Quema este libro.

Vamos. Rápido, mientras aún quede tiempo. Quémalo. No leas ni una palabra más. ¿Me has oído? Ni una sola palabra más.

¿A qué esperas? No es tan difícil. Simplemente deja de leer y quema el libro. Es por tu propio bien, créeme. No, no puedo explicarte el motivo, no tenemos tiempo para explicaciones. Cada sílaba que permitas que tus ojos recorran te causará más problemas. Y cuando digo problemas, me refiero a cosas tan aterradoras que tu cordura no soportará verlas ni sentirlas. Perderás el juicio. Te convertirás en un vacío viviente, todo lo que alguna vez has sido desaparecerá por no haber hecho algo muy sencillo: quemar este libro.

No importa que te hayas gastado tus últimos ahorros en comprarlo. No, y tampoco importa si fue un regalo de alguien a quien quieres. Créeme, amigo, deberías prender fuego a este libro ahora mismo o te arrepentirás de las consecuencias.

Adelante. ¿A qué estás esperando? ¿No tienes fuego? Pídeselo a alguien. Suplícale. Es una cuestión de fuego o muerte, ¡créeme! ¿Puedes creerme, por favor? No merece la pena arriesgarse a la locura y la condenación eterna por un librejo como este. ¿O acaso la merece? No, por supuesto que no. Así que quémalo. ¡Ahora! No dejes que tus ojos avancen más. Detente aquí.

¡Ay, Dios! ¿Todavía sigues leyendo? ¿Qué ocurre? ¿Crees que te estoy gastando una bromita estúpida? Confía en mí, no es así. Lo sé, lo sé, estás pensando que tan solo se trata de un libro lleno de palabras, como cualquier otro. ¿Y qué son las palabras? Marcas negras sobre papel blanco. ¿Qué puede tener de malo algo tan simple? Si dispusiera de diez siglos para responder a esa pregunta, apenas podría arañar la superficie de los monstruosos hechos que se podrían instigar y exacerbar mediante las palabras de este libro. Pero no tenemos diez siglos. Ni siquiera tenemos diez horas, ni diez minutos. Sencillamente, vas a tener que confiar en mí. Te lo simplificaré todo lo que pueda:

Este libro te hará un daño indescriptible a menos que hagas lo que te estoy pidiendo.

Puedes hacerlo. Simplemente, deja de leer…

¡Ahora!

¿Cuál es el problema? ¿Por qué sigues leyendo? ¿Es porque no sabes quién soy, o qué? Supongo que no puedo culparte. Si yo hubiese cogido un libro y me hubiese encontrado a alguien dentro que me hablase del modo en que yo te estoy hablando ahora mismo, probablemente también me sentiría un poco receloso.

¿Qué puedo decir para que me creas? Nunca he sido de esos tipos con un pico de oro. Ya sabes, de esos que siempre tienen las palabras perfectas para cada situación. Solía escucharlos cuando no era más que un demonio pequeñito y…

¡Infiernos y demonios! Se me ha escapado sin querer. Me refiero a lo de que soy un demonio. Bueno, ahora ya está. Acabarías imaginándotelo tarde o temprano.

Sí, soy un demonio. Mi nombre completo es Jakabok Botch. Sabía lo que significaba, pero lo he olvidado. Antes lo sabía. He estado preso en estas páginas, atrapado en las palabras que estás leyendo ahora mismo y abandonado en la oscuridad la mayor parte del tiempo, amontonado durante muchos siglos en una pila de libros que nunca abría nadie. Ya ves, esta es mi biografía. O, si lo prefieres, mi confesión: un retrato de Jakabok Botch.

No me refiero a un retrato literalmente. No hay ninguna fotografía en estas páginas, lo cual probablemente sea lo mejor, porque no soy demasiado agradable a la vista. Al menos no lo era la última vez que me vi.

De eso hace mucho, pero que mucho tiempo. Cuando era joven y tenía miedo. ¿De qué?, te preguntarás. De mi padre, papá Gatmuss. Trabajaba en las calderas del Infierno y cuando llegaba a casa después del turno de noche estaba de tan mal humor que mi hermana Charyat y yo nos escondíamos de él. Mi hermana era un año y dos meses más joven que yo y, por alguna razón, cuando mi padre la atrapaba, la golpeaba sin cesar y no se quedaba satisfecho hasta que ella lloraba a moco tendido y le suplicaba que parase. Así que empecé a esperarlo. Más o menos a la hora a la que él emprendía el camino de vuelta a casa, yo trepaba por la bajante hasta el tejado y lo esperaba. Reconocía su paso (o su tambaleo, cuando había estado bebiendo) en cuanto doblaba la esquina de nuestra calle. Eso me proporcionaba tiempo para bajar por la tubería, buscar a Charyat y encontrar un lugar seguro adonde ir hasta que él hubiera acabado de hacer lo que siempre hacía cuando, borracho o sobrio, llegaba a casa: pegar a nuestra madre. A veces con las manos desnudas, pero a medida que se iba haciendo viejo empezó a hacerlo con una de sus herramientas de trabajo que siempre traía a casa con él. Ella nunca gritaba ni lloraba, lo cual ponía aún más furioso a mi padre.

Una vez le pregunté a mi madre muy bajito por qué nunca hacía ruido cuando él le pegaba. Alzó la cabeza y me miró. Estaba de rodillas tratando de desatascar el retrete; el hedor era insoportable y las moscas volaban frenéticas por la pequeña estancia.

—Nunca le concedería la satisfacción de saber que me ha hecho daño —respondió.

Doce palabras. Eso era todo lo que tenía que decir al respecto. Pero puso tanto odio y tanta furia en aquellas palabras que fue un milagro que las paredes no se agrietasen y la casa no se derrumbase sobre nuestras cabezas. Sin embargo, ocurrió algo peor: mi padre se enteró.

Aún no he conseguido averiguar cómo se enteró de lo que estábamos diciendo, aunque sospecho que tenía chivatos zumbones entre las moscas. No recuerdo demasiado de lo que nos hizo, excepto que me metió la cabeza en el retrete atascado… Eso sí lo recuerdo. La expresión de su rostro también está grabada en mi memoria.

¡Demonios, qué feo era! En la mejor de sus épocas bastaba con verlo para que los niños salieran corriendo y chillando y los viejos diablos se agarraran el corazón y cayeran al suelo fulminados. Era como si cada uno de los pecados que había cometido hubiera dejado una marca en su rostro. Tenía los ojos pequeños y la carne que los rodeaba estaba hinchada y llena de magulladuras. Su boca era grande como la de un sapo, con los dientes de un tono amarillento tirando a marrón y puntiagudos, como los de un animal salvaje. También apestaba como un animal, como un animal muy viejo y muy muerto.

Y esa era mi familia: mamá, papá Gatmuss, Charyat y yo. No tenía amigos; los demonios de mi edad no querían que los vieran conmigo. Como procedía de una familia tan desastrosa, se avergonzaban de mí: me tiraban piedras para que me alejara de ellos, o excrementos. Así que, para no convertirme en un lunático, escribía todas mis frustraciones sobre cualquier cosa en la que pudiera hacerlo (papel, madera, incluso trozos de ropa) que luego escondía bajo una tabla suelta del suelo de mi cuarto. Me volcaba completamente en aquellas páginas. Fue la primera vez que comprendí el poder de lo que tú estás mirando ahora mismo: las palabras. Con el tiempo, me di cuenta de que si escribía en mis páginas todas las cosas que deseaba hacer a los niños que me humillaban, o a papá Gatmuss (tenía algunas buenas ideas sobre cómo hacer que se arrepintiera de sus brutalidades), entonces la ira no dolía tanto. A medida que iba creciendo y las chicas que me gustaban me arrojaban piedras del mismo modo que sus hermanos habían hecho unos años atrás, regresaba a casa y me pasaba media noche escribiendo sobre cómo me vengaría algún día. Llené páginas y páginas con todos mis planes y conspiraciones, hasta que acumulé tantas que apenas tenía espacio para acomodarlas en mi escondrijo bajo la tabla.

Debería haber pensado en otro lugar, uno más grande, para mantenerlas a salvo, pero había usado aquel hueco durante tanto tiempo que no me preocupé. ¡Estúpido, estúpido! Un día llegué a casa del colegio, corrí escaleras arriba y descubrí que todos mis secretos, mis Páginas de Venganza, habían sido desenterradas y estaban amontonadas en medio del cuarto. Yo nunca me había arriesgado a sacarlas de su escondite todas a un tiempo, así que fue la primera vez que las veía todas juntas. Había muchísimas; cientos. Por un minuto me sorprendí, incluso me enorgullecí de haber escrito tanto.

Entonces entró mi madre, con un aspecto tan furioso que supe que iba a recibir la paliza de mi vida por aquello.

—Eres una criatura egoísta, malvada y horrible —me dijo—. Ojalá no hubieras nacido.

Traté de mentirle:

—Es solo una historia que estoy escribiendo —le contesté—. Sé que ahora mismo hay nombres reales ahí, pero era solamente hasta que encontrase otros mejores.

—Lo retiro —respondió mi madre y, por un momento, creí que mi excusa había surtido efecto; pero no—. Eres una criatura mentirosa, egoísta, malvada y horrible. —Sacó un cucharón de madera que llevaba oculto a la espalda—. ¡Te voy a pegar tan fuerte que nunca más, nunca más, ¿me oyes?, volverás a perder el tiempo inventando crueldades!

Sus palabras me trajeron a la mente otra mentira. Pensé: Voy a intentarlo, ¿por qué no? Me pegará de todos modos, así que ¿qué puedo perder? Y le dije:

—Sé lo que soy, mamá. Soy parte de la demonidad. Tal vez solo sea uno pequeño, pero soy un demonio después de todo. ¿Acaso no es verdad?

Ella no respondió, así que continué:

—Y pensé que se suponía que tenía que ser egoísta y malvado y todo lo demás que has dicho que soy. Escucho a los demás niños hablar de ello todo el rato, de las cosas terribles que van a hacer cuando terminen el colegio: de las armas que van a inventar y a vender a la especie humana, y de las máquinas de ejecución. Eso es lo que de verdad me gustaría hacer: me gustaría crear la mejor máquina de ejecución que nunca se haya…

Me detuve. Mamá tenía un aspecto desconcertado.

—¿Qué ocurre?

—Solo me preguntaba cuánto tiempo te voy a dejar seguir diciendo tonterías antes de darte una bofetada que te devuelva el juicio. ¡Máquinas de ejecución! ¡No tienes cerebro suficiente para semejante cosa! Y sácate las puntas de tus colas de la boca, te vas a pinchar en la lengua.

Cogí las puntas, que siempre mordisqueaba cuando estaba nervioso, y las saqué de entre mis dientes mientras trataba de recordar lo que había oído decir a los niños demonio sobre el arte de matar gente.

—Voy a inventar el primer destripador mecánico —dije.

Los ojos de mi madre se abrieron como platos, creo que más por la impresión de oírme utilizar palabras tan largas que por el concepto en sí mismo.

—Tendrá una rueda gigante para desenrollar los intestinos de los condenados. Y voy a venderlo a los reyes y príncipes más sofisticados y civilizados de Europa. ¿Y sabes qué más?

La expresión de mi madre no se alteró en absoluto. Ni un guiño, ni un temblor en los labios. Se limitó a decir con tono monótono:

—Te escucho.

—¡Sí! ¡Exacto! ¡Escuchar!

—¿Qué?

—Las personas que pagan por una buena localidad en una ejecución se merecen oír algo mejor que los gritos de la persona mientras la destripan. ¡Necesitan música!

—Música.

—¡Sí, música! —respondí. Estaba completamente embelesado por el sonido de mi propia voz. Ni siquiera estaba seguro de cuál sería la siguiente palabra que saldría de mi boca, pero confiaba en la inspiración del momento—. Dentro de la enorme rueda habrá otra máquina que reproducirá bonitas melodías que agraden a las damas, y cuanto más grite la persona, mayor será el volumen de la música.

Seguía mirándome sin inmutarse un ápice:

—¿De verdad has pensado en todo eso?

—Sí.

—¿Y eso que has escrito?

—Solamente anotaba todos los pensamientos horribles que tengo en la cabeza. Para inspirarme.

Mi madre me observó detenidamente durante lo que me parecieron horas, escrutando cada centímetro de mi rostro como si supiera que la palabra «mentiroso» estaba escrita en algún lado. Pero finalmente interrumpió su examen y dijo:

—Eres extraño, Jakabok.

—¿Eso es bueno o malo?

—Depende de si a uno le gustan los niños extraños —respondió.

—¿A ti te gustan?

—No.

—AH.

—Pero yo te parí, así que supongo que tengo que asumir parte de la responsabilidad.

Era lo más bonito que me había dicho nunca. Habría vertido alguna lágrima su hubiera tenido tiempo, pero mi madre tenía órdenes para mí:

—Lleva todos esos garabatos tuyos al fondo del patio y quémalos.

—No puedo hacer eso.

