Diluvio. Allí esperé, decidido a aguantar con dignidad el destino que los soldados y aquella banda de linchadores que les pisaban los talones tuvieran previsto para mí.
El primero de mis perseguidores que apareció en el lado opuesto del claro fue el soldado envuelto en barro y también en su armadura. Se sacó el casco para poder verme mejor y me mostró su rostro embarrado, sudoroso y furioso. Llevaba el pelo tan corto que no era más que una sombra; solo había permitido que le creciera la oscura barba.
—Bueno, me has enseñado bastante, demonio —dijo—. No sabía nada acerca de tu gente.
—La demonidad.
—¿Qué?
—Mi gente. Somos la demonidad.
—Eso suena más a enfermedad que a gente —respondió haciendo una mueca de desprecio—. Por suerte, yo tengo la cura. —Apuntó su alabarda en mi dirección, arrojó el casco al suelo y desenvainó su espada—. Dos curas, de hecho —dijo, aproximándose a mí—. ¿Cuál te clavo primero?
Levanté la vista desde las raíces de los árboles, preguntándome despreocupadamente cuánta profundidad alcanzarían; a qué distancia estarían del Infierno. El soldado había recorrido ya medio claro.
—¿Qué será entonces, demonio?
Mi aturdida mirada iba de un arma a la otra.
—Tu espada…
—Muy bien, has elegido.
—No, tu espada… parece una baratija. Tu amigo tiene una espada mucho mejor: la hoja es casi dos veces más larga que la tuya, y dos veces más pesada, y más grande. Creo que podría atravesarte con ella por la espalda, con armadura y todo, y solamente lo que sobresaliese de tu estómago tendría mayor longitud que esa ridícula arma tuya.
—¡Te enseñaré lo ridícula que es! —gritó el soldado—. ¡Te cortaré…!
Se detuvo sin terminar la frase y su cuerpo se retorció como prueba de lo que yo acababa de afirmar: la espada que su compañero empuñaba emergía de la armadura cuyo fin era proteger su abdomen. Brillaba con su sangre. Dejó caer su alabarda pero continuó, aunque con el puño tembloroso, aferrado a su espada.
Sus mejillas habían perdido todo el color y, con él, todo rastro de furia o instinto asesino. Ni siquiera intentó volverse para mirar a su verdugo; simplemente levantó su mísera espada para compararla con la longitud de la porción visible de la hoja que lo había atravesado. Respiró por última vez, sangrando por la boca, lo cual le otorgó unos pocos segundos más para mantener las espadas una junto a la otra.
Una vez hecho esto, alzó la mirada y, luchando por impedir que los pesados párpados se le cerrasen, me miró y murmuró:
—Te habría matado, demonio, si hubiera tenido una espada más grande.
Dicho lo cual, dejó caer la mano y la hoja de su espada, del tamaño de la que lo atravesaba, se le escurrió entre los dedos.
El soldado situado tras él retiró entonces su impresionante arma y el cadáver de mi torturador cayó hacia delante con la cabeza a no más de un metro de mis pies encostrados de barro.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó.
—Jakabok Botch. Pero todo el mundo me llama señor B.
—Yo soy Quitoon Pathea. Todo el mundo me llama señor.
—Lo recordaré, señor.
—Apostaría a que te atrapó el Pescador.
—¿El Pescador?
—Su verdadero nombre es Cawley.
—Ah, él. Sí. ¿Cómo lo ha averiguado?
—Bueno, está claro que no formas parte de la guardia del arzobispo.
Antes de que pudiera hacerle más preguntas, se llevó el dedo a los labios para hacerme callar mientras él escuchaba. Mis perseguidores humanos no habían dado la vuelta al alcanzar los alrededores del bosque. A juzgar por lo que había descendido el clamor, se habían convertido en un grupo pequeño con un solo pensamiento en sus cabezas y en sus lenguas: «¡Matar al demonio! ¡Matar al demonio!».
—Esto no es bueno, Botch. No estoy aquí para salvarte la cola.
—Colas.
—¿Colas?
—Tengo dos —dije arrancándome los pantalones del amante muerto y dejando que mis colas se desenroscaran. Quitoon estalló en carcajadas.
—Es el par de colas más magnífico que he visto nunca, señor B. —dijo con genuina admiración—. Estaba medio decidido a dejar que acabasen contigo, pero ahora que veo esas…
Volvió la cabeza hacia el monte bajo, por donde pronto aparecería la gente, y luego me miró a mí:
—Ten —dijo arrojándome su gloriosa espada con tranquilidad.
La cogí o, para ser más exactos, ella me cogió a mí, sacudiéndose en el aire desde la mano confiada de su dueño hacia mis titubeantes dedos para colocarse en mi mano. El soldado ya me estaba dando la espalda.
—¿Adónde va?
—A caldear el ambiente —dijo cerrando el puño contra la pechera de su armadura.
—No lo entiendo.
—Tú ponte a cubierto cuando diga tu nombre.
—¡Espere! —exclamé—. Por favor, ¡espere! ¿Qué se supone que tengo que hacer con su espada?
—Luchar, señor B. ¡Luchar por tu vida, tus colas y la demonidad!
—Pero…
El soldado alzó la mano y yo me callé. Entonces desapareció entre las sombras a la izquierda del claro y me dejó con la espada, con un cadáver que ya empezaba a atraer a las moscas de verano, ansiosas por beberse su sangre, y con el ruido de la muchedumbre aproximándose.
Permite que me detenga un instante, no solamente para tomar aliento antes de intentar describir lo que sucedió a continuación, sino porque al rememorar aquellos acontecimientos veo con total claridad cómo las palabras pronunciadas y los actos llevados a cabo en aquel pequeño claro me cambiaron.
Yo siempre había sido una criatura de poca trascendencia, incluso para mí mismo. Había vivido sin llamar la atención (excepto, tal vez, por lo del parricidio), pero de repente tomé la determinación de que no moriría del mismo modo.
La forma del mundo cambió en aquel preciso lugar y en aquel preciso momento. Siempre me había parecido una especie de palacio al que yo no tendría nunca el placer de entrar, ya que se me había tachado de paria cuando todavía estaba en el vientre de mi madre. Pues estaba equivocado, ¡equivocado! Yo era mi propio Palacio y cada una de mis habitaciones estaba repleta de maravillas que tan solo yo podía nombrar o enumerar.
Esta revelación sobrevino en el breve espacio de tiempo que transcurrió entre la desaparición en las sombras de Quitoon Pathea y la llegada de la muchedumbre e incluso ahora, después de haber pensado en incontables ocasiones en lo que sucedió, todavía no estoy seguro del porqué. Tal vez fue el hecho de haber escapado de la muerte tantas veces aquel día, primero a manos de la banda de Cawley, luego del ataque del cuchillo del enamorado, más tarde de la multitud en la explanada de Josué… Y en ese momento me encaraba de nuevo con ella (esta vez con un arma en las manos que no sabía ni cómo empuñar y, por tanto, esperando morir), lo cual me proporcionó la libertad para ver mi vida claramente por una vez.
Fuese cual fuese la razón, recuerdo la exquisita oleada de placer con que aquella visión del mundo floreció en mi cabeza; una oleada que la aparición del enemigo humano no empañaría lo más mínimo. Aparecieron no solamente por el punto por el que yo me había internado en el claro, sino también de entre los árboles situados a la derecha y a la izquierda del mismo. Eran once y todos blandían algún tipo de arma: algunos tenían cuchillos, por supuesto, mientras que otros portaban garrotes improvisados con ramas cortadas de los árboles.
—Soy un palacio —les dije sonriente.
Muchos de mis verdugos me observaron desconcertados.
—Este demonio está loco —afirmó uno de ellos.
—Yo tengo la cura para eso —añadió otro blandiendo una hoja larga y muy afilada.
—Curas, curas… —respondí recordando los alardes del soldado muerto—. Todo el mundo tiene curas hoy. ¿Y sabes qué?
—¿Qué? —preguntó el del cuchillo afilado.
—No creo que necesite un médico.
Una mujer varonil y desdentada le arrebató la afilada hoja de las manos al hombre.
—¡Bla, bla, bla! ¡Habláis demasiado! —dijo, aproximándose a mí. Se detuvo para recoger la pequeña espada que el soldado muerto había dejado en la hierba. También recogió su alabarda y lanzó ambas armas a la muchedumbre. Las cogieron dos miembros de un grupo de cuatro que acababa de aparecer para unirse a la multitud: Cawley, el Sífilis, Shamit y el padre O’Brien. Fue el Sífilis quien cogió la alabarda y parecía muy complacido por la ocasión que se le presentaba.
—¡Esta criatura asesinó a mi hija! —exclamó.
—Lo quiero vivo —dijo Cawley—. Pagaré una buena cantidad de monedas a quien lo derribe sin matarlo.
—¡Olvida el dinero, Cawley! —gritó el Sífilis—. ¡Lo quiero muerto!
—Piensa en los beneficios…
—¡Al infierno los beneficios! —replicó el Sífilis propinándole a Cawley en el pecho un empujón de tal magnitud que lo hizo caer sobre los espinosos brezos que se extendían por el claro.
El sacerdote trató de sacar a Cawley de su lecho de espinas, pero, antes de que pudiera levantarlo, el Sífilis atravesó el claro en dirección a donde yo me encontraba y la alabarda que antes había sido utilizada para azuzarme y pincharme apuntó hacia mí una vez más.
Miré la espada de Quitoon; mi cuerpo exhausto la había posado en el suelo y la punta estaba oculta entre la hierba. Miré al Sífilis y luego otra vez la espada mientras murmuraba las palabras que había usado para describir mi revelación:
—Soy un palacio.
Como si mis palabras la hubiesen despertado, la espada se alzó y la punta emergió limpia de la hierba, gracias a la tierra húmeda en la que había estado clavada. El sol se había elevado sobre los árboles e iluminó el extremo del arma mientras mis fuerzas asumían el deber de levantarla. Gracias a algún truco que solamente la espada conocía, la luz del sol se reflejó en ella y por un momento desbordó el claro con su incandescencia. El ardiente brillo se apoderó de todo, el mundo entero se apaciguó durante unos segundos y vi el conjunto ante mí con una claridad que el mismísimo Creador habría envidiado.
Lo vi todo: cielo, árboles, hierba, flores, sangre, espada, lanza y muchedumbre; una preciosa visión desde las ventanas de mis ojos. Y además de contemplar el panorama que se extendía ante mí como un absoluto glorioso, también vi cada insignificante detalle de un modo tan claro que podría haber confeccionado un inventario de todo aquello. Y cada parte de aquel conjunto era hermosa: cada hoja, perfecta o mordisqueada; cada flor, ya estuviese inmaculada o aplastada; cada brillante llaga en la cara del Sífilis y cada pestaña de sus viscosos ojos. Mi recién despertada mirada no hacía distinciones; todo era exquisito y perfecto en sí mismo.
La visión no duró mucho; en unos segundos se había esfumado. Pero no importaba, ahora la tenía para siempre y corrí hacia el Sífilis con un mortífero grito de júbilo y blandiendo la espada de Quitoon sobre mi cabeza. El Sífilis salió a mi encuentro con la punta de su lanza por delante. Describí un perfecto arco con la espada y rebané más de medio metro de la lanza del Sífilis. Se tambaleó y podría haber aprovechado la oportunidad para retirarse, pero la espada y yo teníamos otros planes para él. La alcé, la dejé caer de nuevo en picado y partí en dos lo que le quedaba de alabarda. Antes de que el Sífilis tuviera tiempo a dejar caer los restos de su arma, erguí la espada de nuevo y propiné un tercer golpe que rebanó las manos del Sífilis por la muñeca.
¡Demonios, qué ruidos emitió! Ruidos de colores (azul y negro con rayas naranjas) tan brillantes como la sangre que salía a borbotones de sus brazos. Había tanta belleza oculta en aquella agonía… Mi deleite no tenía límites. Incluso cuando se oyeron vengativos gritos de ira procedentes de la multitud que lo escoltaba, divisé más hermosura en sus venenosos colores (verdes ácidos y amarillos bilis) y la posibilidad de que yo estuviera en peligro se me antojaba remota, insignificante. Y cuando ocurriese, sabía que también sería bello.
Sin embargo, la gloriosa espada de Quitoon no se había distraído con estas visiones: envió una feroz sacudida a través de mis brazos y mis hombros hasta mi soñadora cabeza y me dolió tanto que me despertó de mi ensueño. Los colores de los que había estado disfrutando se desvanecieron y me abandoné a la aburrida mentira de la vida como se concibe normalmente: apagada y triste. Traté de tomar una bocanada de aire, pero sabía a muerte en mi garganta y a plomo en mis pulmones.
Entre la muchedumbre, una arpía decrépita pero obstinada comenzó a azuzar a los hombres que la rodeaban:
—¿Qué es lo que teméis? —decía—. Él es uno, nosotros somos muchos. ¿Vais a dejar que vuelva al Infierno y se pavonee de que todos vosotros os quedasteis aterrados ante él? ¡Miradlo! ¡Noesmásqueunmonstruito! ¡No es nada! ¡No es nadie!
Hay que reconocer que su fe le daba fuerza. Sin esperar a descubrir si los demás reaccionaban a sus palabras, se dirigió hacia mí blandiendo una retorcida rama. Aunque seguramente estaba loca, el modo en que me despreció (yo no era nada, no era nadie) exaltó de nuevo a la chusma y todos y cada uno de los que allí estaban se encaminaron hacia mitras ella. Lo único que permanecía entre su ferocidad y yo era el Sífilis, que se volvió mientras se aproximaban y extendió sus muñones como si alguien entre la multitud pudiera curarlo.
—¡Quítate de en medio! —gritaba la vieja bruja sacudiéndole en su enorme torso con la rama. Aquel golpe fue suficiente para dejar estupefacto al debilitado Sífilis, cuya sangre no cesaba de salpicar a quienes se cruzaban en su camino. Otra de las mujeres, asqueada porque la sangre del Sífilis la había manchado, lo insultó con dureza y lo golpeó. En ese momento se desplomó y ya no lo vi volver a levantarse. De hecho, no vi nada excepto furiosos semblantes que gritaban una mezcla de ruegos y obscenidades mientras se apiñaban a mi alrededor.
Levanté la espada de Quitoon con ambas manos, tratando de mantener a la muchedumbre tras ella, pero la espada tenía ideas más ambiciosas. Se alzó por encima de mi cabeza y los enclenques músculos de mis brazos se resintieron por el peso que debían sujetar. Con las manos en alto estaba expuesto a los ataques de la multitud, que aprovechó la oportunidad al máximo. Golpearon mi cuerpo una y otra vez, rompieron ramas contra mí, me provocaron cortes con sus cuchillos en el estómago y el costado.
Yo quería defenderme con la espada, pero ella tenía voluntad propia y se negó a dejarse dominar. Mientras tanto, los cortes y los golpes continuaban y todo lo que yo podía hacer era sufrirlos.
Entonces, sin aviso previo alguno, la espada se revolvió en mis manos y comenzó su descenso. De haber podido hacer algo, yo habría abierto hueco entre la multitud balanceando la espada de un lado a otro, pero ella había calculado su descenso con una exactitud asombrosa ya que, ante mí, blandiendo dos relucientes armas que sin duda había robado a algún asesino rico, estaba Cawley. Para mi desconcierto, sonreía incluso en aquel momento enseñando las dos hileras de sus manchadas encías. Entonces dirigió ambas hojas hacia mi pecho y me perforó el corazón dos veces.
Fue lo último que hizo en su vida. La espada de Quitoon, en apariencia más preocupada por la perfección de su propio cometido que por la salud de quien la empuñaba, realizó un último y elegante movimiento tan veloz que la sonrisa de Cawley no tuvo tiempo a desvanecerse: acertó exactamente en medio de su cráneo, ni un pelo a la derecha ni a la izquierda, lo juro, y descendió inexorable hacia sus pies cortando a su paso cabeza, cuello, torso y pelvis, de modo que en cuanto su virilidad fue partida en dos, ambas partes se separaron, cada una de ellas con media sonrisa, y cayeron al suelo. En el frenesí del ataque, la bisección de Cawley cosechó pocas reacciones; todo el mundo estaba demasiado ocupado dándome patadas, mordiéndome y cortándome.
Ahora bien, quienes formamos parte de la demonidad somos una raza resistente. Por supuesto que nuestros cuerpos sangran, tanto como los vuestros, y nos producen un gran dolor antes de curarse, como los vuestros. La gran diferencia entre nosotros y vosotros es que nosotros podemos sobrevivir a heridas y mutilaciones extremadamente graves, como hice yo en mi infancia después de abrasarme en una hoguera de palabras, mientras que vosotros perecéis con una sencilla puñalada en el lugar adecuado. Dicho esto, ya estaba agotado por los incesantes ataques contra mí; había soportado más cortes y golpes de los que me correspondían.
—Se acabó —murmuré para mí mismo.
La batalla estaba perdida y yo también. Nada me habría proporcionado mayor placer que haber alzado la espada de Quitoon y haber cortado en pedazos a cada uno de mis atacantes, pero mis brazos ya no eran más que una masa de heridas que carecían de la fuerza suficiente para blandir la preciosa arma. La espada pareció comprender mi cansancio extremo y no volvió a intentar elevarse por sí sola. Dejé que me resbalara entre los dedos, que no dejaban de sangrar y temblar. Nadie se movió para apoderarse de ella; estaban enormemente contentos de poder acabar con mi vida despacio, cosa que, de hecho, estaban consiguiendo con golpes, patadas, cortes, insultos y escupitajos.
Alguien me agarró por la oreja derecha y utilizó una hoja roma para rebanarla. Levanté la mano para alejar sus gruesos dedos de mí, pero otro atacante me cogió por la muñeca para reducirme, así que lo único que pude hacer fue retorcerme y sangrar mientras mi mutilador serraba y serraba, decidido a llevarse un recuerdo.
Al ver lo débil que me encontraba y mi incapacidad para defenderme, otros se lanzaron a por sus propios trofeos cortando partes de mi cuerpo: mis pezones, los dedos de mis manos, de mis pies, mis órganos de regeneración, hasta mis colas.
No, no, les suplicaba en silencio, ¡mis colas no!
Quitadme las orejas, mis párpados sin pestañas, incluso el ombligo, pero por favor, ¡mis colas no! Era un acto de vanidad absurdo e irracional por mi parte, pero, ya que no protesté cuando siguieron mutilándome la cara e incluso aquellas partes que me otorgaban masculinidad, quería morir con mis colas intactas. ¿Era eso mucho pedir?