—¡Puedes y vas a hacerlo!

—Pero me ha llevado años escribirlo.

—Y arderá en un par de minutos, lo cual debería enseñarte algo sobre este mundo, Jakabok.

—¿Como qué? —pregunté con gesto agrio.

—Como que se trata de un lugar en el que todo aquello por lo que trabajas y te preocupas te será arrebatado tarde o temprano, y no hay nada que puedas hacer al respecto. —Por primera vez desde que había comenzado el interrogatorio, apartó la vista de mí—. Yo una vez fui hermosa —dijo—. Sé que ahora no puedes imaginártelo, pero lo fui. Y entonces me casé con tu padre y todo lo hermoso que había en mí y en aquello que me rodeaba se convirtió en humo. —Se produjo un largo silencio. Entonces su mirada volvió en mi dirección—. Exactamente igual que lo harán todas tus páginas.

Supe que no había nada que pudiera decir para convencerla de que me dejara conservar mis tesoros. Y también supe que se aproximaba la hora en que papá G. regresaba de las calderas y que mi situación empeoraría mucho si él cogía alguna de mis Historias de Venganza, porque las cosas más terribles que había inventado las había reservado para él.

Así que comencé a tirar mis preciosas páginas en un gran saco que mi madre había dejado junto a ellas con ese propósito. De vez en cuando ojeaba una frase que había escrito y con un solo vistazo, recordaba al instante las circunstancias que me habían hecho escribirla y cómo me había sentido mientras garabateaba las palabras; si estaba tan furioso que el bolígrafo se había roto bajo la presión de mis dedos, o tan humillado por algo que alguien había dicho que había estado al borde de las lágrimas. Las palabras eran parte de mí, parte de mi mente y mi memoria, y ahí estaba yo tirándolas todas (mis palabras, mis preciadas palabras junto con la parte de mí que las acompañaba) en un saco, como un desperdicio cualquiera.

Por un momento pensé en intentar guardarme una de las páginas más especiales en el bolsillo, pero mi madre me conocía demasiado bien: no me quitó los ojos de encima ni un momento. Me observó mientras llenaba el saco, siguió mis pasos hasta el patio y se quedó de pie a mi lado mientras vaciaba el saco, cogiendo las hojas que volaban del montón y apilándolas junto a las demás.

—No tengo cerillas.

—Hazte a un lado, niño —dijo.

Sabía lo que iba a ocurrir, así que me separé rápidamente de la pila de hojas. Fue un sabio movimiento, porque en cuanto di el siguiente paso oí cómo mi madre arrancaba ruidosamente una gran flema. Volví la vista hacia mis preciados diarios al mismo tiempo que ella les escupía. Si simplemente les hubiese escupido, no habría sido tan horrible, pero mi madre procedía de una larga casta de poderosos pirománticos. En cuanto la flema salió volando de entre sus labios, se volvió brillante y estalló en llamas, acertando con horrible precisión en la caótica pila de diarios.

Si se hubiese tratado de una simple cerilla arrojada sobre el trabajo de mi juventud, esta se habría carbonizado por completo sin tan siquiera prender una sola página. Pero fueron las llamas de mi madre las que aterrizaron sobre los diarios y, nada más chocar contra ellos, arrojaron cintas de fuego en todas direcciones. Me quedé mirando por un momento las páginas en las que había vertido toda la ira y la crueldad que había hecho crecer dentro de mí. Al instante, aquellas mismas páginas se consumieron con el fuego de mi madre devorando el papel.

Yo seguía de pie a poco más de un paso de la hoguera; el calor era atroz, pero no quería alejarme de él, incluso aunque mi pequeño bigote, que había cuidado con esmero (era mi primer bigote) se estuviera chamuscando con el calor; incluso a pesar del olor, que provocaba que me escocieran las fosas nasales y me lloraran los ojos. De ningún endemoniado modo iba a permitir que mi madre viese lágrimas en mi rostro. Alcé la mano para enjugármelas rápidamente, pero no hizo falta: el calor las había evaporado.

No cabe duda de que si mi cara estuviera cubierta, como la tuya, de delicada piel en lugar de escamas, se habría ampollado a medida que el fuego consumía mis diarios. Pero mis escamas me protegieron, al menos durante un rato. Entonces empecé a sentir como si mi rostro se estuviese friendo, pero continué sin moverme: quería permanecer lo más cerca posible de mis amadas palabras. Sencillamente me quedé donde estaba, viendo como el fuego hacía su trabajo. Tenía un modo sistemático de deshacer cada uno de los libros página a página, calcinando una para exponer la siguiente, que a su vez se consumía con rapidez y me permitía vislumbrar retazos de máquinas de la muerte y de venganzas que había descrito antes de que el fuego se las llevara.

Permanecí allí de pie inhalando el aire abrasador mientras mi cabeza se llenaba con visiones de los horrores que había conjurado en aquellas páginas: vastas creaciones que habían sido diseñadas para provocar a cada uno de mis enemigos (o sea, a todo el que conocía, porque no me gustaba nadie) una muerte tan lenta y dolorosa como fuese posible. Ya ni siquiera era consciente de la presencia de mi madre. Tan solo tenía los ojos clavados en el fuego, el corazón me latía con fuerza dentro del pecho debido a mi proximidad al calor y mi cabeza, a pesar de las atrocidades que la ocupaban, estaba extrañamente despejada.

Entonces…

—¡Jakabok!

Todavía estaba lo bastante lúcido como para reconocer mi nombre y la voz que lo pronunciaba. Aparté la vista de la cremación de mala gana y la alcé a través del aire resquebrajado por el calor hacia papá Gatmuss. Sabía que no estaba de buen humor por el movimiento de sus dos colas, que se mantenían erguidas desde la raíz por encima de las nalgas, enroscándose la una en la otra y desenroscándose, todo ello a una gran velocidad y con una fuerza tal que parecía que la una quisiera estrangular a la otra hasta hacerla reventar.

Yo heredé esa atípica doble cola, por cierto; fue uno de los dos dones que él me otorgó. Pero no me sentía precisamente agradecido en ese momento, cuando él avanzó pesadamente hacia el fuego mientras le gritaba a mi madre al mismo tiempo, exigiendo saber qué hacía encendiendo hogueras y, en cualquier caso, qué era lo que estaba quemando. No oí la respuesta de mi madre. La sangre bullía en mi cabeza con tal volumen que era lo único que podía oír. Sus peleas y ataques de furia podían durar horas, así que volví a observar con cautela el fuego que, gracias al enorme volumen de papel que se estaba consumiendo, todavía ardía con más violencia que nunca.

Ya llevaba varios minutos respirando de un modo superficial, mientras mi corazón tamborileaba salvajemente. Entonces, mi consciencia se agitó como la llama de una vela con una ráfaga de viento; sabía que en cualquier momento se desvanecería, pero no me importaba. Me sentía extrañamente apartado de todo, como si nada de aquello estuviera sucediendo realmente.

Entonces, sin previo aviso, me fallaron las piernas y caí inconsciente de bruces…

sobre…

… las…

… llamas.

Ahí tienes. ¿Ya estás satisfecho? Nunca le he contado a nadie esta historia en los muchos cientos de años que hace que ocurrió. Pero ahora te la he contado a ti solo para que veas lo que me hacen sentir los libros. Por qué necesito verlos quemados.

No es difícil de entender, ¿verdad? Era un niñito demonio que vio como su trabajo estallaba en llamas. No fue justo. ¿Por qué tuve que perder la oportunidad de contar mi historia cuando son cientos quienes, con historias mucho más aburridas que contar, publican libros todo el tiempo? Yo conozco el tipo de vida que llevan los escritores: se despiertan por la mañana, da igual lo tarde que sea, se sientan ante su escritorio sin tan siquiera asearse, encienden un cigarro, se beben su té y escriben la primera basura que se les viene a la cabeza. ¡Menuda vida! Yo podría tener una vida como esa si mi primera obra maestra no hubiera sido quemada ante mis ojos. Y hay grandes cosas dentro de mí. Obras que harían llorar al Cielo y arrepentirse al Infierno. Pero ¿he conseguido escribirlas, verter mi alma en unas páginas? No.

En lugar de ello, soy un prisionero entre las cubiertas de este miserable volumen, con tan solo una petición que hacer a alguna alma caritativa:

Quema este libro.

No, no y no.

¿Por qué estás dudando? ¿Crees que encontrarás excitantes detalles sobre la demonidad aquí? ¿Algo depravado, obsceno, como las chorradas que has leído en otros libros sobre el inframundo (o el Infierno, si lo prefieres)?

La mayoría de esas cosas son inventadas. Lo sabes, ¿no? No son más que chismorreos y supersticiones mezclados por algún autorucho especulador que no sabe nada acerca de la demonidad: nada.

¿Te estás preguntando cómo sé lo que se hace pasar hoy en día por la verdad? Bueno, no me he quedado completamente sin amigos de los viejos tiempos. Hablamos, mente a mente, cuando la ocasión nos lo permite. Como cualquier prisionero encerrado en su solitario confinamiento, todavía me las arreglo para estar informado. No mucho, pero lo suficiente como para mantenerme cuerdo.

Yo soy lo real. Al contrario que los impostores que se hacen pasar por la encarnación de la oscuridad, yo soy esa oscuridad. Y si tuviera la oportunidad de escapar de esta prisión de papel, causaría tales agonías y derramaría tales mares de sangre que el nombre de Jakabok Botch se erguiría como la personificación misma del mal.

Yo era… No, soy el enemigo acérrimo de la humanidad, y me tomo esa enemistad muy en serio. Cuando era libre hice todo lo que pude para causar dolor, sin tener en cuenta la inocencia o culpa del alma humana a la que estaba condenando. ¡Las cosas que hice! Necesitaría otro libro para elaborar una lista de las atrocidades de las que felizmente fui responsable. La violación de lugares sagrados y, con gran frecuencia, la correspondiente violación de quienquiera que cuidara del lugar. A menudo estos pobres ilusos devotos, pensando que la imagen de su salvador in extremis poseía el poder de alejarme, avanzaban hacia mí empuñando un crucifijo y ordenándome que me fuera.

Por supuesto, nunca funcionó. Y vaya, cómo gritaban y suplicaban mientras los atraía hacia mí. Huelga decir que soy una criatura de una maravillosa fealdad. La parte frontal de mi cuerpo, desde lo alto de mi cabeza hasta las preciadas partes que se encuentran entre mis piernas, se había abrasado de tal modo en el fuego en el que me había caído (y en el que papá Gatmuss me había dejado arder durante uno o dos minutos mientras abofeteaba a mi madre) que mi apariencia de reptil se había convertido en una masa de tejido postilloso, brillante y chamuscado. Mi rostro era (y todavía es) un caos de ampollas, pequeñas cúpulas de piel dura que emergieron cuando me freí en mi propia grasa. Tengo dos agujeros por ojos, sin pestañas ni cejas. Igual que mi nariz. Tanto mis orificios oculares como los nasales emanan constantemente una mucosidad gris verdosa, así que no se da ni un solo momento, del día o de la noche, en el que no tenga riachuelos de fluidos nauseabundos corriendo por mis mejillas.

En cuanto a mi boca… De todos mis rasgos, desearía tener de nuevo mi boca exactamente igual a como era antes de quemarse. Tenía los labios de mi madre, ambos generosos, y los besos que había practicado, sobre todo con mi mano y aisladamente con un cerdo, me habían convencido de que mis labios serían la fuente de mi buena fortuna. Besaría con ellos y mentiría con ellos; convertiría en víctimas y en serviciales esclavos a todos aquellos a quienes mis ojos desearan. Simplemente hablaría un poco, a la charla le seguirían unos besos y a los besos, exigencias. Y se derretirían con docilidad, todos y cada uno de ellos, felices de llevar a cabo los actos más degradantes, siempre y cuando yo estuviera allí para recompensarlos con un largo beso.

Pero el fuego no perdonó mis labios. Los envolvió y los borró por completo. Ahora mi boca no es más que una ranura que apenas puedo abrir más de un centímetro porque las cicatrices que la rodean son demasiado sólidas.

¿Es de extrañar que esté harto de mi vida? ¿Que quiera que el fuego la borre? Tú desearías lo mismo, así que, por empatía, quema este libro. Hazlo por clemencia, si tienes buen corazón, o porque compartes mi ira. Nada puede salvarme; soy una causa perdida, atrapado para siempre entre las cubiertas de este libro. Así que acaba conmigo.

¿A qué vienen tus dudas? He hecho lo que prometí, ¿no?

Te he contado algo sobre mí. No todo, desde luego. ¿Quién lo contaría todo? Pero seguro que te he contado lo suficiente como para que signifique algo más que unas simples palabras que están en una página y que te ordenan que hagas algo. Ah, sí, mientras lo pienso, por favor, permite que me disculpe por el modo brusco y avasallador con el que he empezado. Es algo que heredé de papá G. y no estoy orgulloso de ello. Es solo que estoy impaciente por que las llamas barran estas páginas y calcinen este libro lo antes posible. No tuve en cuenta tu tan humana curiosidad, pero espero que ya haya sido satisfecha.