Aparentemente, lo era. Aunque dejé que los cazadores de trofeos me cortaran mis más tiernas partes sin discutir y rogué desde mi dolor que se contentasen con lo que ya se estaban llevando, mis súplicas no fueron escuchadas. No era de extrañar. Mi garganta, que había emitido la voz de pesadilla de mi madre varias veces, apenas podía ya proferir más que un flaco murmullo que nadie podía oír. No sentía nada más que dos cuchillos cortando la raíz de mis colas, serrando el músculo, mientras mi sangre manaba sin cesar de la incisión, cada vez mayor.
—¡Basta!
La orden fue lo bastante alta y clara para rebasar los gritos y las risas de la muchedumbre y, además, para acallarlos. Por primera vez desde hacía un rato, yo ya no era el centro de atención. La silenciosa multitud miraba a su alrededor en busca del emisor de aquel mandato, cuchillos y garrotes en ristre.
Era Quitoon quien había hablando. Salió de las mismas sombras entre las que había desaparecido unos minutos antes, todavía equipado con su armadura y con la visera bajada para ocultar sus rasgos demoníacos.
Aunque ellos eran trece o más y él estaba solo, la multitud se mantuvo respetuosa. Quizá no por su persona, sino por el poder que creían que representaba: el del arzobispo.
—Vosotros dos —dijo señalando a los dos que trataban de separarme de mis colas—, apartaos de él.
—Pero es un demonio —dijo con suavidad uno de ellos.
—Ya lo veo —replicó Quitoon—. Tengo ojos.
Pensé que había algo peculiar en el sonido de su voz. Era como si apenas pudiese contener algún tipo de emoción poderosa, como si de un momento a otro fuese a estallar en llanto o en una carcajada.
—Dejadlo… en… paz… —insistió.
Los dos mutiladores hicieron lo que les ordenaba y se alejaron de mí sobre una hierba que ya era más roja que verde. Traté de mirar hacia atrás, temeroso de lo que me encontraría, pero respiré aliviado al comprobar que aunque aquellos dos habían serrado mis escamas hasta alcanzar el músculo, no habían llegado más allá. Si, por una remota casualidad, sobrevivía a aquel primer encuentro con la humanidad, al menos seguiría teniendo mis colas.
Mientras tanto, Quitoon había emergido de entre las sombras de los árboles y caminaba hacia el centro del claro. Me fijé en que temblaba, pero estaba completamente seguro de que no se debía a la debilidad.
Sin embargo, la multitud supuso que estaba herido y que su temblor delataba su frágil estado. Intercambiaron miraditas de suficiencia y a continuación comenzaron a rodearlo con tranquilidad. La mayoría de ellos aún blandían las armas que habían usado para herirme.
No tardaron mucho en tomar posiciones. Cuando lo hubieron hecho, Quitoon giró lentamente sobre sí mismo, como para comprobar lo que ocurría. El simple acto de volverse le resultaba difícil. Su temblor arreciaba sin cesar; era cuestión de unos pocos segundos que le fallaran las piernas y se cayera al suelo, momento en el que la multitud…
Mis pensamientos se vieron interrumpidos por Quitoon:
—¿Señor B.?
—Su voz tembló, pero todavía se apreciaba fuerza en ella.
—Estoy aquí.
—Vete.
Miré fijamente a Quitoon (al igual que todos los que estaban en el claro) para tratar de averiguar sus intenciones. ¿Se estaba entregando a sí mismo como objetivo para que yo pudiera escabullirme mientras la gente le arrancaba la armadura y lo golpeaba hasta causarle la muerte? ¿Y por qué se agitaba de ese modo tan extraño?
Repitió la orden de un modo casi desesperado.
—¡Vete, señor B.!
Esta vez su tono me despertó de mi estado de desconcierto y recordé las instrucciones que me había dado: «Ponte a cubierto cuando diga tu nombre».
Como ya había retrasado el cumplimiento de su orden al menos medio minuto, traté de recuperar el tiempo perdido lo mejor que mi magullado cuerpo me permitió. Retrocedí unos cinco o seis pasos hasta que noté los matorrales en mi espalda y supe que no podía alejarme más. Alcé mi cabeza palpitante y volví a mirar a Quitoon: seguía de pie en medio de la multitud y su cuerpo protegido por la armadura se agitaba con más violencia que antes. Entonces un grito surgió de detrás de su visera y fue aumentando de volumen y de tono mientras todos mirábamos y escuchábamos con atención. Cada vez más estridente y cada vez más alto, hasta que pareció imposible que el sonido que producía, igual que el que yo había aprendido de mamá, procediera de unos pulmones y una garganta. Las notas más altas eran tan agudas como el chillido de un pájaro, mientras que las más bajas hacían temblar el suelo bajo mis pies y me provocaban dolor de dientes, de estómago y de vejiga.
Pero no tuve que sufrir estos efectos durante mucho tiempo. Apenas unos segundos más tarde de que yo levantara la cabeza, los sonidos que Quitoon profería se volvieron a un tiempo más agudos y más profundos y sus nuevos extremos se vieron acompañados de una repentina conflagración en el interior de la armadura, que escupía rayos incandescentes por todas sus rendijas y juntas.
Solo entonces (demasiado tarde, por supuesto) comprendí por qué Quitoon había querido que me fuese de allí. Pegué mi cuerpo contra el nudoso matorral y, cuando retrocedí tratando de traspasar las mordaces ramas, Quitoon explotó.
Vi su armadura haciéndose añicos como un huevo aplastado con un martillo y distinguí por unas décimas de segundo la forma del causante de aquello, envuelto en llamas. Entonces, la ola de energía que había golpeado la armadura se dirigió a mí y me vapuleó con tal fuerza que me lanzó hacia atrás, sobre la espesa maleza, y aterricé sobre un montón de ramas de brezo a varios metros. Había un denso y acre humo negro que me impedía ver el claro. Luché por levantarme de la punzante cama en la que yacía y, finalmente, pude arrastrarme hacia el claro. Estaba magullado, mareado y ensangrentado, pero estaba vivo, que era más de lo que se podía decir de la chusma que había rodeado a Quitoon. Yacían despatarrados sobre la hierba, todos ellos muertos. Algunos estaban decapitados, otros pendían de las ramas más bajas con sus cuerpos plagados de agujeros. Aparte de los cadáveres que se encontraban más o menos enteros, había una gran cantidad de trozos (piernas, brazos, intestinos y similares) que decoraban las ramas de los árboles que rodeaban el claro y le conferían un aspecto festivo.
Y en medio de este extraño huerto se encontraba Quitoon. Un humo azulado emanaba de su cuerpo desnudo, cubierto de costuras brillantes cuyo resplandor se desvanecía poco a poco. El único lugar en el que el brillo perduraba eran los ojos de Quitoon, que parecían dos lámparas resplandeciendo en la bóveda de su cráneo.
Me dirigí hacia los restos de los cadáveres, repulsivos no por la sangre y los miembros sueltos, sino por los parásitos que habían florecido en los cuerpos y en las ropas de la muchedumbre y que ahora escapaban rápidamente en busca de huéspedes vivos. Yo no tenía intención alguna de convertirme en uno, así que me vi obligado, en varias ocasiones mientras cruzaba el claro, a sacudirme alguna pulga ambiciosa que había saltado sobre mí.
Llamé a Quitoon mientras me aproximaba a él, pero no respondió. Me detuve a poca distancia de donde él se encontraba y traté de despertarlo de su trastorno. Me inquietaban aquellos ojos suyos que parecían hornos. Hasta que Quitoon no regresase y emitiese alguna señal que enfriase aquel fuego, yo no me sentiría en modo alguno a salvo del poder que él había invocado. Así que esperé. El silencio reinaba en el claro, excepto por el repiqueteo de la sangre goteando sobre las hojas o sobre el propio suelo, ya empapado.
Sin embargo, se oían ruidos procedentes de fuera del claro y también se percibía un olor que yo conocía a la perfección desde mi infancia: el hedor de la carne quemada. Su acre presencia dio sentido a los dos tipos de gritos que lo acompañaban: uno, los chillidos agónicos de los hombres y mujeres quemados; el otro, el murmullo de admiración de quienes presenciaban sus cremaciones. Nunca he sentido demasiada afición por la carne humana; es insulsa y a menudo grasienta, pero no había comido desde que piqué en el cebo de Cawley y el olor de los sodomitas cocinándose que procedía de la explanada de Josué me hizo salivar. Se me cayó la baba por las comisuras de la boca y descendió hasta mi barbilla. Levanté una temblorosa mano para limpiarla, un absurdo y maniático gesto dado mi estado general, y mientras lo hacía, Quitoon dijo:
—¿Tienes hambre?
Lo miré; el fuego de su cabeza se había extinguido en el tiempo durante el que mi mente se había desviado hacia la explanada de Josué. Pero yo ya estaba de vuelta y Quitoon también.
Sus pupilas, como las de todos los miembros de la demonidad, eran rendijas, y sus córneas de sombra quemada tenían motas doradas. Los dibujos geométricos color turquesa y morado que decoraban su cuerpo también estaban salpicados de manchas doradas, aunque si alguna vez habían estado impecables, tantos años de cicatrices se habían dejado notar.
—¿Te vas a quedar ahí mirando o vas a responder a mi pregunta?
—Lo siento.
—¿Tienes hambre?
—Estoy tan famélico que podría comer hasta pescado.
Pescado. Qué asco. El pescado era el animal nazareno. «Os haré pescadores de hombres», decían las escrituras. ¡Puaj! No era raro que me hubiese atragantado con una espina las dos veces que había tratado de comerlo.
—Vale, nada de pescado. Pan con carne, ¿qué tal eso?
—Mejor.
Quitoon se sacudió como un perro mojado. Motas de resplandor, vestigios del poder que había liberado y que se había alojado entre sus escamas, volaban ahora de su cuerpo y morían con la luz del sol.
—Así está mejor —dijo.
—Yo… debería estar… no, quiero decir que yo estoy… muy… —¿Qué?
—Agradecido.
—Ah, no hay problema. No podemos dejar que esa basura humana nos trate a patadas.
—A mí me han dejado bastante hecho polvo.
—Te curarás —respondió Quitoon con naturalidad.
—¿Aunque tenga dos cuchilladas en el corazón?
—Sí, incluso así. Cuando empiezan a desmembrarte es cuando las cosas se ponen feas. Dudo que ni tan siquiera Lucifer pueda regenerar una segunda cabeza —pensó en ello por un momento—, aunque ahora que lo pienso, nada es imposible. Si puedes soñarlo, puedes hacerlo. —Me observó—. ¿Estás en condiciones de caminar?
Traté de mostrarme tan despreocupado como él:
—Claro, sin problema.
—Entonces vamos a ver el asado del arzobispo.
Fuegos: han marcado cada uno de los momentos importantes de mi vida.
Entonces, ¿estás listo para prender un último fuego?
Estoy seguro de que no creías que se me había olvidado. Me he dejado llevar un poco por la historia, pero todo el tiempo que he estado hablando, he pensado en cómo será cuando hagas lo que prometiste.
Porque lo prometiste, no digas que no.
Y no me digas que se te ha olvidado, porque solo conseguirías que me enfadase. Y tengo todo el derecho a hacerlo, después de todos los problemas por los que he pasado, de haber escarbado en mis recuerdos, la mayoría de ellos dolorosos, y compartido lo que desenterraba. No haría eso por absolutamente nadie y lo sabes. Solo por ti.
Lo sé, lo sé, es fácil decirlo.
Pero lo digo de verdad. He abierto las puertas de mi corazón para ti, realmente lo he hecho. No me resulta fácil admitir lo herido y débil que he estado, ni lo estúpido e inocente que he sido. Pero te lo he contado porque al principio, cuando abriste la puerta de esta prisión y vi tu rostro, también vi algo en él que me inspiró confianza. Y todavía siento esa confianza. Vas a prender fuego a este libro muy pronto, ¿verdad?
Tomaré tu silencio como un sí.
Veo un ligero aire de desconcierto en tu rostro. ¿Qué te ocurre? Ah, espera, ya lo tengo: estás esperando que todo se acabe arreglando y termine bien, como en los cuentos. Esto no es un cuento; los cuentos tienen una introducción, un nudo y un desenlace.
Esto no funciona así; no son más que trocitos de recuerdo, eso es todo. Bueno, no, eso no es realmente así. Te he contado cosas que eran muy importantes para mí porque esas son las cosas que recuerdo: la hoguera, el cebo, el asesinato de papá, mi primer amor (aunque no el último), lo que ocurrió en la explanada de Josué, el encuentro con Quitoon y cómo él salvó mi vida. De eso es de lo que trata esto.
Pero por tu expresión deduzco que no es lo que tú esperabas. ¿Creías que iba a contarte cosas sobre la gran guerra entre el Cielo y el Infierno? La respuesta es fácil: nunca ha habido ninguna; eso no es más que propaganda papal.
¿Y yo? Bueno, obviamente sobreviví a mis heridas, de lo contrario no estaría en estas páginas contándote todo esto.
Ah, eso hace que me pregunte… La idea de mí hablándote hace que me pregunte: ¿cómo sueno en tu cabeza?
¿Me has puesto la voz de alguien a quien siempre has odiado, o de alguien a quien quieres?
O espera: ¿sueno como tú? No, ¿verdad? Eso sería extraño, ¡sería muy extraño! Sería como si yo en realidad no existiese, salvo en tu cabeza.
«Yo, el señor Jakabok Botch, quien en este momento reside en el interior de tu cráneo…».
No, no me gusta. No me gusta nada, por razones obvias.
¿Qué razones? Vamos, no me obligues a explicártelo con detalle, amigo. Si lo hago, entonces te voy a decir la verdad y a veces la verdad no es bonita. Podría herir tus tiernos sentimientos humanos y no querríamos que eso ocurriese, ¿verdad?
Por otro lado, no voy a empezar a contarte mentiras ahora que estamos tan cerca de nuestra pequeña quema de libros.
Muy bien, te lo diré: no creo que nadie en su sano juicio piense en tu cabeza como un excelente lugar donde vivir, eso es todo.
Tu cabeza es una pocilga. He estado en ella el tiempo suficiente para comprobarlo por mí mismo. Estás hasta la tapa de los sesos de mugre y desesperación. Sí, estoy seguro de que engañas a tus amigos y parientes más crédulos con pequeñas tretas. Las he visto en tu cara, así que no trates de negarlo. Te sorprendería todo lo que he visto observándote desde estas páginas. La sonrisa que esbozas cuando no estás seguro de lo que es verdad y lo que no. No quieres demostrar tu ignorancia, así que usas esa sonrisilla para ocultar tu confusión. La pones cuando estás leyendo algo de lo que no estás seguro. Apuesto a que no lo sabías: pones esa sonrisilla por un libro, lo creas o no.
Pero a mí no me engañas; yo veo todos tus pequeños secretos y culpas correteando tras tus ojos, tratando desesperadamente de ocultarse de la vista. Te hacen parpadear, ¿sabías eso? Tus párpados se sacuden arriba y abajo con verdadera rapidez siempre que la conversación que mantenemos se orienta hacia algún tema con el que te sientes incómodo. Veamos, ¿cuándo lo noté por primera vez? ¿Fue cuando estaba hablando de la pelea familiar y de que yo cogí un cuchillo de cocina para usarlo con mi padre? ¿O cuando hablé por primera vez del cura corrupto, el padre O’Brien? No consigo recordarlo, hemos hablado tanto… Pero créeme: tus ojos son todo un espectáculo cuando te pones nervioso.
Puedo ver a través de ti. No hay nada que puedas ocultarme. Cualquier idea maliciosa, corrupta, que se te pase por la mente se refleja en tu rostro a la vista de todo el mundo. No, no debería decir todo el mundo, en realidad soy solo yo, ¿no? Yo cuento con sesión privada; el único que tal vez te conozca mejor que yo es tu espejo.
Espera, espera. ¿Cómo empecé a hablar sobre tu mente? Ah, sí: yo viviendo dentro de tu cráneo, de tu sórdido cráneo.
¿Ya has escuchado suficientes detalles? La demonidad sabe que te he contado muchos. Desde luego que existen algunos pormenores que he obviado. La mayoría de los que faltan son evidentes, ¿no? Es cierto que no morí, ni siquiera con dos heridas en el corazón. Tal y como Quitoon había profetizado, todas las heridas de arma blanca y todos los huesos rotos se curaron finalmente y me dejaron una constelación de pequeñas cicatrices que acompañaban a la gran quemadura.
Hablando de quemaduras, cuando nosotros (o sea, Quitoon y yo) regresamos a las afueras del bosque y miramos hacia la explanada de Josué, descubrimos que mientras la mayor parte de los condenados se habían desintegrado entre el humo hacía tiempo, a los tres pecadores que estaban crucificados cabeza abajo en medio del semicírculo de hogueras todavía tenían que prenderles fuego. El arzobispo se estaba dirigiendo a ellos y enumerando sus pecados contra las leyes celestiales. Dos de los condenados eran hombres y la tercera era una mujer muy joven y embarazada, con un abultado ombligo y una piel brillante y tersa, que colgaba hacia abajo decorada con gotas de sangre que corrían desde sus pies cruelmente clavados. Hasta que el arzobispo finalizó su discurso y los tres verdugos prendieron fuego con cuidado a la base de cada uno de los montones de yesca, las cruces no comenzaron a rotar lentamente.
—Es una idea inteligente —comenté.
—Las he visto mejores —respondió Quitoon con indiferencia.
—¿Dónde?
—En cualquier lugar en el que se hagan daño unos a otros. Ahí es donde realmente ves la genialidad humana: máquinas de guerra, instrumentos de tortura, dispositivos de ejecución… Es increíble lo que pueden crear. Construyeron las cruces giratorias el pasado octubre, para la ejecución del anterior arzobispo.
—¿A sus mujeres también las clavaron en cruces?
—No, solo al arzobispo, en el dispositivo rodante. En cualquier caso, no funcionó; empezó a moverse dando pequeñas sacudidas y luego, a medio camino, se detuvo. Pero mira la destreza de esa gente: han solucionado el problema en tan solo unos pocos meses. Esas cruces van a rodar con mucha suavidad —sonrió—, míralas.
—Estoy mirándolas.
—Es una máquina, Botch, ¡un dispositivo que sirve para lo que la humanidad no puede hacer por sí misma! Estoy seguro de que construirá una máquina para volar si vive el tiempo suficiente.
—¿Tiene enemigos?
—Solo uno: ella misma. Pero las máquinas que fabrica normalmente se libran de la estupidez de sus inventores. Adoro las máquinas, sirvan para lo que sirvan. Nunca me canso de mirarlas. Demonios, escucha ese grito. —Su sonrisa se hizo más amplia.
—Es la chica.