Así que solo queda encontrar fuego y acabar con este asunto de una vez. Estoy seguro de que supondrá un gran alivio para ti y te garantizo que el alivio será aún mayor para mí. Lo más difícil ya ha pasado. Lo único que necesitamos ahora es una pequeña hoguera.

Vamos, amigo. Te he abierto mi corazón; mi confesión ya está hecha. Ahora te toca a ti.

Estoy esperando. Hago lo que puedo por ser paciente.

De hecho, te diré más: estoy siendo más paciente ahora mismo de lo que lo he sido nunca en toda mi vida. Aquí estamos, en la página veinticuatro y te he confiado algunos de mis secretos más dolorosos, algo que nunca había hecho con nadie, simplemente para que supieras que esto no era ningún truco. Ha sido una narración fiel y verdadera de lo que me ocurrió, lo cual podrías verificar al instante si alguna vez me vieses en carne y hueso. Estoy quemado. ¡Ay qué quemado estoy!

Lo que estoy esperando en realidad es una señal de misericordia por tu parte. Y de valor. De algún modo, desde el principio he detectado que esa es una cualidad que posees, igual que la misericordia. Requiere valor prender fuego a tu primer libro, desafiar la empalagosa sabiduría de tus mayores y conservar las palabras como si fueran, de alguna forma, preciosas.

¡Piensa en lo absurdo de todo eso! ¿Hay algo en tu mundo o en el mío, arriba o abajo, más fácil de obtener que las palabras? Si lo valioso de las cosas va unido en cierto modo a su excepcionalidad, ¿hasta qué punto pueden ser preciosos los sonidos que producimos, despiertos o dormidos, durante la infancia o la senilidad, cuerdos, locos o, simplemente, mientras nos probamos sombreros? Existe un exceso de palabras. Todos los días miles de millones son vomitadas por lenguas y bolígrafos. Piensa en todo lo que las palabras expresan: seducciones, amenazas, exigencias, súplicas, oraciones, maldiciones, presagios, proclamaciones, diagnósticos, acusaciones, insinuaciones, testamentos, juicios, indultos, traiciones, leyes, mentiras, libertades, etcétera, etcétera; las palabras no tienen fin. Tan solo cuando se haya pronunciado la última sílaba, ya se trate de un dichoso aleluya o de alguien que se queja de la tripa, solo entonces creo que podremos asumir de un modo razonable que el mundo se ha acabado. Creado con una palabra y, ¿quién sabe?, tal vez destruido por otra. Yo sé mucho sobre destrucción, amigo. Más de lo que estoy dispuesto a contar. He visto unas cosas… Cosas asquerosas e indescriptibles…

No importa. Tú prende el fuego, por favor.

¿Por qué tardas tanto? Ah, espera. No será porque te ha puesto nervioso ese comentario que he hecho sobre todo lo que sé acerca de la destrucción, ¿no? Sí, es eso, quieres saber lo que he visto.

¿Por qué demonios no puedes contentarte con lo que te he dado ya? ¿Por qué siempre tienes que saber más?

Teníamos un acuerdo. Al menos pensé que lo teníamos. Pensé que todo lo que necesitabas era una simple confesión y a cambio tú me incinerarías: tinta, papel y pegamento consumidos en una hoguera misericordiosa.

Pero eso aún no va a ocurrir, ¿verdad?

Maldito sea yo y mi estupidez. No debería haber dicho nada de mis conocimientos sobre destrucción. En cuanto has oído esa palabra, tu sangre ha empezado a acelerarse.

Bueno…

Supongo que no pasa nada por contarte un poco más, siempre que nos entendamos. Te contaré un fragmento más de mi vida y luego vamos a asar este libro.

¿Sí?

Está bien, siempre y cuando estemos de acuerdo. Esto tiene que acabarse o empezaré a enfadarme; y soy capaz de hacer cosas que te resultarían muy desagradables si me lo propongo. Puedo hacer que el libro salga volando de entre tus manos y te golpee en la cabeza hasta que sangres por todos sus orificios. ¿Crees que es un farol? No me tientes. No soy un completo idiota. En parte esperaba que quisieras oír un poco más sobre mi vida. No creas que se va a volver bonita y feliz en algún momento. No ha habido ni un solo día feliz en toda mi vida.

No, eso es mentira. Fui feliz viajando con Quitoon. Pero hace tanto tiempo de aquello que apenas puedo recordar los lugares adonde fuimos y, mucho menos, nuestras conversaciones. ¿Por qué mi memoria funciona de un modo tan irracional? Recuerdo toda la letra de alguna estúpida canción que cantaba de niño, pero olvido lo que me ocurrió ayer mismo. Dicho esto, hay algunos acontecimientos que todavía son tan dolorosos y me cambiaron tanto la vida que permanecen intactos, a pesar de todos los esfuerzos de mi mente por eliminarlos.

Muy bien. Me rindo, un poco. Te contaré cómo llegué de allí hasta aquí. No es una sucesión de acontecimientos demasiado bonita, créeme. Pero una vez me haya abierto a ti, olvidarás cualquier duda que sigas teniendo respecto a lo que te he pedido que hagas. Quemarás el libro cuando haya terminado. Me sacarás de la miseria, lo juro.

Así que…

Como es evidente, sobreviví a mi caída en el fuego y al minuto o más que papá Gatmuss me dejó luchando sobre mi lecho de llamas. Mi piel, a pesar de la dureza de mis escamas, se fundió y se ampolló mientras yo trataba de levantarme. Para cuando papá G. me agarró de las colas, me arrastró bruscamente fuera del fuego y me pateó, apenas me quedaba un soplo de vida. (Todo esto se lo oí a mi madre después. En aquel momento, por suerte, estaba inconsciente.)

Sin embargo, papá Gatmuss me reanimó. Entró en casa a por un balde de agua helada y me empapó con ella. El impacto del agua sofocó las llamas y me hizo recobrar el conocimiento al instante. Me senté, respirando con dificultad.

—Mírate, chico —dijo papá Gatmuss—. Tu simple visión haría llorar a cualquier padre.

Miré mi cuerpo, la ampollada y negruzca carne de mi pecho y mi estómago.

Mamá le estaba gritando a papá. No oí todo lo que decía, pero parecía acusarlo de haberme dejado deliberadamente en el fuego con la esperanza de matarme. Los dejé discutiendo y me escabullí hasta la casa, donde cogí un gran cuchillo dentado de la cocina por si acaso tenía que defenderme más tarde de Gatmuss. Entonces subí las escaleras hasta el espejo del cuarto de mi madre y contemplé mi rostro. Debería haberme preparado para el impacto de lo que vi, pero no me concedí el tiempo suficiente. Clavé los ojos en el burbujeante y derretido conjunto de quemaduras en que mi cara se había convertido y mi propio reflejo me hizo vomitar.

Me estaba limpiando muy suavemente el vómito de la barbilla cuando oí el aullido de Gatmuss desde el fondo de las escaleras.

—¿Así que palabras? —chillaba—. ¿Escribías palabras sobre mí, chico?

Me asomé por encima de la barandilla y vi al enfurecido behemoth allá abajo. Sostenía unas cuantas hojas parcialmente quemadas y cubiertas con mi caligrafía. Obviamente las había sacado del fuego y había encontrado alguna referencia a él. Conocía mi propio trabajo lo suficientemente bien como para estar seguro de que en ninguno de aquellos libros había una sola mención a Gatmuss que no fuera acompañada de un montón de adjetivos insultantes. Él era demasiado estúpido para conocer el significado de «hediondo» y «abyecto», pero no era tan corto como para no ser capaz de captar el tono general de mis sentimientos. Lo odiaba con toda mi alma y las páginas que sostenía rezumaban ese odio. Arrastró su torpe armazón escaleras arriba mientras me gritaba:

—¡No soy un cretino, chico! Sé lo que significan estas palabras y te voy a hacer sufrir por ellas, ¿me oyes? Voy a hacer otra hoguera y a asarte en ella durante un minuto por cada mala palabra que hayas escrito sobre mí aquí. Eso son muchas palabras, chico. Y mucho tiempo de cocción. ¡Te vas a carbonizar, chico!

No malgasté aliento ni tiempo respondiéndole. Tenía que salir de la casa e internarme en las oscuras calles de nuestro vecindario, que se llamaba Noveno Círculo. Los peores condenados de la humanidad, las almas que no se podían controlar ni con sobornos ni con palizas, vivían de su ingenio en aquellos guetos infestados de parásitos.

La fuente de toda vida parasitaria era el laberinto de residuos de la parte trasera de la casa. A cambio de poder ocupar la casa, que se encontraba en un estado prácticamente decrépito, papá G. era el responsable de vigilar los montones de basura y de disciplinar a las almas que, en su opinión, merecieran castigo. La libertad para ser cruel le iba que ni pintada, desde luego. Salía todas las noches armado con un machete y una pistola, dispuesto a mutilar en nombre de la ley. Mientras me perseguía, blandía ese mismo machete y esa misma pistola. No me cabía duda alguna de que me mataría si me atrapaba (o, mejor dicho, cuando me atrapara); sabía que no tenía ninguna oportunidad de huir de él por las calles, así que mi única opción era saltar por la ventana (curiosamente mi cuerpo era indiferente al dolor en el estado de shock en el que se encontraba) y trepar por las inclinadas montañas de residuos, donde sabía que podría escabullirme entre los interminables cañones de basura.

Uno o dos minutos después de que comenzara a trepar por los montones de basura, papá G. disparó desde la ventana por la que yo había saltado; volvió a disparar cuando alcancé la cima. Falló ambos disparos, pero por poco. Yo sabía que si él conseguía saltar y acortar la distancia que nos separaba, volvería a dispararme por la espalda sin pensárselo dos veces. Y mientras tropezaba y rodaba por el lado opuesto de la colina de apestosos residuos, pensé que si tenía que escoger entre morir allí fuera por un disparo de papá G. o que me llevara de vuelta a casa para pegarme y ridiculizarme, prefería la primera opción.

Sin embargo, era algo pronto para contemplar la idea de morir. Aunque mi cuerpo abrasado estaba saliendo del estado de shocky empezaba a dolerme, todavía conservaba la habilidad suficiente para moverse sobre los montículos de alimentos podridos y muebles viejos con cierta velocidad, mientras que el cuerpo excesivamente alto y torpe de papá G. convertía los montones de basura en mucho más traicioneros de lo que ya eran de por sí. Lo perdí de vista dos o tres veces, incluso osé creer que lo había despistado. Pero Gatmuss tenía instinto cazador: me siguió la pista a través de aquel caos, subiendo por una ladera y bajando por la opuesta, por depresiones cada vez más profundas y cimas cada vez más altas, mientras yo huía más y más lejos de la casa.

Además, iba cada vez más lento. El esfuerzo de trepar por las pilas de vertidos empezaba a dejarse notar y la basura se deslizaba bajo mis pies mientras trataba de ascender sus cada vez más empinadas laderas.

Sabía que ahora solamente era cuestión de tiempo que llegara el fin, así que, una vez que alcancé la cumbre de la pila que estaba escalando, decidí detenerme y ponerme a tiro de papá G. Mi cuerpo estaba al borde del colapso, los gemelos se me contraían en dolorosos espasmos que me hacían gritar, mis brazos y mis manos eran una masa de cortes sobre carne calcinada debido a los fragmentos de cristal y a los filos cortantes de las latas a las que trataba de asirme.

Ya estaba decidido: en cuanto alcanzara la cima de la loma, me rendiría y, de espaldas a Gatmuss para no otorgarle el placer de ver la desesperación en mi rostro, esperaría su bala. Con la decisión tomada, sentí que me quitaba un peso de encima y trepé con agilidad hasta el lugar que había elegido para morir.

Ahora solamente me quedaba…

¡Un momento! ¿Qué era aquello que pendía en el aire sobre la zanja que separaba aquella cima de la siguiente? A mis cansados ojos, parecían dos hermosas tajadas de carne cruda con (¡no podía creer lo que veía!) latas de cerveza sujetas a cada trozo de carne.

Había oído historias sobre gente que se perdía en enormes desiertos y creían ver la imagen de lo que más deseaban en aquel momento: una fastuosa piscina de agua refrescante, la mayoría de las veces rodeada por exuberantes palmeras cargadas de fruta madura. Yo sabía que estos espejismos son la primera señal de que el caminante está perdiendo el contacto con la realidad, porque cuanto más rápido intenta alcanzar su fantasmal piscina con sus sombreadas enramadas de árboles cargados de fruta, más rápido se alejan estas de él.