—Supongo que es comprensible; está gritando por dos. —Soltó una risita—. Aun así, me hace rechinar los dientes. Creo que me voy a retirar. Ha sido un día completo, señor B. Gracias.
—¿Adónde vas?
—Ahora mismo, lejos de aquí.
—Pero ¿y después?
—No tengo planes especiales. Si oigo que se está inventando algo interesante en alguna parte (ya sea una ratonera más eficaz o una máquina que muerde a las mujeres que responden a sus maridos, no me importa), iré. Tengo mucho tiempo. Como los rumores que escuché ayer, que un ángel había sido capturado en los Países Bajos mientras ayudaba a alguien a inventar una flor.
—¿Sabes qué aspecto tiene un ángel?
—No tengo ni idea. ¿Y tú? ¿Alguna vez has visto uno?
Negué con la cabeza.
—¿Quieres ver a ese ángel? —preguntó Quitoon.
—¿Qué quieres decir?
—¡Demonios! ¡Eres duro de entendederas! Te estoy preguntando si quieres venir conmigo. Es una existencia nómada, pero de vez en cuando ves a alguien trabajando en un proyecto, casi siempre secreto.
Aquella palabra sonó extraña cuando la pronunció y él también pareció darse cuenta, porque dijo:
—En realidad no es importante, el secreto. ¡Los secretos! Quiero decir los secretos.
—No, no es cierto —respondí—. Quieres decir un secreto. Un solo secreto. No puedes engañarme.
Quitoon estaba visiblemente impresionado:
—Sí —admitió—, solo es una cosa sobre la que he oído rumores. Alguien está trabajando para inventar esa cosa secreta que conseguirá… —dejó la frase inacabada.
—¿Conseguirá…? —pregunté.
—¿Vienes o te quedas? ¡Necesito una respuesta, Botch!
—¿Conseguirá qué?
—Que conseguirá cambiar la naturaleza de la humanidad para siempre.
Ahora estaba intrigado: Quitoon guardaba un secreto, un gran secreto.
—Este es el mayor secreto desde lo de Cristo —prosiguió Quitoon—. En serio.
Eché un vistazo hacia los bosques del extremo más apartado de la explanada. Sabía que me resultaría difícil encontrar el camino de vuelta a través de los árboles hasta la grieta en la roca de la que Cawley y su banda me habían sacado. El descenso no sería tan difícil; en cuestión de horas podría estar de vuelta en la reconfortante familiaridad del inframundo.
—¿Y bien, Botch?
—¿De verdad crees que hay un ángel en los Países Bajos?
—¿Quién sabe? No saberlo forma parte de la diversión.
—Creo que tengo que darle unas cuantas vueltas.
—Entonces te dejaré dándole vueltas, Jakabok Botch. Por cierto, ¿te he dicho lo difícil que resulta pronunciar tu nombre?
No esperó a que le respondiera que había oído esa observación a menudo; tan solo volvió la espalda hacia la explanada diciendo que no podía soportar ni un segundo más los gritos de aquella chica.
—Le está ardiendo el pelo.
—Eso no es una excusa —replicó, y se internó en el bosque.
Yo sabía que aquel era un momento importante. Si no escogía correctamente, podría acabar lamentando la decisión que tomase, en aquel preciso momento y lugar, durante el resto de mi vida. Volví a mirar hacia la explanada y de nuevo hacia los árboles. Por muy brillantes que fueran los dibujos que formaban las escamas de Quitoon, las sombras ya empezaban a ocultarlos. Tan solo unos pasos más y desaparecería de mi campo de visión y, con él, mi oportunidad de vivir una aventura.
—¡Espera! —le chillé—. ¡Voy contigo!
Ahora ya sabes cómo me fui de viaje con Quitoon. Nos lo pasamos bien en los años que siguieron, yendo de sitio en sitio y jugando a lo que nos gustaba denominar los viejos juegos: causar la muerte al hablar, convertir a los bebés en polvo mientras mamaban, tentar a los hombres y mujeres de Dios (normalmente con sexo), incluso entrar en el Vaticano por las cloacas y embadurnar con excrementos los nuevos frescos que habían sido pintados utilizando un método que permitía al artista conseguir la ilusión de la profundidad. Quitoon se sentía molesto por no haber estado allí cuando se había utilizado el invento y su mal humor lo animó a esparcir las boñigas con un particular entusiasmo.
Aprendí mucho de Quitoon, no solamente a jugar a los viejos juegos; él siempre decía que el deporte de cazar inventos resultaba mucho más interesante si se jugaba con humanos que tenían una oportunidad real (pequeña tal vez, pero real, después de todo) de burlarlo.
—Pues a aquella muchedumbre no le diste demasiadas oportunidades de ganarte —le recordaba yo—. De hecho, no le diste ninguna.
—Eso fue porque nos superaban en número. No tuve otra opción. Si hubiésemos sido capaces de enfrentarnos a ellos uno por uno, habría sido una historia completamente distinta.
Aquella fue la única vez que lo contrarié en una cuestión importante. Después de aquello formamos un equipo mucho mejor de lo que nunca habría imaginado; como hermanos que fueron separados hace tiempo y se reúnen de nuevo.
Bueno, y ese es el final. No mi de vida, claro, pero sí de mis confesiones. Nunca pretendí contarte tantas cosas pero, ahora que lo he hecho, no me arrepiento. Me siento aliviado, supongo que podría decirse que me he quitado un peso de encima.
Tal vez, de algún modo poco ortodoxo, debo estarte agradecido. Si no te hubieras empeñado en mirarme con esas expresiones de desconcierto dibujadas en tu rostro, nunca te habría contado ni uno solo de mis pequeños secretos. No «El secreto», por supuesto. Ese secreto lo averigüé viajando con Quitoon y, si lo descubro, sería como descubrirlo a él. Al menos, las partes buenas.
Así que nada sobre el secreto. Ni siquiera te molestes en esperar que te lo cuente. Nunca te lo prometí y ni siquiera habría surgido el tema si no te hubiese contado lo que dijo Quitoon.
¿De acuerdo? ¿Está claro?
Nada del secreto.
Tú quema el libro y punto.
Por favor.
Ten compasión de mí.
¡Maldito seas! ¡Maldito seas! ¿Qué quieres de mí?
¿Qué quieres, en nombre de la demonidad?
Deja de leer. No es mucho pedir, ¿o sí? He pagado el precio por meterme en este libro infernal. Y tú me has utilizado, exigiéndome confesiones.
No digas que no lo has hecho. Tú no parabas de leer y, ¿qué iba a hacer yo? Podría haber borrado las palabras si hubiese querido. O peor, podría haber borrado algunas palabras de modo que _______ no habrías _____________ lo que iba ___________ a ti ___________ solo tú ___________ ser ___________ para ___________ era un juego. ___________ habría ___________ gustado ___________. Él ___________ tan ___________ de ___________ recto ___________ sobre ___________ humanidad ___________ Oportunidad ___________ ganar ___________ torcido ___________ de ___________armadillos.
¿Ves lo fácil que habría resultado frustrarte? Debería haber empezado haciendo eso justo después de la primera vez que seguiste leyendo. Pero las palabras me tenían en sus garras y, una vez que empecé a contar la verdad, era como si no pudiese parar. Podía ver la forma de las historias ante mí; no solamente lo gordo (cómo me quemé, cómo salí del Infierno, cómo conocí a Quitoon), sino también las pequeñas anécdotas que rescaté, o los personajes secundarios que aparecieron por el camino y tuvieron algún tipo de relación conmigo, ya fuese sangrienta o benigna, antes de seguir con sus vidas. Si fuese un contador de historias bueno de verdad, quiero decir un profesional, habría sido capaz de improvisar algún giro inteligente para terminar mis historias, de modo que no te quedases preguntándote qué le ocurrió a este o a este otro. Shamit, por ejemplo. O el arzobispo que quemó a su predecesor. Pero no sé inventar cosas, solamente puedo contar las cosas que vi y sentí. Fuese lo que fuese lo que le ocurrió a la gente de Cawley, o al arzobispo que era el padre de la chica que dejé detrás de la roca, nunca lo supe, así que no puedo contártelo.
Y aún sigues ahí. Sigues mirando atrás y adelante a lo largo de estas líneas como si de repente me fuese a convertir en un maestro cuentacuentos y a inventar maravillosas formas de llevar las cosas a buen término. Pero te lo he dicho, estoy quemado, también de hablar. No me queda nada.
¿Por qué no facilitas esto? Simplemente ten compasión de mí, te lo ruego. Te lo suplico de rodillas en el margen de este libro.
Quema el libro, por favor, quema el libro. Estoy cansado. Solo quiero morir en la oscuridad y tú eres el único que puede concederme ese regalo. He gritado demasiado, he visto demasiado, estoy exhausto, perdido y preparado para mi muerte, así que, por favor, por favor, deja que arda.
Por favor…
… deja…
… que…
… arda.
¿No?
Ya veo. Muy bien, tú ganas.
Sé lo que quieres. Quieres saber cómo pasé de viajar con Quitoon a estar entre las páginas de un libro. ¿Me equivoco? ¿Eso es lo que estás esperando? Nunca debí haber mencionado ese deplorable secreto. Pero lo hice. Y aquí estamos aún, mirándonos el uno al otro.
Supongo que es comprensible, ahora que lo pienso. Si la situación fuese a la inversa y yo cogiese un libro y encontrase a alguien que ya lo poseyese, querría saber el porqué, el (.liando, el dónde y el quién.
Bueno, el dónde fue en una pequeña ciudad de Alemania llamada Mainz. Y el quién fue un tipo llamado Johannes Gutenberg. Del cuándo no estoy muy seguro; nunca se me han dado bien las fechas. Sé que era verano, porque el tiempo era frío y húmedo. En cuanto al año, voy a aventurar que fuese 1439, pero podría equivocarme en unos años arriba o abajo. Así que he ahí el dónde, el quién y el cuándo. ¿Cuál era el otro? Ah, el porqué, desde luego. El gran porqué.
Es simple. Quitoon me llevó allí porque había oído el rumor de que este tipo, Gutenberg, había fabricado algún tipo de máquina y quería verla. Así que fuimos. Como dije antes, nunca se me han dado muy bien las fechas, pero creo que para entonces Quitoon y yo llevábamos viajando juntos algo así como cien años. Eso no supone demasiado en la vida de un demonio. Algunos miembros de la demonidad son prácticamente inmortales, porque descienden de un apareamiento entre Lucifer y otro de los Primeros Caídos. Sin embargo, yo no soy tan purasangre. Mi madre siempre sostuvo que su abuela había sido una de los Primeros Caídos, lo cual, de ser cierto, significa que yo habría podido vivir cuatro o cinco mil años si no me hubiera metido en un lío de palabras. En cualquier caso, la cuestión es la siguiente: ni Quitoon ni yo envejecíamos. Nuestros músculos no empezaron a dolemos ni a atrofiarse, nuestra vista no fallaba, ni nuestro oído se volvió falible. Vivimos aquel siglo permitiéndonos todos los excesos que el mundo de arriba nos ofrecía; no nos negábamos nada.
En los primeros meses aprendí de Quitoon cómo mantenerme lejos de los problemas. Viajábamos de noche, en caballos robados que cambiábamos cada pocos días. No siento un gran cariño por los animales, ni conozco a ningún demonio que lo sienta. Tal vez lo que tememos es que su condición se encuentra peligrosamente cerca de la nuestra, y que no supondría más que un capricho por parte del Dios del Génesis y el Apocalipsis, creador y destructor, ponernos a cuatro patas, con los collares de la humanidad alrededor de nuestros cuellos y correas sujetas a ellos. Después de un tiempo, llegué a sentir un cierto grado de simpatía por aquellos animales, que eran poco menos que esclavos cuya imposibilidad de expresarse les negaba el poder de protestar por su esclavitud, o al menos de contar sus historias: bueyes enyuntados y sometidos mientras luchaban por arar la implacable tierra; ruiseñores cegados en sus sencillas y pequeñas jaulas cantando para sí mismos hasta el agotamiento y creyendo que su música hacía más llevadera una noche interminable; crías no deseadas de perras o gatas arrancadas de las mamas de sus madres y masacradas mientras ellas miraban, incapaces de comprender una sentencia tan terrible.
La vida no era tan diferente para aquellos hombres que caminaban pesadamente tras los bueyes, o que atrapaban a los ruiseñores y los cegaban, o para aquellos que hacían trizas los sesos de los gatitos aún no destetados contra la piedra más cercana mientras pensaban en cuál sería su próxima tarea una vez que hubiesen arrojado los cadáveres a los cerdos.
La única diferencia entre los miembros de tu especie y aquellos a los que vi sufrir todos los días de aquellos cien años era que tu gente, a pesar de ser campesinos que no sabían leer ni escribir, tenía una noción muy clara del Cielo y el Infierno, y de los pecados que los exiliarían para siempre de la presencia de su Creador. Todo esto lo aprendían cada domingo cuando el tañido de las campanas los llamaba a la iglesia. Quitoon y yo asistíamos siempre que podíamos, escondiéndonos en algún lugar elevado y oculto para escuchar los sermones del sacerdote local. Si durante todo el sermón repetía a su congregación lo vergonzosamente pecadores que eran y las interminables agonías que sufrirían por sus crímenes, nos las arreglábamos para observar en secreto al sacerdote durante más o menos un día. Si el martes no había cometido ninguna de las felonías contra las que había predicado el domingo, seguíamos nuestro camino. Pero si en privado el sacerdote comía de mesas que chirriaban por el enorme peso de la comida y el vino, de cuyo aspecto, y mucho menos de su sabor, jamás disfrutarían los miembros de su congregación; o si convertía las reuniones de oración privadas en actos de seducción y amenazaba a las chicas o chicos, después de haberlos violado, con que si hablaban de lo que él había hecho a buen seguro serían condenados al fuego eterno, entonces hacíamos lo posible para evitar que volviese a caer en la hipocresía.
¿Que si los matábamos? A veces, aunque cuando lo hacíamos procurábamos que las circunstancias de su masacre resultasen tan extravagantes que ningún feligrés pudiese ser acusado de su asesinato. Nuestro ingenio para argüir modos de torturar y despachar a los curas se fue aguzando con el paso de las décadas hasta llegar a ser digno de unos genios.
Recuerdo que clavamos a un sacerdote especialmente odioso y sobrealimentado al techo de su iglesia, que era tan alto que nadie pudo entender cómo se había llevado a cabo tal hazaña. A otro párroco, al que habíamos visto liberar su pervertido apetito con un niño muy pequeño, lo cortamos en ciento tres pedazos, labor que correspondió a Quitoon, quien logró mantener al hombre vivo (y suplicando morir) hasta que separó los fragmentos número setenta y ocho y setenta y nueve.
Quitoon conocía bien el mundo. No solamente conocía a la humanidad y sus trabajos, sino todo tipo de cosas sin una clara relación entre sí. Sabía sobre especias, parlamentos, salamandras, nanas, maldiciones, formas de discurso y enfermedades; sobre enigmas, cadenas, cordura, modos de preparar dulces, amor y viudas; cuentos para niños, cuentos para padres, cuentos para uno mismo en los días en que todo lo que conoces no tiene significado alguno. Parecía que no existía un solo tema acerca del cual no supiese nada. Y si ignoraba algo en concreto, entonces mentía sobre ello con tal soltura que yo creía palabra por palabra todo lo que decía.
Le gustaban sobre todo los lugares destrozados y en ruinas, donde la guerra y el abandono habían dejado paso a lo salvaje. Con el paso del tiempo aprendí a compartir ese gusto; aquellos lugares nos ofrecían una gran ventaja práctica, desde luego. Tu especie los había rechazado tiempo atrás por creer que esos sitios servían de guarida a espíritus malignos. Vuestras supersticiones, por una vez, no distaban mucho de la verdad.
Lo que a Quitoon y a mí nos atraía de un antro de desolación en concreto solía llamar la atención de otros merodeadores nocturnos como nosotros que habían perdido toda esperanza de ser invitados alguna vez a traspasar el umbral de un alma cristiana. Eran la típica pandilla de demonios y vampiros menores. Nunca tuvimos ningún problema para echarlos si los encontrábamos habitando unas ruinas que habíamos decidido ocupar.
Puede que resulte extraño decirlo, pero cuando pienso en aquellos años y en la vida que llevábamos en las ruinas de las casas, resultaba bastante parecida a la convivencia entre un marido y una esposa; nuestra amistad de siglos se convirtió en un matrimonio sin bendecir y sin consumar antes de alcanzar la mitad de su historia.
Esa es toda la felicidad que conozco.
Mientras hablaba de las breves y duras existencias de quienes araban los campos y encerraban a los pájaros, se me ha antojado que la vida, cualquier vida, no es tan diferente de un libro. Para empezar, contiene páginas en blanco en ambos extremos.
Pero en general no son más que unas cuantas al principio. En cuestión de tiempo, las palabras aparecen: «Al principio existía la Palabra», por ejemplo. En ese detalle, al menos, la Biblia y yo estamos de acuerdo.
He comenzado esta breve historia de mi para nada breve vida suplicando por una llama y un final rápido. Pero estaba pidiendo demasiado, ahora me doy cuenta. Nunca debí esperar que hicieras lo que te pedía. ¿Por qué ibas a destruir algo que ni siquiera habías visto?
Tienes que probar el agrio sabor de la orina antes de romper la jarra. Tienes que ver las úlceras de la mujer antes de echarla de tu cama. Ahora lo entiendo.
Pero la llama que me consuma no puede quedarse sin prender para siempre. Te contaré una historia más para ganarme ese fuego. Y créeme, no va a ser otra más como las de las páginas anteriores. Mi última confesión es algo que nadie excepto yo podría contar, una historia de las que ocurren una vez en la vida y que servirá de final para este libro. Y te contaré (si te portas bien y estás atento) la naturaleza de ese secreto que he mencionado antes.
Así que un día de un año que ya he admitido no recordar, Quitoon me dijo:
—Deberíamos ir a Mainz.
Yo nunca había oído hablar de Mainz. Ni tampoco deseaba en aquel momento ir a ningún lado. Estaba dándome un baño de sangre de bebés que no me había pasado precisamente poco tiempo preparando, ya que la bañera era grande y los bebés difíciles de conseguir (y de mantener vivos para que el baño estuviese caliente) en las cantidades necesarias. Me había llevado medio día encontrar treinta y un niños y otra hora o más rebanar sus chillonas gargantas y vaciar sus contenidos en la bañera. Pero finalmente lo había conseguido y apenas acababa de meterme en mi baño relajante a inhalar el aroma dulce y metálico de la sangre de bebé cuando Quitoon irrumpió allí y, apartando de una patada los desechos de quienes me habían proporcionado mi actual confort, se dirigió al borde de la bañera y me dijo que me vistiera. Nos íbamos a Mainz.