¿Me había vuelto totalmente loco? Tenía que averiguarlo. Abandoné el punto en el que tenía previsto perecer y me deslicé por la pendiente hacia el lugar donde la carne y la cerveza se mecían pendientes de una cuerda que desaparecía en la oscuridad a bastante altura sobre nuestras cabezas. Cuanto más me aproximaba, más aumentaba mi seguridad de que no se trataba, como me había temido, de una ilusión, sino de algo real; sospecha que fue confirmada unos momentos más tarde cuando, sin dejar de salivar, di un mordisco a aquel buen trozo de carne magra. Estaba más que buena; era excepcional cómo la carne se deshacía en mi boca. Abrí la helada lata de cerveza y la alcé hasta mis desaparecidos labios, que se habían enfrentado al desafío de morder un pedazo de carne y ahora recibía alivio para sus heridas con un baño de cerveza fría.

Estaba dando las gracias en silencio al alma que amablemente hubiera dejado aquel refrigerio allí para que lo encontrara un caminante perdido, cuando oí un bramido de papá G. y, por el rabillo del ojo, lo vi en el punto exacto que yo había elegido para morir.

—¡Deja algo para mí, chico! —chillaba y, habiendo olvidado aparentemente nuestra enemistad, de tan emocionado que estaba por la visión de la carne y la cerveza, descendió la pendiente a grandes zancadas mientras gritaba—: ¡Si tocas ese otro pedazo de carne, chico, juro que te mataré más de tres veces!

La verdad era que yo no tenía intención de comerme el otro pedazo. Había comido todo lo que podía. Estaba encantado de mordisquear el hueso de mi tajada, todavía sujeto por un gancho atado a una de las dos cuerdas que pendían tan próximas la una de la otra que yo había supuesto que eran solo una.

Sin embargo, ahora que tenía el estómago lleno, podía permitirme ser inquisitivo. Las dos latas de cerveza no colgaban de una sola cuerda. Había una segunda cuerda, mucho más oscura que la de la comida, de color amarillo brillante, que pendía inocentemente junto a las otras. No vi nada colgado de ella; seguí su recorrido descendente con la mirada, pasando por la altura de mi hombro, mi mano, mi pierna, mi rodilla y mi pie, para descubrir que desaparecía en la masa de basura sobre la que yo me encontraba.

Me doblé por la cintura (mi torso endurecido por el fuego casi tocaba mis piernas) y seguí buscando la continuación de la cuerda entre la basura.

—Se te ha caído un hueso, ¿verdad, idiota? —dijo papá Gatmuss acompañando sus palabras de una lluvia de babas, cartílagos, y cerveza—. No te entretengas mucho ahí abajo, ¿me oyes? Solo porque me hayas conseguido carne y cerveza no significa… ¡Espera! ¡Ja! Quédate donde estás, chico. No voy a ponerte mi fría pistola en la oreja para volarte los sesos, voy a ponértela en el trasero y volarte…

—Es una trampa —dije con tranquilidad.

—¿De qué estás hablando?

—La comida. Es un cebo. Alguien intenta atrapar…

Antes de que pudiera pronunciar la última sílaba de mi frase, se demostró mi profecía.

La segunda cuerda, la más oscura y extraña situada tan cerca de su compañera amarilla y que había resultado prácticamente invisible, se elevó de repente unos dos o tres metros en el aire, lo que provocó que las dos cuerdas oscuras se tensaran y que aparecieran dos redes grandes y extensas que indicaban que quienquiera que estuviese pescando desde arriba tenía suficientes conocimientos sobre el inframundo como para conocer la presencia de vestigios de demonidad.

En vista de la inmensidad de las redes, me consolé con el hecho de que, aunque me hubiese dado cuenta de la trampa antes, no habríamos sido capaces de escapar del perímetro de la red antes de que los de arriba (los Pescadores, como ya los había apodado en mi mente) percibieran el movimiento de sus cebos y sacaran su pesca.

La malla de la red era lo suficientemente grande para que una de mis piernas colgara por fuera de un modo bastante incómodo, oscilando sobre el caos. Pero aquella incomodidad no era nada cuando podía regocijarme en la visión de Gatmuss, atrapado también por la red que lo rodeaba y lo elevaba igual que a mí, aunque con una diferencia: mientras que Gatmuss maldecía y luchaba tratando de agujerear la red y fracasando en su intento, yo me sentía extrañamente tranquilo. Después de todo, pensé, ¿hasta qué punto podía ser peor mi vida arriba que en el inframundo, donde había conocido pocas comodidades y nada de amor y donde no había un futuro para mí más allá de las amargas e infelices vidas de mamá y papá G.?

Ahora nos elevaban a bastante velocidad y pude ver el paisaje de mi juventud desde lo alto. Vi la casa con mamá de pie en la puerta, una figura diminuta y lejana, totalmente fuera del alcance de mis gritos más estridentes, si hubiera intentado gritar, cosa que no hice. Y allí estaba, extendiéndose en todas direcciones hasta donde mis ojos podían alcanzar, el lúgubre espectáculo de las cimas de basura que me habían parecido tan inmensas cuando me encontraba entre sus sombras y que ahora resultaban intrascendentes, a pesar de que se elevaban hasta alturas descomunales que definían el perímetro del Noveno Círculo. Más allá del Círculo no había nada; tan solo un inmenso vacío, ni blanco ni negro, sino inconmensurablemente gris.

—¡Jakabok! ¿Me oyes?

Gatmuss me arengaba desde su red, en cuyo interior, gracias en parte a su lucha, su enorme figura estaba despachurrada en lo que parecía una posición muy incómoda. Tenía las rodillas pegadas a la cara, mientras que los brazos le sobresalían de la red formando extraños ángulos.

—Sí, te oigo.

—¿Lo has colocado tú? ¿Lo has hecho para hacerme quedar como un estúpido?

—No necesitas ayuda para eso —respondí—. Y no, por supuesto que yo no coloqué esto. Qué pregunta tan necia.

—¿Qué es «necia»?

—No voy a intentar educarte ahora. Eres una causa perdida. Naciste bestia y vas a morir bestia, ignorante de absolutamente todo excepto de tus propios apetitos.

—Te crees muy listo, ¿verdad chico? Con tus palabras rebuscadas y tus modales refinados. Bueno, pues no me impresionan. Yo tengo un machete y una pistola y en cuanto salgamos de esta estúpida cosa me abalanzaré sobre ti con tal rapidez que no tendrás tiempo de contarte los dedos de las manos antes de que te los corte. Ni los de los pies. Ni la nariz.

—Difícilmente podría contarme la nariz, imbécil, si solo tengo una.

—Ya estás otra vez. Hablas como si fueras importante y poderoso. No eres nada, chico. ¡Espera y verás! Espera a que encuentre mi pistola. ¡Ay, las cosas que puedo hacer con esa pistola! ¡Podría acabar con lo que queda de tu fábrica de bebés y hacer que no te quede absolutamente nada!

Y así continuó, con su interminable retahíla de desprecios y quejas acompañados de amenazas. En resumen, me odiaba porque cuando yo nací mamá perdió todo su interés por él. Decía que en otros tiempos, cuando por algún motivo la atención de mamá se distraía, contaba con un método infalible para recuperarla; pero ahora tenía miedo de volver a usar aquel ardid porque le había alegrado tener una hija, pero otro hijo accidental no sería más que un desperdicio de aliento y palizas. Con un error era suficiente, era más que suficiente, decía, y despotricaba sobre mi estupidez.

Mientras tanto, nuestro ascenso continuaba; había comenzado de un modo algo entrecortado, pero ahora era rápido y suave. Atravesamos una capa de nublada oscuridad antes de internarnos en el Octavo Círculo, que emergía de un recortado cráter en medio de su desolación rocosa. Yo nunca me había alejado más de un kilómetro de la casa de mis padres y no tenía más que una vaga noción acerca de cómo era la vida en otros círculos. Me habría gustado tener tiempo para estudiar el Octavo, pero nos elevábamos demasiado rápido para poder obtener algo más que una fugaz impresión: los condenados, contados por miles, con la espalda desnuda y entregados a la tarea de tirar de algún enorme edificio anónimo a través del terreno irregular. Entonces me quedé de nuevo sin ver nada, esta vez debido a la oscuridad del cielo del Octavo, para, momentos más tarde, emerger resoplando y escupiendo después de haber sido empapados con el fétido fluido de algún canal lleno de algas del cenagoso paisaje del Séptimo. Tal vez fue el baño en agua pantanosa lo que lo volvió loco o, simplemente, que lo que nos estaba ocurriendo le estaba entrando en la mollera, pero fuese lo que fuese, en ese momento papá Gatmuss empezó a vilipendiarme con el lenguaje más grosero y a culparme, por supuesto, del aprieto en el que nos encontrábamos.

—¡Eres un desecho de mi semilla, estúpido tarado, imbécil, zopenco, asqueroso gilipollas! ¡Debería haberte quitado la vida hace años, maldito retrasado! Si consigo alcanzar mi machete, juro que te cortaré en pedazos aquí y ahora.

Mientras me acusaba, no dejaba de forcejear tratando de meter los brazos para alcanzar de nuevo el interior de la red, donde supongo que tendría el machete. Pero la red lo había atrapado de tal modo que cualquier movimiento le resultaba imposible: estaba atascado.

Sin embargo, yo no lo estaba. Todavía tenía en mi posesión el cuchillo que había cogido de la cocina. No era un cuchillo demasiado grande, pero era de sierra, lo cual resultaba útil. Serviría.

Saqué el brazo y comencé a serrar la cuerda que sostenía la red en la que papá G. estaba atrapado. Sabía que tenía que actuar rápido; ya habíamos atravesado el Sexto Círculo y nos elevábamos hacia el Quinto. Ya no prestaba atención a los detalles topográficos de los círculos, solo los contaba mentalmente; por lo demás, mi concentración estaba dedicada a la cuerda.

Por supuesto, la retahíla de repugnantes improperios que salían de la boca de papá G. se volvía cada vez más obscena a medida que mi pequeño cuchillo empezaba a surtir efecto en la cuerda. Ya estábamos atravesando el Cuarto Círculo, pero no podría decirte absolutamente nada sobre él. Mi vida dependía de aquel cuchillo: si no conseguía cortar la cuerda antes de que alcanzáramos nuestro destino (que yo suponía que era el mundo de arriba) y de que Gatmuss fuera liberado de su red por quienquiera que estuviese tirando de nosotros, me masacraría sin necesidad de machete o pistola alguna.

Simplemente, me arrancaría los miembros uno a uno. Se lo había visto hacer con otros demonios mucho más grandes que yo.

Te diré que suponía una gran motivación oír que las amenazas e insultos de mi padre se volvían cada vez más ininteligibles debido a la furia, hasta que finalmente se convirtieron en una incoherente manifestación de odio. De vez en cuando lo miraba con disimulo a la cara, que estaba aplastada contra la malla de la red. Sus rasgos porcinos estaban vueltos hacia mí; sus ojos estaban clavados en mí.

Podía ver la muerte en aquellos ojos: mi muerte, evidentemente, representada una y otra vez en aquel cerebro suyo del tamaño de un testículo. Cuando le pareció haber captado mi atención, dejó de proferir insulto tras insulto e intentó conmoverme con incoherencias, como si yo no hubiera oído todas las obscenidades que había estado vomitando hasta entonces:

—Te quiero, hijo.

Tuve que reírme. Nunca nada me había divertido tanto en toda mi vida. Y había más: un montón de idioteces para morirse de risa.

—Claro que somos diferentes. Yo soy mezquino, tú eres un chico pequeño y yo…

—¿… No? —sugerí.

Sonrió de oreja a oreja. Nos comprendimos perfectamente.

—Exacto, no. Y cuando no lo eres, como yo, y tu hijo sí lo es, entonces no es justo que le esté pegando día y noche…

Pensé que lo confundiría jugando al abogado del diablo:

—¿Estás seguro? —le pregunté.

Su sonrisa se desvaneció un poco y el pánico invadió sus diminutos y centelleantes ojos.

—¿No debería estarlo? —dijo.

—No me lo preguntes a mí. No soy yo el que está diciéndome lo que cree que es…

—¡Ah! —me interrumpió, impaciente por expresar su pensamiento antes de que se le escapase—. ¡Eso es! ¿No es cierto?

—¿No lo es? —respondí serrando la cuerda mientras el diálogo de besugos continuaba.

—Esto no está bien —prosiguió papá G.—. Un hijo no debería matar a su propio padre.

—¿Por qué no, si su padre trató de asesinarlo?

—De asesinarlo no, chico. Asesinar nunca. Tal vez atar un poco en corto, pero ¿asesinar? No, eso nunca. Jamás.

—Bueno, papá, eso te convierte a ti en mejor padre de lo que yo soy como hijo —le respondí—, pero no va a impedirme cortar esta cuerda y desde aquí hay una caída considerable. Si tienes suerte, te romperás en pedazos.

—¿Si tengo suerte?

—Sí. No querría que te quedaras tirado sobre todos esos desperdicios con la espalda rota y todavía vivo. No con todos los demonios y condenados hambrientos que merodean por allí: te comerían vivo. Y eso sería demasiado terrible, incluso para ti. Así que tal vez deberías hacer las paces contigo mismo y rezar por tu muerte, porque te resultará mucho más fácil morir de ese modo: tan solo una larga caída y nada más. Oscuridad. El fin de papá Gatmuss de una vez por todas.