—¿Por qué tenemos que irnos tan deprisa? —protesté—. Esta casa es perfecta para nosotros. Estamos en el bosque, lejos de los humanos. ¿Cuándo fue la última vez que nos quedamos una temporada larga en un lugar sin meternos en problemas?
—¿Esa es tu idea de la vida, Jakabok? —Solamente me llamaba Jakabok cuando buscaba pelea; cuando se sentía cariñoso me llamaba señor B.—. ¿Quedarnos en algún lugar donde no nos metamos en problemas?
—¿Es eso tan terrible?
—La demonidad sentiría vergüenza de ti.
—¡Me importa un bledo la demonidad! Solamente me importa… —Lo miré sabiendo que él podía terminar la frase sin que yo lo ayudara—. Me gusta estar aquí. Es un sitio tranquilo. He pensado que podría comprarme una cabra.
—¿Para qué?
—Leche. Queso. Compañía.
Se puso en pie y se volvió hacia la puerta mientras pateaba cadáveres vacíos a su paso.
—Tu cabra tendrá que esperar.
—¿Solo porque tú quieres ir a un lugar llamado Mainz? ¿Para ver a otro fracasado construir otro fracaso de máquina?
—No, porque uno de estos mocosos desangrados que estoy pisando es el nieto de un tal lord Ludwig von Berg, que ha reunido a un pequeño ejército de madres que han perdido a sus bebés, más cien hombres y siete sacerdotes. Y ahora mismo se dirigen hacia aquí.
—¿Cómo han averiguado dónde estamos?
—Había un agujero en uno de tus sacos. Has dejado un reguero de niños llorando desde la ciudad hasta el bosque.
Maldiciendo mi maltrecha suerte, me levanté de la bañera:
—Entonces, nada de cabras —le dije a Quitoon—. Pero ¿tal vez en el próximo lugar?
—Enjuágate la sangre con agua.
—¿Tengo que hacerlo?
—Sí, señor B. —respondió sonriendo con indulgencia—, tienes que hacerlo. No quiero que envíen perros en tu busca solo porque olemos a…
—Bebés muertos.
—¿Nos vamos a Mainz o no? —preguntó Quitoon.
—Si tienes tantas ganas de ir…
—Las tengo.
—¿Por qué?
—Hay una máquina que tengo que ver. Si hace lo que he oído que hace, entonces cambiará el mundo.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Bueno, escúpelo —dije—. ¿Qué es lo que hace? Quitoon se limitó a sonreír:
—Lávate rápido, señor B. —dijo—. Tenemos lugares a los que ir y cosas que ver.
—¿Como el fin del mundo?
Quitoon estudió el montón de inocentes que rodeaba mi bañera.
—He dicho cambiar, no acabar con él.
—Todo cambio es un final —respondí.
—Vaya, escúchate: el filósofo desnudo.
—¿Te estás burlando de mí, señor Q.?
—¿Te importa, señor B.?
—Solo si intentas herirme.
—Ah.
Levantó la vista de los bebés muertos. Las motas doradas de sus ojos brillaban como soles que eclipsaban todo rastro de un color más oscuro. Todo era dorado, en sus ojos y en sus palabras.
—¿Herirte? —dijo—. Nunca. Tráeme papas, santos o un mesías y los atormentaré hasta romperles la cabeza. Pero a ti nunca, señor B. A ti, nunca.
Abandonamos la casa por la puerta trasera mientras la legión de soldados, sacerdotes y madres vengativas liderada por Von Berg se dirigía a la principal. Si las profundidades del bosque no me hubieran resultado tan familiares por la gran cantidad de horas que había merodeado por allí, pensando con ingenuidad en mi idílica vida con Quitoon y la cabra, sin duda nuestros perseguidores nos habrían atrapado y cortado en pedazos. Pero gracias a mis deambulaciones poseía un conocimiento de los laberínticos senderos del bosque mucho mayor de lo que creía y, a través de ellos, fuimos ganando una cómoda distancia a la legión de von Berg. Aminoramos un poco el paso, pero no nos detuvimos hasta que se hubo desvanecido el último grito.
Descansamos un rato, sin hablar. Yo escuchaba cómo los pájaros se llamaban unos a otros con un canto mucho más intrincado que las simples y vivas notas que emitían los pájaros que habitaban los árboles soleados de las afueras del bosque. Quitoon parecía pensar en Mainz porque, mucho más tarde, mientras emergíamos por el lado opuesto del bosque, a unos cincuenta kilómetros del lugar por el que habíamos entrado en él, y mientras vigilaba a tres cazadores que iban a caballo, sugirió cazar a los cazadores y quitarles la ropa, las armas, el pan y el vino que llevaban, así como sus caballos.
Una vez hecho esto, nos sentamos entre los cadáveres desnudos mientras comíamos y bebíamos.
—Probablemente deberíamos enterrarlos —dije.
Mientras lo sugería, sabía que Quitoon no iba a querer perder el tiempo cavando tumbas, pero no se me había ocurrido la solución que él tenía en mente. Era impresionante, he de admitirlo. Siguiendo sus instrucciones, arrastramos a los tres muertos unos cincuenta metros hacia la profundidad del bosque, donde los árboles eran altos y espesos. Entonces, para mi asombro, Quitoon tomó uno de los cadáveres en sus brazos, se puso en cuclillas y, de repente, se levantó de un salto y lanzó el cuerpo hacia las ramas con tal fuerza que atravesó la densa espesura. Pronto desapareció de la vista, pero oí su ascenso continuo durante unos segundos hasta que finalmente se alojó en algún lugar alto donde pájaros de mayor tamaño y más hambrientos que los que cantaban en las ramas bajas le arrancarían la carne con avidez.
Hizo lo mismo con los otros dos cuerpos en otros dos puntos diferentes. Cuando hubo acabado respiraba con cierta dificultad, pero estaba satisfecho consigo mismo.
—Dejemos que quienes finalmente los encuentren le busquen sentido a esto —dijo—. ¿Qué significa tu expresión, señor B.?
—Es solo que estoy asombrado —respondí—. Cien años juntos y todavía escondes trucos nuevos en la manga.
No disimuló su satisfacción, sino que sonrió con suficiencia.
—¿Qué harías sin mí? —dijo.
—Morir.
—¿Por falta de alimento?
—No, por falta de compañía.
—Si nunca me hubieras conocido, no tendrías motivo para lamentar mi ausencia.
—Pero te conocí y lo lamentaría —respondí y, apartándome de su escrutadora mirada, que había conseguido que mis mejillas quemadas volvieran a arder, me dirigí de nuevo adonde se encontraban los caballos.
Nos llevamos los tres, lo cual proporcionaba a cada uno de ellos un respiro mientras montábamos a los otros dos y, de este modo, se agilizaba nuestro viaje. Estábamos a finales de julio y viajábamos de noche, no solo por precaución sino porque también presentaba la ventaja de que podíamos descansar en algún lugar secreto durante el día, cuando el aire, sin el mínimo resquicio de brisa, aumentaba ferozmente de temperatura.
Sin embargo, el hecho de limitar nuestro viaje a las cortas noches de verano puso a Quitoon de un humor de perros y, antes que soportar su compañía en aquel estado, accedí a que viajáramos día y noche para poder llegar a Mainz cuanto antes. Pronto los caballos enfermaron por la falta de descanso y, cuando uno de ellos murió literalmente conmigo encima, abandonamos a los supervivientes con su compañero muerto (por cuyo cadáver no mostraron ni la más mínima curiosidad), cogimos nuestras armas y la comida que quedaba del robo del día anterior y continuamos a pie.
El caballo había perecido justo después del amanecer, así que, a medida que caminábamos, el calor del sol, que al principio era agradable, se volvía cada vez más sofocante. La carretera vacía que se extendía ante nosotros no ofrecía demasiadas perspectivas de encontrar sombra, bajo un tejado o un árbol, y a ambos lados de ella se extendían campos de inmóvil grano.
La ropa que les había robado a los cazadores, que me sentaba bastante bien y era la vestimenta de un hombre adinerado, me asfixiaba. Quería arrancármela e ir desnudo, como en el inframundo. Por primera vez desde que Quitoon y yo habíamos dejado el sangriento claro, quería volver al Noveno Círculo, entre los hoyos y las cimas de basura.
—¿Fue así como te sentiste? —me preguntó Quitoon. Le lancé una mirada de desconcierto.
—En el fuego —dijo, a modo de explicación—, cuando te hiciste las cicatrices. Sacudí la cabeza, que me latía con fuerza.
—Estúpido —murmuré.
—¿Qué?
Había un atisbo de amenaza en aquella única sílaba. Aunque habíamos discutido en innumerables ocasiones, a menudo con vehemencia, nuestros intercambios jamás habían llegado a ser violentos. Siempre me había sentido demasiado intimidado por él para dejar que aquello ocurriera. Ni siquiera un siglo robando, matando, viajando, comiendo y durmiendo juntos había conseguido eliminar la amarga certeza de que, bajo las estrellas adecuadas, él me mataría sin dudarlo. Aquel día solamente una estrella alumbraba el Cielo pero ay cómo quemaba. Era como un impasible ojo abrasador que freía nuestra rabia en las sartenes de nuestros cerebros mientras recorríamos la desierta carretera.
Si no hubiera sentido el fervor de su mirada y, en ella, el juicio implícito, habría reprimido mi ira y le habría dedicado a Quitoon unas palabras de disculpa. Pero aquel día no; aquel día le respondí con franqueza.
—He dicho «estúpido».
—¿Refiriéndote a mí?
—¿A ti qué te parece? Pregunta estúpida, mente estúpida.
—Creo que el sol te ha vuelto loco, Botch. Ya no caminábamos, sino que estábamos parados uno frente al otro, a menos de un brazo de distancia.
—No estoy loco —dije.
—¿Entonces por qué harías una idiotez tan grande como llamarme estúpido? —El volumen de su voz se atenuó hasta no ser más que un susurro—. A menos, claro, que estés tan cansado del polvo y el calor que quieras que alguien acabe con tu miseria. ¿Es eso, Botch? ¿Estás cansado de la vida?
—No, solamente de ti —contesté—. De ti y de tu retahíla interminable y aburrida sobre las máquinas. ¡Máquinas, máquinas! ¿A quién le importan los hombres que las fabrican? ¡A mí no!
—¿Ni siquiera si la máquina cambiase el mundo?
Me reí.
—Nada va a cambiar esto —dije—: estrellas, sol, carreteras, campos. Y así, suma y sigue; el mundo sin fin.
Nos miramos por un momento, pero ya no me importaba encontrarme con sus ojos, con sus reflejos dorados. Di la vuelta y volví por donde habíamos venido, aunque la carretera estaba igual de vacía y resultaba poco prometedora tanto en una dirección como en la otra. No me importaba. No tenía intención alguna de ir a Mainz, ni de ver lo que había allí que Quitoon pensaba que era tan interesante.
—¿Adónde vas? —preguntó.
—Adonde sea, mientras esté lejos de ti.
—Morirás.
—No, no moriré. Vivía antes de conocerte y volveré a vivir cuando te haya olvidado.
—No, Botch. Morirás.
Me había alejado de él unas seis o siete zancadas cuando comprendí, con una repentina sensación de terror, lo que me estaba diciendo. Dejé caer la bolsa de comida que llevaba y, sin tan siquiera mirar atrás para confirmar mis temores, giré hacia mi derecha y eché a correr hacia el único lugar en el que podía ocultarme: el maizal. Entretanto, oí lo que parecía el restallido de un látigo y sentí que una ola de calor me envolvía desde atrás con la suficiente fuerza como para tirarme de bruces. Mis pies, atrapados en aquellas deplorables botas de diseño, tropezaron entre ellos y caí en una acequia poco profunda que separaba la carretera de la plantación. Eso fue lo que me salvó. Si me hubiera mantenido de pie, la ráfaga de calor que Quitoon había arrojado en mi dirección me habría alcanzado.
Esquivé el calor, que fue a parar al grano y por un instante lo ennegreció para, a continuación, estallar en impresionantes llamas de color naranja que se elevaban contra el cielo impecablemente azul. Si el fuego hubiera tenido algo más que devorar que el mustio grano, yo podría haber muerto fulminado en aquella acequia. Pero el maíz se consumió en un abrir y cerrar de ojos y las llamas se vieron obligadas a extenderse en busca de más alimento, por lo que prendieron a lo largo del borde de la plantación en ambas direcciones. Un velo de humo surgió de los rastrojos ennegrecidos y, bajo su protección, comencé a arrastrarme por lo acequia.
—Pensé que eras un demonio, Botch —oí que decía Quitoon—. Pero mírate, no eres más que un gusano.
Me detuve para mirar atrás y, a través de un claro en el humo, pude ver a Quitoon de pie en la acequia observándome. Su expresión denotaba auténtica repugnancia. Había visto aquello en su rostro con anterioridad, claro, aunque no demasiado a menudo. Lo reservaba solo para la carroña más abyecta e incorregible con la que nos habíamos topado durante nuestros viajes. Ahora yo figuraba en esa categoría y aquello dolía más que la certeza de que su mirada podía acabar conmigo sin darme tiempo a respirar por última vez.
—¡Gusano! —me increpó—. Prepárate para arder.
Sin duda al momento siguiente se habría producido la ignición letal, pero dos cosas me salvaron: la primera, una serie de gritos procedentes de la plantación, supongo que de sus dueños que llegaban corriendo con la esperanza de extinguir las llamas; y la segunda y aun más fortuita, una nueva y más densa oleada de humo que provenía del grano en llamas, que tapó la abertura a través de la cual me observaba Quitoon y lo ocultó por completo.
No esperé a que se me presentara otra oportunidad como aquella: salí reptando de la acequia oculto bajo la densísima capa de humo y corrí carretera abajo para alejarme de Mainz a la mayor velocidad posible. No miré atrás hasta que me hube alejado casi un kilómetro de Quitoon, temiendo a cada paso que me hubiera perseguido.
Pero no. Cuando por fin permití que mis agonizantes pulmones se tomaran un respiro y me detuve para mirar hacia la carretera, no había rastro de él. Tan solo un manchón de humo que ocultaba el lugar donde habíamos tenido nuestra triste despedida. Por lo que se podía ver desde allí, los campesinos no estaban teniendo demasiada suerte para evitar que el fuego de Quitoon destrozara su seca cosecha. Las llamas habían alcanzado la carretera y ya se extendían por la plantación del margen opuesto.
Continué mi retirada, aunque a un ritmo más pausado. Solo me detuve para quitarme aquellas agobiantes botas; las tiré a la acequia y permití que mis demoníacos pies disfrutaran del lujo del aire y el espacio. Al principio resultó extraño caminar por una carretera descalzo después de tantos años de libertad coartada por el calzado. Pero los placeres más sencillos son siempre los mejores, ¿no es cierto? Y había pocas cosas más sencillas que la comodidad de caminar con los pies descalzos.
Cuando me hube alejado otro medio kilómetro de Quitoon, me detuve de nuevo y me tomé un momento para mirar atrás. Aunque las plantaciones de ambos márgenes de la calzada todavía ardían con furia (las llamas no mostraban signos de extinción a pesar de que ambos incendios emitían columnas de humo negro), la carretera no estaba contaminada y, en diversos puntos de su trazado, unos cuantos rayos de sol traspasaban el humo y la arrojaban luz sobre ella. En uno de esos puntos permanecía Quitoon, mirándome desde lo lejos con los pies separados y las manos a la espalda. Se había quitado la capucha que llevaba para ocultar sus rasgos demoníacos y, a pesar de la considerable distancia que había entre nosotros, el poder de mi vista infernal, con la ayuda de la luz del sol, me permitió leer la expresión que se dibujaba en su rostro. O, mejor dicho, la ausencia de toda expresión. Ya no me miraba con odio ni desprecio y, cuando le devolví la mirada, vi (o tal vez quise ver) un atisbo de desconcierto en su cara, como si no consiguiese entender del todo que nos hubiéramos separado de un modo tan rápido y estúpido después de tantos años juntos.
Entonces el rayo de sol se esfumó y él desapareció de mi vista.
Quizá si hubiese tenido más valor, habría regresado en aquel preciso momento. Habría corrido hasta él, llamándolo por su nombre, arriesgándome a que me arrojase una nueva oleada de fuego o a que estuviese dispuesto a perdonarme.
¡Demasiado tarde! El sol se había ido y el humo ocultaba todo lo que se encontraba en aquella dirección, incluido a Quitoon.
Me quedé en medio de la carretera durante al menos media hora, esperando que él emergiese del humo y se dirigiese a mí, dispuesto a que olvidásemos los enfados estúpidos.
Pero no. Para cuando el humo se desvaneció y pude ver claramente la carretera extendiéndose hasta el tembloroso horizonte, él se había ido. Ya hubiese apresurado el paso hasta desaparecer de mi vista, ya hubiese abandonado la carretera para continuar su viaje atajando por el campo, el caso era que se había ido, lo cual me planteaba un desagradable dilema: si continuaba en la dirección en la que había huido, me dirigiría a un mundo que había recorrido durante un siglo sin toparme con un solo miembro de tu especie en quien poder confiar; por otro lado, si daba la vuelta y seguía la carretera hasta Mainz con la esperanza de hacer las paces con Quitoon, ponía en peligro mi propia vida. Desde el punto de vista racional, mi futuro dependía de lo que yo creyera: si de verdad había intentado matarme con aquella ola de fuego o si solo pretendía aterrorizarme por haberle llamado estúpido. En el calor del momento estaba convencido de que había querido quitarme la vida, pero ahora tenía esperanzas de lo contrario. Después de todo, ¿acaso no había visto su rostro, bajo la luz del sol, purgado de toda la repugnancia y la rabia que yo le había inspirado?
A decir verdad, no importaba si me había perdonado o no. Existía un motivo muy simple por el que necesitaba apartar de mi cabeza todos mis miedos a las verdaderas intenciones de Quitoon: no podía concebir la vida en la Tierra sin su compañía.
Así que, ¿qué opción me quedaba? Ambos nos habíamos comportado como idiotas aturdidos por el sol: en primer lugar Quitoon, por hacerme una pregunta tan necia, y yo por no haber sido lo bastante sensato como para ignorarla y seguir adelante. Tras aquel primer intercambio, los acontecimientos se habían sucedido con rapidez y violencia, todo ello agravado por el hecho de que el maíz, una vez hubo prendido, se había convertido en un averno apocalíptico en cuestión de segundos.
Bueno, ya estaba hecho; y ahora, en el fondo lo sabía, había que deshacerlo. Tendría que seguirlo, preparado y dispuesto a asumir las consecuencias de lo que quiera que ocurriese cuando nos reuniésemos.