En el transcurso de nuestra charla ya habíamos atravesado varios círculos y, para ser sincero, había perdido la cuenta de cuántos quedaban para emerger al mundo de arriba. Tal vez tres. Mi cuchillo empezaba a embotarse a causa de la labor que le había encomendado, pero ya había cortado tres cuartas partes de la cuerda y el peso que esta soportaba tensó de tal modo las últimas hebras que comenzaron a romperse con el simple roce de la hoja.

Supe que nos encontrábamos cerca de la superficie porque podía oír voces en lo alto; más bien una voz en concreto que gritaba órdenes:

—¡Seguid tirando todos! Sí, eso te incluye a ti también. ¡Trabaja! Hemos atrapado algo grande. ¡No es uno de los gigantes, pero es grande!

Miré hacia arriba: había una capa rocosa a unas decenas de metros sobre nuestras cabezas, con una grieta que se ensanchaba en un punto. Las cuatro cuerdas desaparecían a través de esa parte más ancha de la fisura: las dos que nos sujetaban a papá G. y a mí y las otras dos que sostenían el cebo. La claridad que atravesaba la grieta era más intensa que cualquier otra cosa que hubiera visto abajo. Me ardían los ojos, así que aparté la mirada de allí y puse todas mis energías en cortar las hebras más persistentes de la cuerda. Sin embargo, la imagen de la grieta seguía grabada en mi retina como un relámpago.

Durante esos dos o tres últimos minutos, papá G. había cesado tanto en su letanía de insultos como en su absurdo intento de apelar a mi amor filial. Solo miraba fijamente al hueco situado en el cielo del Primer Círculo. Su visión parecía haber desatado en él el terror, expresado mediante una avalancha de súplicas que se iban debilitando debido a otros sonidos que nunca creí que él emitiría: gimoteos y sollozos de terror.

—No, no podemos ir arriba, no podemos, no podemos…

Le manaban lágrimas de moco de las fosas nasales, y por primera vez reparé en que estas eran enormemente mayores que sus ojos.

—… en la oscuridad, en la profundidad, ahí es donde tenemos que… No, no, no puedes, no debes.

De repente la histeria lo enloqueció:

—¿Sabes los que hay ahí, chico? ¿En la luz, chico? La luz de Dios en el cielo. La luz abrasará mis ojos. ¡No quiero verla! ¡No quiero verla!

Se retorcía presa del pánico mientras daba rienda suelta a todos esos sentimientos, tratando por todos los medios de taparse los ojos con las manos, aunque le resultaba anatómicamente imposible. Pero siguió intentándolo, contorsionándose entre la malla de la red. Sus aterrorizados gritos eran de una intensidad tal que cuando se detuvo un momento para respirar oí que alguien del mundo de arriba decía:

—¡Escuchad eso! ¿Qué dice? Y otra voz:

—No lo escuchéis. No queremos llenar nuestras cabezas con palabras de demonio. Tápate los oídos, padre O’Brien, o te hará perder la cabeza.

Eso fue todo lo que pude oír, porque papá G. comenzó a sollozar y a forcejear de nuevo. La malla de su red crujió debido a sus convulsiones, pero no fue la red lo que se rompió: fueron las últimas hebras de la cuerda que aún lo sostenía. Dada la pequeña magnitud de lo que se rompió, el ruido que hizo fue sorprendentemente fuerte y resonó en el tejado de roca que teníamos sobre nuestras cabezas.

La expresión en el rostro de papá Gatmuss pasó del terror metafísico a algo más simple: estaba cayendo. Cayendo y cayendo.

Justo antes de golpearse con la capa de roca cubierta de liquen que se extendía en el suelo del Primer Círculo, dio rienda suelta a ese terror simple que su cara expresaba soltando un bramido de desesperación. Aparentemente, no le agradaba elevarse ni tampoco caer. Entonces atravesó la capa de musgo y desapareció.

Sin embargo, su bramido podía oírse aún; se atenuó un poco mientras atravesaba el Segundo Círculo, y un poco más mientras caía al Tercero, hasta que se desvaneció por completo cuando pasó por el Cuarto.

Se había ido. ¡Papá G. por fin se había ido de mi vida! Después de tantos años temiéndolo a él y a sus castigos, había desaparecido de mi vida y se estaba muriendo poco a poco, o eso esperaba, a medida que se golpeaba contra cada Círculo. Sus miembros se romperían, su espalda se quebraría y su cráneo se aplastaría como un huevo, probablemente mucho antes de que aterrizara de nuevo en los cañones de basura donde nos habían pescado. No me había inventado la horrible historia acerca de cómo sería quedarse imposibilitado en aquel lugar, arrastrándose entre lo más lamentable e incorregible de la demonidad. Conozco a muchos de ellos: algunos eran demonios que una vez fueron los más eruditos y sofisticados de entre nosotros, pero a los que sus investigaciones posteriores llevaron a darse cuenta de que no significábamos nada en el esquema de la Creación: flotamos en el vacío sin propósito o significado alguno. Se tomaron su descubrimiento muy mal, desde luego mucho peor que la mayoría de mis compañeros, que ya habían dejado de pensar en conceptos tan elevados tiempo atrás para dedicarse a buscar, entre el escaso número de líquenes que crecían en la penumbra del Noveno, un paliativo para sus hemorroides.

Pero la desolación de los eruditos no era inmune al hambre. Durante los años que había vivido en la casa de las dunas de basura había oído un montón de historias sobre caminantes que habían perecido en los desperdicios del Noveno y cuyos huesos habían sido hallados completamente limpios, si es que se habían encontrado. Aquella sería probablemente la suerte que correría papá G.: se lo comerían vivo hasta haberle chupado la última brizna de médula.

Agucé el oído por si escuchaba algún sonido procedente del inframundo (un último grito de mi padre asesinado), pero no oí nada. Eran las voces del mundo de arriba las que ahora requerían mi atención. La cuerda de la que había pendido la red de papá G. había sido izada hasta fuera del alcance de mi vista en cuanto él había caído. Deslicé mi pequeño cuchillo dentro de un bolsillito de carne que había fabricado en mi propio cuerpo con el objetivo concreto de esconder un arma y que me había costado varios meses de grandes dolores.

La decepción y frustración eran evidentes entre quienes me habían atrapado:

—Sea lo que sea lo que hemos perdido, pesaba cinco veces más que esta cosita —dijo alguien.

—Debe de haber mordido las cuerdas —opinó la voz que reconocí como la del sacerdote—. Estos demonios suelen hacer esas cosas.

—¿Por qué no te callas y rezas? —intervino una tercera voz, más chillona—. Para eso estás aquí, ¿no es cierto? Para proteger nuestras almas inmortales de lo que quiera que saquemos de ahí.

Pensé que estaban asustados, lo cual era bueno para mí; los hombres asustados hacían cosas estúpidas. Mi tarea iba a consistir en mantenerlos asustados. Tal vez podría intimidarlos con mi horrible armazón y mi rostro y mi cuerpo quemados, pero tenía dudas al respecto. Tendría que usar mi ingenio.

Ya podía ver el cielo con más claridad. Ninguna nube empañaba el azul, pero se divisaban varias columnas dispersas de humo negro y dos olores diferentes se batían por la atención de mis orificios nasales: uno era el empalagoso aroma del incienso y el otro era el olor a carne quemada.

En cuanto los inhalé, rápidamente me vino a la memoria un juego de la infancia que tal vez me ayudase a defenderme de mis captores. Cuando era niño, e incluso en los primeros años de mi adolescencia, siempre que papá Gatmuss llegaba a casa de noche con compañía femenina, mamá estaba obligada a dejar la cama de matrimonio y a dormir en mi cama, así que yo quedaba relegado al suelo con solo una almohada (si ella se sentía generosa) y una sábana sucia. En cuanto apoyaba la cabeza, enseguida se quedaba dormida, extenuada por la vida con papá G.

Entonces empezaba a hablar en sueños. Las cosas que decía (maldiciones furiosamente elaboradas y aterradoras dirigidas a papá G.) bastaban para hacer que el corazón se me acelerase de miedo, pero era la voz con que las pronunciaba lo que realmente me impresionaba.

Era otra mamá la que hablaba; su voz era un profundo y salvaje gruñido de rabia asesina que escuché tantas veces a través de los años que, aun sin intentar imitarla conscientemente, un día desaté en privado la furia que sentía contra papá G. y aquella voz, sencillamente, salió de mí. No era una simple imitación: había heredado de mamá una deformidad que ella tenía en la garganta y que me permitía recrear aquel sonido. Estaba seguro de ello.

Durante las semanas siguientes a mi descubrimiento del don que mi estirpe me había otorgado, cometí el error de tomar un atajo de camino a casa que me obligaba a atravesar un territorio que durante mucho tiempo había sido dominio de una banda de jóvenes demonios asesinos a quienes les gustaba masacrar a aquellos que se negaban a pagar el peaje que les exigían. Cuando miro atrás y pienso en esto, a menudo me pregunto si mi intromisión fue realmente accidental, como creía entonces, o si se trató más bien de una prueba. Allí estaba yo, Jakabok, el enclenque constantemente aterrorizado del vecindario, provocando deliberadamente una confrontación con una banda de matones que no se lo pensarían dos veces antes de matarme en plena calle a las puertas de mi casa.

La versión breve de la historia es fácil de contar: hablé con la voz de pesadilla de mi madre y la utilicé para atacar al enemigo con la retahíla de insultos más salvajes y venenosos que me vinieron a la mente.

Funcionó al instante con tres de mis cuatro asaltantes. El cuarto, que era el más grande, estaba sordo como una tapia. Se tomó un momento para observar la retirada de sus colegas y entonces, al ver mi boca tan abierta se dio cuenta de que estaba emitiendo algún tipo de sonido que había espantado a los otros. Se dirigió inmediatamente hacia mí, me agarró por la nuca con una de sus inmensas manos y me metió la otra en la boca para sacarme la lengua. La cogió por la raíz, hundiendo sus uñas en el músculo mojado, y me habría dejado igual de mudo que sordo estaba él si mis colas (sin haber recibido instrucciones conscientes) no hubieran salido en mi ayuda. Se elevaron por detrás de mí al mismo tiempo, se separaron la una de la otra y pasaron junto a mi cabeza a toda velocidad para dirigir sus respectivas puntas a los ojos de mi agresor. Al no tener hueso, no llegaron a dejarlo ciego, pero sus cartílagos tenían la suficiente fuerza como para hacerle daño. Me soltó y me alejé de él tambaleándome y escupiendo sangre, pero por lo demás ileso.

Ahora ya tienes la lista completa de las armas que me llevé al mundo de arriba: un pequeño cuchillo romo, la voz de pesadilla de mi madre y las colas gemelas que había heredado de mi recientemente devorado padre.

No era demasiado, pero serviría.

Pues ahí lo tienes. Ahora sabes cómo salí del inframundo y cómo comenzaron mis aventuras aquí. Seguro que ya estás satisfecho. Te he contado cosas que nunca antes había contado a ninguna otra persona, incluso cuando estaba a punto de destriparla. Lo que le hice a papá G., por ejemplo; nunca lo había admitido hasta ahora, ni una sola vez. Y deja que te diga que no ha sido algo fácil de confesar, ni siquiera tras todos estos siglos. El parricidio, especialmente cuando se lleva a cabo arrojando a tu padre a las fauces de unos lunáticos hambrientos, es un crimen grave.

Pero querías que bailara al son que tú tocabas y lo he hecho, he bailado.

No necesitas oír nada más, créeme. Una vez que me sacaron de la roca, ya te puedes imaginar el resto por ti mismo. Es obvio que no acabaron conmigo, de lo contrario no estaría sentado en esta página hablando contigo. Los detalles no importan. Todo es historia ya, ¿no es cierto?

No, no, espera. Retiro eso. No es historia. ¿Cómo puede serlo? Nadie ha escrito nada de eso nunca. Historia es lo que dicen los libros, ¿no? Y cuando se trata del sufrimiento de alguien como yo, un demonio quemado y feo como un pecado cuya vida vale menos que nada, no hay historia que valga.

Soy Jakabok el don nadie. Por lo que a ti respecta, Jakabok el invisible.

Pero te equivocas. Te equivocas. Estoy aquí.

Estoy justo aquí, en las páginas que tienes delante. Ahora mismo estoy mirando fijamente las palabras y moviéndome tras las líneas a medida que tus ojos las siguen.

¿Ves eso borroso que hay detrás de las palabras? Soy yo moviéndome.

¿Sientes que el libro se agita un poco? Vamos, no seas cobarde. Lo has sentido, admítelo.

Admítelo.

¿Sabes qué, amigo? Creo que tal vez debería contarte un poquito más, en honor a la verdad. Entonces al menos habrá un lugar donde los infortunios de un demonio enclenque como yo se conviertan en palabras, en historia.

Así que puedes apartar la llama por unos minutos, mientras te cuento lo que me ocurrió en el mundo de arriba. Así, aunque luego quemes el libro, al menos tú habrás oído la historia, ¿no? Y podrías contarla, que es el modo en que se transmiten todas las historias que merecen la pena. Y tal vez algún día escribas un libro sobre cómo una vez conociste a ese demonio llamado Jakabok y las cosas que te contó sobre los demonios y la Historia y el fuego. Un libro así podría hacerte famoso, lo sabes. Podría. Quiero decir que vosotros los humanos estáis más interesados en el mal que en el bien, ¿verdad? Podrías inventar todo tipo de detalles viles y afirmar que son cosas que yo te dije. ¿Por qué no? ¡El dinero que podrías ganar contando La historia de Jakabok! Si te asustan un poco las consecuencias, no tienes más que donar parte de tus beneficios al Vaticano, a cambio de los servicios de un sacerdote las veinticuatro horas, por si acaso algún demonio loco decidiese ir a llamar a tu puerta.

Piénsalo. ¿Por qué no? No existe motivo alguno por el que no debas aprovecharte de nuestro pequeño acuerdo, ¿o acaso lo hay? Y mientras lo piensas, te contaré lo que me ocurrió cuando salí de la tierra y por fin vi el sol.

Deberías escuchar con mucha atención lo que viene ahora, amigo, porque está plagado de material oscuro y cada una de las palabras es cierta, lo juro por la voz de mi madre. Aquí hay un montón de material para tu libro, créeme. Tan solo asegúrate de que recuerdas los detalles porque son los detalles los que hacen que la gente crea lo que se les cuenta.

Y no lo olvides nunca: ellos quieren creer, aunque no todo, obviamente. Lo de que la Tierra es plana ha caído en desgracia, pero esto, amigo mío, este material venenoso, esto sí que lo quieren creer. No, olvida eso; no es que quieran creerlo, es que lo necesitan. ¿Qué podría ser más importante para una especie que vive en un mundo de malvados que el hecho de que esos malvados no sean su responsabilidad? Es todo cosa del demonio y de su demonidad.

Sin duda, tú mismo has pasado por la misma experiencia: has presenciado abominaciones con tus propios ojos y estoy seguro de que verlas te volvió medio loco, ya se tratase de un niño torturando a una mosca o de un dictador cometiendo genocidio. De hecho (¡ah, esto es bueno!), podrías decir que el único modo que tuviste de mantenerte cuerdo fue escribirlo, palabra por palabra, exorcizarlo reflejándolo en páginas para purgar todo aquello de lo que fuiste testigo. Eso está bien, aunque lo haya dicho yo: «purgar aquello de lo que fuiste testigo». Está muy bien.

Por supuesto, habrá mucha gente que se rasgue las vestiduras y finja que nunca le sorprenderían con un libro sobre la demonidad en sus santificadas manos. Pero todo eso es una farsa: a todo el mundo le encanta que haya un punto de miedo en las historias que leen; una repugnancia que acaba convirtiendo el amor por el libro en algo mucho más dulce. Lo único que tienes que hacer es escucharme atentamente y luego recordar lo más horrible. Entonces podrás contar a la gente, con la mano en el corazón, que lo obtuviste todo de una fuente totalmente fiable, ¿no es cierto? Incluso puedes decirles mi nombre, si quieres. A mí no me importa.

Pero deberías andarte con cuidado, amigo. Las cosas que presencié en el mundo de arriba, algunas de las cuales te voy a relatar ahora, no son aptas para aprensivos. Puede que de vez en cuando sientas que se te revuelve el estómago. No dejes que los detalles truculentos te alteren. Piénsalo de este modo: cada pequeño horror significa dinero en el banco. Eso es lo que te ofrezco a cambio de que quemes este libro: una fortuna a base de horrores. No es un trato tan terrible, ¿no?

No, he pensado que no lo es. Así que permíteme retomar la historia donde la había dejado: yo saliendo del inframundo por primera vez en mi vida.

Para ser sincero, que me izaran del interior de una grieta en la roca envuelto en una red no fue una entrada de lo más digna.

—¿Qué es eso, en nombre de la cristiandad? —dijo un hombre con una gran barba y una barriga aún más grande que estaba sentado a una cierta distancia sobre una roca. Este hombre grande tenía un perro grande al que sujetaba con una correa corta, lo cual agradecí después de que el chucho dejara claro que yo no le agradaba lo más mínimo. Enseñaba los dientes hasta las encías y gruñía.

—Bueno, padre O’Brien —intervino un hombre mucho más delgado, con pelo largo y rubio y un mandil manchado de sangre—, ¿tienes alguna respuesta?

El padre O’Brien se aproximó a la red con una jarra de vino en la mano y me observó detenidamente durante unos segundos antes de declarar:

—No es más que un demonio menor, señor Cawley.

—¡Otro más no! —protestó el hombre grande.

—¿Quiere que lo devuelva abajo? —preguntó el rubio mirando a los tres hombres que sujetaban la cuerda de la que yo pendía. Los tres estaban sudorosos y cansados. Entre el borde del agujero y el exhausto trío había una torre de unos tres metros y medio de alto hecha de madera y metal cuya base estaba lastrada con varias rocas enormes para evitar que se cayese. Dos brazos de metal se extendían desde lo alto de la torre, de modo que parecía una horca diseñada para colgar a dos delincuentes a la vez. La cuerda que sujetaba mi red rodeaba una de las ruedas dentadas situadas en el extremo de los brazos y se extendía por el brazo hasta bajar adonde estaban los tres hombres que en ese momento sujetaban mi cuerda (y mi vida) con sus enormes manos.

—Me dijiste que habría gigantes, O’Brien.

—Y los habrá. Los habrá, lo juro. Pero no abundan mucho, Cawley.

—¿Se te ocurre alguna razón por la que debiese conservar a este?

El sacerdote me observó:

—No serviría ni de alimento para los perros.

—¿Por qué? —preguntó Cawley.

—Está cubierto de cicatrices. Debe de ser el demonio más feo que he visto nunca.

—Déjame ver —dijo Cawley levantando su enorme trasero de la, sin duda, agradecida roca y acercándose a mí, con su estómago por delante, y el hombre un poco más atrás.

—Shamit —le dijo Cawley al rubio—. Coge la correa de Garganta.

—La última vez me mordió.

—¡Coge la correa, imbécil! —bramó Cawley—. Sabes cuánto odio tener que pedir las cosas dos veces.

—Sí, Cawley. Lo siento, Cawley.

El rubio Shamit cogió la correa de Garganta, visiblemente asustado de que le mordiese por segunda vez. Pero la perra tenía otros planes para cenar: yo. No apartó ni un momento sus enormes ojos negros de mí y le caían ríos de baba de la boca. Había algo en su mirada, tal vez las llamas que encendían sus ojos, que me hizo pensar que se trataba de una perra con un toque de cazadora del infierno en la sangre.

—¿Por qué miras a mi perra, demonio? —preguntó Cawley. Al parecer, le desagradaba que lo hiciese, porque sacó una barra de hierro de su cinturón y me golpeó con ella unas dos o tres veces. Los golpes me dolieron y, por primera vez en muchos años, olvidé el poder de la palabra y le chillé como un mono enfurecido.

Mis ruidos provocaron a la perra, que empezó a ladrar; su cuerpo se agitaba con cada sonido que emitía.

—¡Para de hacer eso, demonio! —gritó Cawley—. ¡Y tú también, Garganta!

La perra enmudeció inmediatamente y mis chillidos se transformaron en pequeños gemidos.

—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Shamit. Había sacado un pequeño peine de madera y se atusaba sus mechones rubios sin parar, como si apenas se diese cuenta de lo que hacía—. Con tantas cicatrices, no sirve para despellejar.

—Son quemaduras —corrigió el sacerdote.

—¿Otra vez tu humor irlandés, O’Brien?

—No es una broma.

—¡Ay, Señor! O’Brien, deja en paz el vino y piensa en las estupideces que estás diciendo. Se trata de un demonio; lo hemos sacado del fuego eterno del Infierno. ¿Cómo se puede quemar algo que vive en un lugar así?

—No lo sé, solo digo que… —Sí…

O’Brien dejó de mirar el rostro de Cawley para mirar la barra de hierro y de nuevo a Cawley. Al parecer, yo no era el único al que le habían hecho daño con aquello.

—Nada, Cawley, nada de nada. Es el vino el que habla. Probablemente tenga usted razón, debería dejar de beber durante un rato.

Dicho esto, hizo precisamente lo contrario: dio la espalda a Cawley, inclinó la jarra para beber y se alejó tambaleándose.

—Estoy rodeado de borrachos, idiotas y… —sus ojos se posaron en Shamit, que seguía peinándose sin cesar y con la mirada fija en el vacío, como si el ritual lo hubiese transportado a un estado de trance— y lo que quiera que sea este.

—Perdón —se disculpó Shamit, saliendo de su delirio—, ¿me preguntaba algo?

—Nada a lo que pudieras responderme —replicó Cawley y a continuación me dedicó una desagradable mirada—. Muy bien. Subidlo y sacadlo de la red. Pero tened cuidado, ya sabéis lo que ocurre cuando las cosas se precipitan y se les da cancha a los demonios para que causen problemas, ¿no?

Se produjo un silencio, solamente interrumpido por el crujido de la cuerda que me estaba elevando de nuevo.

—¡El señor C. os acaba de hacer una pregunta, estúpidos gorilas! —gritó Cawley.

Esta vez se oyeron gruñidos y apagadas respuestas de todos los que estaban allí. Pero aquello no bastaba para satisfacer a Cawley.

—Pero bueno, ¿qué he dicho?

Los cinco hombres mascullaron sus propias e incompletas versiones de la pregunta que Cawley les había hecho.

—¿Y cuál es la respuesta?

—Que pierdes cosas —contestó el padre O’Brien. Alzaba los brazos mientras hablaba para dar pruebas de lo que decía. Su mano derecha había sido arrancada de un bocado, al parecer muchos años atrás, y lo único que le quedaba de ella era el pulgar, que utilizaba para sujetar el asa de la jarra. No tenía mano izquierda, ni tampoco muñeca ni dos tercios del antebrazo. Le sobresalían quince o veinte centímetros de hueso del muñón del codo. Era de color amarillo y marrón, excepto el extremo, que había sido recientemente afilado y era blanco.

—Exacto —dijo Cawley—. Pierdes cosas: manos, ojos, labios. A veces cabezas enteras.

—¿Cabezas? —preguntó el sacerdote—. Nunca vi a nadie que perdiese…

—En Francia. Aquel demonio lobo que sacamos de un agujero muy parecido a este, salvo porque había agua…

—Ah, sí, aquel que saltó de la roca. Ahora lo recuerdo. ¿Cómo he podido olvidar a aquella cosa monstruosa? El tamaño de sus fauces; simplemente se abrieron y arrancaron la cabeza de aquel estudiante. ¿Cómo se llamaba?

—No importa.

—Pero viajé con él durante un año o más y ahora no recuerdo su nombre.

—No empieces a ponerte sentimental.

—¡Ivan! —exclamó O’Brien—. ¡Se llamaba Ivan!

—Ya es suficiente, cura. Tenemos trabajo que hacer.

—¿Con eso? —preguntó Shamit mirándome por encima de su estrecha y larga nariz llena de granos. Le mantuve la mirada mientras trataba de hacer algún comentario despectivo con mi tono más condescendiente, pero por algún motivo mi garganta no pronunció las palabras que tenía en la cabeza. Todo lo que me salió fue un vergonzoso revoltijo de gruñidos y balbuceos.

Entretanto, Cawley preguntaba:

—¿Cuándo comienza la quema del arzobispo y sus animales sodomíticos?

—Mañana —respondió O’Brien.

—Entonces tendremos que movernos deprisa si queremos sacar algo de dinero de este lamentable intento de monstruo. O’Brien, trae los grilletes para el demonio. Los más pesados, los que tienen clavos en la parte de dentro.

—¿Los quieres para las manos y los pies?

—Desde luego. Y Shamit, deja de flirtear con él.

—No estoy flirteando.

—Bueno, deja de hacer lo que quiera que estés haciendo, ve a la parte trasera del carro y trae la vieja capucha.

Shamit se fue sin pronunciar palabra y yo me quedé allí tratando de persuadir a mi lengua y a mi garganta de que produjesen un sonido más articulado y más civilizado que los ruidos que se me habían escapado hasta entonces. Creí que si me oían hablar, tal vez podría convencerlos de que dialogaran conmigo y Cawley vería que yo no era un devorador de miembros ni de cabezas, sino una criatura pacífica. Y en cuanto lo comprendiese, ya no habría necesidad de grilletes ni de capucha. Pero seguía siendo incapaz. Las palabras estaban lo suficientemente claras en mi cabeza, pero mi boca sencillamente se negaba a pronunciarlas, como si una reacción instintiva a la visión y al olor del mundo de arriba me hubiese dejado mudo.

—Puedes escupir y gruñirme todo lo que quieras —dijo Cawley—; pero no me vas a hacer ningún daño, ni a mí ni a mi pequeña familia. ¿Me oyes, demonio?

Asentí. Era todo lo que podía hacer.

—¡Vaya, mirad esto! —exclamó Cawley, al parecer realmente sorprendido—. Esta criatura me entiende.

—No es más que un truco para hacerle pensar eso —dijo el sacerdote—. Créame, en su cabeza no hay nada más que ansias de llevarse su alma a la demonidad.

—¿Y qué hay del modo en que asiente con la cabeza? ¿Qué significa eso?

—No significa nada. Tal vez tiene un nido de esas pulgas de sangre negra en los oídos y está tratando de sacárselo.

La arrogancia y la estupidez supina de la respuesta del sacerdote llenaron mi cabeza de una furia atronadora. Por lo que a O’Brien respectaba, yo no era más significativo que las pulgas a las que culpaba de mis movimientos; un mugriento parásito que él aplastaría felizmente con su pie si hubiese sido lo suficientemente pequeño. Se apoderó de mí una furia profunda, aunque inútil, dado que en la situación en la que me encontraba no había modo alguno de expresarla.

—Yo… yo tengo… tengo la capucha —jadeó Shamit mientras tiraba de algo sobre el oscuro suelo.

—¡Vale, pues levántala! —ordenó Cawley—. Déjame ver esa maldita cosa.

—Pesa.

—¡Tú! —exclamó Cawley señalando a uno de los tres hombres que estaban desocupados junto al torno. Los tres se miraron entre ellos tratando de presionar a alguno de los otros para que diese un paso a delante. Cawley no tenía paciencia para esas tonterías—. ¡Tú, el de un solo ojo! ¿Cómo te llamas?

—Hacker.

—Muy bien, Hacker. Ven a ayudar a este imbécil degenerado.

—¿A hacer qué?

—Quiero que le pongáis la capucha al demonio, y rápido. Vamos, deja de santiguarte como una virgen asustada. El demonio no te va a hacer ningún daño.

—¿Está seguro?

—Míralo, Hacker. Es un enclenque.

Gruñí ante este nuevo insulto, pero mi protesta pasó desapercibida.

—Solo ponedle la capucha sobre la cabeza —dijo Cawley.

—¿Y después?

—Después tendréis toda la cerveza que seáis capaces de beber y toda la carne de cerdo que seáis capaces de comer.

El trato dibujó una nada atractiva sonrisa en el escabroso rostro de Hacker.

—Hagámoslo —dijo—. ¿Dónde está la capucha?

—Estoy sentado sobre ella —respondió Shamit.

—¡Entonces muévete! ¡Tengo hambre!

Shamit se puso en pie y los dos hombres comenzaron a levantar la capucha del suelo, por lo que pude verla con claridad. Entonces entendí por qué Shamit respiraba tan entrecortadamente mientras la transportaba: la capucha no estaba hecha de loneta ni de piel, como yo me había imaginado, sino de hierro negro. Estaba formada por una rústica caja con los lados de cinco centímetros o más de grosor y una puerta cuadrada con bisagras en la parte frontal.

—Si intentas alguna treta demoníaca —me advirtió Cawley—; traeré madera y te quemaré aquí mismo. ¿Me oyes?

Asentí con la cabeza.

—Me entiende —dijo Cawley—. Muy bien, ¡hacedlo rápido! O’Brien, ¿dónde están los grilletes?

—En la furgoneta.

—No nos resultan demasiado útiles allí. ¡Tú! —Escogió a uno de los dos hombres restantes—. ¿Tu nombre?

—William Nycross.

Aquel hombre era como un behemoth, con los brazos y las piernas gruesos como troncos y un enorme torso. Sin embargo, su cabeza era diminuta; redonda, roja y sin cabello, ni siquiera cejas ni pestañas.

—Vete con O’Brien y traed los grilletes. ¿Eres rápido con las manos? —preguntó Cawley.

—Rápido… —respondió Nycross, como si la pregunta estuviese poniendo a prueba su inteligencia— con… las manos.

—¿Sí o no?

Situado detrás de Cawley, fuera de su campo de visión pero no del de Nycross, el sacerdote guió al bobalicón de la cabeza pequeña haciendo un gesto de asentimiento. El niño gigante imitó lo que veía.

—Servirá —dijo Cawley.

Para entonces yo ya había caído en la cuenta de que no iba a ser capaz de conseguir que mi lengua pronunciase algo convincente que me ayudase a obtener un poco de compasión por parte de Cawley. El único modo de evitar que me convirtiera en su prisionero era actuar como el demonio salvaje que desde el principio afirmó que era.

Emití un ruido débil que me salió más chillón de lo que esperaba. Cawley se alejó instintivamente unos pasos de mí y agarró a uno de sus hombres, al que todavía no se había dirigido. El rostro del hombre presentaba grotescas marcas que indicaban que había padecido sífilis, cuya más notable consecuencia era la ausencia de nariz. Cawley situó al sifilítico entre él y yo, sosteniendo el cuchillo contra su cuerpo para obligarlo a cumplir su deber.

—Mantente a distancia, demonio. ¡Tengo agua bendita, bendecida por el papa! ¡Más de diez litros! Podría ahogarte en agua bendita si quisiera.

Repliqué con el único sonido que mi garganta había sido capaz de producir: aquel gruñido marchito. Finalmente Cawley pareció darse cuenta de que ese sonido era la única arma de mi arsenal y estalló en carcajadas.

—Me muero de miedo —dijo—. ¡Shamit, Hacker! ¡La capucha! —Se sacó la barra de hierro del cinturón y la blandió con impaciencia contra su palma abierta mientras hablaba—. ¡Moveos! ¡Todavía nos quedan desollamientos que hacer y otras diez colas que deshuesar al fuego!

No me gustó nada cómo sonó aquel comentario, ya que era el único allí que tenía no solo una cola, sino dos. Y si hacían aquello por dinero, mi estrafalario exceso de colas les daría un motivo para avivar el fuego bajo la olla.

Se me hizo un nudo en las tripas por el miedo. Comencé a forcejear como un loco contra la malla de la red, pero mis movimientos solo sirvieron para enredarme aún más.

Mientras tanto, mi muda garganta emitía sonidos cada vez más extravagantes; la bestia que había liberado unos momentos antes sonaba como un animal doméstico en comparación con el incontrolable y salvaje ruido que salía ahora de mis entrañas. Aparentemente, el estruendo no intimidaba a mis captores.

—¡Ponle la capucha, Shamit! —ordenaba Cawley—. Por Dios, ¿a qué estás esperando?

—¿Y si me muerde? —gimoteó Shamit.

—Pues tendrás una horrible muerte y echarás espuma por la boca como un perro rabioso —respondió Cawley—. ¡Así que ponle la maldita capucha y hazlo rápido!

Se produjo una oleada de actividad en cuanto todo el mundo se puso a cumplir su tarea. El sacerdote daba instrucciones al titubeante Nycross sobre cómo preparar los grilletes para mis muñecas y mis tobillos, mientras que Cawley daba órdenes desde la corta distancia a la que se había apartado.

—¡Primero la capucha! ¡Vigílale las manos, O’Brien, o atravesará la red! ¡Este es astuto, no cabe duda!

En cuanto Shamit y Hacker me pusieron la capucha sobre la cabeza, Cawley regresó adonde yo estaba y la golpeó bruscamente con la barra que sostenía, hierro contra hierro. El ruido hizo que mi cráneo retumbara e hizo papilla mis pensamientos.

—¡Ahora, Sífilis! —oí gritar a Cawley en plena confusión—. ¡Sácalo de la red mientras se tambalea! —Y, como medida de precaución, golpeó la capucha de hierro por segunda vez. Los nuevos ecos a través del hierro y de mi cráneo me pillaron recuperándome del primer golpe.

¿Aullé o tan solo me imaginé que lo hacía? El ruido que había en mi cabeza era tan asombroso que no me sentía seguro de nada, excepto de lo indefenso que estaba. Cuando las reverberaciones de los golpes de Cawley comenzaron por fin a desvanecerse y recuperé algo de consciencia, ya me habían sacado de la red y Cawley seguía dando órdenes.

—¡Los grilletes en los pies primero, Sífilis! ¿Me oyes? ¡En los pies!

En los pies, pensé. Tiene miedo de que salga corriendo.

No analicé más la situación, sino que arremetí hacia mi izquierda y mi derecha; mi visión estaba demasiado restringida por la capucha para estar seguro de a quién había golpeado, pero me sentí satisfecho al notar que las grasientas manos que me estaban sujetando me habían soltado. Entonces hice precisamente lo que Cawley me había inducido a hacer: corrí.

Me alejé unas diez zancadas de mis agresores y solo entonces fui presa del pánico. ¿La razón? El cielo nocturno.

En el breve espacio de tiempo transcurrido desde que Cawley me había sacado de la grieta, el día había empezado a morir y a mancharse de estrellas. Por primera vez en mi vida tenía sobre mi cabeza la inabarcable inmensidad del cielo. La amenaza que Cawley y sus matones suponían se me antojaba intrascendente en comparación con el terror que me provocaba aquella gran extensión de oscuridad que las estrellas, aunque numerosas, no alcanzaban a iluminar. De hecho, no había nada que el torturador del Infierno hubiera inventado que fuese más terrorífico que aquello: el espacio.

La voz de Cawley me despertó de mi sobrecogimiento.

—¡Id tras él, idiotas! No es más que un demonio pequeño. ¿Qué daño puede haceros?

No era una verdad agradable, pero era la verdad. Si me atrapaban de nuevo, estaba perdido. No cometerían el error de dejarme escapar por segunda vez. Me incliné hacia delante y dejé que el peso de la capucha de hierro resbalase de mi cabeza y cayera al suelo entre mis pies. Entonces me incorporé y valoré mi situación con mayor claridad.

A mi izquierda había una pendiente muy acusada en cuyo borde la luz de un fuego iluminaba el humeante aire. A mi derecha y frente a mí se extendía la periferia de un bosque, con la silueta de sus árboles iluminada por otra fuente de luz que procedía de algún punto del interior del bosque.

Detrás de mí, muy cerca, estaban Cawley y sus hombres.

Corrí hacia los árboles, temeroso de que si probaba con la pendiente, alguno de mis torturadores podría ser más rápido y alcanzarme. En unas pocas zancadas había alcanzado los jóvenes y delgaduchos árboles que bordeaban el bosque y comencé a abrirme camino entre ellos con mis colas agitándose con furia a derecha e izquierda mientras corría.

Oí con satisfacción el tono de incredulidad en la voz de Cawley, que gritaba:

—¡No, no! ¡No puedo perderlo ahora! ¡No lo perderé! ¡No lo perderé! ¡Moved el culo, imbéciles, o le partiré el cráneo a alguien!

Para entonces ya había atravesado la zona de árboles jóvenes y corría entre otros mucho más antiguos cuyo inmenso contorno, junto con los espinosos matorrales que crecían entre ellos, me ocultaban cada vez más. Si me movía con cautela, pronto perdería a Cawley y sus acólitos, si es que no lo había conseguido ya.

Encontré un árbol con un contorno inmenso y las ramas tan cargadas por la prodigalidad estival de hojas y flores que se encorvaban hasta alcanzar los arbustos que crecían a su alrededor. Me refugié tras el árbol y escuché: mis perseguidores se habían callado de repente, lo cual resultaba inquietante. Aguanté la respiración para escuchar hasta el sonido más débil que pudiera darme una pista de su paradero, pero no me gustó lo que oí: voces susurrantes que procedían, al menos, de dos direcciones. Al parecer, Cawley había dividido a su banda para alcanzarme desde varios frentes a un mismo tiempo. Cogí aire y me puse de nuevo en marcha, deteniéndome cada pocos pasos para escuchar a mis perseguidores. Ellos no acortaban distancias, pero yo tampoco los perdía de vista. Confiando en que no me escaparía, Cawley comenzó a llamarme:

—¿Adonde crees que vas, pedazo de roña? No vas a huir de mí. Puedo oler tus apestosas boñigas de demonio a más de un kilómetro de distancia. ¿Me oyes? No tienes ningún sitio adonde ir sin que yo te persiga pisándote las dos colas, pequeño bicho raro. Tengo compradores que pagarán una pasta por tu esqueleto completo con esas dos colas tuyas que se yerguen con tanto orgullo. Vas a proporcionarme un montón de beneficios cuando te coja.

El hecho de oír la voz de Cawley tan cerca y de imaginarme que conocía su situación hizo que me descuidara. Al escucharlo tan atentamente, perdí la noción de por dónde había oído acercarse a los otros. De repente, el Sífilis salió de entre las sombras. Si no hubiera cometido el error de anunciar que me había capturado antes de que sus enormes manos me atrapasen realmente, me habría hecho prisionero. Pero sus alardes se adelantaron unos pocos y preciosos segundos y tuve tiempo de esquivar su acosadora mano y de escapar a trompicones por entre los matorrales mientras él me perseguía dando tumbos.

Solamente podía huir del Sífilis en una dirección, pero al ser más pequeño y hábil que él, pude salir disparado de nuevo hacia los árboles y colarme a través de estrechos lugares a los que el enfermo titán no podía seguirme.

Sin embargo, mi precipitada zambullida entre la maleza fue de todo menos silenciosa, y muy pronto oí la voz del sacerdote y de Cawley, por supuesto, que daba órdenes a Hacker y Shamit.

—¡Acercaos! ¡Acercaos! ¿Tienes la capucha, Shamit?

—Sí, señor, señor Cawley, la tengo justo aquí, en la mano.

—¿Y la pieza de la cara?

—También la tengo, señor Cawley. Y un martillo para sujetar los remaches.

—¡Entonces hacedlo! ¡Acercaos!

Por un momento me planteé la idea de trepar por una de las ramas bajas y esconderme en lo alto, donde ellos no buscarían. Pero estaban tan cerca, a juzgar por los sonidos de la maleza, que temía que me vieran trepar y entonces me arrinconasen en el árbol y no tuviese adonde ir.

¿Te estás preguntando, mientras lees esto, por qué no utilicé alguna artimaña demoníaca, algún poder profano heredado de Lucifer, ya fuese para matar a mis enemigos o para hacerme invisible? Es sencillo: no tengo tales poderes. Tengo a un bastardo por padre y a alguien que una vez fue puta por madre. A las criaturas como yo no se les otorgan poderes sobrenaturales. Apenas nos conceden el poder para evacuar. Pero la mayor parte de las veces yo soy más listo que el enemigo y puedo causar más daño con mi ingenio y mi imaginación de lo que posiblemente haría con los puños o las colas. Sin embargo, eso seguía convirtiéndome en alguien más débil de lo que desearía ser. Pensé que era el momento de aprender los mágicos engaños que mis superiores utilizaban sin esfuerzo alguno.

Si conseguía escapar de esto, me juré a mí mismo, me las arreglaría para aprender magia. Cuanto más negra, mejor.

Pero eso sería otro día. Ahora mismo era un demonio desnudo y sin alas y hacía lo posible por evitar que la banda de Cawley me atrapase.

Entonces vislumbré el reflejo de la luz de un fuego entre los árboles y se me cayó el alma a los pies: me habían conducido hasta su propio campamento. Todavía me quedaba la opción de dirigirme hacia mi derecha e internarme en la parte más profunda del bosque, pero me pudo la curiosidad. Quería ver qué perversidades habían cometido.

Así que corrí hacia la luz aun a sabiendas de que aquello probablemente sería una insensatez, incluso un suicidio. Pero no fui capaz de resistirme a la oportunidad de conocer lo peor; creo que eso es lo que define la demonidad. Tal vez sea una forma corrompida del deseo angelical de sabiduría, no lo sé. Lo único que puedo decir con certeza es que yo tenía que saber qué crueldades había cometido Cawley y estaba dispuesto a arriesgar mi única posesión (mi vida) para presenciarlas.

Primero vi el fuego entre los árboles. No lo habían dejado desatendido: uno de los miembros de la panda de Cawley lo avivaba mientras yo me acercaba a la arboleda iluminada por las llamas.

Era el Infierno en la Tierra.

De los árboles que rodeaban el fuego colgaban las pieles estiradas de varios demonios como yo con la diferencia, por supuesto, de que sus pieles no estaban abrasadas como la mía. Sus rostros habían sido cuidadosamente arrancados de la carne y estirados para que se secaran y adquirieran el aspecto de máscaras. El parecido consigo mismos en vida era remoto, pero me pareció que conocía a uno de ellos, tal vez a dos. En cuanto a su carne, el último de los matones de Cawley la estaba despedazando a hachazos. Se trataba de una chica de rasgos dulces de unos dieciséis o quizá diecisiete años; la expresión de su cara, mientras realizaba su tarea de cortar la carne de los muertos y trocearla para arrojarla a la olla más grande de las dos que había allí, era inocente como la de un niño. De vez en cundo comprobaba el progreso de las colas que estaba cociendo en la otra olla. Varias colas pertenecientes a otras víctimas pendían de las ramas; ya estaban limpias y listas para la venta. Había nueve, creo, incluyendo una que, a juzgar por su longitud y su elaborado diseño, había pertenecido a un demonio de alto rango y antigüedad.

Cuando la chica alzó la vista y me vio, yo esperaba que se pusiera a chillar pidiendo ayuda, pero no; simplemente se limitó a sonreír.

¿Cómo puedo expresar el efecto que aquella sonrisa provocó en mí al aparecer en aquel rostro carente de defectos? Señor, qué hermosa era; era la primera cosa realmente bella que había visto en mi vida. Lo único que quería hacer en aquel momento era sacarla de aquel sepulcro rodeado de árboles, con el guiso de carne de demonio hirviendo a fuego lento en una olla y las colas cociéndose en la otra.

Cawley la había obligado a realizar aquella macabra y espantosa tarea, no cabía duda. ¿Qué más pruebas necesitaba que la sonrisa que se dibujó en su cara cuando levantó la vista de su espeluznante cometido? Vio en mí a su salvador, a su liberador.

—¡Rápido! —dije. Con una agilidad que me sorprendió, salté la pila de huesos que nos separaba y la agarré de la mano—. Ven conmigo antes de que nos alcancen.

Su sonrisa permaneció inalterable.

—Hablas bien —me dijo.

—Sí… Supongo que sí —respondí, sorprendido de que el poder del amor hubiera dominado a la fuerza que convertía mis palabras en gruñidos. ¡Qué felicidad, poder expresarme de nuevo!

—¿Cómo te llamas? —preguntó la chica.

—Jakabok Botch. ¿Y tú?

—Caroline —contestó—. Tienes dos colas. Debes de estar orgulloso de ellas. ¿Puedo tocarlas?

—Más tarde, cuando tengamos un poco más de tiempo.

—No puedo ir, Jakabok. Lo siento.

—Quiero salvarte.

—Estoy segura de que quieres —respondió.

Dejó su cuchillo y me tomó la otra mano. Nos quedamos de pie, frente a frente, cogidos de las manos y con la mesa llena de huesos despedazados como único obstáculo entre los dos.

—Pero me temo que mi padre no lo permitiría.

—¿Tu padre es Cawley?

—No, él es mi… No es mi padre. Mi padre es el hombre de las cicatrices en la cara.

—¿Te refieres al sifilítico?

Su sonrisa se desvaneció al instante. Trató de soltarme las manos, pero no se lo permití.

—Lo siento —me disculpé—. Eso ha sido desconsiderado por mi parte. He hablado sin pensar.

—¿Por qué ibas a hacerlo? —replicó Caroline con frialdad—. Eres un demonio; no sois conocidos por vuestro intelecto.

—¿Por qué entonces, si no es por nuestro poder mental?

—Lo sabes muy bien.

—Sinceramente, no.

—Vuestra crueldad, vuestra impiedad, vuestro miedo.

—¿Nuestro miedo? No, Caroline, es al revés: los que pertenecemos a la demonidad inspiramos miedo a los humanos.

—¿Entonces qué es lo que estoy viendo en tus ojos ahora mismo?

Me había calado. No había modo de escabullirse de aquello; tan solo podía decir la verdad.

—Lo que estás viendo es miedo —admití.

—¿A qué?

—A perderte.

Sí, sé cómo suena, créeme: ridículo sería diplomático; repugnante se acerca más a la realidad. Pero es lo que dije y, si en algún momento has dudado de la veracidad de todo lo que te estoy contando, ya puedes olvidar tus dudas, porque si te estuviera engañando no admitiría esto, ¿no crees? Debí de sonar tan patético representando el papel de enamorado… Pero no tenía elección. En aquel momento era suyo por completo: era su esclavo. Salté sobre la mesa que nos separaba y, antes de que se le ocurriese rechazarme, la besé. Sé cómo se besa, a pesar de mi ausencia de labios. Había practicado durante años con las putas que solían merodear por nuestra calle. Ellas me enseñaban todos sus trucos para besar.

Al principio el movimiento de mi lengua pareció cautivarla. Las manos de Caroline comenzaron a examinar mi cuerpo, lo cual me daba licencia para hacer lo mismo con el suyo.

Te estarás preguntando, por supuesto, qué pasó con Cawley el Sífilis, Nycross, O’Brien, Shamit y Hacker, ¿no? Claro que sí. Y si yo hubiera estado menos obsesionado con Caroline, me habría preguntando lo mismo. Pero estaba demasiado ocupado probando todas mis tácticas para besarla.

Su mano me rodeó la espalda y, lentamente, con ternura, pasó sus dedos por mi columna hasta alcanzar mi nuca. Un escalofrío de placer me recorrió de arriba abajo. La besé más apasionadamente que nunca, aunque me lloraban los ojos por abrir tanto la boca. Tensó la mano y me pellizcó el cuello; la estreché contra mí y ella respondió hundiendo sus dedos en mi nuca.

Traté de besarla aún más intensamente en respuesta a su gesto, pero ella había terminado de besarme. Sus dedos sujetaron mi cuello con más fuerza todavía y tiraron de mi cabeza hacia atrás, lo cual me obligó a sacar mi lengua de su boca.

Cuando vi su rostro, comprobé que no tenía el aspecto soñador que presentaban otras después de haberlas besado. La sonrisa que me había enamorado con tal rapidez había desaparecido de sus labios. Todavía quedaba belleza en su cara, pero era una belleza fría.

—Eres un pequeño casanova, ¿no es cierto? —dijo.

—¿Te gusta? Solo estaba empezando. Puedo…

—No, ya he tenido suficiente.

—Pero hay tanto…

Me giró hacia el tanque en el que hervían las colas.

—¡Espera! —exclamé—. Estoy aquí para liberarte.

—No seas cretino, querido. Yo soy libre.

—¡Hazlo, Caroline! —oí decir a alguien. Miré hacia donde provenía la voz y vi al padre de mi amada, el Sífilis, surgiendo de las sombras entre los árboles—. Abrásale esa cara fea que tiene. ¡Hazlo!

—¿Cawley no lo quiere para el espectáculo de monstruos?

—Bueno, resultará aún más monstruoso sin carne en la cara. ¡Tú hazlo!

Si ella hubiera obedecido a su padre, mi rostro habría sido sumergido en el tanque de agua hirviendo. Pero dudó, no sé por qué. Me gusta pensar que fue por el recuerdo de uno de mis besos. Pero el caso es que, por el motivo que fuese, no hizo inmediatamente lo que el Sífilis le ordenaba. En ese momento de indecisión la presión que ejercía sobre mi cuello se relajó un poco; era todo lo que yo necesitaba. Me moví repentina y velozmente, me liberé y una zancada me situé tras ella.

Entonces la empujé con fuerza y dejé que el destino decidiera dónde caería.

El destino no le sonrió, igual que nunca me había sonreído a mí, lo cual me consoló un poco. Vi que sus piernas le fallaban y la oí pronunciar mi nombre:

—¡Jakabok!

Y luego:

—¡Sálvame!

Era un poco tarde. Retrocedí y dejé que cayera de bruces dentro del tanque en el que hervían los huesos. Era tan inmenso y pesaba tanto debido a lo que contenía que nada podría volcarlo: ni su caída, ni sus bruscas sacudidas cuando el largo mandil manchado de sangre que llevaba rozó las llamas y prendió en el acto.

Por supuesto, me quedé allí para digerirlo todo a pesar de la proximidad de mis perseguidores. No estaba dispuesto a perderme ni una sola convulsión, ni solo un estremecimiento de aquella Lilith: el fuego de su entrepierna convirtiéndose en vapor cuando perdió el control de su vejiga; el agua llena de huesos zarandeándola mientras ella trataba, en vano, de salir de allí; el apetitoso olor de sus manos friéndose contra las paredes del tanque; el sonido húmedo y angustiado que se produjo cuando su sifilítico padre consiguió agarrarla y arrancar sus palmas de allí tirando de ella.

¡Ay qué visión! ¡Mi Caroline, mi otrora hermosa Caroline! Del mismo modo que yo había pasado del amor al odio en cuestión de minutos, ella había pasado de la perfección a ser algo como yo, que solo produce repugnancia. El Sífilis la alejó un poco del fuego y la colocó en el suelo para extinguir los rescoldos de su mandil. Tan solo le llevó un momento; entonces deslizó el brazo bajo su cuerpo y la levantó. Cuando lo hizo, la humeante carne de su frente, sus mejillas, su nariz y sus labios se separó del reluciente y joven hueso que había debajo y tan solo sus ojos bullían en sus cuencas desprovistas de párpados.

Suficiente, me dije. Ya me había vengado por el daño que ella me había hecho. Aunque habría resultado enormemente entretenido observar la angustia del Sífilis, no osé permitirme otro rato de voyeurismo. Era hora de irse.